Dificultad, inutilidad y necesidad de la reforma constitucional Roberto Gargarella

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Dificultad, inutilidad y necesidad de la reforma constitucional
Roberto Gargarella
En este trabajo, pretendo sostener que todavía seguimos necesitando, con urgencia, una
reforma constitucional, a pesar de que reformas extendidas y profundas como las que,
según creo, son debidas, se enfrentan con al menos dos gravísimos riesgos: el de ser
bloquedas por sus autores, y el de resultar fagocitadas por el orden institucional que
vienen a modificar.
La imposibilidad de la reforma
Tal vez la principal dificultad que enfrenta cualquier proceso de reforma es de carácter
estructural, y es la siguiente: muchas de las reformas más importantes que se requieren
deben ser diseñadas e instrumentadas por los mismos individuos que pueden resultar
perjudicados por ellas. Lamentablemente, dichas dificultades resultan más serias cuanto
más graves son los vicios que afectan al sistema institucional y, en particular, a su clase
dirigente (que implica, pero también trasciende, a la clase política). Resulta obvio, en
los países en donde la dirigencia es más cuestionada, mayores tienden a ser los
esfuerzos y las posibilidades de la misma para -desde la posición de poder que, por
definición, ocupa- resistir los cambios que pretendan impulsarse contra ella.
Son muchos los rasgos propios de sistemas institucionales como el nuestro que dan
fundamento a dichos temores. En primer lugar, sistemas institucionales como el
argentino se distinguen por la brecha que han abierto entre ciudadanos y representantes.
Como he tratado de sostener en otros lugares, tal brecha tiene mucho menos que ver con
la (innegable) incapacidad o mala intención de muchos de sus dirigentes, que con
ciertos rasgos estructurales del sistema institucional. Dicho sistema ha nacido
promoviendo la independencia y separación de los representantes, bajo el presupuesto
(elitista) conforme al las mayorías tienden a dejarse llevar por sus apasionamientos,
hecho por el cual la clase política no debe quedar sujeta directamente a la voluntad de
aquellas. Los períodos largos de mandato; las elecciones indirectas para cargos clave
(jueces, embajadores, y en su momento, para la propia presidencia y el Senado); los
requisitos exigidos para acceder a la función pública; el tamaño reducido de los órganos
colectivos; la posibilidad de las reelecciones; la eliminación de los mecanismos de
control más directos; son algunos de los tantos mecanismos escogidos para hacer
posible ese buscado distanciamiento entre políticos y ciudadanos. La ausencia de foros
de debate público; el desaliento de la intervención cívica de las mayorías; la
consagración de sistema de revisión judicial, no han sino reforzado aquellas tendencias.
Al mismo tiempo, otras prácticas y resultados en parte causa y en parte consecuencia de
aquella estructura institucional -la desigualdad económica; la concentración de la
riqueza; los diferentes recursos con que cuentan distintos grupos para exponer sus ideas
y participar en las elecciones- han contribuido a expandir las distancias ya existentes
entre dirigentes y dirigidos. En conclusión, cualquier elección de representantes (y
típicamente la elección de representantes para una convención constituyente) aparece
mediada por graves dificultades, que llevan a que sectores significativos de la
ciudadanía queden con posibilidades muy disminuidas para transmitir sus ideas, para
supervisar, demandar o reprochar a sus representantes por las decisiones que toman una
vez elegidos.
Notablemente, todos los problemas señalados se agigantan (en lugar de reducirse) en el
caso de una Convención Constituyente, en donde los temas que se discuten guardan una
trascendencia mucho mayor que la que es propia de la "política normal" o cotidiana.
Contra lo que debería esperarse, en estos casos los ciudadanos pierden aun la tibia
herramienta de control con la que cuentan en los demás casos, es decir, el voto-castigo su débil capacidad de amenaza frente a representantes que deshonran su mandato. En el
caso de la Convención, como resulta obvio (los Convencionales no buscan su reelección
como tales), los ciudadanos no pueden amenazar de ningún modo a los representantes
que se comportan de modo irresponsable; que incumplen con su mandato; o que se
extralimitan en sus funciones. Ello, increíblemente, al punto que uno de los principales
problemas teóricos que suelen asociarse con las Convenciones Constituyentes es,
justamente, el de su capacidad de -su proclividad a- "independizarse" de quienes la han
votado, tomando "vida propia," y convirtiéndose en un "súper-poder" capaz de poner
bajo amenaza a todo el sistema institucional vigente. Ello -otra vez, increíblemente- en
razón de la especial incapacidad de control que se deja en manos de la ciudadanía en
dichos casos. En definitiva, el sistema institucional con el que contamos resulta
especialmente preparado para dificultar cualquier reforma extensa y profunda sobre el
diseño vigente.
El ejemplo de la ultima reforma constitucional no puede resultar más ilustrativo de
dificultades como las apuntadas: representantes que se aíslan de la ciudadanía; que
comienzan a tomar decisiones a favor propio; que pueden poner cabeza abajo cualquier
reclamo consistente e insistente por parte del electorado. Conviene avanzar un poco en
la descripción de este ejemplo. En primer lugar, cuando uno piensa en cuáles reformas
podían resultar más importantes en 1994, es decir en el momento institucional en que
dicha reforma se llevó a cabo, uno puede pensar en la necesidad de cambiar
radicalmente el sistema presidencialista y el Senado. Creo que existen hoy, como
existían entonces, excelentes razones para pensar en la importancia de tales reformas.
Así, ante todo, la proclividad del presidencialismo a promover la confrontación más que
la cooperación entre las distintas fuerzas políticas; los modos en que el presidencialismo
favorece la concentración del poder; la proclividad de dicho sistema para generar
inestabilidad política, a partir de los juegos de suma cero que promueve; etc.
Otro tanto se puede decir sobre el Senado. Por ejemplo, y para no hablar de los deficits
de funcionamiento que le conocemos, todavía hoy sigue resultando inexplicable por qué
es que el Senado no concentra su labor (en todo caso, y de modo exclusivo) en
cuestiones federales (coparticipación, regionalización, relaciones entre las provincias.
Por qué, en otras palabras, no especializar su labor en temas de federalismo, dejando el
resto en manos de la ciudadanía en su conjunto (i.e., si se debe dictar o no una ley de
divorcio). No es mi pretensión, en este momento, persuadir a nadie de la necesidad de
tales reformas: me basta con señalar que entonces (como todavía hoy) había un buen
caso para la promoción de modificaciones como las citadas. Corresponde notarlo, una
conclusión parecida era compartida por la doctrina internacional (que en dicha época
tendía a sostener de casi unánime su condena al hiper-presidencialismo), y la misma
había sido la principal respuesta del organismo más importante creado por nuestra
democracia para el estudio de la reforma constitucional, esto es, el Consejo para la
Consolidación de la Democracia. En efecto, en su dictamen, el Consejo colocó en
primer lugar la necesidad de eliminar el sistema presidencialista para reemplazarlo por
uno de contenido más parlamentario; a la vez que sugirió la adopción de un Senado
especializado, como el alemán. Notablemente, contra lo dicho por el Consejo, y lo
aconsejado por buena parte de la teoría contemporánea, la reforma de 1994 tendió a
socavar, sino a poner directamente cabeza abajo, aquellas iniciativas. El presidente en
ejercicio recibió entonces el único (el extraordinario) premio que reclamaba de la
reforma, que era el derecho a la reelección. A cambio de ello, no perdió ninguna
facultad decisiva, por mas iniciativas que se avanzaron y aun aprobaron en dicha
dirección. Lo mismo ocurrió con el Senado, que no solo no perdió facultades sino que
incrementó su peso a través de la inclusión de un tercer senador por provincia (frente a
los dos representantes hasta entonces acostumbrados). Este resultado, según entiendo,
resulta absolutamente compatible con las dificultades enunciadas más arriba: puestos a
operar sobre el esquema constitucional vigente, sus protagonistas se encargaron de
bloquear las reformas más importantes destinadas a perjudicarlos, aún cuando ellas
guardaban un amplio consenso entre aquellos que más reflexionaban sobre la reforma.
Lo dicho no pretende negar la posibilidad de una reforma más profunda, sino marcar un
tipo de dificultades internas que, a pesar de ser obvias, tienden a ser minimizadas por
quienes más genuinamente se preocupan de promoverlas.
La inutilidad de la reforma
En la sección anterior hicimos referencia a algunas dificultades internas que amenazan
los procesos de reforma, y que sin duda afectaron seriamente a la reforma de 1994. A
continuación vamos a examinar lo que podríamos llamar una serie de dificultades
externas al proceso de reformas -dificultades que aparecen una vez que dicho proceso
ha llegado a término. Para clarificar lo dicho, imaginémonos el caso de reformas que
han alcanzado éxito y trascendido la barrera de sus principales custodios. O, más
precisamente, y para retomar casos todavía comunes, pensemos en reformas más o
menos modestas que, sin embargo, parecen desafiar en alguno de sus aspectos centrales
al orden establecido. El problema que aparece entonces, según diré, es el de que la
reforma se convierta, apenas aprobada, en una reforma de papel, incapaz de poner en
riesgo real a aquello que en apariencia amenaza. Por qué es que pensar en estos
términos puede resultar sensato, y no un mero ejercicio de obstinado pesimismo? La
dificultad mencionada arranca en este caso de un infundado optimismo en torno a las
posibilidades de una reforma en los textos; una sobre-expectativa relacionada con las
capacidades del reformismo jurídico. Dicha ilusión crece a partir del inaceptable
supuesto conforme al cual las reformas tienen nacimiento en un vacío de prácticas, en
una realidad compuesta fundamentalmente por textos orientados en un sentido, a los que
ahora se oponen otros de signo contrario. Se piensa que las reformas introducidas
impactan sobre una realidad simple; se ignoran los complejos mecanismos, los
invisibles circuitos que las distintas creaciones jurídicas van creando en su torno.
El hecho es que nuestra vida jurídica va mucho más allá de los textos que escribimos y
luego pretendemos modificar. El hecho es que una vez que ponemos en marcha ciertos
mecanismos institucionales -mecanismos que afirmamos día a día con complicadas y
ambiguas prácticas de aplicación- comenzamos a dar forma a un entramado que de a
poco se enraíza en nuestra realidad. Obviamente, cuanto más profundas son las raíces de
nuestro sistema institucional, mayores son las dificultades para cambiarlas, a través de
la introducción de cambios en la letra de algunos textos.
Mi hipótesis es que nuestra realidad jurídica responde -para bien o para mal- a un
proyecto de raíz liberal-conservadora que ha ido tomando cuerpo, al menos, desde el fin
del rosismo y el dictado de la Constitución de 1853 (del mismo modo en que, por
ejemplo, una mayoría de países latinoamericanos afirmó su estructura institucional
hacia mediados del siglo diecinueve, o los Estados Unidos desde 1789).
Nuestro orden liberal-conservador se encuentra definido por una diversidad de rasgos
significativos, algunos de los cuales ya fueron mencionados en las páginas anteriores. El
mismo se afirma a partir de su sesgo individualista o anti-colectivista; el hecho de la
separación entre representantes y representados (la citada independencia de la clase
política); el supuesto en torno a la tendencia de las mayorías hacia la irracionalidad (el
supuesto conforme al cual las mayorías tienden a dejar de lado la razón en nombre de la
pasión); la consiguiente falta de aliento a la intervención cívica de la ciudadanía; o la
sobre-presencia de mecanismos contra-mayoritarios dentro del esquema de toma de
decisiones. El jurista Roberto Unger ha caracterizado a este sistema hablando de un
sistema en el cual predomina una cierta "disconformidad de la democracia," algo que se
pone en evidencia a través de"la incesante identificación de trabas sobre la regla
mayoritaria como la principal responsabilidad de jueces y juristas; la consecuente
hipertrofia de prácticas contra-mayoritarias...y el obstinado foco sobre los jueces de la
Corte Suprema y su selección como el aspecto más importante de la política
democrática."
Cualquier reforma que pretenda convertirse en exitosa debe ser capaz de atravesar la
rigidez de las trabas impuestas por el orden reinante, y ello implica mucho más que
tomar una pluma y cambiar la letra de algunas frases sobre un pedazo de papel. Lo
cierto es que habitualmente ignoramos dicha oculta realidad, y actuamos como si la
reforma estuviera al alcance de nuestra mano. Lo que suele ocurrir, entonces, es que la
madeja institucional existente se erige como una pared frente a nuestras pretensiones,
las frena, las recorta, las socava, y termina absorbiendo y devorando a aquellos que
aparecen como cuerpos extraños. Las reformas quedan así como injertos mal hechos
sobre un cuerpo sólido y bien constituido. Tenemos que hablar, entonces, de
transplantes jurídicos ambiciosos e imperfectos, mal hechos -transplantes que descuidan
la naturaleza del cuerpo sobre donde van a insertarse. Nuestro optimismo o nuestra
desmedida ambición nos lleva a ignorar el peso y la fuerza de lo que ya existe, el tipo de
animal sobre el que actuamos. Otra vez, y con el objeto de dar apoyo a mis dichos, me
gustaría recurrir a un par de ejemplos capaces de ilustrar mi descripción anterior.
Tomemos los casos de dos series de reformas significativas, introducidas sobre nuestra
Constitución en los últimos cincuenta años.
Los derechos sociales.
Hablemos, en primer término, de las reformas de tipo social avanzadas a mediados del
siglo xx, luego de la llegada y salida del gobierno del primer peronismo. En la reforma
constitucional entonces operada se introdujeron sobre el cuerpo de nuestra Constitución
liberal-conservadora apéndices de tipo social, con el objeto de integrar a ella las
novedades "laborales" de la nueva época. Típicamente, tal reforma incorporó el artículo
14 bis, que vino a agregar a la lista de derechos (individuales) tradicionales otros
referidos a la vivienda digna; el trabajo; las condiciones dignas y equitativas de labor; el
derecho de participar en la dirección y en las ganancias de las empresas; el de una
organización sindical libre y democrática. La introducción de este tipo de reformas
representa un ejemplo excepcional de aquello que puede llamarse un injerto descuidado
o mal hecho. Todo el catálogo de nuevos derechos incorporados -debimos saber- no
llegaba para instalarse en una cáscara constitucional vacía sino más bien, y por el
contrario, sobre un esquema institucional afianzado y en marcha, capaz de resistir y
absorber con facilidad a los nuevos cuerpos injertados. Una excepcional muestra de lo
ocurrido entonces se observa cuando concentramos nuestra atención en los modos en
que los órganos de aplicación existentes reaccionaron frente a los nuevos derechos
sociales. De modo notable, el poder judicial -el órgano más representativo de nuestra
estructura constitucional contra-mayoritaria- recibió a aquellos nuevos derechos con
hostilidad: consultado sobre el carácter de aquellos sostuvo, una y cien veces, que los
mismos eran "derechos no directamente operativos," derechos de naturaleza muy
distinta respecto de los derechos civiles y políticos vigentes. En otros términos,
llamados a actuar frente a la novedad de los derechos sociales, los jueces abrieron los
cajones de sus escritorios y pusieron a tales derechos a dormir (incumpliendo lo que
podía haberse esperado de ellos, dado su lugar institucional). Ahora bien, cuán sensato
era esperar un resultado diferente? Qué es lo que podía esperarse de la rama más
conservadora de nuestro sistema institucional? Podía creerse que un órgano diseñado
para ponerse de pie contra las mayorías -un órgano cuyos miembros no son elegidos por
el pueblo ni son removibles y controlables por ellos- iba a ponerse a la vanguardia de la
aplicación de los derechos sociales? No estoy diciendo aquí que sea estructuralmente
imposible que algunos jueces, en algunos casos, contribuyan a implementar algunos
derechos sociales (de hecho, contamos ya con algunos interesantes casos en tal
dirección). Lo que me interesa decir es que uno no debe sorprenderse al conocer la
hostilidad con que el sistema institucional liberal-conservador/ individualista
establecido recibe las novedades que se pretenden incorporar al mismo.
Derechos para la participación política. Lo mismo que dijimos en torno a la
introducción de los derechos sociales puede decirse de algunas de las reformas más
recientes incorporadas a nuestra Constitución, en 1994. Me refiero, en este caso, a las
reformas destinadas a proveer o hacer posible la intervención cívica de la ciudadanía.
Desde 1994, en efecto, se han incorporado a nuestro texto constitucional varios
institutos orientados a tornar efectivas formas más o menos novedosas de la
participación popular, como la iniciativa popular o la consulta popular. Otra vez, sin
embargo, nos encontramos con un injerto constitucional problemático, a través del cual
se pretendió confrontar la naturaleza liberal-conservadora del esquema institucional
argentino con un mero cambio en la letra de la Constitución. Puede extrañar, entonces,
que el sistema originario haya reaccionado negativamente frente a tal reforma? Puede
extrañar que, pasados diez años de la reforma, dichos aspectos de la Constitución no
hayan sido puesto en práctica (no varias veces, sino siquiera una)? Puede extrañar que
aquellos nuevos institutos no hayan sido, siquiera, reglamentados con el fin de cobrar
una vida más efectiva? Como en el caso anterior, no pretendo negar aquí la posibilidad
de que dichas reformas se lleven, finalmente, a la práctica -que se reglamente su
funcionamiento, que alguna vez se recurra a ellos. Mi interés es llamar la atención, en
una nueva oportunidad, acerca de la liviandad con que muchas veces nos acercamos a la
reforma constitucional, en razón de nuestro ciego optimismo o nuestra exagerada
ingenuidad en torno al contexto institucional en donde dichas reformas van a insertarse.
Lo que pretendo es mostrar de qué forma ignoramos el peso de la realidad jurídica
existente, tanto como el interés de la clase dirigente (política y extra-política) por
preservar las ventajas de las que hoy goza.
La necesidad de la reforma
Dicho lo anterior, muchos pueden (o pueden querer) concluir diciendo que conviene
archivar cualquier proyecto reformista. Muchos pueden (o pueden querer) ver en las
líneas anteriores una defensa indirecta del statu quo jurídico, es decir, una defensa de la
situación de grave injusticia que caracteriza a nuestro derecho. Sin embargo, mi
conclusión apunta más bien en la dirección contraria. En mi opinión, las injusticias que
distinguen a nuestro sistema jurídico son tan enormes, que la introducción de cambios
sociales -tanto como de cambios institucionales destinados a darle soporte y estabilidad
a los mismos- resulta imprescindible y urgente. El conocimiento de las dificultades
citadas en las secciones anteriores no aparece, entonces, como un argumento contra la
racionalidad de las reformas, sino como un llamado de atención acerca de la radicalidad
de los cambios que se hacen necesarias frente a tales trabas. Es justamente en razón de
la dimensión de los obstáculos con los que nos enfrentamos que necesitamos introducir
cambios institucionales de envergadura. Nace aquí, en todo caso, un argumento tanto
contra el reformismo minimalista, como contra el temeroso gradualismo que nuestro
sistema institucional ya ha enfrentado y digerido con suficiencia en cada caso en que ha
tenido que hacerlo.
Quienes creemos en el valor de la democracia deliberativa y consideramos, a la vez, que
ningún individuo debe sufrir o beneficiarse por cuestiones ajenas a su responsabilidad,
no podemos sino abogar por un menú de cambios institucionales extenso y profundo.
Dicho menú puede incluir cambios destinados a eliminar los rasgos contra-mayoritarios
de nuestra Constitución (en particular, cambios sobre los actuales mecanismos de
revisión judicial y veto presidencial); cambios significativos sobre las tres ramas de
gobierno (en particular, la eliminación del presidencialismo; la reforma radical o
supresión del Senado; cambios en la forma de composición y función del poder
judicial); la recomposición de nuestro sistema representativo (de modo tal de incorporar
y recuperar herramientas de control externo sobre los representantes); la creación de
foros para la discusión pública (que permitan que los debates sobre temas de interés
colectivo sean realizados con independencia de las capacidades económicas de cada
uno); la revitalización de la vida política extra-parlamentaria; la extensión del principio
igualitario fundante de nuestra vida política -una persona un voto- a otras esferas de
nuestra vida social (i.e., a la esfera económica). Por supuesto, no es el objeto de este
trabajo el de agotar la lista de cambios institucionales imaginables, ni el de proveer de
contenido y fundamento teórico a cada una de tales posibles modificaciones. Más bien,
me ha interesado llamar la atención tanto acerca de la necesidad de la reforma
constitucional como, sobre todo, acerca de la ingenuidad, desdén e irresponsabilidad
con que se ha tendido a pensar en la misma.
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