LOS NIÑOS NO EMPIEZAN LAS GUERRAS

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Los niños no empiezan las guerras
Por David Gribble, fundador de Sands School, autor de diversas obras sobre
educación democrática.
“Voy a hablaros a cerca de una idea que tuve hace mucho tiempo, cuando apenas
contaba 20 años”, comenzó diciendo David Gribble. “Es bastante controvertida, de
modo que empezaré por citar algunos hechos que son generalmente aceptados”.
En primer lugar, es bien sabido que las capacidades físicas declinan con la edad.
A partir de los 40 no podemos correr tan rápido ni saltar tan alto. A los 50
debemos elevar los sonidos para poder oírlos. También nuestras capacidades
mentales disminuyen. Pero el declive se inicia en realidad mucho antes. David
Wechsler, quien en 1939 inventó los test de inteligencia, decía que tras alcanzar
un máximo, todas las capacidades humanas se deterioran rápidamente. Aunque
la opinión general es que nuestras habilidades mentales se reducen con menor
velocidad que las físicas, para este autor muchas de nuestras habilidades
intelectuales se debilitan incluso más rápido. Es obvio que la mayoría de la
gente, incluidos los científicos, no están dispuestos a aceptar estas ideas. En sus
experimentos, Wechsler encontró que los niños eran mejores que los adultos en
áreas como la aritmética, la comprensión, encontrar similitudes o completar
imágenes. Estudios más recientes confirman que el coeficiente intelectual,
medido con los test de Wechsler, disminuye con la edad de los 20 a los 70 años.
La investigación neurológica también confirma estas hipótesis. En su libro
“Cómo piensan los niños”, publicado en 1999, Andrew Meltzoff y Patricia Kuhl
afirman que los niños son más capaces de aprender cosas nuevas que los
adultos. Rechazando la idea del declive mental general, algunos investigadores
distinguen entre inteligencia cristalizada, es decir, basada en conocimientos y
técnicas, e inteligencia fluida, que incluye habilidades como la imaginación, la
capacidad de aprender cosas nuevas, de observar, la conciencia espacial y la
velocidad de pensamiento. “De cualquier forma, remata Gribble, parece claro que
muchos aspectos de la inteligencia empeoran con la edad”.
Pero, para la mayoría de la gente resulta aún menos aceptable que suceda lo
mismo con las capacidades morales. “Con la edad nos volvemos gradualmente más
centrados en nosotros mismos, más conformistas y menos sensibles”, asegura el
conferenciante. Una prueba de ello son los experimentos llevados a cabo en los
años sesenta y setenta por el psicólogo americano Ervin Staub. Staub pidió a
unos niños que esperaran solos en una sala, mientras en la habitación de al lado
se oía el sonido de una silla cayendo seguido del llanto y los gemidos de una
chica. A partir de los ocho o nueve años había menos posibilidades de que los
niños se acercaran para ver si podían ayudar. Hacia los trece era menos
probable que intentaran ayudar que los niños de preescolar. Cuando les
preguntaron después por qué no acudían, dijeron que tenían miedo de
desobedecer al experimentador.
En 1933 Peck y Havighurst trabajaron con un grupo de 120 niños nacidos en
una pequeña ciudad del medio oeste y que aún vivían allí diez años más tarde.
Identificaron cinco tipos de conducta moral: amoral, cuando se busca
exclusivamente la gratificación personal directa; de conveniencia, cuando la
conducta moral ocurre porque esperas conseguir alguna ventaja; conformista,
cuando se trata sobre todo de no salirse de lo que hace la mayoría; irracionalconcienzuda, cuando has aceptado algún código moral y te mantienes en él
aunque resulte absurdo y racional-altruista, cuando te preocupa el bienestar de
los demás y tomas las medidas necesarias para conseguirlo.
Otros estudios sistemáticos han encontrado evidencia de que los niños
muestran por primera vez a los dos años, auténtica empatía hacia otras
personas. En 1969, Lawrence Kohlberg desarrolló una nueva teoría sobre los
estadios del desarrollo moral; encontró seis estadios que dividió en tres grupos:
pre-convencional, convencional, y post-convencional. Incluso el tercer estadio
tiene que ver con la capacidad de elaborar reglas, y no considera el altruismo
como conducta moral. Su modelo entiende la moral exclusivamente desde el
punto de vista de las reglas. Hacia 1980, una de sus colaboradoras, Carol
Gilligan argumentó que los estudios de Kohlberg se basaban únicamente en
niños; ninguno de ellos incluía niñas. Corrigiendo esta omisión, Gilligan
desarrolló nuevos experimentos que plasmó en su importante libro “In a
different voice” (“Con una voz diferente”). Según esta autora, existen dos
enfoques distintos de las cuestiones morales: el justo y el compasivo. Konlberg
había estudiado el enfoque justo, lo que es típicamente masculino. Gilligan
encontró que el enfoque compasivo era más importante para las mujeres. El
enfoque justo está basado en la idea de justicia, de derechos personales, reglas y
normas de conducta. El bienestar individual se considera secundario. El
enfoque compasivo se preocupa por el bienestar de las personas, cualquiera que
sean las reglas. “El experimento de Staub con la chica llorando en otra habitación
ilustra claramente este punto: los niños más mayores pensaron que la obediencia era
más importante que ayudar a otra persona”, concluye Gribble.
Los niños más jóvenes tienen también más probabilidades de ser compasivos.
Como puede observarse en muchas situaciones en las escuelas infantiles, los
niños pequeños no se preocupan tanto por la justicia como por la felicidad. Si
de uno de ellos ha destruido la construcción de otro, lo importante es que se
restablezca el bienestar de éste último, y no tanto que el primero “pague” su
deuda. “Hablando en términos generales, señala este autor, la justicia ayuda a hacer
feliz a la gente, pero no es importante en sí misma. Que una tercera persona repare lo
dañado no es quizás una solución “justa”, pero hace que todos vuelvan a ser felices, por
lo que resulta más sensata y práctica que la estrictamente justa”. “Sin embargo, en este
tipo de situaciones, la maestra suele preguntar qué debe hacerse con el causante,
apelando a una moral basada en la justicia, más que a una basada en la compasión”,
añade.
Lo que, desde el punto de vista de este autor, supone un declive moral es
precisamente el paso con la edad de una moral de la compasión, basada en la
búsqueda del bienestar, a una moral de la justicia, basada en las reglas.
Tres episodios en la vida de David Gribble le hicieron llegar a esta conclusión.
Uno fue la observación, en su primer empleo como maestro, de la evolución del
carácter de los niños entre los ocho y los trece años: al principio abierto y
flexible, iba tornándose más rígido e insensible con el transcurso de los años.
Otra situación reveladora fue una crisis en Sands, la escuela democrática inglesa
de la que Gribble es fundador: tres chicas habían robado el dinero de la
secretaría y fueron descubiertas. Durante la asamblea, que ellas mismas
convocaron, los niños optaron por escucharlas y, para terminar, les preguntaron
si deseaban continuar en la escuela. Finalmente decidieron que podían
quedarse bajo ciertas condiciones.
Por último, el llanto de un intérprete durante el Congreso de Naciones Unidas
por el Medio Ambiente y el Desarrollo que tuvo lugar en Río en 1992, fue
también muy elocuente. Frente a una amplia audiencia, veintidós niños de todo
el mundo hicieron peticiones personales a un panel de cuatro adultos, entre los
cuales se encontraba Al Gore. Marthe Olive, una joven de doce años de Ruanda,
habló de la situación causada en su país por la guerra. Expresó de manera
sencilla y concreta los sufrimientos de los niños con sus familias rotas, la falta
de alimentos, ropa y alojamiento, de amor y cuidados. Dijo que a ellos no les
gustaba la guerra y deseaban que terminara muy pronto para poder vivir en
paz. Visiblemente emocionado, el traductor pudo a duras penas realizar su
trabajo y terminó rompiendo en lágrimas. Al Gore, que comentó después el
incidente, atribuyó la emoción del intérprete a una toma de conciencia de todo
el dolor y el sufrimiento que había en esos momentos en su país. Sin embargo,
el discurso de Marthe Olive es característico de un sencillo sistema ético para el
que causar sufrimiento a otros es completamente inaceptable: “donde no caben
eufemismos, abstracciones ni explicaciones o apología política, sino simplemente la
presentación desnuda de los hechos”, señala el conferenciante. Es un enfoque que
resulta obvio, pero que tratamos de no tomar en consideración: “los adultos
estamos entrenados para que el sufrimiento no nos afecte, levantamos muros en torno a
nuestra conciencia moral y ponemos el poder por delante de las personas. Parece que los
niños son capaces de tirar estos muros”, subraya Gribble. Si queremos que vean por
televisión los horrores de las guerras es porque nosotros somos capaces de
ignorarlos y ellos en cambio no. Estamos en realidad protegiéndonos del dolor
extremo y el miedo que los más jóvenes no han aprendido aún a suprimir. Le
damos más importancia a la conformidad y la obediencia a las normas que a
permitir que se exprese nuestro natural altruismo. Y cuanto más nos
identificamos con un grupo, menos nos apoyamos en nuestro altruismo innato.
Comentando el título de su libro “The Competent Child” (el niño competente),
Jesper Juul explica que los niños son competentes porque están en posición de
enseñarnos lo que necesitamos aprender. Pero para que podamos aprender de
ellos debemos ser capaces de establecer un profundo diálogo basado la
dignidad y la igualdad.
Las escuelas democráticas muestran la manera en que la inteligencia
cristalizada de los adultos puede combinarse con la inteligencia fluida de los
niños sin entrar en conflicto. Ofrecen a los jóvenes la oportunidad de crecer sin
abandonar
sus
preocupaciones
morales
fundamentales.
Para
ello
es
fundamental que nos situemos en una posición de facilitadores de sus procesos,
sabiendo cuando debemos hacer observaciones y ofrecerles nuestra guía y
apoyo, y cuando no.
“Pienso que todos somos capaces de reaprender lo que ya sabíamos. Siempre que
tomemos conciencia de que la guerra es un ejemplo extremo del modo en que los adultos
llevamos a los jóvenes a la inmoralidad”, concluye Gribble.
Heike Freire
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