EL PAPEL DEL ALUMNADO DE SECUNDARIA EN LA CONSTRUCCIÓN DE LOS CONOCIMIENTOS Javier Marrero Acosta * Esta colaboración pone de manifiesto como la incapacidad para atender la diversidad y la variedad de necesidades del alumnado, los desajustas organizativos y las rupturas entre los distintos niveles o la escasa relación entre las materias y el profesorado impiden al alumnado de secundaria reconstruir y reelaborar un conocimiento que le permita alcanzar un mayor grado de comprensión de su realidad. ¿Construcción del conocimiento, eso qué es? Así respondió un adolescente cuando le preguntaron cuál era su papel en el aprendizaje y qué oportunidades tenía de construir su propio conocimiento en la escuela secundaria. Tal vez algún profesor o profesora de la ESO considere ofensiva la respuesta. Sobre todo después de haberse preparado, con denodado esfuerzo, la penúltima convocatoria a la condición de catedrático de bachillerato en la que la doctrina del constructivismo, sin duda, formaba parte esencial de su temario. Sea como fuere, tengo la impresión que los adolescentes tienen muy poco margen para la reelaboración del conocimiento en esta escuela secundaria. Ésta es la tesis que pretendo desarrollar en este artículo. Y ello por tres motivos esenciales: en una sociedad posmoderna inserta en una economía mundializada, globalizada, integrada en redes de comunicación universales, la escuela puede ser incapaz de responder a la diversidad y variedad de necesidades del alumnado, especialmente del adolescente. En segundo lugar, la secundaria como etapa de transición combina procesos de progresión y de regresión que se traducen en desajustes en la organización dél aprendizaje convirtiendo en traumático el intento de transitar entre niveles. En tercer lugar, el conocimiento que se oferta generalmente está poco y mal organizado, se vuelve más y más pesado a medida que se avanza en el túnel del bachillerato en donde sólo queda tiempo para repetir, y poco que construir. Escuela secundaria y sociedad postmoderna División del trabajo, migración, multiplicación de mercados, explosión de comunicaciones son algunos rasgos que definen la sociedad postmoderna. Como afirma Giddens (1994) “la postmodernidad significa al menos algo de lo siguiente: que hemos descubierto que nada puede saberse con certeza que la historia está desprovista de teleología... y que se presenta una nueva agenda social y política..,” Como afirma Apple (1995), “lo que ocurre en el interior de las escuelas no es resultado de un proceso anónimo y neutral”. La política configura la vida cotidiana de las escuelas. Prueba de ello es la incidencia que el conservadurismo está teniendo en la vida escolar. La presión conformadora de las organizaciones educativas y el surgimiento del mercado educativo con las políticas neoliberales delimitan las coordenadas culturales en las que la escuela secundaria busca su identidad (Angulo, 1995). En un marco que presenta constricciones y exigencias, los jóvenes se preparan para desempeñar roles adultos. Ello implica procesos complejos de negociación del significado de esos roles, así como estrategias grupales y personales en donde optar supone “llegar a ser”. Procesos en los que los adolescentes, entre otras cosas, construyen su identidad. Una identidad que no sólo es escolar sino social y personal. La situación se complica si atendemos al origen social del alumnado. Para un alumno de “clase media” la opción por la escuela, casi sin duda, resultará armónica con los valores de su familia y las opciones de sus pares. Para un alumno de “clase obrera”, por el contrario, es probable que represente una ruptura con unos y otros, si bien no es en modo alguno imprescindible. Sin embargo, no hay por qué considerar el rechazo de la escuela como “la opción negativa”. También puede verse, y quizá con mayor razón, como una opción positiva por asumir la propia identidad de clase, por la dignidad y sobriedad del trabajo frente a la artificialidad y los recovecos de la carrera, por una red de solidaridades que ya existen y que no se quieren romper. En definitiva, por estar y seguir estando con una gente con la que se comparten unos valores, un sentido del humor, unas formas de comportamiento, etc. Los hijos de la burguesía escapan; los otros fracasan. Esta racionalidad anti-escuela no es privativa de la clase obrera tradicional, sino que se da en otras clases sociales. Tales actitudes pueden considerarse como una respuesta racional de los adolescentes a la devaluación de los títulos escolares. Esto resulta coherente con la evidencia empírica de que la rebelión abierta en la clase es mucho más frecuente entre estudiantes que no creen en la movilidad social, es decir, en que el conformismo de hoy les vaya a proporcionar mejores oportunidades mañana (Willis, 1981). “De hecho, las primeras evaluaciones de la Educación Secundaria se comportan como mejores predictores de las evaluaciones finales de ésta etapa que las evaluaciones precedentes a la entrada a ese nivel” (Gimeno Sacristán, 1995:18). Salvo para una restringida minoría que tiene asegurada desde la cuna las mejores y más felices oportunidades en la vida, para la mayoría de los adolescentes se trata de un período de incertidumbre y perplejidad. Para los primeros, el único problema de esta adolescencia socialmente construida es su duración cada vez mayor, el tiempo que media entre el desarrollo pleno de las facultades físicas e intelectuales y la asunción definitiva de un papel social. Para los segundos, la mayoría, es el período de grandes opciones, voluntarias o no, que determinarán la dirección y la calidad de vida adulta. Esto significa estar expuesto a la presencia al menos ideal de todas las opciones, cuando al mismo tiempo sólo se tiene una gama de oportunidades limitada. El éxito y fracaso escolares son los primeros anuncios de la suerte que le espera a cada cual, aunque no los últimos. Lo que confirma la idea de que la finalidad básica de la escuela, la mayoría de las veces y más allá de la retórica oficial, es el control social de la juventud cuando no puede ser asegurado por su incorporación plena a las instituciones de la vida adulta. En consecuencia, la escuela no sólo no es una institución esencial en la distribución de oportunidades sociales para la vida adulta, sino que desempeña nefastas funciones de división, control, represión, etc., también, aunque no siempre, para los adolescentes. Sin embargo, ello no quiere decir que la oferta escolar no deba ser igualitaria, ni que desaparezcan las escuelas, o que se disminuya el período de obligatoriedad de la misma. Muy al contrario, la escuela secundaria se enfrenta al reto de prolongar la escolarización obligatoria garantizando un acceso equilibrado a la cultura común básica, esto es, una formación intelectual sólida y fundamentada para todos los ciudadanos. Aunque no admitamos la igualdad de oportunidades dentro de una estructura social desigual como meta, ni la relevancia de la escuela como supuesto instrumento clave sea de la igualdad social o de la mera igualdad de oportunidades, debemos admitir dos cosas: que la escuela, poco eficaz para abrir las puertas, lo es, en cambio, para cerrarlas; y que el acceso a la escuela es o puede ser un bien en sí mismo, un consumo deseable. La escuela, al fin y al cabo, es un espacio social colectivo que hace posible la organización y la iniciativa solidarias, al igual que el trabajo asalariado y al contrario que el invertebrado y privatizado espacio urbano o el mercado. Los jóvenes escolarizados tienen cierta capacidad de respuesta, los jóvenes parados virtualmente ninguna. El intervalo perdido La resistencia a someterse al control de la escuela no se manifiesta solamente, en relación con la actividad escolar, en formas negativas como el abandono, absentismo o la escasa dedicación. Lo hace también en la forma de una pugna entre estudiantes y profesorado en torno a la organización de la actividad en las aulas. Prueba de ello es la existencia, en todo grupo de clase, de un subgrupo para el que la escuela es un lugar donde divertirse con los amigos, con frecuencia a costa de otros alumnos o del profesorado. 0 bien el constante tira y afloja por el que se negocia algún punto intermedio entre lo que el profesor quiere que los alumnos hagan y lo que éstos están dispuestos a hacer. Lo extracurricular gana, lo académico pierde. La respuesta a esta situación por parte de la escuela no se hace esperar: se abren paso en las actividades extracurriculares elementos característicos de la cultura adolescente -música “pop”,el rock, discusión sobre el sexo, etc.-; el profesorado responde rebajando y trivializando el contenido de la enseñanza más académica; el alumnado suele recibir continuamente, en la interacción cotidiana con el profesorado mensajes sobre la propia incapacidad. Así, mientras para unos la relación pedagógica es una ocasión de lucimiento y una fuente de autovaloración positiva y popularidad entre los demás, para otros se convierte en un pequeño o gran calvario. Esta tensión permanente entre éxito y fracaso que se vive en la escolarización durante la adolescencia provoca, la mayor parte de las veces, la reacción de rebelarse, de una o de otra forma, contra una institución descalificante. Entre los suspendidos, los que sufren el retraso escolar, los que son etiquetados como incapaces de un modo del otro, aumentan considerablemente las probabilidades de abandono, absentismo y otras formas de rebelión pasiva, así como las del simple desinterés (Fernández Enguita, 1989). Y es que la escuela es el lugar en donde la división entre el débil y el poderoso está claramente trazada, en donde las cosas, a menudo, no suceden porque los estudiantes así lo quieran, sino porque ha llegado el momento de que ocurran (Jackson, 1991). Hay que entender que estamos en una etapa de transición en la que los elementos de paso, habitualmente considerados de segundo orden, cobran su protagonismo acentuando las presiones externas procedentes de los extremos superior e inferior del sistema educativo. ¿Qué cambia al pasar de primaria a secundaria. No sólo cambia el centro, sino las relaciones personales, las materias incre- mentan su dificultad, las expectativas de la familia, mayor independencia personal... Cambian en definitiva las culturas juveniles (Delamont y Galton, 1986). Desde el punto de vista curricular también hay cambios evidentes en el paso a la secundaria. A la parcelación de la relación pedagógica hay que añadir sistemas de trabajo multifacéticos, la prominencia del contenido frente al sujeto -cuanto más tiempo permanece el alumno en el sistema más protagonismo pierde en el proceso de aprendizaje, se va alterando del sujeto al contenido-, una mayor especialización del tiempo -se taylorizan más-, una progresiva desterritorialización escolar del tiempo y del espacio escolar más centrado en la actividad de enseñanza y desplazando el aprendizaje a las tareas para casa, una perdida de referentes globales, sustituyendo por evaluación como control el deficiente conocimiento del alumnado. En definitiva de un currículum más integrado a un currículum en mosaico (Gimeno Sacristán, 1995) en el que resaltan más las fronteras entre los conocimientos. El alumnado, ante un currículum especializado, tiene pocas oportunidades para construir el conocimiento, a no ser que en el futuro pueda darse un cambio en el clima del centro, del trabajo del profesorado y de las condiciones de elaboración del saber en los centros. El conocimiento, repartido en compartimentos estancos, se convierte, en las coordenadas de la enseñanza secundaria, en un arma arrojadiza para mantener el control social del adolescente. No resulta fácil al adolescente asumir que lo importante muchas veces en la escuela no es lo que hacemos, sino lo que los otros piensan que realizamos. La adaptación a la vida escolar requiere, en general pero también para los adolescentes, acostumbrarse a vivir bajo la condición constante de que sus palabras y acciones sean evaluadas por otros. Ahora bien, esta oferta de conocimientos que se le ofrecen al adolescente le servirán de muy poco si no se desarrollan con los procedimientos y métodos pedagógicos adecuados. El adolescente se encuentra en muchas ocasiones atrapado entre el pupitre y la pizarra. Algunos “virtuosos de la tiza” consiguen que una hora de clase llegue a ser un verdadero calvario. La “pérdida de nivel”, la “egebeización del bachillerato”, la “falta de madurez del alumnado”, son frases que se oyen habitualmente para justificar la incapacidad del profesorado, y en consecuencia de la institución escolar para hacer frente a la diversidad (Yus, 1995). El mundo del profesorado y el del alumnado en la enseñanza secundaria difieren significativamente. No han encontrado el intervado perdido. Buena parte de los conflictos que se plantean son fruto de la confrontación entre estos dos mundos que no se entienden demasiado bien. Por ello ni las posturas de exigencia intransigente ni las paternalistas son una manera adecuada de entender las relaciones interactivas en el aula y en el centro. Las posturas exigentes y duras aunque son valoradas, las encuentran demasiado distantes. La postura con la que se sienten más a gusto es la que siendo exigente es, al tiempo, razonada. Es la que suele corresponder con aquellos profesores que defienden su rol de forma clara pero asequible al alumnado. Muchos adolescentes tienen la impresión de que el profesorado “pasa” de ellos. No dudan de que saben la materia pero no aprecian ningún interés por cómo están los estudiantes, qué les pasa, o si les entienden o no (Hernández y Sancho, 1993). Esto crea un ambiente muy peculiar, muy diferente al de la enseñanza primaria. Resulta habitual en la enseñanza secundaria que los intereses emergentes del alumnado ya no sean tenidos en cuenta ni para el contenido ni para el método de su aprendizaje. Por eso se afirma que la secundaria de hoy es el resultado de la combinación entre un contenido y unos métodos que sólo se pueden soportar con la vista puesta en recompensas que vendrán después. Quizá estemos ante una situación más parecida a la que describen Obiols y Di Segni, “de todos modos, con interés en el tema o sin él, con buena relación con el docente o con indiferencia hacia él, lo cierto es que la cortina musical de la clase es el ruido. Inexorablemente aparece ruido. Ruido que interfiere para que el mensaje del docente llegue al alumnado, o bien para que las palabras de un alumno sean recibidos por otro, el simple y cotidiano ruido que se produce por el cuchicheo. Como si tuvieran el walkman puesto, los adolescentes parecen considerar que ese ruido de fondo no debería alterar para nada el desarrollo de la clase. Pero dentro de ese marco, el discurso del docente queda “deconstruído” ya sea porque tal situación afecta su capacidad para mantener la ilación de sus ideas o bien porque la llegado del mensaje está constantemente interceptada y sólo se captan frases sueltas que luego se articulan como se puede” (0biols y Di Segni, 1992:95). ¿Construcción o deconstrucción del conocimiento? ¿Qué condiciones facilitan la construcción del conocimiento en el contexto de la secundaria? Para crear en el aula el traspaso de competencias y conocimientos del profesorado al alumnado es imprescindible crear un espacio de conocimiento compartido donde las nuevas posiciones de la cultura académica vayan siendo reinterpretadas e incorporadas a los esquemas de pensamiento experiencial previos del propio estudiante. Un espacio donde las preconcepciones experienciales del mismo, al ser activadas, manifiesten sus deficiencias en contraste con las proposiciones de la cultura académica ante la pretensión de interpretar la realidad y proponer formas de intervención. Así, en un proceso de transmisión continua, el estudiante incorpora la cultura pública al reinterpretarla personalmente y reconstruye sus esquemas y preconcepciones al incorporar nuevas herramientas intelectuales de análisis y propuesta. El reto es recuperar el sentido global de una escolarización obligatoria, más igualitaria, bien informada y en la que profesorado y alumnado se encuentren a gusto. Dos condiciones se requieren para que tenga este proceso de reconstrucción del pensamiento del alumno o de la alumna: a) partir de la cultura experiencial del estudiante; y b) crear en el aula un espacio de conocimiento y acción compartidos (Edwards y Mercer, 1988). El adolescente reclama una educación en la que se le tenga más en cuenta, en la que el diálogo sea posible, el conocimiento impartido sea global y no sólo especializado, que la atención colectiva se vea correspondida con la necesaria atención individualizada, etc. Por eso se insiste en la necesidad de propiciar métodos y estrategias que faciliten la reconstrucción del conocimiento en el alumnado más que la reproducción del mismo, procedimientos participativos más que solamente individualizados. Potenciar los intercambios con fuentes diversas de información y organización del conocimiento, dar más énfasis a la actividad del alumnado que a la del profesorado en el proceso de aprendizaje, es la vía para facilitar la construcción del conocimiento escolar. En las condiciones actuales parece que la secundaria tiende a propiciar la deconstrucción del sujeto por la vía de la reproducción del objeto. Todo aprendizaje relevante es en el fondo un proceso de diálogo con la realidad social y cultural o con la realidad imaginada. En la escuela se aprende una cultura socialmente seleccionada y la interacción con la misma será productiva y relevante, desde el punto de vista educativo, cuando el estudiante se introduzca en un proceso de diálogo creador con la misma, aceptando y cuestionando, rechazando y asumiendo. Este diálogo creador requiere una comunidad democrática de aprendizaje, abierta al contraste y a la participación real de los miembros que la componen, hasta el punto de aceptar que se cuestione su propia razón, las normas que rigen los intercambios y el propio diseño del currículum. A cambio de unos conocimientos, la escuela exige control sobre sus alumnos, particularmente sobre su conducta (Willis, 1981). La experiencia cotidiana de la escuela en la adolescencia está surcada por pequeños y grandes conflictos sobre la forma de vestir, sobre si los jóvenes pueden fumar o no, sobre el consumo de drogas o alcohol, sobre las relaciones entre los sexos, sobre el lenguaje debido o indebido, etc. Ante este tipo de situaciones los conflictos se dirimen por referencia a criterios y normas de obediencia al profesorado o reducción al mejor argumento disponible. El mismo contexto instructivo no está exento de controles: los estudiantes deben ser puntuales, ocupar los sitios que se les asignan, estar callados y quietos, realizar las actividades que se les ordenan, estudiar sólo lo que se les dice y preguntar cuando se les permite. Para los adolescentes la escolarización representa un proceso de enculturación, de inmersión en la cultura del conocimiento público que, aún reconociendo sus limitaciones y efectos perversos, supone, de hecho, un notable avance en dirección a una escuela más abierta, libre y democrática (Peréz Gómez, 1994). El aula y la escuela solamente serán un espacio de cultura viva cuando los alumnos participen en un sistema de comunicación donde puedan decidir y poseer un real influencia sobre el flujo de los acontecimientos en cada momento. Los alumnos aprenden democracia viviendo y construyendo realmente su comunidad democrática de aprendizaje y de vida. Aprenden a pensar y actuar utilizando la cultura pública para transformar su propio pensamiento y sus hábitos de comportamiento, construyendo realidad y elaborando cultura a su vez. Referencias Angulo, F. (1995): El neoliberalismo o el surgimiento del mercado educativo, Kikirikí, 35, 25-33 Apple, M. (1995): Programas conservadores posibilidades progresistas, Kikirikí, 35, 34-41. Delamont, S. Y Galton, M. (1986): Inside the secondary classroom, Londres, Routledge and Kegan Paul. Edward y Mercer, (1988): El conocimiento compartido, Barcelona, Paidós. Fernández Enguita, M. (1995): Yo no soy eso que tú te imaginas, Cuadernos de Pedagogía, 238, 35-38. Giddens, A. (1994): Consecuencias de la modernidad, Madrid, Alianza Editorial. Gimeno Sacristán, J. (1995): La transición de la Primaria a la Secundaria, Cuadernos de Pedagogía, 235, 14-20. Hernández, F. y Sancho, J. (1993): Para enseñar no basta con saber la asignatura, Madrid, Paidás Jackson, Ph. (1991): La vida en las aulas, Madrid, Morata. Obiols, G. A. y Di Segni de Obiols, S. (1992): Adolescencia, posmodernidad y escuela secundaria, Buenos Aires, Kapelusz. Pérez Gómez, A. (1994): La escuela, un lugar para recrear la cultura, kikirikí, 34, 57-63. Willis, P. (1981): Aprendiendo a trabajar, Madrid, Akal. Yus, R. (1995): ¿Existe un profesorado para la ESO?, Cuadernos de Pedagogía, 238, 48-54.