Ser corrupto en Cataluña tiene sus ventajas Mientras nuestro mundo funcione con dinero habrá corrupción vinculada a su posesión. En Barcelona, Madrid, Berlín. Nueva York, Moscú o Yaundé. Con dinero se adquieren bienes y posiciones de privilegio. La hay a pequeña y a gran escala. En multitud de actividades profesionales. La de político, incluida, claro. Las personas caen en actuaciones corruptas a cambio de dinero y sexo o para ascender en la escala social. Unas acciones corruptas son más repulsivas y despreciables que otras. No se puede poner en el mismo saco al ciudadano que cobra irregularmente una prestación social de 200 euros que el que pacta una comisión de un millón de euros a cambio de una concesión urbanística. Y, en ocasiones, hay corruptos que disimulan sus tropelías mezclándolas con justificaciones políticas, ideológicas o identitarias. En Catalunya algo de eso. Más bien, mucho. El “no sabía que fuese ilegal” que aducen en otros lares, se ha sustituido demasiadas veces por “lo hice por Catalunya”. El pasado 25 de julio, el que fuera presidente de la Generalitat durante 23 años, Jordi Pujol, entonó un mea culpa a medias sobre esa cuestión. Todo arranca de los años sesenta, cuando Pujol impulsó la creación de Banca Catalana, una entidad pensada para potenciar el tejido industrial y económico catalán y la popularidad y el acceso y el uso de enormes cantidades de dinero por parte de su promotor. Evidentemente, Pujol no inventó la corrupción en Catalunya. Ya dije que dinero y corrupción andan bien acompasados desde tiempos inmemoriales. Pero el gestor principal de Banca Catalana le dio un sesgo especial. Hacía y deshacía con el dinero de esa entidad como le placía. Y muchos aplaudían sus decisiones, ya que financiaba iniciativas diversas, sobretodo siempre que llevasen la marca catalanista bien arraigada. Aunque también financió fianzas de presos políticos de izquierdas con los que no compartía principios ideológicos. Técnicamente y legalmente era discutible que esas acciones fuesen aceptables, pero los opositores al franquismo –en plena vitalidad en aquellos momentoslas veían incluso como una muestra de valentía. Siempre se creyó que Pujol no se aprovechó de su posición de privilegio para beneficiarse personalmente. Creencia que se desmoronó el citado 25 de julio, cuando confesó que durante 34 años (incluidos los 23 en que presidió la Generalitat) había depositado parte de su fortuna en una cuenta suiza. Sin conocimiento de Hacienda, claro está. Además, al pasar a la presidencia de la Generalitat, no supo distinguir entre la gestión de un banco privado y una administración pública. Siguió creyendo que sus ideales justificaban el uso irregular del dinero a su disposición. Pero ahora ya no gestionaba el dinero de los accionistas o depositantes de Banca Catalana sino el de los impuestos de los ciudadanos. Los “suyos” ya no era la comunidad anti-franquista de los años sesenta, setenta y ochenta, sino los miembros y simpatizantes de su opción política, basada en el nacionalismo. Demasiado frecuentemente, los “suyos” pasaron a ser los integrantes del que se llamó “sector de los negocios” de Convergencia Democrática, y, peor aún, los miembros de su propia familia sanguínea. Durante mucho tiempo fue un secreto mal disimulado que algunos hijos del presidente de la Generalitat e, incluso, su propia mujer se saltaban a la torera las normas y circuitos legales necesarios para obtener contratos con la Administración. Los medios de comunicación no era muy proclives a profundizar en esas denuncias, temerosos de ser etiquetados de anti-catalanes o de perder las jugosas subvenciones que les suministraba el gobierno de la Generalitat. Fue lo que se bautizó como la “omertà” catalana, que ha durado hasta nuestros días y que no está superada totalmente, ni mucho menos. Recriminar a la esposa del presidente que repartiera las plantas y ornamentos vegetales de su empresa por numerosos departamentos de la administración catalana o que sus hijos obtuvieran jugosos emolumentos y contratos del Gobierno que presidía era soslayado con el argumento de que se trataba de intentos de socavar el nacionalismo y la causa catalanista. Haber salido muy bien librado de la querella que le planteó la Fiscalía General del Estado por su gestión de Banca Catalana, gracias a un uso masivo de esa argumentación, le debió convencer de que debía insistir en esa línea. A su sombra, algunos consejeros y altos cargos convergentes se creyeron habilitados para actuar de igual modo. La bola se fue haciendo más grande y entre unos medios de comunicación poco propensos en general a controlar la gestión gubernamental y una judicatura temerosa de ser tachada de anticatalana, el sector de los negocios de CDC y la familia presidencial fueron hinchando sus bolsillos. Hasta que la avaricia rompió el saco. Las cuentas corrientes en Suiza desbordaban de dinero mientras el primogénito de Pujol, también llamado Jordi, descuidó las mínimas prevenciones en sus operaciones económicas poco edificantes. Solo faltó que se dedicará a coleccionar y exhibir automóviles de alta gama, como si de un dictador tercermundista se tratara. Así y todo, esa acumulación de bienes, en parte obtenidos por la buena relación con la Administración que gobernara el patriarca Pujol durante casi un cuarto de siglo, hubiera aún tenido un cierto recorrido si no hubiera mediado su sorprendente confesión. Aun no están claras las razones del porqué confesó que compaginó sus proclamas a la moral y la ética desde el balcón de la sede del gobierno catalán, con el disfrute de una cuenta corriente millonaria de dinero negro en Suiza. La bandera catalana ya no le sirve para disimular ese delito, por más prescrito que esté. Esa bandera en la que durante años se han envuelto tantos para restar importancia a sus actos corruptos. La cuestión que se plantea ahora es si la nueva bandera que exhiben muchos de quienes utilizaron la señera de forma mezquina –la estelada- les sirva para el mismo objetivo. Quienes creen de verdad en la necesidad y acierto de proclamar la independencia de Cataluña harían bien de fijarse en quien y porqué blande la nueva bandera a su lado. No sea que cambiemos de bandera pero continuemos atrapados por una corrupción que, en Cataluña, en los últimos años, ha salido demasiadas veces más barata, que en el resto de España y del mundo. Siscu Baiges, es periodista, ha escrito dos libros de gran relevancia sobre los temas referidos en este artículo: "Banca Catalana, más que una banca, más que una crisis" y "Jordi Pujol, historia de una obsesión".