JÓVENES: ESTRATEGIAS CONTRA EL DESPOJO * Dra. Florencia Saintout

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Facultad de Periodismo y Comunicación Social
JÓVENES: ESTRATEGIAS CONTRA EL DESPOJO *
Dra. Florencia Saintout
Resumen
Los jóvenes, y fundamentalmente ciertos jóvenes, se socializan hoy en un mundo que los ha
despojado de las garantías ligadas a la ciudadanía, tanto social como política: éstas son precarias y no se presentan a todos por igual.
Ante esta realidad, ciertas prácticas de puesta en riesgo de la vida que protagonizan muchos
de ellos pueden ser descifradas como parte de la lucha por nombrar la vida desde un lugar
propio.
YOUTH: STRATEGIES AGAINST DESPOLIATION
Florencia Saintout
Abstract
At present, young people, fundamentally certain young people, socialize in a world that has
despoiled them of their citizens’ guarantees, socially as well as politically. In this context, certain activities of the youth that are risks to their own lives may be considered as part of their
struggle to name life from their own place.
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Voy a partir de dos cuestiones.
En primer lugar: una encuesta realizada por UNESCO a pedido del Ministerio de Desarrollo
Social de la Provincia de Buenos Aires durante el 2008 dice que el 35% de los jóvenes del conurbano bonaerense cree que en cinco años estará muerto.
En segundo lugar: los datos de las muertes violentas en los últimos años (de organismos de
estado, de organizaciones de la sociedad civil) que hablan del crecimiento en el número de
jóvenes muertos en la Argentina (1).
A estos datos podemos sumarle el cotidiano bombardeo en los medios de comunicación de las
noticias que nos hablan de las prácticas llevadas adelante por jóvenes en las que sus vidas aparecen en riesgo. Los medios nos muestran unos jóvenes que parecieran por momentos optar
irracionalmente por la muerte. Ir hacia ella de manera irracional, sin sentido, o de manera
suicida, buscando en cada una de estas acciones la forma de encontrarse con la muerte. O son
locos, brutos, estúpidos, o son suicidas. No hay en los medios, como no pareciera haber en la
sociedad, una pregunta por sentidos colectivos, históricos que se juegan en la aceptación (y en
ocasiones celebración) de la puesta en riesgo de la vida. Los jóvenes aparecen cotidianamente
en las noticias como protagonistas del malestar. Se los describe hasta el cansancio como sujetos descontrolados, dueños de todos los excesos: droga, alcohol, violencia, peleas callejeras,
accidentes automovilísticos, delincuencia. Como protagonistas del deterioro, desarticuladores
de todo tipo de autoridad: enfrentamientos con la policía, enfrentamientos con ellos mismos,
violencia escolar. Como protagonistas de los “nuevos” males de la Argentina: el narcotráfico y
sus secuelas.
Como ya he señalado yo misma en otros trabajos, como han señalado muchos otros, los jóvenes, y fundamentalmente los jóvenes de sectores subalternos, aparecen nombrados (y fijados)
en los discursos hegemónicos de la sociedad como aquellos que no pueden cuidar la vida, ni la
propia ni la ajena, y por esta razón llaman a todos los conjuros posibles del disciplinamiento
y/o exterminio.
Pero si no es verdad que los jóvenes son locos o suicidas, ¿qué racionalidades, qué sentidos
entran en juego en estas prácticas? ¿Cómo poder explicarlas? ¿Desde dónde interpretar estos
datos que nos hablan de unos jóvenes que “juegan” (si el juego no se piensa sólo como un acto
de voluntad y conciencia; si no se piensa como un acto banal) con la muerte? ¿Qué es para
ellos la muerte?
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La muerte despojadora: el hospital
Las sociedades modernas, lo dicen los historiadores, parecían haber logrado una fijación de la
muerte. Darle un lugar, aquel de la vejez en una cama de hospital, despojando a los sujetos de
los ritos de exaltación o apropiación domésticos de la muerte: la muerte sale de la habitación
(aquella de los olores personales, del médico o cura de la familia, de los familiares) y se entrega a una institución despersonalizada y especializada.
Philippe Ariés (Aries, 2007) cuenta cómo la muerte pasa a ser una cuestión de médicos de hospitales. Explica cómo se pasa en la civilización occidental de la exaltación de la muerte en la
época romántica a la negación o despojo de la muerte en la actualidad.
El romanticismo construye una estética, un ideal de muerte exaltada (para la burguesía en
principio, ya que los pobres siguen teniendo una muerte sencilla). La muerte tiene para el romanticismo “un dramatismo y un sentimiento nuevo: la muerte, cosa que no era, se convierte
en el sitio del desgarramiento y también de la afirmación de los grandes afectos y los grandes
amores. En ella, los sentimientos más íntimos se expresan una última vez con la mayor vehemencia. Por eso la escena del adiós, que siempre había existido, en el siglo XIX adopta una
importancia inaudita que nuestra sensibilidad moderna no dejará de encontrar desmesurada y
mórbida” (p. 246).
Durante el siglo XX se va consolidando un proceso de intervención de la medicina moderna
sobre la muerte, centrado en la medicalización del moribundo. Con la intervención de la ciencia y la técnica aplicada al moribundo (que se lo empieza a aislar moralmente) lo que se espera
es la tardanza de la muerte. Hay una medicalización del sentimiento de muerte.
Junto a esto la figura del médico se transforma: no es el médico que un siglo antes actuaba de
sacerdote, es decir, aquel que no curaba pero imponía una moral de higiene pública. Este
médico no tiene nada que hacer con la muerte sino con la enfermedad que produce la muerte,
y en este sentido, es un médico de hospital. Hay entonces una sustitución de la familia por el
médico, y no por cualquier médico sino por el médico de hospital. Cuenta nuevamente Ariés:
“El antiguo médico de familia era junto al sacerdote y la familia, el asistente del moribundo. Su
sucesor, el médico clínico, se aleja de la muerte. Salvo en caso de accidente, ya no la conoce:
ésta se desplaza de la habitación del enfermo adonde ya no lo llaman, al hospital donde en
adelante van a parar los enfermos en peligro de muerte. Y en el hospital el médico es al mismo
tiempo un hombre de ciencia y un hombre de poder, un poder que sólo ejerce él” (253). A
través de ese poder el hospital despoja al moribundo y a su familia de la muerte.
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Me pregunto qué hay en esas prácticas de la muerte, o de la vida en riesgo protagonizadas
por jóvenes, de lucha contra el despojo. Contra todos los despojos que estas generaciones
llevan sobre sus espaldas al entrar a un mundo con una pesada historia de despojo.
De la mano de procesos de precarización y vulnerabilidad estructural, estos jóvenes se han
socializado en un mundo que les ofrece el mercado como único escenario de pasaje a la adultez y de construcción de socialidad. Y si en los pactos sociales de sus abuelos, ligados a la primacía del estado moderno, y particularmente del estado benefactor, había al menos un ideal
de lo común, en el mercado está claro que existe el cartel del “derecho de admisión” en la
puerta: que no entran todos.
Hoy aparecen en una situación de profunda crisis los modos en que se construyeron durante
décadas los lazos sociales de inclusión al espacio común. Están en crisis los sistemas de autoridad de las instituciones que durante décadas operaron como maquinarias de verdades comunes: estos jóvenes se han quedado sin escuela, sin política, sin trabajo, tal vez sin familia. Es
decir: se han quedado sin la certeza de que estas instituciones puedan cobijarlos. Han sido
despojados de estos marcos institucionales y de sus mediaciones simbólicas. En cambio, se les
ofrece el mercado.
Y el mercado se juega en el orden de la mercancía. Los jóvenes (lo juvenil) se ofrece como producto al mercado, como bien de cambio en un mercado absolutamente privatizado y desregulado.
Ciertos jóvenes, los que entran: los que pierden, afuera.
Cuando el único lugar es el de la mercancía
Mientras John Foos les dice “la calle es nuestra” para venderles zapatillas, ellos dicen: “la
muerte es nuestra”.
Cotidianamente los jóvenes parecieran ser los que atentan contra la domesticación de la
muerte de la que hablábamos en párrafos anteriores, la muerte de hospital: como si la burlaran, como si la buscaran. Como si la desafiaran.
Dicen: yo puedo contra vos. O más: parecen decir: si nada es nuestro, la muerte es nuestra.
Parecen decirlo cuando burlando los controles adultos, tanto de la familia como de la policía,
se organizan clandestinamente para correr “picadas” a altísimas velocidades en carreras en las
que saben corre riesgo la vida. O cuando pelean en la calle con otras bandas, en unos encuentros que muchas veces son “hasta la muerte”. Aunque esté prohibido, aunque ningún poder
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adulto pueda aprobarlo. O tal vez porque justamente en la pelea hasta a la muerte se encuentre una dimensión de la apropiación de la vida, aunque el costo sea la propia muerte.
Juan es un joven skinhead que se define a sí mismo con un skinhead anti nazi y como parte de
la barra brava de Tigre. Juan es también un preso de Ezeiza que está acusado del asesinato de
otro joven skinhead en una pelea callejera en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Está lleno
de tatuajes (tiene al che guevara tatuado entre tantos otros) y es grandote, pesado, se impone
su presencia. Está sin condena desde hace dos años, y sabe que puede estar muchos más pero
“ni idea cuántos”, dice, reconfirmando que ni siquiera aquí hay certezas.
No es de los jóvenes interpelados por Jhon Foos: no puede comprar nada; no puede ser una
mercancía demandada.
Habla mucho, muchísimo: del padre que fue militante peronista en los setenta y que lo mató la
policía por ladrón. De la madre que trabajó y trabaja toda la vida, y de que por eso nunca estaba con él. Del hijo que tuvo con una piba cuando tenía 16, que no conoce. De la piba de la que
se enamoró y se suicidó con pastillas “por el mundo de mierda, por la incomprensión”, nos
explica.
Pero se “enciende” cuando cuenta cómo ingresó a la barra, cómo fue ganando: “Empezás peleando. Te dan y das. Cada vez más. Hay días que pensás que quedas afuera, que no vas a poder. Pero le das. Le das con todo. Y sabés que te están fichando, que se dan cuenta que sos
bueno. Así, una, dos, tantas veces. Y vas entrando. Hasta que en un momento ya estás”. Él
entró a la barra casi al mismo tiempo en que comenzó a juntarse con el grupo de skinhead de
su barrio, en Tigre. Casi de la misma forma. Así fue como un día, en un enfrentamiento que ya
no sabe ni por qué, terminó matando a otro pibe de una banda de skinhead, “pero de los nazis”, dice.
No hay en su relato referencias a culpas y castigos judeocristianos. No hay la idea de los arrepentimientos, del cuidado de la vida. Hay más bien una aceptación de lo que aparecen como
reglas de juego: para entrar está la fuerza, la violencia, no hay otros ritos. Aunque esto signifique la muerte propia o ajena.
Entrar: no a la escuela, no al trabajo, no a un partido político, los lugares que aunque resquebrajados habían alguna vez entrado o deseado entrar sus padres. Él sabe que eso no funcionó,
o no funciona para él. Que hay vías muertas.
Entrar hasta la muerte. Pareciera decir: no tengo lugar, me han despojado de todo, no de la
violencia. No de la muerte.
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La muerte para Juan no es una estadística de un Ministerio.
La muerte es para Juan la que lo condena a prisión en una inmensa cárcel de la Argentina poblada mayoritariamente por jóvenes pobres. Pero es también la que le da un lugar en el mundo, en este mundo donde se le han cerrado puertas y se lo ha despojado de todo.
La muerte de Juan (la que le da cárcel y la que le dice también que tiene un lugar con otros que
no es el de la mera mercancía) forma parte de esos datos: no es solamente la de Juan. Y demanda responsabilidades.
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Bibliografía
_ Alarcón, Cristian (2003) Cuando me muero quiero que me toquen cumbia, Norma, Buenos
Aires.
_ Aries, Philippe (2007): Morir en occidente. Desde la edad media hasta nuestros días, Adriana
Hidalgo Editora, (segunda edición en español), Buenos Aires.
_ Miguez, Daniel (2004) Los pibes chorros, Estigma y marginación, Claves para todos, Buenos
Aires, Capital Intelectual.
(1) Según datos de la CORREPI (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional): hay
1900 víctimas de la represión policial (en democracia) , de las cuales el 64 por ciento son
jóvenes de entre 15 a 25 años. El 45 por ciento de estas muertes se produjo en cárceles y
comisarías, y el resto en episodios de gatillo fácil. El organismo no cuenta los casos de enfrentamiento sino sólo los de represión, cuando la víctima está indefensa y no presenta peligro
para terceros.
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