LA UNIVERSIDAD Por un nuevo humanismo Jubileo de los docentes universitarios La Persona Humana: genealogía, biología, biografía La persona Meta privilegiada de la Psicología. SER PERSONA Un camino desde la dependencia hacia la oblatividad Lic. Mónica Eiras Profesora Asistente Universidad Católica Argentina Bs. As. SER PERSONA Un camino desde la dependencia hacia la oblatividad Resumen El desarrollo humano implica un interjuego entre el individuo y su ambiente. Desde su nacimiento recibe las influencias que le facilitarán o no su proceso de crecimiento psicológico y espiritual. Los aportes de la psicología abren un camino para la comprensión de los procesos que subyacen al desarrollo del potencial personal. Los conceptos de empatía e internalización transmutadora utilizados por H. Kohut y lo descripto por D. Stern como percepción amodal, afectos de la vitalidad y entonamiento afectivo constituyen el basamento psicológico necesario para pemitir la adquisición y el ejercicio de una escala de valores que dé forma al proyecto de vida de cada ser humano. Confirmar al individuo en su valor, ayudarlo a conocer sus talentos y habilidades para que pueda fijarse metas realistas para su desarrollo es una función del ambiente familiar. Pero el empuje de las sanas ambiciones no es suficiente para ponerlo en movimiento. Requiere de la presencia de valores e ideales que funcionen como un imán que genere la atracción. Presentar el modelo idealizable germen de este polo de ideales es tarea del ambiente humano que lo rodea desde su nacimiento. Desde el nacimiento hasta la muerte los humanos necesitan del sustento empático de su ambiente. Serán los otros los que lo sostengan en su indefensión y se constituyan en el modelo de “como poder ser” para adquirir la capacidad de valerse por sí mismo, sentirse valioso y con derecho a su propia existencia, digno de ser amado y capaz de “amar al otro como a sí mismo”. Y también es posible que “los otros humanos como él” puedan abrir las puertas al llamado a un desarrollo posterior que le permita “amar a los otros hasta dar la vida por el hermano” . Introducción El desarrollo humano implica un interjuego entre el individuo y su ambiente. Desde su nacimiento hasta la muerte recibe las influencias que le facilitarán, o no, su proceso de crecimiento psicológico y espiritual. En “La restauración del sí mismo”, Heinz Kohut (1980) expresa: “El niño que ha de sobrevivir psicológicamente nace a un medio humano capaz de proporcionar una respuesta empática... su sí mismo incipiente “espera” ... un medio empático capaz de responder a sus necesidades y deseos psicológicos”. “La respuesta de un ambiente suficientemente empático funcionaría como nutriente, estímulo y modelo del desarrollo”(Battaglia-Eiras 1996). El bebé humano nace en un estado de indefensión, para sobrevivir requiere del cuidado que el ambiente que lo rodea pueda brindarle. Viene al mundo con un bagaje hereditario, que puede haber sido modificado, en parte, por circunstancias acaecidas en su vida intrauterina y/o durante el parto. Ese potencial constitucional marca lo que ese bebé es en germen, pero para que pueda desplegarse y así llegar a ser el que puede ser necesita del estímulo y sustento que un ambiente humano propicio le brinde. Cuidado, estímulo, protección son palabras que remiten a lo que un bebé necesita de sus cuidadores. Sus necesidades básicas, tanto biológicas como psicológicas requieren de la asistencia que su ambiente familiar le proporciona. Ese bebé que, tras el parto, es puesto en brazos de sus progenitores es alguien nuevo y distinto en quien han depositado sueños y expectativas. El recién llegado será “mirado” desde esas fantasías y esperanzas que sus padres han tejido sobre él. En una relación paterno filial sin interferencias patológicas severas, las reales características del bebé serán reconocidas y aceptadas pero, aún así, las representaciones del hijo soñado de algún modo dejarán su impronta, convirtiéndolo en el “hijo de esos padres”. Contrariamente a la imagen del recién nacido como una “tabla rasa”, en la que el ambiente inscribiría las características deseadas, el bebé que se presenta a sus padres es un individuo que desde muy temprano interactúa con ellos, posee un bagaje de señales que le permite requerir de su ambiente la atención a sus necesidades. De la comprensión de esas señales que emite el infante dependerá la adecuada respuesta que se le brinde. La empatía, esa “capacidad humana de poder vivenciar con el otro, experimentando, aunque de modo atenuado, lo que él siente, para luego comprender qué le sucede y qué necesita, que implica una fusión parcial y reversible con el otro “referida a la totalidad de su self”, reconociéndolo y reconociéndose como personas distintas” (Battaglia – Eiras, l996) es el “lector universal” que permite el acceso a la interioridad de las personas. A través de esta introspección vicaria los padres comprenden lo que su hijo necesita y así pueden convertirse en los que lo sustenten y estimulen en el desarrollo de su persona. La respuesta que los padres y el ambiente familiar dan a los requerimientos del infante incluye un aspecto de reconocimiento que lo confirma en lo que es, lo devela y le permite conocerse en lo que es y en lo que puede ser. Desde esta mirada de los padres que le dice “Así eres y así nos agradas”, el niño se descubre a sí mismo en lo que es y en lo que puede ser. Se descubre como ser humano valioso y con derecho a la existencia. Las fallas crónicas del ambiente familiar como dador de una respuesta especular suficientemente empática se constituirá en un impedimento para el logro del sentimiento de seguridad en sí mismo. Del interjuego entre la necesidad de ser reconocido exhibida a través de actitudes de autoafirmación y la respuesta del ambiente con un nivel de fallas óptimo, deviene una sana autoestima, el entusiasmo para emprender los proyectos de vida y la confirmación del derecho a llevarlos a buen término (éxito). Así también es en esta interrelación entre el exhibicionismo grandioso (acorde a la edad) del niño y la respuesta especular de su ambiente, que las ambiciones se van atemperando deviniendo en metas realistas, acordes con el verdadero potencial del infante. La sana ambición constituye un motor cuyo empuje lo lanza en pos de concretar sus propias potencialidades. (Polo de las ambiciones) Pero tener conocimiento de lo que se es y ambicionar desplegar las potencialidades descubiertas no es suficiente. El niño necesita contar con un modelo altamente valorizado (Idealizado) que, con su actitud tierna y respetuosa, le permita fusionarse con él y así participar de su poderío, de esa sabiduría que tiene y que, al mismo tiempo le muestre como él, el niño, puede llegar a ser. La respuesta empática del ambiente desde su función como objeto altamente valorizado que calma, sostiene y satisface las necesidades físicas, psicológicas y espirituales del infante funciona como un modelo organizador y neutralizador del potencial que su respuesta especular a descubierto. A lo largo del desarrollo este modelo idealizado va a brindar el material a partir del cual el niño podrá adquirir una escala de valores. Heinz Kohut se refiere a este proceso como al establecimiento de un polo de ideales. Las fallas crónicas en la respuesta del ambiente a la necesidad humana de contar con modelos idealizados que le permitan participar de su poderío, tendrán como consecuencia un debilitamiento de las metas ideales que deberían guiarlo en la concreción de los proyectos vitales. La ambición sana y realista proporciona el empuje para ser y los ideales ofrecen el modelo de cómo ser. Ambiciones e ideales. Empuje y atracción que pone en movimiento una corriente continua de acción que, a partir de un sector intermedio de talentos y habilidades, permiten que se desenvuelva el propio proyecto de vida. Algunos procesos psicológicos que subyacen al desarrollo humano La importancia del ambiente como facilitador del desarrollo físico, psíquico y espiritual del ser humano es evidente. Para acercarnos a una mayor comprensión del modo en que esta influencia se ejerce me parecen enriquecedores los aportes de Heinz Kohut, tanto el concepto de internalización transmutadora como la importancia que le otorga a la empatía, y los conceptos de Daniel Stern: percepción amodal, afectos de la vitalidad y entonamiento afectivo. Entendemos por internalización transmutadora el proceso por el cual el individuo incorpora a su propia estructura psíquica las funciones que hasta ese momento de su proceso madurativo eran desempeñadas por su ambiente familiar. Este hacer propio lo que hasta entonces era ajeno implica varios momentos. Uno, prolongado en el tiempo, en el cual la respuesta empática del ambiente ha nutrido al infante con modelos de acción referidos a la función que, por falta de la maduración requerida, aun no podía desempeñar por sí mismo. Durante ese tiempo el niño acumulará y conservará en su memoria esos modelos de acción. Cuando ha alcanzado la madurez suficiente y, contando con el estímulo de los padres que lo tratarán “como la persona en la que se convertirá”, podrá hacer uso de lo modelos interiores apoyándose en la presencia real de sus progenitores. Con posterioridad la función quedará asimilada en la propia estructura psíquica y el niño podrá, en las circunstancias habituales, utilizarla para satisfacer por sí mismo sus necesidades independientemente de la presencia real de sus padres. Este proceso de lenta internalización que transmuta los modelos externos en funciones y estructuras de la propia psique, tiene lugar a partir de la inevitable falibilidad humana que somete al individuo a las fallas óptimas en la respuesta empática de sus cuidadores que, de desilusión en desilusión (obviamente no traumáticas) lo van llevando a recurrir a los modelos que se han ido acumulando en su memoria y así pasará de “necesito que lo hagan por mí”, a “lo hago como mamá lo hace” y luego a “yo lo hago así” aun en ausencia de aquellos que fueron sus modelos. De un modo similar el niño puede adquirir un conocimiento de sí mismo. Reflejado por los otros se descubre en el tú. Ese tú que con su modo de ser y actuar presenta el modelo de humanización, con su aceptación, rechazo o indiferencia irá develando los talentos, habilidades y virtudes que el infante tiene en potencia y le permitirá adquirir una imagen de sí mismo. Hablamos de desilusiones óptimas, de modelos que se incorporan, de estructura psíquica que se forma pero ¿cómo?, ¿qué procesos le permiten al niño captar lo que el otro es? , y ¿a partir de qué procesos es posible la experiencia de compartir los estados afectivos?. Una respuesta a estos interrogantes se encuentra en la empatía esa capacidad a partir de la cual los humanos nos encontramos en nuestra humanidad. Pero el cómo sigue sin ser respondido. Es aquí donde los conceptos de Percepción amodal, Afectos de la Vitalidad y Entonamiento afectivo descriptos por Daniel Stern nos brindan un sustento teórico para acercarnos a una mayor comprensión del tema. “Los infantes parecen tener una capacidad general innata, que puede denominarse percepción amodal, para tomar información recibida en una modalidad sensorial y de algún modo traducirla a otra modalidad sensorial. No sabemos cómo lo hacen. ... Los infantes parecen experimentar un mundo de unidad perceptual, en el que perciben cualidades amodales en cualquier modalidad de cualquier forma de la conducta expresiva humana, representan abstractamente esas cualidades, y después las trasponen a otras modalidades. ... Estas representaciones abstractas no son sensaciones visuales, auditivas o táctiles, ni objetos nombrables, sino más bien formas, intensidades y pautas temporales: las cualidades más “globales” de la experiencia” (Stern 1991). La percepción amodal le permitiría al niño vivenciar desde muy pequeño, ya desde sus primeros dos meses de vida algunas cualidades de las personas como la forma, la intensidad, el ritmo etc. Los afectos de la vitalidad hacen referencia a los estados energéticos que constantemente acompañan todas y cada una de las experiencias de los seres vivos y que se manifiestan a través de “perfiles de activación” según sea la intensidad y la frecuencia que la descarga de energía vital adquiere. Para referirse a esos estados afectivos se utilizan términos dinámicos que procuran expresar las variaciones en el fluir de la energía vital. Así diremos, por ejemplo, que un niño ha tenido un sueño “agitado”, o que estamos “agotados” etc. Los afectos de la vitalidad acompañan a los ya conocidos afectos: alegría, tristeza, enojo, sorpresa etc. los cuales son fácilmente reconocibles por presentar una expresión facial característica, común a todos los seres humanos, pero al mismo tiempo tienen esa cualidad energética que nos hace decir que alguien “estalló en llanto”. Estos estados afectivo-energéticos que se expresan como fluctuaciones en la intensidad y la frecuencia del devenir de la energía de vida pueden ser captados muy tempranamente por los infantes gracias a su modo de percibir amodal. Poder captar los afectos de las otras personas no es suficiente para sentir que es posible compartir estados interiores, es necesario contar con algún modo de transmisión que confirme que se están compartiendo estados afectivos. El concepto de entonamiento de los afectos permite explicitar el modo en que esta transmisión es posible. “El entonamiento de los afectos consiste en la ejecución de conductas que expresan el carácter del sentimiento de un estado afectivo compartido, sin imitar la expresión conductual exacta del estado interior” (Stern-1991). Cuando una mamá, jugando con su bebé canturrea siguiendo el ritmo y la intensidad de los movimientos de su bebé estará compartiendo con él ese tono vital que el niño experimenta, del mismo modo en que en una orquesta un violín y un clarinete pueden tocar la misma melodía sin confundirse así la madre entonara a dúo con su bebé el mismo estado afectivo subyacente pero con una conducta diversa, esto le permitirá al niño sentirse acompañado sin confundirse con la madre, ellos son los dos miembros de un par que comparten la misma melodía. La posibilidad de desentonar aparece bajo dos formas: el desentonamiento de afinación, en el cual el estado afectivo captado es expresado con ligeras variaciones de intensidad y/o frecuencia, cuya finalidad es regular los estados interiores del bebé. Y el desentonamiento verdadero, que es aquel donde no existe apareamiento con el estado afectivo del bebé y por lo tanto lo deja sin la compañía humana que necesita. Entonamiento y empatía no son sinónimos, comparten el proceso inicial de resonancia emocional pero mientras que la empatía deviene en un conocimiento que puede llevar a una respuesta, “el entonamiento toma la experiencia de la resonancia emocional y automáticamente la refunde en otra forma de expresión...es, una forma distinta de transacción afectiva”, (Stern, 1991). Los aportes de D. Stern y H. Kohut nos brindan un substrato teórico que explique el modo en que la personalidad de los padres, cuidadores y personas relevantes del ambiente influyen en la formación de la estructura de personalidad del niño. Los conceptos de percepción amodal y afectos de la vitalidad nos permitirían dar cuenta de los mecanismos subyacentes al primer momento (resonancia afectiva) de la empatía. La importancia de la función empática como “lector universal” de la interioridad del otro en el proceso de internalización transmutadora es clara, cuando la captación empática se mantiene dentro de un nivel de fallas óptimas, el estímulo, el sostén y el nutriente psicológico que se necesita para desplegar aquello que está inscripto en la dotación natural es brindado y la respuesta empática del ambiente no se hace demasiado evidente. Pero cuando el ambiente que rodea al niño falla de manera crónica en su función sustentadora y estimuladora del desarrollo, éste se verá interferido y la insuficiencia de una respuesta empáticamente adecuada aparecerá claramente visible. El concepto de entonamiento da cuenta del modo en que el niño se siente inmerso en un ambiente humano que lo, acompaña, o no, en su interioridad. En comunión con él, ayudado a mantener sus estados afectivos dentro de un grado de intensidad que no le sea traumático o psicológicamente sólo. Por otro lado, la posibilidad del niño de captar amodalmente los afectos de la vitalidad de sus cuidadores, le permiten reaccionar no a lo que el otro es en apariencia sino a lo que es interiormente. Parafraseando a Sacha Nacht, “el niño reacciona primero a lo que las personas son, luego a lo que hacen y en último término a lo que dicen”. La internalización transmutadora de los modelos parentales, partiendo del potencial constitucional del niño, le posibilitará el llegar a ser “astilla del mismo palo” La influencia del ambiente en el que se desarrolla un niño es evidente. Cuanto más pequeños y necesitados del sostén de los adultos sean, mayor será el peligro de que, en un medio patógeno, lo que ellos son potencialmente quede sepultado bajo una apariencia construída a partir de aquello que son intimamente las personas relevantes de su ambiente o de lo que ellos esperan de él. Se podría decir que entonará la melodía oculta bajo las apariencias del hacer y el decir. Un niño que crece en un grupo familiar que le brinda una respuesta suficientemente empática podrá adquirir, a medida que su maduración se lo permita, una estructura psíquica que paulatinamente le permitirá salir del estado de dependencia (adecuada a cada edad), y hacerse cargo de sí mismo, conquistando su propia autonomía, reconociéndose valioso y capaz de construir un proyecto de vida que exprese tanto su verdadero potencial como sus ideales. Los logros del infante son paulatinos, se sustentan en su progresiva maduración y se desenvuelven siguiendo un proceso de tres niveles: 1. En un primer momento el ambiente familiar desempeña la función o funciones que él no puede realizar, brindándole el modelo a imitar y reflejándolo como alguien que podrá hacerlo por sí mismo. 2. Posteriormente podrá ejercer las funciones o funciones que le permitan satisfacer sus necesidades. 3. Luego de ser capaz de ocuparse de sí mismo de modo autónomo estará en condiciones de ponerse en el lugar del otro comprenderlo en sus necesidades de modo similar a como él se comprende e incluso prestarle la ayuda que requiera. Podrá tratar a las demás personas como a sí mismo. Si aplicamos este proceso de tres niveles a la capacidad de amar en el sentido que Cristo le da nos encontramos con la necesidad de brindarle a los demás el tiempo necesario para que siendo amados puedan aprender a amarse a sí mismos y recién a partir de ese logro estará en condiciones de amar a los otros como a sí mismo. Esta capacidad de amar al otro como a uno mismo es el basamento psicológico para el salto que implica responder al llamado hacia un desarrollo espiritual superior. Un llamado a amar hasta dar la vida por el hermano. Siempre me ha fascinado la paciencia de Cristo con sus discípulos, a lo largo de los años de su predicación los fue nutriendo con su palabra y con su ejemplo. Les enseñó primero que debían amar al prójimo como a sí mismos. Solamente al final de su camino, cuando estaba a punto de enfrentar su Pasión les pidió que se amaran como El los había amado, Hasta dar la vida . La función de los padres y educadores se parece a la de San Juan Bautista: “allanar los caminos del Señor” y para ello “antes que pedir hay que dar”, nutrir y sostener al individuo en crecimiento hasta que se encuentre en condiciones de dar fruto y cuando esto suceda brindarle el estímulo que necesite para seguir progresando.