ENTREVISTA: Rafael Sánchez Ferlosio

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ENTREVISTA: Rafael Sánchez
Ferlosio. Escritor
"Nunca se convence a
nadie de nada"
JOSÉ MARÍA RIDAO - Madrid - 22/05/2007
Sobre la guerra es el escueto título escogido por Rafael Sánchez
Ferlosio (Roma, 1927) para recoger sus escritos sobre un asunto
que, de un modo u otro, ha estado en el origen de la mayor parte de
su obra ensayística. El resultado es un volumen que, en buena
medida, desmiente la imagen que el escritor, premio Cervantes en
2004, se ha forjado de sí mismo como autor fragmentario con
intereses variados e inconstantes. Sobre la guerra (Destino) es, tal
vez, una de las aproximaciones más coherentes y originales al
fenómeno de la violencia y de los enfrentamientos armados. Es el
relato pormenorizado de cómo la voluntad de los individuos va
quedando anulada hasta considerar que la guerra no es una opción,
sino una necesidad inexorable.
Pregunta. ¿Por qué ha decidido recoger ahora sus ensayos sobre
la guerra?
Respuesta. Me lo sugirió el editor y acepté porque he escrito
mucho sobre la guerra. Además, nunca se convence a nadie de
nada, y me pareció que había que repetir, aunque siempre es en
vano. Pero no todo es recopilación, hay cien páginas sobre la
segunda guerra de Irak que sólo habían sido publicadas en
periódicos.
P. ¿Ha sido, entonces, por la necesidad de insistir en la
ilegitimidad de todo empleo de la fuerza, que es lo que parece
desprenderse de sus ensayos?
R. Yo no recurriría aquí a la legitimidad, porque es un concepto
que surge cuando hay enfrentamiento militar, o terrorismo. Las
armas son el origen de la legitimidad. El vencedor es el
legitimado, y el legitimador, el vencido. En el ensayo de Walter
Benjamin sobre la violencia se dice que, en los tiempos más
primitivos, el tratado de paz representaba la aceptación de los
derechos de guerra del vencedor por parte del vencido.
P. La violencia como creadora de derecho.
R. La noción de legitimidad pertenece, en efecto, a esta
estructura, es la ratificación de una victoria por parte del vencido.
Luego, a la legitimidad se le han podido añadir muchas cosas.
Pero es una ilusión pensar que con un bañito de democracia o
como queramos llamarlo se puede suprimir la legitimidad como
sustrato de violencia que permanece.
P. Y la legítima defensa...
R. Vamos a considerarla en el plano de dos personas. Sólo por
una necesidad formalista del derecho se absuelve a un matador
que ha actuado en legítima defensa. En realidad, la agresión
personal que da lugar a esta acción homicida es prejurídica y, por
tanto, lo coherente sería no acusar. No absolver, sino decir que la
acusación no ha lugar porque se ha producido en una situación
prejurídica. Es la formalidad del derecho lo que la convierte en
jurídica.
P. ¿Valdría el mismo argumento cuando se trata de Estados?
R. Los Estados son Estados absolutos, son Estados antagónicos
por definición. La identidad nacional es antagónica respecto de la
de otros Estados. La casuística y la complejidad de una agresión
es tremendamente variada y, por eso, la legítima defensa
individual no se puede hacer rigurosamente extensiva a los
Estados.
P. Sin embargo, se habló de legítima defensa en el ataque
norteamericano contra Afganistán, que protegía a los responsables
de los atentados del 11-S.
R. No fue legítima defensa, fue represalia. La legítima defensa no
podía amparar un ataque completo al país. El caso de Afganistán
constituyó un casus belli clásico. Pero la realidad es que se trataba
de dar satisfacción a los americanos, que habían sido previamente
agraviados en su dignidad y en su honor. Y esta satisfacción
exigía un procedimiento espectacular; en fin, exigía bombardeos.
Las imágenes de la guerra en televisión mostraban una línea de,
qué sé yo, cinco kilómetros. Las explosiones, las columnas de
humo -porque las bombas están dotadas de un humo especial para
ser más espectaculares- eran equidistantes. Y, claro, la pregunta
que suscitaban era: pero esas bombas, ¿dónde han sido? Pueden
haber caído sobre algún objetivo, pero también en mitad del
campo. La espectacularidad de los bombardeos resultaba
sospechosa.
P. ¿Ahí radicaba el intento de dar satisfacción?
R. Susan Sontag dijo a propósito de esto una frase muy
provocativa: "La lujuria de la opinión pública por los bombardeos
en masa". La utilidad antiterrorista de esta expedición estaba
supeditada al espectáculo.
P. También los autores de los atentados del 11-S buscaban
espectacularidad.
R. Nunca se había hecho nada tan espectacular, los terroristas
derribaron dos rascacielos. Poco tenían que hacer si no era así.
Por eso la espectacularidad para los americanos era importante,
porque necesitaban demostrar que su país no se deja humillar.
Quedar por encima o quedar por debajo de la espectacularidad de
Al Qaeda era un factor decisivo.
P. Pero, además de la espectacularidad, los atentados fueron
graves.
R. Tremendamente graves. A pesar de eso, lo del terrorismo del
islam contra Occidente es en estos momentos un mero
epifenómeno.
P. Lo que sigue llamando la atención es que los terroristas se
suiciden al cometer sus crímenes.
R. Pienso que lo del suicidio sólo es interpretable si se produce un
fenómeno de juramentados, a modo de fratrías. O sea, que tienen
que ser grupos en los que los individuos se comprometen a morir
en relación con otros que, a su vez, también se juramentan para
morir. Si no, no puedo entenderlo. Ese Mohamed Atta de las
Torres llevaba en Occidente muchísimo tiempo y participaba en
toda suerte de cosas occidentales. ¿Cómo conservaba esta fuerza
para el suicidio? No creo en absoluto que la religión pueda tener
ahí demasiada importancia. Debió de quedar prisionero del grupo,
pero, al mismo tiempo, viaja a Alemania, a Estados Unidos, pasa
por España y lleva cuatro o cinco años por ahí, y aprendiendo a
pilotar. ¿Cómo se conserva eso? La gran envidia de los terroristas
occidentales es ser capaces de imitarlos.
P. Decía que el terrorismo yihadista es un epifenómeno. ¿Es
gracias a la política que se ha seguido?
R. No hay que pensar que las decisiones sobre las libertades sean
sólo un espectáculo para mantener a la gente preocupada. Han
podido tener eficacia, porque si se registra tanto a la entrada y se
aumenta tanto la vigilancia acaba por ser disuasorio.
P. Entonces resultaba innecesario el paso siguiente, la guerra de
Irak, de la que trata abundantemente en su libro.
R. El ataque estaba preparado desde cuatro años antes, en aquel
folleto titulado Proyecto para el nuevo siglo americano. Si en
Afganistán no había objetivos, en el caso de Irak sí los había.
¡Hasta demasiados! Armas de destrucción masiva, se dijo. No
creo que pudiera llamarse mentira a eso. Ellos pensaban que era
imposible que Sadam Husein, un hombre sediento de poder, no
tuviera artefactos non sanctos, por así decir.
P. Pero Naciones Unidas había enviado a Hans Blix y a un equipo
de inspectores.
R. Blix les molestaba mucho a los americanos porque era
escrupuloso y no era manipulable. Empecé a pensar que los
iraquíes no tenían armas de destrucción masiva cuando vi que
unos cohetes espléndidos, de un alcance de 130 kilómetros me
parece, se los daban a Blix y se los dejaban serrar por la mitad
porque excedían el alcance autorizado, que era de 100 kilómetros.
La entrega de esos cohetes me chocó mucho. Y me parece que a
los americanos también, porque el propio Powell apareció en el
Consejo de Seguridad como avergonzándose de las cosas que
tuvo que decir.
P. El salero...
R. El salero y aquellos autobuses dibujados, diciendo que eran
laboratorios de armas químicas o biológicas que se podían
desplazar de una parte a otra. La categoría de mentira sólo es
aplicable a partir de ese momento.
P. Usted se opuso a esta guerra contra Irak, pero también a la
primera, a la que siguió a la invasión de Kuwait.
R. Ya no me acuerdo por qué. Me parece que fue, más que nada,
por la fórmula excesiva; en aquella guerra el despliegue de tropas
americanas fue de 500.000 soldados, creo recordar. Quizá
pensaba yo que la reunión entre Baker y ¿cómo se llamaba aquél?
P. Tarik Aziz.
R. Eso es, la reunión entre Baker y Tarik Aziz en Ginebra había
tenido lugar con la guerra ya decidida. Entonces les impusieron a
los iraquíes tales condiciones de humillación que, claro, el más
débil de este mundo no puede aceptarlas. Y luego aquel otro
argumento: cuando se ha acumulado tanto hierro, tanto acero y
tantos hombres, cómo le vas a decir a un ejército: ya está, lo
hemos arreglado, volvemos a casa. Ningún ejército del mundo
podría soportarlo.
P. Desencadenaron la guerra, pero no entraron en Bagdad.
R. Ni Powell, que estaba entonces de jefe del Estado Mayor, ni el
que estaba de Asuntos Exteriores, que era Baker, fueron
partidarios de tomar Bagdad. Detuvieron la partida porque
previeron lo que ha ocurrido en esta otra guerra. Dijeron que
pasarían cosas parecidas a las que están pasando. Sobre todo
Baker. Baker, que era bastante bárbaro, pero muy lúcido y muy
inteligente, tuvo prudencia.
P. En su libro critica a los intelectuales norteamericanos que
apoyaron la guerra en un documento que usted compara con una
encíclica.
R. Fue vergonzoso, sobre todo cuando dicen aquello de que los
occidentales y los musulmanes tienen que hacer cosas juntos. Ese
papel es muy extraño, ¡y que haya conseguido reunir a 60
personas! ¿Qué pudo haber sugerido la necesidad de ese papel?
No hubo presión gubernativa ninguna, los firmantes son personas
muy respetadas allí y, seguramente, muy orgullosos de que nadie
les obligue a nada. Es una especie de extraña eyaculación de
patriotismo lo que tienen.
P. Usted encuentra ciertos paralelismos con el pasado.
R. Esos 60 firmantes me recordaron la cantidad de los salvadores
de la conciencia del emperador Carlos V, cuando lo de América.
El propio Las Casas, con Fernando el Católico, reúne dos cosas
distintas usando el mismo adjetivo para las dos: "la real
conciencia y hacienda". Qué bonito.
P. Pero, además de los documentos apoyando la guerra, de la
ideología, está la cuestión del armamento.
R. Existe un estado de guerra permanente desde que existe una
industria del armamento permanente. Una industria que, además,
tiene que vigilar que sus ingenios no se queden obsoletos. No sólo
por el desgaste en la guerra o por el simple paso del tiempo, sino
en comparación con los ingenios de otros. La fabricación de
armas es una competición constante entre los países, y recuerdo
un ejemplo ilustrativo. En un determinado momento, todavía no
había caído la Unión Soviética, Kissinger dijo esta frase en un
episodio que tenía lugar en Líbano o en Siria, no sé bien: "No
podemos consentir que armamento americano sea derrotado por
armamento soviético en una batalla importante".
P. Un estado de guerra permanente o, cuando menos, de amenaza
permanente.
R. La amenaza es el mecanismo del bandido, el mecanismo de "la
bolsa o la vida". Si va y se le dice: pues, mira, no hay bolsa, mal
asunto. Hay que comprender que él se ha comprometido a mucho
como bandido, se lo ha jugado todo. Entonces, si a pesar de que
no se le ha entregado la bolsa él no dispara, sino que se marcha,
está muerto como bandido. Quizá viva como un hombre mejor
que el bandido, pero como bandido está acabado.
P. Amenazar también tiene sus riesgos.
R. El que amenaza adquiere un compromiso terrible. Y lo más
terrible es que se empeña en lanzar la responsabilidad sobre el
otro. Tú serás responsable de que yo te mate. ¿Pero cómo voy a
ser yo responsable de lo que tú me hagas a mí? ¿Por qué?
P. ¿Y por qué?
R. Pues porque le resulta tan imposible retractarse de la amenaza,
que tiene que hacer responsable al otro. Al amenazar, uno se
queda completamente objetivado, reificado. Como una cosa,
como un instrumento, como el gatillo de una pistola.
P. Eso vale para el bandido, para el agresor. ¿En qué situación
queda la víctima?
R. No hay que comparar las víctimas producidas por violencia
humana y las víctimas de catástrofes naturales o de cosas como la
carretera. No tienen nada que ver. La condición de víctima por
violencia humana se transforma en un depósito de valor, en una
especie de capitalización. El cristianismo está convencido de esa
idea, de la víctima como generadora de valor moral.
P. Un valor moral, o un capital, que para qué sirve.
R. Su estructura gravita sobre la de la venganza, porque la
venganza es un derecho que se adquiere porque otro te ha
agredido. Los atentados de Washington y Nueva York fueron un
caudal de derecho gigantesco, que explotó como tal en la
aprobación por aclamación de la Patriot Act. Una explosión de
euforia patriótica inmensa.
P. Pero si las víctimas mueren, como fue el caso, ¿quién puede
reclamar ese valor moral, esa capitalización?
R. Pueden hacerlo muchas personas. La viuda, los huérfanos,
otros quizá. Pero lo que puede producir abusos inmensos y hasta
espectáculos obscenos es la seguridad de estar en posesión de ese
capital moral. Por ejemplo, el victimato español de los actos
terroristas ha hecho una explotación de ese capital moral. Ha
exigido una especie de reconocimiento social especial, lo tengo
por ahí recortado. Ese reconocimiento es casi la figura que hace
contrapunto con la del terrorista. Es decir, la perversidad del
terrorista necesita de un contrapunto muy fuerte para que aparezca
como suficientemente execrable, no humano.
P. ¿Existe algún uso adecuado de ese valor moral?
R. Las víctimas tienen derecho a recibir indemnizaciones, apoyo,
compasión. Lo que resulta un abuso es emprender la búsqueda de
culpables en una catástrofe para estar en condiciones de constituir
un victimato. Ni el descuido primero de unos excursionistas que
provocan un incendio en un bosque, ni la torpeza del Gobierno
son actuaciones delictivas. Pero muchas veces se busca algo
delictivo para que se pueda constituir el valor moral, la
capitalización de un victimato.
P. En el caso de España, las víctimas del terrorismo han apelado a
su condición de víctimas para rechazar una política antiterrorista
que exigía hablar con los terroristas.
R. Si hay una posibilidad de composición o de arreglo, habrá que
hablar hasta con el diablo. Pero hablar es una cosa, parlamentar
otra y pactar otra. Lo que no entiendo bien en todo este asunto es
el conchabamiento de la prensa con la política, lo amiguetes que
son los periodistas y los políticos. Y, luego, la competencia entre
los periódicos. Montan un espectáculo con el terrorismo y,
después, preguntan a los españoles cuál es el mayor peligro que
tiene el país. ¿Pero quién lo ha producido?
P. ¿No habría que tratar este asunto en los periódicos?
R. No sé si es buena la difusión de cada pequeño paso que da
cualquier etarra o batasuno como Otegi. Otegi está todos los días
en la televisión, no tanto como Esperanza Aguirre, pero casi tanto
como Esperanza Aguirre. Y eso es por la competencia entre los
periódicos y porque están conchabados los periodistas y los
políticos. Aunque, bueno, nunca son del todo amigos ni del todo
enemigos. Si dice algo Otegi, se debería dar una pequeña nota,
pero no este tinglado que se ha armado. No sé qué expectativas
puede haber tenido el Gobierno para creer que ETA abandonaría.
A mí me parece que son expectativas bastante vanas.
P. ¿Por qué?
R. Batasuna ha estado haciendo declaraciones sobre la
autodeterminación, sobre la incorporación de Navarra que son
exactamente las de siempre, de las que no se ha apeado nunca. No
sabemos hasta qué punto Batasuna está sometida a los otros.
Porque a ese Josu Ternera, el que se escapó, le quitaron enseguida
la palabra, no les convenía. Batasuna tal vez podrá exigir algo a
los otros, pero nada fundamental.
P. Usted ha empezado diciendo que nunca se convence a nadie de
nada y un francés, Philippe Delmas, auguró hace años un "bello
porvenir para la guerra".
R. No lo tiene malo, pero puede producirse un descrédito. Lo
tendría muy bueno si hubiese un bombardeo a Irán, bien por parte
de Israel, bien por parte de Estados Unidos. Que hubiese un
clamor de victoria, porque el fenómeno de la victoria es
explicativo de la guerra. Es el momento de mayor plenitud de un
pueblo en cuanto pueblo. La exaltación que produce es
incalculable.
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