ENSEÑAR A ENTENDER AL OTRO PARA HACER QUE EL OTRO ENTIENDA, SOLO QUE TODO A LA VEZ Sergio Viaggio, Oficina de las Naciones Unidas en Viena De eso, simplemente, se trata. En buen romance, la comunicación es, respectivamente, hacer o lograr comprender al otro, la traducción es entender al otro para hacer que el otro entienda, y la interpretación simultánea no se distingue de la traducción más que por el todo a la vez. Del dicho al hecho, claro, (vaya si hay trecho! Pero si hemos captado bien la esencia comunicativa, mediadora y psicomotora de la interpretación, el trecho queda perfectamente balizado. Aceptada esta premisa, no podemos menos por ver que lo primero, literalmente, que hay que enseñar es en qué consiste, cómo funciona y qué condiciones exige la comunicación en general, luego en qué consiste, cómo funciona y qué condiciones exige la mediación interlingüe e intercultural y, finalmente, en qué consiste, cómo funciona y qué condiciones (ya fundamentalmente psicomotoras) específicas exige la interpretación simultánea. Si el estudiante no ha entendido que la traducción y la interpretación son formas especiales de la comunicación, no ha entendido lo más importante ((y cuántos traductores e intérpretes hay que lo ignoran o, en el mejor de los casos, lo saben sin saber!). Para simplificar, diremos que la comunicación estriba en que se logre una cierta identidad entre el querer decir del que habla o escribe y el haber entendido del que escucha o lee, una cierta identidad entre sendas percepciones hablísticas que van mucho más allá de su respectiva configuración lingüística, cualquiera el grado de equivalencia que pueda darse a este nivel (García Landa 1990). Como uno no es consciente de todo lo que siente o se le pasa por la testa, ni tampoco de todo lo que quiere expresar, ni puede expresar completamente todo lo que sí sabe que quiere transmitir, hay una entropía inevitable entre el sentir y el pensar, el pensar y el querer decir, el querer decir y el poder decir y el poder decir y el decir. A partir del decir, toda una serie más o menos simétrica de entropías se adentran hasta el inconsciente del interlocutor. Parte de esas entropías es irreversible, para el otro y para uno mismo, pero la evolución nos ha dotado de dos herramientas claves que, las más de las veces, nos permiten rescatar lo de veras pertinente: el segundo sistema de señales y la capacidad de inferir. La comunicación social y el conocimiento mismo serían imposibles sin ellos. El lenguaje es la capacidad específicamente humana de concebir, segmentar, almacenar, procesar, evocar, imaginar y comunicar la experiencia a través de signos que no lo son de Alas cosas@ sino de nuestra representación de las cosas. Esta distinción es crucial, pues de lo que se trata es de la identidad pertinente de dos (o más) representaciones subjetivas y no de los medios semióticos (lingüísticos o no) de que se valgan ni de la realidad a que supuestamente aluden (supuestamente, porque, en el fondo, no hay forma de saberlo a ciencia cierta (Jackendoff 1992)). Poco importa a la madre si el niño se queja intencionalmente con su llanto, le farfulla >(nana!= o llega a articular >(duele!=: la incompetencia comunicativa del emisor es compensada por el querer y poder entender del interlocutor. Inversamente, la madre compensa con su mayor voluntad y capacidad de decir inteligiblemente para el niño la torpeza intelectiva de éste. En este acto de comunicación elemental, hay un hecho de capital importancia: la madre puede comprender más que el niño no solo porque es adulta, sino porque es madre, y conoce profundamente (mucho más de lo que ella misma sabe) a su hijo. El padre lo comprenderá seguramente menos y, en ciertos aspectos, menos que otra madre, o incluso que otra mujer. Nada de eso depende del pequeño emisor. Es importante recalcarlo porque tan afanados andamos los traductores e intérpretes en lo que "dice" el original que nos olvidamos del papel igual que debe desempeñar el interlocutor para que la comunicación prospere. Por eso, la madre que interprete a su niño en la visita al pediatra extranjero velará bien porque su mediación sea eficaz: >)Comió 2 dulces antes de la cena?=, pregunta el galeno en inglés. >)Te comiste los melos (por >caramelos=) que te regaló ta Ma (por la tía Marta)=? traduce la madre al castellano incipiente de su pequeñín. Este murmura algo como >Micky=. La madre interpreta >Sí, como a las seis, mientras miraba los dibujos animados por la televisión=. )Qué ha hecho en ambas direcciones? Ni más ni menos que ayudar a que párvulo y facultativo se comuniquen a pesar de las diferencias de idioma, conocimientos, aptitudes y cultura (en el sentido más amplio posible). Para ello, ha tenido en cuenta el verdadero propósito del médico, que no es qué ha dicho exactamente el niño, sino si comió o no dulces antes de cenar (otro gallo cantaría si la entrevista fuera con un psicólogo). Consciente del propósito del galeno y de la limitada capacidad lingüística e intelectual de su hijo, la madre opera de ida y vuelta todas las modificaciones y adaptaciones necesarias para facilitar la comunicación. Puede hacerlo, recordemos, no solo ni tanto porque maneja ambas Alenguas@, como porque es madre, por el tipo de conocimientos pertinentes, especialmente extralingüísticos, que puede hacer entrar en juego. Esa mediación eficacísima que la madre seguramente no podría realizar entre dos médicos o entre un futbolista y el árbitro, es la especialidad del intérprete dialógico o comunitario. A esa capacidad, el intérprete simultáneo agrega la neurofisiológica y motoramente dificilísima simultaneidad. Que los interlocutores sean ambos diplomáticos o plomeros, o que uno sea un juez relamido y el otro un inmigrante ilegal casi analfabeto, que estén disputando o departiendo, que confíen o recelen, que les vaya en ello la vida o casi ni se lleven el apunte, que uno hable mal chino y el otro perfecto húngaro no modifica la esencia del fenómeno: si se logra la identidad pertinente de las respectivas representaciones mentales (incluidos, desde luego, los componentes afectivos o estéticos indispensables) la comunicación, y con ella la mediación, ha prosperado, si no... no. Claro está que para el intérprete simultáneo raramente la situación llega a tales extremos, pero la pregunta es la misma: Dados los interlocutores, sus conocimientos, aptitudes, sensibilidad, cultura, idiosincrasia; dadas las circunstancias sociales y materiales, inmediatas e históricas de la comunicación; dados el tema, los intereses en juego, los fines consciente o inconscientemente perseguidos; dados el estilo, el registro, la perspicuidad o torpeza del que habla y la capacidad y voluntad del que escucha )qué tiene que saber y poder hacer el mediador para lograr, en la medida de lo profesionalmente posible, esa identidad entre querer decir del uno y haber entendido del otro? La respuesta a este interrogante debiera coincidir punto por punto con el plan de estudios (currículo que le van diciendo últimamente) de cualquier escuela de traducción e interpretación. Tomémonos nosotros mismos como ejemplo. Dado este seminario sobre didáctica de la traducción y la interpretación, dados yo que hablo, Uds., docentes, y Uds., estudiantes españoles que me escuchan directamente, y Uds., connotados traductólogos francoparlantes canadienses, belgas, franceses y alemanes que se valen de la interpretación al francés; dados la velocidad a la que voy, mi espeso acento rioplatense, mi particular modo de decir mi querer decir, la calidad del sonido, mi frecuente alejamiento del micrófono )qué debe saber y poder hacer el colega que suda en la cabina (interpretando, a no olvidarlo, a una lengua que no es la suya)? Tiene que saber (y a estas alturas del siglo XX, tiene que saberlo consciente, explícita, declarativamente1), al menos a) que la comunicación --como toda forma de proceso cognitivo (perdón por haber birlado una sílaba inútil)-- funciona inferencialmente; b) que la parte materialmente perceptible del mensaje (incluidos todas las señales y todos los datos concomitantes) son analizados por el interlocutor en función de la pertinencia y con el fin de 1 En el caso de la competencia comunicativa e incluso lingüística, como en tantas otras, el conocimiento implícito no puede desarrollarse a menos que se explicite (el conocimiento práctico o procedural, el saber cómo, debe transformarse en conocimiento teórico o declarativo, el saber que). 3 entender, no el mensaje en sí, sino al otro detrás del mensaje; c) que el sentido de un enunciado no está en el enunciado mismo sino que es construido igualmente por locutor e interlocutor; y d) que la lengua, las palabras --imprescindibles como son-- no agotan el sentido, por lo que la mera recodificación de la forma puede ser tan insuficiente como el >Micky= del niño para que el médico entienda que sí comió dulces antes de la cena. La didáctica de la interpretación simultánea (como la de la traducción en general) no puede menos de basarse en la teoría de la comunicación. La interpretación y la traducción son tareas que persiguen siempre --al margen de la modalidad y de las distorsiones con que tantas veces tropiezan-- el mismo fin estratégico: permitir la comunicación entre dos (o más) interlocutores (o grupos de interlocutores) por encima y a pesar de todas las diferencias objetivas y subjetivas que los separan, incluidas, fundamentalmente, las de lengua (y en eso, precisamente, se distinguen de todas las otras formas de mediación). Siendo las diferencias lingüísticas las específicas, comencemos aquí por ellas: Entender al otro, desde esta óptica, empieza por entender su idioma. El estudiante debe aprender que ignora muchísimo acerca del lenguaje en general y de las lenguas en particular, incluida la suya, pues entender la lengua es, además de conocer a fondo su léxico y su sintaxis, saber distinguir y comprender sus diversas variaciones de uso y fonación (dialectos, sociolectos, acentos regionales) y saber reconocer sus registros y tradiciones retóricas. Luego (luego en esta ponencia, pero no ontológica ni cronológicamente, recordemos) viene el conocimiento del texto, del cómo con la lengua se construye un texto oral o escrito, pues entender al otro no se limita a entender su lengua, sino que requiere entender el texto que ha enunciado o está en tren de enunciar. Para ello es necesario conocer las prácticas textuales y discursivas (Hatim y Mason 1990 y 1997), la cultura (incluidos la literatura, la historia, la economía, la geografía, la cocina, los deportes, etc.) y los conocimientos temáticos, de fondo y terminológicos. Entran ya en juego todos los componentes lingüísticos y extralingüísticos que analizan, entre otros, la teoría de los actos de habla (Searle 1969 y 1979) y el llamado análisis del discurso (de Beaugrande 1984, van Dijk 1973 y 1980): principio de la cooperación y máximas de la conversación; organización temático-remática; escenas, esquemas, marcos y guiones; las siete condiciones de la textualidad (cohesión, coherencia, situacionalidad, intencionalidad, aceptabilidad, informatividad e intertextualidad); etc. Finalmente, entender al otro requiere ir más allá de su lengua y de su texto, para penetrar en su querer decir (lo que en inglés llaman meaning meant y García Landa sentido intendido) o incluso en el sentido que yo llamo profundo (Viaggio 1996) --el que se transmite sin que el locutor sepa y a veces contra su voluntad--, en esa situación espaciotemporal concreta, para ese interlocutor concreto, con esa intención pragmática concreta (que es, precisamente, lo que hace la madre con el niño). Se trata de lograr una identidad pertinente de representaciones mentales subjetivas mediante un doble acto de habla en que el mediador efectúa en el vehículo de la comunicación las modificaciones y adaptaciones que tal identidad exija. Para ello es menester que sea consciente del carácter meramente instrumental y, por ende, subordinado del lenguaje. Debe comprender que la comunicación (como todo conocimiento) funciona inferencialmente (Sperber y Wilson 1986/1995, Gutt 1990 y 1991), que el enunciado (escrito u oral) no es más que una serpeante explicatura que sólo se transformará eficazmente en mensaje comprendido si el interlocutor quiere y puede inferir las implicaturas pertinentes. Hasta aquí, la competencia es, por así decir, pasiva (pasiva en el sentido de que se trata de reconocer y no de producir, pero ese reconocimiento --por automático que deba llegar a ser-- no tiene nada de pasivo). A partir de aquí el intérprete deviene orador y le toca, entonces, invertir el 4 proceso. Por lo pronto, claro, debe saber hablar, y ese saber debe ser a la vez declarativo y procedural. La teoría que explica por qué >me dijo que venga= (como decimos los rioplatenses) está Amal@ es que el buen uso consiste en que en una subordinada de pretérito, el subjuntivo vaya en pretérito también. Si bien el conocimiento declarativo no es imprescindible para hablar fluidamente una lengua, sí lo es para pulir y desarrollar eficazmente su manejo profesional. Pero saber hablar significa, además, construir un texto en función de cierto discurso (un texto especializado o general, un texto entretenido o pomposo, un texto claro u obscuro, un texto campechano o formal, un texto expositivo, narrativo o argumentativo, un texto emocional o gélido, en verso o en prosa, oral o escrito, etc.), para por último y fundamentalmente, saber transmitir ese sentido intendido de manera que sea comprendido por el destinatario, con sus intereses e idiosincrasia. Tales intereses aconsejarán un nuevo análisis de la pertinencia del contenido, y tal idiosincrasia un nuevo aquilatamiento de la idoneidad de la forma. El intérprete debe saber qué factores entran en juego y cómo atenderlos en la práctica. Sólo así puede ejercer a plena consciencia su libertad deontológicamente responsable de experto en comunicación intercultural interlingüe mediada. En el caso de la interpretación simultánea, claro, tenemos el complicado aditamento de la simultaneidad. La interpretación simultánea es ni más ni menos que la actividad humana que por antonomasia exige atención dividida (véase, por ejemplo Fabbro y Gran 1994). Pero ello no significa que deje de ser un caso más --psicomotoramente más difícil-- de mediación interlingüe e intercultural. No se trata, pues, de dejar de lado los componentes comunicativos no estrictamente lingüísticos, sino todo lo contrario: de hacer que el análisis debido y la consecuente elección de una táctica y una estrategia comunicativamente idóneas en función de las limitaciones objetivas específicas de la simultaneidad se realicen en tiempo real, y en la medida de lo posible, automáticamente. Por natural desdicha, la capacitación del intérprete simultáneo (y también la del traductor) se ha concentrado tradicionalmente en la adquisición y el desarrollo de conocimientos y reflejos exclusivamente lingüísticos, lo que es como enseñar a apilar ladrillos sin noción de qué es una casa ni de para qué sirve una pared. Ello obedece no sólo a una concepción anticuada de la actividad, sino también a las lagunas lingüísticas espeluznantes que los educandos traen bajo el brazo (y no por culpa de ellos, por supuesto). Desde luego que al niño que se sienta por vez primera al piano hay que comenzar por enseñarle a controlar los músculos de la mano y dónde quedan las notas; pero un conservatorio no puede hacer eso: al conservatorio se va a aprender música, no a hacer escalas (como que a la escuela de mediación se viene a aprender a mediar, no a adquirir un diccionario). Se me ocurre que el problema estructural de muchos cursos de traducción, pero sobre todo de interpretación simultánea, estriba en el vacío teórico en que flota la práctica. En la cabina, pareciera que los esfuerzos de docentes y estudiantes se centraran exclusivamente en adquirir velocidad para deglutir y regurgitar oraciones (cuando no simples recuas de palabras). Pero no es para eso que hace falta velocidad, sino para entender un querer decir concreto y redecirlo para un interlocutor concreto (aunque imaginario) en tiempo real. Y eso, como espero haber aclarado, exige algo muy diferente de entender y redecir oraciones. El estudiante nunca debe dejar de comunicar, y para ello ha de sopesar permanentemente los parámetros comunicativos de su quehacer, por ajetreado que éste sea. Casi no conozco graduados recientes (ni tampoco demasiados veteranos) que procuren comprender no tanto qué está diciendo el orador, como qué está queriendo decir, o, mejor, queriendo hacer con lo que dice, por qué, para qué, a quién, en qué circunstancias. Y sin ese análisis no hay cómo determinar la pertinencia de lo dicho para el interlocutor ni, en consecuencia, la pertinencia del discurso del propio intérprete. Para que este análisis pueda hacerse tan automáticamente como ha de hacerse el 5 análisis de la superficie lingüística del enunciado y de la representación semántica que tal superficie suscita, es menester una capacitación primero teórica y luego práctica intensas. Y esta capacitación práctica no puede hacerse en cabina. Sólo una vez adquirida "en frío" puede ver de ejercitarse "en caliente". Enseñar análisis del discurso y de la comunicación mediada (es decir, teoría de la traducción e interpretación) después de las prácticas en cabina es como enseñar a respirar después de haber enseñado a cantar. Es peor que ineficaz: es contraproducente, pues una vez adquirido el vicio de la lengua es más que problemático adquirir la virtud de la comunicación. Y cierro con dos ejemplos prácticos. El primero es de mera lengua y nos remite al título de esta presentación: Enseñar a entender al otro para hacer que el otro entienda, solo que todo a la vez. )Enseñar quiénes? obviamente los profesores de interpretación. )Está dicho? No. )Cómo lo sabemos? Como sabemos todo lo que sabemos a pesar de que no se haya dicho explícitamente: en virtud de la pertinencia. Sperber y Wilson la definen como la razón entre los efectos cognitivos (incluidos, aclararía yo, los afectivos) que produce en un interlocutor determinado acto de comunicación ostensiva y el esfuerzo necesario para procesarlo. Recordemos los dos Principios de la Pertinencia que señalan los autores (op. cit. pág. 260): 1) El conocimiento humano propende en general a maximizar la pertinencia; 2) todo acto de comunicación ostensiva (como el título de marras) comunica la presunción de su óptima pertinencia (es decir que el interlocutor parte de la base que le han dicho algo que le interesa saber y que se lo han dicho de la forma más eficaz). Sobre estos dos principios se funda la Presunción de Óptima Pertinencia, a saber que el estímulo ostensivo es a) suficientemente pertinente para justificar el esfuerzo que el interlocutor debe realizar para procesarlo, y b) el más pertinente compatible con la capacidad y preferencias comunicativas del emisor (pág 270). La que hemos escogido instantánea e inconscientemente es la primera --y, en este caso, única-- interpretación posible esta parte del enunciado que satisface el criterio de pertinencia. Por eso, precisamente, hemos optado por ella. Todas las demás inferencias a que procedemos se rigen por idénticos criterios: Enseñar a entender al otro, es decir enseñar los profesores de interpretación al estudiante a entender al otro, es decir al orador, no al otro a que entienda. Enseñar los profesores de interpretación a sus estudiantes a que entiendan al orador para hacer que entienda el interlocutor que se vale de la interpretación, no el interlocutor directo, ni mucho menos el orador mismo. No enseñar todo a la vez, sino enseñar a hacerlo todo simultáneamente. Como espécimen de la lengua castellana, la oración es cuando menos cinco veces ambigua, pero como enunciado concreto, en este acto de habla concreto, inusitado como es, no se presta a más que una lectura acorde con el principio de la pertinencia. Lingüísticamente, las demás interpretaciones son igualmente posibles (y un ordenador no sabría elegir entre ellas2) pero no igualmente plausibles en el mundo de esta comunicación. Para entender al otro, a ese otro que en este momento dice o escribe estas 2 Vale la pena recordar el ejemplo que cita Pinker (1994//)). Frente a la oración 'time flies like an arrow' (cuya interpretación semántica pertinente inmediata es 'el tiempo vuela como una flecha', con el sentido metafórico de 'el presente es fugaz' o la 'vida es breve', un orderandor produjo seis interpretaciones diferentes, pero, claro, no la metafórica, a saber: 'tómales el tiempo a las moscas como se lo tomarías a una flecha', 'tómales el tiempo a las moscas que se parezcan a una flecha', 'tómales el tiempo a las moscas como se lo tomaría una flecha,, 'las moscas de tipo 'time' gustan de una flecha'. Todas las interpretaciones son igualmente posibles, lo que las hace esperpénticas no es sino nuestra experiencia del mundo, y como todos operamos sobre la base de la pertinencia, a ningún ser humano (ni siquiera a un lingüista) se le habrían ocurrido "en seco". 6 palabras, no basta, pues, entender su lengua. Y esto que quiero decir con lo que digo debe traducirse de modo que se entienda. Hay un motivo (válido, creo) detrás de la forma intencionalmente críptica (mi preferencia y mi capacidad de materializarla), pero es un motivo secundario: no escribo para decir raro, sino para transmitir un modelo de la interpretación simultánea. Si ese mensaje se transmite, la interpretación está, en principio lograda. Si alcanzan tiempo, cacumen, reflejos y pericia para producir un enunciado igual o parecidamente enredado que llame la atención sobre sí mismo con eficacia similar, mejor; pero no lo segundo en vez de lo primero. Quien ha entendido mi modelo de la interpretación me ha entendido, aunque se le hayan escapado los oropeles de mi gay decir. Para Uds., como para el lector, importa menos cómo me gusta --o me sale-- decirlo y qué digo que qué quiero decir; los efectos cognitivos pertinentes tienen que ver con la traductología, y solo secundariamente con el estilo y demás rasgos formales, sobre todo en éste que se ha trasmutado en acto de habla escrita, con su situacionalidad desplazada3. El segundo ejemplo es de sentido: Cuando en una intervención anterior dije que no había que pedirle al cerezo de la traducción las peras que el olmo de la comunicación no daba, un colega se me quejó del trabajo que ese tipo de logomaquias le da al pobre intérprete. Por cierto que en sendos experimentos, Fabbro, Gran y Green han establecido que los estudiantes de interpretación se fatigan más cuando deben interpretar oraciones como proverbios y dichos que requieren un análisis semántico más profundo y un reordenamiento léxico en lengua terminal (Fabbro y Gran, op. cit., pág. 22). Sólo que el intérprete hecho y derecho no traduce oraciones sino enunciados (y el que no, estará hecho, pero torcido), y sólo que la representación semántica que el enunciado suscita no es su sentido, sino la forma semántica de su sentido, y que así como la traducción no precisa retener las palabras, tampoco necesita mantener la representación semántica. Claro que si puede echarse mano a los equivalentes sistémicos más inmediatos la cosa se facilita; y claro también que si es posible informar el sentido de la misma representación semántica la cosa suele hacerse más sencilla; pero las más de las veces no se puede, no conviene o no se debe. Si el intérprete o el traductor operan sobre la base de una teoría idónea, si son conscientes de la índole inferencial del conocimiento y la comunicación, enunciados como el que analizamos no presentan problemas que no puedan superarse sin mayor quebranto. Estamos en un simposio sobre traducción, hablando de traducción para profesionales, estudiantes o docentes de la traducción. No sé cómo habrán lidiado mis sufridos colegas con el resto de mi intervención, pero con ese enunciado no debieran haber tenido problema, porque yo también estaba hablando de traducción, y no de pomología. La referencia intertextual al proverbio no tenía mayor propósito ni sentido que hacer más entradora la aseveración pertinente, a saber que mal puede pretenderse que la traducción prospere donde la propia comunicación fracasa. Eso quise dar a entender con lo que 3 De paso, notemos que la oración enseñar a entender al otro para que el otro entienda, solo que todo a la vez es idéntica a sí misma aquí, más arriba y en el título. La explicatura permanece inalterada y, lingüísticamente no significa ni un ápice más o menos, pero los efectos cognitivos (las asociaciones que suscita y las inferencias a que da pie) que produce cada vez que la enuncio han venido enriqueciéndose: va evolucionando la implicatura del enunciado, es decir el efecto cognitivo que el acto ostensivo produce en el interlocutor. Al propio tiempo, desaparecido el desconcierto inicial del título, la novedad formal deja de serlo y se torna cansadora. El enunciado pierde informatividad y, con ella, pertinencia (el efecto fundamental que el lector persigue, el que valdrá o no su esfuerzo de procesamiento, es hacerse una idea del modelo de la interpretación simultánea que este artículo propugna). Si se repite en exceso sin que aporte cada vez una gota de pertinencia nueva, llegará pronto el punto en que los efectos cognitivos sean afectivamente contraproducentes: la falta de pertinencia puede terminar por producir la irritación del interlocutor y menoscabar su voluntad de cooperar en la construcción del sentido, o sea de entender. (Sépalo el mediador aunque el orador lo ignore! 7 dije, y eso --ni menos, pero, llegado el caso, tampoco ni más-- debió haber dado a entender con lo que dijo el intérprete. Si existe un proverbio similar en francés y, además, si el intérprete lo recuerda en ese momento, la solución está servida. Si no existe, una traducción semánticamente análoga pierde en referencia intertextual lo que gana en originalidad: me habría hecho quedar más inteligente, cosa que yo, como cualquier otro orador, le hubiese agradecido (y en una reunión como ésta, donde impera el principio de la cooperación, también los destinatarios, claro). Y si el intérprete no se atreve ()y por qué no habría de atreverse?), con decir al pan pan y al vino vino, sanseacabó (y ninguno de los dichos que he dicho es indispensable para decirlo). Es posible de infinitas maneras. La más directa es cortar por lo sano y chau a la botánica: >no puede pedírsele a la traducción lo que la comunicación no da=, y si no, como más cómodo resulte: >mal puede lograr la traducción lo que la comunicación no alcanza=, >si la comunicación no, la traducción tampoco= (o, mejor, >si la comunicación no, la traducción menos=), >la traducción tropieza con los mismos límites que la comunicación= (o, más corto, traducción y comunicación tienen los mismos límites=), etc. En otras palabras, poco importa la explicatura con su correspondiente representación semántica si permiten al interlocutor evocar la implicatura y el sentido idóneos sin un esfuerzo superfluo; porque ni la explicatura ni la representación semántica son para comer, sino para entender, y el intérprete está para eso: para comprender el querer decir del orador a fin de transmitirlo idóneamente al interlocutor en tiempo real, a hacerse cargo de lo que el que habla quiere decir para que, inmediatamente y en función de su querer y poder entender, el destinatario comprenda, o, si se prefiere, entender al otro para hacer que el otro entienda, solo que todo a la vez. 8 BIBLIOGRAFÍA DE BEAUGRANDE, Robert: (1984) Text Production, Ablex Publishing Co., New Jersey, 400 págs. 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