comunidad y juego-¿a qué estoy jugando

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¿a qué estoy jugando?
Quizá lo primero que me llama la atención es que esté dirigida a una sola persona y no
al “nosotros” del que tanto nos ocupamos allí. Porque aunque hay juegos que los puede
juegar uno solo, en todo caso este al que yo he podido jugar es uno de esos juegos que
hacen falta otros. Pero entiendo de todas formas que siendo “yo” una de las personas
que puso esto de Valencia en movimiento, y aunque pronto se empezó a organizar con
la participación de mucha otra gente, sí que hubo un momento donde uno, solo o casi
solo, empieza a idear unas posibles condiciones de juego para articular el encuentro.
Lo difícil para contestar esta pregunta, que yo mismo o algún otro, ya ni me acuerdo,
pensó para el título del blog, es que las reglas de este juego al que se invitaba a jugar no
están muy definidas, lo cual no quiere decir, como decía Pepe en la entrevista, que no
tenga reglas. Yo diría que la única regla explícita en la construcción de este
juego/encuentro era la posibilidad de diluir o remover lugares o reglas más
convencionales, forma aceptadas de organizar un encuentro, que ya están dadas (la
cuestión sería desde dónde cuestionar esas reglas, desde qué lugar, desde qué tipo de
práctica… esto es a lo que he llegado al final de este texto).
Tratándose de un encuentro digamos que “teórico”, las reglas a las que más fácilmente
podíamos haber recurrido son las que organizan cualquier tipo de congreso o seminario,
y que nosotros también utilizamos, aunque quizá de forma más consciente, es decir,
exposiciones públicas, conferencias, mesas redondas, turno de preguntas, descansos
para el café... Por otro lado, como se quería que todo esto tuviera algo de práctico,
también se pensó inicialmente en plantear uno o varios talleres, que es otro tipo de
organización, que tiene otras reglas y que podemos identificar fácilmente, y que terminó
convirtiéndose en ese taller de talleres que desarrollamos los primeros días.
El juego —el juego al que yo jugaba, por retomar la pregunta, y que en todo caso traté
de hacerlo lo más explícito posible, de modo que no solo jugase yo— consistía en jugar
con esas mismas reglas, en jugar las reglas del propio encuentro (que luego se
terminaron jugando ellas a sí mismas, me refiero al cambio de espacio y lo que eso
conllevó) y plantearnos si queríamos seguirlas o no, o si se podían crear otras reglas
distintas que nos permitieran encontrarnos de otro modo.
Según escribo esto tengo la sensación de que son temas que están hoy día muy encima
de la mesa y que de un modo u otro están siendo planteados, trabajados, utilizados o
rentabilizados desde áreas muy distintas por mucha gente. Con lo cual tampoco tiene
esto nada de nuevo, para mí simplemente era una opción, la opción más coherente, para
organizar hoy un encuentro no solo teórico, sino también desde la experiencia que te da
el involucrarte de manera práctica en algo, era una forma distinta de “investigar” (una
palabra cuyo sentido también me cuestioné) sobre los temas que estaban planteados:
comunidad, juego y economía.
Tratando de buscar un nombre a este juego creo que se le podría llamar “el juego de la
vida”, pero la vida entendida como metáfora de otra cosa (no pretendo aquí venir a
contar lo que es la vida o lo que deja de ser). Solo recurro a este término como un modo
de nombrar algo que es díficil de saber exactamente lo que es, porque aunque todos
sabemos que tiene reglas, y que las reglas pueden estar constantemente cambiando,
cuesta llegar a saber a qué estamos jugando en cada momento. De algún modo todos los
juegos son un juego de vida, porque te terminan situando en ese plano de
desconocimiento o de pérdida acerca del presente, de lo que está pasando o de lo que
puede llegar a pasar, hasta que se acaba y ahí quizá te das cuenta de lo que en realidad
ocurría, construyes el relato completo del juego solo a partir de su final, o uno de los
posibles relatos. Si encima no tienes claro cuáles son las reglas de eso a lo que estás
jugando, todo esto se hace aún más difícil de identificar, de nombrar.
Sin embargo, sí que había, o yo al menos detecto, una regla más o menos clara, más o
menos aceptada por todos como punto de partida, y era el hecho de encontrarnos
físicamente de un modo bien determinado, y estoy tratando de recuperar ahora la
sensación de ese primer día en Valencia, de sol, saliendo de la estación de tren, dejando
las bolsas en los apartamentos, saludando a gente que no ves hace tiempo y otra a la que
no conocías, pero con la que ya habías hablado por mail, aterrizando finalmente en la
nave de La Calderería, comiendo en aquella mesa alargada, sin saber todavía muy bien
cómo iba a funcionar todo aquello, pero un poco nerviosos quizá, al menos yo, porque
el momento de “empezar” se acercaba… y no se sabía muy bien cómo.
Pero “de empezar el qué?” está fue quizá la pregunta que puso en marcha el juego de
una forma más explícita, qué es lo que “teníamos” que empezar, cuál era la mejor
manera de empezar eso que queríamos o no queríamos empezar, qué compromisos
teníamos, qué objetivos, expectativas y sobre todo qué ganas. Creo que desde ese
“comienzo”, ya cara a cara, quedó claro algo que de algún modo seguro que ya había
ido saliendo en los mails y que continuaría apareciendo el resto de la semana (basta con
mirar la entrevista colectiva). Eso que se planteó abiertamente con nuestra actitud es que
el hecho de encontrarnos, o el hecho de encontrarse (si queremos empezar a teorizar) un
grupo de gente, tiende de forma natural a tener un componente, por llamarlo así, una
energía o una cualidad que lo sostiene y que está más allá de cualquier objetivo
específico o principio de rentabilidad. Ese plus es, tal y como lo veo ahora, lo que allí se
planteó como punto de partida, y fue a partir de ahí, de esa sensación, aceptada por
todos, a la que luego fuimos dándole vueltas. Fue desde ahí que empezamos a ver que
podíamos hacer muchas cosas y que también podíamos no hacer nada, que eso también
era una opción y no la menos interesante, el hecho de que un grupo de personas se
puedan reunir sin ninguna razón o teniéndola, pero sintiendo que más allá de las
motivaciones la razón es siempre otra.
Todo esto, nuevamente, es un tema bastante viejo, casi obvio. Lo del “afecto”, que se
viene utilizando tanto, tiene que ver con esto que estoy diciendo y que no es fácil de
nombrar. Porque esto del afecto, que puede ser confundido con aquello de ser súper
amigos, de estar de acuerdo en todo o de tener que querernos mucho o no querernos
mucho (que es otra opción, dicho sea de paso, bien interesante), para mí es algo más
básico. El afecto yo lo relacionaría con la necesidad que tenemos de los otros, pero una
necesidad que está más allá del hecho de la pareja, los amigos más cercanos o la familia.
Es una necesidad más inmediata y que necesita menos elaboración o tiempo de lo que
puede implicar estas otras opciones afectivas. El afecto, sin más calificativos, podría
tener que ver con aquello que decía Lévinas, con un sentimiento de deuda o
responsabilidad hacia el otro, y que parece que está en la base misma de la etimología
de la palabra comunidad, la necesidad de darNOS como un misterio (del que
históricamente se han hecho cargo las religiones, las espirituales y las seculares, esas de
que en lugar de dios colocan cualquier otra cosa).
Socialmente, todo esto de hasta dónde uno tiene que dar o recibir está más o menos
regulado: lo que tienes que dar a un amigo, lo que tienes que dar a una pareja, lo que
tienes que dar a tu jefe, a un compañero de trabajo, a un vecino…, aunque siempre
quepa la opción de dar de más o de dar de menos. Por ejemplo, si vas a un encuentro
como el de Valencia, cuánto habría que dar? Pues en principio depende de cómo se
plantee, de cuáles sean las reglas. Si está organizado de un modo más o menos
tradicional, valdría quizá con dar tu conferencia/hacer tu obra, y quedarte quizás un día
más y socializar un poco; aunque lo cierto es que no solamente en los congresos, que
aquí es un mero ejemplo, sino en cualquier actividad en la que nos implicamos se nos
suele pedir mucho de todo esto, de todo ese plus que está más allá del hecho de
desarrollar únicamente la actividad para la que te han llamado. Esto me hace pensar en
lo de la biopolítica o la idea de explotación en el trabajo inmaterial, que físicamente no
deja tantas huellas externas como el trabajo manual, pero emocionalmente te obliga a un
nivel de interacción intenso.
Lo de Valencia, el juego que se planteaba, a lo que yo jugaba, aunque creo que no solo
yo, o al menos así lo sentí, era esto de no solo ir a Valencia a hacer algo (una
conferencia, una exposición, un taller, una obra…), sino también a “algo más”, ese más
es lo que me interesaba experimentar y sentir, todo eso de la comunidad y los tipos de
economías que la sostienen.
Mi reflexión ahora (que seguramente es pasajera y mañana será distinta), es que esto del
juego de la vida tiene algo de peligroso o algo de engañoso, no sabría cómo llamarlo,
pero sí recuerdo que hacia el final de la semana terminé un poco superado y me planteé
la legitimidad de todo eso que estábamos haciendo. Porque “todo eso” son cosas al
mismo tiempo muy naturales, que están ocurriendo a cada momento, y que quizá no
haría falta ni nombrarlas, porque ya están ahí, quizá sería suficiente con formular los
temas de trabajo, las convocatorias, las propuestas, en unos términos más concretos, y
que luego lo del afecto funcione por sí solo, sin tener que colocarlo en la mesa de
disección. No sé, es solo una duda lo que comparto. Me cuestiono simplemente todas
esos proyectos o eventos que utilizan el campo de los afectos para llegar a un tipo de
resultado que va más allá de la propia afectividad. Me pregunto si no deberíamos dejar
todo esto del afecto para que surja cuando surja, y cuando no se dé, pues no se da, en
lugar de convertirlo en un campo de trabajo más. No sé, es solo una duda.
Puede ser que leído desde ahora todo esto (“mi juego”) parezca mucho más claro de lo
que estaba cuando lo estábamos empezando a discutir aún antes del verano del año
pasado. Creo que una cosa buena de este juego es que los resultados no eran previsibles,
finalmente salió como salió, cada uno hará su balance, pero creo que lo más interesante
es que el juego se dio como se dio, de un modo singular, que algo funcionó de aquella
manera. Y creo que eso que funcionó fue posible por algo muy básico al mismo tiempo:
la aceptación de esa regla a la que me refería antes (desde la cual cuestionar todas las
otras reglas), la de que cuando un grupo de personas se reúnen en un espacio (no ya en
nombre de dios, como se dice en los ritos religiosos) sino en nombre de ellos mismos,
hay algo de gratuidad, algo como un tanto misterioso, que se está escapando a cualquier
motivación externa o principio de rentabilidad. Aceptar ese principio de placer (o como
lo queramos llamar) como base de un encuentro y ponerlo en práctica como herramienta
crítica (¿lugar de resistencia?) para cuestionar otras cosas, creo que eso estuvo bien. A
mí ahora mismo es una de las cosas que más me quedan, como se suele decir, que
aprendí: un cierto grado de gratuidad, de desinterés, de no saber, de porque sí, de juego,
de vacío y percepción intensa de ese vacío… como lugar de resistencia… un clásico!
Creo que desde ahí se pueden construir y deconstruir muchas cosas de otra manera.
Óscar Cornago
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