qwertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwerty uiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasd fghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzx cvbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmq La suerte del destino wertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyui opasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfg PSEUDÓNIMO: GREY hjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxc vbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmq wertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyui opasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfg hjklzxcvbnmqwertyuiopasdfghjklzxc vbnmqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmq wertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyui opasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopasdfg hjklzxcvbnmrtyuiopasdfghjklzxcvbn mqwertyuiopasdfghjklzxcvbnmqwert yuiopasdfghjklzxcvbnmqwertyuiopas Alba era una chica normal, todo lo normal que se puede ser con 20 años: cariñosa, inteligente, cuidaba de sus abuelos mayores, amiga de sus amigas… Estudiaba segundo de periodismo y llevaba una vida saludable: no fumaba, salía a correr todas las mañanas y bebía sólo en ocasiones especiales. Pero a veces el destino es suerte o, mejor dicho, mala suerte. El 18 de abril Alba se levantó, como de costumbre, a las 7 de la mañana para salir a correr antes de empezar las clases. Esa mañana hacía más frío que de costumbre, por lo que Alba no podía dejar de pensar en el café caliente que se iba a tomar cuando llegase a casa. De repente, el tiempo se paró. Todo sucedió muy rápido. Alba se disponía a cruzar el paso de peatones que le dirigía al portal de su casa y un coche se saltó el semáforo en rojo. No lo vio venir. El coche se la llevó por delante, impactando contra el asfalto con un fuerte golpe en la cabeza. Entonces todo se volvió negro. Sólo era capaz de oír sirenas, el llanto de su madre que le apretaba muy fuerte la mano y a su padre animándola a que fuese fuerte. No era capaz de abrir los ojos, no tenía apenas fuerzas. Después de 4 días en la unidad de cuidados intensivos, Alba despertó. Estaba rodeada de máquinas, cables, sueros… Además, sentía un escozor en la garganta. Se notó que tenía un tubo, supuso que durante esos días le había ayudado a respirar. Llegaron las enfermeras y una doctora, y, casi al instante, se volvió a dormir. Al rato despertó más tranquila y vio a sus padres hablando a la doctora. Además no tenía el tubo en la boca, por lo que podía hablar. Preguntó por lo que había sucedido. Cuando terminaron de explicarle los últimos acontecimientos les informaron que la subirían a planta de neurología, no sin antes hacerle una exploración neurológica exhaustiva para determinar posibles secuelas tras el accidente. Cuando se fueron sus padres y se quedó sola con su doctora, ésta le dijo: Hola Alba, me alegro que te hayas recuperado. Quiero hacerte algunas pruebas para comprobar que no haya secuelas, ya que en el TAC hay un pequeña zona dañada en el lóbulo temporal izquierdo que no me ha dejado muy tranquila… en ese momento, Alba le dijo: necesito tranquilizarme un momento, por favor me puedes dar un… eh… eso que se utiliza para… un… si, que se usa para beber agua… la doctora puso cara de preocupación, y le dijo: ¿te refieres a un vaso de agua?, Alba respondió que sí. Tras ello, la doctora llevó a la cama de Alba varios objetos (una radio, un teléfono móvil, un bolígrafo…) y le pidió que le dijera qué era cada cosa. Pero Alba, aunque sí podía describir lo que eran, era incapaz de decir el nombre del objeto. Además, la doctora le pidió que copiase un dictado y que repitiese algunas frases que ella le decía, lo que también fue incapaz de hacerlo. Alba no entendía nada. De repente, se había despertado tras varios días después de un accidente, con la impotencia de que no poder nombrar cosas aunque sabía lo que eran. Al subir a la planta, la doctora les explicó a sus padres que Alba padecía una afasia de conducción: las neuronas que conectaban el área de comprensión con el área del lenguaje, denominación y repetición estaban dañadas. Por lo tanto, era capaz de comprender, de hablar, incluso de leer, pero encontraba una gran dificultad en la denominación de las palabras, en la repetición de éstas y en la escritura. A Alba se le cayó el mundo encima. Ella era una chica normal, llevaba una vida normal, no había hecho mal a nadie, pensaba que no se merecía lo que le estaba pasando. No quería hablar. Además sabía que sus padres lloraban cuando ella no los veía. Una noche llegó una nueva compañera de habitación. Parecía joven, más o menos de su edad. Alba no quiso entablar conversación con ella, por lo que se hizo la dormida. A la mañana siguiente, se despertó un poco más animada. Además sabía que si sus padres la veían un poco más feliz, ellos también se animarían. Mientras desayunaba, su compañera de habitación le dijo: ¡Hola! ¿Que, de vacaciones eh? No está mal este hotel, la comida podrían mejorarla… Alba le contestó: ojalá y no hubiese tenido que venir. La compañera se rió. Alba no respondió, pero su compañera siguió hablando: me llamo Lucía, por cierto. No te lo tomes tan mal, hay que darle un poco de humor a la vida, sobre todo en estas situaciones. ¿Qué es lo que te ha pasado? Alba, que se había levantado un poco más optimista, intentó explicarle: salí a correr una mañana cuando un… eh… un medio de transporte pequeño… Lucía le contestó: si, un coche, tampoco es tan difícil. Alba, siguió explicándole: bueno, el caso es que se saltó un… un aparato que regula el tráfico… claro, un semáforo, dijo Lucía. Alba se empezó a desanimar y dejó de hablar, pero en ese momento su compañera de habitación le habló: oye, de verdad, no quería molestarte. Lo que te pasa con las palabras, ¿es a causa del accidente, verdad? Bueno, al menos el accidente no te ha arrebatado la voz del todo. A mí me dio un ictus hace 1 semana y tranquila, creo que me llevo yo peores secuelas. Me he quedado ciega. Alba se sintió fatal en ese momento y le dijo: lo siento, de verdad que no me esperaba eso, como te veía tan tranquila y tan animada pensaba que era cosa de poco… y Lucía le contestó: bueno, hay que saber llevarlo… A partir de ese día, ambas chicas empezaron a entablar una relación de amistad. Conversaban, se conocían cada vez más, confesaban secretos e intimidades que nunca creían que podrían expresar en voz alta. Realmente la palabra exacta, más que amistad, era complicidad. Cuando Alba no sabía denominar algo, Lucía, con las pistas que le daba Alba, decía el nombre que pretendía Alba. Y ésta, cuando Lucía le pedía que describiese algo que no podía ver (una serie o programa de televisión, el aspecto de una comida del hospital, un médico guapo…), hacía la función de sus ojos. Los días pasaban. Ambas reían hasta que se les saltaban las lágrimas, y lloraban hasta reír cuando estaban más desanimadas. Y aunque salieron del hospital, se hicieron inseparables. Y así pasaron los meses, los años. Viajaron juntas. Salieron de fiesta. Se enamoraron de chicos que no entendían la relación de ambas chicas. Y si se desenamoraban, la una animaba a la otra. Y de nuevo, la mala suerte que acompañó el destino años antes y que con suerte las unió, volvió a presentarse 20 años después. Lucia tuvo de nuevo un ictus, pero esta vez, más grave que el anterior. Un ictus masivo tan grave que no saldría con vida. A Alba la llamaron los padres de Lucía y llegó en 10 minutos al hospital. Sus padres estaban desolados y Alba sintió que una parte de ella moriría justo ese día. Entraron en la UCI a despedir a Lucía, que estaba intubada y sedada. Alba solo tenía palabras de agradecimiento entre el dolor que le invadía por dentro. Fue justo al apretar la mano de Lucía, cuando le pareció ver una sonrisa en el rostro de su amiga. Y en ese momento se fue, y una parte de Alba se fue con ella. Y Alba estaba segura que Lucía fue feliz.