Esto nos deja con el panorama que describí al previamente, la

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Engendrando fatalidad
Stanley Fish
Mi análisis del caso Skokie es una extensión de un argumento que primero
desarrolle en un ensayo titulado "No Existe Tal Cosa Llamada Libertad de Expresión y
Ello es Algo Bueno."1 Por “no existe tal cosa llamada libertad de expresión” quiero
significar tres cuestiones. Primero, el acto del discurso, a menos que se entienda como
la mera producción de un ruido, es a la vez una conducta forzada y un acto de opresión.
El discurso es una conducta forzada porque, para hablar (o escribir) uno no piensa
independientemente de cierta visión o agenda, la que nos impone hacer una aseveración;
la expresión por lo tanto no es libre porque uno está sujeto a esa imposición —creencia
y convicción—al momento de producir una expresión. El discurso a su vez oprime
porque como acción impulsada por la creencia y la convicción, siempre cumple la
función (implícita y hasta explícitamente) de rechazar y de estigmatizar las creencias y
las convicciones de otros. Usted se preocupa en afirmar X porque algunas otras
personas han estado afirmando Y, y en su opinión Y es falso y tal vez peligroso; o usted
se apura en afirmar X porque piensa que X es una verdad insuficientemente reconocida,
y nuevamente desde su mirada un mundo privado de X es un mundo que es
empobrecido y quizás padeciente. Usted, en pocas palabras, no se expresa para animar a
otros a que se expresen libremente sino para desalentar que otros se desvíen u presten
oidos al error. Usted no busca liberar a la comunidad sino atarla a las verdades que
usted considera son saludables.
El segundo sentido de la idea de que “no hay tal cosa llamada libertad de
expresión” es capturado en el refrán proverbial "No existe tal cosa como un almuerzo
gratis”2. El discurso, como el almuerzo, cuesta, y cuesta por una razón que se sigue
lógicamente del sentido #1: si la expresión opera siempre para fomentar algunos
intereses definidos por una agenda determinada, su eficacia será alcanzada siempre a
Stanley Fish, “There is No Such Thing as Free Speech and it´s a good thing too”, Boston Review,
February 1992, p.3.
2
N. de T.: “There is not such a thing as a free lunch”, la expresión free en ingles puede significar libre o
gratis. En este caso Stanley Fish la utiliza para referirse a la gratuidad de un almuerzo haciendo una
analogía respecto a la frase “no existe tal cosa llamada libertad de expresión” (There is not such a thing as
free speech) donde la palabra free implica libertad.
1
expensas de algunos otros intereses definidos por otra agenda determinada. Cuando
alguien se expresa, siempre alguien paga.
Y esto conduce directamente al tercer sentido de que no hay tal cosa llamada
libertad de expresión. No existe discurso que este libre de consecuencias—es decir, noy
hay ningún discurso cuyo impacto pueda ser confinado a la atmósfera esterilizada y
eterea de un seminario de filosofía (asumido por los ideólogos como un modelo de la
libertad de expresión para el mundo entero). Y dado que no hay un discurso libre de
consecuencias, una jurisprudencia basada en la identificación de tal categoría de
discurso —una jurisprudencia fuertemente investida de la distinción, incluso la
cualificada, entre el discurso y la acción—sería fatalmente confusa y comprometida con
acciones que ella misma es incapaz de dar cuenta o aún de reconocer. Estará
protegiendo algo que no existe, y por lo tanto no hará lo que piensa y dice que está
haciendo.
Sin embargo, hará algo (es difícil no hacerlo), y la conclusión que surge de las
varios explicaciones segun las cuales no hay tal cosa llamada libertad de expresión es
que lo qué estará haciendo es estatuir políticas. Es esta conclusión la que determina la
interpretación hostil que tuvo mi obra por parte los guardianes de la Primera Enmienda.
Por ello resulta central en en una comunidad con libertad de expresión que el propósito
de la primera enmienda es aislar la discusión y la difusión de ideas de la interferencia
política, un propósito que es supuestamente realizado cuando las políticas, en la forma
de reglamentación gubernamental, son vedadas de ingresar a los recintos donde se
produce y se consume el discurso. Mi argumento, sin embargo, es que la política está ya
dentro de esos recintos; desde que resulta inimaginable que el discurso se aparte de
consecuencias y desde que las consecuencias de cualquier fragmento del discurso, serán
amistosas a algunos intereses y hostiles a algunos otros, la decisión de trazar una línea
entre el discurso protegido (permitido) y él regulado será siempre una decisión para
fomentar algunos intereses y desalentar otros, es decir, será siempre una decisión
política. Esto no significa que un hacedor de la Primera Enmienda, una vez trazada la
línea, actuará políticamente; él o ella intentará (o debería) respetar esa línea más que
manipularla para responder a un propósito corporativo. Solo significa que, que la línea
respetada será ella misma controvertida, y es en este sentido (inevitable e incorregible)
que cualquier decisión de la Primera Enmienda será política.
Una forma de rebatir este argumento sería declarar que todo discurso esta
protegido (sin trazar ninguna línea) y después dejarlo y esperar para evaluar qué sucede
(ésta es la estrategia del "tiempo dirá"). A esto diría, en primer lugar, que mientras que
la gente declara todo el tiempo que desea proteger (premitir) todo tipo de discurso, ellos
nunca siguen en la práctica esa concepción, tarde o termprano algunos de los que se
expresen dará un giro tal que los supuestos partidarios de la libertad de expresión se
quejaran: "Pero no quisimos decir eso" y después invocarán (o inventarán
inmediatamente) alguna forma de negar que la expresión que consideran ofensiva es
"discurso". E incluso si fuera el caso de que todo el discurso estaría completamente
protegido (es decir permitido) (incluido el discurso obsceno, el discurso que da
información a los enemigos del país, el discurso de bajo valor, las fighting words3”, las
palabras amenazadoras, etc.), no es del todo claro cuales serían las ventajas de una
política que confía todo a un futuro cuyas consecuencias fueran enteramente
desconocidas. En el resto de este capítulo analizaré y criticaré esta orientación hacia el
futuro, característica de la retórica de la Primera Enmienda, para ver si esta orientación
es más coherente que los otros componentes de la polémicas sobre la libertad de
expresión.
Comencemos con la tesis de lo que uno probablemente va a encontrar al
principio de casi cualquier explicación de la primera enmienda: Es la función del
mercado de ideas (y por lo tanto de la tolerancia de la expresión) el permitir que la
verdad emerja, y este extremo no será promovido por los pronunciamientos prematuros
de legislaturas o cortes. Detrás de esta tesis se encuentra lo qué se ha llamado “la
premisa escéptica” de la teoría subyacente del mercado, la premisa de que la primera
enmienda protege (en las palabras de McGowan y de Tangri) "el interés público al ser
libre de determinaciones gubernamentales potencialmente erróneas del discurso" (888)4.
La premisa es escéptica porque dice que todas las determinaciones de la verdad, no
solamente aquellas hechas por el gobierno, están, en la mejor de sus tentativas, basadas
necesariamente en nada más firme que, en las palabras de Roberto Post, "los estándares
particulares de una comunidad específica” (CC,659)5. Puesto a que, como Post observa,
el juicio de una comunidad estará siempre influenciado, subordinado a que lo juzgado
envuelva en si mismo peligros duraderos: "siempre que el estado procura determinar
definitivamente la verdad o la falsedad del las declaraciones efectivas específicas,
3
4
5
trunca un proceso potencialmente infinito de la investigación, y por lo tanto corre un
riesgo significativo de inexactitud" (CC, 659).
La pregunta que haría es, "¿Cuándo este riesgo será superado?" Y la respuesta,
dictada por la lógica escéptica de la premisa, es “Nunca", por lo menos si
permanecemos dentro de los recintos seculares de las discusiones de la Primera
Enmienda. En tanto el el proceso de investigación es "potencialmente infinito", cortarlo
en cualquier punto de la revelación, lo truncará y se estará expuesto al riesgo que tanto
se teme. ¿Y cuál es exactamente ese riesgo? Es el riesgo de proceder sobre las bases de
algo menos que la verdad entera, de proceder sobre las bases de la visión meramente
parcial disponible de cualquier "comunidad específica". El problema es que la
enfermedad de la visión parcial es la enfermedad de la humanidad; y si vamos a ser
gobernados por el miedo de la parcialidad (y este miedo es el contenido del
escepticismo del mercado), entonces nos estaría vedada tanto la posibilidad de decisión
como de acción. Si el mercado rinde su veredicto solamente al final de los tiempos (o,
como Milton lo concibió, en la segunda venida de Cristo), la resolución de los
problemas oportunos será diferida por siempre.
En los argumentos fuertes de la primera enmienda esta conclusión es evitada
postulando un reino del discurso público que de alguna manera escapa, o se aísla
perceptiblemente, de las presiones de las posiciones partidarias. Como Post observa,
esta noción del discurso público "descansa sobre una lógica muy abstracta" que requiere
"un esfuerzo constante de distanciarse de las hipótesis y las certidumbres que nos
definene a nosotros mismos y a nuestras comunidades" (CC, 637). Ciertamente, esta
lógica resulta tan abstracta que, como Post reconoce, "se puede cuestionar su valor
como descripción empírica" puesto que ella no puede conectarse a ninguna solución
práctica concreta, del tipo de las que exigen una acción inmediata. Precisamente, es en
relación a “certidumbres y asunciones” contextuales que surgen los momentos de
conflicos, de manera que al menos resulta cuestionable la utilidad para esos momentos,
de una zona librada de todo aquello que hace urgente a estos conflictos.
Los teoricos del discurso público responden a esta crítica demandando
(previsiblemente) una utilidad abstracta que va acopañada de la calidad abstracta de su
foro favorecido: la idea del "discurso (o la expresión) como pura comunicación...
separada de su contexto social" debe ser considerada "como una articulación" no como
una realidad actual sino "una regulación ideal para estructurar legalmente el discurso
público" (CC, 641). Este ideal no se corresponde con ninguna forma de organización
social existente, y esta es justamente la razón por la que pueden ser promovido como
una condición a la cual todas las formas de organización social deberían aspirar. Para
ponerlo en otros (desagradables) términos, la principal sugerencia del ideal de
regulación es ser vacía; estar desobligada de cualesquier compromiso o anhelos que
pudieran sugerir o tener los agentes políticos. Es, en las palabras de Post, formal y
"extremadamente flaco" ( CH, 297)6. Sus valores "no tienen sangre" —es decir, tienen
insuficiente sustancia como para encender en cualquier persona ni una afirmación, ni
una negación apasionada—y realizan "la función enteramente negativa de resguardas a
los oradores/hablantes de que se le apliquen los estándares de la comunidad" (CC, 638).
Pero a pesar de, de hecho debido a este raquitismo sin sangre, somos llamados a preferir
la abstracción del ideal de "la experiencia de la participación política de los miembros
de los grupos de victimas."7 Lo que esto significa es que, no obstante los muchos
ejemplos de daños por injurias que pueden ser probados como ligados a la acción
verbal, las tentaciones de regulación y castigo deben ser resistidos en nombre de un
futuro que puede tener solamente la más formal descripción—es decir, la más
sustancial.
Esta determinación de sacrificar las necesidades de los hombres y de las mujeres
que ahora estan sufriendo daños claros en pos de una incorpórea esperanza, explica la
entusiasta (casi alegre) repetición de las opiniones (jurisprudenciales) relativas al
discursos que dañan las que al final impondrían una relamentación.... Así en el
paradigmatico caso jurisprudencial sobre la pornografía, American Booksellers
Association, Inc. v. Hudnut, la corte da un elocuente testimonio sobre el poder (a
menudo dañino) de las ideas expresadas en el discurso: "una creencia puede ser
perniciosa —la creencia que tenían los Nazis y que condujo a la muerte de millones, la
que tenía el Klan llevó a la represión de millones--. Una creencia peligrosa puede
prevalecer. Los gobiernos totalitarios actuales que rigen gran parte del planeta, practican
el aniquilamiento de billones y propagan el dogma de que pueden esclavizar a otros.
(328)8. Estas y otras muestras de los efectos producidos por el discurso ("fanatismo
racial, anti-semitismo, violencia en la televisión, y periodistas prejuiciosos) están
organizados en apoyo del argumento dado por los redactores de una ordenanza antipornográfica de Indianapolis que “la pornografía afecta el pensamiento...... es un
6
7
8
aspecto de la dominación ... que cambia a las personas más que persuadirlas... funciona
socializando,” y por lo tanto “no es una idea” sino un “daño”(328).
La corte admite que "hay mucho cierto en esta perspectiva" y va tan lejos como
para declarar, "Aceptamos las premisas de esta legislación" (328 - 329). Sin embargo, la
corte procede a colocar su propia conclusión a un lado bajo el razonamiento de que la
evidencia que ha citado y aceptado "simplemente demuestra el poder de la pornografía
como discurso" (329). Es decir, el hecho de que la pornografía tiene efectos no la
distingue de ninguna otra forma de discurso, que también tiene efectos - "Si la
pornografía es lo que la pornografía produce, entonces es otro discurso" (329) - y esta
capacidad general del discurso de tener consecuencias es una razón par no atender a las
consecuencias, aunque bien probadas, de la pornografía.
Como una razón, sin embargo, esta capacidad general del discurso de producir
efectos dañosos es un arma de doble filo; en tanto socaba la distinción entre
discurso/acción sobre la cual se apoya el argumento de la no regulación del discurso. Si
el discurso se caracteriza (como la corte lo caracteriza aquí) como un inevitable
productor de poder, pierde el estatus especial que lo protege de la regulación
(prohibición-restricción), así com la asimilación de la pornografía a otras formas de
discurso—a todas las formas de discurso—puede convertirse en argumentos para una
posible regulación (prohibición-restricción) de todos los discursos. No significa que la
corte yerra al considerar esta posibilidad; más bien, es esta misma posibilidad la que la
hace retroceder: “si el hecho de que el discurso desempeña un papel en un proceso de
condicionamiento del actuar, fuera suficiente para permitir la regulación gubernamental,
esto significaría el final de la libertad de expresión" (330).
Este es un ejemplo de uno de los más interesantes (y de las menos comentadas)
momentos del discurso intelectual, el momento (que para nada es exclusivo del discurso
legal) en el que el camino de la investigación lleva a un profesional a avanza en una
dirección que (lo, la)
llena de horror, y como consecuencia la investigación es
abandonada, recortandose las conclusión potencialmente angustiantes. Aquí la
conclusión angustiante rechazada es no solamente "el final de la libertad de expresión"
sino el asumir (implícito en todo lo que la corte dice) que la libertad de expresión nunca
tuvo un principio, porque la condición que la hizo una concepto coherente—la
condición del discurso, ya sea como comportamiento que no es acción o como la acción
sin consecuencias terrenalmente inmediatas, y por lo tanto acción que pueda tomar su
curso puramente cognoscitivo sin responsabilidades por las presiones del mundo—no se
no existe. Si la pornografía es definida por lo que hace y en esto es como todo "otro de
discurso", entonces por lógica inevitable, el discurso en general, también definido por lo
que hace, es indistinguible de la acción, y no hay razones para no regularlo de la misma
forma pragmática que las otras acciones son reguladas. O, para ponerlo de otra manera
(lo cual nos conduce de vuelta atrás a la naturaleza formal, raquítica, anémica de interés
de la libertad de expresión), si el discurso es en todo sentido una acción, entonces la
categoría del discurso referida solamente a la expresión y al análisis de ideas ajenas a
cualquier agenda política particular esta vacío, y al renunciar a eso no estaríamos
renunciando a nada.
En varias ocaciones Post esta cerca de decir esto, y resulta instructivo ver como
se esfuerza para dar un cierto contenido a la abstracción que él se siente obligado a
defender. Tomando el argumento (centrada en la ordenanza de Indianapolis) de que la
pornografía no es expresión "sino es una práctica de subordinación en sí misma," Post
encuentra ratificación en la noción de J. L. Austin: “términos conductuales”—
expresiones que producen acciones— y concluye que la recaracterización de la
pornografía como conducta tiene sentido perfectamente, si se la basa, como lo hace, “en
los entendimientos bastante profundos de la manera en las cuales las acciones sociales
son constituidas por el discurso" (CH, 327). No obstante, tan pronto alcanzó esta
conclusión, se alejo de ella porque es "incompatible con cualquier noción viable de la
libertad de expresión.” El explica que “el argumento de que la pornografía puede ser
regulada porque es una práctica de subordinación..... prueba demasiado para ser útil a
los propósitos de la primera enmienda" (CH, 328), dado el hecho de que todo el
discurso puede ser así recaracterizado, no hay una manera basada en principios en la
cual el argumento "pueda ser limitado a la pornografía y no aplicado a la expresión en
general" (CH, 333)—es decir, no hay manera de evitar la conclusión de que todo
discurso sea un candidato pasible a la regulación. Es una secuencia notable (que
reproduce exactamente la secuencia en American Booksellers) en el cual Post primero
encuentra a la lógica anti-pornografía poderosa y persuasiva pero en seguida se siente
obligado a rechazarla en nombre de algo—una "noción viable de la libertad de
expresión" que él mismo ha demostrado que es una quimera.
Mas aún, esta lógica, como Post la ve, puede ser empujada en la dirección
opuesta, la que conduce no a la conclusión de que todo el discurso debería ser regulado
sino a la igualmente angustiosa (y contraintuitiva) conclusión de que ningún discurso
jamás debe ser regulado. Dado que si el discurso es una mezcla indisoluble de la
expresión y de la acción, entonces todas las formas del discurso (y de hecho toda
acción) suponen la comunicación de ideas, y ello nos llevaría a que la regulación de
cualquier discurso, cualquiera sea su contexto o impacto social, debería prohibirse.9
Post enfrenta justamente este dilema cuando considera la decisión de la Corte Suprema
en el caso Hustler Magazine v. Falwell que protege el discurso que pone en ridículo
público a la madre del evangelista de television Jerry Falwell.10 Afirma “No puede ser”
“que Falwell proteja absolutamente todos los medios verbales usados para
intencionalmente infringir angustia, y todas las formas de insultos raciales, sexuales y
religiosos" (cc, 662).
El problema, otra vez, es encontrar una manera basada en
principios de dibujar una línea entre el discurso protegido y regulado, pero el miedo esta
vez, no es el de una regulación (restriccion) al por mayor de discursos sino el de una
protección al por mayor de ellos.
En algunas páginas, Post confía en la distinción entre el discurso público—
discurso que contribuye al diálogo continuo del mercado—y el discurso privadamente
comunicado, el cual en virtud de que no contribuye a ese diálogo puede ser disciplinado
si causa daño: "Si (El editor de Hustler11 Larry Flynt) se refiere a la madre de Falwell y
la pone en ridículo en los términos de la parodia de la Hustler, me parece inimaginable
que ese hecho de ridiculizarla sea constitucionalmente protegido" (CC, 662). Sin
embargo, al mismo tiempo que invoca esta distinción, Post reconoce que en la práctica
se ha probado que es imposible de mantener. Ante todo, como él observa, "las
interpretaciones contemporáneas mayoritarias... privilegian la expresión de opiniones
sin importar si se producen o no en el discurso público" (CC, 661-662). E incluso si
fuera aceptado que se protegeria la libertad de expresión sólo en la esfera del discurso
público, a pesar de ser ésta impulsiva e injuriosa, igualmente nos enfrentaríamos a la
dificultad de determinar la forma y el grado de esa esfera.
Los rumores sobre celebridades destacadas, quiénes no están de ninguna manera
implicadas en el diseño de las políticas públicas, ¿son una parte del "discurso público"
(porque por sus elementos constitutivos en algún sentido son figuras públicas) y por lo
tanto estos rumores son protegidos? En el contexto de decisiones recientes la respuesta
parecería ser afirmativa. ¿Está la cuestión del discurso publico totalmente en el dominio
9
10
11
N. de T.: popular revista norteamericana de contenidos eróticos.
público? Si es así, giramos fuertemente en la dirección de proteger todo discurso, ya
que, dando al mundo suficiente sentido y tiempo, sería posible para cualquier abogado
habilidoso conectar cualquier expresión, sin importar las circunstancias de su
producción, a algo que sea de interés público. Incluso la llamada telefónica a
medianoche a la madre de Falwell se podría considerar como la comunicacion, a través
de un medio público, de perspectivas relativas a un asunto público (la confianza y el
mérito de la televisión evangelista), y podría también argumentarse que la intención de
Flynt en este escenario hipotétici no sería ofender a la Sra. Falwell sino utilizarla con
para el fin de desincentivar las actividades políticas de su hijo. El caso podría entonces
estar asimilado a aquellos casos en los cuales la corte clasifica un el contenido de un
discurso como público, aunque alcance a muy pocas personas, considerando que una
parte importante de la intención del locutor o del escritor era influenciar al público (CC,
676).
El punto es, qué lo que es y lo que no es asunto público es una problemática
totalemente indeterminada y cuya especificación marcará (temporariamente) la
superioridad de una cierta agenda privada (parcial, no común a todos). Esto es lo que
Post significa cuando dice que "el criterio de la 'coherencia pública´ carece de
coherencia interna” (cc, 678-679); aunque la categoría se ofrece como una manera de
distinguir el discurso relacionado con los funcionamientos de la democracia del discurso
de la preocupación simplemente personal (y por lo tanto regulable), sus propios limites
cambian según el éxito que varios grupos privados alcancen al momento de qeu sus
preocupaciones sean etiquetadas como "públicas" o "privadas". El foro del discurso
público, diseñado supuestamente para ser un lugar en donde las agendas políticas
combatientes luchan como en una arena, está en si mismo políticamente constituido.
Esta es la idea que Post se esfuerza por erradicar mediante el énfasis en el
requisito de que el foro del discurso debe trascender “los límites y las perspectivas de
cualquier comunidad particular” (CC, 629); debe incorporar "un orden público
imparcial y regulado" (CC, 630) y constituir (en las palabras de Alvin Goudlner) " un
lugar impoluto y seguro '" (CC, 636) que es "independiente del contexto general en el
cual la acción social es evaluada rutinariamente" (CC, 639-640). Debe, en pocas
palabras, desplegar neutralidad “entre las divergentes definiciones de identidad de la
comunidad” (CC, 648) y resistir el anhelo de cualquiera de ellas de tener sus intereses
equiparados con el bien público.
Pero tan escrupulosamente Post cuestiona las frases y las formulas que
acompañan la invocación del foro público que reiteradamente revelan su incoherencia, y
al final él mismo llega a la conclusión de que su análisis ha sido bastante demostrativo.
El hecho de que "el género del discurso público" es definido por "compromisos de valor
que compiten entre si" y "normas sociales preexistentes" lleva, segun el, "a la
afirmación alarmante de que los limites del discurso público no puede ser fijados de una
modo neutral”, e incluso más explícitamente, “los limites de un discurso definidos por
su liberación de la conformidad ideológica [es decir, de la política] serán ellos mismos
definidos por la remisión a las presuposiciones ideológicas [políticas] " (CC, 683).
Aún así, tan poderosa es la demanda de la neutralidad a-política que Post ha
declarado inalcanzable que el mismo inmediatamente la resucita, aunque en una forma
algo más débil (y encubierta): "Esta clase de regulación ideológica del discurso es
profundamente desagradable y es mejor que permanezca así. El auto-gobierno
democrático podría ser destripado fácilmente si tal regulación se convierte en la regla
más que en la excepción "(CC, 683). Aunque como él mismo recién ha demostrado, esa
es la regla; cualquier programa de la regulación en el nombre de un discurso público
esterilizado se apoya en una especificación ideológica de lo que es el discurso. Lo
máximo que uno puede hacer es estar precavido/cauteloso acerca de este hecho (lo cual
puede ser lo que Post aconseje), aunque la precaución de ninguna manera lo neutralizará
o atenuará. Incluso si usted se comprometiera a tener cautela, la parte de su mente que
lo hace ser cauteloso sería en sí misma influida por ciertos "compromisos de valor," por
alguna ideología. Uno no puede controlarte a ti mismo más neutralmente de lo que
puedes hablar o deliberar, esto es también es ideología (y política) en su totalidad.
El hecho de que esta linea que define el discurso es ideología y política en su
totalidad es otra manera de decir que la noción del discurso público y por lo tanto de la
libertad (límpidamente discursivos y argumentativos) de expresión son vacuos y por
eso, al menos, un cuestionable contrapeso a las lesiones e injurias que tienden a
permitirse en su nombre. Sin embargo, en casi todos los casos este contrapeso
insignificante —formal, débil, abstracto, y anémico— inclina la balanza, sin importar
cuan substanciales son las consideraciones que se le oponen. La conducta de Post es
solamente un ejemplo particularmente perspicaz de un patrón que uno encuentra por
todas partes en la historia de la moderna Primera Enmienda. La secuencia representada
en el ensayo de Post—esta secuencia en la cual una esperanza espectral y que se aleja
completamente en el futuro es preferida a las demandas urgentes de los seres
humanos—esta bastamente inscripta en la historia de la doctrina moderna de la Primera
Enmienda y esta completamente desarrollada en la disidencia tantas veces citada de
Oliver Wendell Holmes en el caso Abrams v. United State (1919)12. El párrafo final y
clave de la disidencia comienza reconociendo que, dada la naturaleza de la
convicción—el hecho de que las personas creen en las cosas que afirman (¿de otro
manera, para que serviría una afirmación?)—el tolerar la expresión de una creencia que
usted considera perniciosa es ilógico; si fuera usted un entusiasta del "permitir la
oposición por medio del discurso", ello indicaría “que considera al discurso impotente,
como cuando un hombre dice sólo patrañas, o que a usted no le importa en absoluto los
resultados, o que usted duda de su poder para sostener lo que cree o de sus propias
premisas" (630)
Este profundo punto cuyas implicaciones no siempre han sido vistas con
suficiente claridad, y es el punto que ya mencione: la total tolerancia a cualquier
discurso sólo tiene sentido si el discurso es considerado como algo sin consecuencias y
con pocas probablididades de provocar un resultado que usted encontrará muy
importante o inquietante. Si, se mira por otro parte, el discurso es, como Holmes
claramente cree que es, potente, la indiferencia al discurso hostil a sus convicciones más
profundas levantaría sospechas sobre la fuerza de esas convicciones. Pareciera,
entonces, que como una cuestión de obligación moral y política usted haría todo lo que
esta en su poder para legitimar el discurso legítimo que apoya sus creencia y
estigmatizará (y quizás hasta suprimirá) el discurso de apoyo de las creencias que usted
considera falsas y peligrosas.
Holmes evita esta conclusión, a través de lo que ahora es la regla de la Primera
Enmienda, que consiste en oponer la creencia de que usted ahora reconoce su
revisibilidad: "Pero cuando los hombres descubrieron que el tiempo ha desbaratado
muchos dogmas antagónicos, podrán confiar, mucho más de los que ellos confian en
los fundamentos de su propia conducta, en que el máximo bien anhelado se puede
alcanzar mejor por medio del libre tráfico de ideas— que la mejor prueba de la verdad
es la fuerza del pensamiento para conseguir ser aceptado en la competencia del
mercado, y que la verdad es el único basamento sobre el cual sus deseos pueden ser
realizados con toda seguridad" (630). Esta famosa frase ha sido muy repetida a través de
12
la literatura, pero quienes la citan harían bien en examinarla un poco más de cerca, para
notar, por ejemplo, cómo el tema del medio es incertado a lo último en la frase en la
forma de "conseguir ser aceptado"; así la competencia del mercado parece ser
conducida sólo por sí misma; ningún motivo ideológico corrompe su funcionamiento;
con una sublime ceguera al motivo, ella sencillamente (nunca nos dicen cómo) genera el
"máximo bien". El proceso completo y poco reflexivo conlleva una misterioso vínculo a
la que los escritores de la épica pagana llamaron “destino”; y aunque Holmes lo impulsa
como el curso de una verdadera responsabilidad personal, esto puede ser fácilmente
visto como el abandono de la responsabilidad a fuerzas impersonales, y quizás terribles.
También hay otros problemas, aquellos de lógica filosófica. La frase sugiere que
una repetida experiencia de cambio en la creencia nos conducirá a ser más cuidadosos al
actuar en base a la creencias que uno actualmente sostiene (en pocas palabras, propone
la sabiduría, y la posibilidad, de resistir la atracción de nuestras creencias en el nombre
de algo con una autoridad mas firme("más seguro"). Pero como el propio lenguaje de
Holmes reconoce, ese algo que preferirías a tus creencias presentes es en si mismo una
creencia presente, a saber, la creencia de que todas tus creencias excepto estas es poco
fiable. ¿Pero porque esta creencia tendría que ser exceptuada del escepticismo general
que se proclama? ¿Porque ella no es derrotada por la misma lógica que declara y así nos
deja una vez más en el lugar donde estábamos antes de su surgimiento, luchando con
conclusiones y decisiones basadas en lo que ahora pensamos de este asunto? (es un
tema para tratar en otro momento, pero déjenme ofrecer la propuesta que cuanto mayor
es el alcance del escepticismo, menos consecuente es, porque nos deja sin la base para
aceptar o rechazar el curso de acción. ¿Y por qué, como una cuestión de psicología, la
creencia en la revisibilidad de nuestra creencia debe hacer que tiemble el edificio de
todas nuestras otras creencia? La única cosa que habrá cambiado cuando alcancemos la
conclusión de que el tiempo ha desbaratado algunos perseverantes dogmas, es la
creencia de que pudimos haber tenido previamente de que nuestras creencias no son
corregibles, entre tanto, el resto de nuestras creencias podrían sobrevivir fácilmente a la
experiencia de esos cambios. Saber que lo que entendemos hoy podría no ser lo mismo
que entendamos mañana no significa que no entendemos (y por lo tanto no confiamos
en ello) lo que hoy entendemos.
E incluso si ponemos estas preguntas a un lado y aceptamos el argumento por el
cual el escepticismo conduce inevitable al postergación de la acción a los fines de que
la verdad pueda emerger libremente, nuevas preguntas surgen. ¿Cómo sabríamos
cuándo ha llegado el momento prometido (una consumación que se desearía)? ¿Quién
será el autorizado para señalarlo, puesto que las personas que viven en un cierto futuro
no identificado no serán menos parciales en sus visiones que lo que los somos nosotros
ahora? Estos interrogantes solo encontrarían respuestas si sostuvieramos una posición
progresivista tan fuerte que resulte en una casta (o incluso un fragmento) de
observadores independientes de prejuicios, y mientras que un progresivismo de esa
fuerza puede ser defendible en un contexto teológico ("Ahora vemos a través de un
cristal oscuro, pero después lo haremos frente a frente ..."), en el contexto de nuestra
política militante secular y democrática (en oposición a la teocratica), no hay razón para
creer que una generación futura conseguirá la ansiada visión despejada.
Esto nos deja en el ecenario que describí anteriormente, la perpetua postergación
de urgencias presentes en nombre de algo tan vago que solo lo podemos caracterizar en
sentido negativo. “Pero usted confunde la cuestión”, alguien podría decir. “Por supuesto
los hombres y mujeres individuales serán libres, tal como siempre lo han sido, para
tener fuertes convicciones acerca de la manera en que deberían hacerse las cosas en
nuestra sociedad, y también libres para persuadir con sus opiniones a los otros; es
preciso que el gobierno no deba tomar partido en el desacuerdo resultante, sino que
deba mantenerse como el garante de la igualdad de acceso al mercado que, a su tiempo,
brindará su veredicto”. Esto, sin embargo, supone que el mercado—el foro del discurso
público—puede ser construido como neutral “entre las divergentes definiciones de
identidad de la comunidad”, y que las herramientas que emplea, por ejemplo la
distinción entre el discurso y la acción o entre las cuestiones públicas y privadas, sean
claras (internamente coherentes) y no ideológicas. Pero es esta suposición la que no
resistiría un examen profundo, como lo muestra el angustioso análisis de Post, y
parecerían que nos estuviera pidiendo preferir, antes que nuestro sentido de cuales son
los imperativos políticos, al lento trabajo de un proceso que no es menos político. En
conclusión, no hay a la vista un foro desinteresado o imparcial, ningún “espacio claro y
seguro”, no importa cuan frecuente y cuan resonantemente se lo invoque.
Pero incluso si las posiciones fuertes de defensa de la Primera Enmienda fuera
privada de su fundamentación abstracta, pueden cargar en si mismsd un argumento de
prudencia: “Poner, simplemente”, según McGowan un Tangri, "a la teoría del mercado
a descansar, en última instancia, sobre la suprema creencia libertaria de que los
individuos son mejores jueces para determinar lo que es mejor para ellos de lo que lo es
el gobierno. La teoría del mercado descansa en última instancia sobre los riesgos
relativos a cierta opresión” (838).
Uno podría responder a esto montando una
indagación filosófica sobre la noción de "individuo" y argumentar (como muchos lo han
hecho) que el cuadro hipotético aquí implícitado en el cual individuos libres de las
presiones gubernamentales hacen respectivamente elecciones libres es imposible,
porque los individuos no son libres sino que su identidad está construida socialmente
por las mismas fuerzas y presiones encarnadas en sus gobiernos. Pero declinaré la
estrategia filosófica (solamente porque es un tema hoy bastante trillado) y leeré la
declaración de McGowan y de Tagri como si fuera una observación empírica al efecto
de que la regulación del discurso del gobierno produce más daños que los daños
producidos por individuos sin restricciones en sus discursos.
Esta es una valoración histórica y una que dominaría mi atención si estuviera
suficientemente probada. Incluso si estuviera suficientemente probada/documentada,
sería un dato práctico del pasado más que una regla: esto podría significar decir que en
el pasado se ha demostrado que cuando los gobiernos toman el poder de regular el
discurso, ellos hacen cosas nocivas con él, y, siendo actualmente todas las cosas iguales,
sería mejor no concederles ese poder. Todas las cosas, sin embargo, no son siempre
iguales, y podría seguir siendo el caso que en situaciones particulares—tal vez en
nuestra situación actual—el riesgo del discurso no regulado superara el riesgo de su
regulación. Esta valoración, en pocas palabras, es una opción sensata, y aunque la
experiencia del pasado puede ser un ingrediente de esta opción, no es necesariamente
mas decisiva que la espectral esperanza de un milagroso y luminoso futuro,
especialmente cuando los intereses presentes en juego son vistos como altos.
Algo del espíritu de este énfasis pragmático de sopesar los riesgos relativos
aparece en la disidencia de Holmes, con lo cual no hemos terminado aún. Holmes
parece poner su argumento en los términos más fuertes posibles cuando argumenta que
“siempre deberíamos estar atentos al enfrentarnos con intentos de frenar la expresión de
opiniones que aborrecemos y creemos que estan engendrando fatalidad” (630). La
fortaleza de esta frase es inherente al hecho de que va mas alla del simple
"aborrecemos"; pues si Holmes se hubiera detenido en esa palabra (como lo hacen
muchos quienes lo citan o repiten), habría reducido el asunto (y el problema) a uno de
sensibilidad o gusto, a un desprecio de opiniones porque nos parecen "vulgares" o
porque reflejan hábitos de la mente y del discurso que preferiríamos no encontrar en la
sociedad bien educada. El aobrrecer o despreciar en este sentido no sería más serio que
un intenso disgusto por las novelas de romance o por la comida rápida.
Pero cuando Holmes agrega a “aborrecemos” la frase “creemos que están
engendrando fatalidad”, eleva el asunto a un nivel que explica la pasión del debate
sobre Primera Enmienda. Pues si creemos que algo engendra fatalidad o envuelve una
amenaza mortal, nuestros miedos acerca de ello se extienden bastante más allá de
cuestiones periféricas o decorativas, ello va a algo muy substancial o lo que sea que
entendamos como vital para una verdadera existencia humana. Al agregar “engendrando
fatalidad” a "aborrecemos", Holmes toma cuenta de las horribles consecuencias (al
menos potenciales) de la expresión, al mismo tiempo que nos prescribe fijar la atención
en esas consecuencias y no retroceder en nuestra defensa de la libertad de expresión.
Esto es un asunto difícil, pero la frase aún no ha terminado, y en la siguiente
parte la rigidez de la declaración de Holmes se resquebraja: “a menos que ellas (las
opiniones) tan inmanentementemente amenacen con una inminente interferencia en
contra de los los legítimos y apremiantes fines del derecho, que sea necesario un
inmediato control para salvar al país” (49). Esta presentación del test del peligro claro e
inminente puede parecer una pequeña concesión del absolutismo básico de la posición
de Holmes, pero como lo señala David Kairys, “desde que la extensión de los peligros
referidos jamás ha sido significativamente determinada … la formula peligro claro e
inminente implica la noción de que el discurso pierde su protección cuando se convierte
en persuasivo … relativo a algo que un juez ve como peligroso.”13 Kairys, al escribir
desde la perspectiva de los estudios/teorías criticos del derecho, entiende el “al menos”
de Holmes como una restricción poco feliz en un derecho absoluto. Pero yo lo
entendería como un reconocimiento de parte de Holmes de que un derecho a expresarse
no puede sustraerse de las condiciones políticas del contexto en el que su ejercicio tiene
sentido. Si se autoriza que un discurso corroa esas condiciones, se participa de la
destrucción propia, de la propia muerte, y este es el punto de Holmes (al menos en esta
parte de su frase) que a los fines de salvar la posibilidad de expresión (y al país), hay
momentos donde debemos actuar para restringirla.
La pregunta por supuesto es ¿cuando? En otras palabras, ¿cuanto debemos
demorarnos antes de actuar? En otra famosa disidencia (Gitlow v. People of New York),
Holmes parece querer demorarse para siempre. El caso involucra el enjuiciamiento de
David Kairys, “Freedom of Speech”, en The Politics of Law: A Progressive Critique, ed. David Kairys
(New York, 1982), pp. 260-261.
13
un socialista que había dirigido la publicación de un manifiesto abogando (entre otras
cosas) por una “dictadura revolucionaria del proletariado”. Respondiendo al punto de la
mayoría de que “el manifiesto era más que una teoría… era una instigación”, Holmes
respondió: “Toda idea es una instigación” en cuanto a que “ofrece convicción y si es
convincente es llevada a cabo a menos que otras convicciones la predominen u otro
poder asfixie al movimiento al nacer”(673).14
Como en Abrams, Holmes comienza por afirmar enérgicamente la potencia del
discurso y agrega que aún en ausencia de palabras explicitas de instigación, el efecto
incendiario puede suscitarse, dado que “la elocuencia puede encender a la razón” (673).
Por otra parte, de nuevo como en Abrams, el reconocimiento de las consecuencias del
discurso (y por lo tanto de su carácter de acción) es seguida por una resistencia, al
menos en las circunstancias presentes, de velar por las consecuencias: “Pero cualquier
cosa que pueda pensarse del profuso discurso que tenemos aqui, el no tiene oportunidad
de comenzar una verdadera conflagración comunista. Si al final las convicciones
expresadas en la idea de dictadura del proletariado están destinadas a ser aceptadas por
las fuerzas dominantes de la comunidad, el único sentido de la libertad de expresión es
que debería dárseles una oportunidad y albedrío para expresarse” (673). A pesar de que
el segundo enunciado sigue al primero en el pasaje, hay dos puntos en direcciones
antitéticas. El primero toma en serio el examen peligro claro y actual al hacer la
hipótesis de una situación al borde del incendio lo suficientemente alarmante para
autorizar una acción regulatoria; pero el segundo parece contemplar con imparcialidad,
e incluso con una suerte de complacencia, la emergencia eventual de esa particular
conflagración. Aunque la segunda afirmación sigue a la primera en la frase, las dos van
en direcciones opuestas. La primera se toma en serio el test del peligro claro y presente
al hipotetizar una situación de conflagración inminente que sea lo suficientememente
alarmante para imponer restricciones, pero el segundo parece considerar con
ecuanimidad y hasta con cierta satisfacción el eventual avenimiento de la misma
conflagracion.
Hay una buena forma en la que la Primera Enmienda distingue entre los escenarios
hipotéticos. En el primero, el derrocamiento de nuestros acuerdos políticos presentes es
atacado por la fuerza, y en este (hipotético) caso Holmes parece querer exhortar a la
aprobación judicial de la respuesta del gobierno. En el segundo, en contraste, el
14
Gitlow v. New York, 268 U.S. 652, 673 (1925).
derrocamiento (de nuevo hipotético) es logrado por
la acción de las ideas en el
legendario libre mercado, y esta es una de contingencia que Holmes ve como familiar al
genuino propósito de la Primera Enmienda. Pero la distinción parece estar totalmente
desprovista de una diferencia. ¿Porque podría el mismísimo evento—el triunfo de una
dictadura—ser una alternativa temida y bienvenida, dependiendo de si ha sido
provocada por fuerza o por la fuerza (de algún modo considerada como una antítesis de
la fuerza) de la libre expresión?
La respuesta será encontrada en la indiferencia de una democracia liberal (en sus
formas más libertarias) por las consecuencias. A diferencia de otros sistemas políticos,
la democracia, tal como la concibe Holmes aquí, esta deseosa de contemplar (e incluso
confabular en) su propia desaparición. Comprometida con el procedimiento más que
con la sustancia, con el principio de autonomía más que con las consecuencias que
puede producir la acción autónoma, la democracia liberal no refuerza dogmas, ni
siquiera los dogmas constitutivos de sus más profundos anhelos. El mantenimiento y
florecimiento de esos anhelos son dejados a los ciegos mecanismos de la historia, que
por supuesto pueden tener otras eventualidades “en mente”, incluso el surgimiento de
otras dictaduras. Como McGowan y Tagri lo ponen con admirable candidez, la teoría
del mercado “no proporciona ninguna manera de defenderse de una población que
voluntariamente adopta convicciones objetivamente destructivas y repugnantes, y
vedaría al gobierno regularlas en su contra” (837).
Uno sospecha que muchos de los que se declaran a si mismos dispuestos a
arriesgarse a esa probabilidad, no creen que ella sea una genuina posibilidad y adhieren
(como Holmes parece hacerlo en algunas ocasiones) a alguna forma, poco teórica, de
progresivismo, arraigada en una visión Iluminista de la Historia. Frente a los apremios,
ellos ejemplificaran con la desaparición de la esclavitud en el mundo “civilizado”, con
el progreso de la condición política de la mujer, el trato más humano a los animales, y
así sucesivamente. Pero para cada uno de estos progresos un observador escéptico
podría ofrecer nuevas y renovadas atrocidades—ataques a homosexuales [gay bashing] ,
los cuales se han quintuplicado en los últimos años, violencia contra la mujer,
menoscabos al ambiente (incluso en el contexto de una elevada conciencia ambiental).
Claro que la trayectoria histórica es benigna, e incluso los más aparentes progresos
promisorias despliegan perturbadoras externalidades. Por un momento la desintegración
de los gobiernos Comunistas de Europa del Este parecían conducir a un “nuevo orden
mundial” señalando el triunfo de la “libertad”. Pero en un corto tiempo (hay quienes
dicen veinte minutos) fue visto que la remoción de un mal (régimen totalitario) abrió el
camino al reflorecimiento de otros (anti-semitismo virulento, equivalente nacionalismo
virulento, intolerancia religiosa militante). La historia parece haber ido hacia atras, no
hacia delante, saltando en el pestañar de un ojo de 1990 a 1917, y es instructivo
observar cuan rápido el miedo a un extremadamente poderoso régimen centralizado se
diluyo en el sentimiento popular y en la aflicción hacia el miedo de la Balcanización.
Un progresivismo sofisticado, uno que no ata su visión a ninguna esperanza
especifica, no se verá avergonzado por tales ejemplos sino que los tornara a su favor
haciendo de la indeterminación del futuro una virtud. En vez de argumentar que un
robusto e irrestricto mercado de ideas nos conducirá a un lugar en el que hoy
desearíamos estar, este progresivismo se consuela en el hecho de que hoy no podríamos
reconocer aquel lugar si nos despertaramos alli, de manera que probablemente no los
escogerimamos si nos lo fuera ofrecido en un referéndum. No solo habrían cambiado las
cosas para cuando el futuro llegue, el argumento contiunua, sino que nosotros mismos
también habríamos cambiado (como las orugas se transforman en mariposas) en seres
adeptos a ideales e imperativos que no podríamos hoy comprender. En esta versión de
“futuro-esperanza” (que no ha sido del todo expresada y solo es esbozada en algunos de
los tantos épicos trabajos de de las teorías criticas del derecho y en las profecías
feministas), el transcurso del tiempo no solo traerá razones purificadas sino también
almas purificadas. El gusto por estar inacabados no es tan contraintuitivo como uno
podría pensar, para cuando se nos arrebate la forma de vida que hoy conocemos y
percibimos, ella será reemplazada no solo por una mejor forma de vida sino también por
mejores personas para vivirla.
El problema de esta forma de progresivismo es que no enacaja coherentemente
con el escepticismo con el que la doctrina de la Primer Enmienda comienza. Como
Mary Ellen Gale ha dicho, “La confianza hacia la libertad y el individualismo que …
caracteriza la vida Americana …emana de una … mezcla de optimismo y pesimismo
acerca de la naturaleza y la organización humana” (129-130).15 El pesimismo es
enfatizado desde el inicio cuando escuchamos como Holmes y sus seguidores retratan
una humanidad en la que cada uno de sus miembros esta plenamente comprometido
con una versión parcial y sesgada de la verdad; dada la firmeza con que las
convicciones nos sujetan, no se puede confiar en que ninguna persona o grupo de
Mary Ellen Gale, “Reimaging the First Amendment: Racism Speech and Equal Liberty,” st. Jhon´s
Law Review 65 (winter 1991)
15
personas pueda tener un juicio desinteresado sobre las muchas creencias que compiten
por nuestra aprobación colectiva; de ahí la necesidad de la exigencia de no permitir que
ningun juicio privado (y en esta historia todos los juicios son, estrictamente hablando,
privados) sea establecido como política pública, y la aparente sabiduría de desplazar la
carga del juicio hacia el mercado.
Uno podría pensar que la lógica de tan profundo escepticismo podría generar
una perspectiva de la vida no diferente a la de Hobbes: una perpetua guerra de todos
contra todos, una lucha siempre cambiante y de nunca acabar entre facciones
irreconciliables. Pero de algún modo, en un indeterminado momento en el que el
mercado esta abierto para negociaciar, la guerra se trasforma en un esfuerzo cooperativo
de desinteresados y perspicaces ciudadanos por buscar e instaurar la verdad. De algún
modo el pesimismo se vuelve optimismo; y, como lo dice Gale, “personalidades
morales imperfectas”, personalidades tan esclavas a sus puntos de vistas que no se
puede confiare en qeu gobiernen sabiamente, son transformadas en el “modelo
imaginado” o arquetipo de una persona libre, integra, audaz, activa, y en control de su
destino.
La pregunta es, ¿Cómo pasa esto? ¿Como hace un procedimiento diseñado para
restringir la inclinación de personas sesgadas ideológicamente que buscan
institucionalizar sus agendas personales, para terminar produciendo personas libres de
ideologías y por ello capaces de reconocer y abrazar la verdad a la que en un principio
estaban ciegos? En general la literatura no ofrece respuesta a esta pregunta, pero, creo,
hay una implícita y que está envuelve lo que Ellen Rooney ha llamado la “posibilidad
de la persuasión general”, la presuposición de los liberales “pluralistas” de que todos
son susceptibles de ser persuadidos o, para colocarse en otros términos, que ninguno
esta tan obstinadamente comprometido con un punto de vista que no podría, tal como va
la frase, escuchar razones (5).16 La retórica de la persuasión general es la retórica de la
apertura, pero de hecho, como Rooney lo señala, la lógica de la persuasión general es
fuertemente excluyente. Lo que excluye (declarandolos fuera de los limites) es a
aquellos que se niegan a abrazar los principios esenciales del escrutinio y juego del
mercado; tales personas son etiquetadas como “irracionales” o “fanáticos” y en nombre
de la inclusión son expulsados de la comunidad. “Esta retórica ‘pluralista’ acusa a sus
oponentes … de totalitarismo monolítico ... precisamente a los fines de excluirlos” (27).
16
Esto quiere decir, los pluralismos liberales acusan a sus oponentes de tener una política,
y al hacer esta acusación afirman que él no tienen política alguna.
Sin embargo, de hecho, el pluralismo liberal es indudablemente una política, y
su agenda ha sido resumida por Ronald Beiner: “La maximización de la productividad
social, la organización de la vida social en orden a incrementar la eficiencia y el control
tecnológico, la superioridad la ciencia por encima de otras formas de conocimiento,
favorecimiento a formas de vida consistentes con la máxima versatilidad/autonomía
individual” (78).17 El proyecto de la persuasión general funciona naturalizando esta
agenda—considerando sus componentes como no discutibles sino como como verdades
obvias—y declarando que aquellos que no se adhieren no son totalmente humanos. De
esto se generaran conclusiones con las cuales “todos” (un todos estratégicamente
reducido) acuerdan, dado qeu lo que todos aceptan es aquello que ya piensan (que la
versatilidad/autonomia individual debería se maximizada, etc.).
Es un lindo acto de prestigitación, y pone en claro cómo el paso de un presente
agrietado por el conflicto ideológico a un futuro signado por la cooperación racional es
conseguido: ese futuro es identificado con una de las ideologías antagónicas (que se
declara a si misma, por supuesto, ser la antitesis de la ideología), la cual se puede
descubrir a si misma al final de un proceso (el “libre” mercado de ideas) que ésta
cuidadosamente ha modelado. La brecha entre el presente y el futuro es cerrada cuando
el futuro es imaginado simultáneamente como él momento en el que la ideología
funciona de manera pura y como el momento en el que los presupuestos de una
ideología—la ideología del liberalismo—son completamente realizados. Es un arma de
doble ejercicio mental, no reconocido por aquellos que se complacen con ella, que
permite qeu el discurso de la persuasión general—del mercado liberal—pueda
confirmar primero lo difícil de las discrepancias y después, inmediatamente, vencerlas.
Es, como lo he dicho, un lindo truco, y la facilidad con la que es ejecutado
(como podría ser de otra manera dada la previa remoción de los obstaculos) es bastante
bien ilustrada por un ensayo de Calvin Massey, “ ‘Hate Speech’18, Diversidad Cultural,
y los Paradigmas Fundacionales de la Libertad de Expresión”.19 Al comienzo Massey
afirma que “el derecho de libertad de expresión deriva de la creencia de que el
17
18
N. de T.: En Estados Unidos se entiende por hate speech (discurso de odio) aquellas expresiones que
puedan resultar agresivas, injuriosas, agraviantes o hirientes para algunas personas, por reflejar una
actitud de desprecio hacia ellas en razón de su raza, religión, sexo, orientación sexual u otras
discriminaciones análogas.
19
autogobierno autónomo puede ser solamente logrado por un dialogo abierto a todos los
puntos de vista” (112). Y un poco más adelante el agrega que la razón del debate amplio
es “el posibilitar a todas las personas dentro de una organización política puedan
expresar su puntos de vista con la esperanza de que con ello convencerán a los demás.”
(118) Aunque estos dos enunciados parecen superficialmente encajar bastante bien, en
realidad señalan una tensión (tal vez una contradicción) que impregna enteramente el
ensayo y jamás es resuelta. El primer enunciado especifica la autonomía como el
producto que se busca con un debate abierto, mientras la segunda afirmación asume la
autonomía de aquellos que participan en el debate. Es decir, la “esperanza” de que el
debate “convencerá a otros” solo puede alcanzarse si los “otros” están abiertos a todas
los puntos de vista que son llamados a considerar, y en el contexto en el cual “abierto”
significa todavía no tan fuertemente adheridos a (y poseídos por) un particular punto de
vista, para el cual los argumentos en contra serían desestimados rápidamente.
Pero desde que justamente esa apertura es el objetivo del proceso, parece
difícilmente correcto (o lógico) requerirla como un boleto de entrada. Al postular una
audiencia que ya está disponible para ser persuadida sobre cualquier punto, Massay esta
presentando la doctrina de la Primer Enmienda como superflua o bien incoherente, o
ambas cosas. Es superflua si su fin—autogobierno autónomo—ha sido previamente
logrado, y es incoherente si su exito exige personas libres de los mismos compromisos
(obstinada lealtad a una creencia o conjunto de creencias) a los que ella esta diseñada a
desplazar. Y ciertamente una versión de esta incoherencia puede ser hallada en las dos
partes del segundo enunciado. La primera parte imagina a algunos miembros de la
población exponiendo los puntos de vista con los cuales están comprometidos, y en la
segunda parte imagina otros (aparentemente más sanos) miembros de la población que
no están atados a (ni por) nada y quienes por ello son genuinamente capaces de ser
convencidos. Massey nunca dice exactamente quienes son estos santos de la Primer
Enmienda y por que mecanismo (más allá de la forma un tanto secular de
predestinación) han sido conducidos a su feliz estado libre de ideologías. En cambio,
deja la cuestión en el misterio, y debe hacerlo si quiere continuar complacientemente
con su exposición.
En un punto de la exposición Massey intenta dar algún contenido a este misterio,
pero solo consigue volverlo más profundo. Al abordar lo que le parece ser los efectos
benéficiosos del hate speech: “al tolerar discursos aborrecibles y detestables, podemos
ver más claramente nuestra prejuicios sociales y así activar el proceso por el cual nos
libramos nosotros mismos de las intolerancias ocultadas” (127). Este inesperado
fragmento de psicología informal es seguido por una cita a Carl Jung, pero el sustento
supuestamente dado por Jung al relato de Massey sobre la auto-liberación fracasa al
apuntalar sus incoherencias. Si comenzamos con prejuicios tan fuertes que necesiten el
mecanismo de contención que se consiguen a través de la Primer Enmienda, ¿que es lo
que existe en nosotros que resistirá los vaivenes de esos prejuicios y nos permitira ver
más allá de ellos? Si el discurso de Massey fuera teológico una respuesta estaría
disponible en las nociones tradicionales de la conciencia como la voz de Dios que reside
en el interior o el espíritu de Cristo luchando con el demonio por la posesión de nuestras
almas. Pero en el contexto enérgicamente secular de la Primer Enmienda claramente no
hay asiento para concebir tales nociones, y sin ellas, o algún secular sustituto plausible,
hay una gran agujero justo en el medio del “proceso de transformar y trascender
[nuestros] demonio[s] internos” (128).
Es la misma dificultad que he analizado arriba. O bien hay algo de por si adentro
nuestro que nos permite mirar de reojo hacia nuestros propios prejuicios e intolerancias
(nos permite llegar al lado de nuestra individualidad), en cuyo caso la meta de las
restricciones de la Primer Enmienda es anticipadamente lograda. O estamos, como el
escepticismo de la doctrina de la Primer Enmienda que nos declara totalmente aferrados
de nuestros prejuicios e intolerancias, en cuyo caso no hay puente entre nuestro
decadente estado presente y el primer paso en el camino de la trascendencia. (Puedo
imaginar un argumento a la Milton que vea al mercado de ideas como un gimnasio
mental en el cual nuestras facultades críticas son ejercitadas y afiladas, pero aún esto
seguirá dejando sin respuesta la pregunta acerca de, de donde provienen estas facultades
criticas, aún en una etapa de bajo desarrollo, desde que el fuerte pesimismo que informa
la posición del mercado/libertario no deja espacio para que ellas emerjan.)
Esta es la razón por la cual el primer paso, como Massey y otros liberales lo
imaginan, es además (y misteriosamente) el logro de la supuesta meta. Comienzas
colocando a un lado tus convicciones en cuanto a lo que es bueno y malo, deseable o
peligroso, verdadero o falso, de esta forma estas pueden ser sometidas al continuo (e
imparcial) escrutinio del mercado de ideas. Pero si fueras capaz de hacer eso, no habría
necesidad del mecanismo del mercado. Después de todo, las condiciones de ser
abstraido de tus (parciales) convicciones es lo que se supone que produce el mercado, y
si previamente eres capaz de colocarlas a un lado, eres, sin otra orientación o coerción
ulterior, tu propio mercado.
E incluso si hubiera una acción que pudiera ser impuesta coherentemente —
incluso si pasamos rápidamente la dificultad de que el primer paso es el último y,
además, un paso sin piso— el hecho de colocar a un lado las propias convicciones será
incoherente en sus propios términos. A los fines de representarlo, hay una convicción—
la convicción que ninguna convicción será privilegiada—que no puede ser colocada a
un lado, lo que significa que al momento de actuar tu mente no estará “abierta a todos
los puntos de vista” porque estarías desechando cualquier punto de vista que se rehúse a
reconocer su propia provisoriedad proponiendose a si mismo para la discusión. Por
supuesto el hecho de que el proyecto de estar abierto a todos los puntos de vista esta en
si mismo cerrado a algunos puntos de vistas constituirá una crítica solo desde la
perspectiva de su propia demanda imposible, la demanda de que uno flote libre las de
ataduras que son el contenido de la propia historia y el motor de nuestros anhelos.
No solo esta petición es imposible; es injusta. El decir que, que la mente de uno
debería estar abierta a todo suena bien hasta que uno cae en cuentas de que sería
equivalente a decir que la propia mente debería estar vacía de compromisos, debería ser
un dispositivo puramente formal. Como Beiner observa, el ethos liberal esta
“desprovisto de ethos” (22), y por consiguiente la vida vivida bajo su tutela (si la vida
puede ser vivida bajo su tutela) es más bien “eventual o fortuita” que moral. “Lo que
define al liberalismo”, explica Beines, “es su aspiración de no ser un régimen, un
ordenamiento organizado de fines sociales y políticos” (140). “El régimen liberal es un
régimen de productores y consumidores”
donde lo que esta siendo producido o
consumido es irrelevante (140). Su argumento es el mio —que tal tipo de vida, vivida
en la indiferencia hacia las consecuencias y efectos del ejercicio libre de la autonomía
personal (una autonomía sin contenido)--, “podría sin exageración ser acusada de ser
menos que una verdadera existencia humana”(51).
Esto puede ser la más profunda ironía arraigada en la doctrina de la Primer
Enmienda: que la imparcialidad que señala como un ideal y meta produciría, si esta
pudiera ser alcanzada (y por su puesto no podría serlo), incapaces de hacer ningún juicio
moral. ¿Es esto lo que realmente queremos? Los ideólogos de la Primer Enmienda
responderían, “No, esto no es para nada lo que queremos; queremos una juicio moral—
una ética de la elección—que sea purificada de sus puntos de vistas parciales.” Pero
como he intentado mostrar, juicio sin esa parcialidad—es decir, valoración impartida
desde ninguna parte y hacia todas partes—no es una opción para los seres humanos y
esta solo disponible para Dioses y maquinas. La fuerte promesa de la primer enmienda
es la promesa de que Satanás hizo a Adán y Eva, de que seríamos como Dioses; no es
una promesa que el mercado (que puede proveer información pero no visión) puede
cumplir, pero si nos aferramos a él, la calidad de máquinas—motores de voluntad
desconectados de cualquier cosa excepto de la vacuidad del deseo repetido y sin
rumbo—puede ser el destino que abracemos.
Nada de lo que dije en este capítulo debe ser tomado para avalar un particular efecto o
para hacer una recomendación particular. Es decir, nadie debiera pensar que mi posición
en temas tales como los códigos del hate-speech, la regulación de la pornografía, el rezo
escolar, la recaudación de donativos en aeropuertos, la elevación de penas por los
crímenes raciales puedan ser vaticinado de lo que yo he escrito aquí. Mi intención no es
empujar al derecho de la Primer Enmienda en esta o en aquella dirección sino indagar
hacia el interior de los mecanismos por los cuales transita el derecho de la Primera
Enmienda cualquiera sea la dirección que tome. Tampoco el hecho de que en mi
descripción esos mecanismos (definiciones estipulativas, obligaciones binarias,
invocacion rutinaria de las aspiraciones) sean presentados como inestables,
incoherentes, y vacuos, debería ser tomado como un argumento para abandonarlos o
aún revisarlos. Yo mismo podría elaborar un argumento plausible para mantener cada
aspecto de la actual jurisprudencia de la Primer Enmienda aún cuando, en realidad
porque, sus fundamentos han demostrado estar construidos sobre arena. Una
demostración de que las razones usualmente dadas para participar y mantener la práctica
no se sostendrían bajo ciertos tipos de análisis, no dice nada concluyente acerca de la
sabiduría de continuar usando estas razones, las que pueden ser valoradas por su poder
(independientemente de sus consistencia filosófica) para inducir comportamientos que
consideramos deseables.
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