Lectura 12. De la paz a la guerra
Los años finales del siglo XIX han sido definidos por los propios coe−táneos como el fin de siècle,
concepto que se referÃ−a no sólo al tránsito entre dos siglos, sino también al estado de ánimo de una
sociedad que combinaba a partes iguales la ilusión “materializada en la mágica fecha del cambio de siglo”,
como dijo luego el austriaco Robert Musil, con el temor e incluso el miedo al inmediato porvenir. Hacia 1900
se hablaba del “peligro amarillo” y de la nece−saria jerarquÃ−a entre las razas y los inevitables conflictos
entre ellas, como vaticinaban autores de éxito internacional, como Hous−ton Chamberlain o Vapour de
Lapage. La guerra era algo lejano, que ocurrÃ−a en zonas coloniales, como Sudáfrica o el Extremo Oriente,
pero su importancia no se despreciaba por ello, como revela el libro de H. G. Wells (La guerra de los mundos,
1898). Sin embargo, podrÃ−a decirse que para la mentalidad europea corriente, la confianza en un futuro
mejor era superior a la incertidumbre o el recelo sobre el mismo. Algunas razones avalaban esta confianza.
El dominio europeo del mundo y la expansión imperialista habÃ−an supuesto, además de la hegemonÃ−a
de Europa sobre el conjunto del planeta, una profunda transformación de la historia mundial. Al carácter
global que adquirieron las relaciones económicas se sumaron las decisiones polÃ−ticas y las estrategias de
las principales potencias, tanto europeas como las nuevas potencias no europeas, EEUU y Japón. Durante
algunas décadas, el mundo occidental pudo vivir el sueño del Titanic: el goce de un estado de permanente
belle époque, basado en la confianza en su suprioridad y en la concien−cia de que no habÃ−a lÃ−mites para
tal supremacÃ−a. Sin embargo, el iceberg con que habÃ−a chocado el gran trasatlántico en 1912 también
apareció en la historia, muy en especial en el continente europeo. El choque fue el estallido en el verano de
1914 de la llamada Gran Guerra europea, luego convertida en 1ª Guerra Mundial. Como a la tripulación del
Titanic, a los dirigentes europeos les sorprendió que la guerra estallara, aunque de hecho la habÃ−an estado
preparando de forma más o menos consciente. El inicio de la guerra fue visto asÃ− como un acto de
fatalidad, del que nadie se hacÃ−a plenamente responsable, como llegaron a verbalizar a los pocos dÃ−as del
estallido del conflicto los primeros ministros de Alemania y de Gran Bretaña. El premier británico, Eduard
Grey, lo expresó de forma tan melancólica como premonitoria: “Las luces se están apagando en toda
Europa. No volveremos a verlas alumbrar en lo que nos queda de vida”.
A pesar de la aparente sorpresa, el conflicto bélico no puede decirse que fuera inesperado. Una larga etapa
de juego polÃ−tico entre las principales potencias y, sobre todo, una progresiva disociación entre los
dirigentes polÃ−ticos y la evolución de los diferentes Estados e Imperios europeos explican los
acontecimientos desencadenados a partir de 1914. Que hubiera una guerra entraba, pues, dentro de lo posible
en la Europa de entonces. Lo que no resultaba imaginable era la magnitud de las transformaciones que la
guerra acabarÃ−a por traer. Esta guerra acarreó tales consecuencias que puede considerarse como la partera
del siglo XX, un gran gozne de la historia contemporánea. De hecho, aquÃ− comienza el “corto siglo XX”.
1. En torno a los orÃ−genes de la Primera Guerra Mundial.
A. La paz y la creciente preocupación por la guerra.
En los años previos a 1914 la paz era el marco normal y esperado de la vida europea. Desde 1815
ninguna guerra habÃ−a implicado a todas las potencias europeas. Desde 1871 ninguna potencia europea
habÃ−a −atacado a otra. Sus vÃ−ctimas eran los débiles no europeos, aunque a veces calculaban mal la
fuerza de sus enemigos: los bóers causaron mucho daño a los británicos (1899-1902) y los japoneses
lograron su status de gran potencia derrotando con sorprendente facilidad a Rusia (1904-1905). En el imperio
otomano, la vÃ−ctima potencial más cercana y extensa, la guerra siempre era posible porque diversos
pueblos sometidos intentaban lograr la independencia y luego lucharon entre sÃ− arrastrando a las grandes
potencias. Los Balcanes eran considerados el polvorÃ−n de Europa y fue allÃ− donde esta−lló la guerra
global de 1914. Pero la cuestión oriental era un tema familiar en la diplomacia europea y, aunque habÃ−a
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dado lugar a diversas crisis −durante un siglo e incluso una guerra importante (Crimea, 1854), nunca se
habÃ−a perdido del todo el control.
Desde luego, cabÃ−a la posibilidad de una guerra europea, lo que preocupaba no sólo a los gobiernos y sus
estados mayo−res, sino a la opinión pública. En la década de 1880 Engels ana−lizó la posibilidad de
una guerra mundial y Nietzsche saludó gustoso la creciente militarización de Europa y predijo el estallido
de una guerra que “dirÃ−a sÃ− al bárbaro, incluso al animal salvaje que hay dentro de nosotros”. En la
década de 1890 la creciente preocupación por la guerra condujo a la celebración del Primer Congreso
Mundial de la Paz (el 21º iba a celebrarse en Viena en septiembre de 1914), la concesión del premio Nobel
de la Paz (1897) y la primera Conferencia de la Paz (La Haya, 1899), asÃ− como reuniones internacionales de
escépticos representantes gubernamentales, que declaraban su inquebrantable compromiso con el ideal de
la paz.
En la década de 1900 la gue−rra se hizo más posible y hacia 1910 todos eran conscientes de su
inminencia. Sin embargo, su estallido no se esperaba realmente. Incluso −a finales de julio de 1914, cuan−do
la situación ya era desesperada, los estadistas más belicosos no creÃ−an que estaban iniciando una gue−rra
mundial: se podrÃ−a encontrar alguna solución−, como tantas veces antes. Los enemigos de la guerra
tampoco podÃ−an creer que la catástrofe que habÃ−an pronosticado se cernÃ−a ya sobre ellos. El 29 de
julio, después de que Austria hubiera declarado ya la guerra a Serbia, los lÃ−deres del socialismo
internacional se reunieron, muy inquietos pero convencidos todavÃ−a de que una guerra ge−neral era
imposible, de que se encontrarÃ−a una solución pacÃ−fica a la crisis. Incluso los que apretaron los botones
de la destrucción lo hicieron no porque lo desearan, sino porque no podÃ−an evitarlo, como el emperador
Guillermo que preguntó a sus generales en el último momento si no era posible localizar la guerra en el este
de Europa, suspendiendo el ataque contra Francia y Rusia, a lo que le contestaron que desgraciadamente eso
era total−mente imposible.
AsÃ− pues, entre 1871 y 1914, para la mayorÃ−a de los paÃ−ses occidentales, la guerra en Europa era un
recuerdo histórico o un ejercicio teórico para un fu−turo indeterminado. Si exceptuamos la guerra del Reino
Unido con los bóers, la vida del soldado de una gran potencia era bastante pacÃ−fica. No puede decirse lo
mismo del ejército de la Rusia zarista, que protagonizó serios enfrentamientos contra los turcos en la
década de 1870 y una guerra desastrosa contra los japoneses en 1904-1905; ni del japonés, que luchó,
con éxito, contra China y Rusia. Esa vida pacÃ−fica a la que nos referÃ−amos se refleja en las aventuras
del “valeroso” soldado austrohúngaro Schwejk (inventado por J. Hasek en 1911). Por supuesto, los estados
mayores generales se preparaban para la guerra, creyendo, como siempre, que ésta serÃ−a una versión
más perfecta del último gran conflicto (la guerra franco-prusiana de 1870-1871)−. Pero fueron los civiles
quienes predijeron las terribles transformaciones del arte de la guerra, dado el progreso de la tecnologÃ−a
militar que los generales y algunos almirantes− tardaban en comprender. Fue un financiero judÃ−o, lvan
Bloch, quien en 1898 publicó en Rusia los seis volúmenes de su obra Aspectos técnicos, económicos y
polÃ−ticos de la próxima guerra, que predijo la técnica militar de la guerra de trincheras que lleva−rÃ−a a
un prolongado conflicto de intolerable coste económico y hu−mano. El libro se tradujo rápidamente a
numerosos idiomas, pero no influyó en la planificación militar.
B. El papel de la carrera de armamentos.
Mientras que sólo algunos civiles comprendÃ−an el carácter catas−trófico de la futura guerra, los
gobiernos se lanzaron con entusiasmo a una carrera de nuevos armamentos que les permitiera situarse a la
cabeza. La tecnologÃ−a para matar, en proceso de industrializa−ción, progresó enormemente en la
década de 1880, gracias a la mayor rapidez y potencia de fuego de las armas pequeñas y de la artillerÃ−a,
y a las mejoras en los barcos de guerra, dota−dos de motores de turbina más potentes y de un blindaje más
eficaz y capaces de llevar muchos más caño−nes.
Una consecuencia fue que pre−pararse para la guerra resultó mucho más caro, ya −que los estados
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competÃ−an por no verse relegados respecto a los demás. Esta carre−ra armamentÃ−stica, que comenzó a
finales de la década de 1880, se aceleró hacia 1900 y, en especial, en los últimos años anteriores a la
guerra. En las décadas de 1870 y 1880 los gastos militares británicos se mantuvieron estables per cápita
y en porcentaje del presupuesto total, pero pasaron de 32 millones de libras en 1887 a 44 en 1898-1899 y a
más de 77 en 1913-1914. Fue la armada, el sector de más alta tecnologÃ−a−, la que tuvo el auge más
espectacular: en 1885 su costo fue de 11 millones de libras, cantidad similar a la de 1860, pero en 1913-1914
se habÃ−a cuadruplicado. Mientras tanto, el coste de la armada alemana pasó de 90 millones de marcos
anuales a mediados de la década de 1890 hasta casi 400 millones en 1913-1914. Para financiar tan
importantes gastos fue necesario recurrir a impuestos más altos o a unos préstamos inflacionistas.
Otra consecuencia igualmente evidente fue que la simbiosis entre guerra y producción bélica transformó
las relaciones entre los gobiernos y la industria. El Estado se convir−tió en elemento esencial para algunos
sectores de la industria, pues no era el mercado el que decidÃ−a qué productos tenÃ−a que fabricar la
industria, sino la constante competencia de los gobiernos para conseguir el aprovisionamiento adecuado de las
armas más avanzadas, y por tanto más eficaces. Los gobiernos necesitaban tanto la fabricación de armas
como la capacidad de producirlas para satisfacer las necesidades en caso de guerra, es decir, tenÃ−an que
garantizar que la indus−tria tuviera una capacidad de producción muy superior a las necesi−dades en tiempos
de paz.
AsÃ−, los Estados se veÃ−an obligados a garantizar la existencia de poderosas industrias de
armamento, ha−cerse cargo de gran parte de sus costes de desarrollo técnico y preocuparse de que
produjeran pingües beneficios. En otras palabras, tenÃ−an que proteger a esas industrias de los huracanes
que amenazaban a las empresas capitalistas que navegaban por los mares imprevisibles del libre mercado y la
libre competencia. Desde luego, podÃ−an hacerse cargo directamente de la industria de armamento, pero en
esa época los Estados, o al menos el Estado liberal británico, preferÃ−an establecer acuerdos con las
empresas privadas. En la década de 1880 las industrias de armamento con−seguÃ−an más de 1/3 de sus
pedidos en las fuerzas armadas, en 1890 el 46% y en 1900 el 60%. El gobierno estaba dispuesto a
garantizarles los 2/3 de su producción.
No sorprende, por tanto, que las empresas de armamento se contaran entre los gi−gantes de la industria o se
unieran a ellos: la guerra y la concentra−ción capitalista iban de la mano. En Alemania, Krupp, el rey de
los cañones, tenÃ−a 16.000 empleados en 1873, 24.000 en 1890, 45.000 en 1900 y 70.000 en 1912. La
Britain Armstrong tenÃ−a 12.000 emplea−dos en sus principales factorÃ−as en Newcastle (20.000 en 1914),
sin contar los que traba−jaban en las 1.500 pequeñas fábricas que vivÃ−an de las subcontratas.
ObtenÃ−an extraordinarios beneficios. Al igual que el actual “complejo militar-industrial” de EEUU, estas
gigantescas concentraciones industriales habrÃ−an quedado en nada sin la carrera de armamentos emprendida
por los gobiernos. Por eso resulta tentador hacer a esos “mercaderes de la muerte” (expre−sión popular entre
los que luchaban por la paz) responsables de la “guerra del acero y el oro” (asÃ− llamada por un periodista
bri−tánico). ¿No era lógico que la industria de armamento tratara de acelerar la carrera de armamentos,
inventando, si era preciso, una infe−rioridad que se po−dÃ−a hacer desaparecer con contratos lucrativos?.
Sin embargo, no se puede explicar el estallido de la 1ª G.M. como una conspiración de los fabricantes de
armamento, aun−que desde luego éstos hacÃ−an todo lo posible para convencer a generales y almirantes,
más familiarizados con los desfiles militares que con la ciencia, de que todo se perderÃ−a si no encargaban
la última arma de fuego o el barco de guerra más recien−te. La acumulación de armamento, que alcanzó
propor−ciones temibles desde 1910, hizo, desde luego, que la situación fuera más explosiva. Llegó, sin
duda, un momento, al menos en el verano de 1914, en que la máquina inflexible de movilización de las
fuerzas de la muerte no podÃ−a ser colocada ya en la reserva. Pero lo que impulsó a Europa hacia la gue−rra
no fue la carrera de armamentos en sÃ− misma, sino la situación internacional que lanzó a las potencias a
iniciarla.
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C. El problema de la “responsabilidad” de la guerra.
El debate sobre las causas de la guerra no ha cesado desde agosto de 1914, reviviendo una y otra vez con el
paso de las generaciones y los cambios de la polÃ−tica nacional e internacional. Desde luego, a menudo la
responsabili−dad de una guerra se puede delimitar. Nadie niega que las guerras de expansión imperialista,
como la de Cuba (1898) y la de los bóers, fueron provocadas por EEUU y el Reino Unido, respectivamente.
En todo caso, los gobiernos del siglo XIX, aunque preocupados por su imagen pública, consideraban la
guerra como una contingencia normal de la polÃ−tica internacional y eran lo bastante honestos como para
admi−tir que podÃ−an tomar la iniciativa militar (los Ministerios de la Guerra no usaban el eufemismo de
llamarse Ministerios de Defensa). Ahora bien, es cierto que ningún gobierno de una gran potencia en los
años anteriores a 1914 deseaba una guerra ge−neral europea, ni siquiera− un conflicto militar limitado
con otra gran potencia europea. De hecho, allÃ− donde las ambiciones polÃ−ticas de las grandes potencias
entraban en conflicto directo, es decir, en las zonas ob−jeto de conquista colonial y de reparto, sus pugnas,
incluso las crisis más graves, como las de Marruecos de 1906 y 1911, se solucionaban siempre con un
acuerdo. −En vÃ−speras del estallido de 1914, los conflictos coloniales no parecÃ−an, por tanto, plantear
problemas insolubles para las diferen−tes potencias, lo cual no quiere decir, por supuesto,− que las rivalidades
imperialistas no influyeran en absoluto en el estallido de la 1ª G.M.
Ciertamente, las potencias no eran pacifistas. Se preparaban para una guerra, aunque sus ministros de Asuntos
Exte−riores intentaban evitar lo que todos consideraban una catástrofe. En la década de 1900 ningún
gobierno se planteaba unos objetivos que sólo la guerra o la constante amenaza de guerra podÃ−an alcanzar.
Incluso Alemania (cuyo jefe de Estado Mayor instaba a lanzar un ataque preventivo con−tra Francia cuando
Rusia, aliada de ésta, estaba inmovilizada, en 1904-1905, por la gue−rra y posterior derrota ante Japón, y
por la revolución) sólo aprovechó− la debilidad y el aislamiento momentáneos de Francia para plantear
sus afanes imperialistas sobre Marruecos, tema fácil de ma−nejar y por el que nadie tenÃ−a intención de
iniciar un conflicto serio. Ningún gobierno, ni siquiera los más ambiciosos o irresponsables, deseaban tal
enfrentamiento.
Pero, en un momento da−do, la guerra pareció tan inevitable que algunos gobiernos decidieron que era
preciso elegir el momento más favorable, o el menos inconveniente, para iniciar las hostilida−des. Quizá,
como se ha dicho, Alemania buscaba ese momento desde 1912. Y, desde luego, durante la crisis final de 1914,
precipitada por el asesinato del heredero− austriaco a manos de un estudiante terrorista en una ciudad
marginal de los Balcanes (Sarajevo), Austria sabÃ−a que, al lanzar un ultimátum a Serbia, se arriesgaba a
que estallara un conflicto mundial, y Alemania, con su decisión de apoyar plenamente a su aliada, hizo que
el conflicto fuera seguro. “La balanza se inclina contra nosotros”, afirmó el mi−nistro austriaco de la Guerra
el 7 de julio. ¿No era mejor iniciar la lucha antes de que se inclinara más? Alemania actuó siguiendo el
mismo argumento. Pero, como mostraron los acontecimientos del verano de 1914, la paz, a diferencia de las
crisis anteriores, fue rechazada por todas las potencias, incluso Gran Bretaña, que Alemania esperaba que se
mantuviera neutral. Nin−guna gran potencia hubiera dado el golpe de gracia a la paz, incluso en 1914, sin
estar plenamente convencida de que ésta estaba herida de muerte.
El origen de la 1ª G.M. no hay que buscarlo, por tanto, en un “agresor”, sino en una situación
internacional cada vez más dete−riorada, que escapó al control de los gobier−nos. Poco a poco,
Europa se encontró dividida en dos bloques opuestos de grandes potencias. Esos bloques eran resultado,−
esencialmente, de la aparición en el escenario de un imperio alemán mediante la diplomacia y la gue−rra a
expensas de otros entre 1864 y 1871, y que trataba de protegerse contra su principal perdedor, Fran−cia,
mediante una serie de alianzas, que a su vez desembocaron en otras contra-alianzas. Las alianzas, aunque
implican la posibilidad de guerra, no la hacen inevitable ni probable. De hecho, el canciller alemán
Bismarck, que entre− 1871 y 1890 fue el indiscutible campeón en el juego de la diplomacia multilateral, se
dedicó en exclusiva y con éxito a mantener la paz entre las potencias. El sistema de bloques sólo llegó a
ser un peligro para la paz cuando las alianzas enfrentadas se hicie−ron permanentes, pero sobre todo cuando
las disputas entre los dos bloques se convirtieron en confrontaciones incontrolables. Eso fue lo que ocurrió al
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empezar el siglo XX. El interrogante fundamen−tal es: ¿por qué?.
2. El sistema de alianzas y la división de Europa en bloques.
A. Alemania y la “weltpolitik” (polÃ−tica mundial).
Antes de abordar las dimensiones del conflicto y sus consecuencias, a través de la paz de Versalles,
debemos volver a aquel otro Versalles, el de 1871, cuando en el Salón de los Espejos tiene lugar el solemne
acto fundacional del II Imperio alemán (el conocido como II Reich o Imperio guillermino), después de la
derrota de Francia en la guerra con Prusia en 1870. AllÃ− comienza una nueva fase de la historia europea, con
la conversión de Prusia en una gran potencia, y allÃ− se incuba el ánimo de revancha de Francia, humillada
por las tropas de Helmuth von Moltke y derrotada, como metafóricamente advirtió Ernest Renan, por la
universidad alemana.
La polÃ−tica exterior europea habÃ−a estado basada, desde el siglo XVIII, en la teorÃ−a del “equilibrio” de
las potencias y en la inexistencia de un poder hegemónico, que debÃ−an compartir Gran Bretaña, Francia,
Austria y Rusia. Con el proceso de unificación de Alemania, que simbólicamente se terminó con la
fundación del imperio de Guillermo II bajo la batuta polÃ−tica del canciller Otto von Bismarck, se inaugura
una nueva etapa en la polÃ−tica y la diplomacia europeas. Comienza la preponderancia de Alemania sobre el
continente, que es el hecho esencial del la historia diplomática del mundo de fines del siglo XIX. Alemania
representa la emergencia de Mitteleuropa, de la Europa central, de base germánica, que se sitúa entre los
eslavos del este y los latinos del oeste. Esta ubicación en el centro del continente explica muchos de los
comportamientos de la Alemania contemporánea. El propio canciller Bismarck era consciente de ello,
cuando se referÃ−a a la “pesadilla de las coaliciones” como un constante peligro para Alemania. Pesadilla que
le llevó a luchar durante veinte años para evitar la formación de una tenaza antialemana.
Las consecuencias de esta conversión de Alemania en primera potencia europea se perciben, en el terreno de
las relaciones internacionales, en la defensa del interés nacional como objetivo prioritario. Es la aplicación
de los principios de la realpolitik a la polÃ−tica exterior. La actividad diplomática de Bismarck se
orientará en esta dirección al tratar de buscar sucesivos sistemas de alianzas entre estados que evitasen
coaliciones antialemanas, en especial las ansias del posible revanchismo francés tras las pérdidas
territoriales de Alsacia y Lorena, y que, por tanto, garantizasen un arbitraje polÃ−tico de los posibles
conflictos. El objetivo último era estabilizar Europa en torno a Alemania. El desarrollo de esta estrategia
diplomática desembocó en sucesivas alianzas, que vinculaban a Alemania con otras potencias. En 1873, a
través de la Liga de los Tres Emperadores, la alianza se estableció con Austria-HungrÃ−a y Rusia, para
evitar la unión de los dos Estados recientemente derrotados (Austria y Francia) por Prusia en el proceso de
unificación de Alemania; en 1882, después de varios problemas surgidos en los Balcanes que enfrentaban
a Rusia y Austria, logra firmar la Triple Alianza, con Austria-HungrÃ−a e Italia, pero sin desentenderse
totalmente de la relación con Rusia. Al propio tiempo, otros tratados bilaterales, asÃ− como la presidencia
de congresos internacionales celebrados en BerlÃ−n (1878, cuestión de los Balcanes; 1885, cuestión
colonial), permitÃ−an mantener los ejes básicos de la diplomacia de Bismarck: carácter central de
Alemania en la diplomacia europea, aislamiento de Francia aunque se apoyase su carrera colonial, buenas
relaciones con Inglaterra, que seguÃ−a practicando su polÃ−tica de “espléndido aislamiento” y sostén
del Imperio austro-húngaro en su desplazamiento hacia los Balcanes a costa del Imperio otomano, el
“hombre enfermo” de la Europa del siglo XIX.
Esta orientación de las relaciones internacionales cambió a par−tir de la década de 1890, coincidiendo
con la caÃ−da de Bismarck y la formulación de una nueva estrategia diplomática por parte del emperador
Guillermo II: la “polÃ−tica mundial” o weltpolitik. Para Alemania, el objetivo ya no era aislar a Francia.
Comenzó a desarrollarse una competencia con Gran Bretaña, en un intento de poner en cuestión su
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liderazgo mundial y procurarse un “lugar al sol”, como querÃ−a el canciller Von Bülow. El miedo
británico hacia los productos made in Germany, como expresa una popular obra de 1900, comienza a
hacerse realidad. La creación de una potente marina de guerra y la petición de participar en el reparto de los
territorios coloniales son los mejores exponentes de este cambio de polÃ−tica. Los caminos hacia la guerra
comienzan a ser transitados por las distintas potencias europeas.
La decisión de Alemania de crear una potente flota militar se concreta en la década de 1890 al serle
encomendada al almirante Alfred von Tirpitz la cartera de Marina en 1897. Sus proyectos se asentaron en las
“leyes navales" de 1898 y 1900, que marcan la dirección del expansionismo naval de Alemania. Los gastos
dedicados a la construcción de la flota se cuadruplicaron entre 1890 y 1913 (de 90 millones de marcos se
pasó a 400), de modo que a partir de 1900 fue ya evidente para los británicos que, también en el mar,
estaban siendo retados por los alemanes, los cuales se atrevÃ−an a desafiar a quienes orgullosamente se
habÃ−an definido, en expresión de lord Salisbury, como “peces”. Esta polÃ−tica naval simboliza la
intención de Alemania de convertirse en una potencia mundial, ya que, a juicio del propio káiser, la flota
era el instrumento que permitirÃ−a el desarrollo de la weltpolitik. En vÃ−speras de la guerra, la escuadra
alemana seguÃ−a siendo inferior a la británica, especialmente en la dotación de nuevos acorazados,
botados por primera vez por los británicos en 1906, pero era ya la segunda del continente y además se
habÃ−a roto el viejo principio británico de disponer de una armada que duplicara la de las dos potencias
siguientes, el llamado two powers standard.
B. La Triple Alianza (1882) y el bloque franco-ruso (1892).
En 1880 nadie podÃ−a predecir las alianzas que las potencias iban a tener en 1914. SÃ− era fácil predecir
algunos posibles aliados y enemigos. Alema−nia y Francia estarÃ−an en bandos opuestos, aunque sólo fuera
porque Alemania se habÃ−a anexionado Alsacia y Lorena −tras su victoria de 1871. Tampoco era difÃ−cil
anticipar el man−tenimiento de la alianza entre Alemania y Austria-HungrÃ−a, que Bis−marck habÃ−a
forjado después de 1866, porque el equilibrio interno del nuevo imperio alemán exigÃ−a como elemento
indispensable la perviv−encia del multinacional imperio Habsburgo. Bismarck temÃ−a que, en otra guerra
europea, el nuevo imperio alemán pudiera hacerse pedazos; por ello, siguió una polÃ−tica de paz hasta su
retiro en 1890. Actuó de “agente honrado” en el Congreso de BerlÃ−n (1878) ayudando a resolver la
cuestión oriental, y de nuevo en la Conferencia de BerlÃ−n (1885) para regular los asuntos africanos. Para
aislar a Francia, apartarla de Europa y mantenerla enredada con Inglaterra, Bismarck veÃ−a gustoso la
expansión colonial francesa. Pero no se aventuró: en 1879 firmó una alianza militar con
Austria-HungrÃ−a, a la que Italia se sumó en 1882. AsÃ− se constituyó la Triple Alianza, que en realidad
era una alianza germano-austriaca (Italia se unirÃ−a al bando antialemán en 1915). Entre sus cláusulas
estaba que, si algún aliado se veÃ−a envuelto en una guerra con dos o más potencias, sus socios
acudirÃ−an en su ayuda. Por si acaso, Bismarck firmó también un tratado de "reaseguro" con Rusia; como
Rusia y Austria eran enemigas (a causa de los Balcanes), ser aliado de las dos a la vez requerÃ−a una notable
habilidad diplomática Tras el retiro de Bismarck, su sistema resultaba demasiado complejo o demasiado
poco ingenuo y el acuerdo ruso-alemán fue abandonado.
Era obvio que Austria, inmersa en una conflictiva si−tuación en los Balcanes a causa de sus problemas
multi−nacionales y en posición más difÃ−cil que nunca tras ocupar Bosnia-Herzegovina en 1908, estaba
enfrentada con Rusia en esa re−gión. Los pueblos eslavos del sur se hallaban en parte en la mitad austriaca
del impe−rio Habsburgo (eslovenos), en parte en la mitad húngara (croatas y algunos serbios), y en parte
bajo una administración común (Bosnia-Herzegovina), mientras que el resto formaban pequeños reinos
independientes (Serbia, Bulgaria y el principado de Montenegro) o seguÃ−an bajo el yugo turco (Macedonia).
Aunque Bismarck intentó por todos los medios mantener es−trechas relaciones con Rusia, no era difÃ−cil
prever que, tarde o temprano,− Alemania se verÃ−a obligada a elegir, optando− necesariamente por Viena.
Una vez que Alemania se olvidó de la opción rusa a finales de la década de 1880, era lógico que Rusia
y Francia se aproximaran, firmando el Acuerdo militar franco-ruso de 1892, considerado entonces
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polÃ−ticamente casi imposible. La república francesa representaba todo lo progresista, y el imperio ruso
todo lo reaccionario y autocrático. Pero la ideologÃ−a se dejó a un lado, el capital francés entraba en
Rusia, y el zar se descubrÃ−a ante la Marsellesa. A principios de la década de 1890, dos grupos de
potencias se enfrentaban, pues, en Europa.
Aunque ese hecho aumentó la tensión inter−nacional, no hizo inevitable una guerra europea, porque el
conflicto que separaba a Francia y Alemania (Alsacia-Lorena) no ten−Ã−a interés para Austria, y el que
enfrentaba a Austria y Rusia (el grado de influencia rusa en los Balcanes) no influÃ−a en absoluto en
Alemania (Bismarck consideraba que los Balcanes no valÃ−an la vida de un solo soldado prusiano). Francia
no tenÃ−a serias diferen−cias con Austria, ni tampoco Rusia con Alemania. Por todo ello, las diferencias
entre Francia y Alemania, aunque permanentes, no merecÃ−an una guerra en opinión de la mayorÃ−a de los
franceses y, por otra parte, las existentes entre Austria y Rusia, aunque potencialmente más graves, sólo
surgÃ−an de forma intermitente. Durante un tiempo pareció incluso que esa rÃ−gida división se podÃ−a
suavizar. Alemania, Francia y Rusia cooperaron en la crisis chino-japonesa de 1895. Todos eran
antibritánicos cuando la crisis de Fashoda (1898) y la guerra de los bóers (1899-1902). El káiser
Guillermo II esbozaba una Liga Continental contra la hegemonÃ−a mundial de Gran Bretaña. Mucho
dependÃ−a de lo que hicieran los británicos. Durante mucho tiempo se habÃ−an vanagloriado de un
“espléndido aislamiento”, desdeñando el tipo de dependencia que una alianza implica siempre. Las
relaciones británicas con Francia y Rusia eran malas. De ahÃ− que algunos polÃ−ticos británicos, incluido
Chamberlain, pensaban que debÃ−a buscarse un mejor entendimiento con Alemania. Los argumentos racistas
contribuÃ−an a hacer que británicos y alemanes se considerasen parientes.
Tres hechos con−virtieron este sistema de alianzas en una bomba de relojerÃ−a: una situa−ción internacional
desestabilizada por nuevos proble−mas y ambiciones de las potencias, la lógica de la planificación mili−tar
conjunta, que consolidó el enfrentamiento entre los bloques, y la integración de la quinta gran potencia, el
Reino Unido, en uno de los bloques. Entre 1903 y 1907, y para sorpresa de todos, el Reino Unido se unió al
bando antiale−mán. Para entender mejor el origen de la 1ª G.M. hay que− analizar el nacimiento del
antagonismo angloalemán.
De hecho, no habÃ−a una tradición de en−frentamiento del Reino Unido con Prusia ni parecÃ−a haber
razones per−manentes para ello−. Además, el Reino Unido habÃ−a sido enemigo de Francia en casi todos
los conflictos desde 1688. Aunque ya no era asÃ−, las fricciones entre ambos aumenta−ban, dado que
competÃ−an ahora como potencias impe−rialistas. Las relaciones eran tensas respecto a Egipto, ambicionado
por ambos y− ocupado por los británicos, y el canal de Suez, que habÃ−a sido financiado por los franceses.
En la crisis de Fashoda (1898), cuando sus respectivas tro−pas coloniales se enfrentaron en Sudán, la sangre
estuvo a punto de correr. A menudo los beneficios que obtenÃ−a una de esas dos potencias en el reparto de
Ôfrica los conseguÃ−a a expensas de la otra.
En cuanto a Rusia, los imperios británico y zarista habÃ−an sido adversarios constantes en la llamada
cuestión oriental y en las zonas mal definidas pero muy disputadas del Asia central y occidental que se
ex−tendÃ−an entre la India y los territorios del zar: Afganistán e Irán, sobre todo. La posibilidad de que los
rusos ocuparan Constantinopla y accedieran al Mediterráneo, asÃ− como las perspectivas de expansión
rusa hacia la India constituÃ−an una pesadilla permanente para los ministros de Asuntos Exteriores
británicos. Los dos paÃ−ses habÃ−an luchado en la única gue−rra europea del siglo XIX en la que
participó el Reino Unido (Crimea, 1854-1856) y todavÃ−a en la década de 1870 parecÃ−a muy posible
una guerra ruso-británica.
Dado el modelo de la diplomacia británica, la guerra contra Alemania era una posibilidad muy remota. La
alianza perma−nente con cualquier potencia parecÃ−a incompatible con el mantenimiento del equilibrio de
poder, objetivo fundamen−tal de la polÃ−tica exterior británica. Una alianza con Francia podÃ−a
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considerarse como algo improbable y con Rusia algo casi impensable. Pero lo inverosÃ−mil se hizo realidad:
el Reino Unido estableció un vÃ−nculo permanente con Francia y Rusia contra Alemania, superando todas
las diferencias con Rusia y accediendo incluso a la ocupación rusa de Constantinopla−. ¿Cómo y por
qué se produjo ese sorprendente cambio?.
C. La incorporación de Gran Bretaña: la Triple Entente (1907).
Tanto los jugadores como las reglas del juego de la diplomacia internacional habÃ−an variado. En primer
lugar, el tablero sobre el que se desarrollaba el juego era mucho más amplio. La rivalidad de las potencias,
que antes (excepto en el caso de los británicos) se centraba en Europa y las zonas adyacentes, era ahora
global e imperialista (fuera quedaba el continente americano, destinado a la expan−sión exclusiva de EEUU
a raÃ−z de la doctri−na Monroe). Las disputas internacionales que habÃ−a que resolver− si no se querÃ−a
que degeneraran en guerra, era mucho más probable que surgieran en el Ôfrica occidental y el Congo
(década de 1880), en China (1895-1900), en el Magreb (1906-1911) o en el Imperio otomano (en proceso
de de−sintegración), que en la Europa no balcánica. Ade−más, ahora existÃ−an nuevos jugadores: EEUU
que, si bien evitaba todavÃ−a los conflictos europeos, desarrollaba una polÃ−tica ex−pansionista en el
PacÃ−fico, y Japón. De hecho, la alianza del Reino Unido con Japón (1902) fue el primer paso hacia la
Triple Entente, pues la existencia de esa nueva potencia, que pronto demostrarÃ−a que podÃ−a vencer por las
armas al imperio zarista, disminuyó la amenaza rusa al Reino Unido y fortaleció la posición británica,
posi−bilitando la superación de varios antiguos conflictos ruso−británicos.
En segundo lugar, al surgir una economÃ−a capitalista industrial de dimensión mundial, el juego
internacional pasó a tener objetivos totalmente distintos. Esto no quiere decir que la guerra se convirtiera
entonces en la simple continuación de la competencia económica por otros medios, pues, si bien es cierto
que el desarrollo capitalista y el imperialismo son responsables del deslizamiento incontrolado hacia un
conflicto mundial, no se puede afirmar que muchos capitalistas desearan conscientemente la guerra. Cualquier
estudio imparcial de la prensa de negocios, de la correspondencia privada y comercial de los hombres de
negocios y de sus declaraciones públicas como portavoces de la banca, el comercio y la industria, pone de
relieve que para la mayorÃ−a de ellos la paz internacional constituÃ−a una ventaja. La guerra sólo la
considera−ban aceptable siempre y cuando no interfiriera en el desarrollo nor−mal de los negocios.
En efecto, ¿por qué habrÃ−an deseado los capitalistas (exceptuando, quizá, a los fabricantes de armas)
perturbar la paz internacional, marco esencial de su pros−peridad, ya que todo la red de negocios
interna−cionales y de transacciones financieras dependÃ−a de ella? Evidente−mente, aquellos a quienes la
competencia internacional les favorecÃ−a no tenÃ−an motivo de queja. Y los que se veÃ−an perjudicados
solicitaban protección económica a sus go−biernos, pero eso no equivale a exigir la guerra. Además, el
mayor perdedor potencial, el Reino Unido, rechazó incluso esas peticiones y sus intereses económicos
permanecieron totalmente vinculados a la paz, a pesar de los constantes temores que despertaba la
compe−tencia alemana, expresada con toda crudeza en la década de 1890, y aunque el capital alemán y
norteamericano penetró en el mercado británico.
Sin embargo, es cierto que el desarrollo del capitalismo condujo inevitablemente hacia la rivalidad entre
Estados, la expansión imperialista, el conflicto y la guerra. El mundo económico ya no era un sistema
que giraba en torno a un único sol, el Reino Unido. Si bien las transacciones financieras y comerciales del
mundo pasaban aún por Londres, el Reino Unido habÃ−a dejado de ser el «taller del mundo» y el
mercado de importación más importante, entrando en un declive relativo. Diversas economÃ−as
industriales se enfrentaban entre sÃ−. La rivalidad económica, en esas circunstancias, fue un factor decisivo
de las acciones polÃ−ticas e incluso militares. Su prime−ra consecuencia fue el auge del proteccionismo.
Desde el punto de vista del capital, el apoyo polÃ−tico podÃ−a ser fundamental para eliminar la
com−petencia extranjera y ser también de importancia vital en las zonas del mundo donde competÃ−an las
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empresas nacionales. Desde el punto de vista del Esta−do, la economÃ−a era la base misma del poder
internacional y su medida. Era imposible concebir una “gran potencia” que no fuera a la vez una “gran
economÃ−a”, hecho que ilus−tra el ascenso de EEUU y el relativo debilitamiento del Imperio zarista.
Por otra parte, ¿acaso los cambios producidos en el poder econó−mico, que transformaban
automáticamente el equilibrio de la fuerza polÃ−tica y militar, no habÃ−an de entrañar la redistribución
de los pa−peles en el escenario internacional? AsÃ− se pensaba en Alemania, cuyo extraordinario crecimiento
industrial le otorgó un peso internacional incomparablemente mayor que el que habÃ−a poseÃ−do Prusia.
No es casual que en los cÃ−rculos nacionalistas alemanes del decenio de 1890 la vieja canción patriótica de
La guardia en el Rin, dirigido ex−clusivamente contra los franceses, perdiera terreno frente a las ambi−ciones
universales del Deutschland über Alles, que se convirtió en el himno nacional alemán, aunque todavÃ−a
no de forma oficial.
Esa identificación del poder económico con el polÃ−tico-militar impulsaba, por supuesto, la rivalidad
nacional por conseguir recursos materiales y mercados mundiales y controlar ciertas regiones como Oriente
Medio, donde a menudo coincidÃ−an intereses económicos y estratégicos. Mucho antes de 1914 la
diplomacia del petróleo era ya un factor de primer orden en el Oriente Medio, donde la mejor parte se la
llevaban el Reino Unido y Francia, las compañÃ−as petrolÃ−feras occidentales y un intermediario
arme−nio, Gulbenkian, que obtenÃ−a el 5% de las transacciones. Por su parte, la penetración económica y
estratégica alemana en el imperio otomano preocupaba a los británicos y contribuyó a que TurquÃ−a se
alineara junto a Alemania durante la guerra. Pero lo que hacÃ−a más peligrosa la situación era que, dada la
creciente fusión entre economÃ−a y polÃ−tica, incluso la división pacÃ−fica de áreas en disputa en
«zonas de influencia» no servÃ−a para mantener bajo control la rivalidad internacional. La clave para que
ese con−trol fuera posible consistÃ−a en fijarse objetivos deliberadamente limitados. En tanto en cuanto los
Estados pudieran delimitar con precisión sus objetivos diplomáticos (cierto cambio en las fronteras, un
matrimonio dinástico, o cierta “compensación” por los avances que realizara otro Estado), el cálculo y la
negociación serÃ−an posibles, aunque, naturalmente, ello no excluÃ−a un conflicto militar controlable.
El rasgo tÃ−pico de la acumulación capitalista era, sin embargo, su ausencia de lÃ−mites. Las “fronteras
naturales” de la Standard Oil, del Deutsche Bank, de la De Beers Diamond eran todo el planeta o, más bien,
los lÃ−mites de su propia capacidad de expansión. Fue ese aspecto del nuevo esque−ma de la polÃ−tica
mundial el que desestabilizó la polÃ−tica internacional tradicional. Mientras que la relación de las
potencias europeas entre sÃ− se basaba en el equilibrio y la estabi−lidad, fuera del ámbito europeo incluso
las po−tencias más pacÃ−ficas no dudaban en iniciar una guerra contra los más débiles. Desde luego,
como hemos visto, procuraban que los conflictos coloniales no escaparan a su control; en ningún caso
pre−tendÃ−an provocar un conflicto importante, pero sin duda precipitaban la formación de bloques
internacionales, beligerantes al fin y al cabo.
Lo que llegó a ser el bloque anglo-franco-ruso co−menzó con el “entendimiento cordial” o Entente
Cordiale anglofrancés de 1904, que no era una auténtica alianza (ningún bando decÃ−a lo que harÃ−a
en caso de guerra), sino en esencia un acuerdo imperialista mediante el cual los franceses renunciaban a sus
pretensiones en Egipto a cam−bio de que los británicos apoyaran sus intereses en Marruecos, vÃ−cti−ma en
la que también se habÃ−a fijado Alemania. Todas las potencias sin excepción mostraban una actitud
expansionista y con−quistadora. Incluso el Reino Unido, cuya postura era fundamental−mente defensiva, pues
su problema era el de proteger su dominio global indiscutido frente a los nuevos intrusos, atacó a las
repúblicas surafricanas y no dudó en acariciar el proyecto de repartirse con Alemania las colonias de
Portugal. En el océano glo−bal todos los Estados eran tiburones y eso era algo que todo estadista sabÃ−a.
Lo que hizo que el mundo fuera un lugar aún más peligro−so fue la identificación, asumida de forma
inconsciente, entre el crecimiento económico y el poder polÃ−tico. AsÃ−, en la década de 1890
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Guillermo II− exigió “un lugar al sol” para Alemania. Con esta frase no planteaba una demanda concreta,
sino que formulaba un principio de proporcionalidad: cuanto más poderosa era la economÃ−a de un paÃ−s,
mayor habÃ−a de ser el status internacional de su Estado. En teorÃ−a no habÃ−a lÃ−mites para el status que
se pensaba que habÃ−a que alcanzar. Como reza−ba el eslogan nacionalista: “Hoy Alemania, mañana el
mundo entero”. Ese dinamismo ilimitado podÃ−a expresarse mediante una retórica polÃ−tica, cul−tural o
nacionalista-racista, pero el hecho realmente importante era que una economÃ−a capitalista poderosa
necesitaba imperativamente expandirse−.
En realidad, el peligro no consistÃ−a en que Alemania pretendiera ocupar el lugar del Reino Unido como
potencia mundial, aunque ciertamente la retórica nacionalista alemana adoptó un cariz antibritánico. El
peligro radicaba en que, dado que una potencia mundial necesitaba una arma−da mundial, en 1897 Alemania
comenzó a cons−truir una gran armada, que representaba ya no a los antiguos Estados alemanes, sino a la
nueva Alema−nia unificada, con un cuerpo de oficiales que no representaba a los junkers prusianos, sino a la
nueva nación. El propio almi−rante Tirpitz, adalid de la expansión naval, negó que planeara construir una
flota capaz de derrotar a los británicos, afirmando que le bastaba con poseer una flota lo bastante fuerte
como para obligarles a apoyar los proyectos alemanes a escala mundial, muy en especial, los coloniales.
Además, ¿cabÃ−a esperar acaso que un paÃ−s del fuste de Alemania no tuviera una flota acorde con su
importancia?.
Pero desde el punto de vista británico, la construcción de la flota alemana no suponÃ−a sólo un nuevo
golpe contra su ar−mada, cuyo número de barcos era ya muy inferior al de las flotas unidas de las potencias
enemigas (aunque la unión de esas po−tencias era totalmente inverosÃ−mil), sino que dificultaba incluso su
ob−jetivo más modesto de ser más fuerte que las dos flotas siguientes juntas. A diferencia de las restantes
flotas, las bases de la flota ale−mana estaban todas en el mar del Norte, frente a las costas del Reino Unido. Su
objetivo no podÃ−a ser otro que el conflicto con la armada británica. El Reino Unido consideraba que
Alemania era básicamente una potencia continental y que sus intereses marÃ−timos legÃ−timos eran
claramente secundarios, mientras que el Imperio bri−tánico dependÃ−a por completo de sus rutas
marÃ−timas y habÃ−a dejado los continentes (excepto la India) a los ejércitos de los Es−tados con
vocación terrestre. Aun en el caso de que los barcos de guerra alemanes no hicieran ninguna operación,
inevitablemente inmoviliza-rÃ−an a los barcos británicos y dificultarÃ−an, o incluso imposi−bilitarÃ−an, el
control naval británico sobre unas aguas que eran consi−deradas vitales, como el Mediterráneo, el
océano à ndico y las rutas del Atlántico. Lo que para Alemania era un sÃ−mbolo de su status
in−ternacional y de sus ambiciones globales ilimitadas, para el imperio británico era una cuestión de vida o
muerte.
Las aguas americanas po−dÃ−an dejarse, y asÃ− se hizo en 1901, bajo el control de EEUU, paÃ−s con el que
existÃ−an relaciones amistosas, y las aguas del Lejano Oriente podÃ−an ser controladas por EEUU y Japón,
porque esas dos potencias sólo tenÃ−an intereses regionales que, en cualquier caso, no parecÃ−an
incompatibles con los del Reino Unido. La flota alemana, aunque se mantuviera como una flota regional,
constituÃ−a una amenaza para las islas britá−nicas y para la posición general del imperio británico. El
Reino Unido pretendÃ−a mantener el statu quo, mientras que Alemania deseaba cam−biarlo, inevitablemente,
aunque no intencionadamente, a expensas del Reino Unido. En estas circunstancias, y dada la rivalidad
económica entre las industrias de los dos paÃ−ses, no ha de sorprender que el Reino Unido considerara a
Alemania como el más probable y peli−groso de sus adversarios potenciales. Era lógico que tratara de
apro−ximarse a Francia y también a Rusia, una vez que el peligro ruso habÃ−a quedado reducido por su
derrota a manos de Japón (1905), y ello tanto más cuanto que la derrota de Rusia habÃ−a alterado, por
prime−ra vez, el equilibrio de las potencias en el continente europeo. Alemania se reveló como la fuerza
militar dominante en Europa, al igual que ya era con mucho la más poderosa desde el punto de vista
industrial.
à se es el trasfondo de la sorpren−dente Triple Entente anglo-franco-rusa de 1907. Ese año Reino Unido
y Rusia, los eternos adversarios, establecieron un convenio sobre Persia (Irán): los británicos reconocÃ−an
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una esfera de influencia rusa en el norte y los rusos una británica en el sur y el este. En 1907, pues, la Triple
Alianza se encontraba con una Triple Entente nueva, aunque un tanto imprecisa pues los británicos se
negaban a cualquier compromiso militar formal.
La división de Europa en dos bloques hostiles necesitó casi un cuarto de siglo, desde la formación de la
Triple Alianza (1882) hasta la constitución definitiva de la Triple Entente (1907). à stos, reforzados por
inflexibles proyectos de estrategia y movilización, se hicieron más rÃ−gidos y el continente se deslizó sin
contro−l hacia la guerra, a través de una serie de crisis internacionales que, desde 1905, se solucionaban,
cada vez más, por medio de la ame−naza de la guerra.
3. Hacia la crisis final de 1914.
La consolidación de este sistema de alianzas, que coincide con el fi−nal del reparto del mundo colonial y la
emergencia de nuevos im−perialismos extraeuropeos, supone que todo cambio del statu quo mundial afectaba
directa o indirectamente a varias naciones y hacÃ−a potencialmente peligrosa cualquier acción expansiva o
de ruptura de este sistema. Por eso, las diferentes crisis bélicas y diplomá−ticas que se suceden desde
principios del siglo XX no hacen sino poner a prueba esta polÃ−tica de bloques. Son los caminos que
conducen a la guerra de 1914. Se trata de conflictos y guerras de carácter limitado, pero que obligan a
acuerdos de alcance general. Dos son los focos de tensión principales: el reino de Marruecos y la
penÃ−n−sula de los Balcanes.
A. La desestabilización internacional: Marruecos y los Balcanes.
A partir de 1905 la desestabilización internacional como consecuencia de la nueva oleada de revoluciones
(Rusia y TurquÃ−a) añadió más combustible a un mundo listo ya para estallar en llamas. La revolución
rusa de 1905 incapacitó tem−poralmente al imperio zarista, lo que estimuló a Alemania a plantear sus
reivindicaciones en Marruecos, intimidando a Francia en 1905.
Los alemanes, que ya se sentÃ−an cercados por la alianza de Francia y Rusia, veÃ−an con natural
preocupación la entrada de Gran Bretaña en el campo franco-ruso. La Entente Cordiale se consolidó
realmente cuando el gobierno alemán decidió someterla a prueba, saber hasta dónde estaban dispuestos a
llegar los británicos en apoyo de Francia. Los franceses, ahora con el respaldo británico, estaban tomando
más poderes de vigilancia, más concesiones y más empréstitos en Marruecos. En marzo de 1905
Guillermo II desembarcó de un buque de guerra alemán en Tánger y pronunció una alarmante
alocución en favor de la independencia marroquÃ−. Para todos los diplomáticos aquella representación
cuidadosamente montada era una señal: lo que Alemania intentaba no era mantener a Francia fuera dc
Marruecos, ni siquiera pedir Marruecos para la propia Alemania, sino romper el reciente entendimiento entre
Francia e Inglaterra. Los alemanes forzaron una conferencia internacional en Algeciras, pero ésta (enero de
1906) apoyó las pretensiones francesas en Marruecos, votando sólo Austria con Alemania. El gobierno
alemán habÃ−a creado un incidente y habÃ−a sido desairado. Los británicos, preocupados por la táctica
diplomática alemana, apoyaban a los franceses, cada vez con mayor firmeza. Los oficiales franceses y
británicos del ejército y de la marina comenzaban ahora a discutir planes comunes. El recelo ante
Alemania inclinaba también a los británicos a hacer las paces con Rusia al año siguiente. El propósito
alemán de romper la Entente la hizo, sencillamente, más sólida.
En 1911, se produjo una segunda crisis. Una cañonera alemana arribó a Agadir, en el sur de Marruecos,
“para proteger los intereses alemanes” y conseguir alguna “compensación” −(el Congo francés) por el
inminente establecimiento del “protectorado” francés sobre Marruecos, pero se vio obligada a retirarse ante
la amenaza británica de entrar en guerra apoyando a Francia. La crisis se resolvió dando a Alemania unas
insignificantes concesiones en Ôfrica. Pero Lloyd George, un ministro británico, pronunció un encendido
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discurso sobre la amenaza alemana.
Mientras tanto, una serie de crisis sacudÃ−a los Balcanes. AllÃ−, a comienzos del siglo XX, la situación era
confusa. El imperio turco, en avanzado estado de disolución, conservaba aún una franja de territorio desde
Constantinopla hasta el Adriático. Al sur de aquella franja, se encontraba una Grecia independiente. Al
norte, a orillas del mar Negro, habÃ−a una Bulgaria autónoma y una Rumania independiente. En el centro y
al oeste, estaba el pequeño reino independiente de Serbia, sin salida al mar, colindante con
Bosnia-Herzegovina, que pertenecÃ−a legalmente a TurquÃ−a, pero que habÃ−a sido “ocupada y
administrada” por Austria desde 1878. Dentro del imperio austro-húngaro, lindando con Bosnia por el norte,
estaban Croacia y Eslovenia.
Serbios, bosnios, croatas y eslovenos hablaban, básicamente, la misma lengua, si bien serbios y bosnios
escribÃ−an con el alfabeto oriental o cirÃ−lico, y croatas y eslovenos con el romano u occidental. Con el
auge del nacionalismo eslavo, algunos lÃ−deres e intelectuales desarrollaron la idea de que, en realidad, eran
un solo pueblo, adoptando el nombre de yugoslavos (eslavos del sur). Al formarse la Doble MonarquÃ−a en
1867, los eslavos del imperio Habsburgo quedaron subordinados a los austriacos y a los húngaros. En 1900,
los nacionalistas eslavos más radicales del imperio habÃ−an llegado a la conclusión de que la Doble
MonarquÃ−a nunca les garantizarÃ−a una situación de igualdad y, por tanto, debÃ−a ser destruida,
formando todos los eslavos del sur un Estado independiente. Esto significaba abandonar el imperio y unirse
con Serbia, que se convirtió en el centro de la agitación eslava. Los serbios consideraban su pequeño
reino como la Cerdeña de un risorgimento yugoslavo, el núcleo en torno al que podÃ−a formarse un nuevo
Estado nacional, a costa de Austria-HungrÃ−a, que incluÃ−a a Croacia y Eslovenia y “ocupaba” Bosnia.
Esta mezcla entró en ebullición en 1908 a causa de dos hechos El primero, la revolución de los Jóvenes
Turcos. Obligaron al sultán a restablecer la constitución liberal-parlamentaria de 1876. Demostraron
también que ellos constituÃ−an el freno a la disolución del imperio turco, adoptando medidas para que en
el nuevo parlamento tuviesen asiento los delegados de Bulgaria y de Bosnia. El segundo fue que Rusia,
desbaratada su polÃ−tica exterior en el Lejano Oriente por la guerra con Japón, intervenÃ−a activa-mente en
el escenario balcánico. Rusia como siempre, querÃ−a el control sobre Constantinopla. Austria querÃ−a la
total anexión de Bosnia, que era lo mejor para desalentar ideas pan-yugoslavas. Pero si los Jóvenes Turcos
modernizaban realmente y fortalecÃ−an el imperio otomano, Austria nunca conseguirÃ−a Bosnia, ni los rusos
Constantinopla.
Los ministros de Exteriores ruso y austriaco, en una conferencia (Buchlau, 1908), llegaron a un acuerdo
secreto: convocarÃ−an una conferencia internacional, en la que Rusia apoyarÃ−a la anexión austriaca de
Bosnia, y Austria la apertura de los Estrechos a los barcos de guerra rusos. Austria, sin esperar a ninguna
conferencia, proclamó la anexión de Bosnia. Esto enfureció a los serbios, que consideraban que Bosnia
era suya. Ese mismo año, búlgaros y cretenses rompÃ−an con el imperio turco, Bulgaria declarándose
plenamente independiente, y Creta uniéndose a Grecia. El ministro ruso no pudo llevar a cabo sus planes
respecto a Constantinopla. Sus compañeros de la Triple Entente, Gran Bretaña y Francia, se negaron a
apoyarle; los británicos, en especial, se mostraban evasivos respecto a abrir los Estrechos a la flota rusa. La
proyectada conferencia nunca se convocó. En Rusia, la opinión publica no sabÃ−a nada de la negociación
secreta, sólo que los serbios, los “hermanitos eslavos de Rusia”, habÃ−an sido brutalmente pisoteados por
los austriacos con la anexión de Bosnia. Aquella “primera crisis balcánica” no tardó en desvanecerse. Los
rusos, debilitados por la guerra japonesa y por su reciente revolución de 1905, aceptaron el hecho
consumado austriaco. Rusia protestó, pero se volvió atrás. La influencia austriaca en los Balcanes
parecÃ−a estar en auge. Y el nacionalismo de los eslavos del sur se vio frustrado y enardecido.
En 1911, Italia declaró la guerra a TurquÃ−a, conquistando rápidamente Libia y las islas del Dodecaneso.
Con los turcos asÃ− entorpecidos, Bulgaria, Serbia y Grecia unieron sus fuerzas para su propia guerra contra
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TurquÃ−a, esperando anexionarse territorios balcánicos a los que creÃ−an tener derecho: fue la primera
guerra balcánica (1912). TurquÃ−a no tardó en ser derrotada, pero los búlgaros reclamaron de
Macedonia más de lo que los serbios querÃ−an cederles, de modo que estalló la segunda guerra
balcánica (1913), en la que Serbia, Grecia, Rumania y TurquÃ−a vencieron a Bulgaria. También Albania,
paÃ−s montañoso a orillas del Adriático, básicamente musulmán y quizá el lugar más primitivo de
toda Europa, era motivo de agria discordia. Los serbios ocuparon parte de Albania en las guerras balcánicas,
pero los griegos también reclamaban una parte, y además, en varias ocasiones, habÃ−a sido vagamente
prometida a Italia. Rusia apoyaba la reivindicación serbia. Austria estaba decidida a impedir que los serbios,
mediante la anexión del territorio albanés, accediesen al mar. Un acuerdo de las grandes potencias para
mantener la paz, dio luz a un reino de Albania independiente (1913). Esto confirmó la polÃ−tica austriaca,
mantuvo a Serbia apartada del mar, y suscitó vehementes protestas en Serbia y Rusia. Pero Rusia se echó
atrás de nuevo. Y el expansionismo serbio se vio otra vez frustrado y enardecido.
La tercera crisis balcánica −se precipitó el 28 de junio de 1914 cuando el heredero al trono de Austria, el
archiduque Francisco Fernando, visitaba Sarajevo, la capital de Bosnia, y resultó ser la única fatal. Y fue
fatal, porque antes se habÃ−an producido las otras dos, que dejaron sentimientos de exasperación en Austria,
de desesperación en Serbia y de humillación en Rusia.
B. El papel de las crisis internas de los Estados.
Lo que hizo que la situación resultara aún más explosiva durante esos años fue el hecho de que la
polÃ−tica interna de las grandes po−tencias impulsó su polÃ−tica exterior hacia la zona de peligro.
Como ya vimos, a partir de 1905 los mecanismos polÃ−ticos que permitÃ−an la estabilidad de los
regÃ−menes empe−zaron a tambalearse. Cada vez resultaba más difÃ−cil controlar las movilizaciones de
unos súbditos que estaban con−virtiéndose en ciudadanos democráticos. La polÃ−tica democrática
consti−tuÃ−a un elemento de alto riesgo, incluso en el Reino Unido, donde se tenÃ−a buen cuidado en
mantener en secreto la polÃ−tica exterior. Más peligrosa aún era la polÃ−tica no democrática: las fuerzas
democráticas de la Europa central y occidental fueron incapaces de controlar a los elementos militaristas de
su sociedad y los autócratas abdicaron, no en favor de sus súbdi−tos democráticos leales, sino de sus
irresponsables consejeros milita−res. Y lo que era peor todavÃ−a, los paÃ−ses que tenÃ−an que afrontar
pro−blemas internos insolubles, )no se sentirÃ−an tentados a resolverlos mediante un triunfo en el exterior,
sobre todo cuando sus consejeros militares les decÃ−an que, dado que la gue−rra era segura, ése era el
mejor momento para luchar?
Esto no ocurrÃ−a en el Reino Unido y Francia, a pesar de los pro−blemas que les aquejaban. Quizá era el
caso de Italia, si bien el afán aventurero italiano no podÃ−a desencadenar por sÃ− solo una guerra mundial.
En cuanto a Alemania los histo−riadores siguen debatiendo las consecuencias de su polÃ−tica interna −sobre
su polÃ−tica exterior. Parece claro que, como en las demás potencias, la agitación reaccionaria popular
impulsó la carrera de armamentos, sobre todo la naval. Se ha dicho que la agitación obrera y el avance
electoral socialdemócrata indujo a las clases dirigentes a superar los problemas internos mediante el éxito
en el exterior. La polÃ−tica la decidÃ−an hombres de la vieja clase alta, en la que los intereses del ejército
y la marina, reforzados por los nuevos intereses comerciales, eran muy fuertes. Sin duda, muchos
conservadores pensaban que se necesitaba una guerra para resta−blecer el viejo orden, como habÃ−a ocurrido
en 1864-1871.
à se era el caso de Rusia en la medida en que el zarismo, restaurado tras la revolución de 1905 con
modestas concesiones a la liberalización polÃ−tica, consi−deró que la mejor estrategia para su
revitalización consistÃ−a en ape−lar al nacionalismo ruso y a la gloria militar. Y, ciertamente, de no haber
sido por la lealtad entusiasta de las fuerzas armadas, la situación de 1913-1914 habrÃ−a sido la más
potencialmente revolucionaria entre 1905 y 1917. No obstante, en 1914 Rusia no deseaba la guerra, si bien,
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gracias a la labor de reconstrucción militar de los años anteriores, que tanto temÃ−an los generales
alemanes, ahora sÃ− podÃ−a considerar la posi−bilidad de una guerra.
HabÃ−a, sin embargo, una potencia que no podÃ−a abandonar su presencia en el juego militar:
Austria-HungrÃ−a, desgarrada desde mediados de la década de 1890 por problemas nacionalistas cada
vez más difÃ−−ciles de manejar, entre los que el más recalcitrante y peligroso parecÃ−a ser el de los
eslavos del sur. En primer lugar, porque no sólo planteaban los mismos problemas que otras nacionalidades
del imperio multinacional, organizadas polÃ−−ticamente, que luchaban entre sÃ− por conseguir ventajas, sino
porque la situación se complicaba al pertenecer tanto al gobier−no de Viena, flexible en la cuestión
lingüÃ−stica, como al gobierno de Budapest, decidido a imponer con todo rigor la magiarización. La
agitación de los eslavos del sur en HungrÃ−a no sólo afectó a Austria, sino que agravó las siempre
difÃ−ciles relaciones de las dos mitades del imperio. En segundo lugar, porque el problema de los eslavos no
podÃ−a separarse de la polÃ−tica en los Balcanes y, en realidad, desde 1878 se habÃ−a implicado cada vez
más en ella como consecuencia de la ocupación de Bosnia. Además, existÃ−a ya un Estado independiente
constituido por los eslavos del sur, Serbia (sin mencionar a Montenegro, un pequeño paÃ−s montañoso),
que podÃ−a tentar a los eslavos disiden−tes en el imperio. En tercer lugar, porque el hundimiento del imperio
otomano condenaba prácticamente al imperio de los Habsburgos, a no ser que pudiera demostrar sin ningún
género de duda que era toda−vÃ−a una gran potencia en los Balcanes que nadie podÃ−a molestar.
C. El atentado de Sarajevo y el estallido de la guerra.
La crisis final de 1914 resultó ines−perada y traumática pues la causó un mero incidente en la polÃ−tica
austriaca, que exigÃ−a, según Viena, “dar una lección a Serbia”. El ambiente internacional parecÃ−a
tranquilo; ningún gobierno esperaba un conflicto en junio de 1914; el asesinato de personajes públicos
ocurrÃ−a periódicamente desde hacÃ−a décadas. En principio, a nadie le importaba si−quiera que una
gran potencia lanzara un duro ataque contra un pequeño vecino molesto. Desde entonces se han escrito
cinco mil libros para tratar de explicar cómo Europa se vio inmersa en la guerra poco más de cinco
sema−nas después del incidente de Sarajevo. La respuesta inmediata parece simple: el gobierno austriaco
consultó con cl alemán para ver hasta dónde podÃ−a contar con el apoyo de su aliado. Los alemanes, con
su famoso “cheque en blanco”, animaron a los austriacos a mostrarse firmes. Con aquella seguridad los
austriacos enviaron un drástico ultimátum a Serbia. Los serbios contaban con el apoyo ruso, incluso hasta
llegar a la guerra, considerando que Rusia no podÃ−a ceder de nuevo en una crisis balcánica, por tercera vez
en seis años, sin perder su influencia en la zona definitivamente. Los rusos, a su vez, contaban con Francia;
y ésta, aterrada ante la posibilidad de verse algún dÃ−a sola en una guerra contra Alemania, y decidida a
mantener a Rusia como aliada a toda costa, dio, en efecto, un cheque en blanco a Rusia. Los serbios
rechazaron la actitud crÃ−tica del ultimátum austriaco como una intromisión en la soberanÃ−a serbia, y
Austria, en consecuencia declaró la guerra a Serbia.
Rusia se dispuso a defender a Serbia y luchar contra Austria. Contando con que Alemania ayudarÃ−a a
Austria, Rusia movilizó, imprudentemente, su ejército hacia la frontera alemana, a la vez que hacia la de
Austria. Como la potencia que se adelantase tenÃ−a todas las ventajas de una ofensiva rápida, el gobierno
alemán exigió el fin de la movilización rusa en su frontera, y, al no recibir respuesta, declaró la guerra a
Rusia el 1 de agosto. Convencida de que Francia entrarÃ−a en la guerra al lado de Rusia, Alemania declaró
la guerra a Francia, el 3 de agosto.
En 1914 cualquier enfrentamiento entre los bloques, en el que uno tuviera que ceder, los situaba al borde de la
guerra. Su−perado cierto punto era imposible detener la movilización− militar, sin la cual un enfrentamiento
no serÃ−a “creÃ−ble”.− En 1914 cualquier incidente, incluso el acto de un estudiante terrorista en un rincón
olvidado de Europa, podÃ−a provocar ese enfrentamiento, si una potencia atada al sistema de bloques
decidÃ−a tomárselo en serio. AsÃ− estalló la guerra.
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En resumen, las crisis internacionales y las crisis internas se unieron en los años previos a 1914. Rusia,
amenazada por una nueva revolución social; Austria, con el peligro de desintegración de un imperio que ya
no podÃ−a controlar polÃ−tica−mente; incluso Alemania, polarizada −por sus divisiones polÃ−ticas; todos
dirigieron la mirada a los militares y sus soluciones. Incluso Francia, con una población renuente a financiar
un rearme masivo (era más fácil ampliar a tres años el servicio militar obligatorio), eligió en 1913 un
presidente que apeló a la venganza contra Alema−nia y jugó con la idea de la guerra, haciéndose eco de
la opinión de los generales que, con trágico optimismo, abandonaron la estrategia defensiva por la
perspectiva de lanzar una ofensiva a través del Rin. Los británicos preferÃ−an los barcos de guerra: la
flota era siempre popular, una gloria nacional aceptable para los liberales como protectora del comercio, con
más atrac−tivo polÃ−tico que las reformas militares. Muy pocos, ni siquiera los polÃ−ticos, comprendÃ−an
que los planes de una guerra con−junta con Francia implicaban poseer un ejército masivo y, desde luego, el
servicio militar obligatorio, y sólo se pensaba en operaciones nava−les y en una guerra comercial. Pero
aunque el Gobierno británico se mostró partidario de la paz hasta el último momento, no podÃ−a
plantearse la posibilidad de permanecer al margen de la guerra. La invasión de Bélgica por parte de
Alemania, preparada desde hacÃ−a tiempo conforme a−l plan Schlieffen, dio a Londres una afortunada
justificación moral a efectos diplomáticos y militares.
D. La reacción de los pueblos ante la llamada a las armas.
¿Cómo reaccionarÃ−a la población ante una guerra que iba a ser masiva, pues todos los paÃ−ses, menos
el Reino Unido, se preparaban para lu−char con grandes ejércitos−?. En 1914 los gobiernos creyeron que el
patriotismo permitirÃ−a superar en parte la resistencia y la falta de co−operación. Y acertaron. La
oposición liberal, humanitaria y religiosa prácticamente desapareció, si bien casi ningún gobierno
es−taba dispuesto a aceptar la negativa al servicio militar por motivos de conciencia. Los movimientos
obreros rechazaban el militarismo y la guerra y en 1907 la 2ª Internacional se habÃ−a comprometido a
organizar una huelga general internacional contra la guerra, pero los polÃ−ticos no tomaron en serio estas
amenazas, aunque un derechista asesinó al socialista francés Jean Jaurés poco antes de estallar la
guerra, cuando intentaba desesperadamente salvar la paz. Los principales partidos socialistas estaban en
contra de la huelga, pocos la consideraban viable, y, en todo caso, como reconocÃ−a Jaurés, “una vez que
la guerra ha estallado, no podemos hacer nada más”. La disi−dencia nacionalista tampoco fue inicialmente
importante−. En definitiva, la llamada de los gobiernos a las armas no encontró una resistencia eficaz.
Pero tanto los gobiernos como los enemigos de la guerra se vie−ron sorprendidos por el extraordinario
entusiasmo patriótico con que sus pueblos se lanzaron a un conflicto en el que al menos 20 millones de
ellos resultarÃ−an muertos y heridos. Las autoridades francesas habÃ−an calculado entre un 5 y un 13% de
desertores, pero sólo el 1,5% desertó en 1914. En Reino Unido, paÃ−s donde más fuerte era la oposición
a la guerra, profundamente arraigada tanto en la tradición liberal como en la laborista, hubo 750.000
voluntarios en las 8 primeras semanas y un millón más en los 8 meses siguientes. Como se esperaba, a los
alema−nes no se les ocurrió desobedecer las órdenes. En Austria el pueblo se vio sacudido por una oleada
de patriotismo y también para− las nacionalidades la guerra apareció como una especie de liberación.
Incluso en Rusia, donde se esperaba un millón de desertores, sólo unos pocos de los 15 millones llama−dos
a las armas desertaron. Las masas avanzaron tras las banderas de sus Estados respectivos y abandonaron a los
lÃ−deres que se oponÃ−an a la guerra. Fueron muy pocos los que manifestaron esa oposición, al menos en
público. En 1914, los pue−blos de Europa acudie−ron alegremente a matar y morir.−
A liberales y pacifistas como Bertrand Russell no les cabÃ−a en la cabeza que incluso colegas académicos
antaño vagamente neutrales abrazasen la causa de la guerra con gran pasión. El patriotismo se habÃ−a
impuesto, como reconocÃ−a el propio Russell en un artÃ−culo publicado el 15 de agos−to de 1914 en el
periódico inglés Nation: “Un mes atrás, Europa era un acuerdo pacÃ−fico entre naciones; si un inglés
mataba a un alemán, iba a la horca. Ahora, si un inglés mata a un alemán, o si un alemán mata a un
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inglés, es un patriota que ha servido bien a su paÃ−s”.
En cierta forma, la llegada de la gue−rra se vio como una liberación y un alivio, especialmente por los
jóvenes de las clases medias, aunque también por los trabajadores y menos por los campesinos. Como una
tormenta, purificó el aire. Sig−nificó el fin de las frivolidades de la sociedad burguesa, del aburrido
gradualismo del perfeccionamiento decimonó−nico, de la tranquilidad y el orden pacÃ−fico que era la
utopÃ−a liberal para el siglo XX.
La idea de que la guerra ponÃ−a fin a una época fue quizá más− fuerte en el mundo polÃ−tico, aunque
muy pocos eran tan conscientes como Nietzsche de que se iniciaba una “era de guerras monstruosas,
levantamientos y explosio−nes”, incluso muy pocas personas de iz−quierda, como Lenin, ponÃ−an en ella
al−guna esperanza. Para los socialistas, la guerra era una catástrofe doble: un movimiento dedicado al
internacionalismo y a la paz se vio sumido en la impo−tencia, y la oleada de unión nacional y patriotismo
bajo las clases dirigentes recorrió, aunque fuera por poco tiempo, las filas de los partidos e incluso del
proletariado con conciencia de clase. Entre los viejos estadistas alguno comprendió que todo habÃ−a
cambiado.
Esto es lo que rodeó al perÃ−odo anterior a 1914 del hálito retrospectivo de nostalgia, una época dorada
de orden y paz, de perspectivas sin problemas. La preocupación fundamental del historiador que estudia el
perÃ−odo anterior al momento en que las luces se apagaron debe ser la de comprender y mostrar cómo la era
de paz, de civiliza−ción burguesa confiada, de riqueza creciente y de formación de unos imperios
occidentales llevaba en su seno inevitablemente el embrión de la era de guerra, revolución y crisis que le
puso fin.
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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 12
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