Rima LXXIV - IES Puig de Sa Font

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Rima LXXIV
El romanticismo es una época literaria que se caracteriza por una escenificación lúgubre y una
ambientación preferentemente nocturna, porque es el momento idóneo para la aparición de espectros, aparecidos e
imágenes difusas, que se confunden a la luz de la luna llena, siendo así la excusa del autor para la explicación
racional de la aparición de estos fenómenos que a la luz del día se antojan imposibles. No se evidencia
explícitamente en este poema que se de en las horas tardías, pero es fácilmente deducible de [la vi] como rayo de
luz tenue y difuso/ que entre tinieblas nada. Recordemos que uno de los agravantes que existen en el cometimiento
de crímenes es el de “nocturnidad y alevosía”, de manera que se subraya que en las horas anteriores a la
madrugada los bajos instintos, y los miedos, son difícilmente manejables y escapan a la cordura. En general, de
esto se vale el poema: de la noche que por ser hermana del sueño y la muerte (en la mayoría de composiciones
románticas), y sus símbolos, determinan la imposibilidad de definir lo que se ve o lo que se ama, y simbolizan,
asímismo, la imposibilidad de conseguirlo. Y ya sabemos que siempre se ama (hablamos del encuadre temporal del
XIX) lo prohibido, lo misterioso y lo indefinible.
A grandes rasgos, y leyendo el poema se nos presentan dos posibilidades de interpretación del poema,
aunque la base es la misma. Por pertenecer el poema al grupo cuarto de la temática becqueriana, le corresponde el
tema del sentimiento de dolor insondable, la angustia desesperanzada; la soledad y la muerte, en definitiva.
Hagamos hincapié en que la muerte es, para el poeta, el ámbito del más intenso amor, del encuentro más valedero,
donde lo material se olvida, y también una liberación para olvidar su condición de desterrado del mundo, de
marginado social, por cuanto sus ideas poco o nada coinciden con los de la sociedad en general. Podemos extraer
dos conclusiones: el poeta está contemplando, de noche, una figura a lo lejos, tras un enrejado y se siente atraído
por ella. Esa figura puede tratarse de una novicia de clausura (de ahí el blanco y las rejas que los separan), que ya
queda patente en el relato Tres fechas y otras rimas, o bien (mucho más plausible), de una figura fantasmal atisbada
a través de la verja del camposanto.
Vayamos por partes. La introducción (versos 1 al 4) tan solo presenta una descripción sencilla, aunque
plenamente romántica en sus detalles, que nos dibuja perfectamente el lugar desde donde sucede la escena, que
es, simplemente, lo que menciona el poema: una escena de contemplación en la que se intuyen unos fuertes
sentimientos y una declaración manifiesta. Basándonos en lo que sabemos del Romanticismo, tenemos las pistas
necesarias para dar forma al fondo elegido por Bécquer para adornar la escena: vemos tan solo una puerta. Una
puerta con un dintel ( umbral, la mayoría de las veces, para Bécquer) de oro y dos ángeles que “velan” la puerta.
Los ropajes sueltos (que contrastan con la seguridad de que ambos son de piedra, aunque la impresión que causa
su descripción es de movimiento) ahondan en la sensación de libertad que era premisa del romanticismo. El hecho
de soltarle el pelo en el Renacimiento, o de no llevar corsé equivalía a sensualidad, el atisbo y posibilidad de
contemplar las figuras femeninas sin la trabazón de la ropa siempre ha sido y será símbolo erótico de la poesía.
Equivale a libertad. Esta sensación contrasta con la posición rígida que se desprende de velan. Por velar se
entiende guardar, y es difícilmente velable algo si no se está atento. Por lo menos se trata de una especie de
“advertencia” para todo aquel que ose traspasar la puerta (metafóricamente se trata de una entrada “a otro lugar” o
“estado” diferente del que hay fuera de ella). Aquí nos encontramos con que se “vela” o se “guarda” todo aquello que
es sagrado, con lo que se anticipa que se trata de un lugar relacionado con lo religioso (los ángeles). Este elemento
representa pues la relación del poema con la vertiente más respetuosa con el cristianismo que se da en este siglo.
El poeta imprime el carácter respetuoso al poema con el verbo “velan”, pudiendo haber dicho “hay tallados dos
ángeles” o “dos figuras lo adornan”, y, sin embargo, acentúa que “dos ángeles velan” el lugar, lo protegen, y, en este
caso, pues, lo protegen en nombre de Dios. Y es que éste es el único verbo en forma personal de toda la estrofa.
[Algunas versiones dicen “desnudas espadas”, con lo que subrayaríamos la defensa y el paralelismo con “hierros
que defienden”, de la estrofa posterior. Si es “desnudas espaldas”, se insiste en el escaso ropaje y la sensación de
libertad].
La segunda estrofa no es ya solo una simple descripción, porque anuncia un movimiento, y en primera
persona, del poeta. Él se hace responsable de un movimiento quedo, una acción tenue (me aproximé) y una acción
contemplativa (la vi). Los ángeles, en la primera estrofa, velan, pero los hierros “defienden” con sus puntas el lugar.
En este caso la advertencia es física, mientras que la de la primera estrofa parece aludir a la metafísica, a una razón
más espiritual. Pero, en ningún momento se insinúa que sean ellos los que separan al poeta de lo que anhela. La
lejanía (dobles rejas del fondo) y haberse redoblado la dificultad del franqueamiento del lugar (dobles rejas), le
posibilitan para “imaginar”, le dan la excusa para, amparado en la poca luz, explicar lo que ve. A pesar de que es
muy poca la luz, Bécquer apunta que es una figura femenina (“la”),. Podríamos argumentar que, más adelante, dice
“la vi como la imagen”, podría referirse a imagen, pero en la poesía de Bécquer predomina “lo femenino”, la poesía
es femenina, el amor que padece es por un ser femenino, y la soledad y la muerte son femeninas, por tanto, cuando
usa el pronombre “la” lo hace con toda intención.
No se ve bien, porque la escasa luz la convierte en un aparecido, en algo borroso e intangible. Además,
parece que su vestimenta es blanca (seguimos pudiendo entender que es una novicia o un fantasma –vano
fantasma de sombra y luz, de otra rima de Bécquer-.
Utiliza una bimembración propia de su estilo confusa y blanca, que tanto puede referirse a confusión de
sentimientos al verle o que él la ve semiconfundida con el fondo por culpa de la penumbra, con la confusión propia
de estar jugando en la frontera del onirismo y la realidad. “Blanca” tanto puede referirse a la vestimenta como al
color de la carne. En cualquier caso se subraya la porosidad de la realidad que se diluye por la falta de luz y la
distancia con lo que se contempla.
La tercera estrofa se inicia con una anáfora, porque el poeta pretende que nos fijemos en la importancia
de que la ha visto, no la ha intuido o imaginado: la ha visto. Es el elemento de enlace con la estrofa anterior, porque
el verbo siguiente está en un tiempo diferente e implica movimiento muy quedo: pasa. Juega con la imagen (algo
real, percibido por el sentido de la vista) con el ensueño, cuya frontera es dudosa a según qué horas y según en qué
estados (ensueño, rayo de luz, tenue, difuso, entre tinieblas, nada). Todo es muy velado, incluso el hecho de que la
vea entre tinieblas (lo cual sugiere que hay algo de luz), y que parezca que entre ellas nada, aumentando la
sensación de fluctuación, de ondulación. Cuando uno anda, realiza un movimiento brusco, cambiante, en cambio, la
natación es rítimica, lánguida, lenta… Ese estado hace que se diluya la frontera, que se difumine, que no sepamos
si estamos soñando, todo está como ralentizado. La figura femenina aparece evanescente y ligera, como una visión
(no como algo que se ve, sino como visto y no visto). Una presencia fantasmal, briznas de realidad de lo que cree
ver, es algo que se sugiere. Esa mujer tanto puede ser un “vano fantasma de luz” como la figura que se yergue
sobre el panteón, o la tumba, la estatua de una mujer (como en “El beso”).
Podemos extrapolar que si se dan unas tinieblas y ella es como un rayo de luz tenue y difuso (que es otra
bimembración y casi sinónima de términos, propia de Bécquer) hay una contraposición que explica la escena y le da
colores oscuros, nocturnos, que era lo que mentábamos al principio del comentario. La noche es el momento
propicio para “creí ver”, “me pareció”, “me pensaba”, o “me confundí”.
De todos modos, la luz se corresponde con el espíritu, anima al cuerpo porque le otorga alma (como
cuando se representa a los muertos sin color, pálidos), y ella, aunque tenue, es como una tenue luz, que irradia un
poco de color.
En la cuarta estrofa nos centramos en el sentimiento del poeta. El alma (vaso que recoge los auténticos
sentimientos, y la única capaz de captar la poesía, que el genio ordena. Si el alma no está preparada, el genio nada
capta) siente un gran deseo, ardiente por más señas (como en don Juan Tenorio el ansia de amor se representa por
los símbolos de llamas, fuegos, ardores, es la sensación de que cuando uno está a punto de conseguir lo que quiere
o lo ve pero no lo alcanza se desespera, siente como se quema por dentro de rabia y de ansia), tanto de
impaciencia como de ardor sentimental. De pronto cambia y surge una exclamación retórica, propia del
romanticismo, e incluso el verbo lo acompaña, con matices desgarradores, que implican algo no consentido, contra
lo que se lucha. El poeta romántico, como siempre, ansía aquello que no entiende, que ve y no puede tener, lo
misterioso, lo inexplicable, como a todos atrae el misterio, el morbo de lo desconocido. Es como aquellas ganas de
ver qué hay al final de un abismo, pero a la vez ese nudo en el estómago del miedo a caer. Igual que nos atraen, en
la actualidad, los hombres y mujeres con aroma de peligro… Quiere a esa figura, que le arrastra, que le obliga a
desafiar la autoridad física (los hierros) y la celestial (los ángeles).
La última estrofa empieza con una adversativa. Sí, ha llegado, ha visto, ha deseado (una gradación hacia
el sentimiento de amor pleno), pero… Volvemos al principio, nombrando a los ángeles. Unos ángeles de piedra que,
sin embargo miran al poeta y le advierten. Juega con el hipérbaton para recalcar que las miradas son una barrera
más infranqueable que las picas de hierro o sus propias figuras, contrapuestas por sólidas, a la imagen vista en el
fondo. Dios es quien impide la felicidad finalmente, puesto que el poeta no puede cruzar el umbral así como así, solo
cumpliendo determinadas premisas, tales como haber muerto, y quizá en circunstancias penosas. Recordemos que
“la mirada” ha tenido en la literatura española mucha tradición por ser reflejada: los ojos han sido el espejo del alma,
el vehículo del amor y ahora se usan también para advertir, a un solo destello de la mirada se inicia una conexión
por la que el poeta comprende la imposibilidad del amor, el no poder alcanzar lo que desea, porque por medio está
la muerte, tan deseada y perseguida por el romántico y que llega siempre sin avisar. La mujer es imposible de
alcanzar, y por ende su amor (referencia obligada, casi, en Bécquer), si no es en la muerte, que en estos momentos,
para él es inalcanzable.
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