hacia la universidad del siglo 21

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HACIA LA UNIVERSIDAD DEL SIGLO 21
Notas para la discusión preparadas por
Julio SILVA-COLMENARES *
para la revista Universidad y Sociedad (UAC)
Bogotá DC., junio de 2004
Contenido
Hacia una universidad abierta y flexible
Hacia una universidad democrática y comunitaria
Hacia una universidad mercadocéntrica y permanente
Hacia una universidad formadora e investigativa
HACIA UNA UNIVERSIDAD ABIERTA Y FLEXIBLE
Como muchos acontecimientos lo confirman día a día, hemos pasado de una época de
cambios a un cambio de época. Y en esta época nueva, marcada por la influencia del
conocimiento en todos los ámbitos de la vida, hay que pensar en el largo plazo y en las
transformaciones que lleven a la sociedad humana a un estadio superior de libertad y
felicidad. Sobre esa base, hay que insistir en un tema permanente, la universidad,
también determinante en el largo plazo, que es la mirada más escasa en el país. Hay
que tener en cuenta que las universidades, como parte del sistema educativo, tienen
como "objeto de trabajo" el bien público quizá más antiguo: el conocimiento, y como
"objetivo de trabajo" la misión de transmitirlo, enriquecido, a las siguientes
generaciones. Si bien se define a la universidad como el componente superior del
sistema educativo, cada vez es más evidente que la formación básica es lo fundamental
en la búsqueda de seres humanos con altos niveles de ética, democracia y
productividad. Educación básica que está muy desorientada, con paradigmas que ya
cumplieron su objetivo. Situación que no sólo afecta, junto con otros aspectos, la
llamada «crisis institucional de la universidad», sino la misma vida de la sociedad y
cuya solución es indispensable si queremos insertarnos con alguna posibilidad de éxito
en la competida sociedad global que ya está aquí, así pretendamos no verla o cerrarle
puertas y ventanas.
Todo indica que la universidad del siglo 21 será muy distinta a lo que fue en los siglos
20 y 19, comprobándose que en la dialéctica del desarrollo lo nuevo niega lo viejo pero
proviene de allí. Fue poco lo que la universidad, como institución, cambió en los últimos
doscientos años, pero será mucho lo que cambiará en los próximos lustros. Los
cimientos de la universidad cerrada y controlada por una elite del saber están siendo
horadados por la fuerza de la democracia y la pérdida del monopolio del conocimiento.
Poco a poco la universidad tendrá que abrirse a todos, eliminando requisitos y
restricciones de ingreso, pues el conocimiento estará afuera, al libre acceso de las
personas.
Si bien la elevación de la escolaridad media permitirá que ingresen a la universidad
personas que demuestren haber cursado determinadas etapas de la educación básica y
media, no puede negarse que para la adquisición de ciertos conocimientos, destrezas y
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técnicas es más importante la voluntad de querer hacerlo que la comprobación
acartonada de años de estudio, llenos de aprendizaje memorístico pero escasos de
aprendizaje significativo; es decir, con muchos datos, pero sin saber pensar. Todo
adulto que piense y se comprometa con unos resultados y objetivos debería ser
aceptado en cualquier programa de educación, bajo su exclusiva responsabilidad. Hay
que aceptar que en la sociedad actual no sólo se aprende de los docentes
profesionales y en el salón de clase. En la sociedad del conocimiento en construcción,
el dato es variable, de poca duración, y lo importante es enseñar a pensar para un
mundo complejo, contingente y de incertidumbre.
Como las personas ingresan ahora al sistema educativo a una edad menor que antes,
quienes pueden terminar la educación media y obtener el título de Bachiller, que
todavía es requisito de ingreso a la universidad, no exceden los 16 a 18 años. Es
previsible esperar, por tanto, que cada vez un mayor porcentaje de los estudiantes que
inician la educación superior estén en tránsito de la condición de adolescentes a
adultos. En este caso, lo que hoy conocemos como universidad tiene la obligación de
ayudarles a consolidar dos características básicas del adulto y que son indispensables
para los nuevos retos del aprendizaje: autonomía y responsabilidad. Así mismo, es
conveniente observar que cuando se avanza en el sistema educativo, en especial luego
del ingreso a la educación superior, ésta será cada vez menos una etapa transitoria que
se supone capacita para toda la vida y se convertirá en una situación permanente y por
toda la vida. Por tanto, convivirán en el mismo medio personas adolescentes con
adultos, todos en muy diversas edades, pero aumentará la edad media del estudiantado
universitario.
De igual manera, y a medida que ocurre este avance, el énfasis en el proceso de
enseñanza-aprendizaje se traslada de la enseñanza, prioritaria en los primeros años de
la vida, al aprendizaje, determinante en el caso de los adultos y la educación superior;
es decir, el actor principal es cada vez menos el profesor y más el estudiante. Algunos
expertos en el tema dicen que en este caso no debe hablarse de pedagogía sino de
andragogía, pues no corresponde a un proceso de enseñanza-aprendizaje con niños
sino con adultos. Son cambios que transformarán más el perfil de las universidades en
la próxima década que lo ocurrido en los últimos cien años.
En el caso de países como Colombia hay que tener en cuenta que al lado del típico
estudiante de la jornada diurna, debe considerarse que una buena parte de la matrícula
universitaria corresponde a estudiantes de la jornada nocturna, muchos de los cuales
han pasado por un período de suspensión de estudios o han ingresado al mercado
laboral para poder financiarse la continuación de su educación, teniendo algunos ya
constituido un hogar. Pero tal situación no garantiza que estén preparados para las
exigencias de la nueva educación superior y para las condiciones del cambiante mundo
laboral, en una sociedad en donde el desarrollo vertiginoso del conocimiento está
transformando el papel del trabajo en el proceso de producción y de satisfacción de las
necesidades materiales, sociales y espirituales.
Por tanto, para ayudar a los estudiantes a desarrollar la autonomía y la responsabilidad
indispensables para ser el ciudadano participativo y honesto, así como el profesional
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competitivo y dinámico que requiere el siglo 21, la universidad debe ofrecer primero a
sus ingresados los fundamentos necesarios para mejorar su capacidad de aprendizaje y
respuesta ante el mundo de incertidumbre y turbulencia en que vivimos. Se supone que
este ciclo básico de la educación superior le permitirá a cada estudiante confirmar si las
competencias y preferencias que tenía al finalizar su educación media son las que
desea profundizar y utilizar en la siguiente fase de su vida, o, por el contrario, quiere
modificar su opción. Lo ideal sería que esta apertura de opciones fuese lo más general
posible, esto es, abierta a todas las áreas del conocimiento. Así, también se facilitaría a
los estudiantes la matrícula inicial y no se les forzaría a decidirse por una carrera
profesional antes de ingresar a la universidad.
El ciclo de formación universitaria básica debe permitir al estudiante comprender que ha
pasado de la etapa con énfasis en la enseñanza a la etapa con énfasis en el
aprendizaje, y que este ciclo está dedicado, en lo fundamental, a que el estudiante
aprenda a pensar, a atreverse, a avanzar en el dominio de un segundo idioma, a
profundizar en conocimientos necesarios en cualquier campo de desempeño, como
matemática, informática, comprensión de lectura y expresión oral, redacción, ética y
valores, historia, lógica y filosofía, mercado laboral, productividad y competitividad,
problemas globales contemporáneos y temáticas similares, que facilitan un
pensamiento global y transdisciplinario, aunque se actúe en forma local y en un campo
profesional específico. Este ciclo debe ayudar al estudiante a entrar al mundo de la
conjetura, la reflexión, la analogía, la manipulación de objetos y la resolución de
problemas. Se espera que al finalizar se haya formado un estudiante independiente y
polivalente, con capacidad para tomar opciones sobre el futuro inmediato de su vida,
incluida el área específica del conocimiento hacia donde quiere orientar su formación
profesional o científico-técnica. La capacidad para tomar opciones es decisiva para la
felicidad personal.
Como es natural, a este ciclo de formación básica debe seguir uno o más ciclos que
conforman la formación profesional específica y las profundizaciones o énfasis que se
considere necesario, buscando, en lo posible, avanzar hacia una educación superior
personalizada. También para beneficio de los estudiantes se podrían acortar las
vacaciones y reducirse los períodos académicos a cuatrimestres, lo que permite trabajar
menos asignaturas pero con mayor profundidad; además, con la introducción del
sistema de créditos académicos, lo que hoy se conoce como una «carrera profesional»
puede cursarse entre un mínimo de 7 a 8 semestres calendario y un máximo de 11 a 12
semestres.
Cada vez la universidad se ve más forzada a afrontar con respuestas pertinentes e
innovadoras la crisis en marcha del concepto de «carrera profesional», erosionado a
marchas forzadas por la transdisciplinariedad que exige el trabajo en grupos, modalidad
que se impone en todo tipo de organizaciones. Si a esta idea se adiciona la disminución
de las asignaturas y de la presencialidad para que haya más autoformación, así como
cambios en la forma de registrar y realizar las asignaturas, se estará ofreciendo más
flexibilidad en el currículo a cada estudiante.
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HACIA UNA UNIVERSIDAD DEMOCRATICA Y COMUNITARIA
La universidad abierta y flexible será una universidad con poca escolaridad pero amplia
y permanente actividad científica, orientada a formar ciudadanos éticos y competitivos
más que a simples profesionales. Hay que acomodarse a lo que serán las
universidades en el futuro: empresas del conocimiento de «sistema abierto», que
funcionan 24 horas al día, 365 días al año. Pero también esa universidad debe ser
democrática y estar en comunicación con la comunidad. Dos condiciones escasas en
nuestras universidades, si entendemos que democracia es algo más que participar en
procesos electorales que conducen a un co-gobierno poco decisorio y que la
vinculación con la comunidad va más allá de los programas de extensión. En cuanto a
lo primero, hay que tener en cuenta que la mayoría de quienes ingresan a la
universidad, en especial a las estatales y las orientadas hacia las familias pobres y de
clase media, provienen de colegios que no se destacan por la alta calidad de su
educación y que las dificultades propias de sus hogares son un obstáculo para adquirir
mejores conocimientos. En este caso, la democratización supone una responsabilidad
social ineludible: hay que incluir en la sociedad moderna a quienes por problemas de
inequidad social han sido excluidos de los beneficios del desarrollo, es decir, hay que
«nivelar» a los estudiantes recibidos con los conocimientos necesarios para un buen
desempeño universitario. Esto, y una educación universitaria de calidad, podrá
facilitarles el ser competitivos, ya sea como asalariados o como profesionales
independientes.
De otro lado, se debe pensar en sustituir la estructura administrativa vertical y
jerarquizada, propia de las organizaciones militares, y muy distante de las personas,
por algún tipo nuevo de estructura organizacional plana, más propia de las instituciones
con trabajadores del conocimiento. Esto implica introducir formas nuevas de trabajo,
como el modelo en desarrollo de «hogar-oficina» o «teletrabajo», más adecuado al
ámbito científico o universitario pero que requiere las nuevas tecnologías de la
información y la comunicación, así como abandonar la vieja gestión de funciones y
problemas y sustituirla por la nueva gerencia de procesos y objetivos. En estas
empresas también desaparece el tradicional «sistema de mando y obediencia», con
jefaturazgo, y se sustituye por una gestión democrática, de liderazgo. La organización
actual de muchas facultades por divisiones, departamentos o secciones corresponde
más a las formas típicas de las empresas tradicionales, aunque ya muchas de éstas en
su proceso de modernización están sustituyendo la estructura funcional por estructuras
basadas en procesos y/o productos finales. La flexibilidad organizativa no se opone a la
medición de resultados y a la rendición de cuentas. En las universidades, más que en
cualquiera otra organización social, se requiere una gerencia social democrática.
En cuanto a lo segundo, necesitamos una universidad que ponga los conocimientos al
servicio de la solución de los problemas de la sociedad, vinculando a docentes y
estudiantes a una metódica de «enseñar y aprender haciendo». Todo conocimiento es
susceptible de aplicarse para la solución de un problema; falta aprender el ejercicio de
esta habilidad, que desarrolla la relación esencial entre ciencia y técnica. Docentes y
estudiantes deben gastar menos tiempo en los claustros universitarios y vivir más
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«metidos en el barro». Como es comprensible, cambios tan sustanciales no se
producen con facilidad. Ya lo dijo Ortega y Gaset: Existen dos instituciones que
cambian muy poco; los cementerios y las universidades.
HACIA UNA UNIVERSIDAD MERCADOCÉNTRICA Y PERMANENTE
Como se plantea en diversos medios, para la sociedad del conocimiento en
construcción es indispensable «repensar» el papel de la educación, en general, y de la
educación universitaria, en particular. Con palabras de moda, la «reingeniería» o
«reinvención» de las instituciones docentes y la actividad educativa es necesaria. La
educación debe comprometerse más con la modernización de la sociedad, pero sobre
todo con el desarrollo humano, es decir, con el avance en el proceso de humanización,
en condiciones de libertad y en búsqueda de la felicidad. Como hemos de educar para
un mundo que desconocemos, y «siempre viviremos el resto de nuestras vidas en el
futuro», la educación, en especial la universitaria, debe ser menos valoración y
contemplación del pasado y más anticipación del futuro, con un mayor estímulo para la
capacidad innovadora del ser humano.
Para mejorar la eficacia social y elevar la eficiencia económica del proceso educativo,
en especial en las universidades, es indispensable pasar de una educación centrada en
la transmisión del conocimiento, con un aprendizaje memorístico, a una educación
orientada a enseñar a pensar, con un aprendizaje significativo. También hay que
enseñar a olvidar o a «desaprender». Diciéndolo de otra manera, la educación centrada
en la solución de problemas debe enseñar a pensar no solo con eficiencia (haciendo un
mejor uso de los recursos) sino con eficacia (logrando una mayor pertinencia con el
proceso de humanización).
Si los profesores tienen la obligación de «enseñar a pensar», los estudiantes han de
«aprender pensando y haciendo», para que puedan trasladar con la mayor rapidez
posible a su entorno habitual los principios, conceptos y técnicas aprendidos. Sin negar
la importancia del pensamiento lógico es indispensable estimular en los estudiantes el
desarrollo del pensamiento crítico, es decir, de la capacidad para utilizar el
conocimiento adquirido para generar competencias, habilidades o destrezas que sirvan
en la solución de problemas, ya sean teóricos o prácticos.
Lo anterior implica una universidad que identifique mejor a su «clientela» para darle el
producto que más se acomode a sus necesidades. Esto supone una mayor reflexión
sobre qué tipo de empresa debe ser la universidad, cuál es el producto que se espera
entregue al final del proceso y cómo puede hacerlo. Es decir, la universidad debe
introducir más análisis de mercado en todos sus aspectos, o ser más mercadocéntrica,
como se dice hoy. En este análisis hay que pasar de un enfoque de oferta (diseño
técnico en escritorios aislados) a un enfoque de demanda (diseño empático,
consultando las necesidades de los ciudadanos-clientes).
Pero cuando hablamos de empresa y mercado no estamos pensando en la visión
estrecha y utilitarista de la economía capitalista, sino de empresa en el sentido de
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conjunción de esfuerzos y recursos para producir resultados y de mercado como el
escenario que facilita el encuentro para que diversos actores puedan satisfacer sus
necesidades materiales, sociales y espirituales. Esto obliga a los directivos
universitarios a hacer una gerencia del talento humano, más que una gerencia de
recursos físicos o pecuniarios, sin que esto signifique desconocer su importancia.
De otro lado, debe tenerse en cuenta que si bien hace algunas décadas los estudios
pregraduales constituían en la práctica la culminación de la educación superior, hoy
apenas se consideran su etapa inicial, pues en la sociedad del conocimiento la
educación será un proceso permanente. Pero muy distinto a como se entiende hoy,
pues la educación superior tiene cada vez menos la función de entregar al cursante un
catálogo de respuestas y más de llevarlo al mundo de las nuevas preguntas.
En adición, la revolución científico-técnica está modificando mucho el ambiente
universitario, incluido el proceso de enseñanza-aprendizaje, dada la menor
presencialidad requerida en razón del uso de la informática y la telecomunicación, a la
vez que la educación permanente o por toda la vida de las personas, hará que la edad
promedio del estudiante universitario, que durante mucho tiempo osciló entre los 18 y
los 25 años, se eleve de manera sustancial, lo que llevará también a un cambio en los
servicios ofrecidos a los discentes.
HACIA UNA UNIVERSIDAD FORMADORA E INVESTIGATIVA
Para terminar estas breves reflexiones sobre la universidad que necesita nuestra
sociedad, digamos algo sobre la falsa disyuntiva de sí la universidad debe ser más
formadora de profesionales, algunos hablan de la universidad profesionalizante, o más
investigativa, para crear conocimientos. Estamos con quienes consideran que debe
hacer las dos cosas y de la mejor manera posible, teniendo en cuenta que son tareas
distintas, pero complementarias, y que se desarrollan en ámbitos diferentes, no siempre
con las mismas personas ni en forma simultánea.
Como se dice con frecuencia, a medida que crece la competencia en una sociedad
globalizada se hace más indispensable poder contar con profesionales de buena
calidad científico-técnica y humana. Esto significa que no sólo deben poseer
conocimientos de «frontera» en su campo específico, sino tener una formación
humanística sólida. O sea, no podemos formar profesionales sapientes pero que son
ciudadanos deshonestos e individualistas, lo que también podría decirse a la inversa: en
el mundo de hoy no es suficiente contar con ciudadanos rectos y participativos;
necesitamos personas que en su desempeño habitual sean competentes, sin importar
la esfera de su ocupación o la forma de vinculación a la actividad socioeconómica.
Como es natural, la exigencia anterior no es sólo responsabilidad de la universidad,
pues la formación (no en el sentido mecánico de «construcción» sino de «desarrollo de
seres humanos») es un proceso continuado, que corresponde también a la familia y al
sistema educativo preuniversitario. No obstante, cuando los padres tienen baja
escolaridad y existe una tan desigual distribución de las oportunidades educativas,
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como ocurre en Colombia, la universidad tiene la responsabilidad adicional de
coadyuvar en la solución de la inequidad social, facilitando la inclusión en la sociedad
moderna de quienes han sido excluidos por el modo de desarrollo. No olvidemos que la
minoría que ha podido llegar a la universidad tiene una escolaridad de más de 15 años
(menos del 20% de los mayores de 17 años cursa educación superior), cuando la
inmensa mayoría de la población cuenta apenas con 5 años de escolaridad. Esta
situación es peor que la alta concentración de la riqueza, pues estimula una alta
concentración del ingreso.
Pero menospreciar la responsabilidad de la universidad en la formación de
profesionales competentes, que sean ciudadanos éticos y respetuosos de los demás,
no puede llevar al otro extremo: todo el mundo en la universidad debe ser investigador y
científico y cualquier actividad puede calificarse de investigativa y creadora de
conocimiento. Sin decirnos mentiras, la mayoría de nuestras universidades no hacen
investigación ni producen conocimientos, pero si podrían esforzarse más por
«valorizar» mejor al escaso capital humano que llega a sus aulas. Si se cumple bien
esta tarea, sería inmensa la contribución a un nuevo modo de desarrollo humano, bajo
condiciones de libertad y felicidad, sostenido en la tríada de un Estado estratega y
comunitario, un mercado abierto y democrático y una solidaridad social eficaz y
sostenible.
Hay que reforzar el ámbito universitario propio de la investigación, es decir, los
programas postgraduales, en especial las maestrías y los doctorados, y estimular la
formación de grupos efectivos de investigación, que tengan sus «pares» incluso en
instituciones no universitarias, tanto de Colombia como del exterior. Pero debe cambiar
lo que ocurre ahora; de los recursos que produce la creciente demanda postgradual son
muy pocos los que se dedican de verdad a la investigación; y son también muy
reducidos los aportes que el Estado (y no sólo el gobierno) orienta hacia ciencia y
tecnología. Los directivos universitarios como gerentes sociales, tienen en sus manos lo
más valioso del capital humano del país; por tanto, deben mirar a más largo plazo y
repensar productos y procesos.
* Vicepresidente de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas; miembro del consejo directivo de la Sociedad Colombiana de
Economistas; PhD en economía (summa cum laude) de la Escuela Superior de Economía de Berlin y doctor en ciencias económicas de la
Universidad de Rostock (Alemania); profesor visitante de postgrado en varias universidad de Colombia; profesor-investigador y director del
Observatorio sobre desarrollo humano en Colombia de la Universidad Autónoma de Colombia; autor de 10 libros, 14 folletos y más de 200
ensayos y artículos científicos publicados en Colombia y el exterior; coautor en 18 libros.
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