México y su economía política de la americanización

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La economía política de la americanización en México.
De la gran depresión a la crisis de la deuda
Rolando Cordera Campos*
Leonardo Lomelí Vanegas**
I. Introducción
La “americanización de la modernidad” adquiere en México perfiles peculiares y extremos
interpretativos notables. No sólo se trata del país y de la zona geográfica que conforma la
frontera del “extremo occidente” con los Estados Unidos, sino que en su territorio tuvo
lugar a partir de la segunda mitad del siglo XIX el esfuerzo más sostenido por construir un
proyecto nacional, un Estado y una formación socio económica, capaz de modular las
tendencias unificadoras y, en su caso, de absorción total que desde sus orígenes han
acompañado a la excepcionalidad americana. En ella confluyen en terca dialéctica las
pulsiones imperiales e imperialistas, de dominio directo de economías y sociedades, con las
visiones republicanas no exentas de salvacionismo y misión occidentalizadora, con su
cauda de progreso y democracia, que en el siglo XX le dieron a Estados Unidos la
centralidad cultural, tecnológica y productiva en la que la mencionada americanización de
la modernidad tenía, ¿tiene?, sus fuerzas productivas principales.
Puede proponerse de entrada, que el Estado nacional mexicano fue hecho a
contrapelo de las fuerzas históricas primordiales que decretaban su desaparición en aras del
despliegue del progreso civilizatorio y revolucionario propio de la nación del Norte. La
dictadura de Porfirio Díaz fue en su momento justificada ante tal escenario que no era
inventado, sino que había determinado en gran medida los primeros años formativos de la
nación independiente. A lo largo del gobierno del general y dictador, la sombra de la
intervención americana y su presencia inicial en la explotación de recursos naturales o la
*
Profesor Emérito de la Facultad de Economía de la UNAM, coordinador del Centro de Estudios Globales y
de Alternativas para el Desarrollo de México y miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
**
Profesor de Tiempo Completo de la Facultad de Economía de la UNAM, titular de la Cátedra
Extraordinaria José Ayala II en Economía Política Contemporánea y miembro del Sistema Nacional de
Investigadores.
1
construcción de infraestructura, tuvo lugar en abierta disputa con los capitales europeos, a
través de los cuales parte de las elites dirigentes del Porfiriato buscaban balancear la
impronta americana y por la vía del equilibrio económico y financiero dar lugar a una
geopolítica y una geoeconomía en las cuales fincar y sostener la vida y la hegemonía del
Estado nacional. En buena medida, este juego estratégico acompañó la reconstrucción
estatal y de la economía política nacional después de la Revolución, de Calles y Obregón a
Cárdenas y Alemán, hasta culminar en la combinatoria de política económica y de
desarrollo más exitosa y ambiciosa a este respecto durante los años sesenta del siglo XX.
En estos años, se pone en práctica una estrategia pragmática pero con visión de
largo plazo para el desarrollo y la modernización social, que permitió a México navegar las
tormentas de la Guerra Fría sin caer en los tumbos y vuelcos políticos que caracterizaban a
gran parte de la región y que, como fruto de la confrontación bipolar, o so pretexto de ella,
daban lugar a formas dictatoriales que coadyuvaban a la reproducción oligárquica del orden
político y social. Daban lugar también a periodos más o menos largos de inflación y
desequilibrios monetarios que afectaban los ritmos de crecimiento general de la economía y
bloqueaban la modernización de las sociedades. La Alianza para el Progreso propuesta por
el presidente Kennedy al inicio de la década del sesenta, buscaba alinear a América Latina
con militancia clara en la bipolaridad pero asimismo pretendía abrir un camino congruente
de modernización a la americana para el conjunto del subcontinente, cuyas sociedades
asistían al espectáculo de su secular atraso y subdesarrollo de cara a una intervención
inédita de la Guerra Fría en sus fronteras: la Revolución Cubana y su discurso de
modernización original, antiamericano a la vez que soberano, a través de un socialismo que
se querría innovador y, al mismo tiempo, en condiciones de erigir una forma de ser
cosmopolita alternativa a la que ofrecía la experiencia americana. Los gobernantes
mexicanos aprovecharon esa coyuntura global-regional, para hacer avanzar su proyecto,
afirmar el autoritarismo presidencialista en su doble vertiente política y económica, y
ampliar el margen de independencia en su relación con Estados Unidos.
Las varias formas de capitalismo asociado con creciente presencia de la inversión
multinacional que se experimentaron en esos lustros, propiciaron o aceleraron mutaciones
2
significativas en la estructura productiva mexicana. La sociedad se volvió cada vez más
urbana y la población creció con celeridad, mientras la industria se orientaba a la
producción en masa de los bienes durables de consumo que entonces condensaban el
progreso y la modernidad que acompañaban a la americanización del mundo y de México.
Emergen los nuevos grupos medios que se nutren de esas pautas de consumo, y para
asegurar la reproducción de las nuevas estructuras, la inversión responde a la pauta
dominante de participación transnacional predominantemente americana, dirigida a los
mercados internos por encima del interés tradicional del imperialismo clásico por los
recursos naturales y su exportación. A partir de los años treinta del siglo pasado, al calor de
las reformas de estructura y la movilización popular cardenistas, el nacionalismo
económico desplegado por México se vuelve funcional a las nuevas dinámicas de la
inversión americana, pero no deja de intentar formas y combinatorias que modulen una
americanización impetuosa del consumo y los reflejos culturales, determinados por las
nuevas formas de acumulación.
La sociedad mexicana se apropió de esos cambios estructurales mediante nuevas
formas de conducta social. El reclamo democrático hace su primera entrada en la escena en
1968 y la respuesta brutal y criminal del Estado remite a formas de nacionalismo autoritario
incongruentes del todo con las pautas de consumo y reproducción económica y social
promovidas por el propio Estado a través de la estrategia del Desarrollo Estabilizador. Los
equilibrios del autoritarismo post revolucionario se muestran como en realidad siempre lo
fueron, inestables y progresivamente costosos, tanto desde el punto de vista fiscal como
político general, pero los grupos dirigentes del Estado, en ese entonces todavía de la mano
de las elites económicas, se empeñan en prolongar pautas y estilos de gobernar, formas de
distribución social altamente concentradas y las propias formas instaladas de modular y
administrar la americanización. Se pretende renovar el nacionalismo económico regulando
la inversión extranjera y promoviendo la mexicana con leyes ad hoc y diversas
intervenciones directas del Estado en la inversión y la formación de empresas, e incluso se
intenta revisar la asociación estratégica con Estados Unidos que era propia de aquella fase
de la Guerra Fría. Se promueven las relaciones intensas y extensas con el Tercer Mundo y
3
se busca revitalizar el ejercicio de principios fundamentales de la política exterior, pero los
cambios buscados y efectuados no parecen estar en sintonía con la novedad del mundo que
irrumpía en medio de crisis financieras y energéticas formidables: la nueva globalización,
que arrasaba las reglas de oro del sistema de Bretton Woods, abría las balanzas de capitales
y ponía en jaque, con la pujanza tecnológica y de mercado de las multinacionales, el
sistema de soberanías instalado a partir de la segunda posguerra. La aventura renovadora
del nacionalismo mexicano topa con un mundo en desbocada transformación, mientras
Estados Unidos sufre la colosal derrota de Vietnam y estrena su propia revolución
conservadora que, como la impuesta por la Primera Ministra Tatcher en Gran Bretaña, abre
a su vez la puerta a la modernización neo liberal.
Sin bases materiales, conceptuales y políticas sólidas para acompasar los efectos de
este tumultuoso y abrumador cambio del mundo, México y su Estado sufren sus crisis más
severas en la economía, en los sistemas de convivencia social y comunitaria y sus formas
básicas de supervivencia. Reaparece la pobreza de masas, cada vez más urbana, los
mecanismos de protección social y laboral flaquean o de plano son reducidos a su mínima
expresión y la reforma del Estado es vista como una necesidad vital para la subsistencia
nacional. La última intentona por extender la vida del nacionalismo desemboca en una
crisis política estructural de proporciones inéditas y el conjunto de la formación social
mexicana experimenta una “gran transformación” que disloca estructuras y formas de vida,
pero no desemboca en escenarios de desarrollo y bienestar social satisfactorios. La
revolución neo liberal que empieza a fraguarse durante los primeros años setenta como
respuesta al “populismo” del presidente Echeverría, adquiere carta de naturalización y
legitimidad con la nacionalización de la banca decidida por el presidente López Portillo, y a
través de las corrosivas crisis económicas y financieras que marcan el final del siglo XX
mexicano se impone como fórmula única para salir de las crisis y reconstruir la economía
política en consonancia con el nuevo mundo global que al terminar el régimen bipolar
encabeza en soledad Estados Unidos de América. Como colofón de esta azarosa saga, se
recupera como bendición y ya no como amenaza la americanización de México, cuya
modulación y administración fue asumida por más de un siglo como un componente del
4
proyecto del Estado nacional mexicano. Ahora, dicha americanización es entendida y
propuesta como el proyecto nacional.
Crueldad o ironía histórica: estos primeros años de recambio radical del proyecto
arrojan resultados negativos en la economía, la vida social y la cohesión nacional que
sostenían la idea de la originalidad mexicana. Los ritmos de crecimiento económico han
caído estrepitosamente, la pobreza masiva define la vida urbana y la desigualdad se ha
afirmado como la marca histórica de México. La americanización, como futuro ineluctable,
pasa por mediaciones inesperadas en la democratización de la política, uno de cuyos
vértices se acerca a discursos y reclamos no sólo de justicia social sino de afirmación
nacional, mientras el Estado se ve despojado de sus resortes elementales de articulación
política y apoyo a la cohesión social. La paradoja del momento no puede ser más cruel e
irónica: la primera generación de americanos nacidos en México, que anunció Carlos
Monsiváis en los años setenta, es relevada por la primera generación mexicana que
abandona en masa país y territorio, acorrala el “American way of life” y confluye en una
redefinición tumultuosa, larvada y estentórea, de un sistema político-económico que cada
vez menos parece capaz de asegurar la reproducción de la americanización de la
modernidad por las vías que se pensaban propias de la civilización capitalista avanzada: la
innovación productiva y la ampliación del consumo de masas; las formas republicanas para
la renovación de la vida pública; la democracia y los derechos humanos como divisa fuerte
de su expansión y liderazgo globales. Lo que se apodera del escenario es la impronta
imperialista y violenta, y en el interior la negación de libertades y derechos. Mala hora del
mundo para propugnar en México un cambio con el signo de la americanización.
II. La americanización y el estado del mundo
El vocablo Globalización, más que designar un fenómeno novedoso, recoge tendencias que
han acompañado al capitalismo desde sus inicios, y que entre 1870 y 1914 se volvieron un
orden y no sólo un sistema económico y monetario de alcances planetarios. A partir de este
año, dicho orden fue hecho pedazos con la Primera Guerra y, luego de ella, con las crisis
5
económicas, los proteccionismos de los Estados desarrollados y los totalitarismos, fascista
y estalinista, mientras que el sistema capitalista mismo se veía amenazado por la
emergencia de un sistema que se presentaba y era visto por muchos como alternativo. Vino
la Segunda Guerra Mundial que, como gran licuadora cultural y tecnológica, puso cara a
cara a razas, culturas, territorios y naciones. A su término, con la reconstrucción de Europa
y Japón, y la erección del sistema de Bretton Woods y de Naciones Unidas, bajo el
liderazgo indiscutido de Estados Unidos, se busca darle al proceso global la asignatura de
evitar que “lo que ocurrió” en los veintes y treinta del siglo XX volviese a suceder. Son los
años de Keynes y el Estado de Bienestar, pero también de los primeros discursos del
derecho al desarrollo, inspirados por el éxito americano y los primeros pasos de la
reconstrucción europea, cuya visión se incorporó al amplio proyecto articulado por las
Naciones Unidas y que en América Latina adquiere carta de naturaleza como una doctrina
global para el desarrollo con las elaboraciones de la CEPAL conducida por Raúl Prebisch.
Sabemos que esa globalización se vio mediada o de plano interrumpida por el
régimen bipolar de la Guerra Fría, que sin embargo propicia que el capitalismo
internacional bajo la conducción americana haya vivido su “edad de oro” como la llamara
Eric Hobsbawn. Esta era dorada auspicia una renovación en profundidad de la competencia
ínter capitalista que desemboca en unas décadas de estancamiento y crisis del capitalismo,
así como en la emergencia de nuevos poderes y capacidades productivas que alteran el
orden global administrado por Estados Unidos. Esta fase termina con el desplome de la
URSS y de la bipolaridad y el surgimiento de nuevas tendencias globalizadoras. En estos
años puede hablarse de una globalización desbocada que no encuentra un orden global
correspondiente, pero que sí ve resurgir el poderío y la dinámica militar, tecnológica, y
económica de Estados Unidos que queda como único centro de un orden global en
construcción. La declaración del primer presidente Bush después de la primera guerra del
Golfo, de que un “nuevo orden” mundial emergía, se probó en el mejor de los casos como
una optimista hipótesis de trabajo.
6
III. La globalización latinoamericana
La acelerada evolución del proceso de globalización en los últimos veinticinco años ha
afectado, en distintos grados, las estructuras económicas y políticas domésticas del sistema
estados nacionales que surgió en la segunda post guerra. Conviene asumir, sin embargo,
que el dinamismo de esta nueva inserción de las economías nacionales en el mercado
internacional sigue condicionado por sus respectivas historias nacionales, por diversas
características y el tipo de políticas de “acompañamiento” de cada caso particular 1. Es
decir, el Estado sigue operando como un vehículo a la vez que como un filtro del proceso, a
pesar del surgimiento indudable de otros vectores de poder y capacidad hegemónica que,
como las multinacionales o las instituciones financieras internacionales, parecen capaces de
pasar por encima de los órdenes jurídicos y sedimentos culturales condensados en los
estados nacionales.
Ha sido en esta reciente fase de globalización, que la desigualdad en la distribución
de los ingresos en el interior de los países en desarrollo, y entre éstos y los países de mayor
ingreso se acentuó. El rezago profundo registrado por América Latina en estos años suele
atribuirse a un deficiente proceso de integración en la globalización financiera pero también
a los efectos de la crisis de la deuda externa vivida durante la penúltima década del siglo
XX 2. A la vez, cada día parece más claro que la dinámica y la morfología de la
globalización latinoamericana responden también a la percepción, la participación y el
compromiso de las elites políticas, empresariales e intelectuales, así como al grado de
corresponsabilidad que pueda darse entre los distintos actores económicos y sociales. Es en
esta matriz que pueden encontrarse los factores que explican los resultados del proceso de
globalización en cada nación.
Aún con estas diferencias, podemos señalar las tres décadas siguientes a la segunda
Guerra Mundial como una etapa de crecimiento sostenido (la CEPAL estima una tasa
promedio de 6.2% anual entre 1950 y 1982), basada en una industrialización dirigida y
1
2
Chang, en Ocampo, 2004
Ocampo, 2004, pp. 12-14
7
protegida por el Estado, que llevo a la ampliación y consolidación de un mercado nacional.
A su vez, los servicios sociales se extendieron a la par que el empleo “formal” crecía, y en
relativamente pocos años, hubo un cambio definitivo en la distribución de la población, que
de ser predominantemente rural se concentró en algunas ciudades que crecieron fuera de
toda planeación, generando nuevos desequilibrios y demandas sociales.
Las políticas proteccionistas se implementaron para garantizar a las empresas el
tiempo de maduración necesario para integrarse plenamente al mercado, así como para
crear mercados. Esta creación artificial, a través de un sistema nacional de producción de
productores capitalistas, pronto entró en sintonía con las tendencias dominantes en la
economía norteamericana, volcada a la producción en masa de bienes durables y siempre
dispuesta a aprovechar las nuevas condiciones de la economía internacional. La falta de
competencia que resultó de la operación práctica de este sistema, estimuló la ineficiencia
industrial, por lo general con cargo al fisco y los consumidores. El crecimiento se fue
agotando y cada etapa de la sustitución de importaciones se hizo más difícil y costosa, tanto
fiscal como socialmente; a la vez, se formaron grandes grupos de presión, como los
sindicatos y las cámaras industriales, que buscaron sostener la protección a cualquier costo
3
. La inflación se aceleró en medio de un exceso de liquidez internacional impulsada por los
cambios en el mercado petrolero en los años setenta, mientras el financiamiento del déficit
externo descansaba crecientemente en la contratación de préstamos.
Luego, al enfrentar Estados Unidos la combinatoria de estancamiento con inflación
mediante aumentos drásticos en su tasa de interés, estos préstamos encaran aumentos en la
tasa nominal de interés del 20% y, junto con la crisis de los precios del petróleo, marcan el
inicio de la crisis de la deuda y el comienzo de la década perdida para América Latina. De
haberle atribuido a la crisis un carácter estructural, hubiera sido necesario y legítimo acudir
a la suspensión de pagos y a una reestructuración de la deuda mediante una distribución de
sacrificios entre prestatarios y prestamistas. No ocurrió así, la crisis fue vista como un
tropiezo de liquidez, y las instituciones de Bretton Woods cambiaron de piel y discurso
para convertirse en abiertas operadoras de las cúpulas del poder financiero mundial. La
3
Rosenthal, 2001
8
culpa recayó en los proyectos nacionales y los Estados que los promovían, mientras los
bancos que habían propiciado el sobre endeudamiento de América Latina quedaban libres
de culpa y obligaciones. Se trató, en palabras de James Galbraith, de un “crimen perfecto”4.
La desaceleración que implicó este tropiezo se estima en una caída de la tasa de
crecimiento promedio del PIB de 5.2% entre 1950 y 1970 a 1% en los ochenta. El
crecimiento medio anual del PIB de 1990 a 2003 fue de 2.6% y 0.9% el del producto per
cápita. Mientras que de 1945 a 1980 el crecimiento de las mismas variables fue de 5.5% y
2.7% respectivamente5.
A pesar de haberse observado una cierta recuperación del
coeficiente de inversión en estos últimos años, los países latinoamericanos, no han logrado
recuperar por más de dos décadas sus niveles de inversión en infraestructura como
proporción del producto. Debido al tipo de política macroeconómica implementada, la
vulnerabilidad financiera en que se han visto inmersas nuestras naciones está reflejada en el
papel que jugaron los grandes flujos de capital en los vaivenes del crecimiento económico.
La volatilidad de la cuenta de capital ha superado como determinante del ciclo económico a
la apertura comercial, a la IED, la demanda externa y a los términos de intercambio 6.
Puede decirse que el capitalismo crece a saltos, a través de crisis y formidables
momentos de “destrucción creativa” como planteara Schumpeter. De aquí la necesidad
histórica del vocablo “cambio estructural”. Sin embargo, debe admitirse que en este caso
las crisis financieras y económicas del periodo fueron abiertamente aprovechadas para
imponer el cambio estructural como una ideología que respondía a la ideología mayor del
globalismo desplegada por Estados Unidos. De aquí la rápida importación de los criterios
de eficiencia y la competitividad como justificación de los enormes costos sociales del
cambio y de las crisis. Prácticamente todos los países de la región adoptaron el cambio
estructural de mercado para la globalización como divisa única. Lo que siguió fue una
revisión drástica, a la baja, del papel del Estado en la economía y una apertura acelerada en
las relaciones económicas con el exterior, un importante proceso de privatización y
desregulación y una liberalización financiera amplia. El cambio se presentó a través de
4
5
6
Ocampo 2004b, p. 35
Ibíd., pp. 29-33
9
dislocaciones sectoriales y regionales que desembocaron en un empobrecimiento masivo y
una aguda concentración del ingreso7.
Al convertir la pauta de crecimiento anterior en una "Leyenda Negra", se
minimizaron sus logros. Sin duda, se esbozaron formas un tanto novedosas de inserción
productiva, pero lo que predominó fue la adopción de técnicas y fórmulas retóricas, una
modernización epidérmica, que no llevó a una efectiva nueva ruta de expansión que
propiciara una nacionalización de la globalización que, a su vez, permitiera organizar el
crecimiento y la distribución en congruencia con los nuevos reclamos de convivencia
política y social inherentes a la democracia representativa.
Las tendencias a la conformación de un mercado de alcance planetario, ponen en
cuestión las formas conocidas de regulación económica, la capacidad de los Estados para
ejercer su soberanía y para encontrar fórmulas societales que encaminen los procesos
democráticos por senderos de credibilidad, estabilidad y legitimidad. La globalización a la
americana
no ha podido desplegar una nueva forma de entendimiento e intercambio
efectivamente global, y hoy tiene enfrente a una migración mundial desbocada a través de
la cual las masas del mundo subdesarrollado y de las naciones dislocadas por el cambio
buscan ajustarse subversivamente al desarrollo y la modernidad ofrecidos.
La conclusión más importante a que llegan muchos análisis recientes del cambio
estructural para la globalización de América Latina, es que el factor determinante de sus
dinámicas y resultados no han sido la liberalización o el proteccionismo per se, sino cómo
se han implementado las políticas, en qué contexto y su combinación con “otras medidas”
(como el fomento industrial o el desarrollo social). Es crucial, nos dice Chang, orientar la
actividad económica a la generación de alto valor agregado, “lo que las fuerzas del mercado
por sí solas no pueden provocar a una velocidad [y en una forma] deseable desde el punto
de vista social”8. Las relaciones dinámicas con el mercado exterior presentan, a lo largo de
la historia económica, diferentes formas de apertura, y visiones separadas únicamente por la
historia y el tiempo.
7
8
Cfr. Ibarra 2000
Chang, en Ibid., p. 73
10
III. La relación con Estados Unidos en la estrategia de desarrollo del Estado mexicano
posrevolucionario.
La Revolución Mexicana y la Primera Guerra Mundial dieron fin a un período de
consolidación del Estado nacional en el que fue posible diversificar las relaciones
económicas de México con el exterior, buscando en Europa un contrapeso a la influencia
norteamericana, tanto más temida por la vecindad geográfica y los antecedentes históricos
de la relación. La consolidación de la hegemonía norteamericana y el repliegue de los
capitales europeos como consecuencia de la primer gran guerra del siglo XX, se conjugó
con la difícil construcción de un nuevo Estado, que surgió de la lucha armada con las vastas
facultades legales que le confería la Constitución de 1917 y que despertó el recelo de los
inversionistas extranjeros y sus gobiernos, pero con muchas dificultades internas y externas
para ejercerlas y pacificar el país. Los problemas que surgieron durante la Revolución y el
intervencionismo norteamericano, crearon un clima de tensión entre los dos países que se
prolongó por más de una década a partir de la caída de Porfirio Díaz, en 1911.
Después de una intervención directa del embajador norteamericano en la caída del
gobierno del presidente Francisco I. Madero, de la ocupación de Veracruz por la armada de
los Estados Unidos y de la expedición punitiva que envió el presidente Wilson a perseguir a
Francisco Villa en territorio americano después del ataque del jefe revolucionario a la
población fronteriza de Columbus, la promulgación de la Constitución de 1917 y en
particular el régimen de propiedad que estableció el artículo 27 constitucional provocaron
airadas reacciones en Washington. A pesar de que la Suprema Corte de Justicia de la
Nación estableció que la no retroactividad de la ley no afectaba las concesiones mineras y
petroleras expedidas por el gobierno de Porfirio Díaz, el gobierno norteamericano exigió
garantías especiales para los intereses de sus ciudadanos en México, apoyó a las empresas
norteamericanas en su resistencia a pagar nuevos impuestos al gobierno mexicano y
finalmente, aprovecharon el derrocamiento del gobierno de Venustiano Carranza en 1920
para romper relaciones con México y condicionar su restablecimiento a que se garantizaran
11
los intereses de los ciudadanos y empresas estadounidenses en México y al pago de las
indemnizaciones por los daños que hubieran podido sufrir durante la Revolución Mexicana.
La nueva etapa de la relación entre México y Estados Unidos comienza a gestarse
en 1923, con la firma de los llamados Tratados de Bucareli, pero se encarrila
definitivamente hasta el ingreso de México en la Segunda Guerra Mundial, en 1942.
Después de dos años de negociaciones infructuosas para restablecer las relaciones
diplomáticas entre México y los Estados Unidos, el presidente Obregón accedió a discutir
con el gobierno norteamericano las garantías de no retroactividad del artículo 27 y sus leyes
reglamentarias sobre los intereses de sus ciudadanos y las indemnizaciones por daños
sufridos durante la Revolución. El resultado de las negociaciones fueron los Tratados de
Bucareli, a partir de los cuales el gobierno de los Estados Unidos reconoció al de México.
Sin embargo, la relación no estuvo exenta de sobresaltos, como en 1926, cuando en la
prensa de los Estados Unidos se habló de una inminente invasión a México en contra del
“bolchevique” presidente Calles, quien se había acercado a la Unión Soviética y había
apoyado al movimiento de Sandino en Nicaragua. Sin embargo, el envío de un nuevo
embajador, Dwith D. Morrow, quien se convirtió en socio y amigo de Calles, permitió
superar el incidente. Años después, el presidente Cárdenas pudo sortear la difícil prueba
para las relaciones bilaterales que representó la expropiación petrolera gracias en buena
medida a la capacidad diplomática del embajador norteamericano Josephus Daniels y a la
actitud conciliadora del presidente Roosevelt.
El periodo de crecimiento que inicia con la presidencia de Lázaro Cárdenas
encuentra como directrices principales el desarrollo de infraestructura y la construcción
efectiva del mercado interno en México. La modernidad en ese momento, frente a una
economía aún primario exportadora, dependió de un incipiente proceso de industrialización.
Las relaciones comerciales con los Estados Unidos durante el inicio del periodo de
crecimiento son significativas: ese país fue origen y destino de 51% de las exportaciones y
el 61% de las importaciones mexicanas en 1934, y representan los niveles más bajos desde
entonces.
12
A pesar de que no hubo ruptura de relaciones, la expropiación petrolera dio lugar a
un nuevo enfriamiento en las relaciones bilaterales que comenzó a ceder paulatinamente a
partir de 1940, cuando el general Manuel Ávila Camacho asumió la presidencia. El
gobierno de los Estados Unidos se mantenía a la expectativa ante la guerra europea y buscó
un acercamiento con México, que después de 1938 había incrementado la venta de petróleo
y la compra de equipo a Alemania e Italia, como consecuencia del embargo comercial que
la Gran Bretaña y los Estados Unidos habían decretado contra la industrial petrolera
mexicana. El gobierno norteamericano dio fin al embargo petrolero contra México, que a su
vez dejó de vender petróleo a los países del Eje Roma-Berlín-Tokio. Cuando Estados
Unidos entró en guerra con las potencias del Eje, en diciembre de 1941, se incrementó la
actividad diplomática con México para garantizar el control de la frontera, el abasto de
materias primas y mano de obra barata para mantener la producción agrícola de este país
ante el esfuerzo bélico que se avecinaba.
En junio de 1942 México entró también en la guerra, después del hundimiento de
dos barcos petroleros por submarinos alemanes. A partir de ese momento, las relaciones
con Estados Unidos se estrecharon. Por primera vez desde que en 1909 se reunieron
Porfirio Díaz y William H. Taft, los presidentes de México y Estados Unidos se reunieron
para discutir la colaboración mexicana en la guerra. Aunque la participación militar fue
simbólica (un escuadrón de la Fuerza Área Mexicana participó en el frente del Pacífico), la
participación económica fue importante. Se firmó el programa bracero, por medio del cual
México aportó trabajadores agrícolas a Estados Unidos, se incrementó la exportación de
materias primas para la industria y el mercado estadounidenses y se renegoció la deuda
externa mexicana en condiciones excepcionalmente favorables.
En 1945, el 83% de las exportaciones y el 82% de las importaciones estaban
comprometidas con Estados Unidos. La Segunda Guerra mundial estrechó la integración
del comercio y la oportunidad de acelerar el desarrollo industrial se benefició debido a la
demanda ya no sólo de recursos naturales, sino de manufacturas. La entrada al mercado
estadounidense se debió a una coyuntura, nunca a una visión estratégica de integración
entre ambos países. Sin embargo, a partir de 1946, la proporción de exportaciones
13
compradas por Estados Unidos regresó a los niveles previos al conflicto: alrededor del 70%
del total. Fueron las importaciones las que se mantuvieron con una participación de un poco
más del 80% durante los siguientes diez años. El alto componente de importaciones que
trasciende la coyuntura, es indicio de uno de los problemas estructurales que afectarían a la
economía mexicana a partir de entonces: la dependencia tecnológica y de bienes de capital.
Si bien durante la bonanza mexicana de 1933-1981 el PIB se multiplicó por 17 en
48 años; la integración comercial con el, ya desde entonces, principal socio comercial y
económico de México, se acrecentó. A partir de 1946, con el final de la Segunda Guerra
Mundial y el surgimiento de la bipolaridad que organizó la geopolítica mundial durante las
siguientes cuatro décadas, los gobiernos mexicanos se dedicaron a administrar una relación
cada vez más compleja con Estados Unidos aceptando la creciente dependencia comercial,
pero tratando de que fuera funcional con el objetivo de apoyar la industrialización del país.
El presidente Miguel Alemán (1946-1952) propuso un capitalismo “a la mexicana” que
aprovechara la cercanía con los Estados Unidos para incentivar a la inversión americana,
estimular el comercio entre los dos países y mantener en lo fundamental una alianza
estratégica, pero sin renunciar a las posiciones que la política exterior mexicana había
venido asumiendo desde el triunfo de la Revolución Mexicana sobre el derecho a la
autodeterminación de los pueblos y el principio de no intervención.
Fue así como una relación de cooperación en materia de seguridad e inteligencia
con Estados Unidos y un clima propicio a la intensificación de las relaciones económicas
con ese país coexistieron con una política exterior independiente, que condenó las
intervenciones norteamericanas en varios países de la región durante la posguerra. A
cambio, el gobierno de Miguel Alemán fue más allá de las posiciones moderadas de
Manuel Ávila Camacho y desde su campaña presidencial promovió la transformación del
Partido de la Revolución Mexicana en Partido Revolucionario Institucional, eliminando
todo vestigio de la retórica socialista que había caracterizado a los posrevolucionarios de la
década anterior. Como parte de este proceso, los sindicatos mexicanos asumieron también
posiciones cada vez más moderadas y la Confederación de Trabajadores de México asumió
un discurso anticomunista contrario a su ideología fundacional, a tal grado que su fundador,
14
Vicente Lombardo Toledano, terminó siendo expulsado. A partir de ese momento cambió
la actitud del gobierno hacia el Partido Comunista Mexicano y el gobierno alemanista hizo
un gran esfuerzo por deslindar a la Revolución Mexicana de cualquier posición que pudiera
parecer pro-soviética.
La alianza de largo aliento con los empresarios y la relación especial con Estados
Unidos fueron los pilares que junto con la activa política de promoción del desarrollo por
parte del Estado soportaron el crecimiento económico de México durante la posguerra. Sin
embargo, la alianza que hizo posible este círculo virtuoso de crecimiento económico
también impuso límites muy rígidos a la capacidad del Estado mexicano para llevar a cabo
transformaciones sociales más agresivas, como lo muestra el incidente ocurrido a principios
del gobierno de Adolfo López Mateos (1958-1964). Probablemente como parte de un
intento por congraciarse con quienes habían solicitado un viraje hacia la izquierda y un
regreso a los orígenes revolucionarios del régimen en los meses previos a su postulación, o
tal vez como una respuesta frente a los desafíos que planteaba la revolución cubana a un
gobierno que se asumía como heredero de la primera revolución social del siglo, lo cierto es
que el presidente Adolfo López Mateos declaró al hincarse su sexenio que su gobierno sería
de “extrema izquierda dentro de la Constitución”. El secretario de Gobernación, Gustavo
Díaz Ordaz, fue más explícito al declarar que por izquierda el presidente entendía “estar
atentos a las necesidades y a los afanes de las grandes mayorías”, lo que a final de cuentas
no era sino “la esencia de la Revolución Mexicana”.9
A pesar de las explicaciones del gobierno, los empresarios publicaron un desplegado
el 24 de noviembre de 1960 intitulado con la pregunta ¿Por cuál camino, señor presidente?
En el texto los más connotados miembros de la iniciativa privada mostraban su inquietud
por la posibilidad de que el país se estuviera dirigiendo al socialismo, por la vía de una
intervención cada vez mayor del Estado en la economía. Los empresarios reivindicaban la
experiencia exitosa de varios países industrializados que habían basado su progreso
material en la libertad del mercado, con Estados Unidos a la cabeza. Al final, los firmantes
9
Enrique Krauze, La presidencia imperial. Ascenso y caída del sistema político mexicano (1940-1996),
México, Tusquets Editores, 1997, p. 268.
15
ratificaban la tesis de Juan Sánchez Navarro de que el camino más corto hacia el desarrollo
era el de la colaboración entre el gobierno y la iniciativa privada, pero exigían una
definición. El encargado de responder y dar garantías a los empresarios fue el secretario de
Hacienda, Antonio Ortiz Mena, que declaró que el objetivo del gobierno era “favorecer el
desarrollo económico del país sin competir con la iniciativa privada”.10
El gobierno norteamericano tampoco dejaba de ver con desconfianza la retórica
demasiado izquierdista para su gusto de ciertos sectores del régimen priísta. El 18 de
febrero de 1963 apareció un artículo sobre la sucesión presidencial en la revista U.S. News
and World Report, según el cual por primera vez desde 1929 el futuro de México era
incierto, debido a que el país se encontraba “acosado por perturbaciones que ahora salen a
la superficie. La inquietud de los campesinos, la intervención del gobierno en los negocios,
la selección del próximo presidente…son problemas que se presentan al mismo tiempo”. El
artículo tomaba como pretexto la “Alianza para el Progreso” propuesta por el presidente
John F. Kennedy, sobre la que se especulaba que podría ser probada primero en México,
para exponer la situación del país en los meses anteriores a que se resolviera la sucesión
presidencial. La revista norteamericana presentaba un panorama sombrío: la presión de los
campesinos sin tierra sería un factor importante para que aflorara la oposición al gobierno,
a través de la recién creada Central Campesina Independiente; magnificaba el apoyo de
Lázaro Cárdenas a la nueva central y anticipaba un enfrentamiento directo entre el expresidente “izquierdista” y el gobierno de López Mateos; la reaparición en la escena
política de la iglesia católica, que después de años de discreción había vuelto a salir a la
calle aprovechando su campaña contra el comunismo; adicionalmente, la economía podía
caer en una recesión debido a la fuga de capitales promovida por los hombres de negocios
que temían la inestabilidad política y estaban en desacuerdo con la intervención
gubernamental en la Economía.11 Todas estas tensiones se recrudecerían a medida que se
acercara la fecha en la que el presidente López Mateos tuviera que decidir quien sería su
sucesor.
10
11
Enrique Krauze, op. cit., p. 269.
Historia documental del Partido de la Revolución. Volumen 8. p. 110.
16
Aunque la mayor parte del artículo se dedica a pintar un escenario catastrofista que
no correspondía a la realidad mexicana, era reflejo de la preocupación de un sector
importante de inversionistas nacionales y extranjeros, los mismos que habían reaccionado
ante lo que consideraban el “izquierdismo de López Mateos”. Las críticas a las restricciones
legales a la inversión extranjera y en general, al crecimiento del sector público de la
economía mexicana, eran representativas de esa posición. Pero también había una
interesante apreciación en el artículo: la presión que suponían no sólo para el régimen de
López Mateos, sino para la legitimidad del sistema político, por un lado la revolución
cubana y por el otro las presiones demográficas que comenzaban a traducirse en demandas
insatisfechas de reparto de más de tierras en el campo y de dotación de servicios públicos
en las ciudades que habían crecido vertiginosamente en las últimas décadas. En opinión de
los analistas norteamericanos, esos problemas estaban erosionando la cohesión del sistema
político ante el evidente disgusto de su ala izquierda por lo que consideraban la tibieza del
gobierno mexicano frente a Estados Unidos, en particular durante la reciente crisis de los
misiles. Finalmente, presentaban la disyuntiva a la que se debería enfrentar en su opinión
López Mateos:
En esta situación de trastornos políticos y económicos, hay que tomar una
decisión vital en los meses venideros. Se trata de la selección que haga el
partido “oficial” del candidato para suceder al presidente López Mateos. La
tendencia política del próximo presidente, según dicen funcionarios de aquí,
será afectada también por la situación mundial, en particular por la política
de los Estados Unidos hacia Fidel Castro. Estos funcionarios trazan la
siguiente perspectiva:
Si Castro y el comunismo continúan en Cuba, en rara coexistencia con los
Estados Unidos, el sucesor del presidente López Mateos puede ser un
hombre seleccionado por la simpatía con que cuente entre los izquierdistas
mexicanos, con la esperanza de que éstos se adhieran al nuevo gobierno.
Si, por otro lado, la política estadounidense indica que tiene intención de
destruir al comunismo en Cuba, de una manera o de otra, el candidato
podría ser un político fuerte que pudiera unificar al país fácilmente en torno
suyo, si tuviera que enfrentarse firmemente con levantamientos provocados
por la extrema izquierda.12
12
Historia documental del Partido de la Revolución. Volumen 8. p. 112.
17
Se consideraba que los secretarios de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, de la
Presidencia, Donato Miranda y de Hacienda, el legendario secretario del desarrollo
estabilizador, Antonio Ortiz Mena, eran los que tenían más posibilidades, en ese orden, de
suceder a López Mateos. El elegido fue Gustavo Díaz Ordaz, que durante la crisis de los
misiles en Cuba quedó encargado por el presidente López Mateos, de gira por Asia, de
informar a Estados Unidos que en caso de que estallara la guerra podrían contar con el
apoyo de México. Formado políticamente en Puebla, entre los sectores más conservadores
del partido oficial, su llegada a la Presidencia de la República representó un endurecimiento
mayor de la política gubernamental frente a los grupos de izquierda dentro y fuera del
sistema y complicó aún más la polarización que la guerra fría y el triunfo de la Revolución
Cubana habían exacerbado en el país.
El gobierno de Díaz Ordaz enfrentó diversos movimientos sociales, protestas de
burócratas, movimientos estudiantiles en los estados y el movimiento estudiantil de 1968,
que en la víspera de los juegos de la XIX Olimpiada exhibió el autoritarismo del régimen y
sus soluciones extremas. La desclasificación de archivos en Estados Unidos ha permitido
confirmar lo que se sospechó por años: el papel de los servicios de inteligencia
norteamericanos en azuzar la paranoia anticomunista del presidente mexicano. Durante su
gobierno contrasta el clímax del período de crecimiento económico con estabilidad de
precios que fue bautizado por uno de sus artífices, el secretario de Hacienda Ortiz Mena,
como desarrollo estabilizador, con la peor crisis de legitimidad que hubiera enfrentado el
régimen posrevolucionario. Esta crisis de legitimidad y el agotamiento de la expansión
económica de la posguerra llevaron al presidente Luís Echeverría (1970-1976) a plantear
ajustes a la estrategia de crecimiento.
Echeverría propuso una estrategia a la que denominó desarrollo compartido,
planteada inicialmente la continuación del desarrollo estabilizador pero con una política
redistributiva que debería contribuir a superar la elevada concentración del ingreso, la
pobreza y los rezagos sociales que habían sido ampliamente documentados en diversos
estudios que habían puesto en tela de juicio la justicia social asociada al llamado “milagro
mexicano”, que contrastaba con la filiación pretendidamente revolucionaria de los
18
gobiernos mexicanos. Para que la estrategia funcionara, se requería una reforma fiscal que
no se pudo concretar ante la oposición beligerante del sector privado, situación que
evidenció los límites de la capacidad de reforma y conducción de la economía a que había
dado lugar la alianza con los empresarios y la relación con Estados Unidos que había
articulado el presidente Miguel Alemán para impulsar la industrialización del país, un
cuarto de siglo antes. El sector privado supo explotar la retórica anticomunista y atacó
abiertamente al gobierno mexicano para evitar la reforma, recurrió a la fuga de capitales
como medio eficaz de presión y aprovechó el discurso tercermundista del presidente
Echeverría para presentarlo como un populista de izquierda ante la opinión norteamericana.
Aunque formalmente la buena relación entre ambos gobiernos se mantuvo, la
posición de Washington frente a los gobiernos priístas comenzó a endurecerse
paulatinamente, al mismo tiempo que ganaban terreno las posiciones de quienes
consideraban factible que un gobierno mexicano más afín a los intereses de Estados Unidos
pudiera llegar al poder por la vía de las urnas si se llevaban a cabo reformas para garantizar
una competencia electoral efectiva. Desde los años setenta y sobre todo a partir de 1982
tomó fuerza la tesis de que la democratización de México podía llevar a un bipartidismo en
entre el PRI y el PAN, en el que éste último partido representaba posiciones más afines a
las de los Estados Unidos en materia económica e internacional. En contra de estas
posiciones se pronunciaban los sectores que defendían la tesis dominante en la relación con
México desde la época de los presidentes Truman y Alemán, según la cual era preferible
tolerar la independencia y aún el activismo de México en política exterior, a cambio de una
relación económica fructífera para los capitales americanos, de una frontera políticamente
estable y de cooperación con los servicios de inteligencia americanos.
La debilidad relativa de los gobiernos estadounidenses de los años setentas,
entrampados entre el escándalo de Watergate y el desenlace de la Guerra de Vietnam,
aunada al escenario inédito al que se enfrentaba la economía mundial con el final de la
estabilidad monetaria y financiera basada en los acuerdos y las instituciones de Bretton
Woods y las crisis de los precios del petróleo, pospuso hasta la década de los ochenta el
cambio en la relación con México que se veía venir desde la época de Echeverría. En este
19
compás de espera, el auge petrolero permitió alimentar por algunos años la esperanza de
mantener el crecimiento económico sin llevar a cabo cambios profundos en la economía y
las finanzas, que las tendencias de la economía en su conjunto y la dinámica de sus sectores
evidenciaban como impostergables.
Antes del estallido de la crisis de la deuda, el proceso de sustitución de
importaciones había logrado resultados satisfactorios en la industrialización del país, pero
de mediano alcance. Los bienes de consumo lograron incorporar cierta complejidad
tecnológica, y junto con los bienes intermedios lograron aceptables niveles de
encadenamiento hacia atrás. La creación de una tecnología nacional y la producción de
bienes de capital, la parte “dura” de la sustitución de importaciones, nunca alcanzó una fase
de desarrollo efectivo. Dada una industrialización inacabada, las restricciones externas al
crecimiento y un manejo irresponsable de las finanzas públicas en el país, se escuchaban
voces de cambio hacia otro modelo de crecimiento. La apertura y posterior americanización
de la estructura económica de México estaba por llegar.
El estallido de la crisis de la deuda externa en 1982 ha sido visto como el final de
una etapa en la historia del desarrollo mexicano. No fue para menos, en ese año el producto
interno bruto (PIB) descendió en 0.62 y 4.2% al siguiente, que al contraste con las altas
tasas de crecimiento previas dimensiona la profundidad del choque ocurrido en el sistema
productivo nacional. Algo similar ocurrió con la formación de capital que registró una caída
de 15.9% en 1982 y 27.8% en 1983. En especial, la inversión pública resintió un declive
significativo que afectó proyectos en curso o detuvo el inicio de otros que eran vistos
entonces como cruciales para hacer realidad una siembra productiva y a largo plazo de la
riqueza petrolera que había llevado al auge económico del país a partir de 1978. Por su
parte, los precios crecieron por encima del promedio de los años anteriores, la tasa de
inflación alcanzó un 98.8%, el tipo de cambio se devaluó como en cascada13 y arrancó una
fuga de capitales que no parecía tener otro fin que el agotamiento de las reservas
internacionales de México.
13
De 26.4 pesos por dólar al final de 1981 a 150 por dólar al final de 1982
20
Tómese nota, que entre 1978 y 1981 la economía mexicana creció a tasas superiores
al 8%, de 8.96% en 1978, 9.7% en 1979, 9.23% en 1980 y 8.77% en 1981. La formación de
capital superó el crecimiento del PIB: avanzó en 15.12%, 20.2%, 14.9% y 14.7% en los
mismos años. Ciertamente, los precios registraban ya índices de crecimiento altos,
superiores a los que habían marcado el arranque de la inflación en los primeros años
setenta. En 1978, la inflación creció en 17.51%, para elevarse al 18.20%, 26.23% y 28.08%
en los años siguientes. Por su parte, la deuda pública externa en 1975 se elevó a 16.42% del
PIB, para llegar en 1978 al 23.61%. A partir de ese año, sin embargo, gracias sobre todo a
las elevadas tasas de expansión del producto, la deuda bajo al 22.1%, 17.36% y 21.15% en
los tres años siguientes. Gracias a la dinámica de las exportaciones petroleras, el déficit en
la cuenta corriente parecía estar bajo control, pero ya en 1981 representó un 5.23% del PIB,
por encima del nivel que había precipitado la devaluación de 1976 (5.05% en 1975 y 4.22%
en 1976).
Era claro que el alto nivel de endeudamiento empujaba el déficit externo a la alza,
sobre todo si se considera que en 1981 se dio un cambio significativo en la composición del
endeudamiento a favor de la deuda a corto plazo y en detrimento de la de largo plazo. Entre
1978 y 1980, la deuda pública externa de corto plazo fue de 1.2% a 0.77% del PIB, en tanto
que en 1981 llegó a significar el 4.29% del PIB. Con todo las expectativas y realidades que
trajo consigo la bonanza petrolera de esos años, era claro que las relaciones básicas de la
dinámica macro económica no apuntaban al equilibrio y que, además, con todo y las
ganancias externas producidas por las ventas de crudo, el país encaraba ya con toda fuerza
su talón de Aquiles histórico condensado en la tendencia al desequilibrio externo.
De cualquier forma, puede decirse que el trauma de 1982 puso a flote
contradicciones de todo tipo, sumergidas o a flor de tierra, que apuntaban a la necesidad de
cambios urgentes. Empujados por el draconiano ajuste externo decidido por el gobierno del
presidente De la Madrid, y poco después por la convicción en las cúpulas del poder político
y económico de que el ajuste era no sólo insuficiente sino incapaz para enfrentar los
desafíos de una economía desequilibrada y estancada, se planteó la hipótesis del
agotamiento de la estrategia de desarrollo anterior, que en caso de confirmarse requería a su
21
vez que se plantearan una agenda de reformas que permitiera contar en un plazo tan corto
como fuera posible con una nueva estrategia de desarrollo.
Gráfica 1
Filtro Hodrick-Prescott de la tasa de crecimiento del PIB 1921-2004
10%
5%
2002
1998
1994
1990
1986
1982
1978
1974
1970
1966
1962
1958
1954
1950
1946
1942
1938
1934
1930
1926
1922
0%
-5%
-10%
-15%
Fuente: Cálculos propios con base en datos de INEGI
Como se observa en la gráfica 1, tras un periodo donde la tendencia de la tasa de
crecimiento era ascendente hasta alcanzar una meseta en el final de la década de los años
sesenta, la dinámica de crecimiento se redujo lentamente durante la década siguiente.
Durante los años setenta, a pesar de las altas tasas de crecimiento alcanzadas durante los
años 1978-1981 durante el llamado auge petrolero, el filtro muestra la profundización de la
tendencia descendente, hasta dar lugar a partir del estallido de la crisis de la deuda en 1982
a un cambio de tendencia, caracterizado por una alta volatilidad en el ciclo económico y
una reducción considerable y rápida del ritmo de crecimiento.
La inestabilidad que caracterizó la economía a partir de la crisis de la deuda de 1982
también se observó en la tasa de acumulación de la economía, lo que explica en gran
medida el cambio de la tendencia de crecimiento de largo plazo observado a partir de la
década de los ochentas. Desde 1960 hasta 1981 el porcentaje de la FBCF con respecto al
PIB tuvo una ascenso continuo hasta llegar al 26.5% en este último año, después de superar
una reducción pequeña durante la crisis de 1976. De 1981, en adelante, la acumulación de
capital entró en una ruta declinante hasta llegar a niveles inferiores al 20% del PIB, con una
22
cota mínima en 1995 del 14.5%. Las recuperaciones observadas desde este año, en que el
país encara la peor de sus caídas económicas, no han podido superar la trayectoria impuesta
por las crisis de los años ochenta y como consecuencia México enfrenta en la actualidad un
serio reto en cuanto a la posibilidad real que tenga de “recuperar” un futuro deteriorado
seriamente ya por la falta de inversión publica y privada. El retroceso de la primera,
además, ha implicado notables daños a la infraestructura, en parte humana y social, de
México y muchas de sus omisiones se expresan ya como agudos embotellamientos que
estrangulan las posibilidades de retomar la senda de crecimiento histórica que se abandonó
en 1982.
Gráfica 2
Filtro Hodrick-Prescott Formación Bruta de Capital Fijo/PIB 1960-2004
27%
25%
23%
21%
19%
17%
15%
2004
2002
2000
1998
1996
1994
1992
1990
1988
1986
1984
1982
1980
1978
1976
1974
1972
1970
1968
1966
1964
1962
1960
13%
Fuente: Cálculos propios con base en datos de INEGI
Como puede apreciarse en la gráfica, aún cuando la formación bruta de capital
alcanza su máximo histórico durante el auge petrolero, una vez aplicado el filtro Hodrick
Prescott se revela que en realidad la tendencia de largo plazo era apuntaba a una
disminución que tocó fondo a fines de la década de los años ochentas. A partir de entonces,
aún cuando la formación bruta de capital fijo se haya recuperado como porcentaje del PIB,
no ha recuperado los niveles que alcanzó a mediados de la década de los setenta, debido a
23
que el incremento de la inversión privada no a logrado compensar el desplome de la
inversión pública.
No sólo en el ámbito económico, también en el político y social, el país ha
registrado desde entonces mutaciones enormes, articuladas por el proyecto de globalizarlo
cuanto antes y, por esa vía, sacarlo de la espiral de sobre endeudamiento, inflación,
devaluación y descalabros productivos que caracterizaron el final de los años setenta y la
totalidad de los ochenta. La crisis fue desde luego financiera y monetaria e inmediatamente
económica y productiva, pero también recogió y dio lugar a una dramática ruptura en el
modo como acostumbraban relacionarse los grupos dirigentes del Estado con los grupos
dominantes en la economía. La nacionalización bancaria de aquellos años reveló las
enormes brechas existentes en el esquema de cooperación entre el sector público y el
privado que, durante el gobierno anterior, el del presidente Echeverría, habían empezado a
aflorar al calor de diversos acontecimientos económicos y políticos y del activismo
presidencial que buscó sellar con crecimiento económico las fallas en el sistema político
que 1968 había desvelado a un costo muy alto en vidas y expectativas juveniles. La “regla
de oro” del sistema mexicano, como gustaba llamarla el senador José Luis La Madrid,
empezó a conocer sus últimos tiempos. El reconocimiento de la presidencia mexicana como
el lugar de las decisiones de última instancia en la política del poder pero también en la
economía, empezó a ser acremente cuestionado desde las propias cúspides de la empresa
privada y la necesidad de corregir a fondo el régimen del presidencialismo autoritario
heredado de la Revolución Mexicana se volvió idea fuerza del reclamo democrático que
hasta entonces habían protagonizado, sobre todo, grupos populares, sindicatos,
organizaciones agrarias y los estudiantes que lo habían convertido en exigencia
fundamental, primordial de la democracia.
La crisis económica de aquellos años llevaba casi de manera natural a preguntarse si
debajo de los desequilibrios financieros domésticos y externos, y detrás del conflicto entre
el sector público y el privado, no había desarreglos y desencuentros mayores en el conjunto
de la organización estatal que propiciaban enfrentamientos recurrentes que buscaban
saldarse con medidas de corto plazo, que afectaban las finanzas públicas y luego al entorno
24
macro económico, hasta aterrizar en descalabros cambiarios cada vez mayores y en una
corrosión progresiva de un sistema financiero cuyo punto crítico es, al final del día, la
confianza que pueda generar en el público, en los poderes de hecho y de derecho y desde
luego en los prestamistas e inversionistas internacionales. Sin embargo, en los primeros
momentos después de la crisis de aquel año, de lo que se trataba, al decir del presidente De
la Madrid que tomó posesión en medio de la tormenta, era de “evitar que el país se nos
fuera entre las manos”.
Al calor del fracaso de la batería de recetas convencionales con que se quería
alcanzar el ajuste externo, se comenzó a deliberar en torno a la idea del cambio estructural.
No se trató de una deliberación abierta y pública, mucho menos democrática, pero con
insistencia se planteó en las cumbres de la economía y las finanzas, desde luego en los
corredores del poder político, que este cambio estructural, hacia una economía abierta y de
mercado, liberada hasta donde fuera posible de sus adiposidades corporativas y estatistas,
camino único para que el país pudiera adaptarse e inscribirse sin tardanza en los portentosos
cambios del mundo.
De lo que se trataba, como se insistía en la escena internacional, era de reencontrar
la vía del mercado y del capitalismo que se había bloqueado en buena parte de Europa y
Asia, pero también en América Latina y África durante la Guerra Fría que,
paradójicamente, había propiciado en buena parte del mundo la exploración de caminos
intermedios, “terceras vías” del tipo más diverso. A partir de la caída del Muro de Berlín
todo se volvió reformismo para la globalización que el llamado Consenso de Washington
codificó en discurso y receta universal, y que habrían de declinar por igual checos y
polacos, rusos y mexicanos, peruanos y brasileños. A los chilenos los habían forzado a
hacerlo a sangre y fuego durante la dictadura de Pinochet y a los argentinos les había
causado enormes destrozos de sus tejidos sociales y colectivos básicos, así como decenas
de miles de muertos, en un enfrentamiento provocado por la utopía negra de implantar “una
economía de mercado y una sociedad cristiana”. El proyecto así, a pesar de sus
implicaciones negativas previstas por muchos, era cosmopolita y en clara sintonía con el
25
globalismo neo liberal que entonces pretendía haber logrado convertirse en pensamiento
único.
Muchas reformas se hicieron para cumplir con el cometido de globalizar a México.
Todas ellas, modificaron más o menos radicalmente las relaciones del Estado con el resto
de la sociedad, y la reforma política consumada casi al final del siglo y del ciclo reformista
neo liberal así lo confirmó. Economía y política responden ahora a otros códigos y claves;
sus imperfecciones e ineficiencias pueden todavía atribuirse a los ecos del Viejo Régimen,
pero en lo fundamental deben entenderse como fallas y defectos de los nuevos arreglos,
fallas del mercado, como ocurre siempre salvo en la imaginería neo liberal, pero también,
en realidad sobre todo, fallas de un Estado que no acaba de definir su perfil ni de dar lugar
al surgimiento de un nuevo orden democrático y de una nueva economía política, que
permitan darle un sentido histórico a tanto cambio y reforma como los que México ha
vivido. Este sentido histórico tiene que tener como punto duradero y sustentable de apoyo,
a un crecimiento alto y sostenido que pueda estar por lo menos a la altura de las
necesidades de empleo emanadas de la demografía.
La reforma económica no ha podido fortalecer al Estado en sus finanzas, y más bien
lo ha afectado por su permisividad fiscal hacia el comercio exterior y su secular ineficiencia
para recaudar los impuestos que marcan las leyes. Hoy, a medida que se agudiza la
percepción de las enormes desigualdades y de las cuotas mayúsculas de pobreza que
afectan a las ciudades, el éxito exportador difícilmente puede servir para apoyar la
legitimidad del sistema político democrático.
Con la entrada en vigor del TLCAN el modelo exportador de México selló la
americanización de su economía, la concentración del comercio exterior se agudizó,
durante el primer año de la vigencia del tratado las exportaciones hacia Estados Unidos
alcanzaron el 84.6% del total mientras que a principio de la década de los noventa eran del
72.2%. La economía mexicana ha entrado en proceso de sincronía con la economía
norteamericana, de acuerdo a palabras del anterior secretario de hacienda, la economía
nacional se ve afectada por los ciclos económicos de Estados Unidos con un rezago de seis
meses.
26
La nueva configuración de la estructura del crecimiento de la economía de México
ahora depende de forma explícita e importante de nuestro vecino del norte, sus ciclos se
hacen nuestros, la decisión de sus consumidores le da o le quita el empleo a nuestros
compatriotas, incluso cabría preguntarse si la reactivación de la economía estadounidense a
través de sus excesivos gastos militares no activa también nuestra economía, hoy más que
nunca podemos estar montados en un motor de crecimiento que de acuerdo a nuestra
tradición en la política internacional, nuestro pacifismo y nuestro respeto a la
autodeterminación de los pueblos y el principio de no intervención puede ser contradictoria
a nuestras tesis internacionalistas. Los ciclos de paz y de guerra en Estados Unidos se
convierten en políticas de gasto y por ende de crecimiento y contracción económica
afectando con un breve rezago a la economía mexicana, nuestro modelo secundario
exportador es frágil, y la soberanía económica se trastoca debido a la excesiva vinculación
de nuestra economía con la del norte.
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28
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