Homilía de S.E.R. Mons. Christophe Pierre Nuncio Apostólico en México Asamblea Anual de la CIRM (Guadalajara, Jal., 4 de mayo de 2014) Queridas hermanas y hermanos, Creado el cielo y el mar, la tierra y todo lo que ella contiene, Dios crea al hombre y a la mujer y, -dice el libro del Génesis-, “vio Dios cuanto había hecho, y todo era muy bueno” (Gén 1,31), confió a estos el resto de la creación y entonces “pudo descansar de toda la obra creadora” (Gén 2,3). Creados a imagen y semejanza de Dios, Adán y Eva debían ejercer su dominio sobre la tierra con sabiduría y amor (cf. Gén 1,28). Ellos, sin embargo, pecaron, y con su pecado deshicieron la armonía y se pusieron deliberadamente contra el designio del Creador, lo que llevó no sólo a la alienación del hombre mismo, a la muerte y al fratricidio, sino también a una especie de rebelión de la tierra contra él. Toda la creación se vio sometida a la caducidad. En la perspectiva de la fe, desde sus orígenes la creación ha sido don de Dios y responsabilidad humana. Una perspectiva que invita a dar gracias al Creador y, también, a asumir la responsabilidad de cuidar el don recibido. Cuidar, pero también contemplar y cultivar la creación, lo que implica no sólo cuidar la relación de los hombres con el medio ambiente y la relación del hombre y la creación, sino también cuidar las relaciones entre los seres humanos, y de estos con su Creador. Lamentablemente, -lo observamos y experimentamos cada día-, el hombre parece irse alejando cada vez más de Dios. Y cuando el hombre se aleja de Dios y de su designio creador imitando a Adán y Eva, no hace sino provocar un desorden que inevitablemente repercute en toda la creación. Y hoy, de suyo, saltan a la vista las crecientes devastaciones en la naturaleza causadas por el comportamiento del hombre, que así ha originado la crisis ecológica que ahora padecemos. Una crisis que revela de modo evidente no pocas implicaciones de carácter moral, y cuyo signo más profundo y grave es la falta de respeto a la vida. Y cuando falta el sentido del valor de la persona y de la vida humana, aumenta el desinterés por los demás y por la tierra. "Si el hombre se degrada, se degrada el entorno en el que vive; si la cultura tiende a un nihilismo, si no teórico, al menos práctico, la naturaleza no podrá menos de pagar las consecuencias" (Benedicto XVI, Homilía Jornada de la paz, 1.1.2010). Ni duda cabe, entonces, que hoy es más que urgente educarnos y educar a todos en la responsabilidad ecológica, ante todo, mediante un testimonio de vida austero, coherente y transparente. Una educación, cuyo fin no sea ideológico ni político, y cuyo planteamiento tenga su fundamento y fuente en una conversión auténtica en la manera de pensar y en el modo de actuar. La crisis ecológica, cuya causa más profunda es ética y antropológica, la estamos viviendo de manera cruda. Lo vemos en el ambiente, pero, sobre todo, lo vemos en el hombre que está en peligro. La vida humana, la persona no logra percibirse claramente como valor primordial que debe ser respetado y protegido. El consumismo nos ha habituado a lo superfluo, y la "cultura del descarte" tiende a convertirse en mentalidad común que contagia a todos. Hacen, pues, bien, hermanas y hermanos, en preocuparse y ocuparse del problema ecológico. “Hoy –decía San Juan Pablo II-, la cuestión ecológica ha tomado tales dimensiones que implica la responsabilidad de todos (...). En el universo existe un orden que debe respetarse; la persona humana, dotada de la posibilidad de libre elección, tiene una grave responsabilidad en la conservación de este orden, incluso con miras al bienestar de las futuras generaciones. La crisis ecológica, (…) es un problema moral” (Mensaje para la Jornada de la Paz 1990, 15). Y es que, -como recordaba el Papa emérito Benedicto XVI-, la Iglesia no solo defiende “la tierra, el agua y el aire como dones de la creación pertenecientes a todos. Tiene también que proteger al hombre contra la destrucción de sí mismo” (Benedicto XVI, A la Curia romana, 22.12.08). “Es contrario al verdadero desarrollo –subrayaba el mismo Papa-, considerar la naturaleza como más importante que la persona humana misma. Esta postura conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista (...). Reducir completamente la naturaleza a un conjunto de simples datos fácticos acaba siendo fuente de violencia para con el ambiente, provocando además conductas que no respetan la naturaleza del hombre mismo. Ésta, en cuanto se compone no sólo de materia, sino también de espíritu, y por tanto rica de significados y fines trascendentes, tiene un carácter normativo incluso para la cultura (...). Por tanto, los proyectos para un desarrollo humano integral no pueden ignorar a las generaciones sucesivas, sino que han de caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional, teniendo en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico, el jurídico, el económico, el político y el cultural” (Caritas in veritate 48). El tema, al igual que el reto, es por demás amplio. Pero, a la luz de los datos reflexionados, ¿qué dice a nosotros la Palabra de Señor hoy? ¿Qué enseñanzas y orientaciones nos ofrece? Si duda varias y posiblemente muy iluminadoras también para nosotros. El relato del Evangelio, en particular, inicia presentándonos a dos discípulos que “caminan”, ¡pero que caminan “a la inversa”!, porque, -dirán ellos“nosotros esperábamos”, y como aquello que esperábamos no resultó como esperábamos, mejor es entonces abandonar Jerusalén. Se trataba de dos discípulos que habían seguido a Jesús y oído sus enseñanzas. Sabían mucho de Él y, sin embargo, su sensación era de vacío y de amargura: “nosotros esperábamos”. Esperaban, en realidad, sin esperanza. Esperaban que las cosas hubiesen resultado como ellos imaginaban, pensaban, deseaban. ¡Esperaban! ¡Cuánta presunta sabiduría se anida frecuentemente en los corazones de tantos hombres y mujeres que repetidamente han oído el Mensaje; y cuánta es, a veces, poca su fe en Aquel que habla: en Jesús de Nazaret! Cuánto resulta difícil para tantos creyentes, –sobre todo para el creyente que cree saber más y creer más-, acortar o anular la distancia que él mismo fabrica entre el saber y el experimentar. Y, sin embargo, es sólo la experiencia la que da paso a la verdadera esperanza y al gozo. ¿Experiencia de qué? Ciertamente no de cualquier cosa, sino la experiencia del encuentro íntimo y transformador con Jesús vivo. Porque se puede saber mucho sobre Jesús, sin nunca haber logrado experimentar el encuentro vital con Él. Aquellos discípulos sabían mucho, pero les faltaba saber lo principal, esto es, que Jesús debía, con la ayuda de los suyos, proseguir su obra hasta el final de los tiempos, estando vivo y cercano; pero que para lograr reconocerlo, era y será siempre necesario mirarlo con una mirada nueva. Hermanas y hermanos, Nosotros, ¿dónde estamos ahora: en camino hacia el castillo de la propia “sabiduría”, ó en camino hacia Jerusalén? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Somos de los que sabemos esperar; esperar en el Señor?: "Tengo siempre presente al Señor y con Él a mi lado jamás tropezaré. Por eso se me alegran el corazón y el alma y mi cuerpo vivirá tranquilo”. Hay maneras y maneras de contemplar "lo de Jesús el Nazareno", "lo que ha pasado en Jerusalén". ¿Somos de los que saben verdaderamente esperar, o de aquellos que son incapaces de pagar el precio de la paciencia por los ideales que se lleva en el corazón y de sufrir sin rebeldía por ellos? Nosotros no sabemos cómo llegaron los dos caminantes al nuevo conocimiento de Jesús. Pero, lo que sí sabemos es que los dos, olvidando su cansancio y haciendo caso omiso a la noche que ya había llegado, se levantan, y gozosos se ponen en camino al encuentro de los hermanos para comunicar la gran noticia. Nada podía ser como antes. Su puesto estaba con los hermanos en la edificación de la comunidad de los seguidores de Jesús. Han descubierto que Jesús resucitado está en la comunidad reunida para la fracción del pan; en la comunidad que tiene la misma fe de Pedro que ha ya visto al Señor. Se han convencido de que el camino vivido y enseñado por Jesús es el verdadero. En esa comunidad, todos tenemos un lugar. Hay que saberlo descubrir, acoger y mantenerse coherente y dinámicamente anclado en él. Y, a ustedes, “es Cristo –dice el Papa Francisco-, que los ha llamado a seguirlo en la vida consagrada y esto significa realizar continuamente un “éxodo” de ustedes mismos para centrar su existencia en Cristo y en su Evangelio, en la voluntad de Dios, despojándose de sus proyectos, para poder decir con san Pablo: No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20)”. En un mundo de desconfianza, desaliento, depresión, en una cultura en donde hombres y mujeres tienden a dejarse llevar por la fragilidad y la debilidad, el individualismo y los intereses personales, particularmente a ustedes el Señor y la Iglesia piden sean mensajeros de la confianza en la posibilidad de una felicidad verdadera, de una esperanza posible, que no se apoye únicamente en el saber, sino en Dios. Ustedes están llamados a ser signo de humanidad plena, bajo el signo de la consolación. “Quien pone a Cristo en el centro de su vida, se descentra. Cuanto más te unes a Jesús y él se convierte en el centro de tu vida, tanto más te hace Él salir de ti mismo (…)”. “No estamos en el centro, estamos, por así decirlo, “desplazados”, estamos al servicio de Cristo y de la Iglesia”. "Quédate con nosotros". Era una súplica obligada. Luego del encuentro, sin Él todo quedaba vacío y triste y la oscuridad se venía encima. Y Él se quedó. Después vendrá el partir el pan y la entrega que iluminará todo. Y es que, cuando se parte el pan, cuando desaparecen los egoísmos y se comparte con desinterés, es cuando los ojos se abren para reconocer a Cristo; es cuando, de verdad, Cristo se hace presente y vuelve la alegría, el entusiasmo, la esperanza con sentido. Es cuando los demás pueden reconocer a Cristo en nosotros y entre nosotros. San Francisco de Asís, Patrono celestial de los ecologistas, “amigo de los pobres, amado por las criaturas de Dios, invitó a todos, animales, plantas, fuerzas naturales, incluso al hermano Sol y a la hermana Luna, a honrar y alabar al Señor (…). Que su inspiración nos ayude a conservar siempre vivo el sentido de la fraternidad con todas las cosas creadas buenas y bellas por Dios Todopoderoso, y nos recuerde el grave deber de respetarlas y custodiarlas con particular cuidado, en el ámbito de la más amplia y más alta fraternidad humana” (San Juan Pablo II, Mensaje 1990). Y que Santa María, la Mujer del incondicional “Fiat”, junto con los santos protectores de sus Institutos religiosos, acompañen con su intercesión a cada una y a cada uno de ustedes todos los días de su vida. Amén.