El camino identitario

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El camino identitario
Miguel Santagada
Discutamos acerca de las identidades (en plural)
Ya no se habla de identidad, en singular. Se prefiere el plural, identidades, porque ni
siquiera es aceptable que un solo individuo tenga una sola identidad. La palabra es confusa
porque deriva de un imaginario de solemnidades metafísicas, casi teológicas. Identidad
significa nada menos que “la propiedad ser quien se es”. Y como sostiene Shakespeare a lo
largo de tantos personajes brillantes, la cuestión está en ser o no ser. Digámoslo
rápidamente: las identidades son un problema de definición político cultural, y en la
cuestión de ser o no ser se juegan aspectos centrales de nuestra pertenencia, de nuestra
convivencia y del reconocimiento que debemos y exigimos a los otros.
Cuando hablamos de identidades, por lo general nos referimos a ciertas
características exclusivas y a la vez reflexivas de un movimiento, de un grupo o de todo un
pueblo. Si dichas características son tales y tales o no, o si efectivamente son exclusivas o
determinantes de una cultura, de un estilo de vida, etc., es un problema que integra la lista
interminable de controversias irresueltas (Ortiz, 1996: 69-92). En cambio, cuestiones tales
como hasta qué punto es legítimo postular si las identidades latinoamericanas se hallan
amenazadas o no han provocado algunos debates instructivos a lo largo de los últimos
decenios.
La reflexividad de los rasgos que definen las identidades parece ocupar el centro de
tales polémicas. La afirmación identitaria, esto es, el hecho de sostener y hacer explícito
que existe cierto conjunto de rasgos comunes –independientemente de cuáles sean–
confiere a estos últimos un estatus especial, que permite fundar un relato y, más
específicamente, definir nada menos que el ser de lo que se pretende ser. Dicho sin ironías,
con la articulación discursiva de ciertos rasgos se persigue el objetivo de exigir el
reconocimiento de los demás especialmente a causa de esos rasgos. En general, la
definición de las identidades se formula enfatizando más rasgos ajenos, aquellos que no se
comparten con los otros, que rasgos propios.
Por eso mismo, la idea de identidades implica el hecho de que un conjunto de
rasgos, compartidos por grupos más o menos numerosos, aunque no del todo heterogéneos,
sea asumido como constitutivo de cierta colectividad, a la que se pertenece y a la que es
posible reconocer respecto de otra a la que se sindica –muchas veces sin nombrar– como
antagonista o simplemente distinta. Manifestaciones tales como “el orgullo lésbico- gay”,
celebraciones de simpatizantes de un equipo de futbol, procesiones religiosas, actos
políticos, etc., son ejemplos de acciones identitarias que fortalecen, tanto hacia fuera como
hacia adentro, del grupo la idea más o menos nítida acerca de quién se es y a quiénes se
pertenece.
Ahora bien, ¿la identidad se transmite a los individuos como una forma de estar
involucrado (Heller, 1980) de algún modo en un proceso colectivo que permite a esos
individuos reconocerse en tanto formando parte de ese proceso? ¿O bien la identidad se
inculca como una doctrina a la que se adscribe voluntariamente, con el propósito de
encaminar acciones específicas, con alguna finalidad establecida? ¿Será la identidad sólo
un nombre que designa una serie de creencias y de características de comportamiento, de
hábitos y de marcas que comparten algunas personas? Todas estas preguntas más que
referirse a la cuestión de cómo somos disponen el debate en torno al sentimiento de
pertenencia comunitaria que habilita y sostiene la identidad.
Se ha dicho que las identidades ofrecen más preguntas que respuestas pues durante
varias décadas, esta cuestión ha sido ignorada por las posturas que hegemonizaron el campo
de estudios en razón de ciertas connotaciones metafísicas del término. Desde hace veinte
años el tema identitario ha resurgido en las discusiones políticas y académicas, y, en
diversos estudios de la cultura latinoamericana (Batra: 1987; Martín Barbero: 1987, 1989c
García Canclini: 1992, 1994; Ortiz: op. cit, etc.) ha venido concitando un creciente interés,
ya que
[En el campo de los estudios de comunicación] está incidiendo de dos maneras: moviendo los linderos
de ese campo y redefiniendo sus “objetos”. Pues ni el desenmascaramiento de la ideología que subyace
en los mensajes ni la puesta al descubierto de los circuitos y las tramas de poder que articulan los
medios nos había permitido asomarnos a la experiencia que la gente tiene y al sentido que en ella
cobran los procesos de comunicación (Martín Barbero, 1989c:33).
Puesto que más allá de los valores, creencias y rasgos que se suponen comunes y
que dan contenido empírico a la noción de identidad, ésta también implica una (pretendida
o real) experiencia comunitaria. Cuando se habla de identidad no es para referirse
simplemente al hecho de que se verifiquen ciertas regularidades entre los hábitos de una
población. También se pretende expresar que existe un motivo profundo que explica dichas
regularidades. Por nuestra parte, podremos aplazar la dilucidación de si este motivo
comunitario es una experiencia que se traduce en un sentimiento o en una idea fuerza para
la acción patriótica o nacionalista.
Aceptaremos provisionalmente que la identidad es un relato construido (García
Canclini, 1994:67; 1997). Aún así, desustancializada la identidad, persiste el debate,
respecto de cuáles son los relatos identitarios que circulan, qué alcance tienen las
comunidades que esos relatos habilitan, por qué algunos obtienen mayor legitimidad,
cuánto contribuyen los medios de comunicación a fortalecer ciertas imágenes identitarias y
a proporcionar alguna forma de experiencia comunitaria, etc.
Como una forma de abordar todos estos interrogantes repasemos algunas
tendencias que han elaborado la cuestión de la identidad en diferentes trabajos recientes.
Identidades reactivas
La cuestión de la identidad implica sólo en cierto sentido la pregunta acerca de
quiénes somos. A pesar de su aparente complejidad, que exigiría una laboriosa indagación
ontológica, en América Latina esta cuestión ha sido patrimonio casi exclusivo de
intelectuales y dirigentes inspirados en variantes autóctonas de nacionalismo
(latinoamericanismo) y orientados hacia la inalcanzada meta de fortalecer la autonomía
política, económica y cultural de la región (Ortiz, 1994:106). Es por ello que la
construcción de la identidad latinoamericana persigue propósitos notoriamente divergentes
de la preocupación por responder quiénes somos y no mantiene un vínculo estrecho con
inquisiciones metafísicas. “Lo que somos” sería no tanto una determinación impuesta desde
el pasado, una continuidad incólume de nuestras raíces y de nuestros orígenes, tan
reclamada por los discursos identitarios que proponen principios esenciales y arquetípicos a
propósito de la constitución del ser latinoamericano. Más bien la identidad construida en las
condiciones apuntadas es un capítulo fundamental de un proyecto referido a lo que
seremos.
Desde luego, esa expresión del ser a futuro encuentra en una interpretación del
pasado y del devenir histórico la máscara más eficaz para ocultar su condición de propuesta
o imposición. Roger Batra (1987:225-242) caracteriza con precisión estas operaciones
discursivas:
Los mitos nacionales no son un reflejo de las condiciones en que vive la masa del
pueblo, sino el producto de operaciones de selección y transposición de hechos y
rasgos elegidos según los proyectos de legitimación política.
La identidad, de este modo, terminó siendo la imagen que trazan los sectores
hegemónicos de cara a un porvenir incierto, con miras a fortalecer la cohesión y la
integración social frente a unas circunstancias que se consideran amenazadoras, ya para el
status quo, ya para una continuidad interpretada en los propios términos del discurso
identitario. Por eso es que la afirmación de la identidad va unida por lo general a una doble
operación. Por un lado, se imponen referentes identificatorios (García Canclini, 1992:177180) gracias a los cuales los integrantes de la comunidad pueden (deben) ratificar su
pertenencia. A la vez, se formula una suerte de advertencia acerca de una probable pérdida,
circunstancia que funciona por lo general para la movilización y el enardecimiento de
pasiones, que en algunos casos desemboca en fundamentalismos e intolerancias.
Ahora bien, ¿acaso no hay nada más allá de las construcciones retóricas de la
identidad? ¿Sólo son palabras huecas, con algún grado de influencia, pero que no aluden a
un conjunto de referentes ciertos? Si respondiéramos afirmativamente a estas dos
preguntas, dejaríamos sin explorar un amplio campo de cuestiones, algunas de ellas
concernientes a los procesos de comunicación gracias a los cuales los individuos extraen
aquella primordial experiencia de comunidad. Esta última noción designa un tipo de
experiencia gracias a la cual los agentes sociales disponen de esquemas que les permiten a
la vez diferenciarse de los otros e identificarse con los propios, con aquellos con los que
comparten valores, creencias, sueños, esperanzas e ilusiones. En ese sentido de comunidad
los agentes sociales encontraríamos nuestra identidad, ya que, inmediatamente, al reconocer
al otro como diferente, como una amenaza para nuestras posiciones actuales, apoyamos
nuestra identidad personal incluyéndonos en un nosotros que nos brinda cierta contención.
¿Concluiremos entonces que la afirmación de la identidad consiste sólo en una
respuesta tendiente a conjurar temores e incertidumbres de los individuos? ¿O, más bien,
sostendremos que quienes impulsan ante las comunidades dichas afirmaciones aprovechan
estas circunstancias de temor e incertidumbre para fundar un relato mítico cuya
formulación apunta a propósitos diferentes de la mera defensa de las tradiciones, de la
preservación de la identidad?
De acuerdo con una crítica a la identidad presentada como reacción, el diagnóstico
en que se funda esta forma de afirmación identitaria partiría de un error: nada amenaza al
nosotros, dado que no habría un nosotros antes del relato que lo construye. Por lo tanto, no
hay nada que corra el riesgo de perderse. Todos los recursos movilizados para defender la
identidad se ponen al servicio de objetivos ausentes de una condición mítica. La figura del
nosotros, que ha sido introducida predominantemente por el discurso populista
latinoamericano (Rowe y Schelling, 1993:194-202), dependería de una estrategia para la
autolegitimación del Estado, o aún de ciertos personajes que se peresentan como
mediadores e intérpretes genuinos de las masas, de la conciencia histórica y del sentido
último de la existencia social (reducida a las fronteras de la nacionalidad). Esto explicaría
no sólo la condición de construida de la identidad, sino también el estatuto político de su
afirmación.
Por otro lado, la visión monolítica de la historia, la idea de que existiría sólo una
auténtica cultura y la semblanza de un paraíso perdido a causa de la intromisión nefasta de
los enemigos enredarían irremediablemente al discurso identitario en una trama de
supuestos de la que no podría salir airosamente. De todas maneras, los relatos identitarios
reactivos merecen la atención no por lo que efectivamente pretenden afirmar, sino por los
complejos matices que ha adoptado su circulación y reconocimiento a lo largo de los años.
Ya no puede aceptarse que al margen de nuestras propias percepciones exista una cierta
“historia subterránea e invisible” (Paz, 1979:107), dominada por un orden simbólico
inmutable y continuo. Sin embargo, la reacción puesta en evidencia por los discursos
identitarios no puede ser ni explicada suficientemente sólo en términos de oportunismo
político, ni rechazada sin más en razón de su aparente adscripción a posturas esencialistas.
Al margen de las dificultades epistemológicas que indudablemente acarrean dichas
posturas, la identidad como reacción y defensa de un orden simbólico diferente del
impuesto por las grandes industrias culturales puede resultar un asunto de interés para
observar las disconformidades y los descontentos promovidos y a la vez acallados por los
procesos de internacionalización de la información y la comunicación.
Un ejemplo de la expresión del descontento, y de la consecuente búsqueda de
rumbos alternativos se encuentra en Archipiélago. Revista Cultural de Nuestra América,
proyecto de integración cultural latinoamericana en el cual han participado autores de
diversas disciplinas.1 El proyecto -gestado en México a fines de 1991 asumió el objetivo de
reafirmar la identidad cultural de los pueblos de América Latina y el Caribe como una
respuesta al desafío que plantea la globalización de la economía y de la cultura. En un
balance de las acciones desarrolladas al cabo de cinco años, Carlos Véjar Pérez-Rubio
(1996) sostiene que el primer paso en procura de la integración latinoamericana debe
provenir de un movimiento de afirmación de la identidad cultural y que, subsidiariamente,
1
Es representativo de las líneas centrales de la propuesta el editorial del primer número de Archipiélago,
donde se publica un sugestivo manifiesto que sintetiza si no en contenido, sí en estilo algunas de las
características distintivas del movimiento:
En este tiempo velado con disfraz de anacronía, cuando el futuro es bruma y espejismos y el pasado huella
deslavada, decir "del Bravo a la Patagonia" podría parecer obsoleto. En efecto. Vientos contradictorios
barren creencias, derrumban mitos, diluyen fronteras y levantan nuevos cercos hoy en día. En la geopolítica,
resurgen los nacionalismos, se exacerban las pasiones y son cosa cotidiana los dolorosos reacomodos y la
formación de nuevos bloques. En la economía, las fórmulas y modelos impuestos por los centros de poder, se
resquebrajan. Las estructuras culturales cimbran y la identidad se desvanece en el proyecto de la
unipolaridad, la homogeneidad y la dependencia, ese que genera entre nosotros pobreza y riqueza extrema —
material y espiritual—, injusticia, corrupción, vicio, cólera, violencia, desencanto... urbanización acelerada,
desequilibrio ambiental, discriminación racial.
Archipiélago no acepta esos designios, recupera la utopía y propone para América Latina y el Caribe una
expectativa diferente a partir de su propia realidad.
se obtendrían la integración política y la integración económica en consonancia con las
aspiraciones de no sólo Bolívar, Martí y tantos otros prohombres latinoamericanos, sino
[de] mucha gente común, que conforma a fin de cuentas el corazón de nuestros pueblos
Las premisas de dicho movimiento identitario le imponen permanecer abierto al mundo,
reivindicar las raíces y tradiciones latinoamericanas y cuestionar los conceptos
dominantes -procedentes de tradiciones académicas europeas y norteamericanas- de cultura
y de intelectual con el propósito de que todas las personas tengan facilitado el acceso a
estas problemáticas. Para ello, el movimiento, que llega a contar en la actualidad con no
menos de ochocientos miembros procedentes de toda la región, utilizó diversos canales de
difusión, incluidos los últimos avances tecnológicos (revista en formato tradicional y en
formato electrónico, programas de radio y televisión y otras redes alternativas).
A diferencia de las propuestas de integración surgidas de foros económicos o
diplomáticos, la idea de integración cultural latinoamericana habrá de necesitar, en opinión
de Véjar Pérez-Rubio, el apoyo en una visión de la historia regional según la cual un
designio casi inexpresable ha logrado pervivir más allá de las cruentas acechanzas de que
han sido víctimas los pueblos latinoamericanos. Por cierto que esta apelación a un
acontecer histórico de nuestros pueblos despierta más de una mirada escéptica. Sin
embargo, plantear la indiscutible unidad cultural de nuestros pueblos, a partir de la rotunda
e inapelable evidencia de que hemos estado sujetos siempre a la colonización y la
dependencia, la antigua, la que empezó hace quinientos años; y la moderna, la que se nos
impone hoy en día desde los nuevos centros de poder no haría más que suscribir la tesis de
la identidad reactiva en la ejecución del procedimiento de imposición de referentes
identificatorios.
Esta circunstancia viene acompañada por una suerte de designio que también
identificaría a los pueblos de la región: la rebeldía, la inconformidad con un destino
manifiesto diseñado al margen de la voluntad popular mayoritaria (Ibíd.)
Más arriba indicábamos que en el relato identitario aparece un diagnóstico de
pérdida. En la construcción de Véjar Pérez-Rubio la amenaza actual a la identidad
latinoamericana procede del consumo inducido por la industria capitalista, y sus secuelas
de publicidad, comercialización e información, que imprimen un sello paradójico a la
cultura actual de nuestros pueblos:
Mientras que, según pensadores como Jean Baudrillard, "el consumo es un modo
activo de relación (no sólo con los objetos, sino con la colectividad y el mundo), un
modo de actividad sistemática y de respuesta global en el cual se funda todo nuestro
sistema cultural", para las grandes masas marginadas de América Latina y el Caribe,
ajenas totalmente al hedonismo, no es más que ilusión que fragmenta y enajena
(Ibíd.).
En las circunstancias actuales, la afirmación identitaria como reacción frente al
orden cultural que controlan los medios de comunicación quizá sólo alcance a expresar de
un modo impotente el fastidio frente a un proceso que se muestra incontenible. Además,
siendo dudosa la interpretación del pasado que convalidaría su sentido, el relato de la
identidad parece condenado a naufragar en el mismo temporal de falsedades e ilusiones que
atribuye al supuesto enemigo. No obstante, y a pesar de las impugnaciones procedentes de
distintos flancos a que se hace acreedor, actualiza los anhelos de pensar y de construir un
futuro diferente, frente a un antagonista que se presenta como el portavoz de una historia
sin matices, donde los bienes simbólicos quedan reducidos a entretenimiento, las decisiones
estéticas a cálculos mercantiles y el perfil contestatario de la cultura artística a mera
repetición y rutina.
Sólo por eso, porque expresa una oposición a resignarse, la construcción reactiva de
la identidad puede funcionar como un reclamo para que revisemos las hipótesis simplistas
de la omnipotencia de los mensajes mediáticos y de la fácil manipulabilidad de las
audiencias, tanto para robustecerlas, como para relativizarlas aún más. Previamente,
deberemos recorrer otros trayectos que nos alejen de las trabas esencialistas de las
construcciones de las identidades.
La identidad reactiva en la era de la globalización
¿Podríamos afirmar que los medios logran vertebrar un relato constitutivo de alguna
forma de identidad? ¿Hay algún asidero para sostener que a pesar de la dispersión en
materia de géneros, estéticas y temas que caracteriza al sistema de medios de
comunicación, los sentimientos identitarios contemporáneos son sólo promovidos por los
símbolos del confort, del estatus y de la satisfacción narcisista que ofrece, por ejemplo, la
publicidad comercial? ¿Acaso la experiencia de comunidad a la que acceden los individuos
es tan tenue que ni es posible sentirse involucrado, ni es usual la participación comunitaria
en acciones tendientes, por ejemplo, al bien común? ¿Y es verosímil que el complejo,
fracturado y superficial discurso de los medios tenga alguna cuota de responsabilidad en
todas estas circunstancias? No parece fácil responder todas estas preguntas. Sin embargo,
los puntos de intersección entre todas ellas están conteniendo cuestiones como la
globalización, la extensión de las tecnologías de información y comunicación y la
disolución de las tradiciones y estilos de vida que conformaban los particularismos
implicados en la cuestión de la identidad.
Gran parte de la bibliografía antropológica urbana de los últimos años se refiere a la
vida cotidiana de millones de individuos en todo el mundo como marcada por un proceso
de creciente homogeneización. Replegados en su intimidad, esos individuos conforman
multitudes solitarias, que casi nunca habrán de congregarse en espacios físicos comunes, ya
que cada uno de ellos, reunido con sus familiares más próximos, o en sus hogares
monádicos se mantiene en el espacio doméstico respectivo sin atisbar la menor réplica. Al
mismo tiempo que esos millones de personas consumen los productos de las misma marcas
y diseños, se observa que el discurso dominante de las pantallas globalizadas no inspira ni
estimula otros puntos de contacto que la degustación de insípidas comedias, acartonados
telenoticieros y placeres proporcionados por bienes de consumo cada vez menos durables.
Desde el punto de vista de una construcción reactiva de la identidad, esta
uniformización de los mensajes mediáticos y sus inevitables efectos en los
comportamientos habituales de los individuos traería como consecuencia la progresiva
disolución de los vínculos comunitarios y marcaría la liquidación de las pretendidas
identidades regionales. De acuerdo con el diagnóstico de pérdida ratificado por los procesos
de globalización, la construcción reactiva de la identidad tiende a valerse de los elementos
más frecuentes, que consisten en afirmar la defensa de las tradiciones, la denuncia frente al
imperialismo, la crítica a la invasión cultural, etc.
Pero la defensa de las tradiciones, según vimos, implica una postura de muy
problemática fundamentación. ¿Cuáles son las tradiciones genuinas en las que se ven
reflejados nuestros pueblos? ¿Esos reflejos son espontáneos o fueron también construidos
por relatos identitarios? Por otra parte, la denuncia frente al imperialismo y la crítica a la
invasión cultural también ofrecen diversas dificultades. De modo que la base de muchos
relatos identitarios reactivos se encuentra afectada debido a la interpretación del pasado a
que apelan. En cambio, la impugnación al orden cultural impuesto por el mercado
mediático globalizado, lejos de constituir una anécdota intrascendente, tiende a ocupar el
foco de algunas líneas de investigación. Si se consideran detenidamente sus objetivos, la
reacción identitaria no apuntaría exactamente a una defensa cerrada de las tradiciones, sino
a una proyección diferente del porvenir. La construcción de la identidad reaccionaría más
con respecto a lo que se sigue de la situación actual, que con respecto a las pérdidas o al
daño ya sufrido. En otras palabras, la identidad reactiva cobra impulsos por aquello que el
enemigo pretende hacer en el futuro, y no sólo por lo que ya lleva hecho. En ese sentido, la
construcción de las identidades no guarda más que un parecido con el intento de regreso a
los orígenes, por otra parte sentenciado a muerte antes de nacer.
¿Habrá algún motivo que nos permita entender por qué los relatos identitarios
reactivos recurren casi inexcusablemente al pasado, cuando está claro que apuntan al
porvenir? ¿Por qué se empeñan en parecerse a una restauración del mito de los orígenes,
cuando pretenden ser una esperanza de control de los cambios? Laclau (1991:84) sostiene:
(...) la victoria política es equivalente a la eliminación del carácter específicamente
político de las prácticas victoriosas. Es por eso que toda revolución debe cultivar el
"mito de los orígenes"; para constituirse como fuente de toda positividad, debe borrar
las huellas contingentes de sus "innobles" comienzos.
De todos modos, ¿importa algo si millones de individuos cuya vida cotidiana
transcurre al amparo atroz de sus televisores ven los mismos programas, ingieren los
mismos alimentos y bebidas, usan la misma ropa y van de paseo a las mismos shopings?
¿Semejantes coincidencias expresan formas de pensar y sentir comunes? ¿Bastaría con ello
para sostener que esas disgregadas multitudes pertenecen a la misma sociedad o la misma
cultura? Touraine (1998; 1994) analiza estos procesos y observa que lo característico de
dichas coincidencias está dado no por lo que unificarían, sino por lo que efectivamente
fragmentan. Los llamados elementos globalizados, sostiene Touraine, no se vinculan a
ninguna sociedad ni a ninguna cultura en particular. Por el contrario, serían sólo la
expresión más inequívoca de lo que el autor llama desocialización de la cultura de masas,
un proceso de radical división entre el universo de las técnicas y el mundo simbólico que
reduce la vida social a una simple caricatura de gestos exteriores y de hábitos homogéneos.
Ahora bien, esta des-socialización de la cultura es responsable no sólo de que
vivamos juntos en una burbuja de objetos de consumo y gratificación individual, sino de
que también seamos incapaces de comunicarnos más allá del intercambio que nos
consienten estos signos emblemáticos del capitalismo contemporáneo. Por eso Touraine
concluye atribuyendo a los bienes de consumo, y a los mensajes de los medios masivos de
comunicación globalizados, la responsabilidad de fortalecer una identidad reactiva, ya que
En lugar de que nuestras pequeñas sociedades se fundan poco a poco en una vasta
sociedad mundial, vemos deshacerse ante nuestros ojos los conjuntos a la vez
políticos y territoriales, sociales y culturales que llamábamos sociedades,
civilizaciones o simplemente países. Vemos cómo se separan, por un lado, el universo
objetivado de los signos de la globalización y, por el otro, conjuntos de valores, de
expresiones culturales, de lugares de la memoria que ya no constituyen sociedades en
la medida en que quedan privados de su actividad instrumental, en lo sucesivo
globalizada, y que, por tanto, se cierran sobre sí mismos dando cada vez más prioridad
a los valores sobre las técnicas, a las tradiciones sobre las innovaciones.
Cuando estamos todos juntos, no tenemos casi nada en común, y cuando compartimos
unas creencias y una historia, rechazamos a quienes son diferentes de nosotros.
Sólo vivimos juntos al perder nuestra identidad; a la inversa, el retorno de las
comunidades trae consigo el llamado a la homogeneidad, la pureza, la unidad y la
comunicación es reemplazada por la guerra entre quienes ofrecen sacrificios a dioses
diferentes, apelan a tradiciones ajenas u oponen las unas a las otras, y a veces hasta se
consideran biológicamente diferentes de los demás y superiores a ellos.
De esta manera, la excusa para la aparición del discurso identitario sería la creciente
distancia que separa a las comunidades tradicionales de la sociedad global. Según la
construcción reactiva de la identidad, aquéllas sienten que deben defenderse contra la
penetración de ideas y costumbres de origen extranjero. Por otro lado, afirma Touraine, la
globalización tendría como contrapartida un débil influjo sobre las conductas personales y
colectivas, en razón del desanclaje típico de sus símbolos en las tradiciones particulares.
La cultura de masas penetra en el espacio privado, ocupa una gran parte de él, y como
reacción, refuerza la voluntad política y social de defender una identidad cultural, lo
que conduce a la recomunitarización. La desocialización de la cultura de masas nos
sumerge en la globalización pero también nos impulsa a defender nuestra identidad
apoyándonos sobre grupos primarios y reprivatizando una parte y a veces la totalidad
de la vida pública, lo que nos hace participar a la vez en actividades completamente
volcadas hacia el exterior e inscribir nuestra vida en una comunidad que nos impone
sus mandamientos.
El puesto destacado en el proceso de des-socialización corresponde, según Touraine
a los medios masivos de comunicación, caracterizados, como en Lazarsfeld y Merton
(1978:34) como narcóticos de la movilización ciudadana:
Los medios ocupan un lugar creciente en nuestra vida, y entre ellos la televisión
conquistó una posición central porque es la que pone más directamente en relación la
vivencia más privada con la realidad más global, la emoción ante el sufrimiento o la
alegría de un ser humano con las técnicas científicas o militares más avanzadas.
Relación directa que elimina las mediaciones entre el individuo y la humanidad y, al
descontextualizar los mensajes, corre el riesgo de participar activamente en el
movimiento general de desocialización. La emoción que experimentamos ante las
imágenes de la guerra, el deporte o la acción humanitaria no se transforma en
motivaciones y tomas de posición. No somos espectadores mucho más
comprometidos cuando miramos los dramas del mundo que cuando observamos la
violencia en el cine o la televisión. Una parte de nosotros se baña en la cultura
mundial, mientras que otra, privada de un espacio público en el que se formen y
apliquen las normas sociales, se encierra, ya sea en el hedonismo, ya en la búsqueda
de pertenencias inmediatamente vividas.
La consideración que hace Touraine de la actitud identitaria parece incurrir en una
serie de simplificaciones, que merecen ser discutidas. En primer lugar, el autor asocia la
defensa de la identidad con lo que denomina el retorno a la comunidad. Quizá como una
consecuencia del esencialismo de los relatos identitarios, Touraine interpreta la defensa de
las tradiciones como el fundamento, pero también como el objetivo de los discursos
identitarios. ¿Acaso la construcción de la identidad sólo se propone mantener íntegro un
acervo de creencias y valores que se consideran amenazados? ¿No es esta la máscara detrás
de la cual los relatores de la identidad ocultan sus intenciones hacia el futuro? ¿No es
razonable sospechar que detrás de cada intento de construir la identidad hay una respuesta a
un proyecto antagónico?
En segundo lugar, Touraine analiza la cuestión cómodamente instalado en lo que
venimos denominado mediacentrismo. La perspectiva mediacéntrica desatiende el hecho de
que la comunicación es un proceso algo más complejo que la simple transmisión de
unidades de información. Es verdad que en la escala de los procesos globales las únicas
voces que se oyen son las de los medios, pero la adopción de esa escala implica el empleo
de un esquema representativo de las realidades sociales donde no quedan contenidas todas
las instancias. De hecho, en ese esquema quedan descartadas las experiencias concretas de
los individuos, laxamente subsumidas bajo el concepto de masas, o caracterizadas mediante
generalizaciones extremadamente simplificadoras. Por ello es que una vez activado el
esquema representativo, parece lógica la pretensión de describir el comportamiento de
millones de personas como uniformemente afectado por aquellos fenómenos que la escala
adoptada permite visualizar. Sin embargo, ¿es legítimo seguir utilizando el esquema
sugerido por la noción de masas si se ha pretendido mirar lo que hacen las personas (y no
las multitudes)? ¿Qué garantías nos preservan de los vicios de procedimiento imputables a
la mirada sobre la sociedad como la suma lineal de acciones abstractas, separadas de los
respectivos contextos, de los individuos?
Resta, por otra parte, un asunto concerniente a los efectos de la comunicación en un
nivel al que Touraine alude repetidamente. ¿Tenemos suficiente certeza de que la
desocialización de la cultura promovida por los medios de comunicación sea tan inocua
como plantea el autor francés? ¿Qué significa que la globalización ejerce un débil influjo
sobre las personas individuales y colectivas? ¿Que detrás de la gigantesca industrial cultural
internacional no hay intenciones de control social, o que no puede imputarse a los medios
ninguna responsabilidad en el proceso de desocialización? ¿Que los individuos y los
pueblos logran simular que aceptan pasivamente las ofertas globalizadas, mientras persisten
en sus mundos tradicionales incontaminados?
Como vemos, los interrogantes aumentan conforme nos avanzamos en lo que
denominaremos el camino identitrio, quizá sólo un aspecto de la problemática de la
identidad. Nos hemos referido a la identidad sólo desde el punto de vista que sugiere la
pregunta ¿quiénes somos? Nos hemos concentrado en una caracterización del contexto
general y de la actitud que subyace a una probable respuesta reactiva. Más allá de las
dificultades que ciertos relatos identitarios no logran superar a la hora de explicitar sus
fundamentos, hemos tratado de entendernos con sus objetivos y con sus motivaciones, sin
avanzar en la cuestión de los referentes identitarios construidos. Por eso, especulamos
acerca del carácter eminentemente reactivo de dichos relatos identitarios, sin precisar
acerca de las propuestas concretas, pues tal vez lo único interesante que la construcción de
identidades tenga para expresar sea el hastío frente a unos procesos de transformación
social cuyo derrotero se sospecha antagónico o amenazador. La impugnación, por lo tanto,
que implica la identidad reactiva representa tan sólo un aprestamiento preliminar antes de
intentar el itinerario hacia un destino mejor.
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