¿CON QUÉ TIPO DE CUERPO RESUCITAREMOS? HACIA LA PLENITUD DE LA PERSONALIDAD HUMANA Cuando muere alguien, se le desea piadosamente que “descanse en paz”. La gente cree normalmente que hay “algo” después de esta vida, pero se trata de algo con una calidad de existencia medio aguada, casi soñolienta, sin la viveza, la alegría y la creatividad de la vida actual. Nos imaginamos a las “almas” medio pasivas y aburridas, contemplando a Dios, sin tener nada importante que hacer. Algunos insisten en que en “la otra vida” todos seremos iguales, sin diferencias de sexos, edad o cualidades; ya no nos interesará nada material, sino sólo lo “espiritual”. Hasta se llega a decir que esposos, padres e hijos no se reconocerán allá. Con lo que resulta un “cielo” bastante aburrido… A la luz de San Pablo quiero intentar ahondar un poco en su mensaje sobre la resurrección de los muertos. El les aclara a los corintios, que ponían en duda la resurrección, que nuestra propia resurrección esta indisolublemente unida a la resurrección de Cristo. De modo que si nosotros no resucitamos, ni el mismo Cristo resucitó tampoco. Por eso les pregunta extrañado: “Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo algunos de ustedes dicen que los muertos no resucitan? (1Cor 15,12). Si piensan ellos que es imposible que los muertos resuciten, entonces todo el edificio de la fe se viene abajo: ¡todos permanecen en sus pecados y los muertos mueren para siempre! (15,13-19). “Pero no, Cristo resucitó como el primero y como las primicias de los que duermen” (15,20). La resurrección de Cristo implica la resurrección de todos los que creen en él (15,21-23). Pablo, asentada ya la resurrección de Cristo como anuncio de la resurrección de todos los creyentes, responde al segundo tema que se plantean los Corintios: “Pero algunos dirán: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué tipo de cuerpo salen?” (15,35). En este interrogante se esconde un prejuicio: suponer que no existe más que una clase de cuerpo. Para los griegos le resultaba groseramente materialista el pensar que los hombres podían vivir en la eternidad con sus propios cuerpos. La materia y y el espíritu según ellos son incompatibles. Pero la mentalidad judía de Pablo era muy distinta de la forma de pensar de los griegos. Pablo nunca piensa que el ser humano es un compuesto de cuerpo y alma. Lo que Pablo entiende por “cuerpo” es un concepto muy distinto de lo que los griegos, y nosotros también, entendemos por “cuerpo”. El distingue entre carne, cuerpo y espíritu. En el ser humano, la “carne”, según él, es lo meramente biológico de los órganos y los sentidos; es nuestra dimensión espacio-temporal, que nos limita y nos convierte en seres pequeños y frágiles, sujetos a sufrimientos y desgastes, tentaciones y corrupciones. El “cuerpo”, en cambio, designa al hombre entero en cuanto persona-en-comunión-conlos-otros. En el lenguaje moderno, el concepto paulino de “cuerpo” podríamos traducirlo por “personalidad”. Se trata de la persona humana con todas sus cualidades y potencialidades: su capacidad de amar y de entender; las habilidades y características propias de su modo de ser, su masculinidad o feminidad, su red de relaciones sociales... Por eso no se puede hablar de supervivencia del ser humano sin incluir al cuerpo: no puede haber resurrección sin cuerpo. Cuando Pablo habla del “espíritu” en el ser humano no se refiere al “alma”, concepto extraño para él, sino al hombre-cuerpo en la medida en que su existencia se abre hacia Dios, hacia valores absolutos, y se entiende a partir de ellos. Por eso dice él que el resucitado tiene un “cuerpo espiritual” (1Cor 15,44). Por la resurrección el hombre-carne (limitado y frágil) se transfigura en hombre cuerpo espiritual, o sea, llega a la plenitud de todas sus semejanzas con Dios y de su conocimiento y relacionamiento con Dios. El hombre-espíritu se abre plenamente a Dios y a sus hermanos. La corporeidad forma parte esencial del ser humano. Lo corporal es un sacramento de encuentro con los hermanos y con Dios. En Jesucristo ha quedado patente que el cuerpo constituye el final de los caminos de Dios y del hombre. En Cristo “habita la plenitud de la divinidad en forma corporal” (Col 2,9). En esta mentalidad no encaja la definición clásica de muerte como separación del alma y del cuerpo. Se trata más bien del paso de un tipo de corporeidad limitado, biológico y restringido, hacia otro tipo de corporeidad ilimitado, de amplios horizontes. El hombre-cuerpo al morir a este estado de su vida, puede finalmente realizar la totalidad de su ser. No abandona la materia, sino que la penetra mucho más profundamente. La muerte es un segundo nacimiento. El niño en el seno de su madre, a los nueve meses, necesita morir a su primer estado de vida, para poder así seguir desarrollándose. Quedarse por más tiempo en el seno materno es mortal. Así necesitamos también nosotros romper la matriz de la historia espacio-temporal para poder llegar a la plenitud del crecimiento, por la que tanto hemos pateado en esta vida. En los dos senos maternos, la criatura se ve empujada y apretada por todas partes hacia afuera, sin saber del todo que al otro lado de ese pasaje estrecho, doloroso y sangriento le esperan horizontes nuevos... A este lado la puerta de la muerte se nos presenta fea, negra y repelente; pero al otro lado, la misma puerta es hermosa, pintada de blanco, el color de la victoria, pues tras ella se llega a la plenitud del amor, de la conciencia y la fraternidad, siempre buscadas con afán en esta vida, pero nunca alcanzadas del todo. La muerte es el nacimiento al querer verdadero y pleno. La conquista definitiva de la libertad, sin ningún tipo de amarres o restricciones. La sensibilidad humana, limitada acá por el tiempo y el espacio, se libera por fin de esas trabas, y puede abrirse a una capacidad inimaginable de percepciones. El amor podrá por fin entregarse totalmente en la más pura libertad. En este estado de vida el hombre exterior va muriendo biológicamente poco a poco, hasta acabar de morir. Pero el hombre interior va creciendo continuamente en su personalidad, y se va abriendo cada vez más hacia el amor y la integración, hasta acabar de nacer del todo. El pleno desarrollo del hombre interior (personalidad) precisa la muerte del hombre exterior (vida biológica) para poder desarrollarse y avanzar, como el paso necesario hacia otro nivel de vida plena, personal y comunitariamente. Para la fe cristiana la resurrección no tiene nada que ver con la revivificación de un cadáver, sino con la total realización de las capacidades de la persona humana, superadas ya las limitaciones actuales. Desde el momento en que se traspasa el umbral de la muerte, cada persona entra en un modo de ser nuevo que implica la abolición de las coordenadas de tiempo y espacio, pasando a la atmósfera de Dios que es la eternidad. Se acaba la espera. Todo cuanto cada uno alimentó e intentó desarrollar en esta vida, como un regalo de Dios, llega entonces a su plenitud. El ser humano es ante todo un poder-ser, que anhela profundamente revelarse en su plenitud total. La resurrección lleva a cabo la utopía de la total realización de cada ser humano en todo lo que tiene de típico de su personalidad. En la resurrección cada uno tendrá el cuerpo correspondiente a su personalidad, capaz de expresarla total y adecuadamente. En esta vida el cuerpo no puede expresar con exactitud la riqueza de cada personalidad. Pero después del segundo nacimiento el ser humano estará libre de todo tipo de obstáculos y podrá desarrollar una perfecta adecuación espíritu-cuerpo-mundo. Cada persona quedará plenamente realizada y llena de Dios. Al mundo de la carne, de la pequeñez, la debilidad y la corrupción, sigue y reemplaza un mundo divino de dominio y plenitud, de incorrupción y de gloria (1Cor 15,42s). Entonces Dios y Cristo serán todo en todas las cosas (Col 3,11; 1Cor 15,28). José Luis Caravias, sj. Asunción, 9de abril de 1994