“Cinco panes y dos pescados” (Lc 9,13) Homilía en la solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo Catedral de Mar del Plata, 1º de junio de 2013 Queridos hermanos: I. La indigencia del hombre y el poder de Cristo “No tenemos más que cinco panes y dos pescados” (Lc 9,13). Tal es la respuesta de los discípulos ante el pedido de Jesús de alimentar a la multitud que los seguía en un lugar desierto (cf. Lc 9,12). Se trata de la confesión de una impotencia humana, que dará la oportunidad para que Jesús manifieste la omnipotencia divina mediante el signo portentoso de la multiplicación de los panes. Desde el principio, la Iglesia ha entendido en este milagro del Señor, un signo que prefiguraba el pan eucarístico que Él nos dejaría como alimento para nuestra peregrinación terrena y como memorial perpetuo de su sacrificio redentor. El mismo Cristo así nos lo ha explicado al referirse a este acontecimiento en el sermón sobre el Pan de Vida, contenido en el capítulo 6 del Evangelio de San Juan. “No tenemos más que cinco panes y dos pescados”. La evidencia que tenían los apóstoles ante la multitud que seguía a Jesús los preocupaba “porque eran alrededor de cinco mil hombres” (Lc 9,14) y ya caía la tarde (cf. Lc 9,12). Sabemos cómo procedió Jesús. Lo imposible para los hombres, lo volvió posible Él. Los apóstoles sólo pueden reconocer su incapacidad, expresar la necesidad de que Jesús hiciera algo. Hoy como ayer, tanto en la vida privada como en la social, en nuestros proyectos apostólicos como en nuestras propias necesidades espirituales, Jesús espera que nos dirijamos a Él mostrándole la desproporción entre lo que tenemos y lo que necesitamos: “No tenemos más que cinco panes y dos pescados”. Jesús intervendrá, pero pidiendo a los apóstoles que colaboren, que aporten lo poco que tienen, que organicen al pueblo y distribuyan el pan. Esto mismo nos lo sigue pidiendo a quienes somos sus sucesores. Pero también en su medida, lo pide a toda la Iglesia y a cada bautizado. Esta prefiguración de la Eucaristía, nos está enseñando que el amor salvador de Cristo es omnipotente y que la Iglesia está llamada a colaborar con Él en el ejercicio de la misericordia. II. Presencia real y unidad de la Iglesia En este admirable sacramento, no sólo recordamos la Última Cena, sino que al cumplir la orden del Señor: “hagan esto en memoria mía” (1Cor 11,24.25), hacemos presente lo que acontecería poco después: la entrega redentora de Cristo, su muerte y su resurrección. Así nos lo afirma el Apóstol: “Siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva” (1Cor 11,26). Así también lo entendemos y cantamos en la liturgia, cuando después de la consagración del pan y del vino manifestamos nuestra convicción con la fuerza de nuestra fe: “Anunciamos tu muerte, Señor, y proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas”. La celebración de la Eucaristía en la fiesta del Corpus Christi, nos hace tomar conciencia, más que ninguna otra celebración, de nuestra unidad como Iglesia entendida como Cuerpo de Cristo. Como enseña San Pablo: “Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1Cor 10,17). La solemnidad del santísimo Cuerpo de Cristo, entregado por nosotros, y de su preciosísima Sangre derramada por nuestra redención, es la ocasión privilegiada para entender que la Eucaristía y la Iglesia están unidas por un vínculo tan profundo que las vuelve inseparables. El misterio de la Iglesia no se constituye en su plenitud sin la Eucaristía, y la Eucaristía no se realiza ni se entiende si no es en la Iglesia y por la Iglesia. Por eso afirmamos con acierto que “la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia”. Porque como enseña el Concilio Vaticano II, en este augusto sacramento la unidad del Pueblo de Dios queda significada y maravillosamente realizada (LG 11), y mediante él “la Iglesia vive y crece continuamente” (LG 26). III. Papa Francisco: adoración eucarística y amor a los pobres Estas breves reflexiones pueden servir de marco de comprensión para dos intenciones que el Papa Francisco ha asignado como materia para la oración y la contemplación en esta fiesta del Corpus Christi. La primera de ellas dice así: “Por la Iglesia, extendida en todo el mundo y hoy, en señal de unidad, recogida en la adoración de la Santísima Eucaristía”. En esta intención del Papa, destacamos las palabras Iglesia-unidad-Eucaristía y adoración. Los elementos consagrados y convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo son para nosotros objeto de adoración, más allá del tiempo de la Misa. Puesto que el alimento eucarístico no es una realidad física de asimilación automática, sino la presencia real y sustancial de una persona, la comunión sacramental sólo desplegará en nosotros sus efectos transformadores de la vida, en la medida de nuestra buena disposición para recibirlo. Esta buena disposición es una comunión espiritual que se produce en la vida de fe, en la escucha y meditación de la Palabra de Dios que ilumina y salva, y de modo especial en la adoración del Santísimo Sacramento, que prolonga y prepara la comunión sacramental. Por eso, el Papa continúa: “Que el Señor la haga (a la Iglesia) cada vez más obediente a la escucha de su Palabra para presentarse ante el mundo siempre «más hermosa, sin mancha, ni arruga, sino santa e inmaculada». Que a través de su fiel anuncio, la Palabra que salva resuene aún como portadora de misericordia y haga que el amor se redoble para dar un sentido pleno al dolor y al sufrimiento, devolviendo alegría y serenidad”. En íntima conexión con la anterior, nuestro Papa formula una segunda intención, teniendo ahora más directamente en cuenta a aquellos rostros en los cuales la Iglesia debe aprender a descubrir el rostro doliente de Cristo crucificado. No podríamos vivir en coherencia con la Eucaristía que ofrecemos y la Comunión que recibimos, si no percibiéramos el compromiso que este sacramento nos hace contraer a favor de los 2 pobres y los más desprotegidos. Así lo enseña en forma expresa el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf Mt 25,40)” (CCE 1397). Las palabras del Papa Francisco nos hacen recordar el rico y abundante magisterio de los Papas anteriores acerca de la vinculación entre la Eucaristía y el amor social, y están redactadas de este modo: “Por aquellos que en los diversos lugares del mundo viven el sufrimiento de nuevas esclavitudes y son víctimas de la guerra, de la trata de personas, del narcotráfico y del trabajo “esclavo”; por los niños y las mujeres que padecen todas las formas de la violencia. ¡Que su grito silencioso de ayuda encuentre a la Iglesia vigilante para que, teniendo la mirada puesta en Cristo crucificado no se olvide de tantos hermanos y hermanas dejados a merced de la violencia! Por todos aquellos que, además, se encuentran en la precariedad económica, sobre todo los desempleados, los ancianos, los inmigrantes, los que carecen de hogar, los presos y cuantos experimentan la marginación. ¡Que la oración de la Iglesia y su cercanía activa les dé consuelo y ayuda en la esperanza, y fuerza y audacia en la defensa de la dignidad de la persona!”. IV. En el Año de la Fe: Eucaristía y misión Queridos hermanos, en el “Año de la Fe” nos hemos propuesto llevar a cabo en toda la diócesis un programa de misión. Para toda la Iglesia la misión es su razón de ser. Todas nuestras estructuras de gobierno y nuestras instituciones se orientan a este único objetivo: dar a conocer a Jesucristo y hacerlo amar como el único y verdadero Salvador de los hombres. Lo mismo que los Apóstoles podemos pensar: “No tenemos más que cinco panes y dos pescados”. Pero la Eucaristía es nuestra fuerza y ha sido el alimento de los peregrinos y fortaleza de los mártires. Por ser el sacramento que hace presente el misterio pascual de Cristo, centro de nuestra fe, la Eucaristía está íntimamente vinculada con la misión de la Iglesia. Esto es lo que anunciamos y proclamamos. De aquí sacamos fuerzas para nuestra misión. Hacia esta cumbre se dirigen nuestros esfuerzos; de esta fuente bebemos la gracia del Espíritu Santo; de aquí manan las energías apostólicas de la Iglesia misionera. Revitalizamos nuestra fe, saliendo en misión, comunicándola a los demás. Como enseña la Iglesia y lo aprendemos en la experiencia, ¡la fe se fortalece dándola! Al contemplar con frecuencia el contenido de este sacramento, descubrimos maravillados que la Eucaristía es el aporte más importante y necesario, más propio y específico, que la Iglesia hace a la sociedad. Concluyo pidiendo la intervención de ustedes en vibrante respuesta: “Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar. ¡Sea por siempre bendito y alabado!” + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3