¿Cómo evaluar la transferencia de lo aprendido a la tarea? Es un dilema que nos preocupa como profesionales de la capacitación el comprobar lo difícil que resulta argumentar efectivamente sobre el valor agregado que genera la capacitación en relación con la eficacia de las organizaciones. Agrava, por otra parte, la agudeza de ese dilema el hecho de que comprobamos, con frecuencia, que el discurso contenido en nuestros seminarios y demás actividades, no necesariamente refleja el contexto en que los participantes “habrán de aplicar lo aprendido”, con lo cual la real posibilidad de transferir lo aprendido a la tarea se les hace especialmente complejo cuando no directamente frustrante. Somos, a su vez, conscientes de que la dificultad no estriba en la calidad de la medición y la precisión de los registros por sí mismos, ya que podríamos estar midiendo lo irrelevante y registrando lo no pertinente, lo que hace referencia a un problema de validez y confiabilidad de nuestros métodos. A través de lo cual sabríamos de la seriedad profesional de nuestro esfuerzo, pero no tendríamos ningún argumento realmente sólido sobre la contribución de ese esfuerzo al desarrollo de las personas y al mejoramiento de los procesos. Nos inquieta también la creciente demanda de la Dirección de las compañías en las que trabajamos, dirigida a que podamos probar resultados tangibles, sobre todo cuando llegan los momentos de los frecuentes recortes presupuestarios. Pero, principalmente, quisiéramos mejorar nuestra base de diálogo y negociación con nuestros pares de línea y llegar a expresarles, con argumentos más sólidos, la justificación cuantitativa de la inversión aplicada al proceso educativo dentro de las organizaciones, también sustentada por imprescindibles reflexiones cualitativas. Por otra parte, nos desarrollamos en un universo empresario, dentro del cual se valora aquello que puede recibir un patrón mensurable, que compare el antes con el después y es frecuente que cuando discutimos sobre cuestiones de nuestra especialidad en lo que hace referencia a ese antes y después, nos sintamos un poco desvalidos conceptualmente o podamos apelar solamente a intuiciones, disgresiones demasiado genéricas o vagas consideraciones sobre el mejoramiento del clima organizacional gracias a la capacitación. No es nuestro propósito presentar una metodología computadorizada de registro, y no lo haremos; no porque le restemos valor al desarrollo y contribución de esas metodologías si son bien administradas, más bien consideramos que las hay y que las que conocemos son eficientes, siempre que tengan continuidad en su aplicación, pero creemos que dejan una pregunta sin responder: ¿Nos interesa la medición por sí misma para demostrar y demostrarnos que hicimos las cosas bien o queremos demostrar si hicimos bien aquello, que, desde la capacitación, resultó relevante y pertinente para el crecimiento de las personas y la mayor efectividad de las organizaciones? Estamos convencidos de que todos coincidiremos en que no es la medición por la medición misma lo que nos preocupa, ya que medir la efectividad de la capacitación dentro de un contexto más amplio de seguimiento y valoración de su feed-back pedagógico y operacional es un problema que vale la pena debatir, sobre todo cuando ingresamos en el campo de las actividades enfocadas a lo actitudinal. Con ese marco teórico en mente, es que la invitación que este artículo les propone es echar una mirada crítica a la pertinencia y a la relevancia para las personas y para las organizaciones de lo que hoy hacemos en la capacitación de orden más bien comportamental. Hipótesis La evaluación y seguimiento precisos del impacto organizacional de las actividades de capacitación de orden comportamental, se dificulta seriamente porque su demanda, diseño y orientación raramente se planea de modo correlacionado con los factores clave de éxito del negocio de la compañía. Es técnicamente más complejo evaluar la transferencia de aquellos objetivos de comportamiento menos estructurados (típicamente los actitudinales) pero además, la demanda inicial de las actividades de capacitación suele restringirse al pedido del curso respectivo, con lo cual se confunde el problema con la solución de modo tal que el diseño de la actividad por la que, en definitiva se opte, resulta pobre, entre otras cosas, en el planteo de los objetivos que se procuren y en la selección de los indicadores que se habrían de utilizar para la evaluación ulterior. Generalmente, no disponemos de mediciones anteriores confiables sobre cuáles son las actitudes o comportamientos a modificar / ajustar, por lo cual la eventual comparación entre el antes y el después carece de base de sustentación. Hay limitaciones severas de referencia, tanto en el ámbito del aprendizaje que surge descontextualizado con respecto al espacio real de la tarea, donde habrá de aplicarse lo “supuestamente aprendido”; por otra parte el ámbito de aprendizaje ni estimula la reflexión crítica ni expone a todos los participantes a la ejercitación práctica. Vueltos los participantes al ámbito de la tarea, no encuentran en él ni estímulos ni reconocimientos consecuentes con lo enseñado en el curso, muchas veces encuentran un discurso directamente opuesto al del curso, o bien, recursos insuficientes para la real aplicación y/o procedimientos y normas internas que hacen improbable la transferencia. No se cumple una etapa de aprestamiento, durante la cual los futuros participantes de la actividad, puedan enfocar su interés y atención hacia la misma; llegándose al extremo no infrecuente de que desconozcan a qué curso han sido invitados, para qué y por qué han sido elegidos para hacerlo y, por lo tanto, se encuentren inhibidos desde el planteo inicial de la actividad de relación la capacitación con su realidad cotidiana. Se ha generalizado, entre los profesionales de la capacitación, un prejuicio muy marcado contra la evaluación que no sea cuantitativa, por lo cual ante la apreciación del progreso comportamental / actitudinal, tendemos a reemplazar el ejercicio creativo de búsqueda de demostrar la efectividad con modelos cualitativos – metodológicamente válidos – por la escrupulosidad computacional de los registros, la aplicación de calificaciones numéricas individuales de muy dudosa validez, y, últimamente, en tren de ganar espacio organizacional especulamos sobre el retorno sobre la inversión con menor severidad todavía. En muchos casos la Dirección de la Compañía no se preocupa seriamente por los cursos de sesgo actitudinal, partiendo de una suerte de presupuesto mental de que hay que hacerlos, que no son demasiados costosos, que contribuyen a las relaciones públicas internas y externas, pero, que, en definitiva, como “la única verdad es la realidad” no importa mucho medir lo irrelevante, y los resultados del negocio, que no dejarán nunca de medirse, pasan por un lado totalmente diferente de la calidad del curso de “Estilos de Liderazgo”, “Delegación Efectiva” o “Trabajo en Equipo”. Desarrollo de una alternativa de abordaje diferente En la vida de las organizaciones, las alteraciones en los escenarios, la redefinición propia de sus objetivos o fuerzas más específicos pueden modificar sustancialmente, año tras año o en determinados períodos, la configuración de los factores críticos de éxito para la organización. Estables o cambiantes, los factores de éxito demandan ciertas competencias individuales y/o grupales y exigen ciertos aprendizajes organizacionales sistemáticamente garantizados. El punto de partida de nuestra reflexión se ubica en la propuesta de explorar sistemáticamente cuales son los factores claves del éxito de una organización para razonar, desde ese punto las competencias requeridas y, recién entonces, elaborar la agenda de aprendizaje pertinente. Algunas organizaciones han logrado, con una lucidez mayor que otras, concentrar cual es su misión y, por tanto, dónde se ubica el éxito a obtener y es así, por ejemplo que Federal Express habla de entregar “piezas postales sin daño alguno en el tiempo reclamado por el cliente”, Walt Disney con solo redefinir a su cliente como “huésped” reorienta el foco de su accionar, Fiat cuando nos remite a “fabricar material rodante” se escapa del corset del automóvil para abarcar turbinas, locomotoras o vagones de subterráneo. Nada más y nada menos que esto es definir el objetivo de nuestro negocio, o dicho en términos de estrategia, el negocio de la compañía. Llegar a una definición adecuada de cuál es el negocio de la organización, no siempre resulta sencillo, incluso para los más altos niveles de dirección, por lo tanto, resulta aun más complejo asociar con el mismo las competencias demandadas y la agenda de aprendizaje requerida.