V. La práctica del currículum: diseño, desarrollo y evaluación

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V. La práctica del currículum: diseño, desarrollo y evaluación
1. Introducción
En el extenso espacio curricular, tal como hemos tenido, por otro lado,
oportunidad de ver hasta ahora, son muchos los elementos a tomar en consideración,
muchas las variables que inciden sobre la práctica de la enseñanza y, desde luego,
distintos los valores que cada una de ellas puede asumir según el enfoque o perspectiva
que se adopte.
Hacer referencias al carácter abierto de la práctica curricular, en donde las
posibilidades que sobrevienen de tomar en consideración un currículum interactivo,
preactivo o, incluso, estrictamente normativo, remite a un estado de la cuestión en
donde deben asumirse las referencias a un currículum sobre el que es posible la toma de
decisiones. La enseñanza se decide, al menos en buena parte, y esto lógicamente va en
la línea contraria a la consideración de un currículum enteramente pensado, decidido o
desarrollado en espacios extraños a los escenarios propios de la práctica profesional y
docente de la enseñanza, un currículum cerrado y atado por otros (Eggleston, 1992).
Apreciados más extensamente los procesos, esto es, como procesos de
enseñanza y aprendizaje, éstos gozan de la posibilidad de ser considerados espacios para
la toma de decisiones. Como afirma Zabalza Beraza (1999: 50)
«el currículum es un espacio de toma de decisiones».
Ahora bien, este espacio puede ser estimado de muchas maneras: como espacio
para la decisión unilateral, como espacio de desarrollo de lo que otros sí que decidieron
por mí, como espacio para la decisión autoritaria o negociada, etc. En este sentido y en
sintonía con la expresión de la filosofía que tratamos de mostrar, la manera en que
entendemos la enseñanza, es decir, el espacio curricular en donde teoría y práctica se
funden en una praxis congruente que une a docentes y alumnos en una trayectoria
formativa de colaboración mutua, tiene que ver con la necesidad de impulsar más
todavía la colaboración a todos los niveles, la ayuda mutua que supone la relación
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pedagógica y didáctica, y todo ello posibilitado por un currículum que emana desde sus
elementos y contenidos esta necesidad.
El currículum es un espacio para la toma de decisiones y, también, un escenario
en donde los actores (en sentido amplio la comunidad educativa, en sentido estricto
profesores y alumnos), construyan diálogo, relación, colaboración, reciprocidad,
corresponsabilidad y compromiso en la mejora de esta relación; y además se esfuerzan
en ello.
Las decisiones y la propia tarea de enseñar, especialmente la enseñanza
institucionalizada, es fundamentalmente colectiva, no se trata simplemente de
decisiones personales, como hasta cierto punto se deduce de muchas de las definiciones
que al uso tenemos de enseñanza. Además, la existencia de sujetos que actúan sobre el
espacio decisorio del currículum, debe remitir, bajo esta perspectiva, no sólo a aquéllos
que diseñan el currículum, ni tampoco sólo quienes lo desarrollan, sino también quienes
lo utilizan -los alumnos en última instancia- no sólo se ven afectadas las nociones de
profesionalidad, sino también otras que tienen que ver con las mismas relaciones entre
enseñanza y aprendizaje (Marhuenda, 2000).
Es decir, la amplitud de miras en esta cuestión requiere que la discusión se abra
y recorra no sólo los temas de interés que se inclinan sobre los enseñantes sino, también,
aquellos otros que se ciernen sobre los aprendices, de tal manera que los intereses
queden centrados no sólo en una parte de los procesos de enseñanza y aprendizaje, sino
en la totalidad de los mismos, como totalidad que se desarrolla en el espacio currículum.
La referencia de Zabalza (1995: 49) nos revela el sentido institucional que debe
adquirir toda la práctica última escolar:
«Se ha de superar ese sentido individual de la acción del profesor. La
programación ha de ser pensada más en términos de escuela, de comunidad escolar, de
equipo de profesores, etc., que de profesor singular».
Tratando de aglutinar este sentido global que adquiere la cuestión, Marhuenda
(2000: 241-242) introduce todo un elenco de elementos, nunca completo del todo, que
constituyen las acciones que se establecen en un espacio y en un tiempo aplicables a la
enseñanza sobre la que se decide:
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«Decidir sobre la enseñanza, diseñar la enseñanza, consiste en pensar la práctica
antes de realizarla, considerar los elementos que hayan de intervenir en ella, tener en
cuenta la normativa, prever los cursos de acción, anticipar las consecuencias de esa
acción, ordenar los pasos que se deben dar, establecer el contexto y aprovisionarse de
los recursos necesarios para enseñar. Planificar consiste en anticipar la interacción, en
configurar el escenario en que tendrá lugar la representación. Pero la planificación de la
enseñanza es compleja, a ella subyacen supuestos epistemológicos, sociológicos y
psicopedagógicos. Como ya vimos anteriormente, puede acometerse esta tarea como
aplicación de principios y procedimientos fundamentados científicamente, o puede
hacerse también desde una perspectiva artística».
Se trata de sólo una parte de la tarea decisoria, la otra corresponde a las acciones
propias de la práctica, las cuales se simultanean con las decisiones sobre la práctica, lo
cual nos obliga como ya dejamos ver, a considerar los distintos ámbitos de planificación
o toma de decisiones del sistema educativo, que varía a si hacemos referencia a la
enseñanza en un centro de secundaria a si lo hacemos para un centro de educación
infantil y, lógicamente, atendiendo al permanente proceso reformador en el que nos
encontramos desde hace más de treinta años; igualmente a considerar a los diversos
agentes que planifican, los cuales se ven afectados por problemas semejantes, pero
también singulares y diferenciados; también a considerar que estos agentes ven regulado
el alcance de su capacidad de decisión, dado que las decisiones están sometidas a un
control, cuando no son determinadas de ellas las que ni siquiera pueden ser ejercidas por
los actores del espacio aula.
Por todo ello, decidir y planificar el currículum son tareas que se concretan en
distintos ámbitos; desarrollar el currículum es una tarea que se ve también afectada por
una variedad de situaciones contextuales y situacionales, propias de la tarea compleja y
multivariada que supone la enseñanza. Escudero (1983) afirmaba que hablar de
desarrollo curricular, en la medida que es también transformación de un planificación,
significa lo mismo que hablar de enseñanza. Pero, además, esta consideración debe
comprender que lo que ella pueda asumir, en tanto que puesta en práctica del proceso de
desarrollo curricular, puede comprender tanto una implementación del currículum,
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como una adaptación del currículum diseñado, o bien una construcción o reconstrucción
curricular (Snyder, Bolin y Zumwalt, 1992), como poco ya que es necesario admitir que
la enseñanza sigue siendo una actividad compleja, intencional, multivariada e
institucional, razones que apoyan un discurso abierto a la deliberación y diálogo antes
que a la imposición.
El otro gran elemento que no falta dentro del proceso de diseño y desarrollo del
currículum es la evaluación, que en sentido genérico remite a conocimiento y proceso
de análisis que facilite la comprensión y, a través de ella, conduzca a la mejora (Santos
Guerra, 2000).
La evaluación, que abarca todo el proceso en el sentido en que antes lo hemos
descrito, tal como lo entiende Doyle (1992) constituye un punto de referencia
fundamental para entender la importancia del contenido, del diseño curricular y también
de las propias relaciones pedagógicas que se establecen dentro del aula, todo lo cual
implica considerar como objetos de la evaluación al propio aprendizaje, como proceso y
como producto, el ambiente del aula, las relaciones de comunicación, al profesorado, a
los materiales y recursos, al diseño del currículum, la propia organización de la
escolaridad, las condiciones de enseñanza, la adecuación de los objetivos, etc.
(Marhuenda, 2000).
Y es que, como afirma Zabalza (1999), la evaluación tiene consecuencias tanto
didácticas como personales y también administrativas, lo que da una idea del espesor
que ocupa tal elemento.
2. Diseño, desarrollo y evaluación del Currículum
En lo que respecta al carácter institucional del currículum, es necesario advertir
que junto al currículum oficial y las funciones reconocidas, existen otras que tienen que
ver con una serie de funciones asociadas, no establecidas preliminarmente, que afectan
al trabajo sobre el currículum, que determinan una manera de entender la didáctica y
que, siendo parte de la extensa ambivalencia del propio currículum, se circunscriben
más claramente dentro de lo que se denomina currículum oculto.
Esta extensa ambivalencia del currículum genera en el espacio aula múltiples
interacciones entre lo explícito y lo implícito, de manera que se hace posible siempre
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una nueva manera de entender la enseñanza: enseñar es una cuestión de método pero
también del contenido que se selecciona y de cómo se organiza el mismo. Sin embargo,
también esta doble dimensión genera toda una fuente de conflictos, algunos de los
cuales podemos verlos reflejados en la formulación de la siguiente pregunta: ¿cuándo
determinados contenidos dejan de formar parte del currículum explícito para pasar a
conformar y ubicarse en el currículum oculto?
Por esta razón planteamos que para un correcto análisis del currículum y sus
distintos momentos o tiempos, es necesario analizar las nociones de currículum
explícito y oculto conjuntamente, los contenidos que forman parte de unos y otros, los
métodos, códigos y formatos en que se presentan, ya que inevitablemente se necesitan el
uno al otro para poder tener lugar. Contenido y método están presentes en la práctica de
la enseñanza, y es también en la práctica donde se ejerce el control sobre los
procedimientos y efectos de la misma.
No obstante, la lectura que vamos a hacer del análisis del currículum vuelca más
las reflexiones sobre los niveles explícitos del mismo (lo que no resta que la disipación
de las fronteras nos sitúe muchas veces en el borde indeterminado del significado de la
práctica educativa, que sin duda, se resuelve bajo la explicación de los dos tipos de
currículum: explícito y oculto).
A pesar de ello, es necesario adelantar que el currículum oculto tiene orígenes
difusos y significados múltiples (Portelli, 1998: 125): no estudiado, implícito, invisible,
no escrito, encubierto, latente, silencioso, los subproductos de la escolarización, lo que
la escolarización le hace a la gente, etc., lo que no deja de remitir, en atención a la buena
y mala prensa que ha tenido el mismo, a unas ciertas referencias que denotan, por un
lado, la frecuencia con la que se le ha criticado (anotándose que escasean las críticas al
currículum explícito, que acaso se dirigen al currículum común), o, también, la estima
que se le tiene como posibilidad para el análisis real de la práctica educativa.
El propio Portelli (1998: 127), ha optado por ofrecer cuatro grandes significados
del término que no permiten abordarlo como un único elemento:
1) En tanto que expectativas oficiosas o mensajes esperados implícitos.
2) Resultados no intencionales del aprendizaje.
3) Mensajes implícitos fruto de la escolarización.
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4) El currículum creado por los estudiantes.
Es evidente, pues, que el propio carácter de actividad fundamentalmente humana
e intencional de la enseñanza revela que el significado de la práctica curricular se sitúa
en las coordenadas entre lo explícito y lo implícito, y que ambos, sobre todo el segundo
y según el significado que se le atribuya, es afirmado o negado, hipervalorado o poco
tenido en cuenta; en espacial en sus relaciones con el currículum explícito (Marhuenda,
2000).
El propio Marhuenda (2000: 106-109) realiza en su obra una interesante
aproximación a la génesis del diseño y desarrollo del currículum que entendemos en la
actualidad, cuya existencia responde a una serie de elementos cuyas posibilidades y
formas de análisis han determinado la existencia de una determinada manera de
entender el diseño, el desarrollo y también la evaluación del currículum.
Así, durante mucho tiempo, los estudios del currículum han pretendido dar lugar
a formas de regulación de la enseñanza, facilitando un control centralizado de la misma
y potenciando, por lo tanto, su burocratización. A lo largo de esa época -desde
principios de siglo hasta los años setenta y en razón de una variedad de elementos de
corte social, cultural, político, económico y educativo, que no es nuestra intención
abordar ahora-, el discurso curricular se ha centrado en la escuela y su intención ha sido
la mejora del funcionamiento de la institución escolar mediante la mejora del
currículum explícito u oficial.
Se reconoce que uno de los aspectos más señalados de esta corriente de estudio
del currículum lo constituye el centrarse sólo en determinadas facetas del desarrollo
humano, algo que ha sido muy discutido con posterioridad, admitiendo la riqueza del
complejo humano (Delval, 1995; Santos Guerra, 2000). De este modo, se privilegian
como institucionalmente legitimadas aquellas que son fácilmente evaluables, las que
son también más fácilmente enseñadas, las que se atribuyen el carácter “oficial”
(término que se presenta como de gran de la enseñanza en la discusión sobre lo que es
legal y sobre lo que es legítimo) de la enseñanza en la escuela: la asimilación cultural de
materias académicas frente a otras áreas posibles como son la afectiva, moral, física,
estética, creativa, la propia personalidad, etc.
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Bajo este planteamiento, dentro del desarrollo curricular se pueden considerar
varios elementos de análisis: política curricular, edición de materiales, procesos de
implementación del currículum, tecnologías docentes, supervisión administrativa o
evaluación. Todos éstos, a juicio de Tyler (1991), constituyen mecanismos de poder y
control que operan sobre la organización de la escolaridad y afectan a sus
procedimientos.
Como entienden Pinar y otros (1995), este sistema altamente racionalizado y
secuencial funcionaría bien para desviar a grupos de interés particulares y para construir
el consenso, o la ilusión del mismo, importante para un funcionamiento “suave de las
organizaciones burocráticas”. Y es ahí precisamente en torno a ese supuesto consenso,
que se sostiene bajo una fórmula argumental con contenidos psico-pedagógicos y
también ideológicos, donde se legitima el currículum explícito, que se constituye como
currículum común o también currículum de mínimos o currículum básico.
Esto mismo legitima y justifica la adopción de una serie de criterios que fuerzan
la visión de la elaboración del currículum como los que Tyler (1950) propone para la
selección de los objetivos de enseñanza. Además, el auge de estas propuestas contiene
el aval de autores como Bloom (1972), cuya taxonomía de objetivos se convierte en
pieza clave en la implementación de una enseñanza coherente con la racionalidad que
legitima toda la propuesta.
Es de advertir, en este caso, que estos criterios de elaboración del currículum son
(Marhuenda, 2000: 108)
«asombrosamente similares a los que utilizan los documentos de la reforma
educativa en España finales de los años ochenta para referirse a las “fuentes del
currículum” o, lo que es lo mismo, la selección de los contenidos».
La flexibilización y la apertura del currículum no ha dejado de plantear la
cuestión de la existencia de un currículum hegemónico que se controla a través del
impulso de contenidos y materiales seleccionados, y una evaluación que también
proviene del Estado y las Comunidades Autónomas. Marhuenda (2000) advierte cuán
curioso es comprobar cómo se da autonomía a los profesores en torno a cómo enseñar,
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pero no en torno a qué enseñar ni para responder a las preguntas que se ciernen en torno
a la evaluación (Marhuenda, 2000: 112):
«Habitualmente un sistema educativo se legitima no sólo por los contenidos que
transmite sino también por los mecanismos de evaluación, que guía y corrige la
selección del contenido. Por eso, en sistemas centralizaos como el nuestro, existen
decretos que regulan las enseñanzas mínimas y la evaluación, pero no las metodologías.
Éstas parecen menos importantes que la evaluación o los contenidos, se concede
autonomía al profesorado para decidir sobre cómo hay que enseñar, pero no sobre qué
hay que enseñar ni sobre cómo debe medirse eso que se enseña; el Estado se reserva ese
poder y su correspondiente control».
Es de esta manera cómo el currículum oficial se presenta delante de nosotros.
Éste y la manera en que se entiende el proceso de decisión y actuación sobre el mismo,
en el sentido de toma de decisiones que permitan fundamentar y orientar la acción
educativa, ha ido cambiando a lo largo de los años. Así, Molina García (1994) destaca
que durante los años setenta la expresión de moda fue “programación curricular”,
durante la primera mitad de los años ochenta se puso de moda “planificación curricular”
y en la segunda mitad de los ochenta y principios de los noventa se ha impuesto la
expresión “diseño y desarrollo curricular”.
A pesar de que con un análisis somero de la cuestión se advierte que todas estas
expresiones tienen un punto de semejanza, estrictamente hablando, en una perspectiva
más precisa y analítica son diferentes, ya que cada una matiza o concreta a las restantes.
En palabras de Molina García (1994: 178-179) y sin ánimos de profundizar en exceso
en esta cuestión:
«a) el diseño curricular debe ser considerado como el punto de partida, en el que
se explicitan de forma general las bases teóricas y epistemológicas de las que se parte y
todos los componentes del currículum; b) en la planificación se contemplan los
lineamientos básicos del diseño en su dimensión temporalizadora, de tendencias y de
criterios, fruto del consenso entre todos los agentes implicados directamente en el
proceso educativo (profesores, familias, representantes socales y políticos e incluso
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alumnos); c) la programación hace referencia a la concreción última de toda una serie de
lineamientos en la práctica escolar diaria».
Las preguntas que nos formulamos sobre las fases del currículum, entendidas
éstas mismas fases como constituyentes de un mismo proceso, así mismo pueden
relacionarse con lo que Zaïs (1976) denomina los fundamentos, el diseño, el desarrollo,
implementación y la mejora o cambio del currículum. No obstante, en general suelen
aceptarse tres fases que remiten a la consideración de un proyecto de acción educativa,
proyecto que realmente sirva para guiar la acción pedagógica de los profesores,
haciéndola más eficaz y ayudándoles a enfrentar adecuadamente las múltiples
situaciones, siempre distintas entre sí, que encuentran en su quehacer profesional (Coll,
1987).
Ni que decir tiene que la elaboración del diseño curricular es sólo una primera
fase que debe complementarse con el proceso de desarrollo correspondiente. Las dos
fases, así como la participación del elemento evaluación (que ha surgido en momentos
en que la descentralización real se hacía efectiva, ya que por medio de ella y su control
podemos garantizar la existencia de un currículum oficial explícito y legitimado), dan
sentido a los distintos ámbitos de planificación. En el caso español en la actualidad esos
ámbitos son cuatro: las administraciones educativas, los centros escolares, la docencia
de cada profesor en particular y los materiales curriculares.
Estas tres fases a las que hacíamos referencia, claves en el ciclo del currículum,
son:
a) Diseño (decidir lo que se va a enseñar y cómo).
b) Desarrollo (o puesta en práctica).
c) Evaluación (valorar los efectos de la enseñanza).
En este sentido, Fernández Pérez (1994: 450) se refiere a
«los tres momentos básicos de la racionalidad curricular, de la coherencia
didáctica: el momento de decidir lo que nuestros alumnos han de aprender
(programación, diseño curricular), el momento de decidir cómo vamos a ayudarles a
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aprender, cómo les vamos a enseñar (metodología didáctica, asunto clave en el
desarrollo del currículum (...) y el momento de determinar cómo vamos a averiguar el
resultado obtenido con nuestra enseñanza sobre el aprendizaje de los alumnos
(evaluación)».
Siendo lo más cautos posible, admitiremos la cuestión tal como la plantea
Molina García (1994), en el sentido de que al final éste es un tema que depende de la
manera de interpretar el espacio del currículum como espacio de toma de decisiones
(Zabalza, 1999) y como espacio en donde nos situamos de una u otra manera, en el
sentido de que le corresponde un papel fundamental a los agentes educativos en el
diseño y desarrollo del currículum, cuya adopción de un determinado modelo depende
de la teoría curricular que lo avala (modelos centrados en el producto, modelos
centrados en el proceso, etc. (cfr. Molina García, 1994)).
Sin embargo, desarrollar un currículum conlleva un largo proceso, que no sigue
un conjunto de pasos o fases determinadas, es decir, más o menos aplicables
universalmente, porque hoy ya entendemos la cuestión con mayores niveles de
complejidad y hemos apostado por racionalidades distintas que justifiquen la toma de
decisiones, más allá de la racionalidad técnica hegemónica que no permitía más que
determinadas miradas sobre el currículum. Con esto se admite el currículum como
espacio de decisiones en donde los aspectos emergentes revelan la importancia de un
proceso abierto.
Bolívar (1994: 169) admite, en este sentido, que esta cuestión puede aceptarse en
estos términos
«porque los retrocesos, problemas y sobresaltos son compañeros naturales al
propio desarrollo práctico del currículum».
Por otro lado, como ha venido a demostrarse en el terreno de la innovación
curricular, las etapas se solapan o superponen, y, sobre todo, no se configuran como
procesos aislados. Admitiendo esta perspectiva y desde unas coordenadas más
dialécticas, se tiende a ver el desarrollo planificado de un currículum como el contexto o
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clima favorecedor del cambio. Se apuesta, así, por planteamientos más amplios en
donde se recogen más elementos del entorno que dificultan una visión uniforme del
currículum, así mismo menos unidireccional y unívoca, pero conscientemente más real
y rica.
Bolívar (1994) recoge los tres grandes procesos de desarrollo o etapas del
cambio (lo mostramos en la figura que sigue), subdivididas para algunos autores en un
conjunto de fases, que especificamos seguidamente.
DESARROLLO
INICIACIÓN
INSTITUCIONALIZACIÓN
IMPLANTACIÓN
TIEMPO
Figura: Fases del desarrollo curricular.
Se trate o no de la doble cara de la misma moneda, lo que parece cierto es que,
según la consideración de Escudero (1983: 119)
«el currículum es un plan pero también su realización».
Por tanto, cada uno de los segmentos curriculares están relacionados, aunque se
diferencien
sus
componentes
a
efectos
analíticos.
La
primera
etapa
de
planificación/iniciación comprende fases como diseño/planificación propiamente dicha,
su difusión-diseminación a centros, y su adopción por éstos. La segunda de desarrollo
propiamente dicho e implantación o implementación (o puesta en práctica), puede
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entenderse como una “fidelidad” a lo prescrito o, por el contrario, una “adaptación
mutua” entre las propuestas externas y la realidad local e interna de cada centro.
Lógicamente se trata de dos polos con una gran cantidad de supuestos reales de práctica
en el desarrollo curricular que se sitúan entre ambos.
Bajo la consideración del significado del trabajo curricular innovador, que no se
entiende más que como mejora colaborativa de la práctica docente (De la Torre y
Barrios, 2000), no es fácil lograr incorporar los cambios a la realidad institucional de los
centros, formando parte de sus prácticas cotidianas, hablando en estos casos de
institucionalización. Sin embargo, como muestra la figura anterior, aunque distinguibles
a efectos analíticos, las tres fases forman un todo en el eje temporal del desarrollo de un
proceso de puesta en práctica del currículum, en este caso bajo la consideración de
innovadores.
En un proceso de desarrollo curricular todas sus fases han de estar
necesariamente unidas si se quiere que la acción educativa que pretenden dar forma
refleje un concepto único de educación, haga posible una acción instructiva congruente
con dicho concepto, y lo mantenga a lo largo de las diversas fases que lo componen. Hé
ahí la importancia de la integración de todos los elementos del proceso didáctico.
Parece que la crisis de modelos de Investigación-Desarrollo-Difusión corre
paralela a la de la programación racional, técnica y científicamente diseñada del proceso
de enseñanza-aprendizaje, como el caso de modelos como el de Tyler, que ha sido el
primero en aparecer (1949) y considerado de mucha importancia por la influencia
ejercida en muchos países. Con ello hacemos referencia a modelos centrados en los
componentes del currículum.
Por ello, si se trata de evitar una ruptura entre la teoría y la práctica, es decir,
entre la fundamentación y el desarrollo operativo de los currícula, y evitar al mismo
tiempo una concepción jerarquizada de los profesionales implicados en el proceso
curricular (por un lado técnicos y políticos a los que se encomienda las decisiones
“importantes” y por el otro los profesores cuya única misión sería el implementar los
procesos desarrollados por otros), casi no sería pertinente realizar la diferenciación de
los apartados que a continuación delimitamos. Pero, dos motivos nos fuerzan a ello: por
un lado, en el espacio decisorio e implementador en el que los profesores realizan su
labor profesional, ésta se trata de una realidad, y, por otro lado, cabe la posibilidad de
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realizar un análisis de cada fase por separado, aun entendiendo la integración que debe
producirse en la realidad de todas ellas, y obtener ciertas ventajas en los frutos del
mencionado análisis.
3. Niveles de planificación o diseño curricular
Recogiendo las distintas acepciones que el diseño curricular ha tenido a lo largo
de los últimos años, Gimeno Sacristán (1993: 224) nos muestra al mismo como
«un apunte, boceto, bosquejo, croquis, esbozo o esquema que represente una
idea, un objeto, una acción o sucesión de acciones, una aspiración o proyecto que sirve
como guía para ordenar la actividad de producirlo efectivamente. La realidad final ha
quedado de alguna forma representada en el diseño previo».
Es decir, el diseño curricular como producto o proyecto y documento final. Así,
el diseño curricular se comprende como la secuenciación / adaptación al centro o aula
de lo prescrito nivel administrativo.
Sin embargo, Escudero (1992) apuesta por estimar al diseño más encaminado al
proceso que a la edición de un documento por muy manejado y preparado con carácter
previo que este haya querido ser. Se trata de una actividad relativa a la vida diaria de
profesores y alumnos en contextos de aprendizaje. Así, Escudero (1992: 10) considera
que
«lo menos importante es cuál ha de ser el formato de una planificación como
producto, (...) la planificación es un proceso y una actividad que debe afectar a diversas
dimensiones y momentos de la vida de la escuela y del quehacer de los profesores».
Como es lógico pensar, aspecto que ya hemos comentado, esta vida de clase está
abierta a aspectos emergentes que ocupan cada instante en las interacciones que se
producen entre profesores y alumnos. Esto permite hablar de un diseño entendido como
proceso en el centro educativo, el cual pretende configurar un espacio flexible para la
enseñanza. Con todo, cabe la posibilidad de preguntarnos sobre el sentido que este
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diseño adquiere en el centro escolar, es decir, ¿forma el diseño realmente parte de un
proceso de elaboración curricular en continua revisión? Para que así fuera, debería
someterse a un proceso permanente de revisión y negociación, lo cual siendo
teóricamente posible, en la práctica, si lo que determina su revisión es lo que sucede
realmente en el aula, obviamente ya será superfluo su diseño. A no ser que, como ha
insistido recientemente Fullan (1993), la visión acerca de lo que hay que hacer deba
emerger (en lugar de preceder) de la propia acción.
Así pues, la tarea de planificar es más que un mero procedimiento para redactar
un documento. La elaboración de planes pedagógicos, referidos tanto al aprendizaje de
los alumnos como al plan de trabajo a seguir entre los profesores y otros sujetos
implicados, es un proceso político de negociación, de distribución del poder
(Marhuenda, 2000), en un clima de diálogo y deliberación. La propia deliberación,
aspecto de mucha relevancia para entender un sentido flexible, procesual y abierto del
diseño y desarrollo curricular, considerada como estrategia para este diseño y
desarrollo, opta por tomar en consideración los criterios sobre los cuales decidir el curso
de acción a seguir, para lo cual en ocasiones se ve liberada de ataduras epistemológicas
que, no obstante su fundamentación, pueden resultar inútiles ante determinadas
situaciones de la práctica curricular. No se trata de ser exclusivamente prácticos, se trata
más bien de reflexionar siempre la práctica y actuar en ella atendiendo al carácter moral
que impele e imprime la misma. Es decir, (Marhuenda, 2000: 245)
«ya que las prácticas educativas son intrínsecamente morales, como también lo
son las categorías institucionales atribuibles al currículum. Y conviene recordar aquí
que la manera de abordar los problemas depende de la naturaleza de los mismos. Desde
esta perspectiva es como me acerco a plantear los distintos elementos que componen el
currículum y que son objetos de decisión Didáctica».
Zabalza (1987), siguiendo a Klein, habló de diseños curriculares centrados en las
materias, en el estudiante y en la sociedad. También se ha distinguido los tecnológicos,
centrados en los componentes del currículum; los deliberativos, centrados en la
reflexión del profesor, los constructivistas, centrados en los procesos de aprendizaje;
modelos críticos y modelos de planificación colaborativa. Es decir, primero podemos
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aceptar la idea de diseño y planificación y luego cuál es el sentido que tales acciones
adquieren en la práctica institucional.
Tomando como base el trabajo de Marsh (1992), se refiere en primer lugar a los
modelos tecnológicos (normativos y prescriptivos), ejemplificados en lo que podríamos
considerar “el” modelo, por su difusión. El modelo de Tyler, llamado “por objetivos”,
“racional”, o modelo “medios-fines” definió los cuatro principios que responden a las
grandes cuestiones que todo diseñador debe plantearse, según muestra la figura
siguiente.
El propio Marsh (1992) destaca una serie de elementos positivos, en atención a
los cuales afirma que se puede aplicar a cualquier materia y nivel de enseñanza,
proporcionando una serie de procedimientos muy fáciles de seguir y que parecen muy
lógicos y racionales, en cierta medida el valor se pone en la estandarización del proceso,
procedimiento regular que puede ser aplicado en cualquier circunstancia y contexto, por
su viabilidad teórica. Sin embargo, también presenta una serie de elementos negativos:
el que no ofrece orientaciones claras sobre de por qué unos objetivos deben ser elegidos
entre otros, el olvidar los aprendizajes no intencionados, desestimar las relaciones entre
los cuatro pasos y dar demasiada importancia a los resultados que se pueden medir.
Destacamos igualmente que la investigación sobre pensamientos de los
profesores ha puesto de manifiesto claramente que pocos planifican sobre los objetivos
considerados en primer lugar (Clark y Yinger, 1979; Marcelo, 1987; Clark y Peterson,
1990). De tal manera, es una vez más la práctica la que desmonta esta forma de
planificación idealista, que de ser ejecutada en el sentido más estricto siempre resultaría
insuficiente e insensible a la realidad.
Específicamente, los principios de Tyler (1949) son
OBJETIVOS
¿Qué fines deben alcanzar las escuelas?
SELECCIONAR
EXPERIENCIAS DE
APRENDIZAJE
De todas las experiencias educativas que pueden
brindarse, ¿cuáles ofrecen mayores posibilidades
de alcanzar esos objetivos?
ORGANIZAR
EXPERIENCIAS DE
¿Cómo se pueden organizar de manera
de manera más eficaz esas experiencias?
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APRENDIZAJE
EVALUACIÓN
¿Cómo podemos comprobar si se han alcanzado
los objetivos propuestos?
Figura: Los componentes del diseño según Tyler (tomado de Marsh, 1992: 108).
Se aparta de nuestra pretensión el abundar en los modelos alternativos a éste,
puesto que volveríamos a incidir sobre un tema en el que la información es cuantiosa.
Vamos a subrayar, no obstante y a modo de ejemplo, la secuencia que sigue un modelo
deliberativo, centrado en la reflexión del profesor. El denominado modelo naturalista de
diseño propuesto por Walker (1972), que recuperamos en la figura siguiente:
DISEÑO
TOMA DE
DECISIONES
DELIBERACIÓN
DATOS
PLATAFORMA
Figura: Modelo deliberativo o naturalista de Walker.
Tal como podemos observar, se destacan una serie de componentes siendo los
fundamentales la plataforma, la deliberación y el diseño. Si profundizamos algo más en
el primero, fundamentante, a juicio de Estebaranz (1995: 225) éste
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«consiste en el conjunto de concepciones (creencias sobre lo que existe y lo que
es posible), teorías (creencias sobre las relaciones entre las entidades existentes), y
objetivos (creencias sobre lo que es deseable). En este estadio los individuos están
preocupados por establecer sus inmediatas preferencias y sus intereses».
Uno de los aspectos más interesantes de la plataforma consiste en analizar la
justificación de lo que se va a enseñar y el énfasis que se debe hacer en qué, teniendo en
cuenta diversos aspectos del proceso. Entre estos aspectos se encuentran muchos de
aquellos que gran cantidad de docentes encuentran como fundamentales a la hora de
culminar “con cierto éxito” la docencia: aprendizaje y motivación, sus relaciones y
reflexión a cerca de las teorías que subyacen a las prácticas educativas; reflexión sobre
el sentido que tiene la escuela y la sociedad y sus relaciones, lógicamente sin olvidar lo
que supone el conocimiento que es aprehendido dentro y fuera de la escuela; atención a
la diversidad de quienes tenemos por delante, los estudiantes, cuya procedencia, origen,
diferencias son tan diversas como ricas para culminar los desafíos con los que se
presenta la docencia hoy.
Para Jiménez y Vilà (1999: 197-199), la diversidad así entendida debe ser una de
las dimensiones nucleares y dinamizadora del cambio sustancial del modelo educativo
de nuestro tiempo. Diversidad como valor positivo y portador de progreso, una
característica inherente a la naturaleza humana, que posibilita la mejora y el
enriquecimiento de las condiciones y relaciones sociales y culturales entre personas y
colectivos sociales. De esta forma, se entiende la educación en la diversidad como
(Jiménez y Vilà, 1999: 199)
«un proceso amplio y dinámico de construcción y reconstrucción de
conocimiento que surge a partir de la interacción entre personas distintas en cuanto a
valores, ideas, percepciones, intereses, capacidades, estilos cognitivos y de aprendizaje,
etc., que favorece la construcción, consciente y autónoma, de formas personales de
identidad y pensamiento, y que ofrece estrategias y procedimientos educativos
(enseñanza-aprendizaje) diversificados y flexibles con la doble finalidad de dar
respuesta a una realidad heterogénea y de contribuir a la mejora y el enriquecimiento de
las condiciones y relaciones sociales y culturales».
17
Desde esta perspectiva, la “plataforma” influye en el proceso de “deliberación”
para la toma de decisiones sobre el “diseño”. Así pues, la fase de deliberación abre paso
la toma de decisiones para la acción, distinguiéndose entre diseño explícito (las
soluciones dadas una vez discutidas) y diseño implícito (los cursos de acción que se
siguen automáticamente sin considerar alternativas). Walker considera que la fase de
diseño de un proyecto de desarrollo curricular típicamente contiene estos elementos
explícitos (los que proceden de la discusión racional) e implícitos (los derivados de
preferencias y rutinas personales e idiosincrásicas), y que las decisiones están
influenciadas por ambos. Esto es, no puede decirse que lo explícito se encamine como
conjunto de elementos determinantes con carácter de exclusividad, pues desde el punto
de vista naturalista de Walker (naturalista porque se retrata cómo se planifica el
currículum en la práctica), la dimensión implícita afecta a la deliberación de tal manera
que en ocasiones determina fuertemente la misma.
En el modelo deliberativo de Walker, la culminación de esta fase de diseño es la
elaboración de materiales de enseñanza específicos y la creación de escenarios
educativos. Con ello se aprecia lo que Walker pretendió con este modelo: estrechar la
conexión entre desarrollo e implantación del currículum (Johansen, 1991). Éste es uno
de los principales aspectos positivos de esta propuesta. También parece ser una
descripción bastante ajustada de cómo planifican los docentes, como hizo patente la
investigación sobre pensamientos de los profesores. Es más, se trata de un patrón más
ajustado a la realidad y más democrático, porque permite un diseño “de abajo-arriba”.
Por otro lado, entre sus puntos positivos se admiten algunos como los que siguen
(Johansen, 1991; citado en Estebaranz, 1995: 226):
a)
Parece ser una descripción bastante ajustada de cómo planifican los
profesores.
b)
Pone de manifiesto la necesidad de gastar un tiempo considerable
inicialmente en el diálogo, que se requiere en las dos fases de plataforma y
de deliberación.
c)
Subraya la diferencia de argumentos que pueden emerger en los equipos
mientras planifican.
18
Sin embargo, Marsh (1992) cuenta que el modelo naturalista presenta algunos
puntos débiles:
a) Parece que expresa con precisión la forma de planificar a gran escala, pero
no se ajusta a proyectos a pequeña escala, y actividades de planificación del
currículum en cada escuela.
b) Asume que los profesores tienen un tiempo considerable que es el necesario
para establecer la plataforma y deliberar.
c) Como también asume que los planificadores del currículum son entusiastas y
capaces de articular un área concreta del currículum.
d) Por otra parte, no es un modelo apropiado para la planificación de
actividades curriculares que son rutinarias y no problemáticas (proyectos a
pequeña escala que forman parte de las prácticas cotidianas, es decir,
institucionalizados).
En él ya se vislumbran, por tanto, algunos de los dilemas que Lampert (1985)
estudió, y que también aparecen en la fase de planificación, cuando los profesores
tienen la oportunidad de clarificar sus propios dilemas compartiéndolos con los
compañeros y también tomar decisiones conjuntas. Su obra, precisamente dedicada a
facilitar a los profesores estrategias para comprender y manejar los dilemas que
aparecen en el aula, estudia las dificultades y contradicciones que éstos tienen en los
momentos dedicados a la planificación.
Por su parte, MacDonald (1992) ha definido, entre otros dilemas, el de
“¿autoridad local o remota?”, que es el problema del currículum básico en países en los
que predomina la descentralización curricular. Su estudio, centrado en el Reino Unido y
otros países anglosajones, constata cómo en un país con predomino de la
descentralización, la política que ha apostado durante muchos años por un currículum
administrado por las Autoridades Locales, produce efectos dilemáticos que hacen que
los “actores docentes” reclamen con el paso de los años una revisión de esta política
descentralizadora.
19
En relación con esto, durante los años ochenta un buen número de centros
educativos ingleses solicitó a sus gobiernos locales que la política curricular seguida por
los mismos se circunscribiera en los términos de la puesta en marcha de un Currículum
Nacional, con mayores grados de prescripción (MacDonald, 1992) y, por tanto, de
centralización. El Currículum Nacional y los propósitos a que ello sirve garantiza (y
tranquiliza) en relación a la esencialidad de unos aprendizajes, proponiendo para ello la
socialización, la reproducción social y la selección, a un tiempo que identifica un
determinado rol didáctico de los profesores para que manejen efectivamente todo eso
(Eggleston, 1992).
Nuevamente, desde el punto de vista de Eggleston (1992: 17), toda la serie de
detalles que aparecen en el Currículum Nacional (promover un desarrollo moral,
cultural, mental y físico de los alumnos y prepararles para las oportunidades,
responsabilidades y experiencias de la vida adulta) (y puede pensarse en términos de un
Diseño Curricular Base),
«conduce a muchos profesores a creer que ellos tienen poco control sobre el
currículum, que es “dado” antes que pensar que es “hecho” por ellos. Ciertamente, la
introducción del Currículum Nacional en Inglaterra y Gales y otros currícula impuestos
en muchas partes de Norte América, Australia y Sudáfrica refuerza tales puntos de
vista».
Sin embargo, a pesar de la imposición de ese Currículum Nacional, muchas de
las cruciales decisiones finales que determinan los procesos de enseñanza y aprendizaje
en el aula, son adoptadas por los profesores (Gipps, 1990), lo que unido al currículum
oculto parece poner en evidencia que los profesores tienen un mayor si no dominante rol
en la determinación del currículum y sus resultados (Eggleston, 1992). Es decir,
independientemente de la forma curricular que se haya adoptado en un sistema, parece
lógico pensar que la manera en que el profesor proyecta su docencia es determinante
para los procesos y productos que tienen lugar en la escuela. Esto ha sido fuertemente
afirmado por muchos estudios (cfr. Kimbell et al., 1991), los cuales muestran que los
caminos en los cuales los profesores idean y presentan el currículum (es decir, la
didáctica con la que se aborda un determinado currículum) son un determinante crucial
20
para el logro de los alumnos; sin embargo, también advierten muchos de estos estudios
que la manera en que esto tiene lugar por parte de los profesores, su propia didáctica, es
un asunto no clarificado del todo.
Una serie de preguntas surgen como consecuencia de estos temas de discusión.
Así, la determinación de lo que los estudiantes deben conocer y ser capaces de hacer, y
también de la evaluación de sus esfuerzos, ¿debe ser responsabilidad de los profesores?,
¿lo es, por el contrario, de las autoridades locales o estatales, representantes en última
instancia de todos los sectores de la sociedad interesados en preservar la cultura propia?
En lo que respecta a Tann (1990), éste admite que este tipo de dilemas y los temas sobre
los que problematiza adquieren una más rica importancia en los modelos que adoptan
como elemento conformador la deliberación. Piensa que puede ser útil que la
Administración proporcione esquemas breves para el conjunto de la escuela, a los que
se refiere como (Tann, 1990: 18):
«... resúmenes de objetivos para las diversas áreas del currículum, la secuencia
de desarrollo que puede esperarse de los niños, y los métodos en los que puede basarse
el trabajo y acelerar el progreso».
Así mismo, piensa que no poner nada en el lugar del currículum básico “puede
dejar a algunos profesores prisioneros de la tradición, y poner en aprietos a los recién
llegados a un claustro...”. También hay autores como Gimeno (1992), quienes se
expresan en el mismo sentido.
En lo relativo a nuestro país, el dilema pasa por la diferenciación de niveles de
concreción del currículum (v. Siguiente figura). La existencia de un currículum básico
del Ministerio de Educación y de cada Comunidad Autónoma (primer nivel); un
Proyecto Curricular de Centro (segundo nivel) y Diseños curriculares de ciclo, área y
clase, o lo que es lo mismo, Programaciones de aula (tercer nivel).
Primer nivel
DECRETOS DE ENSEÑANZA
DE ANDALUCÍA
21
Segundo nivel
PROYECTO DE CENTRO
Finalidades Educativas
Proyecto
Reglamento de
Curricular
Organización y
De Centro
Funcionamiento
PLAN ANUAL DE CENTRO
Tercer nivel
PROGRAMACIONES EN EL AULA
Figura: Niveles de Concreción Curricular (Fuente: Junta de Andalucía (1992):
Guía para la elaboración del proyecto curricular de centro. Educación infantil y
educación primaria).
Por su parte, el currículum, de carácter abierto y flexible, es, no obstante
prescriptivo en elementos como los objetivos generales de etapa. Legislación y
sucesivos documentos de la Administración determinan así mismo las áreas de
enseñanza-aprendizaje, sus objetivos, bloques de contenido, la estructuración en ciclos,
el tiempo que corresponde a cada área y la evaluación. Incluso ofrecen “orientaciones
metodológicas” no sólo para cada ciclo y área, sino ayuda concreta para elaborar cada
documento, para secuenciar contenidos, a través de ejemplificaciones, etc.
En este sentido, los materiales curriculares como el caso de los libros de texto,
que fundamentalmente están en manos de entidades privadas, tomados en cuenta en esta
parte del análisis como documentos en donde se estructuran las propuestas curriculares
para la enseñanza-aprendizaje, ofrecen lo siguiente (Marhuenda, 2000):
22
-
Ofrecen seguridad sobre el control del contenido de la enseñanza, legitiman
la selección y, al mismo tiempo, excluyen otras selecciones posibles,
presentándose así como un cuerpo de conocimientos que no puede ser otro
que el verdadero y el imprescindible, frente a otras formas de saber y
experiencia que no encuentran el reconocimiento público ni la sanción
institucional -y, consiguientemente, también frente a otras formas de
aprendizaje no escolar-. Será el libro de texto el que defina la disciplina, en
lugar de ser a la inversa. Además, el texto se constituye en la fuente de
aprendizaje, atribuyendo así causalidad a las relaciones entre organización de
la práctica de la enseñanza y aprendizaje. Su estructura, secuencia y
completud se asientan sobre la base de las categorías de estructura y
clasificación del currículum, a juicio de Bernstein (1993).
-
Por otro lado, el libro de texto conlleva una fuerte connotación de autoridad,
la de la selección que representa, la de la autoría conjunta, la amalgama cuasi
anónima, el saber desgajado de su modo de producción, el conocimiento
como algo inmanente, estable, universal, atemporal; autoridad que se
difumina cuando es mercancía propia del mercado editorial, con sus propias
reglas económicas y políticas de producción cultural (Apple, 1986, 1989).
Este manera de ejercer la autoridad y hasta de imponerla es la que suscita
entre sus detractores uno de los argumentos de rechazo, es decir, los libros de
texto ejercen su autoridad, también, seleccionando y presentando la realidad
a su medida, con sus reflexiones y contenidos enfatizados o anulados, con su
poder de control (la finalización de una secuencia por parte de un estudiante
señala el momento en que la materia ha sido “dominada”), con la
manipulación de unos contenidos que se presentan como consecuencia de
una determinada línea editorial, a la que siempre subyace un ideario.
No cabe duda de que una de las características de estos materiales para la
docencia y el aprendizaje, es que encajan en un esquema en donde, como afirma el
Proyecto para la Reforma de la Enseñanza (1987), es preciso mantener un equilibrio
entre un planteamiento curricular abierto y la existencia de unos mínimos curriculares
comunes a todos los alumnos. En aquel momento cabe señalar que la Propuesta para el
23
debate consideraba que este equilibrio puede obtenerse a través de la definición de dos
niveles de concreción de las propuestas curriculares (Proyecto para la Reforma de la
Enseñanza, 1987: 16):
«El primero, que cabe denomina “Diseño Curricular Base”, es de naturaleza
prescriptiva y presenta un elevado grado de apertura pero incluye también los mínimos
curriculares antes aludidos. El segundo nivel de concreción consiste en propuestas o
“Proyectos Curriculares” que ilustran concretamente la manera de utilizar el “Diseño
Curricular Base” bajo determinados supuestos [...] La importancia de distinguir entre
estos dos niveles del currículum escolar reside en que ambos cumplen funciones
distintas, lo que requiere responsabilidades y actuaciones diferentes por parte de las
instituciones y los profesionales implicados en la enseñanza [...] La responsabilidad
última de la aplicación del currículum la tienen los profesores y el claustro del centro
[...] La opción propuesta por parte de la Administración de currícula abiertos deja a los
docentes más autonomía, pero también les confiere mayor responsabilidad. Desde el
momento en que el currículum se presenta solamente como “Diseño Curricular Base”,
aunque sea acompañado e ilustrado por “Proyectos Curriculares” específicos, el
profesor no puede desarrollar su actividad pasivamente y se ve obligado a asumir, junto
con los estudiantes, el protagonismo en el desarrollo del proceso educativo».
Es claro que la Propuesta para el debate deje en manos de los profesores gran
parte, por no decir la más importante, de la responsabilidad de la proyección,
ordenación y acción de la práctica curricular, en el sentido que le confiere mayor grado
de autonomía al tiempo que de responsabilidad final a la hora de aplicar el currículum.
Si bien, en atención a lo dicho, esta tarea llena de exigencia y capacitación, práctica
profesional de la que se desprende una estimable dimensión moral, está siendo
estandarizada, sometida a mecanismos de control -en la formación, en el acceso y en el
desempeño profesional (el caso contemplado del libro de texto sirve como ejemplo)- de
tal manera que lejos de dotarla de autonomía tienden a su neutralización como prácticas
de transformación, a la imposibilitación para la creación artística y a la negación de la
dimensión moral (Marhuenda, 2000).
24
Así, pues, los profesores, que son individuos, quedan a merced de los “sistemas”
de control que se imponen en esta cultura postmoderna y de mercado, lo que conlleva
entre otros riesgos a la desinstitucionalización, el cual a su vez comporta el
cuestionamiento -y tal vez la desaparición- de las formas tradicionales de socialización.
No decimos que las formas de socialización no deban transformarse como consecuencia
de la introducción de una serie de factores sociales, económicos, culturales, etc., antes
bien, la evolución siendo posible no debe nunca dinamitar los componentes más ricos de
la propia socialización, que tienen que ver con la cohesión, con los valores de grupo,
con la comunicación, con compartir hábitos, cultura, etc.
Gimeno Sacristán (1998: 236) afirma que
«vivimos en un mundo de mercados y de individuos, donde pierden fuerza las
instituciones».
Se trata, pues, a juicio de Marhuenda (2000), triunfo del mercado frente a la
institución, de una dinámica social que se extendió y consolidó en la modernidad y
pervive y domina la postmodernidad -el “pensamiento único”- frente a otra forma de
organización social que, pese a sus inconvenientes, permite una alternativa a aquél: al
menos, la institución proporciona una identidad, algo de lo que el mercado es incapaz.
Así, pues, la institucionalización requiere del reconocimiento individual, es decir, de
compartir hábitos, cultura, que permiten la comunicación con el otro, tanto para la
expresión como para el entendimiento, es decir, que independientemente de la
ordenación u organización que promueva determinados formas de entender lo que es
una institución, la manera individual en que se la perciba y acepte, lo que lleva sus
consecuencias en la manera de actuar diaria de profesores y otros actores escolares, es
fundamental. Son las personas que las “habitan” las que permiten finalmente hablar de
instituciones. Gimeno (1998: 104) afirma que
«la institucionalización no es el fruto de una voluntad expresa, sino la
consecuencia acumulativa de la ejecución de las acciones; es más consecuencia que
objetivo de la acción social, sin perder la posibilidad de que también pueda ser un fin
explícito que se debe lograr».
25
Culmina Gimeno (1998: 104-105) enumerando una serie de funciones
educativas que desempeña la institucionalización, lo que permite ampliar los horizontes
y posibilidades del trabajo educativo en las mismas: proporciona la memoria colectiva
necesaria para darle continuidad a la sociedad, pone a la disposición de cada cual el
conocimiento social, las destrezas sociales, regula la acción; facilita la expresión, la
comprensión, la comunicación en definitiva; es también marco de referencia para la
innovación y facilita la previsión.
Las palabras de Gimeno ponen de manifiesto las ventajas de “creer y crear
institución”, lo que, a su vez, eleva las posibilidades de sistemas de diseño y desarrollo
del currículum en donde la discusión y el trabajo colectivo y colaborativo están a la base
de la mejora en la educación escolar. Por eso, en este marco la deliberación puede ser
una pieza clave. Sin embargo, en la misma idea de la institución cabe la posibilidad del
desarrollo negativo de la misma, por ejemplo, cuando se perpetúa o se transforman los
líderes en autoridades indiscutibles: esta manera de ser una institución perturba las
posibilidades de la reflexión, la deliberación y el trabajo colectivo y colaborativo en la
misma. Estas son las razones por las que pueda hablarse de las posibilidades o las
dificultades de la deliberación.
Observada así la institución escolar, Estebaranz García (1995) se pregunta ¿qué
pueden hacer los profesores? Gallego y León (1995) han indagado el papel de la
reflexión del profesor en este proceso deliberativo, contemplando para su análisis una
serie de documentos, ejemplificando desde “la voz de los profesores” y cuestionando el
papel de la deliberación. En este sentido, llegan a las siguientes conclusiones:
1) Se constata la importancia que la reflexión tiene, como método, instrumento y
práctica en el desarrollo curricular en su conjunto. En el caso de la Educación Primaria,
tal como se señala en el Real Decreto que establece el currículo de la misma (Real
Decreto 1344/ 1991), de 6 de septiembre, B.O.E. nº 220, de 13-IX-91), los profesores
contribuyen a determinar los propósitos educativos cuando a través de los proyectos de
etapa, de las programaciones y de su propia práctica docente proceden a concretar y
desarrollar el currículo.
26
El propio Proyecto para la Reforma (1987) indica que la consideración del
profesor como un verdadero profesional de la enseñanza y no como un mero ejecutor de
un plan previamente establecido, son cuestiones que abogan por un planteamiento
curricular abierto, lo cual prepara el terreno a un docente que ha de estar preparado para
diseñar, desarrollar, analizar y evaluar científicamente su propia práctica. Así, es preciso
que los equipos docentes elaboren para la correspondiente etapa proyectos curriculares
de carácter general, en los que el currículo establecido se adecue a las circunstancias del
alumnado, del centro educativo y de su entorno sociocultural. Esta concreción implica
necesariamente procesos de reflexión, análisis y evaluación por parte de los profesores
en particular y de la comunidad educativa en general, por lo que la enseñanza, en el
marco de estos proyectos, se convierte en un proceso reflexivo de carácter autónomo y
singular, adecuado a las circunstancias particulares y contextuales en las que se
desarrolla.
2) Gallego y León (1995: 90) ejemplifican estos argumentos a través de la
expresión de una profesora de Bachillerato en un diálogo cooperativo mantenido con
otra compañera del centro de la misma etapa, la cual declara:
«Profesora 1: En un momento determinado sí que te paras a reflexionar sobre
por qué y cómo ha pasado esto, y cómo lo puedes mejorar. O sea, que yo pienso que en
el fondo todos tenemos mucha parte de investigadores y de crítica de nosotros mismos,
aunque todo no se dé de una forma imparcial y siempre tiramos para nuestro campo, y
siempre buscamos nuestras justificaciones del porqué lo hemos hecho así, que lo mejor
no son las que tienen que ser, pero tú te justificas a ti misma cuando has tenido una
reacción de un tipo u otro.
Profesora 2: Sí, pero que te has parado a estudiarlos y a...
Profesora 1: A analizar por qué lo has hecho».
3) Sin embargo, en este mismo trabajo sus autores cuestionan esta manera de
actuar, percatándose de que aunque este procedimiento de ordinario pudiera darse en
muchos docentes no es la tónica general ni mucho menos. Así, Gallego y León (1995:
90) indican en este trabajo que
27
«... los objetivos de las diferentes etapas y de las distintas áreas así como los
criterios de evaluación son los regulados por los reales decretos por los que se
establecen las enseñanzas mínimas para todo el Estado. Posteriores decretos,
competencia de las Administraciones Educativas, establecen las enseñanzas
correspondientes a las diferentes etapas (Educación Infantil, Primaria y Secundaria
Obligatoria), en los que los contenidos recogen los incluidos en los de enseñanzas
mínimas y los completan hasta definir la integridad del currículo en este aspecto. La
metodología educativa, que no forma parte de las enseñanzas mínimas, pero sí del
currículo, se define asimismo en dichos decretos de cada una de las etapas».
De esta forma deliberación y rutina, reflexión y trámite, polarizan la polémica
gama de decisiones de los docentes. Es necesario, por tanto, admitir la tensión que se
crea entre ambas maneras de profesionalizar la enseñanza, cuando de seguro los
argumentos a favor de una y otra se suscitan entre ambientes distintos. Para Marhuenda
(2000), concebir el currículum como hipótesis, algo que desde su punto de vista puede
convertirse en cuestión central por las posibilidades prácticas de la misma, puede ser
una posible solución a la tensión entre aquellas posturas que definen el currículum como
currículum prescrito -olvidando que es texto para la representación- y aquellas otras que
se centran en la transmisión -olvidando los criterios y contextos de selección de aquello
que se transmite-.
En lo que respecta al Proyecto Curricular de Primaria, de la colección
“Materiales para la Reforma”, éste especifica (M.E.C., 1992: 19) que
«la actividad docente ve incrementada considerablemente su eficacia cuando es
el fruto de una serie de decisiones discutidas y asumidas colectivamente por los equipos
de profesores de los centros. (...) Por el contrario, el modelo de funcionamiento
individual disminuye significativamente la calidad de la educación escolar».
Son de esta manera determinados textos de la propia Administración Educativa
los que orientan y recomiendan una manera de actuar, en donde los principios de
colaboración, reflexión, deliberación, se constituyen en fundamentales a la hora de
ejercer la profesión docente. De hecho, el que diferentes textos oficiales recojan esta
28
demanda y traten de fomentar modelos colaborativos y de deliberación supone, pues, un
reto y una posibilidad. Sin embargo, cabe señalar, también, que (Marhuenda, 2000: 82)
«no resulta extraño que no pocas de estas propuestas oficiales utilicen el
lenguaje de la deliberación aunque sea para apropiarse indebidamente de la
terminología, ya que no de los significados».
Esta apreciación recuerda aquella otra de McLean y Blackwell (1997) acerca de
las “espoused theories” (teorías adoptadas) y las “theories-in-use” (teorías en uso), en
donde se comprueba hasta qué punto surge la contradicción entre lo que es la
explicación y la afirmación sobre una determinada realidad, la cual se cree o se acepta
por su importancia o pertenencia, y aquello otro que determina la realidad porque es lo
que verdaderamente se lleva a la práctica como pensamiento y como conducta. Estos
autores hablan de las contradicciones existentes entre las primeras teorías, que se
mueven más en el plano de las creencias, incluso las que se afirman fervientemente, y
aquellas otras que verdaderamente encontramos expresadas en la realidad.
Aplicado al ejemplo nos permitiría entender por qué hay un espacio para las
reflexiones con un grado de teorización suficiente y que suscitan el acuerdo y las
adhesiones de la mayoría por su utilidad y bondad (profesores reflexivos y
deliberativos), cosa se contradice, a veces enérgicamente, con aquel otro espacio en
donde tienen lugar las concreciones y materializaciones de nuestra acción (por ejemplo,
profesores que ponen en práctica lo que Santos Guerra (2000) denomina el cierre
personal: actitud de encapsulamiento, de clausura, de rechazo de la crítica y de la
reflexión sobre la práctica). Se afirma lo primero, pero se hace lo segundo.
A pesar de todo, al compás de las aportaciones oficiales se aboga en otros
ámbitos por un Diseño y Desarrollo Curricular Basado en la Escuela (Escudero, 1992),
como proceso de autorevisión / evaluación de la práctica, identificación de necesidades
y problemas, elaboración del plan de acción y desarrollo del plan, que se configura en la
planificación continua y colegiada del currículum, que comienza en la construcción de
la “plataforma” (concepciones, teorías y objetivos), en el sentido apuntado por Walker
(1972). Se trata de un enfoque dirigido a propiciar y facilitar el cambio e innovación
29
educativas “en” y “desde” los centros escolares, destacando su carácter procesual y su
carácter orgánico.
En ello, el cambio no se produce de modo casual, azaroso o repentino, sino de
forma progresiva, constituyendo a un auténtico crecimiento desde el interior de la
propia escuela: es por eso un proceso de desarrollo. Es también un modelo que propicia
una aproximación orgánica a la realidad escolar, es decir, entiende la escuela como una
unidad institucional para el cambio. La escuela en su totalidad es el objeto y el agente
fundamental del cambio.
Los niveles de concreción sucesivos no son sino una oportunidad para que más
allá del documento escrito, se conviertan en base para la mejora, el cambio y la
innovación, entendidos éstos como tareas y procesos que afectan a todos, admitiendo
que sin la colaboración conjunta, desde el ejercicio reflexivo sobre la práctica educativa,
nunca podría hablarse de mejora y auténtica calidad educativa -uno de los males de las
organizaciones educativas es la balcanización que afecta a la actividad de sus
profesionales, cada uno va a lo suyo, aunque supuestamente eso sea lo de todos; cada
profesor se pregunta por su asignatura, por su grupo, por sus resultados, olvidando que
la pregunta más importante pasa por la institución, sus pretensiones, sus actividades, su
proyección, etc. Se trata de la cultura del individualismo que lleva a producir un efecto
maquillaje en vez del verdadero cambio inspirado en el arraigo democrático
(Hargreaves, 1996; Rudduck, 1999; Santos Guerra, 2000).
En este marco de ideas, Escudero (1992) caracteriza la planificación como un
proceso: político, simbólico y participativo, para la discusión y construcción de
respuestas a la situación educativa; contextualizado, donde la participación es clave; que
exige revisión y mejora; y continuo. De esta manera se completa la planificación cuando
es algo democrático y orientado a la mejora, lejos de la rutina, la cual se asoma desde
dos vertientes que se condicionan y se complementan: una personal por la que cada
profesor mecaniza sus prácticas e, incluso, sus actitudes y su pensamiento; otra
institucional que posee elementos personales y estructurales; las dos de mucho peso en
las escuelas, pero combatibles desde la participación y colaboración de todos: participar
en un centro escolar es la acción de intervenir en los procesos de planificación,
ejecución y evaluación de las tareas que se desarrollan en él (Antúnez y Gairín, 1996:
65).
30
En concordancia con estos argumentos, Santos Guerra (2000: 57) propone una
manera de entender la escuela que está detrás de todas sus posibilidades institucionales:
«La escuela aparece así no como depositaria de las respuestas sino como la
impulsora de las preguntas, no como la cúspide del saber sino como la indagadora de la
verdad, no como la dominadora del conocimiento hegemónico sino como la buscadora
del saber desconocido. La escuela se convierte así en el camino, no en la meta».
4. La enseñanza como desarrollo curricular
El diálogo que hemos iniciado entre Didáctica y Currículum en un sentido
permite entender el objeto de la primera -los procesos de enseñanza-aprendizaje- y,
también, que en Teoría del Currículum es la enseñanza la que se inscribe en los
procesos de desarrollo curricular, como tareas, actividades o procesos que ponen en
acción en el currículum diseñado. La enseñanza se configura como la “transformación
del currículum en la escuela” (Reid, 1978: 163), o, lo que es lo mismo, el currículum
como plan se materializa en la enseñanza, es decir, en currículum-en-acción.
En este sentido, Escudero (1983) afirmaba que hablar de desarrollo curricular, en
la medida que es también transformación de un planificación, significa lo mismo que
hablar de enseñanza. Es evidente, pues y a este nivel de análisis, la existencia de una
“identificación” entre currículum y enseñanza, cosa que sin duda ha sido matizada a lo
largo de la historia de la enseñanza, que se convierte en una historia particular de
entender el currículum.
Ocurre que, como entiende Gimeno Sacristán (1983: 179), por la existencia de
diferentes planos de teorización sobre el currículum que con frecuencia se presentan
incomunicados, hemos llegado a una situación en donde
«unos estudian la educación, otros deciden la educación y otros la realizan».
Con expresividad se formula adecuadamente la situación a la que se ha llegado
en el campo curricular: por un lado tenemos los estudios sobre las relaciones entre
enseñanza y aprendizaje y, por otro, una línea de estudio que atiende a las decisiones en
31
torno a qué y por qué enseñar. Estas líneas de estudio afectan a la práctica de la
enseñanza con una diversidad de manifestaciones. Una de éstas es lo que Stenhouse
(1984) denomina “el problema del currículum”, lo cual formula Marhuenda (2000: 87)
de la siguiente forma
«la dificultad mayor a la que debe hacer frente el currículum es la de superar el
vacío que hay entre las intenciones con las que se enseña y las realidades educativas. Es
decir, superar el hiato que se produce entre las intenciones con las que se hace selección
y los criterios que se utilizan para ella, por una parte, y la transmisión que tiene lugar en
el aula, por otra. Dicho de otra manera, el problema del currículum es que siendo una
herramienta que va a hacer de puente entre contexto de producción y reproducción, debe
superar un formato concreto que es el que ocasiona los problemas de la enseñanza; el de
la original separación entre contextos. El problema del currículum es el de tratar de unir
algo que ha sido separado, es tratar de resolver el vacío que se produce entre el diseño
de la enseñanza -en sus distintas etapas de concreción- y la ejecución de la misma, entre
la programación e intenciones educativas y lo que acaba sucediendo en la interacción
entre docentes y discentes».
Dicho esto y manejando los argumentos de Stenhouse (1984) y de
Fenstermacher (1986), el “problema del currículum” coincide con el “problema de la
enseñanza”, lo que pone de manifiesto que el problema es consustancial a la Didáctica y
no objeto de atención para las otras disciplinas en las que ésta se nutre y apoya. A la
Didáctica le interesa saber qué es la enseñanza, pero también dar normas para hacer una
enseñanza buena y eficaz. Y la manera de hacerlo, en el momento en el que la
enseñanza se ha institucionalizado, consiste en entender qué es el currículum y saber
cómo trabajar con él (Marhuenda, 2000).
Para Snyder, Bolin y Zumwalt (1992), la enseñanza, en tanto que puesta en
práctica del proceso de desarrollo curricular, ha sido enfocada a partir de tres
perspectivas, desde las que puede ser:
-
una implementación del currículum (perspectiva de fidelidad),
32
-
una adaptación del currículum diseñado (perspectiva de adaptación mutua),
o bien
-
un
auténtico
desarrollo
curricular
(construcción
o
reconstrucción
curricular).
Aunque las investigaciones de los últimos años (Popkewitz y otros, 1981; Paris,
1989; Zumwalt, 1989; Fullan, 1991), sitúan la importancia del desarrollo curricular
como consecuencia de una adaptación y adecuación del currículum por los usuarios en
un contexto, o bien que la implantación no tiene sentido para ellos porque el currículum
y su implantación significa poco aparte de la interpretación de cada persona, una
diáspora mayor induce a considerar que se pueden distinguir fases del currículum en un
continuo (planeado, concretado y experimentado) y procesos del currículum distintos
(implantación, adaptación y construcción). Por ejemplo, el estudio de Popkewitz y otros
(1981), es un ejemplo de cómo los factores situacionales configuran un mismo
currículum, convirtiéndolo en técnico, en constructivo o en un conjunto de ilusiones.
Zabalza Beraza (1995) ha aportado con su apreciación una necesitada luz al tema
en cuestión, cuando ha criticado la confusión habitual del desarrollo del currículum con
la puesta en práctica del mismo, a un tiempo que propone una aclaración al respecto
(Zabalza, 1995: XIV):
«entiendo por “programación” un desarrollo curricular que incluye tanto la
“concreción” como la “adaptación” a situaciones concretas».
Es decir, conjugando las visiones que comprenden un currículum oficial y un
currículum como práctica (de enseñanza) (Reid, 1992), se puede entender el proceso de
concreción del currículum como la descentralización del currículum común (Zabalza,
1995).
Sin embargo, en el núcleo de determinadas posibles polémicas habidas está la
cuestión, nuevamente, de la teorización del currículum -que lejos de agotar la realidad
busca trazar marcos de investigación expuestos a la autocrítica y también su
aprovechamiento empírico (Méndez, 1997). Con todo, en el transcurrir del tiempo, el
mismo ha sido considerado como objeto -de diseño, desarrollo y aplicación-, momento
33
en el que no fue necesario teorizar sobre el mismo sino fundamentalmente legitimarlo.
Esta situación permitió fraguar la correspondiente normatividad del currículum, cosa
que ha conducido a un estado muy crítico a su campo (Marhuenda, 2000).
Es decir, para Schwab (1970), el discurso sobre el currículum se mostraba en
aquellos momentos incapaz de contribuir al progreso de la educación, precisamente por
la ausencia de teorización en el mismo. Advertimos, como ya hemos indicado
parcialmente, que Salinas (1995) realiza una crítica similar en nuestro país centrada,
como la anterior, no sobre el estado del currículum, sino sobre el estado de su campo.
Salinas (1995) advierte del relativismo epistemológico, del abandono de la vertiente
normativa de la Didáctica en los últimos años.
Pero también el currículum ha sido considerado como concepto, más allá de las
formas concretas bajo las que se presentara (diversas en el camino que recorre desde sus
distintas fases de objetivación hasta la manera en que se convierte en práctica en el
aula), lo cual hizo que comenzara la teorización sobre el mismo. Stenhouse es el
principal responsable del movimiento curricular que a finales de los años sesenta trató
de desarrollar una nueva manera de trabajar con el currículum sin obedecer los dictados
de la racionalidad dominante en el campo. Stenhouse (1984, 1987) el criterio básico que
utiliza para marcar las diferencias es el trabajo que debe hacer el docente para: diseñar
el currículum, elaborar materiales y organizar las relaciones que tienen lugar en el aula.
Es decir, superar la racionalidad tyleriana precisa de un modelo que crea en la
importancia del trabajo docente, que supere los mencionados tres niveles de decisiones
que se han vinculado al currículum -estudiar, decidir, realizar (Gimeno (1983) y que son
“ejecutados” por responsables distintos-, que asuma la tarea de encontrar algún otro
medio para traducir los objetivos en prácticas, que asuma la importancia de desarrollar
itinerarios distintos para la práctica educativa, un modelo que supone al fin y al cabo
superar la existencia de una única manera de hacer la enseñanza, que se dice la
técnicamente mejor, y por eso se propone para todos.
Esta visión que se abre para el desarrollo del campo del currículum atiende no
sólo a los aspectos que tienen que ver con la técnica sino que, también, supera los
mismos para adentrarse en otros que se ven afectados por la dimensión moral que la
teorización sobre la enseñanza tiene. En esto, los reconceptualistas y los
deliberacionistas introducen un lenguaje práctico para el desarrollo del currículum
34
(Stenhouse, 1987; Reid, 1992), no sólo en respuesta a la llamada de Schwab (1970),
también por el agotamiento que ha supuesto la racionalidad anterior y las pretensiones
de búsqueda de otra alternativa.
Como ejemplo podemos traer la opinión de Lynch (1989: 51) al respecto, quien
en su análisis del currículum oculto y después de múltiples estudios sobre las funciones
de la educación en la práctica educativa, sobre la igualdad de oportunidades, el “ethos”
de las alumnas en la escuela, las ideologías dominantes en el pensamiento educativo en
su país (Irlanda) (consensualismo, esencialismo, meritocracia individualista), etc.,
afirma que
«la escolarización está no sólo orientada al desarrollo de individuos a nivel
cognitivo e intelectual, sino también que este intelectualismo ha sido crecientemente
dirigido hacia la esfera del conocimiento técnico -la palabra técnico es usada como
sinónimo de comercial, científico y ciencia aplicada o conocimiento tecnológico».
Las tradiciones de estudio del currículum, para entenderlo en su globalidad
(asumiríamos ahora el diseño y también su elaboración, desarrollo, implementación,
aplicación, cambio, innovación, etc.), permiten entender las distintas disyuntivas que se
dan sobre el mismo (Contreras, 1994) y suponen la existencia de distintas concepciones
sobre éste, lo que pone de manifiesto las diferencias de valor de quienes se acercan a su
estudio y/o lo manejan.
Los discursos sobre el currículum, en nuestra época más reciente y asumiendo el
carácter cultural de la enseñanza, se polarizan tomando como elementos clave
determinados supuestos y estructuras que van desde el diseño y desarrollo del
currículum en términos tylerianos, del que ya hemos introducido de manera transversal
algunas consideraciones significativas y que incluso ha sido considerada por algunos
autores como “preparadigmática” (Pinar y otros, 1995: 19), como consecuencia de su
falta de pretensión teorizadora, debido a que posee una finalidad eminentemente
pragmática: orientar el desarrollo del currículum, hasta discursos más actuales que
introducen otra serie de perspectivas: reconceptualización, perspectiva deliberativa,
perspectiva
radical,
teoría
crítica,
neomarxismo,
relativismo,
neoliberalismo,
neoconservadurismo, globalización, fragmentación, postmodernismo, etc.
35
Abundar en todo ello es una tarea difícil y larga, porque en el tiempo y por sus
contribuciones todas éstas representan un elevado nivel de análisis al campo y sobre el
campo del currículum. Pero, porque no dudamos la importancia que tiene ensayar
determinados análisis sobre lo que han supuesto estos discursos, estamos llevando a
cabo y seguiremos con este empeño, determinadas observaciones que nos permitan
dilucidar el estado actual del campo, sus relaciones con la Didáctica, y en todo ello
nuestra visión sobre estas cuestiones.
Al conceptualizar la enseñanza como desarrollo curricular es necesario referirse
a su concepción como proceso y como producto, como ya plantearon Ferrández,
Sarramona y Tarín (1979), quienes la relacionaban con los conceptos de formación e
instrucción en un esquema ya clásico (véase siguiente figura).
EDUCACIÓN
FORMACIÓN
DEFORMACIÓN
INSTRUCCIÓN
ENSEÑANZA
APRENDIZAJE
Figura: La enseñanza y sus relaciones.
Por su parte, Reid, Hopkins y Holly (1987) nos muestran un modelo de
desarrollo curricular que integra la dimensión del proceso conjuntamente con la del
producto en cada una de las siete tareas o estadios que diferencian, los cuales forman un
proceso cíclico (véase siguiente cuadro; cfr. Reid, Hopkins y Holly (1987: 111)).
La fase (1) “Identificación” tiene como objetivo establecer un propósito claro
para el currículum, como punto de partida; mientras que la de “Formulación” (2)
implica desarrollar nuevas ideas o mejorar las anteriores en relación con las
identificadas para decidir sobre el diseño más adecuado. El estadio (3) “Estrategia de
36
enseñanza” implica cómo transmitir el contenido de currículum, y aunque está
diferenciada, se encuentra implícita en la fase de Formulación. La “Producción” (4) es
la fase en la que se operativizan ideas mediante planes de acción o elaboración de
materiales. La “Experimentación o Prueba del currículum en clase” (5) implica
redefinirlo mediante procesos de mejor continua que se van incorporando –
investigación en el aula-; mientras que la “Implementación” (6) implicaría la
consolidación del mismo. Por último, la “Evaluación” (7) de los efectos del currículum
en el aprendizaje de los alumnos completa el ciclo de desarrollo curricular.
Es un modelo prescriptivo, pero abierto, en el sentido de que ofrece un ciclo que
sirve de guía para la acción, pero que no ha de ser seguido completo. Por ejemplo, si se
trata de desarrollar una nueva unidad didáctica, el profesor puede estar comprometido
sólo con los estadios 2, 3 y 4; aunque si se trata de introducir una innovación curricular,
entonces probablemente sería necesario el ciclo entero.
TAREA
1.
PROCESO
Identificar
PRODUCTO
qué Análisis de la situación
Unas metas claras para el
funciones/metas debe cumplir
desarrollo curricular
el currículum
2. Formular los medios para Diseñar
conseguir las metas
un
concepto
de Un modelo teórico prometedor
currículum
del currículum
3. Seleccionar las estrategias Establecer
principios
de enseñanzas apropiadas para procedimiento
el currículum
de Una
para
estrategia
de
los enseñanza/aprendizaje
alumnos y profesores cuando
usen el currículum
4. Producir y organizar el Desarrollar
los
medios Un currículum operativo
modo de hacer operativo el requeridos para presentar y
currículum
5.
Experimentar
mantener el currículum
con
el Redefinir el modelo mediante Un currículum redefinido
currículum en el aprendizaje la investigación en el aula y
de los alumnos y la escuela
mejoras continuas
6. Implementar el currículum Cambiar
la
por toda la escuela en otros relación
con
lugares
práctica
currículum
37
el
en Un currículum ampliamente
nuevo usado
7. Evaluar los efectos del Evaluar cuál es la efectividad Un currículum probado
currículum en el aprendizaje del currículum
de los alumnos
Cuadro: Los siete estadios del modelo de desarrollo curricular (Reid, Hopkins y Holly,
1987).
Cabe la posibilidad de considerar este modelo como versátil, ya que puede ser
adaptado a distintas situaciones. Reid, Hopkins y Holly (1987: 114) presentan cómo se
conciben las tareas según las diferentes perspectivas de desarrollo curricular (véase
cuadro siguiente), identificando la perspectiva de fidelidad como “tradicional”, y la de
adaptación mutua como “basada en el profesor/centro”.
Estadio
Tradicional
Identificación
Currículum prescrito / Formas Basado en la comunidad o en
Formulación
Basado en el profesor/centro
de conocimiento
necesidades de los alumnos
Objetivos operativos
Modelo
de
proceso
y
principios de procedimiento
Estrategias de enseñanza
Centrada
en
el
profesor, Enfoque
directiva
investigador,
descubrimiento,
enseñanza
activa
Producción
Investigación del aula
Currícula
producidos Programas
centralistamente
localmente
Análisis cuantitativo
Hacer
desarrollados
investigación
en
la
iluminativa
y
propia aula
Implementación
Fidelidad
Evaluación
Cuantitativa,
Adaptación mutua
empírica
objetiva
y Cualitativa,
subjetiva
Cuadro Nº. Perspectivas alternativas de desarrollo curricular.
Toda esta época se enmarca en una cierta perspectiva tradicional que sigue un
esquema inspirado en, o que se interpreta desde, la lógica tyleriana, en la cual se ha
definido la enseñanza delimitando un conjunto de características que toda posible
situación de “enseñanza” debería reunir para de esta manera alcanzar eficacia y
coherencia. Tyler (1950) y sus seguidores pretenden establecer un orden de prelación
38
entre los distintos elementos y señalar la secuencia y los criterios mediante los cuales se
deben tomar las decisiones curriculares. Otros como Estebaranz (1995) engloban las
aportaciones de esta índole bajo la teoría tecnológica del currículum y aquí la
racionalidad de Tyler.
Las reminiscencias del conductismo, o su influencia directa, hacen de los
modelos inspirados en la lógica o racionalidad tyleriana modelos que han dado a las
intenciones u objetivos una importancia decisiva a la hora de entender el diseño y
desarrollo del currículum. Contemplado el diseño del currículum, cabe ahora la
necesidad de entender en el desarrollo del mismo un trayecto único -para asegurar
racionalmente el logro de los objetivos, como secuencia lógica y ordenada de los
mismos. En estos modelos, además, los objetivos se fragmentan y se van dispersando a
lo largo de cada uno de los contenidos del trayecto.
Como entiende Zabalza (1999), la distinción entre diseño y desarrollo curricular
también se asoma como aspecto diferencial de cómo se entienden los elementos en estos
modelos: para este autor, la distinción entre diseño y desarrollo, o entre programa y
programación, está más relacionada con los agentes que intervienen en tales procesos y
con el distinto grado de autonomía con el que acometen estas tareas, en el marco de su
diferenciado grado de concreción curricular, que con las propias decisiones que se
toman en función del tipo de elemento curricular sobre el que se está decidiendo. Es
decir, los agentes son, a este respecto, más clave que los componentes en sí objeto de
decisión para entender la naturaleza de muchas de las decisiones que se toman en la
enseñanza institucionalizada.
El panorama abierto por Tyler y Bobbitt es respondido por Schwab, como ya
hemos indicado. Pero simultáneamente a las respuestas que genera el modelo de
racionalidad tyleriana, aparecen en escena una serie de paradojas que son destacadas y
comentadas por distintos autores (Eisner, 1983; Jackson, 1992; Hlebowitsh, 1998;
Marhuenda, 2000).
A este respecto, son muy significativas las palabras de Marhuenda (2000: 141),
que dice que
«la propuesta de Tyler se erige sobre un “sentido común” con apariencia de
racionalidad; algo distinto de los usos que del mismo se puedan hacer incluso invocando
39
a esa racionalidad. Y algo así ha sucedido con la configuración de los sistemas
educativos modernos que pretendiendo acogerse a dicha racionalidad la han
transgredido, sin embargo, en uno de sus fundamentos, alterando la secuencia
establecida por Tyler para determinar los objetivos de la enseñanza partiendo de las
áreas del contenido en vez de proceder en el orden inverso. Al fin y al cabo, lo que el
mismo Stenhouse (1984) reclama es la configuración de la enseñanza a partir de la
delimitación de las intenciones, lo que podría entenderse, al menos en parte, como una
defensa de la propuesta de Tyler si bien no de la racionalidad tyleriana tal cual se ha
extendido posteriormente y que ha alcanzado su máxima expresión en la caricatura que
supone el “modelo de objetivos” [...] El mismo Eisner (1983) es otro autor que, sin
considerar legítima la racionalidad tyleriana, propone sin embargo utilizar la secuencia
prevista por Tyler añadiendo, eso sí, criterios de decisión a dicha secuencia que
permitan enriquecerla».
No acaba ahí la cosa, pues en el recorrido que hace sobre las paradojas que se
suscitan en torno a la racionalidad tyleriana, también Marhuenda hace una aportación
más sobre la cuestión acudiendo al significado del capítulo 5 de la famosa obra de
Tyler, que según el primero ha sido generalmente mal traducida (en español hemos
leído siempre: “Cómo debe trabajar el personal docente superior en la elaboración del
currículum”, modificando el significado original del título que era: “How a school or
college staff may work on curriculum building”, en donde “deber” hay que traducirlo
mejor por “posibilidad de hacer”, lo que permite interpretaciones diferentes de la
cuestión, admitiendo por otro lado, además del nivel superior, que el manual sirve a
profesorado de cualquier nivel del sistema educativo).
Este capítulo, por ende, ha sido mal interpretado cuando reconocido, así como
ausentado de la mayoría de las críticas sobre la racionalidad tyleriana. Se trata de un
“manual de uso de una determinada racionalidad” (no exactamente como indica
Marhuenda (2000), un “manual de uso de la racionalidad”), en el sentido de que, como
el propio Tyler (1973: 1) indica, cosa que suele olvidarse, que
«este libro resume una manera de ver un programa de instrucción como un
instrumento de funcionamiento de la educación. El estudiante es animado a examinar
40
otras racionalidades y a desarrollar su propia concepción de los elementos y las
relaciones implicadas en un currículum efectivo».
De manera que aunque influenciado por el conductismo de la época, al que hace
algunas concesiones propias, parece “respetuoso” con otros puntos de vista; incluso en
el diseño de los objetivos, también Tyler es claro: propone pocos y con un alto nivel de
generalización, cosa distinta a la que sus seguidores se entregaron más tarde. Además,
las decisiones sobre los objetivos proceden de tres referencias: la naturaleza del
alumnado, los valores de la sociedad y la disciplina que se ha de impartir, no sólo de
ésta última, como ha sido la práctica habitual durante gran parte de la segunda mitad de
este siglo. Así, concluye Marhuenda (2000: 142)
«no es, pues, eficientista, sino que tiene una concepción abierta de los
objetivos».
La admisión de esta cuestión en estos términos empuja a Tyler (1973: 126) a lo
siguiente:
«el programa de instrucción realmente opera en términos de experiencias de
aprendizaje que los estudiantes tienen. A menos que los objetivos sean claramente
comprendidos por cada profesor, a menos que éste se familiarice con el tipo de
experiencias de aprendizaje que pueden ser usadas para alcanzar estos objetivos y a
menos que éste sea capaz de guiar las actividades de los estudiantes con tal de que ellos
puedan conseguir las experiencias, el programa educativo no será un instrumento
efectivo para promover los objetivos de la escuela».
Es decir, en términos sencillos, una vez diseñado el currículum, si no se da esta
serie de condiciones en el ámbito de los objetivos, el desarrollo del currículum tendrá
graves impedimentos para su puesta en marcha, o si llega a ponerse en marcha, éste no
será efectivo para alcanzar los objetivos seleccionados de entre ese “universo” objetual
estudiado. Es más, ante la pregunta de si en el intento de revisión del currículum por una
escuela o parte de la misma “la secuencia de pasos para ser seguida sería la misma tal
41
como el orden de presentación en este programa” (Tyler, 1973: 128), la respuesta es
claramente “No”. Este autor describe varias situaciones típicamente diferentes y
pecualiares cada una de ellas y a las que hay que atender de manera diferenciada y
concluye (Tyler, 1973: 128):
«[...] En otra situación, las deliberaciones sobre la filosofía de la escuela puede
proporcionar un paso inicial para una mejora de los objetivos y más tarde para el estudio
de las experiencias de aprendizaje. El propósito de esta racionalidad es dar una visión de
los elementos que están implicados en un programa de instrucción y sus necesarias
interrelaciones. El programa puede ser mejorado por acometidas que comienzan en
cualquier punto, proporcionando las modificaciones resultantes que son continuadas con
los elementos relacionados hasta que eventualmente todos aspectos del currículum han
sido estudiados y revisados».
Frente a ésta perspectiva, que ha dado muy “juego” crítico en la historia reciente
de la didáctica, se presentan otras basadas en el profesor/centro. Aquí, las estrategias de
enseñanza giran en torno al enfoque investigador, la enseñanza activa, la resolución de
problemas, etc. La enseñanza implica, por tanto, experimentación, adaptación,
investigación y mejora continua, o, lo que es lo mismo, la redefinición del currículum
en la práctica.
Estebaranz (1995), que analiza la respuesta de Schwab (1970, 1983) sobre la
consideración del currículum tras esta época como “moribundo”, o la de Huebner
(1983), quien considera que hay que reconocer su “fallecimiento”, plantea que éstos
pueden ser los orígenes individuales del trabajo de los críticos. Así, podemos afirmar
que se ha llegado a describir la enseñanza como actividad crítica, basándose en la
célebre idea de MacLuhan (“el medio es el mensaje”), que implica a juicio de Postman y
Weingartner (1981: 35-36)
«que el contenido crítico de cualquier experiencia de aprendizaje es el propio
método o proceso a cuyo través se da este aprendizaje».
42
Postman y Wiengartner (1981) hablan, por ejemplo, del método interrogativo
que implica que las lecciones se desenvuelven a partir de las respuestas de los
estudiantes y no de una estructura “lógica” previamente determinada, que cada lección
propone un problema a los estudiantes, que todo conocimiento es resultado de
operaciones o actividades generadoras, etc. Pero, como anota Elliot (1990), ¿en qué
medida enseñar para la comprensión es posible en un sistema educativo que se rige en
última instancia por las existencias de los exámenes (enseñar para la evaluación)? Es
decir, el propio Elliot plantea las incoherencias a las que nos vemos abocados cuando
parte del sistema se planifica siguiendo unos principios y luego la otra parte justifica un
desenlace distinto de tales principios, en el ejemplo de que comprender para aprender
puede estar reñido en los procesos de enseñanza-aprendizaje con memorizar para
aprehender.
En este sentido, el concepto de desarrollo curricular está implicando que los
profesores y alumnos son sujetos activos que toman decisiones (Ben-Peretz, 1990), por
lo que no cabe la “fidelidad” en la implementación. Así, por ejemplo, en la
consideración de los aspectos metodológicos generales, considerando en general a la
metodología didáctica como un conjunto de métodos o estrategias de enseñanza a
utilizar por el profesor en su trabajo, esta última se deriva coherentemente de una
concepción sistémica del aula, de los principios didácticos seleccionados y de la
caracterización particular que realiza este modelo investigativo respecto de los
elementos curriculares.
Aquí, los objetos de estudio y las actividades seleccionadas deberían reunir los
siguientes requisitos: tener un sentido claro para el alumno, capacidad de movilizar
información potencialmente significativa para los alumnos, admitir diversas
posibilidades de desarrollo (versatilidad), que la secuenciación sea sensible al problema
del ritmo de enseñanza y aprendizaje, al aprendizaje real, estimulando las conexiones de
las concepciones anteriores con la nueva información a fin de obtener progresos en
dichas concepciones, facilitando para ello los procesos de negociación de significados
propios de la interacción social en el aula, etc.
Recordemos, por ejemplo, que para Stenhouse (1987), su propuesta gira en
torno, luego del diseño de la enseñanza desde los criterios o principios que ayuden a
43
elegir y organizar los contenidos, a elegir y organizar las actividades que profesores y
alumnos habrán de llevar a cabo dentro del aula, lo que tendrán que hacer. De esta
forma, para este autor el currículum es una tentativa de comunicar los principios y
rasgos esenciales de una propuesta educativa, de tal forma que permanezca abierta a la
discusión crítica y pueda ser trasladada efectivamente a la práctica.
El acercamiento que se produce a la posibilidad de negociación, a que
eventualmente el “texto”sea interpretable, negociable, que se pueda investigar en el aula
(como estrategia de trabajo docente y de representación del currículum), en definitiva, a
asumir el carácter problémico o hipotético del currículum, puede reforzar la idea de
Zabalza (1995: 32), de la constatación de que
«el currículum se convierte en una especie de “objeto transaccional”, de espacio
de comunicación-negociación social».
Sin embargo, estas posibilidades en la práctica se convierten en un deseo antes
que en una realidad, pues con frecuencia son ignoradas a lo largo del desarrollo o la
implementación del currículum, con la negación total de la negociación en estos
términos o, al menos, limitando la posibilidad de la misma.
Estas razones pueden estar detrás del fracaso práctico de numerosos proyectos
curriculares innovadores, lo cual induce a centrarse en su desarrollo práctico como clave
del proceso, analizando las adaptaciones que centros y profesores han desarrollado del
currículum diseñado, y las configuraciones a que ha dado lugar. En este sentido, señalan
Snyder, Bolin y Zumwalt (1992: 416):
«Si desde la perspectiva de la fidelidad se pretendía una congruencia (fidelidad)
entre la cultura escolar (sistema de creencias del contexto escolar) y los compromisos
ideológicos y valores implícitos del nuevo currículum; desde la perspectiva de
adaptación se admite pueda existir una incompatibilidad inicial que implique
variaciones en la implementación de la innovación».
Más allá de la “adaptación mutua” y la concreción a situaciones concretas, el
desarrollo curricular como “construcción del currículum” implica profesores activos que
44
generan un currículum de acuerdo con su contexto y perspectivas, con contenidos
suficientemente abiertos como para permitir la reelaboración y adaptación de los
mismos al contexto particular de cada grupo de alumnos (Travé y Estepa, 1997). Según
Snyder, Bolin y Zumwalt (1992) asumiría, por tanto, estos presupuestos:
1. El conocimiento curricular es un conocimiento contextualizado, creado en la
práctica cuando los profesores se comprometen en los procesos de enseñanza
y aprendizaje en sus aulas/centros. Marhuenda (2000) admitirá, además, que
la teorización del currículum que es genérica debe aplicarse sobre
currículuma particulares, en distintos niveles del sistema educativo, en las
distintas áreas de conocimiento, en las distintas situaciones escolares, ya que
la reflexión sobre el currículum, esta vez sobre su desarrollo, es
necesariamente sobre un currículum particular, para poder llegar a algún
nivel de abstracción que tenga tintes tanto descriptivos como normativos (el
qué y el debe ser del currículum): no se puede pensar sobre el currículum en
abstracto, sino sobre formas concretas que adquiere el currículum.
2. El cambio curricular es un proceso de desarrollo individual y cambio en el
pensamiento
y
prácticas,
más
que
procedimientos
de
diseño
e
implementación.
3. El trabajo del profesor con el currículum, más que adaptar currícula creados
o impuestos por otros, es responder a las percepciones de sus contextos. Es
decir, el desarrollo del currículum, al igual que el diseño, es una tarea que
debe dimensionarse desde una doble realidad: por una parte, será una labor
colectiva en torno a un conjunto de ideas y decisiones compartidas, y por
otra, tendrá que considerar la posibilidad, y necesidad, de su adecuación
individual, por parte de cada uno de los componentes, a su realidad y forma
personal de entender el proceso educativo.
El currículum-en-acción (enseñanza) es una reconstrucción personal e
institucional que responde a criterios personales y sociales, diseñado y desarrollado
conjuntamente en el contexto del aula/centro, que exigirá el estudio de los procesos y
comprensiones del profesor que están en la base de las acciones que realiza. En atención
45
a esto, según Northfield (1994: 5) el papel del profesor y los procesos de cambio
ilustran básicamente que
«el profesor es un investigador que trata de hacer accesible el aprendizaje,
mediante un amplio repertorio de intervenciones, estrategias, y proporcionando
oportunidades y condiciones para el aprendizaje activo».
Es importante, pues, invitar a los alumnos a participar en la planificación de la
acción, a pensar en orden a conseguir unos fines que desean alcanzar o realizar, a saber
con cierta precisión qué es lo que quieren (Ciari, 1981). En la relación de esta cuestión
con el problema del conocimiento, Pozuelos (1997) indica en este sentido que el
desarrollo de la secuencia de actividades permitirá establecer relaciones sustantivas
entre conocimientos y no la mera acumulación de datos, de forma que el aprendizaje en
los alumnos suponga una visión cada vez más elaborada y compleja de los
conocimientos, agudizando en esta tarea el papel protagonista de los alumnos. Por tanto,
el “currículum construido” que entienden Snyder, Bolin y Zumwalt (1992) llega a
convertirse en el conjunto de experiencias educativas creadas juntamente por alumnos y
profesores; otros elementos materiales del desarrollo curricular, en su mayoría creados
externamente, se ven como herramientas que pueden usarse según van realizando la
experiencia en clase, verdadero desarrollo del currículum.
Con similares criterios a los anteriores, Fullan (1992) propone ir más allá de un
enfoque de implementación y reconoce que ha habido un giro de ésta al desarrollo
profesional e institucional, como indicamos con anterioridad, admitiendo el
protagonismo de otros actores además de los docentes en la creación y recreación del
currículum en el aula.. La implementación conlleva el prejuicio de que las innovaciones
son introducidas externamente, mientras que el desarrollo curricular sería el proceso de
construcción y reconstrucción del currículum, propiamente dicho. Así que no se habla
de currículum implantado sino de currículum construido. De esta forma, el profesor se
convierte en “realizador del currículum” (Teacher as Curriculum Maker).
Reid (1992) apunta, así mismo, que ese proceso de curriculum making es no sólo
de adaptación a las distintas situaciones, sino también entre los distintos lugares
comunes del campo. Este proceso en la historia se abre desde la consideración en
46
exclusiva de un currículum que se implanta y en esto el estudio de los obstáculos o las
condiciones que facilitan esta implantación, hasta el interés mostrado más recientemente
por cómo los profesores y los alumnos experimentan y realizan el currículum, por tanto
no sólo cómo adaptan o implantan el currículum diseñado por otros.
Claramente, entonces lograr satisfactorios procesos de cambio y de desarrollo
personal exige la comprensión y aceptación de las realidades subjetivas de los que viven
el proceso de cambio. El contexto es tan importante como los propios agentes de
desarrollo curricular (expertos externos, profesores y alumnos). Pero es el profesor
diseña y desarrolla el currículum junto con sus estudiantes, aumentando así, al menos en
principio, la competencia en la construcción de experiencias educativas positivas
(Snyder, Bolin y Zumwalt, 1992). Se trata, entonces, de un conocimiento aprovechable
y enriquecedor que es necesario utilizar en contextos de enseñanza-aprendizaje. El
desarrollo curricular es una tarea profesional específica de los profesores y de las
escuelas (Doyle, 1992).
Como afirma Estebaranz García (1995: 295)
«el desarrollo del currículum es un problema reciente, al menos para la
investigación; y está sufriendo una evolución, que afecta hasta a los propios términos
con los que nos referimos a la puesta en acción del currículum [...]; es más, no sólo el
desarrollo curricular sino también la implantación del currículum es un problema
relativamente “joven” [...]; pero el campo está abierto a las alternativas necesarias para
que el currículum se convierta en un proceso de enriquecimiento de la experiencia de
los alumnos, y de la responsabilidad de los profesores y de las escuelas».
Pero pensamos que este panorama enriquecedor que se puede abrir delante de
nuestros ojos, conduce también a determinados retos y desafíos (Eggleston, 1992;
Barnett, 2001). Este último no ve razones en todo este proceso que no apunten a la
consideración del currículum, no sólo como una clasificación de conocimientos y sus
orientaciones sobre el manejo de los mismos en contextos docentes, sino también como
un proyecto epistemológico: el armado del currículum necesariamente comporta una
epistemología, pues un currículum es mucho más que los conocimientos que contiene;
47
más aún, la relación pedagógica que el educador determina respecto para su currículum
constituye en sí misma un marco epistemológico (Barnett, 2001).
El contexto en donde adquiere sentido el texto de Barnett (2001) es el contexto
de la educación superior, sin embargo, admite que estos puntos se pueden aplicar a toda
la educación en general. En el contexto universitario los “académicos son literalmente
traficantes de conocimientos”: ellos deciden cuáles son los conocimientos que deben
presentar a sus estudiantes, de qué manera deben disponerlos, el método que usarán para
que los estudiantes los adquieran y, por lo tanto, la experiencia con el conocimiento que
acompañará esa adquisición. Los profesores son epistemólogos, lo sepan o no.
Pero para Barnett (2001: 74-75) admitir el componente epistémico de las
decisiones sobre el diseño y desarrollo del currículum, en cualquiera de los niveles de
enseñanza al que nos enfrentemos, nos abre a la necesidad de preguntarnos sobre otra
serie de elementos más experienciales del currículum:
«Hasta qué punto el conocimiento acerca de un campo se ofrece como algo dado
y hasta qué punto se alienta al estudiante para que desarrolle su propia posición al
respecto? ¿En qué medida se ayuda a los estudiantes a considerar ese campo como un
proceso dinámico de negociación humana, narración de relatos, lucha de poder o
disputas feroces? ¿Se les permite que vean y sientan el campo como un modo de seguir
adelante, un proceso continuo, con un compromiso existencial y un impulso, o se les
presenta en forma de corpus relativamente estático? ¿Se entiende el conocer -incluso en
filosofía- a modo de un saber cómo, un saber cómo asumir compromisos y llevar
adelante transacciones significativas con los demás o simplemente como una serie de
proposiciones y entidades teóricas? El hecho de conocer ¿se considera -intelectualmente
y en el currículo- a modo de una empresa colaborativa o como una cuestión meramente
individualista?».
Desde nuestro punto de vista, estamos inmersos en un contexto que impele
continuamente a responder y tomar decisiones sobre estas cuestiones, lógicamente por
la relevancia que presentan al estado actual del campo curricular y didáctico.
5. Evaluación del currículum
48
Como afirma Estebaranz (1995), recogiendo las aportaciones de Madaus y
Kellagham (1992), provenientes del manual de Jackson (1992) sobre investigación del
currículum, en la actualidad la evaluación educativa, en sus diferentes aspectos, ha
llegado a convertirse en un problema fundamental tanto para la investigación como para
la práctica educativa, así como para la política educativa.
Así mismo y en el comienzo de su reflexión sobre lo que supone la evaluación
“del currículum”, Contreras Domingo (1994: 221) admite que
«la evaluación constituye, en principio, la tercera fase que señalamos dentro de
la forma predominante de entender la práctica del currículum. Una vez que se ha
diseñado un currículum y se ha puesto en práctica, sólo resta evaluar lo que se ha
conseguido, con objeto de comprobar si se ajusta a lo que el diseño estipulaba. Esta era
en principio la idea».
Pero, como el propio Contreras (1994) indica, cosa que hemos corroborado con
el anterior análisis sobre el diseño y, sobre todo, desarrollo del currículum, esta idea ha
sufrido profundas modificaciones, tanto con respecto a lo que se supone que es el
cometido de la evaluación como por lo que se refiere a los procedimientos con los que
se realiza.
En el capítulo que dedica a la evaluación del currículum, Contreras (1994: 221224) lleva a cabo una síntesis de la trayectoria que ha seguido el campo de la evaluación
del currículum, en donde se han manifestado similares situaciones compartidas por el
diseño, el desarrollo y la propia evaluación del currículum: este campo se encuentra
cogido entre las intenciones educativas, las intenciones políticas y las inclinaciones
académicas, lo cual le confiere a la vez diversidad y problematicidad. La síntesis
simplifica evidentemente mucho, pero coloca tres momentos que deben ser
considerados como fundamentales para comprender la evolución en el campo: los
provenientes de los enfoques epistemológicos positivista e interpretativo y la evaluación
iluminativa.
Es decir, en sus orígenes la evaluación del currículum ha estado muy unida, en
sus concepciones y en sus procedimientos, a la propia evolución del currículum. En el
49
momento de auge de las tendencias eficientistas la evaluación era una parte importante
en la comprobación de la eficacia que mostraba el currículum para lo que se pretendía
de él. Importaba averiguar las cotas de rendimiento que obtenían los alumnos, como
criterio de valoración del programa diseñado y desarrollado; en general, la importancia
estaba en saber si los alumnos habían alanzado los objetivos pretendidos expresados en
el currículum.
Ramsden (1996) explica que en esta lógica la evaluación es algo que
simplemente va detrás del aprendizaje (la enseñanza y la evaluación están hechas para
el estudiante), en lo que la buena evaluación proveerá datos objetivos sobre la cantidad
de conocimiento de los estudiantes, es decir, es algo relativo al grado o número de
conocimientos. La evaluación está añadida a la enseñanza, antes bien que ser una parte
esencial de ella. Incluso entiende que, en este sentido, es sintomático que muchas
técnicas de evaluación sean consideradas más importantes que los contenidos de las
asignaturas. Todo esto es observado por este autor desde la consideración de los
modelos simples de evaluación (nótese más adelante que el escenario de aplicación y la
propia evaluación son consideradas como complejos luego de las críticas vertidas sobre
estos modelos de “racionalidad simple”).
Así, muy pronto surgen las críticas a estas prácticas, precisamente por el
reduccionismo que suponen: ignoran los logros reales del currículum, ya que sólo
atiende a la presencia o ausencia de los previstos. Si la evaluación sigue al aprendizaje
en esa secuencia lineal simple, entonces no necesita ser considerada su “posible”
función de ayuda a los estudiantes para que aprendan a través del diagnóstico de sus
errores y sus concepciones equivocadas y reforzar consecuentemente sus correctas
comprensiones (Ramsden, 1996: 183).
La crítica a esta manera de entender y proceder en la evaluación lleva a la
formulación de determinadas alternativas. Una de ellas es la de Scriven (1989), quien
propuso un sistema de evaluación que no estuviera guiado y asistido por los objetivos
del currículum. Su alternativa aproxima el interés criterial a los educandos antes que a
los educadores, prestando más atención a las necesidades de los primeros antes que a los
objetivos de los segundos.
Más adelante surgen otras alternativas, algunas de ellas centradas en el enfoque
interpretativo, lo cual permite desarrollar una interpretación de la evaluación como la
50
aportación de la información necesaria para adoptar decisiones. Este nuevo modelo se
propone evaluar, además de los resultados, el diseño, los procesos y el contexto, lo que
permite un nivel más amplio de información puesta al servicio de la toma de decisiones
(House, 1989).
Pero, al ritmo que va la evolución y la búsqueda de un nuevo sentido para el
currículum, la necesaria exploración y crítica ejercida sobre ésta y otras maneras de
considerar la evaluación con anterioridad, lleva a la misma a introducir nuevos enfoques
que acaben con su reduccionismo o que caminen en consonancia con las formas más
actuales de reflexionar y comprender al currículum. Así, Contreras (1994) recoge la
incorporación de otra perspectiva que autores como Parlett y Hamilton (1983) llamaron
iluminativa: esta forma de evaluación pone uno de sus acentos no en la toma de
decisiones por parte del docente sino en la misión fundamental del evaluador es la
recogida de información. Así, reconocen que (Parlett y Hamilton, 1983: 464)
«la tarea es proporcionar un punto de vista comprensivo de la compleja realidad
que rodea al proyecto: en resumen, la tarea es “iluminar”. En su informe, por tanto, el
evaluador tiene como meta agudizar la discusión, desenredar complejidades, aislar lo
significativo de lo trivial y aumentar el nivel de sofisticación del debate».
Lógicamente, como reconoce Eggleston (1992), admitir esta manera de entender
la evaluación es asumir la existencia de distintos puntos de vista que se ponen de
manifiesto, intereses diversos entre los implicados, plantearse la legitimidad de los
puntos de vista y perspectivas luego de dar valor a las mismas, es decir, implica un
compromiso ético con las consecuencias de la evaluación (Santos Guerra, 2000).
Eggleston (1992: 54) afirma que
«hemos enfatizado también que aunque aparentemente simple, y a menudo
presentada así por políticos y autores, la evaluación escolar es compleja y llena de
riesgos. Para que los profesores posean un rol completamente dispuesto hacia este tipo
de evaluación, éstos necesitan ser investigadores: justos, objetivos, interesados,
sensibles e interpretativos. Si ellos pueden lograr esto no sólo iluminarán el proceso de
educación para los padres, implicados en la educación y sus propios alumnos, también
51
ellos adquirirán suficiente información que les permitirá trabajar en las escuelas y clases
con una nueva comprensión».
Reid (1975) ya apuntó que tanto el currículum como su evaluación, en lo
relativo al conjunto de elementos que fundamentalmente estamos analizando, se estaba
debatiendo -cosa que admite Contreras (1994) también para la actualidad- en un clima
de opinión que permite la generación de un debate abierto, con sus retos, posibilidades,
oportunidades y también luchas, con una diversidad de posiciones. Como indican
Beltrán y Rodríguez Diéguez (1991) el tema de la evaluación es un tema conflictivo con
implicaciones técnicas, políticas, sociales y psicológicas. Hoy el ámbito de la
evaluación se ha ampliado, según afirman estos autores, refiriéndose a todos los
elementos que intervienen en los procesos de enseñanza-aprendizaje. Por tanto, la
diversidad y la amplitud de sentidos hacen del tema de la evaluación algo más rico y,
también, desafiante.
Buena prueba de la diversificación de sentidos lo tenemos en las aportaciones de
Lincoln y Guba (1985), desde la considerada “indagación naturalista”, dentro del
paradigma cualitativo o relativista, modelos cualitativos, etc. El interés se vuelca mucho
más hacia lo que está sucediendo, qué ha sucedido y qué significado tiene o ha tenido
para diferentes individuos o grupos, todo lo cual implica la ya comentada aceptación de
realidades múltiples. El sentido de la evaluación está ligado al acto de proporcionar
juicios para determinar el valor del currículum y la toma de decisiones. Según Guba y
Lincoln (1985), es un acto que incluye descripción y juicio/valoración, o, lo que es lo
mismo:
-
Un plano descriptivo (por lo que la evaluación supone conocimiento
mediante recogida de información del objeto evaluado), y
-
Un plano valorativo (valoración o juicio en función del conocimiento). En
éste, su vez, distinguen “mérito” y “valor”.
El mérito se refiere las cualidades intrínsecas propias de lo evaluado,
independientemente de sus usos o aplicaciones (“context-free value”), mientras que el
valor, como propiedad extrínseca de lo evaluado, se refiere a su posible utilidad, en
52
cuanto a la aplicación o uso que de un currículum se pueda hacer en un contexto
determinado (“context-determined value”). El valor es, por tanto, dependiente y
variable
de
los
contextos
de
uso
y
de
los
juicios
de
los
participantes/implicados/protagonistsa, por lo que al contrario de lo que sucede con el
mérito, no suele existir consenso en cuanto al valor del currículum. Es decir, se observa
claramente la existencia de ciertos modelos de transición hacia una evaluación más
cualitativa, en donde se desplaza la evaluación desde los alumnos hacia los programas,
desplazando el interés desde el educando (aprendizaje) hacia un elementos del
currículum (consideración mayor de la enseñanza).
Santos Guerra (2000: 114), desde la polisemia que supone la evaluación
defiende
«un tipo de evaluación que haga posible el conocimiento valorativo de lo que
sucede en la escuela».
Con esto admite el capítulo descriptivo y el juicio valorativo que puede ofrecer
la evaluación de cara a la mejora. No caben para él otras posibilidades que pueden
encaminarse justamente a lo contrario: medir, comparar, clasificar, etc.
De igual manera, no debe confundirse el proceso de evaluar con los métodos o
instrumentos empleados para llevarlo a cabo ni con el tipo ni cantidad de información
recogida, cosa que sí hacían los modelos simples descritos por Ramsden (1996). La
definición de Kemmis (1989: 119) enfatiza la evaluación como:
«El proceso de ordenación de la información y de los argumentos que permiten a
los individuos y grupos interesados participar en el debate crítico sobre un programa
específico. Así definida la evaluación consiste en aprovechar y refinar los múltiples
procesos de enjuiciamiento público y privado, no en sustituirlos con tecnologías de
valoración».
Por su parte, Madaus y Kellagham (1992), en un recuento que hacen de los
términos referidos a la evaluación educativa, distinguen entre “assessment” y
“evaluation”.
53
Evaluation significa evaluación en general, se refiere a todo el proceso final que
se dirige a conocer la calidad del servicio educativo prestado en cada uno de sus
componentes: currículum, modelos de enseñanza, actividades de aprendizaje,
organización de los distintos niveles de concreción curricular, la administración/es
educativa/s, profesorado y alumnado. Implica la valoración del currículum, que incluye
también el assessment.
Assessment se refiere al impacto en los receptores del servicio curricular.
Significa el asesoramiento que realiza el profesor en el proceso de aprendizaje de los
alumnos. Se refiere más a la valoración del rendimiento del estudiante considerado
individualmente. Está más orientado al proceso.
Para explicar esta cuestión, que en algún sentido escapa a la semántica española,
Angulo Rasco (1994: 284) parte de estas diferencias y delimita dos acepciones del
término evaluación: una más amplia que corresponde al proceso por el cual conocemos
y valoramos la calidad del servicio y el papel de los distintos componentes en el mismo,
y otra acepción más restringida que indica el proceso o procedimiento a través del cual
averiguamos su “calidad” únicamente por medio del impacto de dicho servicio en
individuos o grupos de individuos receptores del mismo.
La concepción anglosajona permite entender hasta cierto punto la necesidad de
que el objeto de la evaluación no debe limitarse a los alumnos y a los profesores.
Cualquier entidad puede ser evaluada: alumnos, personal administrativo y docente,
currícula, materiales, programas, proyectos e instituciones o centros. Así, Gimeno
Sacristán (1992: 338) apunta que:
«Evaluar hace referencia a cualquier proceso por medio del que alguna o varias
características de un alumno, de un grupo de estudiantes, de un ambiente educativo, de
objetivos educativos, de materiales, profesores, programas, etc., reciben la atención del
que evalúa, se analizan y se valoran sus características y condiciones en función de unos
criterios o puntos de referencia para emitir un juicio que sea relevante para la
educación».
Por su parte, Stake (1986), recogiendo las ideas que como críticas a los modelos
cuantitativos y simples iban apareciendo en el proceso de transición hacia modelos más
54
abiertos, comprometidos y responsables (Kemmis, 1989), describió en un marco más
amplio las dimensiones más comunes para clarificar los diseños de evaluación, que
sintetiza en forma de bipolaridades:
1. Formativa – Sumativa: si se realiza durante el desarrollo del programa o una
vez que el programa ha finalizado.
2. Formal – Informal: requiere en el primer caso estándares como validez,
credibilidad, utilidad y precisión.
3. Caso particular – Generalización: si el estudio de un programa se hace como
representativo de otros, con pretensiones de generabilidad, o estudios de caso
particulares.
4. Producto – Proceso: si se dirige a los resultados de un programa o a sus
procesos de desarrollo, según el valor externo del programa o su valor
intrínseco.
5. Descripción – Juicio: si se priman los aspectos descriptivos y objetivos o
más bien se defiende la legitimidad de proporcionar un juicio sobre el
programa evaluado.
6. Preordenada – Respondiente: si la evaluación está predeterminada por la
observación de las actividades o por las preocupaciones de los participantes.
7. Totalidad – Analítico: si el programa es tratado como una totalidad holística,
como los estudios de caso, o son estudios analíticos, como las relaciones
entre variables discretas.
8. Interna – Externa: si la evaluación es realizada por personas implicadas en la
institución responsable del programa o por expertos externos.
La primera bipolaridad, que distingue entre evaluación formativa y sumativa,
muestra que en la práctica ambas aparecen unidas, ya que como señala Hopkins (1989:
168)
«una evaluación formativa puede convertirse en una serie de mini-informes, y
unos informes sumativos pueden servir para promover el desarrollo».
55
Lo mismo cabe decir de la última, ya que desde una perspectiva que intente unir
desarrollo curricular e investigación (Stenhouse, 1984) no tiene sentido separar el papel
interno y externo, porque ambos se fusionan.
Nevo (1994) defiende que la “evaluación basada en la escuela” puede ser
concebida como sinónima de “evaluación interna”, pero no como antónimo de
“evaluación externa”, ya que puede ser concebida como una combinación de ambas, en
el sentido que admite la valoración de los agentes y elementos externos. Una escuela
innovadora que haga uso de la evaluación interna como instrumento de mejora, necesita
también de la evaluación sumativa, ya que precisa de los “data” necesarios como
información relativa a ciertos productos; sin embargo, esto no es suficiente y en
exclusiva puede resultar hasta pernicioso.
Éste es uno de los sentidos de la relación que se establece entre evaluación y
mejora escolar (el de evaluación como mejora). Para Santos Guerra (2000: 114) es
necesario un proceso de análisis que facilite la comprensión y que, a través de ella,
conduzca a la mejora.
Holly y Hopkins (1988) distinguen, además, evaluación de la mejora (medida de
resultados o productos) y evaluación para la mejora (evaluación formativa, para ayudar
a introducir mejoras en las prácticas docentes, en el uso de nuevos medios,
conocimientos, estilos de enseñanza, etc.); ésta supone, además, admitir la innovación
como el intento deliberado sistemático de cambiar las escuelas mediante la introducción
de nuevas ideas y técnicas (House, 1979), encaminadas a la mejora de las mismas. Por
su parte, la evaluación como mejora, según distingue Bolívar (1994), implica que ésta
tiene como fin explícito la mejora escolar, inserta en el propio desarrollo organizativo
del centro, identificándose los papeles de usuario y evaluador (autoevaluación escolar).
Para Eggleston (1992: 46), la auto-evaluación (self-assessment) es, en este sentido, un
componente que está relacionado con la auto-imagen (self-image) y con el autoconcepto (self-concept) y esto es algo en lo que los profesores pueden esforzarse para
ayudar a todos sus alumnos a construir de esta forma su propia identidad en la vida
adulta. En otra vertiente, otro ejemplo representativo es el “Desarrollo profesional
centrado en la escuela”, proyecto dirigido por Villar Angulo (1992).
56
Aún así, la evaluación, como el propio currículum, es reconocido por las
posiciones más avanzadas como una realidad contradictoria, como una práctica que,
como toda la práctica educativa (Contreras, 1994: 224)
«se debate entre lo que cree que es real, lo que siente como posible, lo que
defiende como deseable y lo que se reconocen como limitaciones y presiones».
No obstante los planteamientos de Hopkins (1989) y Nevo (1994) y otros
(modelos cualitativos, críticos, etc.), en el Diseño Curricular el lugar y función de la
evaluación sigue siendo en muchos contextos el mismo, es decir “¿qué, cómo y cuándo
evaluar?” (Escudero, 1990, Bolívar, 1992). En nuestro ámbito, y si seguimos de nuevo
la posición de Contreras (1994), en el sentido de que la misma evaluación se mueve
también en un nivel de articulación administrativa y política, que hace que lo
problemático se vea acentuado por participar en procesos más complejos que no
siempre se pueden captar y controlar, pero de lo que tampoco es posible sustraerse,
corresponde al Instituto Andaluz de Evaluación Educativa y Formación del Profesorado
“definir los criterios de evaluación del rendimiento escolar, su análisis y la propuesta de
medidas correctoras oportunas, así como la evaluación del rendimiento del sistema
educativo”. Se afirma que la finalidad de la evaluación es obtener información que
permita adecuar el proceso de enseñanza al progreso real de la construcción de
aprendizajes de los alumnos (CECJA, 1993a, 1993b):
«Los profesores y profesoras evaluarán los procesos de enseñanza y su propia
práctica docente en relación con el desarrollo del currículo. Asimismo, evaluarán el
Proyecto Curricular y las programaciones de aula emprendidos, en virtud de su
desarrollo real y de su adecuación a las características específicas y a las necesidades
educativas de alumnos y alumnas».
En lo que respecta a la legislación, los Decretos 105, 106 y 107/1992 de 9 de
junio, en los que se regulan las Enseñanzas para la Comunidad Autónoma Andaluza en
las etapas de Educación Primaria, Educación Secundaria Obligatoria y Educación
Infantil respectivamente, recogen sendos apartados en sus articulados correspondientes
57
referidos a la evaluación. Entre ellos cabe destacar el artículo 24.2, que menciona
expresamente que “la evaluación del sistema educativo se orientará a la permanente
adecuación del mismo a las demandas sociales y las necesidades educativas, y se
referirá tanto al alumnado como al profesorado, centros docentes y los diversos
programas educativos”. Componentes a evaluar, por tanto, son no sólo enseñanza y
aprendizaje, sino también el centro y los proyectos curriculares de etapa/centro.
En los DCB de 1989 aparecían con carácter amplio “orientaciones didácticas
para la evaluación”, mientras que en los currícula oficiales en Andalucía (CECJA,
1992, 1992b) se determinan más concretamente “criterios de evaluación”, especificados
para cada una de las áreas, que expresan el tipo y grado de aprendizaje que se espera
que los alumnos y alumnas hayan alcanzado con respecto a los objetivos de cada una de
las áreas en la etapa. Como recogemos en el Cuadro N1, se combinan las cuestiones de
la evaluación con los momentos temporales en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
¿Qué evaluar?
Evaluación inicial
Evaluación formativa Evaluación sumativa
Conocimientos
Progresos,
previos,
Al término de una
situación dificultades,
personal
fase de aprendizaje
bloqueos, etc.
¿Cuándo evaluar? Al comienzo de una Durante el proceso de Al término de una
nueva fase o ciclo
¿Cómo evaluar?
Historia
registro
interpretación
aprendizaje
fase de aprendizaje
escolar, Observación
e sistemática
Observación,
y pruebas,
pausada, registro
informe
individual
Cuadro Nº. Cuestiones de la evaluación y cuándo evaluar.
Como nos recuerda Estebaranz (1995: 440), cinco características definen la
evaluación en estas etapas: global, continua, formativa, criterial y contextualizada. Así,
la evaluación debe ser cualitativa, referida al conjunto de capacidades expresadas en los
objetivos y cuya finalidad es la regulación, orientación y autocorrección del proceso
educativo, que siempre estará contextualizado por las características de los alumnos, del
entorno sociocultural y del centro educativo. Es así, como forma parte de esta manera de
entender la evaluación la complejidad de contexto en donde se aplica la misma, el
58
proceso, los resultados, los programas, los recursos, los materiales, las estrategias, etc.,
en un sentido amplio, diverso y global.
Finalmente, nos parece interesante la ilustración que hace Santos Guerra (2000)
del tema de la evaluación, para que ésta se convierta en un camino de mejora (“se
evalúa para mejorar, no solamente por el hecho de evaluar”), en el mantenimiento de
unas coordenadas que tienen que ver con la exigencia de la evaluación que nace, por
una parte, de la lógica y, por otra, de la ética. Ésta es, por otro lado, una preocupación
general que hemos expuesto en buena parte de este Proyecto Docente.
Si enunciamos brevemente las características de la evaluación que Santos Guerra
(2000: 115-117) propone para que se produzca un aprendizaje relevante sobre la
práctica, tenemos:
a) Está atenta a los procesos y no sólo a los resultados (importan ambos).
b) Libera la voz de los protagonistas, considerando que estos últimos son todos los
ciudadanos que se ven implicados necesariamente en el fenómeno de la
educación.
c) Tiene en cuenta la esfera de los valores. La evaluación se preocupa de la
dimensión ética de la práctica, lo cual incluye también el ámbito de los
aprendizajes de índole intelectual.
d) Está comprometida con los valores de la sociedad.
e) Está contextualizada.
f) Se expresa en el lenguaje natural de los protagonistas.
g) Es holística porque tiene en cuenta todos los elementos.
h) Es emergente: tiene en cuenta todo lo que va ocurriendo en el proceso, está
dotada de flexibilidad.
i) Es democrática porque participan todos los integrantes de la comunidad.
j) Es educativa porque educa al hacerse y porque se preocupa del valor educativo.
k) Es cualitativa porque no se expresa con números. Dado que la vida de la escuela
encierra una extraordinaria complejidad, como hemos reflexionado junto con
Morin y otros, si la reducimos a números corremos el riesgo de la simplificación
y la tergiversación.
l) Está encaminada al aprendizaje y a la mejora.
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m) Nadie tiene en ella el privilegio de la verdad, con ella debemos constituir una
plataforma de diálogo que permita profundizar en el conocimiento de la
educación y conducir a la mejora.
n) Utiliza métodos diversos para explorar la realidad, que es compleja.
o) Utiliza métodos sensibles para captar la complejidad.
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