Fernando Collantes Gutiérrez

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Fernando Collantes Gutiérrez
Apuntes de Historia Económica I
Zaragoza, 2009
Los siguientes textos están destinados a los alumnos de la asignatura “Historia
Económica I” de la Licenciatura en Economía de la Universidad de Zaragoza, curso
2010/11.
Se ruega no utilizar fuera de este ámbito sin permiso del autor.
Fernando Collantes Gutiérrez es profesor titular de Historia e Instituciones Económicas
en la Universidad de Zaragoza
1
ÍNDICE
Parte primera
Capítulo 1.
Capítulo 2.
Capítulo 3.
Capítulo 4.
Capítulo 5.
El desarrollo económico en perspectiva histórica
Cambio demográfico
Innovación tecnológica
Marco institucional
Relaciones económicas internacionales
Parte segunda
Capítulo 6.
Capítulo 7.
Capítulo 8.
Capítulo 9.
Capítulo 10.
Capítulo 11.
Capítulo 12.
Europa noroccidental
La periferia europea
España
Los “nuevos países occidentales”
América Latina
Asia
África
Referencias bibliográficas
2
Capítulo 1
EL DESARROLLO ECONÓMICO EN PERSPECTIVA
HISTÓRICA
¿Cuáles son las causas del desarrollo económico? ¿Por qué están algunos
países más desarrollados que otros? ¿Por qué disfruta la población de
Australia de mayor calidad de vida que la población de Bangladesh?
Estas preguntas son importantes, y los economistas debaten
intensamente acerca de las mismas. Hay posturas muy diferentes, pero todo
el mundo está de acuerdo en que el desarrollo económico es un proceso que
se desenvuelve en el largo plazo y que, por tanto, no tiene sentido
plantearnos las preguntas anteriores desde una perspectiva centrada
exclusivamente en el presente. Ahí es donde entra la historia económica,
siguiendo la pista del desarrollo económico en el largo plazo.
Pero no podemos aspirar a responder las preguntas anteriores sin
disponer antes de algunos conocimientos básicos: ¿Cuándo comenzó el
desarrollo económico? ¿En qué países lo hizo? ¿Cuándo comenzó la
divergencia entre los países desarrollados y los países no desarrollados? La
historia económica parte de este tipo de interrogantes para, en un paso
posterior, explicar las causas del desarrollo económico.
El desarrollo como crecimiento económico
Suele decirse que la economía, como disciplina científica moderna, arranca
con el escocés Adam Smith (1723-1790) y, más concretamente, con su obra
Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las
naciones (escrita en 1776). En esta obra, Smith intenta explicar los motivos
3
por los cuales algunas sociedades eran capaces de progresar desde el punto
de vista económico, mientras otras se mantenían estancadas o incluso
retrocedían.1 Desde entonces, la problemática del desarrollo económico ha
formado parte de las preocupaciones principales de los economistas. ¿Qué
es lo que hace que unos países se desarrollen y otros no? ¿Qué deberían
hacer los países pobres para salir del atraso? ¿Cómo se explica el éxito
económico de determinadas sociedades? De hecho, desde mediados del
siglo XX existe una rama específica de investigación económica, la
economía del desarrollo, que analiza el problema del atraso económico en
la parte menos desarrollada del mundo.
Y no sólo los economistas hablan de desarrollo económico. La
mayor parte de los gobernantes del mundo hablan frecuentemente del
desarrollo como uno de los objetivos de sus políticas. Esto es muy claro
entre los gobernantes de los países menos desarrollados: en América
Latina, en Asia, en África. Pero también, incluso en los países más
avanzados, cierta noción de progreso económico está presente en los
discursos de los gobernantes y políticos. En realidad, el término
“desarrollo” ha entrado en el vocabulario popular y los ciudadanos emplean
comúnmente expresiones como “país desarrollado” o “país
subdesarrollado”.
¿Qué es el crecimiento económico?
Ahora bien, a pesar de que todos hablamos de “desarrollo económico” no
existe un consenso al respecto de qué es lo que realmente queremos decir
cuando empleamos este término. Tradicionalmente, y ya desde el propio
título del libro de Smith, el desarrollo se ha entendido en términos de
riqueza, de aumento en los niveles materiales de bienestar de la población.
El principal indicador diseñado por los economistas para esta tarea ha sido,
y continúa siendo, el Producto Interior Bruto (PIB) per cápita. El PIB mide
el valor en términos monetarios de la producción realizada en los distintos
sectores de la economía de un país. Por ello, si dividimos el PIB entre la
población obtenemos una aproximación al nivel de ingreso de un
ciudadano medio o, dicho de otro modo, al nivel medio de ingresos en el
país. El nivel de PIB per cápita podría entenderse entonces como un
indicador del nivel de desarrollo de un país. La evolución del PIB y el PIB
per cápita a lo largo del tiempo nos reflejan entonces el crecimiento
económico del país.
1
Smith (2001).
4
Los historiadores económicos consideran que existen tres tipos
diferentes de crecimiento económico. En primer lugar, existe la posibilidad
de que un país registre un crecimiento del PIB acompañado por un
crecimiento de igual magnitud de su población. En este caso, el tamaño de
la economía crece (de ahí que tenga cierto sentido hablar de crecimiento),
pero el ingreso medio de la población no crece (porque el crecimiento
demográfico absorbe todo el aumento del PIB). Hablamos entonces de
“crecimiento maltusiano”, en referencia a Robert Malthus (1766-1834), un
economista cuyo trabajo hizo especial hincapié en la amenaza que el
crecimiento demográfico suponía para el aumento del nivel de vida de la
población.2
Los otros dos tipos de crecimiento reflejan situaciones en las que el
PIB crece más deprisa que la población, por lo que el ingreso medio de la
población aumenta. Se puede llegar a este resultado a través de dos
mecanismos. Es posible que el ingreso medio aumente porque aumente el
grado de eficiencia de la economía: porque, dadas las condiciones
tecnológicas prevalecientes en ese momento, los factores productivos
disponibles pasen a ser utilizados de manera más adecuada. Pero también
es posible que el ingreso medio aumente porque se produzcan innovaciones
que aumenten la capacidad productiva de la sociedad. En el primer caso, el
crecimiento se debe a que la economía se aproxima a su frontera de
posibilidades de producción (FPP). En el segundo, el crecimiento se debe a
que la sociedad es capaz de expandir su FPP. El primer tipo de crecimiento
se llama “crecimiento smithiano”, en referencia a Adam Smith, que
enfatizó el papel de una correcta asignación de recursos en el progreso de
las economías. El segundo tipo de crecimiento, por su parte, se llama
“crecimiento schumpeteriano”, en referencia a Joseph Schumpeter (18831950), el gran pionero en el estudio de los efectos económicos de la
innovación tecnológica.
¿Qué nos dicen los datos históricos sobre crecimiento?
Hasta aquí todo sencillo, pero, en la práctica, es muy difícil reconstruir la
evolución histórica del PIB per cápita. Es relativamente sencillo saber qué
ocurrió con la población mundial y con la población de las grandes
regiones del mundo, pero es mucho más complicado imaginar cuál fue la
evolución del PIB. En realidad, el PIB es una creación teórica de los
economistas del siglo XX, así que no la encontraremos en las estadísticas
confeccionadas por los gobiernos de siglos anteriores: son los historiadores
2
Malthus (1988).
5
económicos los que deben intentar construir a posteriori estimaciones sobre
el PIB en perspectiva histórica. Y esta tarea es compleja. Reconstruir
correctamente el PIB de una economía requiere disponer de gran cantidad
de información cuantitativa sobre los precios y cantidades vigentes en sus
diferentes mercados y sectores. Cuanto más nos vamos hacia atrás en el
pasado, más improbable es que el historiador económico pueda encontrar la
información suficiente para reconstruir de manera plenamente fiable el PIB
de los países. Llega entonces el momento de realizar supuestos y conjeturas
acerca de realidades para las que no se dispone de datos directos.
El resultado final son unas estimaciones acerca de la probable
evolución del PIB per cápita que, al basarse en distintos supuestos y
conjeturas, están expuestas a críticas y revisiones. Son, por tanto, cifras
provisionales que deben aceptarse tan sólo a grandes rasgos y como
primera aproximación a un problema más complejo.3
¿Qué es lo que nos revelan estas cifras sobre el crecimiento
económico en perspectiva histórica? Lo primero que nos revelan es que,
durante la mayor parte de la historia de la humanidad, las economías
mantuvieron niveles de PIB per cápita muy bajos, próximos al nivel de
subsistencia, y apenas fueron capaces de experimentar crecimiento
económico (Cuadro 1.1). En el mejor de los casos, las economías
acostumbraban a ser capaces de experimentar crecimiento maltusiano.
Cuadro 1.1.
El crecimiento económico mundial en el muy largo plazo
PIB mundial por habitante
(dólares internacionales de
1990)
0
1000
1500
1820
1913
1998
444
435
565
667
1.510
5.709
Tasa media de variación
anual (%)
0,00
0,05
0,05
0,88
1,58
Fuente: Maddison (2002: 263).
3
Las cifras más comúnmente utilizadas por los historiadores económicos son las
de Maddison (2002).
6
El crecimiento sostenido del ingreso medio de la población comenzó
tarde en la historia de la humanidad. ¿Cuándo exactamente? Es muy difícil
precisarlo porque carecemos de datos concluyentes y porque es difícil
localizar el punto de inflexión a partir del cual la riqueza media cambió su
tendencia. Generalmente se considera que el punto de inflexión fue la
llamada “revolución industrial”, que comenzó en Gran Bretaña a mediados
del siglo XVIII y posteriormente se difundió hacia otros países (primero en
Europa y después en el resto del mundo). La revolución industrial partió la
historia económica de la humanidad en dos: antes de ella, una fase
preindustrial caracterizada por un crecimiento económico muy bajo (en
ocasiones crecimiento inexistente, maltusiano); a partir de ella, una fase
caracterizada por lo que desde Simon Kuznets (1901-1985) se denomina
“crecimiento económico moderno”.4 A lo largo de los siglos XIX y XX, la
economía mundial alcanzó tasas de crecimiento muy superiores a las de
cualquier siglo previo. Por ello, la evolución del PIB per cápita mundial
sigue una tendencia exponencial en el muy largo plazo: apenas hubo
crecimiento durante la mayor parte de la historia y, en los últimos dos
siglos, se ha producido un crecimiento espectacular.
Algunos historiadores han argumentado convincentemente que no
hay que dejarse engañar por el término “revolución industrial”. En realidad,
el crecimiento económico de Gran Bretaña durante los años de la
revolución industrial (entre, aproximadamente, 1760 y 1830) fue bastante
poco revolucionario si lo comparamos con lo que hoy es habitual en las
economías desarrolladas: se calcula que el PIB per cápita británico creció
durante esos años a una tasa media anual en torno al uno por ciento, lo cual
sería hoy tanto como hablar de indicios de desaceleración, crisis o
recesión.5 Además, la economía británica no estaba estancada antes de la
revolución industrial, sino que había conseguido ya un modesto
crecimiento del PIB per cápita durante los dos o tres siglos previos. En
realidad, casi todos los historiadores están de acuerdo en que este modesto
crecimiento fue importante para que posteriormente se desencadenara la
revolución industrial. Lo que esto quiere decir es que el crecimiento
económico de la revolución industrial tuvo un elemento de continuidad con
respecto al pasado: no sólo fue un episodio de crecimiento schumpeteriano,
sino que también tuvo un elemento importante de crecimiento smithiano.
De hecho, se ha encontrado que algunos de los sectores con mayor
crecimiento durante esos años eran sectores bastante tradicionales desde el
punto de vista tecnológico, escasamente afectados por ningún tipo de
revolución.6 Por todo ello, no resulta sorprendente que muchos de los
4
Kuznets (1973).
Crafts (1985).
6
Wrigley (1991), Berg (1987).
5
7
mejores economistas británicos de aquel periodo (como Adam Smith,
David Ricardo o Robert Malthus) no fueran conscientes de estar viviendo
una ruptura histórica.7
A posteriori sí podemos, sin embargo, percibir tal ruptura. La
revolución industrial marcó el comienzo de una era caracterizada por el
crecimiento sostenido de las economías y, por tanto, por aumentos
sostenidos de la riqueza media de la población. Pero la génesis y el propio
crecimiento económico de la revolución industrial británica fueron bastante
graduales. La gran ruptura residía en que, después de la revolución
industrial, el mundo ya no volvería a ser el mismo: la “revolución”
(tecnológica, económica, comercial…) y el cambio iban a convertirse en
algo cotidiano.8 Quedaba así atrás el mundo preindustrial de economías
estancadas (o, en el mejor de los casos, economías de crecimiento muy
lento) en las que el nivel de vida de la mayor parte de la población se
situaba en las proximidades del nivel de subsistencia (o, en el mejor de los
casos, se alejaba muy lentamente del nivel de subsistencia).
Países ricos, países pobres
La transición hacia el crecimiento económico moderno comenzó en
Europa. Comenzó de la mano de la revolución industrial británica, y
posteriormente se difundió hacia otras partes del continente. A lo largo del
siglo XIX, y especialmente después del final de las guerras napoleónicas en
1815, las nuevas tecnologías, las nuevas máquinas, las nuevas formas de
organización empresarial circularon por Europa y tendieron a favorecer la
difusión del crecimiento moderno desde su núcleo original británico hacia
el resto de países. Puede decirse que no hubo prácticamente ningún país
europeo que no experimentara una cierta modernización de su economía
durante este periodo.9
Sin embargo, la difusión del crecimiento económico no fue
inmediata ni completa (Cuadro 1.2). Los países de la región noroccidental
del continente se incorporaron paulatinamente al desarrollo económico a lo
largo del siglo XIX. En torno a 1850, Francia, Bélgica y Suiza se
encontraban ya en dicha situación. En torno a 1900, Alemania estaba
desarrollando un proceso de industrialización que comenzaba a amenazar
seriamente el tradicional liderazgo británico y los países escandinavos
también estaban incorporándose al club de los países más prósperos. Pero,
7
Este asunto es estudiado por Wrigley (1996).
Cipolla (1987), Hobsbawm (2003A).
9
Pollard (1991).
8
8
en esta última fecha, también era patente que el crecimiento económico
marchaba mucho más despacio en un amplio cinturón de países que
podríamos llamar la periferia europea.10
Cuadro 1.2.
Niveles de ingreso medio en 1913 (números índice,
Mundo = 100)
Grandes regiones
Europa occidental
Europa oriental
PIE
Algunos países relevantes
230
Reino Unido
Francia
Alemania
Italia
España
326
231
242
170
149
Hungría
Rusia
139
99
Estados Unidos
351
Argentina
Brasil
251
54
99
348
América Latina
Asia
100
45
África
China
India
Japón
Imperio otomano
37
45
92
45
Egipto
48
39
Fuente: Maddison (2002: 185, 195, 215, 224).
Este cinturón estaba compuesto por la Europa mediterránea y
oriental, siendo sus elementos más representativos España, Italia, el
Imperio austro-húngaro y Rusia. Cualquiera de estos países había iniciado
ya su modernización en algún momento del siglo XIX, por lo que había
dejado atrás los tiempos de la economía preindustrial. Sin embargo, el
10
Berend y Ránki (1982).
9
crecimiento económico avanzaba con lentitud y se abría una brecha cada
vez mayor entre sus niveles de ingreso per cápita y los niveles de los países
noroccidentales. Aunque puede parecer paradójico, estas economías
estaban progresando (porque el ingreso per cápita crecía) y, al mismo
tiempo, estaban quedándose atrasadas (porque aumentaba la distancia que
separaba su ingreso per cápita del ingreso per cápita de los países
noroccidentales).
Fuera de Europa, la difusión del desarrollo económico tropezó con
obstáculos aún más notables y tan sólo unos pocos países lograron
incorporar sus economías a la senda del crecimiento moderno. El caso más
espectacular fue el de un grupo de países que llamaremos “nuevos países
occidentales” (en adelante, NPO); se trata básicamente de Estados Unidos,
Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Los llamamos NPO porque se trata de
países que surgieron tarde en la historia mundial (nada comparable a los
longevos países e imperios de Europa o Asia) y lo hicieron como
consecuencia de la formación de una sociedad de rasgos indudablemente
occidentales por parte de emigrantes europeos que desembarcaron en
Norteamérica y Oceanía. (La cara más oscura de este proceso vino dada por
las prácticas de agresión y marginación practicadas por parte de los
europeos en contra de las poblaciones indígenas.) Su nivel de ingreso per
cápita creció aceleradamente a lo largo del siglo XIX y, a comienzos del
XX, era ya superior incluso al de Europa occidental. Los habitantes de
Australia y Nueva Zelanda se encontraban probablemente entre los más
prósperos del mundo, mientras que Estados Unidos iba ya camino de
convertirse en el gran dominador de la economía mundial, superando a su
antigua metrópoli (Gran Bretaña).
Otros países de fuerte herencia europea, los de América Latina,
también consiguieron mejorar sus niveles de ingreso durante el siglo XIX,
si bien sus niveles se parecían más a los de la periferia europea que a los de
Europa noroccidental o los NPO.
En el mundo no occidental, las cosas eran bien diferentes. Tan sólo
un país, Japón, fue capaz de incorporarse a la senda del crecimiento
moderno. Lo hizo a partir de las décadas finales del siglo XIX y, a
comienzos del siglo XX, dicho crecimiento aún no había sido suficiente
para situar a este país entre los más prósperos del mundo. En torno a 1900,
no se trataba realmente de una economía desarrollada: era más bien una
economía emergente cuyo desarrollo cristalizaría a lo largo del siglo XX.
Lo cual no era poco en relación a los otros países de su entorno. En
el resto del mundo no occidental, es decir, en la mayor parte del planeta, el
10
crecimiento económico continuaba siendo muy bajo y, como consecuencia
de ello, la amplia mayoría de la población continuaba atrapada en niveles
de vida muy bajos, frecuentemente próximos a la subsistencia. En China,
en la India, en el Imperio otomano, en África…, encontramos culturas,
religiones y sistemas de gobierno muy diferentes entre sí. Pero, en todos los
casos, encontramos un rasgo económico común: bajos niveles de ingreso.
A comienzos del siglo XX, la distancia económica que separaba a Asia
(dejando a un lado Japón) y África del mundo desarrollado había crecido
sustancialmente. Es probable que un habitante asiático o africano medio
dispusiera de un ingreso del orden de diez veces inferior al de un habitante
europeo medio. Estaba formándose lo que, a partir de mediados del siglo
XX, comenzaría a llamarse “subdesarrollo” o “Tercer Mundo”. (Aún hoy
día, las principales bolsas de pobreza del mundo se encuentran en el sur de
Asia y en África.)
¿Cuándo comenzó la gran divergencia?
La brecha entre mundo rico y mundo pobre era ya muy clara a comienzos
del siglo XX, pero, ¿cuándo empezó a abrirse? En el caso de África, todo el
mundo está de acuerdo en que la brecha comenzó a abrirse muy pronto,
mucho antes del siglo XIX. Todo el mundo está dispuesto a aceptar que, en
torno al año (pongamos) 1400, el nivel de desarrollo de las sociedades
africanas era muy bajo, incluso comparado con el nivel de las todavía
preindustriales economías europeas.11 (Se llega a esta conclusión
examinando las carencias tecnológicas y la escasa complejidad
organizativa de estas sociedades africanas.) En el caso de Asia, sin
embargo, los historiadores no se ponen de acuerdo acerca del momento en
el que empezó a abrirse la brecha entre una Europa que caminaba hacia el
crecimiento moderno y una Asia que se quedaba atrasada. Los historiadores
se refieren a esta cuestión como la cuestión de “la gran divergencia”, y la
plantean especialmente en términos de una comparación entre Europa y
China.
El punto de partida del debate está claro: nadie discute que, hasta
aproximadamente el año 1000, la economía china estaba ligeramente por
delante de la Europa, tanto en términos tecnológicos como de niveles de
vida de la población. Y nadie discute tampoco que, a la altura de 1900,
China, que no había tenido una revolución industrial al estilo europeo,
estaba claramente por detrás. La discusión se centra en precisar cuál fue el
momento intermedio en el que se inició la gran divergencia (Cuadro 1.3).
11
Wolf (2005).
11
Cuadro 1.3. Estimaciones sobre el PIB per cápita de Europa y China
(números índice, Inglaterra en 1800/1820 = 100)
Estimaciones de Maddison
Europa
China
Europa /
China
1000
1500
1600
1700
1800/20
1913
23
42
48
55
65
177
26
35
35
35
35
32
0,89
1,19
1,37
1,56
1,84
5,47
Estimaciones de Van Zanden
Europa
China
Europa /
China
37
52
52
56
55
53
53
53
53
53
0,70
0,98
0,98
1,05
1,05
Fuente: Maddison (2002: 240, 260, 263), Van Zanden (2005: 27, 32-33).
Algunas reconstrucciones de PIB per cápita en perspectiva histórica
sugieren que la gran divergencia comenzó a forjarse en torno al año 1000.12
A partir aproximadamente del siglo XI (es decir, en un momento
perteneciente a la fase de la historia que los europeos conocemos como
“Edad Media”), la economía europea habría comenzado a mostrar tasas de
crecimiento ligeramente superiores a las chinas. Se trataba de tasas de
crecimiento aún muy bajas (estamos aún en el periodo preindustrial), pero
que permitieron a Europa ir acercándose a los niveles de China, para
posteriormente superarlos en torno al año 1500. De acuerdo con esta
hipótesis, existían diferencias notables entre la economía preindustrial
europea y la economía preindustrial china, de tal modo que los resultados
de la primera fueron sistemáticamente superiores a los de la segunda.13 Es
decir, la gran divergencia habría tenido lugar ya antes de que Europa
viviera su revolución industrial: la revolución industrial europea
simplemente habría ensanchado una brecha que ya era importante a la
altura de 1750.
Sin embargo, otras reconstrucciones históricas del PIB per cápita de
Europa y China arrojan conclusiones diferentes: sugieren que la economía
europea estaba bastante por detrás de la china en torno al año 1000 y que,
entre 1500 y el desencadenamiento de la revolución industrial, ambas
economías estuvieron prácticamente estancadas y aproximadamente a la
par la una de la otra.14 Otras evidencias, sobre las características
12
Maddison (2002).
Jones (1994).
14
Van Zanden (2005).
13
12
tecnológicas o los niveles de vida de la población han llevado igualmente a
otros historiadores a opinar que la brecha que separaba a China de Europa a
la altura de 1750 era pequeña, y que fue la revolución industrial europea
(junto con la ausencia de una revolución industrial en China) lo que creó la
gran divergencia. De acuerdo con esta hipótesis, las economías
preindustriales de Europa y China tenían más similitudes que diferencias,
por lo que sus resultados fueron básicamente similares (es decir, bastante
pobres en ambos casos). 15
El desarrollo como cambio estructural
Aunque el PIB per cápita ofrece información relevante para valorar el nivel
de desarrollo económico de los países, así como su progreso a lo largo del
tiempo, hace ya muchas décadas que los libros de texto explican que el
crecimiento económico (la tasa de crecimiento medio anual del PIB per
cápita) no es equivalente al proceso de desarrollo económico. El
crecimiento económico es uno de los componentes que forman parte de
dicho proceso, pero no es el único. Generalmente, los economistas han
argumentado que el desarrollo es algo más complejo que el crecimiento
porque implica también la presencia de cambios estructurales en las
economías y sociedades afectadas.16
De entre los muchos cambios estructurales comentados por los
economistas, dos de los más llamativos son el cambio ocupacional y la
urbanización. El cambio ocupacional consiste en la transformación de la
estructura de la población por sectores de actividad: primario (agricultura,
ganadería y pesca), secundario (minería, industria y construcción) y
terciario (servicios). La urbanización, por su parte, consiste en el aumento
del porcentaje de población residente en ciudades. En las economías
preindustriales, la agricultura era el principal sector y la mayor parte de la
población vivía en zonas rurales. En torno al 75-85 por ciento de la
población activa era población agraria y un porcentaje aún mayor de la
población residía en zonas rurales: no todo el 15-25 por ciento restante
vivía en ciudades, sino que una parte de la actividad de los sectores
secundario y terciario era realizada por población rural (artesanos,
15
16
Pomeranz (2000).
Kuznets (1973).
13
transportistas, pequeños comerciantes).17 Es llamativo apreciar que, con
independencia de la gran diversidad de sistemas políticos, condiciones
climatológicas o reglas culturales y religiosas, todas las economías
preindustriales compartían este rasgo.
Por qué el cambio estructural refleja desarrollo económico
El fuerte predominio de la agricultura dentro de la economía preindustrial
era consecuencia simultánea de factores de oferta y factores de demanda.
Por el lado de la oferta, hay que tener en cuenta que la productividad
agraria (es decir, la producción agraria media por agricultor) era muy
reducida en todas las economías preindustriales, ya que existían barreras
tecnológicas (como la dependencia de convertidores energéticos
ineficientes para el aprovechamiento de fuentes de energía de origen
orgánico, como la luz solar) e institucionales (como el sistema feudal, en el
caso europeo) que impedían un progreso agrario más significativo. Este
bajo nivel de la productividad agraria obstaculizaba el crecimiento de los
otros sectores (que dependían del agrario para obtener materias primas y
para asegurar la alimentación de sus trabajadores) y, por ello, hacía difícil
la creación de empleo en dichos sectores y el consiguiente trasvase de
población activa hacia las ciudades.
A ello hay que unir los factores de demanda. Se ha comprobado
empíricamente (en escenarios históricos y también en los países menos
desarrollados del presente) que, cuando el nivel de renta de las personas es
bajo, la proporción de renta que gastan en la satisfacción de necesidades
básicas (entre ellas, en primer lugar, la alimentación) es elevada. Por ello,
en las sociedades preindustriales, marcadas por la pobreza y los bajos
niveles de PIB per cápita, una proporción muy elevada del consumo
privado se canalizaba hacia la alimentación. De ahí que, de manera
paralela, una proporción muy elevada de la población activa se empleara en
la producción de alimentos. La demanda de productos industriales o de
servicios era más pequeña y, por ello, no era factible un cambio
ocupacional que aumentara el peso de la población empleada en estos
sectores a costa de la población agraria.18
El cambio ocupacional comenzó a hacerse posible con la llegada del
crecimiento moderno. Por el lado de la oferta, la innovación tecnológica
17
De acuerdo con Bairoch (1997), la tasa de urbanización mundial se mantuvo
prácticamente constante entre los años 300-100 a.C., cuando estaba en torno al 10 por
ciento, y el año 1700, cuando quizá se situaba en torno al 13-15 por ciento.
18
Wrigley (2004).
14
(abonos químicos, maquinaria agraria) y el cambio institucional
(implantación del liberalismo político y económico en Europa)
favorecieron aumentos sustanciales de la productividad agraria a lo largo
del siglo XIX. Una cantidad decreciente de agricultores podía ahora
hacerse cargo de producir la cantidad de alimentos necesaria, liberándose
mano de obra para su empleo en los otros sectores de la economía.
Además, por el lado de la demanda, el aumento del ingreso per cápita
asociado al crecimiento moderno permitía a los individuos destinar
proporciones crecientes de dicho ingreso a gastos diferentes de los
alimenticios. Esto abrió posibilidades de crecimiento a los sectores no
agrarios y, por tanto, favoreció la creación de empleo en dichos sectores y
la transferencia de población activa hacia las ciudades.
Evidencia empírica sobre cambio ocupacional y urbanización
Por todo ello, a la altura de 1900, los países incorporados al crecimiento
moderno presentaban ya una estructura ocupacional diversificada, en la que
el peso de la agricultura había comenzado a caer claramente por debajo del
75 por ciento (Cuadro 1.4). El Reino Unido iba por delante, pero, en
general, el cambio ocupacional era claro también en el resto de Europa
noroccidental y en algunos NPO, como Estados Unidos. La periferia
europea, en cambio, apenas había iniciado aún su cambio ocupacional.
(Algunas regiones concretas de la periferia, como Cataluña y el País Vasco
en España, o el Piamonte y Lombardía en Italia, sí lo habían hecho, pero
este hecho se veía oscurecido por la persistencia de estructuras
ocupacionales tradicionales en las muchas otras regiones de España e
Italia.) Esto ilustra que la modernización económica de la periferia durante
el siglo XIX fue incompleta: por un lado, ya no se trataba de economías
preindustriales, pero, por el otro, la lentitud del proceso de industrialización
se reflejaba en el hecho de que algunos cambios estructurales apenas
hubieran comenzado aún.
Fuera del mundo occidental, la ausencia de crecimiento moderno iba
lógicamente aparejada a la ausencia de cambio estructural: la agricultura
continuaba siendo el principal sector de la economía y las zonas rurales
continuaban siendo el lugar de residencia de la mayor parte de la población.
En este sentido, resulta ilustrativa la evolución comparada de la
urbanización en Europa occidental y China (Cuadro 1.5). El nivel de
urbanización era inicialmente muy bajo en ambos casos. (En Europa
occidental, de hecho, a la altura del año 1000 no había ningún núcleo de
población que podamos asimilar a una ciudad en el sentido actual del
término.) Sin embargo, en torno a 1900, era evidente que Europa occidental
15
estaba viviendo un proceso de urbanización (que culminaría a lo largo del
siglo XX) y China, por el contrario, estaba quedándose rezagada y
mantenía niveles de urbanización básicamente similares a los de siglos
atrás.
Cuadro 1.5.
Tasa de urbanización (porcentaje de población residente en ciudades de
más de 10.000 habitantes) en Europa occidental y China
Europa occidental
1000
1500
1820
1890
0,0
6,1
12,3
31,0
China
3,0
3,8
3,8
4,4
Fuente: Maddison (2002: 40).
Implicaciones
Esta conexión (teórica y empírica) entre cambio estructural y crecimiento
moderno ha llevado a muchos investigadores a utilizar el cambio
estructural como una herramienta para desentrañar algunas de las preguntas
sin resolver sobre el desarrollo económico en perspectiva histórica. En
particular, se ha utilizado la evidencia disponible sobre cambio ocupacional
y urbanización para comprender mejor la cronología y las características
del desarrollo económico europeo: ¿cuándo comenzó dicho desarrollo?
¿Fue un fenómeno más o menos súbito, causado por la revolución
industrial, o fue un fenómeno gradual cuyas raíces se hunden en la parte
final del periodo preindustrial?
La investigación sobre cambio ocupacional ha revelado que, aunque
la revolución industrial supuso la llegada definitiva de la era del
crecimiento moderno, las raíces del desarrollo económico europeo podrían
hundirse en el final del periodo preindustrial. Los investigadores han
encontrado que, a la altura del siglo XVII, los Países Bajos habían
avanzado en sus procesos de cambio ocupacional y urbanización, teniendo
ya aproximadamente a la mitad de su población activa empleada en los
sectores no agrarios y a un tercio de la población total viviendo en las
ciudades (Cuadro 1.6). Esto era francamente excepcional en el contexto
preindustrial, y tenía que ver con la elevada productividad de la agricultura
holandesa, la hegemonía ostentada por el país en el área del comercio
internacional y la tendencia ascendente del ingreso per cápita. Por ello,
16
algunos especialistas no han dudado en considerar a la economía holandesa
del siglo XVII como la “primera economía moderna”: su ingreso medio per
cápita creció de manera lenta pero sostenida y se produjeron cambios
estructurales como la urbanización y el declive de la agricultura dentro de
la estructura ocupacional.19 No se trataba de una revolución industrial, pero
sí de los inicios del desarrollo económico.
Cuadro 1.6.
Indicadores de cambio estructural en Holanda e Inglaterra en 1700
Holanda
Inglaterra
Tasa de urbanización (%)
33
13
Estructura ocupacional (%)
Sector primario
Sector secundario
Sector terciario
40
33
27
56
22
22
Fuente: Maddison (2002: 95).
Otro caso de cambio estructural precoz fue el de Inglaterra, que, a las
puertas de la revolución industrial, mostraba ya niveles de urbanización
relativamente elevados y estructuras ocupacionales bastante modernas. El
peso de la agricultura en la economía inglesa de 1700 era ya más bajo de lo
normal en sociedades preindustriales, lo cual sugiere que el desarrollo
económico británico no comenzó con la revolución industrial, sino que
partió de los modestos pero sostenidos progresos realizados por su
economía preindustrial durante los dos siglos previos.20
De hecho, una interpretación más radical de la evidencia disponible
sugiere que numerosas regiones europeas comenzaron a transitar por la
senda del crecimiento intensivo durante el periodo 1600-1800, es decir, con
anterioridad al desencadenamiento de los procesos de industrialización en
la mayor parte del continente. Ello es así porque numerosas regiones
vivieron durante este periodo lo que los especialistas denominan procesos
de “protoindustrialización”.21 A diferencia de lo que luego sería la
revolución industrial, la protoindustrialización consistió en un crecimiento
del sector manufacturero protagonizado por empresas a pequeña escala (no
19
De Vries y Van der Woude (1997).
Wrigley (1991).
21
Ogilvie y Cerman (eds.) (1996).
20
17
por fábricas), que empleaban tecnología tradicional (no innovaciones
tecnológicas revolucionarias) y se localizaban en zonas rurales (no en
ciudades). En muchos casos, los campesinos europeos compatibilizaban su
trabajo agrario con el desempeño de tareas protoindustriales (por ejemplo,
transformando en sus propias casas materias primas que les proporcionaban
regularmente comerciantes-empresarios). Esto quiere decir que el cambio
ocupacional registrado por la economía europea entre 1600 y 1800 fue
mayor de lo que sugieren las cifras que se limitan a asignar cada trabajador
a un solo sector: los campesinos contabilizan como población agraria en las
estadísticas, pero una parte cada vez mayor de su jornada laboral tenía que
ver con el sector secundario. En otros términos: si midiéramos la estructura
ocupacional en términos de horas de trabajo dedicadas a cada sector (en
lugar de medirlo en términos de personas empleadas en cada sector),
encontraríamos que numerosas regiones europeas (y no sólo Holanda y
Gran Bretaña) ya experimentaron cierto cambio ocupacional entre 1600 y
1800.22 No tenemos datos fiables para realizar esta medición, pero parece
una conjetura plausible que, en cierto sentido, el cambio ocupacional
comenzara en Europa con anterioridad a la revolución industrial.
El desarrollo como aumento del bienestar
Hasta ahora nos hemos guiado por tres indicadores para evaluar el
desarrollo económico de los países: el PIB per cápita, el porcentaje de
población activa empleada en la agricultura, y la tasa de urbanización.
Durante mucho tiempo, este tipo de indicadores fueron considerados
fiables para evaluar los progresos y/o los problemas de las economías en
vías de desarrollo y, por extensión, para evaluar la historia económica de
los países actualmente desarrollados. Sin embargo, desde hace algún
tiempo, un número creciente de investigadores está preocupado por el
hecho de que estas variables puedan engañarnos. ¿Podría ser que la calidad
de vida de la población de un país no aumentara a pesar de que el PIB per
cápita (o el ingreso medio per cápita) de dicho país sí lo hiciera? ¿Podría
ser que un aumento del empleo no agrario o un avance del proceso de
urbanización no desembocaran en verdadero desarrollo económico de los
países?
22
Jones (1997). En parte por ello, este historiador económico no duda en
calificar de decadentes las líneas de investigación basadas en el concepto de “revolución
industrial”.
18
El economista indio Amartya Sen (n. 1933), Premio Nobel de
Economía en 1998, sostiene que debemos evaluar el desarrollo económico
con la ayuda de variables que midan de manera directa el progreso en la
calidad de vida de las personas.23 El crecimiento económico, medido a
través del aumento del PIB per cápita, no mide dicho progreso de manera
directa, ya que los ingresos son solamente un medio para obtener el fin
último: bienestar, calidad de vida. Disponer de ingresos elevados permite a
las personas adquirir una gran cantidad de bienes y servicios en el mercado,
lo cual puede liberarlas de penurias (por ejemplo, del hambre) y aumentar
su calidad de vida. Pero la calidad de vida de las personas no sólo depende
de su nivel de ingresos: también depende de su salud, de su nivel educativo
y, más ampliamente, de las capacidades y libertades adquiridas por las
personas. Y a su vez, cada uno de estos componentes de la calidad de vida
puede distribuirse muy desigualmente entre la población, por lo que sería
preciso prestar atención a lo que ocurre con los ingresos, la salud, la
educación y las capacidades de los distintos grupos sociales. (Por ejemplo,
¿realmente podríamos decir que está desarrollándose un país en el que
aumenta la esperanza de vida media de la población, pero desciende la
esperanza de vida de un determinado grupo social o etnia?) En suma, Sen
propone que nos fijemos en lo que hoy día Naciones Unidas llama
“desarrollo humano”, que es un concepto más amplio y más inclusivo que
el simple crecimiento económico.
Tras la pista histórica del desarrollo humano
¿Cómo cambia la historia contada en el capítulo anterior si, en lugar de
seguir la pista histórica del crecimiento económico y el cambio estructural,
hacemos lo propio con las variables educativas y sanitarias constitutivas de
“desarrollo humano”? ¿Cuáles son las implicaciones históricas de esta
nueva perspectiva? Una parte de nuestra historia se mantiene más o menos
igual. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, no sólo no se
produjo un crecimiento económico sostenido y significativo, sino que
tampoco hubo un progreso claro en materia de desarrollo humano. El
problema de las poblaciones preindustriales no era solamente su bajo nivel
de ingresos, sino también sus deficiencias en el resto de áreas constitutivas
de desarrollo humano.
Como consecuencia de la gran incidencia de diversas enfermedades
y epidemias, el riesgo de mortalidad era, por ejemplo, muy elevado. Ello
era particularmente devastador para las débiles poblaciones infantiles: se
23
Sen (2000).
19
estima que, en las sociedades preindustriales, uno de cada tres o cuatro
bebés moría antes de cumplir su primer año de vida, lo cual las situaba por
detrás de lo que hoy es común incluso en los países subdesarrollados.24
Este elevado riesgo de mortalidad hacía que la esperanza de vida fuera muy
corta y apenas progresara a lo largo del periodo preindustrial. La esperanza
de vida de las sociedades preindustriales se mantuvo en un arco en torno a
24-35 años durante la mayor parte del tiempo. Incluso una de las
sociedades preindustriales más avanzadas, la europea, presentaba una
esperanza de vida en torno a 33 años en una fecha tan tardía como finales
del siglo XVIII.25 (De nuevo, este registro es mucho peor que el que
presentan en la actualidad incluso los países subdesarrollados; véase el
Cuadro 1.7) El panorama educativo y cultural no era mucho mejor: el
analfabetismo estaba ampliamente extendido, la mayor parte de los niños
no iban a la escuela y el nivel cultural de las poblaciones era muy bajo. 26 A
lo largo de su vida, las personas lograban desarrollar en escasa medida
nuevas capacidades y habilidades que les permitieran prosperar económica
y personalmente.
La nueva perspectiva del desarrollo humano tampoco altera la
percepción básica de que, en un determinado momento no demasiado
lejano en el tiempo, este escenario fue cambiando hasta llegar a la situación
actual. En dicha situación, no sólo ha mejorado el ingreso per cápita, sino
que también ha mejorado la condición de la población en materia de salud,
educación y capacidades personales. Asimismo, la nueva perspectiva
tampoco altera otra percepción básica: que este progreso del desarrollo
humano fue más temprano y más rápido en el mundo occidental que en el
mundo no occidental (excluido Japón). En otras palabras: la cuestión de la
gran divergencia entre Europa y China sigue en pie, porque parece claro
que, a la altura de 1900, la calidad de vida (y no sólo los ingresos) de los
ciudadanos chinos era claramente inferior a la de los ciudadanos europeos.
24
Bairoch (1997) estima que la tasa de mortalidad infantil de las sociedades
preindustriales era cuatro veces superior a la tasa de mortalidad infantil de los países
subdesarrollados del presente.
25
Bairoch (1997).
26
Un dato interesante para ilustrar el escaso nivel cultural de la mayor parte de
la población es que, aún en una fecha tan tardía como 1700, probablemente no había en
el mundo más de veinte periódicos diarios (Bairoch 1997).
20
Cuadro 1.7.
Esperanza de vida al nacer (número de años)
1000
1820
1900
1999
24
24
36
24
46
26
78
64
Inglaterra
España
Rusia
40
28
28
50
35
32
77
78
67
Estados Unidos
39
47
77
Brasil
27
36
67
China
India
Japón
21
34
24
24
44
71
60
81
África (media)
23
24
66
Países hoy desarrollados
Países hoy menos desarrollados
Fuente: Maddison (2002: 30-31).
Revolución industrial y desarrollo humano: el caso europeo revisitado
La principal implicación de la nueva perspectiva basada en el desarrollo
humano tiene que ver con la cronología y la naturaleza del proceso europeo
de desarrollo económico. Hemos visto anteriormente que, cada vez más, los
investigadores se alejan de la idea inicial de que, en torno a 1750, la
economía europea era, sencillamente, una economía no desarrollada y que,
a partir de entonces y de la mano de la revolución industrial, se convirtió en
una economía desarrollada. La perspectiva del desarrollo humano avala
este escepticismo porque cuestiona ambas afirmaciones.
La primera afirmación, que la economía europea era una economía
no desarrollada (sin más matices) en torno a 1750, es discutible, como
sabemos, de acuerdo con los datos disponibles sobre cambio ocupacional y
urbanización (al menos en Europa noroccidental), y también parece una
exageración de acuerdo con las estimaciones disponibles de PIB per cápita.
También parece una exageración desde la perspectiva del desarrollo
humano, ya que, a lo largo de los dos siglos previos al desencadenamiento
de la revolución industrial, se produjeron modestos pero sostenidos avances
en la calidad de vida de las personas. Especialmente en Europa
21
noroccidental, las familias rurales tendieron a acceder a una gama más
amplia de bienes de consumo. Y, lo que es más importante, ello fue posible
gracias a que las familias tendieron a intensificar su esfuerzo laboral
(trabajando durante un mayor número de horas al año o durante un mayor
número de días al año) a través de la puesta en práctica de estrategias de
pluriactividad mediante las cuales los distintos miembros de la unidad
familiar se empleaban en una variada gama de actividades temporales. (La
participación de los campesinos en los procesos de protoindustrialización
que tuvieron lugar en este periodo sería un buen ejemplo de ello.)
Algunos investigadores ven este proceso de manera pesimista, ya
que es probable que la productividad por hora trabajada apenas aumentara:
las familias disponían de más ingresos, pero ello se debía básicamente a
que trabajaban de manera más intensa. Sin embargo, desde la perspectiva
del desarrollo como desarrollo de las capacidades de las personas, es
importante apreciar que las familias rurales eligieron tal estrategia y que el
contexto de la economía europea durante este periodo hizo posible que tal
estrategia pudiera tener éxito. Numerosas familias rurales tuvieron la
posibilidad de aumentar su nivel de consumo a través de una estrategia
económica que implicaba un desarrollo más pleno de sus capacidades.
Algunos especialistas consideran esta senda de cambio tan relevante que
han hablado del desencadenamiento de una “revolución industriosa” (una
revolución de la laboriosidad) en los siglos XVII y XVIII, que habría
allanado el camino para el posterior desarrollo de la revolución industrial (y
el consiguiente inicio del crecimiento económico moderno sostenido en el
tiempo).27
La perspectiva del desarrollo humano no sólo permite cuestionar que
la economía europea fuera, sin más, una economía no desarrollada en torno
a 1750, sino también que la revolución industrial la convirtiera con rapidez
en una economía plenamente desarrollada. Así lo sugiere al menos la
evidencia disponible sobre la calidad de vida de la clase obrera británica
durante los inicios de la industrialización del país. Los investigadores han
debatido apasionadamente sobre este tema, buscando las más diversas
fuentes históricas que pudieran contribuir al debate. En la actualidad, la
mayor parte de los especialistas considera que, si la revolución industrial
comenzó a mediados del siglo XVIII, no fue hasta aproximadamente las
décadas centrales del siglo XIX cuando la calidad de vida de los obreros
británicos comenzó a mejorar con cierta claridad. Hasta entonces, el inicio
27
De Vries (1994).
22
del crecimiento moderno y el crecimiento del ingreso medio por persona
apenas se trasmitieron a la calidad de vida de los trabajadores.28
Las pruebas a favor de esta hipótesis son varias. En primer lugar, la
primera etapa de la industrialización británica conllevó no sólo un
crecimiento del ingreso medio per cápita, sino también una distribución
más desigual de dicho ingreso. Los beneficios empresariales crecieron con
gran fuerza, pero el poder adquisitivo de los trabajadores se mantuvo
estancado. (Los salarios nominales cobrados por los trabajadores crecieron
pero no lo hicieron más deprisa que la inflación, así que el salario real se
mantuvo estancado.) Además, la jornada laboral de los trabajadores tendió
a alargarse durante estas primeras décadas de industrialización. Los
trabajadores podían llegar a trabajar durante 14 horas al día en la fábrica, lo
cual es tanto como decir que, dado que el salario real se mantuvo constante,
el rendimiento obtenido por cada hora de trabajo tendió a descender y,
además, la clase obrera pasó a disponer de menos tiempo para el ocio, las
relaciones personales, la adquisición de cultura…
Cuadro 1.8.
Salud y educación durante la revolución industrial británica
Tasa de mortalidad infantil (por mil)
Estatura (cm.)
Tasa de alfabetización adulta (%)
1760
1800
1850
174
167,4
49
145
168,9
53
156
165,3
62
Fuente: Crafts (1997: 623). El dato sobre estatura se refiere a la estatura de los reclutas
alistados en el ejército con 20-23 años de edad y que nacieron en el año
correspondiente.
Los resultados de la revolución industrial británica fueron tan pobres
en términos de desarrollo humano que las variables relacionadas con la
salud mostraron resultados decepcionantes (Cuadro 1.8). En las ciudades
británicas, la mortalidad era muy alta en comparación con las áreas rurales,
y la esperanza de vida se mantuvo estancada hasta mediados del siglo XIX.
Ello fue consecuencia de las graves deficiencias que las ciudades británicas
arrastraban en materia higiénica y sanitaria, dado el bajo nivel de inversión
en infraestructuras públicas y las pésimas condiciones de habitabilidad de
las viviendas obreras. Más ampliamente, la salud de los habitantes de las
ciudades inglesas se vio expuesta a problemas ambientales derivados de sus
28
Escudero (2002).
23
crecientes niveles de contaminación. Así, a comienzos del siglo XX, la
esperanza de vida en el Reino Unido se situaba en torno a los 50 años, un
registro peor que el de los países subdesarrollados de la actualidad.
El deterioro de la salud de los trabajadores se ve corroborado,
además, por las evidencias disponibles sobre su estatura. Un número cada
vez mayor de especialistas considera que la evolución de la estatura de las
poblaciones del pasado es un buen indicador del desarrollo humano, ya que
la estatura se encuentra muy condicionada por los niveles alimenticios y las
condiciones sanitarias en que se desenvuelve el individuo. Las
investigaciones han mostrado que la estatura media de los trabajadores
británicos durante la revolución industrial tendió a descender, lo cual ilustra
hasta qué punto su calidad de vida pudo deteriorarse a pesar de que su país
(y las fábricas en las que ellos trabajaban) estuviera liderando el camino
hacia el crecimiento económico moderno.
Lo dicho para Inglaterra se aplica, a grandes rasgos, para el resto de
Occidente. Es cierto que, en la Europa continental, los inicios de la
industrialización no tuvieron un coste tan elevado en términos de calidad de
vida de la clase obrera. Las condiciones de vida en las ciudades, por
ejemplo, tendieron a mejorar a lo largo del siglo XIX, con lo que los países
que se fueron incorporando a la industrialización más adelante registraron
costes sociales menos graves. (De hecho, en países de industrialización
tardía y lenta como España, la calidad de vida en las ciudades fue superior
a la calidad de vida rural desde un principio.) Sin embargo, por todas partes
(en Europa y en los NPO) se registró un descenso de las estaturas medias
durante la parte central del siglo XIX.29 A comienzos del siglo XX, la
esperanza de vida en Europa occidental no llegaba a los 50 años, lo cual
situaba a esta región por detrás de los registros de los países
subdesarrollados del presente.
29
Escudero y Simón (2003).
24
Capítulo 2
EL CAMBIO DEMOGRÁFICO
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la mayor parte de
los habitantes del mundo han vivido vidas precarias, al borde de la
subsistencia material. El final de este mundo de pobreza generalizada ha
sido relativamente reciente: el comienzo del fin fue el desencadenamiento
de la revolución industrial británica durante la segunda mitad del siglo
XVIII. Y, aún hoy día, numerosas sociedades continúan marcadas por el
atraso económico y la pobreza, dadas sus dificultades para incorporarse a la
senda del desarrollo económico. A partir de este capítulo, vamos a analizar
los factores que permitieron, en el caso europeo, la transición desde
economías preindustriales a economías “modernas”. Es decir, la transición
desde economías que propendían al estancamiento (y, por tanto, no eran
capaces de generar aumentos sostenidos en el nivel de bienestar de la
población) a economías que propendían al desarrollo. ¿Cuáles fueron los
factores clave de la transición? ¿Por qué las economías europeas lideraron
dicha transición? ¿Por qué se quedaron atrás las economías de Asia (con la
única excepción de Japón) y África?
Nos centraremos en cuatro grandes “palancas” del desarrollo: el
cambio demográfico, la innovación tecnológica, el marco institucional y las
relaciones económicas internacionales. Comenzaremos el análisis por el
ámbito de la demografía, que, al tratar sobre la evolución de la población y
su estructura, nos pone frente a los protagonistas históricos del desarrollo
económico. La demografía es importante porque las estructuras
demográficas tienen un impacto sobre el cambio económico. Lo que ocurra
con variables como la natalidad y la mortalidad no sólo es relevante para
las personas afectadas: para los niños que nacen, para las personas que
mueren, para los familiares y amigos que saludan los nacimientos y lloran
las defunciones. También genera efectos macroeconómicos que
contribuyen a explicar la dirección del cambio económico.
25
El sistema demográfico preindustrial
Cuando, en alguna parte de la Europa preindustrial, un niño salía del
vientre de su madre, entraba en un mundo inhóspito en el que le acechaban
la privación y la enfermedad. La tasa de mortalidad infantil, es decir, el
tanto por mil de niños que morían antes de alcanzar el primer año de vida,
se situaba en torno al 250 por mil y ocasionalmente podía alcanzar cifras
aún mayores.30 Como media, una familia podía calcular que, si tenía cuatro
hijos, uno de ellos probablemente moriría antes de cumplir el primer año de
vida. Si el niño superaba con éxito los primeros años, podía esperar
desarrollar una vida relativamente larga, pero igualmente expuesta a los
peligros de la privación y la enfermedad. Como mejor indicador de ello, la
tasa de mortalidad del conjunto de la población estaba por lo general en
torno al 35-40 por mil en todas las sociedades preindustriales europeas.
Además, esta tasa de mortalidad podía alcanzar con cierta frecuencia
valores anómalamente elevados (200-300 por mil) como consecuencia de la
propagación repentina de epidemias y enfermedades. En las décadas
centrales del siglo XIV, por ejemplo, toda Europa se vio azotada por la
llamada “peste negra”, una enfermedad extremadamente grave transmitida
por pulgas que se nutrían de la sangre de roedores infectados, y que era
contagiosa de ser humano a ser humano. Se calcula que Europa pudo
perder hasta un 30 por ciento de su población como consecuencia de la
peste negra.31
Como consecuencia de este elevado riesgo de mortalidad, la
esperanza de vida de las poblaciones preindustriales era muy baja: nunca
superior a los 35 años. Esto no quiere decir que fuera extraño encontrar
personas mayores de dicha edad, sino que refleja el elevado riesgo de
mortalidad de los niños (cuya temprana muerte tenía la consecuencia
estadística de presionar a la baja el número de años vivido como media en
una determinada sociedad) y el hecho de que también los adultos estuvieran
expuestos a un riesgo considerable. Ninguna sociedad preindustrial europea
realizó grandes progresos en la lucha contra la mortalidad y, como
consecuencia de ello, la esperanza de vida se mantenía en niveles tan bajos
como 30-35 años a finales del siglo XVIII. Se trata de un registro
escandalosamente negativo, probablemente el que mejor refleja la falta de
desarrollo humano en las sociedades preindustriales.
30
Esto sitúa a la Europa preindustrial por detrás incluso de los países
subdesarrollados del presente, cuya tasa se situaba en torno al 73 por mil a finales del
siglo XX (Bairoch 1997).
31
Bairoch (1997).
26
¿Por qué moría tanta gente?
Los especialistas sostienen que existen tres motivos por los que el riesgo de
mortalidad era tan elevado en las sociedades preindustriales: las
limitaciones del sector agrario, las malas condiciones sanitarias e
higiénicas, y el bajo nivel educativo de la población.
Las limitaciones del sector agrario se reflejaban en la relativa
inelasticidad de la oferta agraria, problema que explotaba en toda su
gravedad a través de la generación de episodios recurrentes de hambrunas y
crisis de subsistencias.32 En muchas regiones, el paulatino crecimiento de la
población obligaba a poner nuevas superficies en cultivo con objeto de
aumentar la oferta de alimentos. Sin embargo, las nuevas superficies eran
generalmente superficies de peor calidad agronómica que las ya utilizadas
con anterioridad. (En caso contrario, tales superficies habrían sido ya
ocupadas.) Así, por ejemplo, mientras las tierras llanas y próximas a los
ríos eran cultivadas de manera continuada, otras tierras, montañosas y
menos fértiles, eran puestas en cultivo sólo en la medida en que la presión
de la población obligaba a ello. El resultado era una agricultura que
operaba bajo la ley de rendimientos decrecientes: el rendimiento marginal
de cada nueva hectárea puesta en cultivo iba descendiendo. Como
consecuencia de ello, la productividad de los agricultores disminuía y, por
extensión, también lo hacía la disponibilidad de alimentos per cápita. Esto
hacía disminuir el nivel de vida de las familias a través de dos vías: por un
lado, reduciendo la cantidad de alimentos disponibles para el autoconsumo;
y, por otro, disparando los precios de los alimentos que podían comprarse
en el mercado. En principio, según la teoría económica básica, este alza de
los precios podría estimular el crecimiento de la producción agraria, pero
las limitaciones tecnológicas del sector y la presencia de rendimientos
decrecientes hacían que la producción agraria fuera inelástica (su capacidad
para expandirse era pequeña, incluso aunque existieran incentivos de
precios para ello). El resultado era una crisis de subsistencias durante la
cual la falta de alimentos conducía a fuertes aumentos en la tasa de
mortalidad, bien fuera directamente a través de problemas de desnutrición
o, lo que era más frecuente, de manera indirecta a través de la mayor
facilidad que distintas enfermedades encontraban para causar estragos en
una población debilitada por la mala alimentación.
Este sencillo modelo en el que la presión demográfica conduce a
altas tasas de mortalidad como consecuencia de la inelasticidad de la oferta
agraria está ampliamente inspirado en el trabajo del economista clásico
32
Kriedte (1994).
27
Robert Malthus y ha sido propuesto por muchos historiadores de la
población europea preindustrial.33 Sin embargo, el modelo simplemente
describe una de las posibles secuencias de acontecimientos en la sociedad
preindustrial. El propio Malthus ya advirtió que, junto con la terrible vía de
ajuste que suponía el aumento de la mortalidad, la sociedad podía
anticiparse al problema y establecer mecanismos preventivos para evitar un
crecimiento excesivo de la población.34 Y, en efecto, como han encontrado
muchos especialistas, numerosas comunidades regulaban el crecimiento de
la población a través de la edad de acceso al matrimonio: en situaciones de
presión demográfica elevada, las reglas y costumbres sociales podían
retrasar la edad de contracción de matrimonio y, por esa vía, reducir el
número de hijos que tenían los matrimonios (al reducir el número de años
durante los cuales podía tener lugar la procreación).35
No sólo eso: los investigadores han encontrado que las agriculturas
preindustriales no siempre estaban sujetas a la ley de los rendimientos
decrecientes. Inspirados por el trabajo de la economista Ester Boserup
(1910-1999), los historiadores agrarios han encontrado casos en los cuales
la presión demográfica, lejos de ser un obstáculo para el cambio agrario,
actuaba como condición necesaria y estímulo del mismo, al permitir el
acometimiento de iniciativas novedosas que no sería posible poner en
práctica con densidades de población bajas.36 Veremos en la lectura
siguiente que, aún dentro de las limitaciones tecnológicas del contexto
preindustrial, algunos países europeos (en especial, Inglaterra y Holanda)
fueron capaces a partir del siglo XVII de generar cambios agrarios que
burlaron la ley de los rendimientos decrecientes. En estos países, la oferta
agraria fue más elástica a variaciones en los precios y el crecimiento de la
población no generó crisis de subsistencias que desembocaran en aumentos
de la mortalidad. Y, sin embargo, las tasas de mortalidad de estos países
avanzados continuaban siendo relativamente altas… ¿Cómo explicar
entonces estas altas tasas de mortalidad?
Un problema similar es el planteado por la mortalidad infantil. Las
tasas de mortalidad infantil eran muy elevadas durante el periodo
preindustrial: en torno al 250 por mil. Es decir, una parte sustancial de la
33
En su Ensayo sobre el principio de la población, publicado por primera vez en
1798, Malthus (1988) planteó este modelo en el marco de una argumentación más
general, según la cual (y en contra de la opinión ilustrada convencional) no era posible
una mejora sostenida de los niveles de vida de la población.
34
La argumentación de Malthus fue haciéndose más compleja en las ediciones
posteriores de su Ensayo (por ejemplo, Malthus 1990).
35
Wrigley (1985).
36
Boserup (1967).
28
mortalidad que queremos explicar consistía en bebés y niños que fallecían
durante sus primeros meses o años de vida. Pero, si nos centramos en el
caso de los bebés, encontramos que, en su caso, los problemas del sector
agrario no pueden ser esgrimidos como causa de su elevada mortalidad.
Los bebés se alimentaban de la leche de sus madres, por lo que, durante los
primeros meses de vida, se encontraban protegidos de las crisis de
subsistencias que afectaban a los jóvenes, adultos y ancianos. ¿Por qué,
entonces, morían tantos bebés?
Lo que todas estas objeciones plantean es que los problemas del
sector agrario y, en general, la mala alimentación pueden explicar sólo en
parte las altas tasas de mortalidad de la época preindustrial.37 Necesitamos
otras explicaciones complementarias. Por ejemplo, tenemos que apreciar
que las malas condiciones sanitarias e higiénicas de la época afectaban a
todos los miembros de la familia, y quizá especialmente a los más débiles
desde el punto de vista biológico. Entre los problemas sanitarios podemos
contar no sólo la escasa inversión de los gobiernos en personal e
instalaciones sanitarias, sino también el escaso grado de desarrollo de la
investigación médica durante buena parte del periodo preindustrial. Desde
el punto de vista higiénico, la vida cotidiana de las familias se enfrentaba a
numerosos factores de riesgo, desde los derivados de las malas condiciones
de las viviendas hasta los relacionados con la contaminación del agua
disponible.
Los problemas higiénicos y sanitarios se veían agravados por la
persistencia de costumbres y hábitos perjudiciales para la salud, en especial
en el ámbito del cuidado de los niños. Muchos de estos hábitos podían
cambiarse de manera eficaz a través de la difusión de la información
pertinente y, más ampliamente, a través del sistema educativo. Sin
embargo, los niveles educativos se mantuvieron bajos en todas partes
durante el periodo preindustrial. Estudios sobre economías atrasadas del
presente (en África, en Asia) han encontrado una relación inversa entre el
nivel educativo de las madres y la tasa de mortalidad de sus hijos. Si
concedemos validez a esta idea para el periodo preindustrial (suponiendo
que las economías de ese periodo mantienen semejanzas importantes con
las economías atrasadas del presente), los bajos niveles educativos se
convierten en una de las causas de las altas tasas de mortalidad presentes en
todas partes.
37
Livi-Bacci (1988).
29
¿Por qué nacían tantos niños?
Las carencias alimenticias, las malas condiciones sanitarias e higiénicas y
los bajos niveles educativos producían un alto riesgo de mortalidad y, por
ello, lesionaban uno de los elementos básicos del desarrollo humano. Pero,
además, es probable que el desarrollo humano de las sociedades
preindustriales también se viera lesionado de manera indirecta (pero no
menos grave) a través de una compleja cadena de implicaciones
económicas derivadas del alto riesgo de mortalidad. Esta cadena parte de
los efectos de la alta mortalidad sobre las decisiones de fecundidad de las
familias y desemboca en los efectos de estas variables demográficas sobre
la tasa de inversión y, más generalmente, la tasa de crecimiento económico
de las sociedades preindustriales.
Las decisiones de fecundidad de las familias se veían afectadas por el
mayor o menor riesgo de mortalidad infantil. Dado que muchos bebés y
niños morían tempranamente, las familias debían tener un número elevado
de hijos con el fin de compensar tales pérdidas. Dicho de otro modo:
suponiendo que las familias preindustriales desearan tener un determinado
número de hijos (supervivientes, se entiende), la muerte prematura de
alguno(s) de ellos (o, simplemente, la previsión por parte de los padres de
que tal muerte podía tener lugar) forzaba a las familias a mantener tasas de
natalidad más elevadas de lo que en principio sería estrictamente necesario
para tener tal número de hijos.
Pero, ¿por qué querían los matrimonios preindustriales tener un
número elevado de hijos? Hay que tener en cuenta que la vida económica
preindustrial estaba marcada por la precariedad y la ausencia de
crecimiento sostenido: ¿por qué entonces tener un número tan elevado de
hijos? Por paradójico que pueda resultar, algunos de los principales
motivos eran precisamente económicos, y todos ellos remiten a los hijos
como un auténtico “bien de inversión” cuyos costes debían ser soportados
con objeto de acceder más tarde a diversos beneficios. Estos costes debían
ser afrontados en los primeros años del ciclo familiar, cuando las
economías domésticas podían llegar a situaciones críticas en las que el
número de miembros no activos (entre ellos, los niños) fuera
excesivamente elevada en relación al número de activos (adultos) y a la
cantidad de recursos económicos que estos podían generar. Pero merecía la
pena soportar estos costes porque, en el otro lado de la balanza había
beneficios, y nada despreciables. En muchas regiones agrarias
predominaban las explotaciones familiares, por lo que los hijos podían ser
utilizados por sus padres como mano de obra gratuita (y dócil) desde una
edad temprana, a menudo desde los 7-10 años. Además, más adelante, ya
30
en su pubertad y primera vida adulta, los hijos podían aumentar los
recursos económicos del hogar familiar al comenzar a desarrollar trabajos
remunerados y contribuir con su salario al sostenimiento de la unidad
familiar. (Los hijos, por ejemplo, podían emplearse como jornaleros o
como pastores; las hijas, en el servicio doméstico de familias pudientes.)
Las ventajas económicas de los hijos no terminaban ahí. La mayor
parte de sociedades preindustriales carecían de sistemas de seguridad social
que permitieran, entre otras cosas, garantizar el sostenimiento económico
de la población de mayor edad (a través, como ocurre hoy, de pensiones de
jubilación). En el mundo preindustrial, conforme la capacidad física de la
población mayor iba mermando, sus oportunidades de sostenerse a sí
misma iban disminuyendo. Una forma de solucionar el problema consistía
en la realización de transferencias intergeneracionales de recursos: los hijos
contribuían al sostenimiento económico de sus padres, bien continuaran
estos viviendo por su cuenta, bien se trasladaran al hogar de sus hijos.38
(Esta última opción podía ser especialmente atractiva en los casos de
viudos o viudas.)
El resultado de todo ello fue que las tasas de natalidad (el número de
nacimientos por cada mil habitantes) se mantuvieran muy elevadas, en
torno a 35-40 por mil, y que las poblaciones preindustriales europeas
desarrollaran sus vidas en el marco de un sistema demográfico de alta
presión, en el que tanto la mortalidad como la natalidad eran muy altas. Y
esto, además de implicar una baja esperanza de vida que puede tomarse
directamente como indicador de escaso desarrollo humano, también ejercía
una influencia negativa sobre el desarrollo a través de sus efectos sobre el
crecimiento económico.
Los efectos macroeconómicos del sistema demográfico preindustrial
El sistema demográfico de alta presión desplegaba tales efectos a través de
dos conductos: el tamaño de la población y su estructura por edades. El
tamaño de las poblaciones preindustriales crecía muy lentamente, ya que
las tasas de natalidad y mortalidad eran aproximadamente similares. (En
realidad, la tasa de natalidad acostumbraba a ser ligeramente superior a la
de mortalidad, pero, por otro lado, la tasa de mortalidad podía alcanzar
valores extraordinariamente elevados en momentos puntuales, como
epidemias o hambrunas.) El pequeño tamaño de las poblaciones
38
Reher (1988), por ejemplo, estudia estas transferencias intergeneracionales en
el caso de las zonas rurales de la provincia española de Cuenca.
31
preindustriales dificultaba la consecución de economías de escala y, según
algunos investigadores, también obstaculizaba la innovación tecnológica.39
Pero, además, el sistema demográfico de alta presión también
generaba efectos económicos negativos a través de la estructura por edades
de la población. Ésta puede medirse a través de la tasa de dependencia, que
los demógrafos definen como el cociente entre la población que no está en
edad de trabajar (jóvenes y ancianos) y la población en edad de trabajar
(adultos). Las poblaciones preindustriales, con sus altas tasas de mortalidad
infantil y sus cortas esperanzas de vida, se caracterizaban por presentar
altas tasas de dependencia. Una importante implicación económica de esto
es que las poblaciones preindustriales tenían un margen pequeño para el
ahorro y la inversión. Al haber una proporción elevada de personas cuyo
sustento económico se basaba en los ingresos o recursos percibidos por las
personas adultas en edad de trabajar, resultaba difícil separar una parte
sustancial de tales ingresos o recursos para actividades que no fueran las
relacionadas con el consumo. Como resultado de ello, las tasas de ahorro
eran bajas en todas las economías preindustriales. Las necesidades de
consumo presionaban fuertemente sobre los recursos disponibles y, por lo
tanto, sólo una pequeña porción de tales recursos se empleaba en
actividades de inversión. Estas inversiones eran cruciales para ampliar la
escala de las actividades económicas ya existentes y para crear actividades
económicas nuevas; en otras palabras, eran cruciales para alimentar el
crecimiento económico. Por idénticos motivos, tan sólo una pequeña parte
de los recursos familiares podía destinarse a realizar inversiones en “capital
humano”: mejorar las condiciones nutritivas de los hijos y favorecer su
acceso a la educación. Estas inversiones no sólo habrían servido para
mejorar directamente el nivel de desarrollo humano de la población, sino
que, de acuerdo con la opinión de la mayor parte de economistas
especializados en teoría del crecimiento, probablemente habrían
contribuido a impulsar el crecimiento económico al aumentar la vitalidad y
adaptabilidad de los trabajadores y, sobre todo, al aumentar la probabilidad
de que se produjeran innovaciones tecnológicas.
En suma, existían distintos círculos viciosos en la interacción entre
demografía y desarrollo humano. Los bajos niveles de desarrollo
contribuían a través de diferentes mecanismos a generar un régimen
demográfico de alta presión, pero, a su vez, dicho régimen demográfico
obstaculizaba el crecimiento económico (a través de sus efectos sobre el
tamaño y la estructura por edades de la población) y se convertía en sí
39
Boserup (1983) argumenta que las bajas densidades de población han actuado
históricamente como un freno al cambio tecnológico, ya que han dañado la viabilidad
técnica y la rentabilidad esperada de las ideas innovadoras.
32
mismo (a través de variables como la esperanza de vida) en una de las
mejores pruebas de las graves carencias de las sociedades preindustriales
en materia de desarrollo humano. La presencia de este tipo de círculo
vicioso contribuye a explicar por qué el mundo preindustrial se mantuvo en
pie durante la mayor parte de la historia de la humanidad, viéndose todas
las sociedades incapaces de salir de él hasta fechas relativamente recientes.
La transición demográfica
Cuando, a lo largo del siglo XIX, se abrió paso en el mundo occidental la
llamada “transición demográfica”, comenzó a venirse abajo el régimen
demográfico preindustrial y aumentaron las posibilidades de desarrollo de
las sociedades occidentales. 40
La transición demográfica fue puesta en marcha por una caída de las
tasas de mortalidad. Ya a comienzos del siglo XIX, Inglaterra mostraba una
tasa de mortalidad del 24 por mil, claramente inferior al 35-40 por mil
típico de las sociedades preindustriales. El resto de Europa noroccidental
fue llegando a una situación similar a lo largo de la primera mitad del siglo
XIX. A la altura de 1913, las tasas de mortalidad de los países occidentales
se movían ya en un arco que iba desde el 14-15 por mil de Inglaterra, Suiza
y los países escandinavos hasta el 21-25 por mil de España, Portugal o
Rusia. La caída de las tasas de mortalidad fue especialmente significativa
en el ámbito infantil: en torno a 1830, la mortalidad infantil en Europa
había caído a 150-170 por mil (en comparación con 230-260 por mil del
periodo preindustrial). En vísperas de la Primera Guerra Mundial, se
situaba en torno al 140 por mil. La situación seguía siendo grave, ya que
implicaba la muerte de uno de cada siete bebés antes de alcanzar su primer
año de vida. Pero al menos había comenzado a producirse una clara mejora.
Como mejor expresión de lo que ello implicaba en términos de desarrollo
humano, un niño occidental que naciera en 1900 tenía ya una esperanza de
vida de 46 años. Sigue siendo poco en comparación con el presente, pero
era mucho en relación al arco de 25-35 años que había marcado a las
poblaciones preindustriales. De hecho, la mayor parte de la población
mundial (en América Latina, en África, en casi todos los países asiáticos)
continuaba moviéndose dentro de ese arco y continuaba viviendo en
regímenes demográficos de alta presión cuando comenzó el siglo XX.
40
Este apartado está basado en Livi-Bacci (1988; 1990), Wrigley (1985),
Cipolla (2000) y Bairoch (1997).
33
Avances en la lucha contra la mortalidad
El progreso occidental en la reducción del riesgo de mortalidad se debió a
tres factores: la mejora de la alimentación de la población occidental, la
mejora de sus condiciones higiénicas y sanitarias, y el progreso de su nivel
educativo.
A lo largo del siglo XIX, los recursos alimenticios disponibles para
la población europea aumentaron por dos motivos. En primer lugar, porque
el desarrollo de la industrialización, unido a la intensificación de las
relaciones económicas internacionales (fenómenos ambos que adquirieron
en el siglo XIX un vigor hasta entonces desconocido), hizo posible que los
europeos importaron productos agrarios a cambio de sus exportaciones de
productos industriales. Esta posibilidad fue aprovechada especialmente en
Gran Bretaña, donde una política librecambista permitió a los
consumidores disponer de una oferta de productos alimenticios más
abundante y barata de lo que habría sido posible si el país hubiera confiado
exclusivamente en sus propios agricultores y su limitada disponibilidad de
tierra.
Pero, además, en segundo lugar, la agricultura europea registró un
importante progreso a lo largo del siglo XIX. Unos países antes, otros
países después, todos terminaron liberalizando sus marcos institucionales:
desmantelaron las instituciones propias del Antiguo Régimen, que
generaban asignaciones ineficientes de recursos y hacían que los resultados
agrarios de los países quedaran sistemáticamente por debajo de su
potencial. El establecimiento de una mayor libertad en la utilización e
intercambio de los distintos factores productivos (tierra, mano de obra y
capital) contribuyó a una mejora de los resultados agrarios. (Un ejemplo
pueden ser las leyes de desamortización promulgadas en España en 1833 y
1855, que tendieron a liberalizar el mercado de la tierra.) Y, junto a este
progreso de tipo smithiano (basado en el acercamiento a la frontera de
posibilidades de producción), la agricultura europea también registró,
durante las décadas finales del siglo XIX, los inicios de un progreso
schumpeteriano basado en la introducción de nuevas tecnologías. La
introducción de máquinas y abonos químicos supuso el inicio de una
industrialización del campo que ha continuado hasta nuestros días. Fue a
finales del siglo XIX cuando, en distintas partes de Europa y en Estados
Unidos, la agricultura comenzó a perder su carácter orgánico. El resultado
fue una oferta agraria más elástica. Unida a las importaciones agrarias y el
desmantelamiento del Antiguo Régimen, la nueva tecnología agraria puso
fin a un problema que había hecho estragos en Europa durante siglos: las
crisis maltusianas de subsistencia.
34
El siglo XIX también presenció importantes cambios en los otros dos
determinantes de la mortalidad. Las condiciones higiénicas y sanitarias
experimentaron una notable mejoría. El avance de la ciencia hizo posible
disponer de vacunas para enfermedades hasta entonces mortales. Además,
las condiciones sanitarias de las viviendas tendieron a mejorar.
Especialmente a partir de mediados del siglo XIX, las viviendas urbanas
pasaron a ser más salubres e higiénicas, lo cual redundó en una mejor salud
de las familias de clase obrera. Las propias administraciones públicas
(desde el Estado hasta los ayuntamientos) contribuyeron a esta mejora del
entorno sanitario al aumentar su volumen de inversión en infraestructuras
que, como el alcantarillado, resultaron decisivas para reducir los problemas
ambientales de la vida urbana.
Por otro lado, los niveles educativos de la población occidental
aumentaron de manera notable a lo largo del siglo XIX, lo cual también
contribuyó a reducir las tasas de mortalidad a través de la adopción de
prácticas culturales y hábitos de cuidado infantil más apropiados. La
incidencia de este factor fue especialmente clara en el ámbito de la
mortalidad infantil y durante la segunda mitad del siglo.
Los efectos macroeconómicos de la transición demográfica
El hecho de que mejoras en la alimentación, las condiciones sanitarias y la
educación redujeran el riesgo de mortalidad fue positivo para el desarrollo
no sólo de manera directa (al aumentar la calidad de vida de las personas),
sino también de manera indirecta a través de una compleja cadena de
interacciones demográficas y económicas. Esta cadena parte de los efectos
de una mortalidad decreciente sobre las decisiones de fecundidad de las
familias y desemboca en los efectos de esta variable demográfica sobre la
tasa de inversión y, más ampliamente, la tasa de crecimiento económico.
La caída de la mortalidad infantil permitía a los padres obtener el
número deseado de hijos sin necesidad de mantener tasas tan altas de
natalidad. Este proceso de adaptación no fue, por lo general, inmediato. Las
familias tardaban en percibir la caída de la mortalidad infantil como una
tendencia clara (¿cómo distinguir esta tendencia estructural que hoy
sabemos que fue de un simple episodio coyuntural y quizá reversible?) y,
además, debían adaptar su mentalidad a las nuevas circunstancias. Hay que
tener en cuenta que estamos hablando de la adopción sistemática y
planificada de métodos anticonceptivos y que, incluso aunque se tratara aún
de métodos tan rudimentarios como el coitus interruptus (probablemente el
35
método anticonceptivo más utilizado a finales del siglo XIX), era precisa
una cierta adaptación cultural. Por ello, la natalidad comenzó a caer con
varias décadas de retraso (aproximadamente, el lapso de una generación)
con respecto a la mortalidad infantil. Para el conjunto de Europa, es
probable que la tasa de natalidad se mantuviera relativamente estable hasta
bien entrado el siglo XIX (quizá hasta 1870-1890), cuando por primera vez
en la historia de la humanidad comenzó a registrarse una bajada
significativa de la misma (de 32 por mil en 1871-80 a 25 por mil en 1913).
En esta parte final del siglo XIX, la natalidad también tendió a
disminuir en los países desarrollados como reflejo de cambios más
generales que se estaban produciendo en su economía y en su sociedad.
Desde el punto de vista económico, la industrialización supuso el ascenso
definitivo del trabajo asalariado, con lo que la utilización de mano de obra
familiar no remunerada dejó de ser tan relevante. Además, la tradicional
función de los hijos como soporte económico de sus padres una vez que
estos llegaban a una edad avanzada comenzó a verse aliviada por la
aparición, desde finales del siglo XIX, de sistemas públicos de seguridad
social y pensiones. Estos sistemas ampliaron la seguridad económica de la
población anciana y redujeron así los beneficios esperados de la
“inversión” en descendencia.
La caída de la natalidad completaba la transición demográfica. ¿Por
qué fue esta transición positiva para el crecimiento económico? En primer
lugar, porque el hecho de que la natalidad cayera de manera más tardía y
lenta que la mortalidad hizo que se acelerara el crecimiento demográfico, lo
cual a su vez permitió a las economías de los países correspondientes
aprovechar en mayor medida economías de escala. Especialmente en las
ciudades, los procesos de industrialización y modernización económica
pudieron beneficiarse de la existencia de un mercado más amplio. Los
costes unitarios de las empresas se redujeron al poder distribuir sus costes
fijos entre un número mayor de unidades productivas (es decir: a mayor
escala, menores costes fijos unitarios y, por tanto, menores costes
unitarios). Además, la concentración de la población y las empresas
favorecía una circulación más fluida de la información sobre nuevas
tecnologías y sobre las características de los mercados, lo cual redundaba
en un mejor funcionamiento de las empresas. Incluso se ha argumentado
que una población más numerosa podría haber estimulado la creatividad
tecnológica.
Por supuesto, el aumento de la población también generaba retos
para las sociedades afectadas. La mayor presión demográfica pudo generar
situaciones problemáticas en comarcas agrarias con recursos naturales
36
escasos. Además, el proceso de urbanización requería importantes
inversiones en infraestructuras y equipamientos urbanos, con objeto de
mantener niveles de vida dignos para la población urbana. La experiencia
de numerosos países asiáticos, latinoamericanos y africanos en las décadas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial sugiere que un crecimiento
demográfico excesivamente acelerado puede volverse perjudicial para el
desarrollo económico de los países. Da la impresión de que el caso de los
países occidentales durante el siglo XIX se situó a medio camino entre dos
situaciones igualmente obstaculizadoras del desarrollo: por un lado, el
escenario preindustrial de poblaciones pequeñas y escaso aprovechamiento
de economías de escala; por el otro, el escenario tercermundista de
crecimientos demográficos tan acelerados que contribuyen a generar
marginalidad social tanto en el campo como en la ciudad. Al situar a los
países en un punto intermedio entre estos dos escenarios igualmente
peligrosos, la transición demográfica contribuyó a impulsar el desarrollo.
Pero, además, la transición demográfica iniciada en el siglo XIX
también contribuyó a la modernización económica a través de un segundo
mecanismo: su efecto sobre la estructura por edades de la población. Al
reducir las tasas de dependencia (como consecuencia de la caída de la
natalidad y el aumento de la esperanza de vida), la transición demográfica
permitía a las economías afectadas liberar recursos para el ahorro y, por
tanto, para la inversión. La demografía permitía ahora que la economía
contara con un motor más potente: era más factible separar recursos del
consumo y destinarlos al aumento de la escala de la actividad económica o
al desarrollo de actividades nuevas. De manera más indirecta, pero sin duda
trascendental en el largo plazo, la transición demográfica también permitió
liberar recursos para que las familias realizaran mayores inversiones en
capital humano. Antes de la transición demográfica, los padres debían
invertir una cantidad considerable de sus recursos en disponer de una
cantidad suficiente de hijos, ya que debían tener un número elevado de
hijos con objeto de equilibrar los temibles efectos de la mortalidad infantil.
Con la llegada de la transición demográfica, una parte de dichos recursos
fue liberada para realizar inversiones en la calidad (por contraposición a la
cantidad) de la descendencia: fue posible mejorar las condiciones nutritivas
de los niños y, sobre todo, fue posible dedicar recursos y tiempo a su
educación formal (a la adquisición de conocimientos a través del sistema
educativo). Frente al modelo preindustrial de muchos hijos con bajos
niveles educativos, la transición demográfica abrió la puerta a un mundo de
pocos hijos con elevados niveles educativos. Abrió la puerta, por tanto, a
un mundo con mucha más capacidad para generar innovación tecnológica.
37
Capítulo 3
INNOVACIÓN TECNOLÓGICA
La palanca de la riqueza: así se titula el libro más importante del
historiador económico Joel Mokyr, el gran especialista en la historia del
cambio tecnológico y sus efectos sobre el crecimiento económico.41 Mokyr
tiene una visión bastante schumpeteriana del desarrollo: la transición de
economías preindustriales a economías modernas habría sido en buena
medida el resultado de la aparición de innovaciones que desplazaron
sustancialmente la frontera de posibilidades de producción. La mayor
creatividad tecnológica de las sociedades europeas, sobre todo desde
finales del siglo XVIII, habría sido la clave de su desarrollo.
En este capítulo estudiamos en perspectiva histórica la tecnología:
los instrumentos y procedimientos a través de los cuales las sociedades
producen bienes y servicios. Conoceremos las características de la
tecnología preindustrial, para después analizar la ruptura introducida por
las tecnologías de la era industrial.
Las limitaciones de la tecnología preindustrial
El principal obstáculo tecnológico al que se enfrentaban las economías
preindustriales tenía que ver con su base energética. Toda economía
(también las del presente) se apoya sobre la explotación de un conjunto de
fuentes de energía que permiten el desarrollo de las distintas actividades
humanas (o, en términos más precisos, el desarrollo de los distintos
sectores productivos). A su vez, la explotación de una determinada fuente
41
Mokyr (1993).
38
de energía puede realizarse a través de distintos tipos de convertidores
energéticos. La base energética, entendida como el conjunto formado por
las fuentes de energía y los convertidores, establece entonces un límite
máximo a la capacidad productiva de la economía.
Las economías preindustriales como economías orgánicas
Las economías preindustriales contaban con una base energética orgánica:
sus principales fuentes y convertidores energéticos emanaban del
funcionamiento regular de la naturaleza y el mundo biológico. La
dependencia de fuentes de energía orgánicas era una característica de todos
los sectores de la economía preindustrial.42
En el sector principal (el más importante en términos de su
contribución al PIB y al empleo), el sector agrario, la energía solar era el
punto de partida de la actividad económica. Las plantas captaban (como
continúan haciendo hoy día) una parte (bien es cierto que muy pequeña) de
la energía desprendida por las radiaciones solares y, a través del proceso de
fotosíntesis, utilizaban dicha energía para desarrollarse. Las plantas se
erigían así en convertidores de energía solar. El resultado podía dar lugar a
tres tipos de espacio agrario. El primero eran las superficies de cultivo, en
las que la energía solar era aprovechada (vía fotosíntesis) para producir
alimentos para el consumo humano. En el caso europeo, existían
lógicamente muchas producciones agrícolas diferentes en función de las
características geográficas y medioambientales de cada región, pero los
cereales eran sin duda el principal cultivo. El segundo tipo de espacio
agrario eran las superficies de pasto. En ellas, la energía solar era
aprovechada para producir alimentos para el consumo de la cabaña
ganadera. A su vez, el rendimiento económico de la cabaña ganadera se
manifestaba en distintos frentes: los animales podían servir para la
alimentación humana (si bien en pequeñas proporciones, dados los altos
precios que solía alcanzar la carne, en especial la vacuna), podían
proporcionar materias primas para la industria (en especial, la lana de las
ovejas, que servía de base a la principal rama de la manufactura
preindustrial: la industria textil) y, finalmente, podían convertirse en una
fuente de energía para las faenas agrícolas o el transporte (en especial,
bueyes y mulas, que podían tirar de los arados y/o cargar mercancías sobre
sus lomos, además de fertilizar los campos con sus excrementos).
Finalmente, el tercer tipo de espacio eran los bosques, de donde se extraían
madera y carbón vegetal. La madera tenía múltiples aplicaciones en la
42
La mayor parte de este apartado está basado en Wrigley (1991; 1996; 2004).
39
economía preindustrial: estaba presente en todo tipo de construcciones (por
ejemplo, en la mayor parte de edificios) y herramientas (por ejemplo, la
mayor parte de herramientas agrícolas) y, además, podía convertirse en una
fuente de energía a través de procesos de combustión. Ésta última era
también la función que desempeñaba el carbón vegetal.
Los sectores secundario y terciario también se apoyaban sobre una
base energética de carácter orgánico. Las manufacturas preindustriales
utilizaban máquinas que convertían la energía hidráulica y la energía
eólica. Molinos y norias, convenientemente situados junto a los cursos altos
de los ríos (donde más pronunciada era la pendiente y, por lo tanto, con
mayor fuerza caía el agua) o en zonas caracterizadas por la intensidad de
sus vientos, convertían la energía hidráulica y la energía eólica en
movimiento de rudimentarias máquinas. Los telares de las industrias
textiles, los fuelles y martillos de las industrias metalúrgicas, las serrerías…
basaban su actividad económica en el aprovechamiento de este tipo de
fuentes de energía. Otra posibilidad era recurrir a la combustión de madera.
En el sector terciario, por su parte, es significativo el grado de
dependencia que el transporte (una actividad de importancia estratégica)
mostraba con respecto a fuentes de energía orgánicas. El transporte
terrestre se basaba en el empleo de animales (generalmente, tirando de
carros cargados de mercancías), por lo que era bastante lento. Más rápido y
económico resultaba el transporte que se apoyaba en la fuerza combinada
del agua y el viento: transporte fluvial y transporte marítimo. Pero, en
ambos casos, se trataba de una base energética de carácter orgánico.
Las energías orgánicas como factores limitantes del crecimiento
Las implicaciones económicas derivadas de que todos los sectores de la
economía preindustrial se apoyaran en una base energética orgánica eran
decisivas. Las fuentes de energía orgánicas eran, por su propia naturaleza,
renovables y no propendían al agotamiento por sobreexplotación (como sí
ocurre, por el contrario, con las fuentes de energía inorgánicas que, como el
carbón o el petróleo, han ocupado el centro de la escena a continuación).
Por ello, la economía preindustrial era (a grandes rasgos) ajena a problemas
que hoy se han vuelto cruciales, como el de la sostenibilidad ambiental de
las actividades económicas. Sin embargo, la base energética orgánica
garantizaba una cantidad muy pequeña de energía por trabajador. Es cierto
que las radiaciones solares contenían una enorme cantidad de energía, pero
su conversión a través de la fotosíntesis captaba apenas una mínima
fracción de la misma. Otras formas más indirectas de aprovechar esa
40
energía, como la cría de animales, resultaban aún más ineficientes desde el
punto de vista de la conversión energética. Las otras fuentes de energía
orgánicas, como la madera, la energía hidráulica y la energía eólica,
también se caracterizaban por proporcionar cantidades de energía bastante
pequeñas.
Los problemas económicos de las energías orgánicas iban más allá.
Por su propia naturaleza, la mayor parte de estas fuentes de energía estaban
expuestas a un suministro irregular. Un empresario podía instalar una
fábrica textil junto al curso alto de un río, con idea de que la fuerza del
agua accionara los molinos de la fábrica y estos, a su vez, transmitieran
dicho movimiento a las máquinas situadas en el interior de la fábrica. Pero
la cantidad de agua que caería por el cauce del río era una incógnita, y
podía experimentar grandes fluctuaciones a lo largo del año (en función,
por ejemplo, de la evolución de las precipitaciones en la zona). Además, las
fuentes de energía orgánicas no eran, con la excepción de la madera,
susceptibles de almacenamiento. Era (y sigue siendo) imposible almacenar
energía hidráulica excedente y disponer de ella en los momentos del año en
los que el río bajara con poco agua. Lo mismo ocurría con la energía eólica,
aprovechada a través de molinos: su suministro era irregular (a veces sopla
el viento y a veces no) y no había forma de almacenar excedentes. Esto
afectaba negativamente a las actividades de las empresas, que no podían
adaptar su disponibilidad de energía a las necesidades del negocio.
Las fuentes orgánicas, por tanto, proporcionaban una cantidad
pequeña de energía por trabajador y, además, no podían asegurar un
suministro regular y adaptable a las necesidades concretas de las empresas.
En consecuencia, el carácter orgánico de la base energética se erigía en la
principal restricción tecnológica al crecimiento de las economías
preindustriales. Algunos investigadores han propuesto, en esta línea, que
veamos el crecimiento preindustrial en términos asintóticos: era posible
cierto crecimiento, pero el crecimiento terminaba encontrando un techo
(una asíntota superior) como consecuencia del “cuello de botella” generado
por la escasez energética. De ahí el estancamiento a largo plazo de las
economías preindustriales. La energía actuaba como “cuello de botella” del
desarrollo económico porque impedía que el crecimiento de los distintos
sectores de la economía se sostuviera en el tiempo. Así, las fases de (lento)
crecimiento eran seguidas por fases de estancamiento (o retroceso), en las
que se manifestaban tensiones entre los distintos sectores para competir por
el acceso a las fuentes de energía y proseguir en su crecimiento. Hay que
tener en cuenta, en este sentido, que un mismo conjunto de fuentes de
energía (fuentes de energía, por otro lado, no demasiado potentes) sostenía
todos los sectores, por lo que podían darse situaciones en las que la
41
continuación del crecimiento en uno de los sectores sólo pudiera ser posible
a costa de reasignar energía en contra de otro de los sectores.
Por ejemplo, si una sociedad preindustrial se enfrentaba a un
problema de escasez relativa de alimentos, podía aumentar la superficie de
cultivos y obtener así una mayor producción agrícola. Sin embargo, para
aumentar la superficie de cultivos generalmente era necesario reducir la
superficie de pastos de la comarca. El resultado era entonces
contraproducente para otros sectores de la economía e incluso podía
volverse en contra de la propia agricultura. Si se optaba por reducir la
superficie de pastos, se reducía el tamaño de la cabaña ganadera, lo cual
restaba energía al sector del transporte y, muy probablemente, restaba
energía al propio sector agrario al reducir la disponibilidad de animales
para su trabajo en la explotación agraria, así como la disponibilidad de
fertilizantes naturales para dicha explotación. Precisamente porque la oferta
de fertilizantes naturales estaba expuesta a estos límites, los agricultores
preindustriales debían dejar en barbecho amplias superficies de sus
explotaciones, con objeto de que aquéllas recuperaran su fertilidad después
de haber sido puestas en cultivo. Era preciso que los agricultores diseñaran
una estrategia de rotación de cultivos, de tal modo que una misma
superficie se destinara en años alternos a diferentes tipos de cultivo y
barbecho. Lógicamente, esto hacía que los rendimientos agrarios (la
producción agraria de la explotación dividida entre su superficie total,
incluyendo la superficie dejada en barbecho) fueran muy reducidos.
Del mismo modo, las posibilidades de crecimiento de los sectores no
agrarios se veían fuertemente condicionadas por la senda de evolución del
sector agrario. Hay que tener en cuenta que los sectores no agrarios
dependían del sector agrario para la obtención de materias primas y fuentes
de energía. La rama más importante de la manufactura preindustrial era la
industria alimentaria, que precisamente se encargaba de transformar
productos agrarios (por ejemplo, transformando el grano cosechado en pan
para el consumo humano). A continuación, la siguiente rama en
importancia era la manufactura textil y, dentro de ella, la manufactura textil
lanera. (Otras materias primas textiles, como el lino, la seda o, menos
frecuentemente en Europa, el algodón también se extraían del sector
agrario.) El sector de la construcción, por su parte, hacía un amplio uso de
la madera. Y el sector del transporte terrestre necesitaba animales, es decir,
necesitaba que la actividad ganadera mantuviera un cierto nivel. Estas
interrelaciones podían terminar generando situaciones en las que sostener a
lo largo del tiempo el crecimiento de un determinado sector sólo pudiera
hacerse en detrimento de las posibilidades de crecimiento de otro.
Especialmente en fases de crecimiento de la población (que serían, en
42
principio, fases en las que las empresas manufactureras podrían esperar
tener una demanda expansiva), la necesidad de aumentar la producción de
alimentos podía chocar con los deseos de las empresas manufactureras de
obtener materias primas de origen agrario. En el caso de la manufactura
textil, por ejemplo, el cultivo del lino y la obtención de lana (que requería
la reserva de superficies para la alimentación de las ovejas) podían
competir por el uso del suelo con los cultivos para la alimentación humana.
Era difícil, en estas condiciones, sostener a lo largo del tiempo un
crecimiento de todos los sectores de la economía, ya que terminaba
desatándose una competencia entre ellos por el acceso a recursos escasos,
en último término recursos energéticos escasos.
¿Hubo innovación durante la era preindustrial?
Por supuesto, la tecnología de la Europa preindustrial fue mejorando a lo
largo de los siglos, permitiendo un aprovechamiento más eficiente de estos
recursos energéticos escasos.43 A lo largo de la Edad Media, se mejoraron
los modelos de arado y, en general, el modo de utilizar el ganado como
fuerza de tiro para el desempeño de las faenas agrícolas. Esto permitió que
numerosas regiones europeas expandieran su superficie de cultivo a costa
de territorios boscosos mal comunicados, que hasta entonces no habían sido
objeto de explotación económica. Se trataba de una especie de
“colonización interior” en la que el crecimiento agrícola no se realizaba en
detrimento de otros sectores de actividad.
Más adelante, a partir del siglo XVII, los agricultores holandeses e
ingleses modernizaron la rotación de los cultivos dentro de sus
explotaciones y fueron capaces de generar un círculo virtuoso entre
cultivos para consumo humano y cultivos para la alimentación de la cabaña
ganadera. Las nuevas plantas forrajeras no sólo contribuían al
sostenimiento de los animales (y, por tanto, a la oferta de fuerza de tiro y
fertilizantes para la propia explotación), sino que también contribuían a
restaurar la fertilidad del suelo, lo cual disminuía la proporción de
superficie que debía dejarse en barbecho. Los historiadores han hablado
aquí de una “revolución agrícola” que permitió expandir simultáneamente
la producción agrícola y la producción ganadera, convirtiendo la
competencia entre ambos subsectores por el uso del suelo en una
complementariedad de la que ambos salían ganando.
43
Mokyr (1993), Cipolla (2002).
43
También fuera de la agricultura hubo cambio tecnológico: se
mejoraron el diseño y las prestaciones de los molinos de agua y los molinos
de viento, y, muy especialmente, el sector del transporte marítimo alcanzó
un renovado dinamismo a partir del siglo XV, sobre la base del progreso
realizado por los europeos en el campo de las técnicas de navegación y la
construcción de barcos. (Este progreso, de hecho, permitió a los europeos
emprender una expansión colonialista por el resto de continentes.)
Pero, a pesar de todo ello, la cantidad de energía que podía extraerse
era reducida y, a partir de determinados niveles, tendía a actuar como un
factor limitante del crecimiento económico. La huida de este escenario sólo
sería posible con la introducción de fuentes de energía inorgánicas,
inicialmente el carbón. La combustión del carbón garantizaría cantidades
muy superiores de energía por trabajador, y además las garantizaría de
manera regular y adaptada a las necesidades de las empresas (ya que el
carbón era susceptible de almacenamiento). Durante el periodo
preindustrial, sin embargo, los usos económicos del carbón fueron muy
reducidos. Siempre estuvo ahí, en el subsuelo, aguardando ser explotado,
pero inicialmente tan sólo fue utilizado como combustible para la
calefacción doméstica. Así ocurrió en la Inglaterra del siglo XVII, en la que
la paulatina expansión de la economía preindustrial provocó la
deforestación de los entornos rurales más próximos a las ciudades y
encareció la madera, estimulando la introducción de sustitutos más baratos
como el carbón. Pero ni siquiera esto fue un fenómeno general a escala
europea. Habría que esperar a la revolución industrial, y a la innovación
tecnológica representada por nuevos convertidores energéticos como la
máquina de vapor, para que la economía europea se adentrara por la senda
del crecimiento económico moderno.
Innovaciones tecnológicas que cambiaron la historia
El determinante más inmediato de la aceleración del desarrollo económico
durante el siglo XIX largo fue el cambio tecnológico. Entre 1780 y 1913,
las economías occidentales se vieron convulsionadas por la introducción de
nuevas tecnologías, cuyos efectos se difundieron por todo el tejido
económico.44 El resultado fue la ruptura de los límites que hasta entonces
habían actuado sobre el crecimiento económico. De un mundo marcado por
44
Mokyr (1993), Cameron y Neal (2005) y Bairoch (1997) proporcionan buenas
panorámicas sobre el cambio tecnológico en este periodo.
44
el crecimiento asintótico, expuesto a límites próximos, se pasó a un mundo
de crecimiento exponencial, en el que el aumento sostenido del ingreso per
cápita se convirtió en algo cotidiano.
Hacia economías de base inorgánica
Los cambios tecnológicos ocurridos durante el siglo XIX largo
fueron muchos, pero el más importante fue probablemente la
transformación de la base energética.45 Atrás quedó la base energética de
carácter orgánico, propia de las economías preindustriales. En su lugar, el
carbón se convirtió en el pilar de una base energética de carácter
inorgánico. (Tan sólo muy al final de nuestro periodo, comenzó a surgir
otro combustible fósil, el petróleo, llamado a desempeñar una función no
menos decisiva para la economía del siglo XX.) Las implicaciones
económicas del carbón fueron mayúsculas, ya que se trataba de una fuente
de energía mucho más potente que las anteriores (podía garantizar una
cantidad mucho mayor de energía por trabajador, lo cual permitía alcanzar
niveles mucho mayores de productividad laboral) y cuyo suministro era
más regular (dado que la oferta de carbón no dependía de fenómenos como
la lluvia o el viento) y flexible (dado que el carbón podía ser almacenado y
transportado en función de las necesidades de las empresas). Con el carbón,
la energía dejaba de ser un factor limitante del crecimiento económico: se
entraba en un mundo de crecimiento exponencial.
El carbón llevaba ahí, en el subsuelo, muchos siglos, pero no fue
hasta finales del siglo XVIII cuando su enorme potencial económico
comenzó a hacerse realidad. Desde largo tiempo atrás, los ingleses venían
usando el abundante carbón de su subsuelo como sustituto de la madera
(cada vez más escasa como consecuencia del desarrollo de una economía
orgánica avanzada), pero solamente para la calefacción de las casas. La
aplicación del carbón a los procesos productivos industriales requería una
innovación tecnológica decisiva: la aparición de algún tipo de convertidor
que fuera capaz de transformar la energía calorífica generada por la
combustión del carbón en energía cinética capaz de impulsar el
movimiento de una máquina. A lo largo del siglo XVIII se intensificaron
los esfuerzos por encontrar un convertidor adecuado y, en la década de
1780, se difundió el modelo de convertidor llamado a convertirse en el gran
símbolo de la revolución industrial inglesa: la máquina de vapor de James
Watt. Se trataba de una máquina en la que el calor derivado de la
combustión del carbón se transformaba en vapor, y este vapor accionaba un
45
Wrigley (1996; 2004).
45
émbolo que, convenientemente conectado a través de ejes, servía de base
para el movimiento de máquinas industriales. Lo mismo podía utilizarse
para agilizar el trabajo en las minas de carbón que para accionar telares en
fábricas textiles (o, como luego ocurriría, para alimentar el movimiento de
una innovación revolucionaria: el ferrocarril).
El binomio formado por el carbón (como fuente de energía) y la
máquina de vapor (como convertidor energético) revolucionó la economía
inglesa. La producción del sector textil se disparó como consecuencia de la
aparición de un nuevo “bloque tecnológico” en el que, además de la nueva
fuente de energía y el nuevo convertidor, figuraban nuevas máquinas que
aumentaban enormemente la productividad del trabajo, tanto en la fase del
hilado (fabricación de hilos a partir de la materia prima) como en la fase
del tejido (fabricación de prendas de vestir y otros productos textiles a
partir de hilos). Por su parte, la industria siderúrgica también experimentó
su propia revolución, como consecuencia del descubrimiento de nuevos y
mejores procedimientos para transformar, con la ayuda de la energía del
carbón, el mineral de hierro en hierro fundido. (Un hito decisivo en esta
historia fue la invención del horno de pudelado de Henry Cort.) La primera
etapa de la revolución industrial británica, aproximadamente entre 1780 y
1830, se basó así en el gran dinamismo del sector textil (y, dentro de éste,
especialmente el textil del algodón, cuya tecnología para la mecanización
había avanzado más deprisa) y el sector siderúrgico.
A partir de la década de 1830, el cambio tecnológico más rompedor
se localizó en el sector del transporte terrestre. Hasta entonces, el sector
había mantenido una base energética orgánica (los animales tiraban de
carros en los que viajaban las mercancías y los transportistas) y, como tal,
tenía un potencial de crecimiento limitado. En la década de 1830 entró en
funcionamiento el primer ferrocarril moderno, que suponía la incorporación
del binomio carbón-vapor al transporte terrestre. En las décadas siguientes,
la pequeña isla de Gran Bretaña fue llenándose de vías férreas y, con algo
de retraso (pero no demasiado), el resto de países europeos (así como
Estados Unidos) se lanzaron a la construcción de sus sistemas ferroviarios.
La revolución que esto supuso es difícil de exagerar: ahora era más barato y
más seguro transportar mercancías, de donde se derivó un fuerte aumento
de las mercancías transportadas. Los mercados regionales de cada país,
hasta entonces relativamente aislados, pasaron a integrarse más
estrechamente en un único mercado nacional. Se abría así la posibilidad de
que la economía nacional operara con mayores niveles de eficiencia, ya que
ganaban un nuevo impulso los procesos de especialización regional en
función de ventajas comparativas (¿cómo especializarse en sólo unas pocas
46
producciones antes de que la tecnología del transporte asegurara un
abastecimiento barato y regular del resto de mercancías?).
La revolución de los transportes alcanzó un nuevo hito a partir de la
década de 1870, cuando la tecnología del vapor se volvió dominante en el
sector del transporte marítimo. Hasta entonces, había predominado la
navegación basada en el viento y las corrientes marinas, un sistema que
había progresado desde al menos 1400 pero que estaba expuesto a límites
claros. La llegada de los nuevos barcos de vapor fue un paso decisivo en la
formación de una economía global, ya que permitió conectar de manera
más rápida ciudades y países situados a larga distancia los unos de los
otros. La revolución de los transportes marítimos permitió expandir el
comercio internacional (especialmente, en el caso de bienes de elevado
peso como los bienes agrarios, cuyo tráfico no resultaba suficientemente
rentable con el sistema tradicional de navegación) y las migraciones
internacionales (ya que abarató el coste de los viajes intercontinentales, por
ejemplo entre Europa y América). Esta revolución se vio completada por
otra paralela en el plano de las comunicaciones: el telégrafo hizo por la
rápida circulación de la información lo que el ferrocarril y el barco de
vapor hacían por el comercio y las migraciones. La innovación tecnológica
estaba creando un mundo cada vez más global y, por esa vía, estaba
aumentando el potencial de crecimiento económico.
La “segunda” revolución industrial
Por aquel entonces, a partir de aproximadamente 1870, la innovación
tecnológica en el sector industrial entró también en una nueva fase.
Aunque, en parte, la nueva fase desarrollaba cambios tecnológicos sobre la
base de los cambios de la revolución industrial (y, en particular, de la
utilización de fuentes de energía inorgánicas), en parte se trataba también
de una ruptura con respecto a dichos cambios. Por ello, muchos
especialistas hablan de esta nueva oleada de cambio tecnológico como una
“segunda” revolución industrial.46 La ruptura residía en que las nuevas
innovaciones tecnológicas eran mucho más intensivas en conocimiento de
lo que lo habían sido las de la (primera) revolución industrial. Las nuevas
innovaciones estaban mucho más ligadas a descubrimientos científicos
recientes (en contraste con la primera revolución industrial, que se basó en
la utilización de principios científicos conocidos desde mucho tiempo
atrás), y el prototipo del innovador dejó de ser el emprendedor individual
46
Landes (1979). Para otros, como Freeman y Louça (2001) y Tylecote (1993),
esta sería en realidad la tercera oleada de cambio tecnológico, tras la (primera)
revolución industrial y la era del ferrocarril.
47
(gente como Watt, cuyos conocimientos técnicos eran rudimentarios y cuyo
método consistía en un proceso iterativo de ensayo y error) y pasó a serlo el
departamento de investigación de la gran empresa, compuesto por
científicos y técnicos exclusivamente dedicados a esta tarea después de
haber pasado un número elevado de años en el sistema educativo. (Todo
esto fue unido a otros cambios paralelos e interrelacionados, como el
ascenso de la gran empresa multifuncional en detrimento de la fábrica
propia de la primera revolución industrial y la pérdida del liderazgo
industrial inglés a manos de Estados Unidos.)
Las innovaciones de la segunda revolución industrial dieron un
nuevo impulso al crecimiento económico de Occidente durante las décadas
previas a la Primera Guerra Mundial. Gracias a ellas, los procesos de
industrialización entraron en una fase más diversificada, en la que se
reforzaron las interacciones positivas entre los distintos sectores
(especialmente, entre los sectores productores de bienes de consumo y los
sectores productores de bienes de inversión). La industrialización no sólo
se expandía: también se hacía cada vez más profunda. En el sector
siderúrgico, la innovación principal fue el desarrollo de nuevos y mejores
procedimientos para la fabricación de acero, que pasó a convertirse en un
material estratégico para todas las economías en razón de sus ventajas
técnicas con respecto al hierro (por ejemplo, su mayor resistencia). Por otro
lado, la innovación tecnológica también desembocó en la aparición de un
nuevo sector: la industria química. Del mismo modo que el acero iba a
difundirse por numerosas ramas de la economía occidental, también los
productos de la industria química tenían numerosas aplicaciones: lo mismo
se encontraban en los procesos productivos del sector textil (para teñir las
prendas de vestir) que en los de la industria papelera, la emergente industria
farmacéutica o el propio sector agrario (fertilizantes químicos).
En realidad, el sector agrario fue otro de los grandes protagonistas de
la segunda revolución industrial. El campo comenzó a vivir un auténtico
proceso de industrialización con la llegada de nuevas máquinas que
aumentaban la productividad del trabajo (como las cosechadoras o las
segadoras) y fertilizantes químicos que restauraban la productividad de la
tierra (haciendo cada vez menos necesario mantener superficies en
barbecho como medio de preservar dicha productividad). La importancia
macroeconómica de estas transformaciones agrarias fue muy grande, ya
que, durante prácticamente un siglo (entre, aproximadamente, 1780 y
1870), las innovaciones tecnológicas se habían concentrado peligrosamente
en los sectores no agrarios. El crecimiento no agrario no podía continuar
indefinidamente si no se veía acompañado de un crecimiento agrario más
intenso, que abasteciera a los sectores no agrarios de mano de obra
48
(liberando trabajadores de la agricultura para su empleo en otros sectores) y
alimentos para dicha mano de obra. Durante prácticamente un siglo, las
economías europeas debieron buscar soluciones smithianas a estos
problemas: en el plano doméstico, hacer lo posible por aumentar la
eficiencia de su agricultura orgánica (por el camino de la “revolución
agrícola” iniciada en el siglo XVII por Holanda e Inglaterra); en el plano
exterior, abrir sus puertas a la importación de productos agrarios de países
en los que (como en Estados Unidos, Canadá o el Cono Sur
latinoamericano) la tierra era abundante (solución practicada en Gran
Bretaña, pero difícilmente trasplantable a países europeos menos
industrializados y por tanto con más población empleada en la agricultura).
A partir de ahora, en cambio, la tensión entre crecimiento industrial y
crecimiento agrario podía empezar a resolverse también por una vía más
schumpeteriana, gracias a la aparición del nuevo racimo de innovaciones
tecnológicas en la agricultura.
Esta auténtica explosión de la creatividad tecnológica a lo largo del
siglo XIX largo culminó en la gestación de dos innovaciones que marcarían
la vida económica del siglo XX. Por un lado, una nueva forma de
aprovechar la energía: la electricidad, mucho más maleable y flexible que
el carbón. Por el otro, el motor de combustión interna, que permitía
convertir la energía generada por la combustión de derivados del petróleo
(como la gasolina) en movimiento de un automóvil. La industria del
automóvil sería uno de los grandes pilares del crecimiento de la economía
mundial durante el siglo XX, al tiempo que el automóvil en sí
revolucionaría la vida de las familias occidentales (y, con el tiempo, de una
porción cada vez mayor de familias no occidentales) y, por el camino, el
petróleo terminaría convertido en el elemento central de la base energética
de todos los países.
¿Y por qué de repente tanta creatividad tecnológica?
¿Por qué se aceleró de este modo la creatividad tecnológica durante el siglo
XIX largo? La creatividad tecnológica británica a lo largo del siglo XVIII,
que culminó en la revolución industrial basada en el binomio carbón-vapor,
tuvo en parte que ver con el hecho de que se juntaran en un mismo país una
economía orgánica avanzada (con lo que ello implicaba en términos de
agotamiento de recursos clave, como la tierra y la madera, pero también en
términos de saber hacer empresarial y conocimientos técnicos) y
abundantes reservas de carbón en su subsuelo.
49
A su vez, que los empresarios británicos hicieran frente al desafío de
manera tan activa tuvo que ver con la presencia desde el siglo XVII de un
marco institucional caracterizado por el protagonismo del mercado como
mecanismo de coordinación de las decisiones económicas y, por tanto, una
estructura de incentivos favorable a la asunción de riesgos empresariales y
la adopción de comportamientos innovadores. Y, a partir de 1870, parece
claro que las sociedades occidentales no sólo disponían de una estructura
de incentivos favorable a la innovación, sino que también contaban con
mecanismos para canalizar recursos hacia la acumulación de capital
humano y la innovación tecnológica: así era dentro de unas familias
embarcadas en la transición demográfica que veían caer la tasa de
dependencia, y así era (sobre todo) en las grandes empresas industriales
que lideraban la economía de los países más dinámicos (como Estados
Unidos y Alemania). Así, con los incentivos proporcionados por una
economía de mercado, la innovación tecnológica se erigió como palanca de
la riqueza.
50
Capítulo 4
EL MARCO INSTITUCIONAL
“Las instituciones constituyen la estructura de incentivos de una sociedad
y, en consecuencia, las instituciones políticas y económicas son los
determinantes subyacentes de los resultados económicos”. Así se expresaba
Douglass North, un historiador económico, en la introducción de su
discurso de aceptación del Premio Nobel de Economía del año 1993. 47 En
los quince años que han pasado desde entonces, la idea de que el marco
institucional es un factor decisivo en el desarrollo (o falta de desarrollo) de
las sociedades se ha convertido en una idea ampliamente aceptada por la
comunidad científica.
Mientras que la tecnología hace referencia a la relación entre el ser
humano y los recursos productivos a su disposición, el marco institucional
se refiere a las relaciones que se establecen entre los seres humanos: el
marco institucional es el conjunto de organizaciones y reglas (formales o
informales) que regulan la interacción de los sujetos económicos. Unos
marcos institucionales son más favorables que otros para impulsar el
desarrollo. Esta idea puede aplicarse tanto en el tiempo (para explicar por
qué el desarrollo moderno de las economías occidentales es tan reciente)
como en el espacio (para explicar las diferencias de resultados de desarrollo
entre unas y otras economías).
El marco institucional como obstáculo al desarrollo de las economías
preindustriales
El marco institucional de las economías preindustriales era muy variado en
las diferentes regiones del mundo. Factores históricos, políticos, culturales
47
North (1994).
51
y religiosos diferenciaban notablemente a las civilizaciones y sociedades
preindustriales. Por ejemplo, la Europa feudal era muy distinta del Imperio
chino, y ambas eran a su vez muy distintas de las sociedades de cazadores y
recolectores que poblaban numerosos rincones de América y África. Sin
embargo, desde el punto de vista económico existía un rasgo común a todas
las sociedades preindustriales: su marco institucional era muy poco
favorecedor del desarrollo.
El feudalismo europeo
El feudalismo fue un sistema de organización social que marcó la historia
europea desde la caída del Imperio romano en el siglo V hasta un momento
muy posterior sobre el que los especialistas continúan discutiendo. Para
algunos, el feudalismo no desapareció completamente del escenario
europeo hasta el siglo XIX, cuando todos los gobiernos implantaron
reformas institucionales que abolieron definitivamente algunas de las
regulaciones feudales aún persistentes. Para otros, el feudalismo ya había
terminado mucho antes, quizá en torno a 1400. En varias partes de Europa,
entre los siglos XV y XVIII se produjeron distintos cambios institucionales
que pueden entenderse como constituyentes de una larga transición hacia
otro marco institucional diferente: el de la economía de mercado. (De
hecho, en países como Inglaterra u Holanda, es probable que fuera durante
este periodo, y no durante el siglo XIX, cuando se completara la transición
institucional hacia una economía de mercado.)
El feudalismo se basaba en una diferenciación jurídica entre una
reducida minoría de grupos sociales privilegiados y el resto de la sociedad.
Los grupos privilegiados incluían distintos tipos de reyes y príncipes, que
en principio se situaban en la cúspide de la pirámide social. Sin embargo, el
poder auténtico estaba muy descentralizado a escala espacial, y era
ostentado por la nobleza y el clero a través de pequeñas unidades
económicas, sociales y jurídicas llamadas señoríos. Los señoríos incluían
diferentes edificios y lotes de tierras, así como las personas que cultivaban
dichas tierras y habitaban dichos edificios. La mayor parte de la población
eran, por tanto, campesinos que pertenecían a un determinado señorío y,
por lo tanto, se encontraban ligados a un determinado señor feudal a través
de una relación de servidumbre.
La vida económica y social del señorío transcurría marcada por el
desempeño de las tareas agrícolas. Los campesinos cultivaban las tierras
que les eran asignadas y, a cambio de ello, debían ofrecer una
contraprestación al señor feudal. Esta contraprestación podía efectuarse en
52
metálico (algo así como el pago de un alquiler), pero, en los inicios del
feudalismo, se realizaba más frecuentemente en especie (entregando al
señor feudal una fracción, por ejemplo el 50 por ciento, de la cosecha
recogida) o en trabajo (trabajando gratuitamente en tierras cuya producción
pertenecía exclusivamente al señor feudal). El feudalismo implicaba, así,
una gran transferencia de recursos económicos (productos agrarios, trabajo
o dinero) desde los campesinos hacia los señores feudales. Se trataba de un
sistema muy desigual en el que, sin embargo, los señores feudales
garantizaban a los campesinos protección personal frente a los frecuentes
conflictos bélicos internos e invasiones exteriores que marcaron la
turbulenta historia de la Europa posterior a la caída del Imperio romano.48
El feudalismo no era una economía de mercado. En una economía de
mercado, los individuos disponen de libertad para realizar las transacciones
que estimen convenientes. Sobre la base de esa premisa, el mercado se
convierte en un mecanismo de coordinación económica: sus precios pueden
considerarse como señales que guían a los productores a la hora de tomar
sus decisiones. Por ejemplo, en situaciones en las que un bien es muy
demandado y la oferta del mismo es escasa, dejar que los individuos
realicen libremente sus transacciones lleva a un aumento del precio de ese
bien, lo cual incentiva una reasignación de recursos hacia la producción de
ese bien, ya que la promesa de beneficios conducirá a la creación de nuevas
empresas especializadas en dicha producción (o al aumento de la
producción de las empresas ya existentes). De igual modo, cuando la oferta
de un bien es excesiva en relación a su demanda, el funcionamiento de
mercados libres pone en marcha procesos de reestructuración a través de
los cuales desaparecen empresas del sector o las empresas reasignan sus
recursos hacia otras líneas de producción. En una economía de mercado,
por tanto, los recursos son asignados en función de un gran número de
decisiones individuales basadas en las señales enviadas por el mercado.49
En el feudalismo, por el contrario, un complejo entramado de
regulaciones primaba por encima del mercado como mecanismo de
asignación de recursos. En muchas áreas de la vida económica, los
individuos no contaban con libertad para realizar las transacciones que
estimaran convenientes. Los campesinos, por ejemplo, se encontraban
vinculados al señor feudal a través de una relación de servidumbre, por lo
que carecían de libertad para elegir el empleo que les resultara más
48
Dabat (1994), Wolf (2005), Kriedte (1994).
Como señaló Adam Smith (2001) en La riqueza de las naciones, “No
esperamos comer gracias a la benevolencia del carnicero, del cervecero, o del panadero,
sino a la consideración de su propio interés. No nos dirigimos a su humanidad sino a su
egoísmo, y nunca les hablamos de nuestras necesidades sino de su provecho”.
49
53
atractivo. Así, en muchas regiones de Europa, tan sólo después de
conseguir una autorización señorial podía el campesino abandonar el
señorío y buscar mejor fortuna en algún empleo urbano. La primacía de
relaciones de servidumbre impedía, de este modo, la constitución de
mercados laborales libres. Tampoco había un mercado libre para la tierra.
Una amplia fracción de la superficie cultivada europea se mantenía
apartada del mercado a través de diversas regulaciones que impedían su
compraventa. Se trataba de tierras amortizadas o vinculadas, que no podían
ser vendidas por sus propietarios (generalmente, familias pertenecientes a
la nobleza u órdenes religiosas). También la organización del proceso
productivo se encontraba sujeta a numerosas normativas que establecían lo
que los individuos podían y no podían hacer. En los señoríos, diversas
regulaciones garantizaban derechos de uso de carácter comunitario sobre
las tierras. Los campesinos sencillamente no podían disponer plenamente
de las tierras que cultivaban, ya que debían respetar ciertos derechos que la
regulación reconocía a sus vecinos sobre tales tierras (por ejemplo, el
derecho a introducir en ellas su ganado, con objeto de que pastara, una vez
recogida la cosecha).50
La evolución institucional de la Europa preindustrial
El feudalismo comenzó a verse debilitado como consecuencia de dos
procesos paralelos, uno político y otro económico: el fortalecimiento de los
Estados y el ascenso de los mercados.
Desde el punto de vista político, el feudalismo había sido el resultado
institucional del contexto turbulento del siglo V y posteriores: el de la
Europa posterior a la caída del Imperio romano. Una etapa marcada por el
ocaso de las redes comerciales, los conflictos internos y las invasiones
externas por parte de pueblos del Asia central. El carácter descentralizado
del feudalismo, en el que el poder tendía a ejercerse a escala local, reflejaba
la debilidad de los Estados centrales: los reyes y príncipes estaban
formalmente en la cúspide de la pirámide social (y los señores feudales
debían rendirles obediencia), pero no eran capaces de obtener unos ingresos
fiscales suficientes para que el Estado asumiera las funciones económicas y
administrativas más básicas. Sin embargo, a partir del siglo X, la versión
más pura del feudalismo comenzó a disolverse conforme, en el marco del
final de las invasiones externas y el renacimiento de redes comerciales
dentro de Europa, algunos Estados comenzaron a fortalecerse. Esta
tendencia a la centralización del poder político se intensificó tras el final de
50
Bloch (1978).
54
la Edad Media y con el inicio de la Edad Moderna, aproximadamente en
torno a los siglos XV y XVI. En realidad, el tramo final del periodo
preindustrial, entre aproximadamente 1400 y 1750, vino marcado por la
paulatina consolidación de estructuras estatales cada vez más fuertes, cada
vez más parecidas a un Estado moderno en cuanto a la variedad y amplitud
de sus funciones económicas y administrativas.
Paralelamente, los mercados fueron ganando algo de peso. Junto a
una vida agraria estrechamente regulada, fue desarrollándose en la Europa
preindustrial un sector urbano que, en principio, funcionaba bajo principios
más similares a los de la economía de mercado. En medio de un océano de
poder feudal, las ciudades preindustriales eran islas en las que una elite de
comerciantes y artesanos tenía el poder político. Lógicamente, los intereses
económicos de los comerciantes y artesanos pasaban por un mayor
desarrollo de los intercambios y, así, las ciudades fueron albergando una
actividad económica más incorporada a una economía de mercado. A partir
de aproximadamente 1400, el papel del mercado en la economía europea
mostró una clara tendencia al aumento: los intercambios interiores de
productos no agrarios tendieron a aumentar y, además, los principales
Estados europeos se embarcaron en la formación de redes de comercio
colonial con Asia, África y la recién descubierta América. Incluso el
mundo de los señoríos, antiguamente unidades económicas casi
autosuficientes, comenzó a integrarse en mayor medida en una red de
mercados, a través de la comercialización de los excedentes agrarios (por
parte de los señores feudales y, en ocasiones, de algunos campesinos) y a
través de la incorporación de los campesinos a una gama más amplia de
actividades (por ejemplo, la manufactura doméstica a través de la cual
transformaban materias primas previamente suministradas por un
proveedor que, generalmente, era también quien después se encargaba de
comercializar el producto final).51 Ello tuvo lugar, además, en un contexto
en el que, al menos en Europa occidental (no tanto en Europa oriental), el
lazo de servidumbre que había atado a los campesinos iba debilitándose.
Sin embargo, incluso en esta versión “evolucionada” del feudalismo,
en la que el mercado comenzaba a entrar en áreas cada vez mayores de la
vida económica europea, resulta difícil hablar en conjunto de una economía
de mercado. La actividad artesanal y comercial que tenía lugar en las
ciudades no se desarrollaba de manera libre, sino que se encontraba
férreamente regulada por gremios. Los gremios eran corporaciones locales
de profesionales pertenecientes a un mismo sector, y gozaban de la
potestad para regular cuestiones clave sobre el proceso productivo: qué se
51
Knotter (2001).
55
podía producir (impidiendo la producción de ciertos tipos de artículo),
cómo se podía producir (pudiendo bloquear la introducción de
innovaciones tecnológicas) y quién podía producirlo (estableciendo
barreras de entrada al gremio, en un contexto en el que no era posible, por
otro lado, ejercer la profesión fuera del mismo).52 Por otro lado, los
principales mercados de la economía preindustrial se encontraban
fuertemente intervenidos. En el caso del mercado del cereal (sin duda el
mercado más importante, dado el elevado peso de los cereales en la
alimentación de los europeos y dado el elevado peso de la alimentación
dentro de los gastos totales de las familias preindustriales europeas), los
gobiernos, preocupados por el hecho de que una oferta agraria escasa
pudiera conducir a precios demasiado elevados (con los consiguientes
problemas para comprar alimentos por parte de la mayor parte de familias),
acostumbraban a prohibir la realización de transacciones por encima de
determinados precios.
El marco institucional de la Asia preindustrial
Los problemas económicos causados por el marco institucional de la
Europa preindustrial reaparecen, bajo formas diferentes, en el caso de las
civilizaciones asiáticas. La organización política del continente asiático era
muy diferente a la europea: en Asia prevalecían grandes imperios (como el
Imperio chino, el Imperio otomano, el Imperio mogol en la India), en
contraste con el sistema de pequeños Estados independientes que fue
consolidándose en Europa desde la Baja Edad Media. Una parte importante
de esta diferencia tenía que ver con la geografía.53 En Europa (sobre todo
occidental), la continua presencia de obstáculos montañosos otorgaba una
cierta protección militar a cada Estado frente a las tentaciones
expansionistas de su vecino. Además, estos obstáculos montañosos (así
como pantanos y páramos arenosos) también compartimentaban lo que los
especialistas denominan “zonas nucleares”: zonas caracterizadas por una
productividad agrícola relativamente elevada y que por tanto constituyen la
base económica de los distintos Estados. La compartimentación de las
zonas nucleares europeas contribuyó así a la formación de un sistema de
numerosos Estados independientes. La situación era, sin embargo, muy
distinta en China o en la India, cuyas zonas nucleares eran extensísimos
valles fluviales que podían servir de base económica a no menos extensos
imperios.
52
53
Valdaliso y López (2000).
Jones (1994).
56
Los imperios asiáticos eran estructuras políticas altamente
centralizadas y, en muchos sentidos, diferentes a las europeas. En la
cúspide de la pirámide social se encontraban el emperador y su corte. La
administración de territorios tan amplios requería la conformación de un
importante cuerpo burocrático. En China, por ejemplo, este cuerpo era el
cuerpo de los mandarines, al que se accedía después de un examen (en
contraste con la práctica de la venta de cargos que era habitual en Europa).
Desde su posición como mandarines, los burócratas chinos formaban parte
de la elite social y económica del Imperio: no sólo por el importante papel
que desempeñaban en el funcionamiento de la política económica (con
importantes consecuencias prácticas en campos, por ejemplo, como el de
las inversiones públicas en obras de regadío para los agricultores), sino
también por el modo en que distintos privilegios (por ejemplo, fiscales) les
permitían normalmente acaparar una importante cantidad de tierras. Así,
mientras que las elites europeas estaban bastante desperdigadas en el
espacio (primero, los señores feudales; más adelantes, los comerciantes y
gobernantes de los estados), las elites chinas estaban bastante centralizadas
en torno al poder imperial.
Sin embargo, pese a estas importantes diferencias, estamos también
aquí ante un marco institucional que busca, ante todo, regular el
funcionamiento de una economía básicamente agraria. Y hacerlo, claro
está, a favor de las elites. Lo que en Europa eran grandes transferencias de
recursos (en especie, en trabajo, en dinero) desde los campesinos hacia sus
señores feudales, en Asia eran grandes transferencias de recursos a través
de los impuestos que los campesinos debían pagar a los representantes e
intermediarios del poder imperial. En ocasiones, como en la India mogol,
los intermediarios del poder imperial eran príncipes a los que el emperador
otorgaba el privilegio de recaudar impuestos en una determinada región.
Así que, aunque estos príncipes se diferenciaban de los señores feudales
europeos en que no poseían las tierras en cuestión, el resultado económico
era bastante similar en ambos casos: los excedentes de una economía
básicamente agraria fluían desde los campesinos hacia las elites del
sistema.54 Y, como en el caso europeo, se trataba de sociedades
estamentales en las que el nacimiento determinaba en buena medida la
posición social
Como en Europa, también en los imperios asiáticos encontramos una
economía que no es de mercado: encontramos un entramado de
regulaciones que prevalece sobre el mercado como mecanismo de
coordinación de las decisiones económicas. Es cierto que, como en Europa,
54
Wolf (2005), Maddison (1974).
57
junto a una vida agraria altamente regulada fue surgiendo un sector urbano
de comerciantes y artesanos. Sin embargo, también este sector estaba
expuesto a numerosas regulaciones y obstáculos al libre funcionamiento de
los mercados.
Las implicaciones económicas de las instituciones preindustriales
De estas características institucionales de la Eurasia preindustrial se derivan
cuando menos tres importantes implicaciones económicas. La primera es
que el marco institucional privaba a los individuos de una libertad
fundamental: la libertad para llevar a cabo las transacciones económicas
que estimaran convenientes de acuerdo con su propio interés. Esta
privación de libertad afectaba a los mercados de productos y, de manera
quizá más relevante todavía, a los mercados de factores productivos como
la tierra y el trabajo. En la medida en que, de acuerdo con las teorías
modernas, la libertad es un elemento constitutivo del proceso de desarrollo
(entendido como desarrollo de las capacidades humanas), cabe concluir que
las características institucionales de la Eurasia preindustrial atentaban
directamente contra el desarrollo.55
El desarrollo humano también se veía lesionado por los efectos
negativos de la falta de libertad sobre el crecimiento económico, tanto en su
versión smithiana como en su versión schumpeteriana. Los economistas
están de acuerdo en que las economías de mercado tienen la ventaja de
generar una asignación eficiente de sus recursos, ya que, a través de los
precios, emiten señales que coordinan las decisiones de los individuos e
impulsan procesos de ajuste mediante los cuales los recursos destinados a
las distintas actividades económicas se corresponden con la demanda
existente para los resultados de dichas actividades. En una economía como
la feudal, en cambio, la escasa presencia del mercado como mecanismo de
coordinación económica conducía a asignaciones ineficientes de recursos.
Lo mismo ocurría, a grandes rasgos, en la Europa del periodo 1400-1750 o
en los imperios asiáticos a lo largo de todo el periodo. Todas estas
economías preindustriales se encontraban, por este motivo, alejadas de su
frontera de posibilidades de producción. Ésa es nuestra segunda
implicación.
La mayor parte de especialistas está de acuerdo en el hecho de que,
aunque es cierto que las economías preindustriales tenían un potencial
55
Sen (2000). El ejemplo del trabajo forzado (por parte de esclavos, siervos o
niños y niñas de familias pobres en los países en vías de desarrollo) es una ilustración
habitual en la argumentación de este autor sobre el desarrollo como libertad.
58
limitado como consecuencia de sus carencias tecnológicas (en especial, en
su base energética), la mayor parte de estas economías operaron durante la
mayor parte del tiempo por debajo de dicho potencial como consecuencia
de un marco institucional que asignaba los recursos de manera ineficiente
al no otorgar suficiente protagonismo al mercado. La experiencia de
Holanda o Inglaterra en el siglo XVII parece sugerir, de hecho, que era
posible conformar “economías orgánicas avanzadas” (es decir, economías
relativamente dinámicas para tratarse de economías de base orgánica) si se
realizaban reformas institucionales que implantaran una economía de
mercado.56 En otras palabras, que era posible un cierto crecimiento
smithiano incluso dentro de las restricciones tecnológicas propias del
periodo.
Finalmente, la tercera implicación económica de las instituciones
preindustriales es que la innovación tecnológica y, por tanto, el crecimiento
schumpeteriano, se veían frenados. Los especialistas que han estudiado la
revolución industrial han encontrado con sorpresa que las innovaciones
tecnológicas que sirvieron de base al gran cambio eran relativamente
sencillas desde el punto de vista de la ciencia y el conocimiento, por lo que
podrían haberse producido bastante antes de la segunda mitad del siglo
XVIII. ¿Por qué no logró la Europa preindustrial una tasa más elevada de
innovación tecnológica, que le hubiera permitido entrar de manera más
temprana en la era del crecimiento económico sostenido? O, incluso, ¿por
qué no lo logró alguna de las sociedades asiáticas que, como por ejemplo
China, tuvieron un nivel tecnológico superior al europeo durante buena
parte de la era preindustrial? Desde hace tiempo, los investigadores
sospechan que uno de los motivos era que el marco institucional de la
Eurasia preindustrial incentivaba en escasa medida la innovación
tecnológica. Para empezar, en el caso de Europa, parece claro que el gran
poder político acumulado por la Iglesia católica en la mayor parte de
Estados durante la mayor parte del periodo fue en detrimento de la
investigación científica. (El caso de España, y las actividades de la
Inquisición, es tristemente célebre en este sentido.)
Sin embargo, había factores más generales en funcionamiento. La
innovación tecnológica también se veía desincentivada por la falta de
seguridad jurídica que caracterizaba a la Eurasia preindustrial. Los
economistas del desarrollo están cada vez más convencidos de que el
correcto funcionamiento de una economía de mercado requiere que los
gobiernos garanticen seguridad jurídica a los agentes económicos. Pues
bien, en la Eurasia preindustrial no sólo predominaban mecanismos de
56
Wrigley (2004), North y Thomas (1978), Jones (1994).
59
coordinación económica diferentes del mercado, sino que aquellas áreas en
las que predominaba el mercado se caracterizaban por la inseguridad
jurídica de los empresarios, en particular la inseguridad al respecto de sus
derechos de propiedad. Con mucha frecuencia, los empresarios implicados
en los sectores no agrarios (especialmente, en el comercio a larga distancia
y la banca) podían ser capaces de amasar grandes fortunas, pero se veían
expuestos a actos arbitrarios por parte de los gobiernos que desembocaban
en una disminución de sus ingresos, cuando no directamente en
expropiación. Estos actos arbitrarios desincentivaban la investigación y la
innovación tecnológica (y, por tanto, iban en contra del crecimiento
económico), ya que creaban incertidumbre al respecto de hasta qué punto
un empresario innovador podía ser capaz de retener para sí los beneficios
derivados de su innovación.
Es verdad que, desde aproximadamente 1400, algunos gobiernos
europeos (sobre todo en la parte noroccidental del continente) mostraron un
creciente respeto por los derechos de propiedad de los empresarios.57 Lo
hicieron guiados no tanto por el deseo de promocionar el desarrollo
humano de sus poblaciones como por el deseo de aumentar sus ingresos
fiscales ordinarios (al dar seguridad a los empresarios, aumentaba el
tamaño de los espacios con economía de mercado y, por esa vía, aumentaba
la recaudación total del Estado) y competir desde el punto de vista
geopolítico (en una era caracterizada por la rivalidad bélica entre los
Estados europeos y el inicio de la expansión colonial europea hacia otros
continentes). Pero esta evolución fue lenta, y no afectó con la misma
intensidad a los gobiernos de la Europa del sur o Europa oriental. Y, desde
luego, no parece haber afectado claramente a Asia. (De hecho, los imperios
asiáticos más bien tendieron a alejarse aún más de la economía de mercado
cuando, en el siglo XV, la dinastía Ming decidió cortar las conexiones
económicas del Imperio chino con el exterior.) Así pues, durante la mayor
parte de la historia de la Eurasia preindustrial, primó en la mayor parte de
países un marco institucional poco favorecedor del cambio tecnológico.
La formación de sociedades de mercado
La aceleración del desarrollo a lo largo del siglo XIX tuvo mucho que ver
con la formación por todo el mundo occidental de sociedades de mercado,
es decir, sociedades en las cuales el mercado constituía el mecanismo
57
North y Thomas (1978), Jones (1994).
60
principal de coordinación de las decisiones económicas.58 Esto supuso un
cambio decisivo con respecto al “antiguo régimen”, en el que existían
mercados pero estos se encontraban ampliamente subordinados a otros
mecanismos de coordinación basados en la organización y la regulación. El
siglo XIX largo fue el momento clave en esta transición, pero vino
precedido por un largo prólogo: el modo en que, durante los siglos previos,
la economía de mercado había ido creciendo dentro de la estructura del
antiguo régimen europeo.
El ascenso de los mercados y los Estados
Los mercados emergieron de la mano de los Estados porque los
gobernantes europeos percibieron que el desarrollo de los mercados podía
contribuir a fortalecer el poder político de los Estados.59 Los Estados eran
débiles desde el punto de vista fiscal, ya que su capacidad recaudatoria era
originalmente muy baja. Bajo el feudalismo, los Estados compartían el
derecho de recaudar impuestos con la nobleza y el clero, y, además, debían
basar sus ingresos fiscales en los impuestos recaudados al campesinado. En
otras palabras, no podían obtener grandes recaudaciones fiscales porque no
podían gravar a los grupos sociales con mayores ingresos, como la nobleza
y el clero. En estas circunstancias, los Estados europeos tenían incentivos
para favorecer un paulatino desarrollo de los mercados. Los mercados
habían languidecido en el turbulento contexto posterior a la caída del
Imperio romano, pero, desde aproximadamente el siglo XI, habían
comenzado una lenta y tímida recuperación, ya que algunas innovaciones
tecnológicas en la agricultura (como el arado de ruedas) habían permitido
generar excedentes de producción en los señoríos y el comercio marítimo
había ganado en seguridad. A los Estados les interesaba apoyar este
ascenso de los mercados porque ello podría servirles para incrementar sus
recaudaciones fiscales a través de los impuestos indirectos (en los que el
hecho imponible es la propia realización de una transacción económica,
como por ejemplo ocurre en la Europa del presente con el IVA o los
impuestos incorporados al precio de la gasolina). Con estas recaudaciones
fiscales ampliadas, los Estados pudieron aumentar su poder, tanto dentro de
sus fronteras (amenazando el carácter descentralizado de las estructuras
feudales) como fuera de las mismas (a través de la financiación de
iniciativas económicas o militares de rivalidad con respecto a Estados
vecinos). Así fue como el ascenso de los mercados contribuyó al ascenso
de los Estados.
58
59
Polanyi (2003).
Este apartado está ampliamente basado en Jones (1994).
61
A su vez, el ascenso de los Estados también contribuyó al ascenso de
los mercados. El paulatino fortalecimiento de los Estados permitió a estos
mejorar las condiciones en las que tenían lugar las transacciones
económicas a través de la oferta de bienes públicos. Esto tuvo lugar sobre
todo en los Estados de la zona noroccidental del continente durante la Edad
Moderna y, aunque no alcanzó ni mucho menos la magnitud que hoy
alcanza la provisión de bienes públicos por parte del Estado (a través de sus
inversiones en infraestructura o sus servicios de educación y sanidad), sí
contribuyó a mejorar los resultados económicos de la parte final del
periodo preindustrial. Los bienes públicos ofertados por los Estados
europeos fueron básicamente de dos tipos. Por un lado, bienes públicos de
carácter material: pequeñas infraestructuras (caminos, faros), servicios
públicos básicos (limpieza, pavimentado, alumbrado de las calles),
acciones para el control de las catástrofes naturales (cuarentenas para frenar
epidemias, cordones sanitarios para el desplazamiento de ganado infectado,
compensaciones a ganaderos por el sacrificio de rebaños infectados). Por el
otro, bienes públicos intangibles pero no menos decisivos, en particular el
aumento de la seguridad jurídica de los participantes en transacciones
económicas (mayores garantías de cumplimiento de contratos, menor
frecuencia de los actos estatales arbitrarios). Gracias a la oferta de estos
bienes públicos por parte de los Estados europeos occidentales, la
incipiente economía de mercado funcionó mejor de lo que lo habría hecho
en ausencia de intervención estatal.
De este modo, el ascenso de los mercados y el ascenso de los
Estados se reforzaron mutuamente. Algunos especialistas ven aquí la clave
de la gran divergencia entre Europa y China: mientras que Europa
occidental habría iniciado una lenta transición institucional hacia la
economía de mercado, el Imperio chino permaneció en mayor medida
anclado en una economía con mayores restricciones al funcionamiento de
los mercados. Ello habría permitido a las economías europeas occidentales
conseguir una asignación más eficiente de sus recursos y, en el largo plazo,
alcanzar una mayor creatividad tecnológica. Además, la fragmentación
política de Europa habría generado estímulos para la difusión de ese
cambio tecnológico, al estar todos los gobernantes interesados en no
quedarse atrás en la competencia geopolítica con otros Estados. De acuerdo
con esta hipótesis, aquí estarían los orígenes del posterior proceso de
industrialización que revolucionaría la economía europea durante la
segunda mitad del siglo XVIII y todo el siglo XIX: la paulatina
acumulación de cambios institucionales positivos durante el tramo final del
62
periodo preindustrial habría creado las condiciones para el posterior
desarrollo europeo.60
Liberalismo y sociedad de mercado
La posterior formación de sociedades de mercado fue el resultado de
procesos históricos complejos en los que se entremezclan factores
económicos, sociales y políticos que son específicos de cada país. En
algunos casos, como en la Francia de 1789, el derrumbe del antiguo
régimen fue consecuencia de una revolución. En otros, como en la España
de la primera mitad del siglo XIX, la formación de sociedades de mercado
fue consecuencia de la sucesión de diferentes oleadas de reformas que
irrumpieron entre periodos en los que elementos del viejo orden parecían
mantener su estabilidad.61 Pero, en cualquiera de los casos, el denominador
común de estos procesos, ya fueran más o menos revolucionarios o más o
menos graduales, era la lucha de los principios filosóficos del liberalismo
contra las tradiciones del antiguo régimen. En otras palabras, una lucha
entre el grupo social con mayor interés económico en el afianzamiento de
sociedades de mercado (los empresarios) y los grupos sociales con mayor
interés en la conservación del antiguo régimen (la nobleza y el clero: los
estamentos privilegiados).
El programa económico del liberalismo tenía dos grandes ejes. 62 El
primero era conseguir que se definieran derechos de propiedad privada,
individual y plena, y que el Estado asumiera el compromiso de respetarlos
estrictamente. Esto implicaba alterar sustancialmente el carácter estamental
de la sociedad (y reconocer la igualdad básica de todos los ciudadanos ante
la ley). Más específicamente, implicaba alterar el funcionamiento de las
economías rurales, en las que a menudo se superponían derechos de
propiedad privados, individuales y plenos con otras situaciones: derechos
de propiedad privados pero colectivos (por ejemplo, montes vecinales) y,
sobre todo, derechos de los miembros de la comunidad a usar de manera
regulada (en ciertos momentos y para ciertos fines) superficies que en
realidad no eran de su propiedad.63 Los derechos de propiedad privada
60
Jones (1994). La investigación de Pomeranz (2000), en cambio, sugiere que
China preindustrial no estaba más lejos de una economía de mercado que la Europa
preindustrial.
61
Llopis (2002).
62
Hobsbawm (2003) proporciona un tratamiento detallado del programa liberal
(no sólo en el plano económico) y su contexto histórico.
63
Bloch (1978).
63
individual debían ser garantizados por el Estado, que tendría que abstenerse
de cometer actos impositivos o confiscatorios de carácter arbitrario.
Una vez definidos estos derechos, el segundo eje del programa
liberal consistía crear una sociedad de mercado en la que los mercados ya
existentes funcionaran de manera menos regulada y en la que el mercado
conquistara esferas en las que hasta entonces no había penetrado. Es decir,
liberalización y mercantilización: el mercado como principal mecanismo de
coordinación de la vida económica. La liberalización de mercados ya
existentes pasaba por eliminar las prolijas regulaciones que impedían el
funcionamiento libre de los mercados y permitir que cada individuo actuara
libremente en los mercados persiguiendo su propio interés. La
mercantilización afectaba especialmente a los factores de producción:
tierra, trabajo y capital. La mercantilización de la tierra implicaba acabar
con la condición de amortizadas o vinculadas de amplias superficies de los
países. La plena mercantilización de la mano de obra suponía eliminar los
resabios de las relaciones feudales de servidumbre que aún persistían en
algunas partes de Europa y permitir la plena movilidad sectorial y
geográfica de la mano de obra en función de la ley de la oferta y la
demanda. La movilidad sectorial del capital también debía fomentarse,
eliminando las restricciones impuestas por regulaciones vigentes sobre
barreras de entrada a los sectores productivos controlados por gremios.
Este doble proceso de liberalización y mercantilización prometía,
según los liberales, mayores niveles de eficiencia económica (al ser el
mercado, reflejando una multitud de decisiones individuales, y no la
regulación, reflejando los intereses creados de los grupos privilegiados, el
principal mecanismo de asignación de recursos). Los liberales prometían
así un crecimiento smithiano que podía beneficiar no sólo a empresarios,
sino también a campesinos, artesanos, trabajadores… Sin embargo, en la
medida en que también prometían la destrucción de instituciones que
habían dotado de cierta protección económica a los grupos desfavorecidos
(los montes comunales, los derechos comunitarios rurales), no les resultó
fácil atraer el apoyo mayoritario de las masas.
Por ello, la formación de la sociedad de mercado fue el resultado de
alianzas sociales muy diferentes según las circunstancias concretas (no sólo
económicas, sino también políticas y sociales) de cada país. En ocasiones,
como en la Francia de 1789, la burguesía empresarial lograba atraer el
apoyo del pueblo llano. En otras, como en la España de la primera mitad
del siglo XIX, el triunfo del programa liberal dependió en mayor medida de
la capacidad de la burguesía empresarial para pactar con un sector de la
nobleza las condiciones de transición hacia la sociedad de mercado. La
64
necesidad de establecer este tipo de alianzas condicionó el resultado final,
favoreciendo la persistencia (o creación ex novo) de excepciones a las
reglas liberales: derechos de propiedad que no se ajustaban al canon de
privacidad, individualidad y plenitud, mercados que no se encontraban
completamente liberalizados, áreas de la vida económica que permanecían
sin mercantilizar… Pero, a pesar de estas excepciones (que en realidad
también existen en todas las economías de mercado del presente), por toda
Europa se consolidaron sociedades de mercado a lo largo del siglo XIX, en
buena medida como consecuencia de la onda expansiva desatada por la
revolución francesa de 1789. En realidad, Holanda e Inglaterra ya contaban
con sociedades de mercado desde mucho antes, probablemente desde el
siglo XVII (el homólogo inglés de la revolución francesa podría haber sido,
en ese sentido, la revolución “gloriosa” de 1688). Y Estados Unidos, cuya
Declaración de Independencia de 1776 y cuya Constitución de 1789
consagraban de manera explícita los principios liberales, también fue una
sociedad de mercado desde el inicio. Pero fue el triunfo de la revolución
francesa, unido a la posterior expansión territorial de Napoleón por el
continente, lo que puso en jaque a los antiguos regímenes de toda Europa.
En algunos casos, la formación de la sociedad de mercado fue un proceso
lento y tardío, que no culminó hasta mediados del siglo XIX (como en
España), hasta las últimas décadas de dicho siglo (como en el Imperio
austro-húngaro) o incluso hasta comienzos del siglo XX (como en la Rusia
zarista).
El hecho común a todos estos procesos es que el Estado y el mercado
culminaban su ascenso en común. Durante el periodo preindustrial, Estados
y mercados se habían reforzado mutuamente frente a las estructuras
feudales, con los Estados asegurando espacios para el funcionamiento de
los mercados, y los mercados abriendo la puerta al aumento de los recursos
financieros y el poder geopolítico de los Estados. Ahora, en el marco de las
revoluciones y reformas liberales, esta simbiosis daba un salto cualitativo y
desembocaba en la formación de sociedades de mercado.
Las implicaciones económicas de la formación de sociedades de
mercado fueron muy grandes. Para empezar, el ascenso del mercado como
mecanismo principal de coordinación económica permitió a las economías
occidentales operar con mayores niveles de eficiencia asignativa y
adentrarse así por la senda del crecimiento smithiano. Además, la mayor
seguridad jurídica ofrecida por el Estado (al definir mejor y respetar más
los derechos de propiedad), combinada con los incentivos proporcionados
por una economía de mercado, fomentó la adopción de comportamientos
empresariales arriesgados, entre los que se encontraba la innovación
tecnológica (de donde surgía crecimiento schumpeteriano). ¿Habrían tenido
65
lugar las grandes innovaciones tecnológicas del siglo XIX largo en
ausencia de cambios institucionales previos que mejoraran la estructura de
incentivos? Probablemente no. De hecho, las innovaciones de la (primera)
revolución industrial podrían, desde el punto de vista de la disponibilidad
de conocimientos científicos, haber surgido bastante antes de lo que lo
hicieron. Parece que este stock de conocimiento científico sólo empezó a
traducirse en innovación tecnológica a partir del momento en que el marco
institucional recompensaba, vía derechos de propiedad y mercados libres, a
quienes adoptaran comportamientos emprendedores. Es por ello que
algunos historiadores consideran que el punto de inflexión clave para
comprender la revolución industrial británica (y el desarrollo moderno) no
se encuentra tanto a finales del siglo XVIII, con la introducción de la
máquina de vapor de Watt, como a finales del siglo XVII, cuando
Inglaterra se dotó de un marco institucional liberal que serviría de base a
todas las transformaciones posteriores.64
Las implicaciones sociales de la formación de sociedades de
mercado no fueron menos llamativas. De las sociedades estamentales del
antiguo régimen se pasó a sociedades en las que todos los ciudadanos eran
iguales ante la ley. Sin embargo, esto no quiere decir que todos los
ciudadanos tuvieran iguales oportunidades de cara a participar con éxito en
la nueva sociedad de mercado. Los activos y las capacidades necesarias
para participar con éxito en los mercados estaban distribuidos de manera
desigual en casi todas partes: el capital, la tierra, la educación, el acceso a
las redes comerciales, la capacidad de influencia política… En estas
condiciones, la mayor parte de las economías occidentales registraron
durante los inicios de la nueva era un aumento en sus niveles de
desigualdad.65 Esto ocurría, además, en un contexto político en el que
ningún país contaba con un sistema verdaderamente democrático regido
por sufragio universal: la modernización económica había avanzado
bastante más que la modernización política.66
El resultado fue una creciente presión popular para reducir la
desigualdad. La lucha más inmediata fue la iniciada por los nuevos
sindicatos obreros para mejorar las condiciones de trabajo (inicialmente
paupérrimas) y las retribuciones (inicialmente bajas) en las fábricas
inglesas de la primera revolución industrial. Más adelante, en la década de
1840, el movimiento chartista reclamaba la extensión a la clase obrera
británica del derecho de voto, para que de este modo la democracia se
convirtiera en un arma al servicio de la reducción de la desigualdad social.
64
North y Weingast (1989).
Para el caso de Inglaterra, véase Williamson (1987).
66
Chang (2004).
65
66
En esa misma década, Karl Marx y Friedrich Engels publicaban su
Manifiesto comunista y abrían la puerta a una idea que marcaría la historia
económica de buena parte de la población mundial durante el siglo XX: ya
que la sociedad de mercado genera desigualdad entre clases sociales, ¿por
qué no sustituirla por una sociedad socialista, sin clases? A partir de la
década de 1870, la presión popular se intensificó de la mano del aumento
del grado de sindicación obrera, la organización de Internacionales
socialistas y la aparición de partidos políticos de signo socialista. La idea
de que una sociedad podía organizarse exclusivamente a través de los
mercados (una idea que antes había aparecido como progresista en tanto en
cuanto debilitadora del antiguo régimen) comenzaba a ponerse en duda.
Desde la década de 1880 los gobiernos occidentales se dotaron de
mecanismos más ambiciosos de protección social (seguros para los
accidentes de trabajo y enfermedades, pensiones de vejez o invalidez).
Había nacido el embrión de otra de las ideas que marcaría el siglo XX: el
“Estado del bienestar” o la “economía social de mercado”, la idea de que la
sociedad de mercado debía protegerse a sí misma de los efectos perversos
que pudieran derivarse de un funcionamiento totalmente libre de los
mercados.67
67
Polanyi (2003). Hobsbawm (2003A; 2003B; 2003C) describe los principales
movimientos sociales del siglo XIX largo.
67
Capítulo 5
LAS RELACIONES ECONÓMICAS
INTERNACIONALES
En principio, el contacto entre unas y otras economías puede tener un
efecto positivo sobre el desarrollo. En primer lugar, porque las relaciones
económicas internacionales conducen a una asignación más eficiente de
recursos a nivel global. El comercio permite la especialización de las
economías en función de su dotación de factores, mientras que las
migraciones y las inversiones internacionales trasladan mano de obra y
capital a países en los que los salarios y los beneficios empresariales son
más elevados. Además, y junto a este efecto smithiano, las relaciones
económicas internacionales también favorecen la transmisión del
crecimiento schumpeteriano, al facilitar la difusión de nuevas tecnologías
por todo el planeta. Sin embargo, el contacto entre economías se produce
siempre dentro de un contexto político, y este contexto político puede
llegar a obstaculizar el desarrollo. Así ocurre, por ejemplo, cuando el
contacto económico adopta la forma política de colonialismo o
imperialismo, o cuando la rivalidad económica entre grandes potencias
conduce a políticas de empobrecimiento del vecino.
Este capítulo analiza la evolución histórica de las relaciones
económicas internacionales y reflexiona sobre su posible papel como
“palanca” del desarrollo.
El comercio internacional durante el periodo preindustrial
Hasta 1400
Durante la mayor parte del periodo preindustrial, hasta aproximadamente
1400, el comercio internacional se mantuvo en niveles muy bajos. Las
68
economías de los distintos continentes estaban prácticamente
desconectadas las unas de las otras, y ni siquiera había una integración
económica apreciable entre las regiones de un mismo país. En el caso
europeo, el Imperio romano estableció una importante red comercial entre
Roma y las regiones dominadas por ella, pero esta red se vino abajo con el
propio Imperio. La resultante época de conflictos bélicos dentro de Europa
e invasiones de pueblos externos a Europa creó unas condiciones poco
propicias para el mantenimiento del comercio internacional. La economía
europea pasó así a estar compuesta por un gran conjunto de pequeñas
unidades económicas locales básicamente autosuficientes. Algo similar
ocurría en el resto de economías preindustriales.
Esto no quiere decir que, en este periodo, la economía europea (por
continuar con el ejemplo) estuviera completamente cerrada al exterior. A lo
largo de todo el periodo mantuvo contactos comerciales menores con otras
partes del mundo. Probablemente, el más famoso de estos contactos fue la
llamada ruta de la seda, una larga y compleja serie de viajes enlazados a
través de los cuales las elites europeas terminaban adquiriendo textiles de
seda y otros productos de lujo fabricados en las por aquel entonces más
sofisticadas economías del Lejano Oriente (como China).68 A ello habría
que añadir la intensificación de los contactos comerciales entre los propios
países europeos a partir del siglo XI, cuando se redujo la turbulencia
geopolítica dentro de Europa y tuvo lugar un cierto relanzamiento de las
economías urbanas, en especial de ciudades portuarias que articulaban el
comercio entre los distintos países. Incluso las Cruzadas, a través de las
cuales los europeos buscaron expandirse por Oriente Medio a lo largo de
los siglos XI-XIII, tuvieron su lado económico, al permitir a los europeos
entrar en contacto con algunos progresos técnicos de la civilización
musulmana (como la brújula y el papel) e intensificar sus relaciones
comerciales con el resto de Asia (de donde continuaban importándose
productos exóticos y lujosos, como el azúcar, las especies o textiles de
terciopelo). Ciudades portuarias como Venecia y Génova ganaron un
importante protagonismo al convertirse en los principales centros
comerciales para el desarrollo de esta red de intercambios
intercontinentales.69
Estos contactos tuvieron sus beneficios para el desarrollo de la
economía europea. En especial, permitieron un efecto de difusión
tecnológica: los europeos pudieron tomar diversos avances técnicos
desarrollados por sus socios comerciales de Oriente Medio, China o la
68
69
Una ilustración de esta ruta puede encontrarse en Wolf (2005).
Arrighi (1999).
69
India.70 Teniendo en cuenta que, a la altura de 1400, cualquiera de estas tres
grandes economías había pasado algún tiempo por delante de la oscura
Europa medieval en cuanto a nivel tecnológico y cultural, parece sensato
argumentar que probablemente la economía preindustrial europea habría
crecido aún más lentamente en caso de no haber podido beneficiarse de los
efectos dinámicos de estos contactos internacionales.
Pese a ello, el comercio internacional continuaba teniendo un peso
muy reducido en el funcionamiento de las economías europeas en torno a
1400. Desde el punto de vista cuantitativo, el grado de apertura de la
economía europea (medido como el cociente entre la suma de
exportaciones e importaciones y el PIB total) continuaba siendo muy bajo.
(No disponemos de estadísticas fiables, pero muy probablemente el grado
de apertura se encontraba por debajo del uno por ciento.) Además, y desde
un punto de vista más cualitativo, los elevados costes de transporte hacían
que el comercio internacional se centrara en productos de lujo para el
consumo de las elites, por lo que no tenía un impacto real sobre la vida
cotidiana de la mayor parte de la población europea. Lo dicho sería
igualmente válido para el resto de poblaciones del mundo.
La expansión colonialista europea
Las cosas comenzaron a cambiar durante el tramo final del periodo
preindustrial, entre aproximadamente 1400 y 1800. La creciente rivalidad
política y militar entre los Estados europeos no generaba, en principio, las
condiciones más adecuadas para la intensificación del comercio: generaba
continuos conflictos bélicos y daba lugar a políticas económicas de signo
mercantilista. Es decir, políticas encaminadas entre otras cosas a defender
el mercado nacional de las exportaciones del país vecino (para evitar así la
salida de metales preciosos en pago por el déficit comercial). Pero la
rivalidad entre los Estados europeos también los llevó a embarcarse en
expansiones colonialistas por otros continentes. Apoyadas sobre la mejora
tecnológica en la construcción de barcos y el perfeccionamiento de las
técnicas de navegación, los Estados europeos extendían así su rivalidad a la
escena global. El objetivo original de estas expediciones era controlar el
comercio con Asia, que por aquel entonces comenzaba a verse
obstaculizado por la emergencia del Imperio otomano. (Hay que tener en
cuenta que la posición geográfica de este imperio en el territorio de la
actual Turquía le convertía en intermediario forzoso entre Europa y las
principales economías asiáticas, como China, India e Indonesia.)
70
Cipolla (2002).
70
Las tentativas pioneras fueron protagonizadas por Portugal y España:
las expediciones portuguesas trazaron una ruta alternativa de comercio con
Asia, bordeando toda África con sus barcos, mientras que España descubrió
accidentalmente un nuevo continente (América) a través de una expedición
cuyo propósito declarado era trazar una segunda ruta alternativa para
comerciar con el Lejano Oriente. El sistema colonial portugués pasó a
incluir Brasil y distintas posesiones en África, la India e Indonesia,
mientras que el grueso de las posesiones españolas se concentraban en su
imperio americano (que abarcaba la mayor parte de lo que hoy es América
Latina). Más adelante se incorporaron otras potencias europeas, que
disputaron con éxito la hegemonía ibérica. Holanda formó un imperio
marítimo cuya posesión principal era Indonesia (arrebatada a Portugal) y
que también incluía algunas colonias en el Caribe. Los ingleses se
instalaron en la India, América del Norte y algunos puntos del Caribe y
África; al final del periodo preindustrial, incluso habían establecido ya
algunos enclaves en las alejadas tierras de Australia y Nueva Zelanda.
También Francia creó su propia red colonial, que incluía distintas
posesiones en la India, África y América del Norte.71
Esto fue, en cierto sentido, el inicio del proceso de globalización del
que tanto se habla en la actualidad. La explotación económica de las
colonias generó una red de comercio intercontinental, con profundas
implicaciones para la historia de las sociedades implicadas. Lo primero que
llamó la atención fueron los metales preciosos (sobre todo, plata) que se
hallaban en el subsuelo del Imperio español en América. Más adelante, las
metrópolis europeas reorganizaron la economía de sus colonias tropicales
con objeto de producir en ellas productos agrarios que no podían darse en
el templado clima europeo: azúcar, café, pimienta, cacao, algodón… La
producción de dichas mercancías se organizaba en grandes plantaciones
que utilizaban mano de obra esclava. Esto introdujo a África en la
ecuación: las elites locales africanas vendían esclavos a comerciantes
europeos que a continuación los embarcaban hacia las plantaciones
coloniales de América y Asia. En todos los casos, se trataba de relaciones
comerciales desiguales, en las que las metrópolis europeas utilizaban su
poder político y militar para obtener condiciones comerciales ventajosas.
La comercialización de mercancías tropicales, por ejemplo, correspondía
habitualmente a grandes compañías que recibían una concesión
gubernamental, y que podían extraer beneficios extraordinarios (es decir,
superiores a los de competencia perfecta) al actuar como monopsonistas
frente a los productores coloniales y como monopolistas frente a los
71
Wolf (2005), Dabat (1994).
71
consumidores europeos. No es de extrañar que, en estas circunstancias, los
historiadores hayan utilizado con frecuencia el término “capitalismo
comercial” (o “capitalismo mercantil”) para referirse a esta fase de la
historia económica europea (o incluso mundial).
¿Una economía global?
Pese a todo, aún no cabe hablar de una economía mundial globalizada
durante este periodo. En primer lugar, porque hubo muy poco movimiento
internacional de factores productivos. Aumentó el comercio, pero no
aumentaron de manera significativa las migraciones o las inversiones
internacionales. En segundo lugar, porque, incluso aunque nos centremos
exclusivamente en el comercio, el peso cuantitativo del mismo sobre el PIB
mundial continuó siendo muy pequeño. En tercer lugar, porque el comercio
internacional continuó centrado en bienes no básicos. Quizá no eran ya
bienes tan exclusivos como los del periodo previo a 1400, pero el azúcar, el
café, el cacao, las especias, eran al fin y al cabo productos bastante caros
(dados los elevados costes de transporte) que, sólo con el paso del tiempo y
el paulatino aumento de la renta, comenzaron a abrirse paso (y muy
lentamente) en la cesta de la compra de las familias europeas. En contraste,
el mercado de los cereales (como principal ejemplo de bien básico para el
conjunto de la población) estaba muy poco globalizado, y la mayor parte
del cereal consumido por la población europea durante este periodo se
había producido en su misma región. El motivo era económico: los costes
de transporte eran aún muy elevados para hacer rentable el transporte
intercontinental de bienes con una elevada ratio peso/precio. En estas
condiciones, buena parte de la vida cotidiana de la población europea
continuó sin verse afectada por el comercio internacional. Un tercer motivo
por el que la economía mundial no estaba aún globalizada es porque,
durante este periodo, hubo muy poco movimiento internacional de factores
productivos. Aumentó el comercio, pero no aumentaron de manera
significativa las migraciones o las inversiones internacionales.
Finalmente, y en cuarto lugar, la economía mundial no estaba aún
globalizada porque una parte sustancial de la misma se mantuvo durante
este periodo fuera de las redes comerciales: China. A mediados del siglo
XV, la dinastía Ming implantó una política aislacionista, que redujo al
mínimo los vínculos del Imperio chino con el resto del mundo. El objetivo
de esta política era preservar la estabilidad política del Imperio por dos
vías: por un lado, impedir la importación de tecnologías y armas
extranjeras; por el otro, impedir el ascenso de una clase social de
comerciantes que, vinculados a la economía de mercado, pudiera presionar
72
por el final del “antiguo régimen” (como de hecho terminó ocurriendo en
Europa). La decisión de los Ming se vio favorecida por el hecho de que, en
aquel momento, los costes económicos del aislacionismo no parecían
importantes: el nivel tecnológico chino era similar al europeo (y superior al
de sus vecinos asiáticos) y China no parecía necesitar ningún producto
europeo (la balanza comercial con Europa venía siendo superavitaria desde
hacía siglos, dado que los productos chinos encontraban mucho más fácil
acomodo en el mercado europeo que a la inversa). De este modo, mientras
la rivalidad entre los Estados europeos llevaba a estos a la expansión
exterior, el enorme Imperio chino se replegaba hacia el interior. (También
Japón optó, por cierto, por una política aislacionista.) ¿Cómo hablar
entonces de una economía “global”?
La globalización del siglo XIX
Cuando en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial la economía mundial
podía calificarse de global, tanto desde el punto de vista de su alcance
espacial (con China y Japón ya claramente incorporadas) como desde el
punto de vista de su alcance funcional (con un mercado cada vez más
global de alimentos básicos y un movimiento igualmente global de
personas y capitales). La globalización del siglo XIX se apoyó en la
expansión de tres tipos de relación económica internacional: el comercio,
las inversiones y las migraciones. Cada uno de estos tres elementos se
expandió de un modo inédito a lo largo del siglo XIX.72
Comercio internacional
El comercio internacional creció tanto a lo largo del siglo XIX que, a
comienzos del siglo XX, la economía mundial presentaba un grado de
apertura (medido como el cociente entre la suma de exportaciones e
importaciones, por un lado, y el PIB, por el otro) superior al de cualquier
otro momento de la historia. (Esto es notable porque el denominador de la
expresión (el PIB) también había crecido más deprisa que en cualquier otro
momento de la historia.) La expansión del comercio se basó en la
expansión del comercio de todo tipo de productos, pero especialmente de
los productos agrarios. La estructura del comercio por países reflejaba el
72
Los párrafos siguientes están basados en Kenwood y Lougheed (1995) y, en
menor medida, Foreman-Peck (2000).
73
predominio de los países más desarrollados, los de Europa noroccidental y
los “nuevos países occidentales” de Norteamérica y Oceanía.
Los determinantes de esta expansión del comercio internacional
fueron numerosos. Quizá la mayor parte de este comercio reflejaba
procesos de especialización económica acometidos por los países y
regiones en función de sus ventajas comparativas. Regiones como América
y Oceanía tenían una ventaja comparativa para la producción agraria, ya
que en ellas la tierra era muy abundante (la densidad de población era
baja). Por el contrario, en Europa la tierra era más escasa (y más si cabe
teniendo en cuenta el crecimiento de la población como consecuencia de la
transición demográfica). Además, tras el desencadenamiento de la
revolución industrial, la ventaja comparativa del continente, y sobre todo
de su parte noroccidental, se estaba desplazando cada vez más hacia la
industria. Las economías a uno y otro lado del océano Atlántico eran, por
tanto, potencialmente complementarias.
Pero, para convertir ese potencial en realidad (es decir, en comercio
internacional), eran precisas al menos dos condiciones: que el transporte no
fuera demasiado caro (porque eso restaría viabilidad al comercio de
productos básicos) y que el marco institucional a escala internacional no
fuera obstaculizador del comercio. La primera de estas condiciones se
cumplió a raíz de la doble revolución de los transportes: la aparición del
ferrocarril (que redujo los costes de transporte de los productos exportables
desde el interior de los continentes hasta los puertos marítimos, así como la
distribución de las importaciones desde los puertos hacia el interior de los
países) y el ascenso del barco de vapor (que redujo los costes del transporte
intercontinental). La segunda de las condiciones se cumplió de manera
gradual a lo largo del siglo XIX como consecuencia de diferentes acuerdos
internacionales. Por ejemplo, los países avanzaron en el plano de la
homologación de los sistemas de pesos y medidas, un aspecto importante a
la hora de favorecer los tratos comerciales entre lugares distantes. Además,
un número creciente de países fue incorporándose a lo largo del siglo XIX
al patrón oro, un sistema monetario internacional en el que las diferentes
monedas nacionales mantenían un tipo de cambio fijo con respecto a la
libra esterlina (la moneda líder del sistema), que a su vez mantenía una
paridad fija con el oro (el soporte del sistema, que respaldaba la emisión de
moneda por parte de los gobiernos nacionales). Aunque no todos los países
se incorporaron al sistema, y aunque no todos cumplieron fielmente sus
reglas, el patrón oro redujo la incertidumbre asociada a los intercambios
comerciales entre países con divisas diferentes. Finalmente, las políticas
comerciales también favorecieron la expansión del comercio. Gran
Bretaña, la economía líder, apostó por una política librecambista, abriendo
74
su mercado a las importaciones extranjeras. Esta decisión abrió un
intervalo, que cubrió aproximadamente el tercer cuarto del siglo XIX, en el
que la mayor parte de países optaron por el librecambio o, con mayor grado
de generalidad, suavizaron sus medidas proteccionistas. Incluso cuando, en
las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, se produjo un nuevo giro
hacia el proteccionismo, algunos de los países que lideraron tal giro (como
Alemania) se encontraron entre los exportadores más dinámicos del
periodo.73
Hasta aquí el comercio entre socios pertenecientes a países
independientes entre sí. Ahora bien, la globalización comercial del siglo
XIX también recibió impulso como consecuencia de la intensificación del
imperialismo europeo. Durante el periodo preindustrial, la expansión
europea en África y Asia, basada en su superioridad marítima, se había
limitado a la formación de colonias en las zonas costeras. A raíz de la
industrialización, los europeos ganaron la capacidad militar para adentrarse
con éxito en el interior de ambos continentes. Si a ello añadimos el hecho
de que la revolución de los transportes aumentaba el rendimiento
económico esperado de las expediciones coloniales (al reducir el coste de
las operaciones de transporte dentro de la colonia, vía ferrocarril, y entre la
colonia y la metrópolis, vía marítima), obtenemos el resultado de que,
durante las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, la carrera
imperialista se aceleró hasta alcanzar niveles nunca vistos con anterioridad.
El imperio británico tenía amplias posesiones en América, África, Oceanía
y, de manera muy significativa, Asia, donde destacaba la incorporación de
toda la India al dominio británico. Junto a metrópolis tradicionales, como
Francia u Holanda, la carrera imperialista implicó también a países sin
apenas tradición en este sentido, como Alemania, Bélgica, Italia o, fuera de
Europa, Japón, que comenzaba a apuntar hacia la formación de un imperio
en Asia oriental. El modo en que las potencias europeas se repartieron lo
que quedaba de África en la conferencia de Berlín (1884-1885) es
ilustrativo de esta otra cara de la globalización. Incluso a pesar de la
independencia de las repúblicas latinoamericanas durante las primeras
décadas del siglo XIX, la presión imperialista se intensificó fuertemente a
escala global. Lógicamente, esto también contribuyó a expandir el
comercio internacional, si bien el comercio colonial representó siempre una
parte relativamente pequeña del mismo.74
73
74
Bairoch (1993).
Bairoch (1993).
75
Migraciones e inversiones internacionales
Por su parte, el movimiento internacional de factores productivos
también alcanzó una intensidad sin precedentes a lo largo del siglo XIX.
Los movimientos migratorios no pararon de crecer hasta la Primera Guerra
Mundial: en primer lugar, una oleada de europeos del norte (especialmente,
británicos e irlandeses) dirigiéndose hacia “nuevos países occidentales”, en
especial Estados Unidos; más adelante, conforme se entró en la segunda
mitad del siglo XIX, nuevas oleadas con orígenes y destinos más
diversificados, ya que se incorporaron los países del sur de Europa
(especialmente Italia) a los primeros y América Latina a los segundos.
Además, a lo largo del siglo XIX América también recibió un volumen
creciente de inmigrantes provenientes de China y el sudeste asiático. Por su
parte, el capital también se movía: lo hacía a través de inversiones
internacionales. Los inversores se localizaban en las economías más
desarrolladas y canalizaban sus capitales hacia sectores emergentes (como
la minería o el ferrocarril) de economías inicialmente menos desarrolladas;
de manera alternativa, también invertían sus capitales en la compra de
deuda pública de estos gobiernos. Los inversores británicos fueron muy
activos en el ámbito de Estados Unidos y América Latina, mientras que los
inversores franceses inyectaron grandes cantidades de capital en la periferia
europea (España, el Imperio austro-húngaro, Rusia). Ambos grupos, los
inversores británicos y los inversores franceses, realizaban más de la mitad
de las inversiones internacionales en el mundo de comienzos del siglo XX.
Lo que movía a los emigrantes y a los inversores internacionales era
básicamente lo mismo: el deseo de extraer de sus factores productivos
(mano de obra, en el primer caso; capital, en el segundo) un rendimiento
más elevado del que podían obtener en sus propios países. Para amplios
segmentos de la población europea, América ofrecía grandes
oportunidades: la abundancia relativa de tierra hacía más fácil acceder a
una explotación grande, mientras que la escasez relativa de mano de obra
(la otra cara de la misma moneda) obligaba a los empresarios a pagar
salarios relativamente altos. Esto contrastaba con la precariedad de las
explotaciones de muchos campesinos europeos (y más en el contexto de
crecimiento de la población consecuencia de la transición demográfica),
por no hablar de la persistencia de hambrunas y crisis maltusianas en
Europa hasta bien entrado el siglo XIX. (El ejemplo más célebre fue la
hambruna irlandesa de mediados de siglo.) También contrastaba con
algunas de las tensiones sociales generadas por la industrialización
europea, como la crisis de los artesanos tradicionales (a manos de las
producciones fabriles mecanizadas) o la deficiente calidad de vida de los
obreros ingleses durante la primera fase de la revolución industrial. En el
76
caso de los inversores internacionales, su posición era, por supuesto, mucho
más acomodada, pero sus capitales seguían la misma motivación que los
emigrantes: buscar un mayor rendimiento económico. En países menos
industrializados, como era Estados Unidos en un primer momento, como
eran los latinoamericanos, como eran los de la periferia europea, la escasez
de capital hacía que determinadas inversiones (por ejemplo, en la
construcción de líneas férreas) pudieran ser más lucrativas que en países
más desarrollados en los que el mercado estaba ya relativamente saturado.
Algo similar ocurría con la explotación de recursos minerales estratégicos
(como el plomo español, por poner sólo un ejemplo), o con el préstamo de
capitales a gobiernos débiles de América Latina y Oriente Medio.
Si estas diferencias entre países creaban el potencial para la
emigración y las inversiones internacionales, la tecnología y la política eran
decisivas, como en el caso del comercio, para hacer dicho potencial
efectivo. La tecnología del transporte abarató decisivamente el coste de los
movimientos migratorios transoceánicos, mientras que la tecnología de las
comunicaciones aumentó la seguridad de los inversores internacionales, al
proporcionarles con rapidez noticias sobre los países en los que
depositaban sus capitales (permitiéndoles así tener un mayor margen de
maniobra para reaccionar ante eventos desfavorables). El ascenso del
patrón oro, por su parte, comprometía a los gobiernos implicados a aplicar
una política monetaria saneada, lo que es tanto como decir que reducía la
incertidumbre a que se enfrentaban los inversores extranjeros.
Paralelamente, numerosos gobiernos en América y Oceanía desarrollaron
auténticas campañas de captación de inmigrantes, intentando reducir los
costes monetarios e informativos del desplazamiento.
Las relaciones internacionales: ¿palanca del desarrollo?
Entre 1400, cuando comenzó la expansión europea, y 1913, cuando estalló
la Primera Guerra Mundial, las potencias occidentales pasaron a dominar
un mundo cada vez más globalizado. Al mismo tiempo, las economías
occidentales lograron una ruptura histórica: abandonar el estancado mundo
preindustrial y encabezar la transición hacia el crecimiento moderno. ¿Qué
papel desempeñaron las relaciones internacionales en esta ruptura
económica? Debemos considerar, en primer lugar, el papel del
colonialismo y el imperialismo en el desarrollo europeo; más adelante
revisaremos el papel de las relaciones económicas entre socios
independientes, que tanto se intensificaron durante el siglo XIX.
77
¿Contribuyeron el colonialismo y el imperialismo al desarrollo europeo?
Si las relaciones económicas internacionales hubieran consistido
únicamente en colonialismo e imperialismo, su impulso al proceso de
desarrollo europeo quizá no habría sido muy grande. De hecho, entre 1400
y 1750, el colonialismo se intensificó sin que las economías europeas
mostraran una tendencia clara a acelerar su desarrollo. En realidad, el
comercio colonial era una parte relativamente pequeña del comercio total, y
los beneficios extraordinarios (es decir, superiores a los de competencia
perfecta) extraídos de dicho comercio representaron una parte pequeña de
la inversión que alimentaba el crecimiento de las economías europeas,
incluso en el caso británico.75
Los beneficios más significativos que extrajeron las economías
europeas del colonialismo fueron de tipo indirecto. En primer lugar, las
actividades comerciales mejoraron el “saber hacer” y el conocimiento
tecnológico de los empresarios, lo cual probablemente mejoró las
perspectivas de desarrollo de la economía europea en el largo plazo.76 En
segundo lugar, el colonialismo garantizó el abastecimiento de productos
estratégicos: materias primas necesarias para el desarrollo de sectores
productivos con amplia capacidad para transformar el conjunto de la
economía de la metrópoli. (Uno de los sectores clave de la revolución
industrial británica fue precisamente el textil algodonero, una parte de cuya
materia prima era importada de colonias como la India o Egipto por los
empresarios británicos.77) Finalmente, en tercer lugar, el colonialismo
también sirvió para ofrecer a los consumidores europeos una gama más
amplia de productos, de tal modo que el deseo de ganar dinero para
adquirir los nuevos productos moviera a las familias a intensificar su
esfuerzo laboral (generalmente, aumentando el abanico de actividades
desarrolladas en régimen de pluriactividad) y fuera el punto de partida de
una “revolución industriosa” sobre la que posteriormente tendría lugar la
revolución industrial.78
Junto a estos beneficios (sobre todo indirectos), el colonialismo
también tuvo sus costes para las sociedades europeas. Costes financieros,
para construir las infraestructuras y mantener los aparatos administrativos
coloniales. Y costes humanos, dada la violencia que presidió el contacto
con las sociedades colonizadas. Si consideramos estos costes, llegamos a la
conclusión de que el colonialismo y el imperialismo tuvieron efectos bien
O’Brien (1982), Bairoch (1993).
Cipolla (2002).
77
Wolf (2005).
78
De Vries (1994).
75
76
78
distintos entre los diversos grupos de las sociedades metropolitanas: fueron
mucho más beneficiosos para los empresarios vinculados al comercio
colonial que para los contribuyentes o las familias pobres que nutrían los
ejércitos.
El resto de la globalización como palanca de desarrollo
El resto de la globalización (es decir, el comercio, las migraciones y las
inversiones desarrolladas entre países independientes) pudo realizar una
contribución mayor a la aceleración del desarrollo occidental, ya durante el
siglo XIX. Desde el punto de vista estático, la globalización sirvió para
mejorar la asignación de recursos de la economía mundial, llevando las
mercancías, la mano de obra y el capital hacia los lugares y sectores donde
podían ser más productivos. Desde el punto de vista dinámico, la
globalización pudo servir para impulsar algunos procesos de desarrollo.79
Esto es especialmente claro en el caso de los “nuevos países occidentales”
de Norteamérica y Oceanía, que basaron las primeras etapas de su
desarrollo moderno en un modelo de crecimiento impulsado por las
exportaciones de productos agrarios. La globalización significó para estos
países el acceso a mercados europeos en los que colocar sus exportaciones
(sobre todo, el mercado británico) y la llegada de emigrantes e inversiones
extranjeras que contribuyeron a dinamizar la economía local más allá de lo
que habría sido posible si hubiera tenido que depender exclusivamente de
la mano de obra y el capital domésticos.
La globalización del siglo XIX también tuvo importantes efectos
sobre Europa. El desarrollo de la periferia europea se vio potenciado por la
posibilidad de aumentar sus exportaciones agrarias, por la llegada de
capitales extranjeros para desarrollar sectores estratégicos (como el
ferrocarril), por el contacto tecnológico con los sectores industriales de
economías avanzadas, y por los capitales remitidos por los emigrantes
instalados en América Latina.
Incluso el desarrollo de Gran Bretaña se vio hasta cierto punto
favorecido. En primer lugar, porque las migraciones a América y Oceanía
permitieron rebajar las tensiones sociales asociadas a la primera parte de la
industrialización. En segundo lugar, porque los inversores que llevaron sus
capitales más allá de las fronteras británicas probablemente obtuvieron
beneficios superiores a los que habrían obtenido en caso contrario. Y, en
O’Rourke y Williamson (1999) consideran que la globalización fue una fuerza
de convergencia dentro de la economía atlántica.
79
79
tercer lugar, porque la globalización abrió la puerta a importaciones baratas
de productos alimenticios básicos, que dieron continuidad a la
especialización de Gran Bretaña en productos industriales. En efecto,
durante las décadas iniciales de la industrialización, la capacidad de
crecimiento del sector agrario se mantuvo por debajo de la capacidad de
crecimiento del sector industrial. Ello se debía a la menor tasa de
innovación tecnológica en la agricultura (aún basada en fuentes de energía
orgánicas, en contraste con la ruptura introducida por el carbón y la
máquina de vapor en la industria) y al paulatino agotamiento de la tierra
disponible en un país poblado desde muchos siglos atrás. La tensión
derivada de estas diferencias entre agricultura e industria era relevante, y
pudo ser suavizada gracias a las importaciones de productos agrarios
baratos procedentes de América y Oceanía, donde la tierra era abundante.
Es cierto que las importaciones baratas de productos agrarios
básicos, como el trigo, planteaban un problema social en el resto de
Europa, dado que amenazaban el sustento de buena parte de la (aún
mayoritaria) población agraria. Esta amenaza, y la consiguiente inquietud
social, fue una de las claves del giro hacia el proteccionismo emprendido
por buena parte de los países occidentales en las décadas finales del siglo
XIX largo. Pero este giro no impidió que la globalización continuara hasta
la Primera Guerra Mundial, y que continuara contribuyendo a acelerar el
desarrollo económico de Occidente. De hecho, más adelante, cuando el
crecimiento económico se desaceleró durante el periodo de entreguerras, la
gran diferencia con respecto a tiempos pasados no estaba en factores
demográficos o tecnológicos: estaba en el modo en que los gobiernos
estaban aplicando políticas contrarias a la globalización.
En suma, la globalización fue en buena medida una consecuencia del
desarrollo alcanzado gracias a la innovación tecnológica y el cambio
institucional. Sin una revolución de los transportes, sin una transición
institucional hacia sociedades de mercado, sin un aumento de la renta en
los países protagonistas, difícilmente habría podido tener lugar la
globalización del siglo XIX. Dicho esto, la relación fue de doble sentido, y
la globalización también contribuyó a impulsar el desarrollo occidental
durante el siglo XIX.
80
Capítulo 6
EUROPA NOROCCIDENTAL
El desarrollo moderno se gestó en Europa noroccidental. Fue allí
donde la revolución industrial británica cambió para siempre la historia
económica de la humanidad. En este capítulo repasamos esa historia, así
como otras dos historias, una anterior y otra posterior, ambas muy
relacionadas con ella. Por un lado, la revolución industrial fue precedida de
un largo prólogo durante el cual algunas economías del área noroccidental
de Europa lograron un cierto dinamismo, al menos dentro de los límites
propios de la era preindustrial. Por ello, Tony Wrigley se refiere a ellas
como “economías orgánicas avanzadas”.80 Por otro lado, la revolución
industrial británica pronto comenzó a difundirse a otras economías de la
región. El resultado fue que, a comienzos del siglo XX, Europa
noroccidental era la región más desarrollada del “viejo mundo”, tan sólo
superada por los “nuevos países occidentales”.
La formación de economías orgánicas avanzadas
La primera economía orgánica avanzada fue la economía holandesa del
siglo XVII. En su punto culminante, en torno a 1700, el ingreso de un
ciudadano holandés medio casi duplicaba el ingreso de un ciudadano
europeo medio. Es cierto que, a partir de entonces, la economía holandesa
entró en una fase de estancamiento y, probablemente, su PIB per cápita no
creció durante todo el siglo XVIII. Sin embargo, aún a finales del siglo
XVIII, en los albores de la revolución industrial, la posición económica de
Holanda parecía envidiable dentro de Europa. Escribiendo en 1776, Adam
Smith, en La riqueza de las naciones, hace frecuentes alusiones a Holanda
80
Wrigley (2004).
81
como la economía más próspera de Europa (y del mundo), y las
reconstrucciones del PIB per cápita realizadas mucho tiempo después por
los historiadores económicos confirman esta intuición básica. Tan sólo
Inglaterra, armada con una revolución industrial, terminó desplazando a
Holanda de esta posición de privilegio.81
Además, la economía holandesa de finales del periodo preindustrial
no sólo registró crecimiento económico, sino también cambios
estructurales. En torno a 1700, aproximadamente un tercio de los habitantes
holandeses residía en ciudades, mientras que hasta un 60 por ciento de la
población activa se empleaba en los sectores no agrarios. Es probable que
ambas transformaciones, la urbanización y el cambio ocupacional, hubieran
llegado más lejos en la Holanda del siglo XVII que en cualquier otra
economía preindustrial de la historia. De hecho, algunos especialistas han
visto aquí “la primera economía moderna”.82
El otro caso claro de economía orgánica avanzada fue Inglaterra. En
los dos siglos previos al desencadenamiento de la revolución industrial, la
economía inglesa no fue una economía estancada, sino que, dentro de las
restricciones propias del mundo preindustrial, experimentó un cierto
dinamismo. Es cierto que, en torno a 1750, Inglaterra seguía presentando
graves carencias en materia de desarrollo humano; por ejemplo, una
bajísima esperanza de vida (típicamente preindustrial).83 Y también es
cierto que el ingreso de un habitante medio del país era más bajo que el de
la mayor parte de los países subdesarrollados del presente.84 Sin embargo,
este ingreso medio era uno de los más elevados (o, si se prefiere, de los
menos bajos) dentro de Europa en aquel momento, y su crecimiento a lo
largo de los siglos previos había venido acompañado de cambios
estructurales como la urbanización y el cambio ocupacional.85 Y, lo que es
81
Van Zanden (2005: 27).
De Vries y Van der Woude (1997). Los datos sobre urbanización y cambio
ocupacional se han tomado de Maddison (2002: 95, 247).
83
La esperanza de vida inglesa en torno al periodo 1726/51 no superaba los 35
años, en buena medida como consecuencia de que la tasa de mortalidad infantil se
aproximaba al 200 por mil (Maddison 2002: 29).
84
De acuerdo con las estimaciones de Maddison (2002: 263), el PIB per cápita
inglés en torno a 1750 sería claramente inferior al que presentan en la actualidad China,
India y América Latina (y tan sólo ligeramente superior al de África).
85
De acuerdo con las estimaciones de Van Zanden (2005: 27), cabe suponer
que, en torno a 1750, el PIB per cápita inglés tan sólo era superado en Europa por
Holanda. La tasa de urbanización, por su parte, habría ascendido desde un insignificante
3 por ciento en 1500 a un 13 por ciento en 1700 (Maddison 2002: 247). Finalmente, en
esta última fecha, el peso de la población activa agraria había caído al 56 por ciento
(Maddison 2002: 95).
82
82
más importante, la economía inglesa había entrado en una dinámica
positiva que continuaría alimentando el crecimiento económico inglés
durante el inicio de la era industrial.
Un marco institucional favorable al cambio económico
La causa fundamental de este dinamismo preindustrial fue de naturaleza
institucional: tanto Holanda como Inglaterra transitaron precozmente hacia
una economía de mercado.
En Holanda, las restricciones y regulaciones feudales habían
comenzado a desaparecer durante el tramo final de la Edad Media y
recibieron su golpe de gracia cuando, a comienzos del siglo XVII, el país
obtuvo su independencia de España (en aquel momento, una monarquía
absoluta poco inclinada a este tipo de cambio institucional). Holanda se
constituyó como una república cuya política económica vino ampliamente
marcada por los intereses de su incipiente burguesía comercial. El mercado
se convirtió en el principal mecanismo de coordinación económica, y el
Estado proporcionó seguridad jurídica a los participantes en la economía de
mercado, garantizando sus derechos de propiedad y absteniéndose de
cometer arbitrariedades.
En Inglaterra, por su parte, la llamada “Revolución Gloriosa” de
1688 instauró una monarquía parlamentaria en la que el rey no gozaba de
poderes absolutos, sino que debía ver muchas de sus decisiones aprobadas
por un parlamento que representaba los intereses de las elites agrarias y
comerciales del país. Una consecuencia inmediata de este nuevo sistema
político, tan diferente de las monarquías absolutas que por aquel entonces
reinaban en Francia o España, fue un aumento de las garantías jurídicas
disfrutadas por los participantes en la economía de mercado. Los actos
arbitrarios por parte de los gobiernos se redujeron al mínimo, y el grado de
endeudamiento de la monarquía se contuvo de manera muy significativa
(en comparación, por ejemplo, con el mayúsculo endeudamiento y las
continuas bancarrotas de la monarquía española durante ese mismo siglo
XVII). Paralelamente, la revolución de 1688 consolidó un espacio cada vez
mayor para el funcionamiento de la economía de mercado. Aunque no se
eliminaron todas las restricciones institucionales al funcionamiento libre de
los mercados, Inglaterra se encontraba mucho más próxima al ideal de la
economía de mercado que la mayor parte de países europeos. El mercado
laboral, por ejemplo, era más flexible que en el resto de Europa: los lazos
de servidumbre propios del feudalismo se habían debilitado
sustancialmente ya desde el tramo final del periodo medieval, y la
83
población disfrutaba de un importante grado de movilidad geográfica y
sectorial. Al final del periodo preindustrial, Inglaterra era, junto con
Holanda, la economía europea que en mayor medida confiaba en el
mercado como mecanismo de coordinación de las decisiones económicas.86
Sobre la base de este marco institucional, Holanda e Inglaterra se
convirtieron en economías orgánicas avanzadas gracias a la integración de
dinámicas positivas emanadas de varios sectores diferentes: agricultura,
comercio exterior y (sobre todo en el caso inglés) manufactura.
Progreso agrario
Los agricultores holandeses e ingleses eran los más productivos de Europa.
Estos agricultores ensayaron una rotación de cultivos más compleja de lo
habitual por aquel entonces en Europa: introdujeron plantas forrajeras que,
al mismo tiempo que contribuían a restablecer la fertilidad del suelo,
servían para alimentar una cabaña ganadera creciente. A su vez, esta
cabaña ganadera creciente no sólo aumentaba la disponibilidad de animales
para las tareas agrícolas o la disponibilidad de productos ganaderos para el
consumo humano, sino que, a través de sus excrementos, también
contribuía a aumentar la fertilidad de la tierra. Como resultado de este
círculo virtuoso de cambios interrelacionados, los agricultores holandeses e
ingleses no necesitaban ya reservar en barbecho unas superficies tan
amplias como los agricultores (de la mayor parte) del resto de Europa y,
por lo tanto, obtenían mayores rendimientos medios por hectárea (es decir,
la producción agraria dividida entre el número de hectáreas utilizadas por el
agricultor, incluidas las dejadas en barbecho). La agricultura holandesa e
inglesa se hizo así más intensiva (porque el rendimiento por hectárea era
mayor) y más diversificada (porque se producía una gama más amplia de
mercancías). Seguía tratándose de una agricultura de base orgánica, cuyo
crecimiento continuaba por lo tanto sujeto a estrictos límites, pero, gracias
a estas transformaciones, los agricultores holandeses e ingleses fueron
capaces de aproximarse a tales límites en mucha mayor medida que la
mayor parte de sus colegas europeos.
Este progreso agrario tuvo su lado oscuro, al menos en el caso inglés,
donde fue acompañado de una creciente desigualdad entre los grandes
terratenientes y los jornaleros sin tierra (desigualdad exacerbada por el
énfasis de los gobiernos en fomentar la propiedad privada plena y abolir los
derechos comunitarios sobre la tierra, que otorgaban cierta seguridad a los
86
North y Thomas (1978).
84
grupos desfavorecidos). Pero, a nivel macroeconómico, el progreso agrario
fue indudablemente positivo para las economías holandesa e inglesa. En
primer lugar, porque sirvió para elevar inmediatamente el nivel de vida de
la mayor parte de agricultores, al fin y al cabo el principal grupo
ocupacional de todas las economías preindustriales. Y, en segundo lugar,
porque el progreso agrario contribuyó al desarrollo de otros sectores
económicos: una productividad agraria en aumento permitía sostener una
elevada tasa de urbanización y, más ampliamente, liberaba mano de obra
para su empleo en los sectores no agrarios, al tiempo que, a través de sus
efectos sobre la demanda rural de productos manufacturados y servicios,
podía suponer un estímulo para la expansión del tejido empresarial en
dichos sectores.
Hegemonía en el comercio marítimo
A su vez, el progreso agrario era facilitado por la expansión de otro de los
sectores clave del dinamismo preindustrial: el comercio marítimo. Holanda
e Inglaterra fueron sucesivamente las potencias europeas que ostentaron la
hegemonía de los mares y océanos. A finales del siglo XVII, un pequeño
país como Holanda poseía una flota de embarcaciones cuyo número y
capacidad de carga excedía a la de cualquier otro país europeo. La mayor
parte de estas embarcaciones comerciaba productos básicos por el mar del
Norte y el mar Báltico. (El dinamismo tecnológico de los holandeses quedó
plasmado en la introducción a finales del siglo XVI del filibote, una nueva
embarcación más ligera pero con mayor capacidad de carga que, por
ejemplo, las carabelas con las que España había descubierto
accidentalmente América.) Así, a mediados del siglo XVII,
aproximadamente una cuarta parte del consumo holandés de cereales, por
ejemplo, se cubría gracias a las importaciones provinentes de Polonia y
otros países del entorno del mar Báltico. Con una parte del problema
alimenticio resuelto a través del comercio internacional, los agricultores
holandeses podían entonces especializarse en mayor medida en productos
agrarios de mayor valor añadido (ganado, productos lácteos, horticultura),
y también podían dedicar una mayor proporción de su tiempo a actividades
no agrarias (como la manufactura lanera doméstica). Otras materias primas
básicas en toda economía preindustrial, como la madera (por ejemplo, para
la construcción de los propios barcos holandeses) o la lana (para la
manufactura textil), también llegaban a Holanda a través del comercio
desarrollado en su entorno marítimo próximo (la madera, del Báltico; la
lana, de Inglaterra). Por ello, no cabe duda de que el comercio marítimo
próximo contribuyó decisivamente a que la economía holandesa
85
experimentara los procesos de urbanización y cambio ocupacional antes
revisados.
Junto a este comercio próximo, tanto los holandeses como los
ingleses aprovecharon su hegemonía marítima para lanzarse a la
construcción de sistemas coloniales de comercio a larga distancia. En el
caso holandés, destacaban posesiones asiáticas de gran tamaño como
Indonesia. Por su parte, la presencia inglesa en Asia (en especial, en la
India) y América (sobre todo, en la costa oriental de los actuales Estados
Unidos) se intensificó durante el tramo final del periodo preindustrial. En
ambos casos, el colonialismo era una expresión más del enfoque
mercantilista que prevalecía en la política económica de los Estados
europeos: intentar conquistar mercados para explotarlos de manera
exclusiva e impedir el acceso de los Estados rivales a los mismos. Así, del
mismo modo que los Estados aplicaban políticas de protección del mercado
propio (obstaculizando las importaciones de productos extranjeros) y
políticas de fomento de las exportaciones, también colonizaban territorios
alejados con objeto de garantizarse la explotación exclusiva de los mismos.
El comercio colonial no sólo no estaba abierto al resto de potencias
europeas, sino que, dentro de la propia metrópoli, estaba concedido
oficialmente a una única compañía que se encontraba así en situación de
privilegio. En el caso de Indonesia, por ejemplo, el comercio holandés se
realizaba a través de la Compañía Holandesa de las Indias orientales, que,
explotando su posición como monopolista en Europa y monopsonista en
Indonesia, podía comprar productos indonesios (por ejemplo, especias
como la pimienta) a un precio artificialmente bajo y revenderlos en Europa
a un precio artificialmente elevado. Así, a través de su sistema colonial,
Holanda obtenía unos beneficios extraordinarios, es decir, beneficios
superiores a los que habría obtenido en un escenario alternativo de
comercio internacional en libre competencia. Algo similar ocurría con
Inglaterra y el resto de metrópolis europeas en relación a sus respectivos
sistemas coloniales.
Se ha discutido mucho sobre el grado en que la prosperidad
holandesa del siglo XVII y el dinamismo inglés del siglo XVIII se basaron
en este tipo de beneficios extraordinarios derivados del comercio colonial.
Algunos historiadores económicos han intentado estimar la magnitud de
estos beneficios monopolistas, y han encontrado que el “drenaje” holandés
e inglés sobre sus colonias no suponía sino una parte muy pequeña del PIB
de estos países.87 El problema está en que resulta muy difícil ir más allá y
87
Maddison (2002: 87) estima que, en el momento de mayor esplendor holandés
(en torno a 1700), el “drenaje” holandés sobre Indonesia apenas superaba el uno por
ciento del PIB total holandés. Los beneficios coloniales pudieron, sin embargo,
86
valorar el efecto indirecto de estas actividades coloniales. Puede que, a raíz
de la actividad colonial, mejorara el “saber hacer” de los empresarios y,
con ello, mejorara la capacidad de las economías holandesa e inglesa para
desarrollar otros sectores. También puede que, como consecuencia del
colonialismo, se ofertara a los consumidores holandeses e ingleses una
gama más amplia de bienes (incluyendo bienes tan novedosos como el
azúcar del Caribe, el té de la India, las especias de Indonesia…) que los
estimulara a trabajar de manera más intensa (por ejemplo, asumiendo un
abanico más amplio de actividades), iniciando así una suerte de “revolución
industriosa” en el interior de ambos países.88 Y parece claro que el
comercio colonial impulsó los procesos de urbanización (al generar
empleos en los puertos, astilleros, compañías aseguradoras…) y, por esa
vía, pudo estimular el progreso agrario (al ofrecer a los agricultores un
mercado más amplio de consumidores urbanos cuya mayor renta suponía
una mayor y más diversificada demanda de productos agrarios). Por todo
ello, aunque Holanda e Inglaterra no basaron su dinamismo preindustrial en
el “drenaje” colonial, las actividades coloniales sí generaron externalidades
que contribuyeron a fortalecer la transición hacia una economía orgánica
avanzada.
Dinamismo manufacturero
El dinamismo preindustrial inglés (no tanto el holandés) se completó con el
crecimiento de la actividad manufacturera a partir del siglo XVII. En este
periodo previo a la revolución industrial, no se trataba aún de fábricas
urbanas. Lo más común era el llamado “sistema de encargos” (putting-out
system): un comerciante-empresario proporcionaba materias primas (y, en
ocasiones, instrumentos de trabajo) a trabajadores rurales (que,
generalmente, desempeñaban de manera paralela otras ocupaciones) y, en
el plazo estipulado, estos trabajadores le entregaban el producto
transformado. La cadena de producción completa también podía
incorporar, en una u otra fase del proceso, algún tipo de transformación
manufacturera realizada por artesanos urbanos pertenecientes a gremios,
frecuentemente aquellos tipos de transformación que requerían mayor
cualificación y que orientaban el producto final hacia consumidores de
clase media-alta. Para producciones más modestas, sin embargo, podía ser
suficiente con el ciclo productivo controlado por el comercianteempresario.
representar un porcentaje algo más significativo de la inversión neta generada en la
economía inglesa preindustrial (Pomeranz 2000).
88
De Vries (1994).
87
En este periodo, el principal problema de la manufactura inglesa
organizada por el sistema de encargos era la amenaza de la competencia
extranjera, como mostró el caso de los productos textiles indios
(inicialmente mejor valorados por los consumidores ingleses que los
fabricados en la propia Inglaterra). Sin embargo, esta amenaza fue
desactivada a través de una política proteccionista que estimuló la
sustitución de las importaciones indias por producciones nacionales de
similares características.89 El camino quedó libre entonces para el
crecimiento de una densa red de empresas e iniciativas desarrolladas a
pequeña escala. En muchos sectores, estas iniciativas continuarían
alimentando el crecimiento económico inglés hasta finales del siglo XIX.
Aún haría falta una revolución industrial para que Inglaterra se abriera paso
hacia la era del crecimiento sostenido y el desarrollo moderno. Pero, en
torno a 1750, esta economía orgánica avanzada, que combinaba progreso
agrario con dinamismo manufacturero y hegemonía comercial, se
encontraba probablemente mejor preparada que ninguna otra economía del
mundo para dar un salto de tales características.90
De hecho, para aquel entonces, la economía holandesa había
comenzado a estancarse. Continuaba siendo una de las economías más
prósperas de Europa, pero su PIB per cápita había dejado de crecer y sus
cambios estructurales estaban deteniéndose. Las causas de este
estancamiento son complejas. Por un lado está la adopción generalizada de
políticas mercantilistas por toda Europa: la rivalidad ejercida por Inglaterra
y Francia en busca de la hegemonía se reveló crecientemente insostenible
para Holanda, un país pequeño para el que los crecientes gastos militares
implicaban un desvío de recursos especialmente significativo; a ello hay
que añadir las dificultades creadas por la adopción de políticas
mercantilistas en la estratégica región báltica (Prusia, Rusia, los países
escandinavos). Por otro lado, tras el esplendor del siglo XVII se deterioró
el funcionamiento de algunas instituciones clave de la economía holandesa,
como la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (que comenzó a
desviar una parte creciente de sus beneficios hacia su propia expansión
burocrática y hacia la concesión de recompensas en los entornos de las
altas esferas de la empresa).91 Finalmente, Holanda no disponía de carbón,
así que no podía dar el salto a una economía de base inorgánica. Algunos
especialistas han sugerido que, en realidad, la economía holandesa había
funcionado tan bien que, en torno a 1700, se encontraba muy próxima al
89
Inikori (2002), Chang (2004).
De acuerdo con Pomeranz (2000), quizá solamente una región china (el delta
del Yangzi) se encontraba en una posición comparable. Otros historiadores, como Jones
(2002), ni siquiera conceden esta posibilidad.
91
Arrighi (1999).
90
88
techo productivo propio de todas las economías preindustriales y
difícilmente podía continuar creciendo sobre la base de fuentes de energía
orgánicas.92
La revolución industrial británica
La revolución industrial británica fue el resultado de la combinación de dos
tipos diferentes de crecimiento.93 Por un lado, el crecimiento smithiano
que, basado en tecnología tradicional y una asignación más eficiente de los
recursos, había comenzado durante el tramo final del periodo preindustrial
y que se prolongó hasta finales del siglo XIX. Por el otro lado, la
revolución industrial también fue, lógicamente, el resultado de crecimiento
schumpeteriano. Los sectores líderes de la industrialización, como el textil
algodonero o la siderurgia, concentraron las principales innovaciones
tecnológicas del periodo y lideraron la transición hacia una economía de
base inorgánica. De este modo, el crecimiento económico de la revolución
industrial fue el resultado de dos procesos de cambio paralelos. La
innovación tecnológica de los sectores líderes permitió expandir la frontera
de posibilidades de producción, al tiempo que la economía se aproximaba a
dicha frontera gracias a las ganancias de eficiencia de los sectores que
continuaron basados en tecnología tradicional.
El sistema de fábrica
La revolución industrial no sólo supuso una gran transformación
tecnológica, sino también un cambio organizativo con importantes
consecuencias sociales. No sólo se introdujeron numerosas innovaciones
tecnológicas que, apoyadas en la energía del carbón, permitieron expandir
la producción de los sectores líderes. La revolución industrial también
implicó un cambio fundamental en la forma de organizar la actividad
económica: del sistema de encargos propio del periodo previo se pasó al
sistema de fábrica. Los sectores líderes de la revolución industrial no se
organizaron ya a través de una complicada red que ponía en contacto a
talleres artesanos, empresarios-comerciantes, y campesinos pluriactivos. Se
organizaron en fábricas que centralizaban el proceso productivo; fábricas
92
93
Wrigley (2004).
Wrigley (1991; 1996; 2004).
89
propiedad de un empresario para el que trabajaba un grupo más o menos
numeroso de obreros asalariados.
¿Por qué se produjo la transición al sistema de fábrica? El sistema de
encargos tenía muchas ventajas para los empresarios, y precisamente por
ello había sido la base de la expansión manufacturera de la Inglaterra
preindustrial. Organizar la producción industrial en fábricas tenía en
principio bastantes inconvenientes desde el punto de vista del empresario.
Sería preciso contar con una plantilla de obreros que, dada la rigidez de
horarios necesaria para coordinar el trabajo en una fábrica, no tendrían
ninguna otra fuente de sustento. En consecuencia, el coste salarial de cada
uno de estos obreros era mayor que la retribución que un empresariocomerciante tendría que pagar a un campesino pluriactivo que organizara
libremente el trabajo en su domicilio. Además, la fábrica era un coste en sí
mismo, mientras que los campesinos pluriactivos trabajaban en su propia
casa. Durante el periodo preindustrial, no existió ningún elemento que
reequilibrara la balanza: en la mayor parte de sectores industriales, el
sistema de fábrica no era rentable en relación a la industria domiciliaria y
su sistema de encargos.
La revolución industrial cambió el panorama y desequilibró la
balanza en el otro sentido, en el sentido favorable al sistema de fábrica.
Durante el periodo preindustrial, la demanda de productos industriales
crecía muy lentamente (cuando lo hacía) porque la mayor parte de la
población tenía un nivel de renta tan bajo que los gastos en alimentación y
vivienda absorbían ya buena parte del presupuesto familiar. En estas
condiciones, el sistema de encargos, con su ventaja estática de costes sobre
la fábrica, prevaleció. Sin embargo, conforme la demanda de productos
industriales aumentaba como consecuencia del crecimiento de la renta
(primero, en el contexto de la economía orgánica avanzada; más adelante,
en el marco de los inicios de la industrialización), las ventajas dinámicas de
la fábrica se hacían notar.
Dichas ventajas dinámicas eran de dos tipos. La primera era de
naturaleza tecnológica: la aparición del binomio carbón-máquina de vapor
como base energética para la mecanización de las tareas industriales
incentivó que la producción se concentrara en un único edificio. En el
sector textil, por ejemplo, la fábrica podía contar con una o varias máquinas
de vapor de gran tamaño y alimentarlas con grandes cantidades de carbón,
de donde resultaría una enorme cantidad de energía por trabajador que,
convenientemente aplicada sobre las nuevas máquinas del sector, daría
lugar a grandes producciones. Para aprovechar al máximo el nuevo
potencial energético proporcionado por el binomio carbón-máquina de
90
vapor, era preciso centralizar la producción en fábricas. El sistema de
encargos no podía competir con eso: el empresario-comerciante podía
distribuir la materia prima entre los campesinos pluriactivos, pero ¿cómo
distribuiría la energía? (Podía distribuir carbón entre los campesinos, pero
definitivamente no podía darle una máquina de vapor a cada uno de ellos.)
Por otra parte, junto a este factor de naturaleza tecnológica, la segunda
fuente de ventaja de la fábrica en un contexto de demanda dinámica era de
naturaleza organizativa. Cierto: el sistema de fábrica obligaba a contratar
obreros fabriles cuyos salarios excedían la remuneración del campesino
pluriactivo que trabajaba por encargos, pero, a cambio, el empresario
ganaba un control mucho mayor sobre su mano de obra. El nuevo
empresario fabril podía organizar de manera precisa el trabajo de sus
obreros, desde sus horarios hasta la naturaleza de sus tareas. El empresariocomerciante del sistema de encargos, en cambio, debía confiar en la autoorganización que se impusieran los campesinos pluriactivos. Así, en una
situación de demanda expansiva e innovación tecnológica, el sistema fabril
se impuso sobre el sistema de encargos.94
La formación de la clase obrera
El impacto social del triunfo del sistema de fábrica fue muy grande. Lo que
hasta entonces había sido una compleja red de artesanos, comerciantesempresarios y campesinos pluriactivos se convirtió en un conjunto de
fábricas en las que convivían dos mundos socialmente bien distintos: el
mundo de los empresarios y el mundo de los obreros. Aunque,
formalmente, esta no era una distinción inamovible (como sí lo era la
distinción entre el pueblo llano y los estamentos privilegiados del antiguo
régimen), en la práctica no había mucha movilidad social ascendente. Los
estudios sobre el origen social de los empresarios fabriles han revelado que
estos no se encontraban equitativamente distribuidos entre el conjunto de la
sociedad, sino que provenían sobre todo de las clases medias-altas. Es
cierto que las fábricas de la revolución industrial no eran muy grandes para
los estándares modernos, y que tampoco requerían una inversión inicial tan
grande como la requerida en los sectores punteros de la actualidad. Pero,
evidentemente, no estaba al alcance de cualquiera convertirse en un
empresario fabril. La mayor parte de la población carecía de las
capacidades necesarias para ello: recursos financieros, educación básica,
conocimiento de las redes comerciales…
94
Landes (1979).
91
Dada la desigualdad que prevalecía en la distribución de las
capacidades y recursos de los individuos, la economía de mercado devolvía
como resultado una distribución muy desigual de la renta y del bienestar
entre las clases sociales. La primera fase de la industrialización, hasta
mediados del siglo XIX, presenció la formación de una clase obrera cuyos
salarios eran bajos, cuya esperanza de vida no mejoraba, cuya estatura
media experimentaba retrocesos. Además, las condiciones laborales eran
terribles: la jornada laboral podía alcanzar las 14 horas, no existía
protección social (por ejemplo, bajas remuneradas por enfermedad o por
accidente laboral), era frecuente el trabajo infantil (a cambio, además, de
salarios inferiores a los de los adultos)… Todo ello era posible en un
contexto institucional caracterizado por la ausencia de regulación. Hoy día,
todas las economías de mercado cuentan con numerosas regulaciones sobre
el mercado laboral, ya que admiten que la mano de obra no puede ser
expuesta de manera completa a las leyes de la oferta y la demanda. De este
modo, hay legislaciones sobre salarios mínimos, duración máxima de la
jornada laboral, prohibición del trabajo infantil… La revolución industrial
británica, sin embargo, se gestó en un clima intelectual muy distinto: un
clima en el que reinaba una interpretación extrema del liberalismo
económico, de acuerdo con la cual era preciso permitir un funcionamiento
totalmente libre del mercado laboral y de acuerdo con la cual, por ejemplo,
debían prohibirse las asociaciones obreras que, como los sindicatos,
pudieran interferir en ese libre funcionamiento del mercado.95 (Hay que
tener en cuenta que, desde el punto de vista teórico, un sindicato interfiere
en el libre mercado porque, al negociar conjuntamente las condiciones
laborales de todos los trabajadores, se convierte en algo parecido a un
monopolio de la oferta de mano de obra y, por tanto, tiende a generar
salarios superiores a los de equilibrio.)
Es cierto que, conforme fue avanzando el siglo XIX, el mercado
laboral británico pasó a estar más regulado y, por lo tanto, generó unos
resultados sociales menos problemáticos. Se aprobaron leyes que regulaban
las condiciones de trabajo en las fábricas, y se abrió la puerta a la
formación de sindicatos que defendieran colectivamente los intereses de los
trabajadores. Estas medidas contribuyeron a que, a partir de la parte central
del siglo XIX, las condiciones de vida de la clase obrera británica
mejoraran indudablemente. En cualquier caso, el retraso con el que el
crecimiento económico se transmitió al bienestar de la clase obrera es
significativo del gradualismo con que debemos contemplar el desarrollo
británico: ni comenzó con la revolución industrial (porque la Inglaterra de
mediados del siglo XVIII era ya una economía orgánica avanzada) ni la
95
Polanyi (2003).
92
revolución industrial transformó rápidamente a Gran Bretaña en una
sociedad desarrollada (dada la desigualdad económica y social
prevaleciente durante el inicio de la industrialización).
La persistencia del crecimiento smithiano
Conviene no perder de vista, para terminar, que el éxito de la economía
británica, que cambió para siempre la historia económica de la humanidad,
no consistió exclusivamente en innovación tecnológica y crecimiento
schumpeteriano. El éxito consistió en combinar este tipo de crecimiento
con el crecimiento smithiano generado por otros sectores, que utilizaban
tecnologías más tradicionales y se organizaban de modos más tradicionales.
Este segundo tipo de crecimiento venía alimentando la formación de una
economía orgánica avanzada durante los dos siglos previos, y continuó
contribuyendo al crecimiento británico durante las primeras etapas de la
industrialización.
La aportación del crecimiento smithiano fue decisiva para que Gran
Bretaña evitara los problemas de dualismo que sufrirían muchas economías
subdesarrolladas a lo largo del siglo XX. El dualismo económico consiste
en aquella situación en la que se da una brecha de productividad muy
grande entre un sector moderno, que utiliza tecnología puntera y promete
crecimiento schumpeteriano, y el resto de la economía, que utiliza
tecnología tradicional. La persistencia de situaciones de dualismo es
peligrosa porque tiende a bloquear la continuación del crecimiento
económico a lo largo del tiempo: el estancamiento del sector tradicional
termina generando “cuellos de botella” que obstaculizan progresos
ulteriores del sector moderno. Una agricultura estancada, por ejemplo,
genera problemas para el crecimiento de los sectores industriales porque la
pobreza de los agricultores hace que la demanda de productos industriales
sea baja y porque una oferta agraria escasa encarece la alimentación (y, por
tanto, los salarios) de los trabajadores industriales (lo cual reduce la
competitividad del sector en el ámbito internacional).
Este es el peligro que evitó la economía británica durante la
revolución industrial. En lugar de una economía dualista, fue una economía
bien articulada. En el sector industrial, el crecimiento schumpeteriano de la
industria textil algodonera o la siderurgia convivía con el crecimiento
smithiano (sobre bases tecnológicas y organizativas más tradicionales) de
la industria alimentaria (por poner sólo un ejemplo).96 Y, en el plano
96
Berg (1987).
93
agrario, la senda de progreso abierta durante el siglo XVII continuó vigente
durante buena parte del siglo XIX: no se trataba de un progreso basado en
innovación tecnológica rupturista (como ocurriría a partir de finales del
siglo XIX, con la paulatina introducción de fuentes de energía inorgánicas),
sino de una agricultura orgánica avanzada capaz de establecer sinergias
entre agricultura y ganadería. Los vínculos que existían entre estos sectores
smithianos y los sectores schumpeterianos hicieron que el progreso de cada
uno de ellos se transmitiera al resto, de tal modo que se generó un círculo
virtuoso de crecimiento.
La difusión de la industrialización por Europa continental
La industrialización se difundió desde Gran Bretaña hacia el resto de
Europa noroccidental como una mancha de aceite.97 La razón básica por la
que ello fue así es que, por toda la región, se generalizaron procesos de
innovación tecnológica y cambio institucional que aceleraron el
crecimiento económico. A pesar de que, inicialmente, la legislación
británica prohibía la exportación de maquinaria y conocimientos técnicos
(con objeto de preservar el liderazgo tecnológico del país), las innovaciones
tecnológicas de la primera revolución industrial no tardaron en cruzar
fronteras de manera furtiva. Más adelante, relajadas este tipo de
restricciones, la difusión de la innovación tecnológica se convirtió en una
constante dentro de la economía europea. Junto a este cambio tecnológico,
por todas partes encontramos también cambio institucional destinado a
implantar una sociedad de mercado. La revolución iniciada en Francia en
1789 actuó como una auténtica onda expansiva por todo el continente. El
mercado, cuyo protagonismo como mecanismo de coordinación económica
venía creciendo durante el tramo final del periodo preindustrial, se situó en
el centro de la vida económica, con los consiguientes efectos sobre el
crecimiento smithiano y el crecimiento schumpeteriano.
Así, de la mano de la innovación tecnológica y el cambio
institucional, las economías de Europa noroccidental emprendieron su
transición hacia el desarrollo moderno. Lo hicieron con un lógico retraso
respecto a Gran Bretaña, más si cabe teniendo en cuenta que la
industrialización de la Europa continental no ganó auténtica velocidad
hasta que no terminaron las guerras napoleónicas en 1815. Y, de hecho,
Pollard (1991) describe este proceso como una “conquista pacífica” del
continente europeo por parte de la industrialización.
97
94
ninguna de estas economías tenía un nivel de ingreso per cápita superior al
británico cuando, casi un siglo después, estalló la Primera Guerra Mundial.
Pese a todo, Bélgica, Suiza, Francia o Alemania habían roto ya para
entonces con los largos siglos preindustriales y habían entrado en la senda
del crecimiento sostenido.
La experiencia de estas otras economías de Europa noroccidental
muestra que no había una única vía hacia la modernización económica. En
función de la dotación de recursos, las inercias históricas, las características
sociales y políticas, cada país encontró su propia vía hacia la
industrialización. Bélgica disponía de grandes cantidades de carbón en su
subsuelo, así que, con la ayuda de técnicos británicos inmigrantes, puso en
pie una industrialización que, sin embargo, se diferenció de la británica por
la decidida intervención del Estado en pos del crecimiento económico. Por
otro lado, el desarrollo de la economía suiza, carente de carbón, carente de
comercio marítimo, iba a seguir líneas muy distintas a las del desarrollo
británico: una especialización en productos industriales de alta calidad e
intensivos en conocimiento. También Francia, cuya base energética
continuó siendo orgánica hasta finales del siglo XIX, jugaría la carta de la
calidad frente a la carta inglesa de la cantidad. Mientras tanto, a finales del
siglo, Alemania, basada en un modelo muy distinto al británico en cuanto a
las características de las empresas y a la política económica, no sólo se
convertía en una potencia industrial, sino que amenazaba claramente el
liderazgo tecnológico británico. Había muchos caminos posibles hacia el
desarrollo. Los casos de Francia y Alemania, además de ser importantes en
sí mismos, ilustran esta idea.
La vía francesa hacia la modernidad económica
Francia no pudo competir con Gran Bretaña en la carrera por encabezar el
desarrollo moderno. Para empezar, la economía preindustrial francesa no
fue tan dinámica como la inglesa. Los agricultores franceses eran menos
productivos que los ingleses porque se veían forzados a desarrollar su
actividad en un medio geográfico e institucional menos favorable. Tanto las
características del suelo agrario como las de la climatología dificultaban
que, en buena parte del territorio francés (sobre todo en la mitad sur del
país), los agricultores pudieran realizar las rotaciones de cultivos que
conseguían sinergias entre la actividad agrícola y la ganadera, tal y como
ocurría en Inglaterra. Además, es probable que la sombra del feudalismo
fuera más alargada en Francia que en Inglaterra y que, debido a una
herencia institucional que se remontaba a la Edad Media, los obstáculos
típicamente preindustriales al progreso agrario estuvieran más presentes en
95
Francia que en Inglaterra.98 Junto a los peores resultados de su sector
agrario, la economía preindustrial francesa también se enfrentaba al hecho
de que su sistema de transporte (un elemento clave para canalizar las
sinergias entre los progresos de unos sectores y otros) era menos eficaz que
el inglés. Mientras que el territorio inglés tenía numerosos ríos navegables
que, junto con las comunicaciones costeras, permitían comunicar las
distintas regiones del país con un nivel de eficacia poco frecuente en la
época preindustrial, las regiones francesas estaban peor comunicadas entre
sí debido a que, por razones geográficas, debían depender en mayor medida
del transporte terrestre (más caro, más lento y con menor capacidad de
carga). Finalmente, en la medida en que Francia perdió la lucha por la
hegemonía marítima frente a Inglaterra a lo largo del siglo XVIII, tampoco
obtuvo del comercio internacional unos beneficios (aunque fuera
indirectos) comparables a los británicos.
Y si, durante el periodo preindustrial, los sectores estratégicos de las
economías orgánicas avanzadas no registraron en Francia resultados
comparables a los ingleses, difícilmente podía Francia recuperar la
distancia durante los inicios de la industrialización. Su dotación de carbón
era deficiente y, aunque a partir de finales del siglo XIX este problema
comenzó a verse superado con la aparición de la electricidad (para cuya
producción las montañas y ríos franceses demostrarían estar muy bien
dotados), hasta entonces resultaba casi inevitable que la industria francesa
creciera más lentamente que la británica, ya que aquella no podía
incorporar el mismo bloque tecnológico que, partiendo del binomio carbónvapor, había impulsado la (primera) revolución industrial. Aún en 1913,
después de un siglo de crecimiento moderno, el PIB per cápita francés
estaba claramente por debajo del británico.
Sin embargo, lo más interesante de la historia económica francesa no
es el atraso con respecto a un país que, al fin y al cabo, marcó un antes y un
después en la historia del desarrollo mundial. Lo más interesante es que,
con cierto retraso y de manera algo más pausada, también la economía
francesa consiguió huir del estancamiento y crecer de manera sostenida. A
ello contribuyó, en primer lugar, el hecho de que la economía francesa no
estuviera totalmente inmóvil durante el periodo preindustrial. Es verdad
que no alcanzó resultados comparables a los holandeses o los ingleses
durante los siglos XVII y XVIII, pero sí mostró cierto dinamismo. El peso
del mercado en la vida económica fue aumentando durante estos siglos, lo
cual permitió que al menos algunas regiones experimentaran cierto
98
O’Brien (1996).
96
crecimiento smithiano.99 De hecho, la región en torno a París pudo no ser
tan diferente a una economía orgánica avanzada: sus agricultores
desarrollaban una agricultura bastante intensiva, y el sector agrario
interactuaba con una economía urbana que, basada en la producción de
manufacturas para la corte de la monarquía absoluta, tampoco podría
calificarse de estancada.
Fue precisamente este progreso de la economía de mercado lo que
abrió la puerta al hecho que inaugura la historia contemporánea de Francia
(y del mundo): la revolución iniciada en 1789. La revolución, que abolió la
sociedad estamental (el “antiguo régimen” heredado de los tiempos
feudales), no surgió de la nada, sino que fue impulsada por una clase
empresarial que venía fortaleciéndose durante el siglo previo como
consecuencia del paulatino proceso de mercantilización de la economía
preindustrial francesa. La consecuencia económica más importante de la
revolución fue la instauración de una sociedad de mercado, que dio paso a
un crecimiento económico que durante el siglo XIX largo se aceleró de
manera hasta entonces desconocida en el país.
Como en la mayor parte del mundo occidental, este crecimiento fue
consecuencia del arranque de un proceso de industrialización. Se trató, sin
embargo, de un proceso de industrialización peculiar, distintivo. Hasta que,
a finales del siglo XIX, la electricidad abrió la puerta a la transición de la
economía francesa hacia una base energética inorgánica, la industria
francesa tuvo que basarse en la energía orgánica. Los empresarios buscaron
maximizar el rendimiento de la energía hidráulica, que en principio
garantizaba una escasa cantidad de energía por trabajador y, además, no lo
hacía de manera regular y flexible. Sin embargo, a lo largo del siglo XIX, y
en buena medida gracias a innovaciones como la turbina (innovaciones en
las que los franceses tuvieron mucho que ver), la tecnología para la
explotación de la energía hidráulica mejoró notablemente y permitió
sostener un proceso de industrialización. (Este sería un ejemplo de cómo
los incentivos proporcionados por una sociedad de mercado contribuían al
crecimiento económico de tipo schumpeteriano.)
En parte como consecuencia de esta peculiar base energética, la
industrialización francesa fue protagonizada por empresas más pequeñas
que las británicas. Las fábricas francesas fueron, por lo general, de menores
dimensiones que las británicas, y en Francia persistió en mayor medida que
en Gran Bretaña la pequeña y mediana empresa industrial. Dado que uno
de los determinantes del triunfo del sistema de fábrica tenía que ver con el
99
Hoffmann (2000).
97
aprovechamiento del novedoso binomio carbón-vapor, no resulta extraño
que la dependencia de la energía hidráulica condujera a una
industrialización más descentralizada en el caso francés. Por otro lado,
tampoco resulta extraño que los empresarios franceses no jugaran la carta
de la cantidad (reservada a empresarios que, como los británicos, podían
asegurar gran cantidad de energía a cada uno de sus trabajadores). En su
lugar, buscaron especializarse en productos de cierta calidad: desde
productos de lujo a productos de consumo destinados más a las clases
sociales medias y altas que a las clases bajas. En el caso del sector textil,
por ejemplo, mientras los empresarios británicos copaban el mercado de los
productos de algodón para consumo masivo, los empresarios franceses
dominaban el mercado de productos de seda (un mercado más selecto, al
que no podían acceder todos los consumidores, pero que prometía mayores
beneficios por unidad de producto vendida).
A la altura de 1913, la economía francesa estaba atrasada con
respecto a la británica. El ingreso medio de la población era menor, y el
cambio ocupacional y la urbanización habían progresado de manera más
lenta. En efecto, la relativa descentralización de la industria francesa, unida
a la lentitud del progreso agrario (enfrentado al obstáculo de las
condiciones edafoclimáticas en un mundo aún caracterizado por la
agricultura orgánica) y la lentitud del crecimiento demográfico (dado que,
en Francia, la caída de la natalidad se produjo de manera casi simultánea a
la caída de la mortalidad que dio inicio a la transición demográfica a finales
del siglo XVIII), hicieron que la Francia rural continuara teniendo una
importante presencia. Sin embargo, la economía francesa no sólo había
logrado adentrarse por la senda del crecimiento, sino que afrontaba con
bases sólidas el reto de culminar de su desarrollo a lo largo del siglo XX.
Algunos autores incluso han sugerido que esta vía francesa hacia la
modernidad tuvo costes sociales menores que la vía británica. 100 Mientras
que la industrialización británica generó un aumento de la desigualdad y
una agudización del conflicto entre empresarios y clase obrera, la
industrialización francesa tuvo lugar con menores tensiones sociales. En el
mundo rural, la revolución francesa consolidó al pequeño campesino (en
contraste con el modo en que los cambios agrarios ingleses de los siglos
XVII y XVIII habían fortalecido al gran propietario y, por tanto, habían
aumentado la desigualdad), mientras que las condiciones de vida de la
población urbana no llegaron a ser tan perniciosas como las
experimentadas por la clase obrera británica durante los inicios de la
industrialización. Sus viviendas eran más higiénicas, y las ciudades en las
100
O’Brien y Keyder (1978).
98
que vivían contaban con infraestructuras y equipamientos colectivos más
abundantes. En consecuencia, es probable que la diferencia real entre Gran
Bretaña y Francia en términos de desarrollo humano no fuera tan grande
como sugerirían las cifras de PIB per cápita.
El ascenso de Alemania como potencia industrial
A comienzos del siglo XX, la economía alemana era la economía más
dinámica de toda Europa. Su PIB per cápita era aún inferior al británico,
pero venía acercándose al mismo desde al menos 1870. Durante la segunda
mitad del siglo XIX largo (es decir, entre aproximadamente 1850 y 1913),
Alemania vivió un rápido proceso de industrialización y, de hecho, se
convirtió en uno de los países líderes de la “segunda revolución industrial”
a escala mundial (tan sólo equiparable a la gran potencia industrial no
europea: Estados Unidos). En sectores como la producción de acero o la
industria química, las empresas alemanas se encontraban entre las punteras
desde el punto de vista tecnológico. La economía alemana no destacó
durante el periodo preindustrial, ni tampoco durante la primera fase de la
industrialización. Sin embargo, fue la economía europea que en mayor
medida se incorporó a la segunda revolución industrial.
El éxito alemán se apoyó en cuatro pilares. En primer lugar, una
privilegiada dotación de recursos minerales. La abundancia de carbón era
fundamental para realizar una rápida transición a una base energética de
carácter inorgánico. Ello creaba buenas perspectivas para el desarrollo de
los más diversos sectores; y, unido a la abundancia de hierro, convertía a
Alemania en un candidato claro a convertirse en una gran potencia en el
campo de la siderurgia.
El segundo factor del éxito alemán fue de naturaleza institucional. A
comienzos del siglo XIX, Alemania no existía como tal: se encontraba
fragmentada en un gran número de pequeños Estados independientes. Cada
uno de estos Estados levantaba fronteras económicas con respecto a sus
vecinos: aranceles y otras restricciones al libre movimiento de mercancías
fragmentaban así el espacio económico alemán. Durante la parte central del
siglo XIX, estas fronteras fueron eliminadas como consecuencia de un
proceso de unificación impulsado por el Estado alemán de mayor tamaño y
poder militar: Prusia. En primer lugar se eliminaron, durante la década de
1830, las fronteras económicas: se creó un área de libre comercio a lo largo
y ancho del territorio alemán. Más adelante, en 1871 se eliminaron las
fronteras políticas y Alemania pasó a existir como tal. La unificación
económica y política de Alemania favoreció una asignación más eficiente
99
de recursos (un crecimiento de estilo smithiano) y creó un espacio
económico muy amplio en el que podrían florecer con mayor facilidad las
iniciativas innovadoras por parte de las empresas (que ahora tenían un
mayor mercado que conquistar) y los gobiernos (que ahora tenían un mayor
margen para diseñar una estrategia de industrialización).
El tercer pilar del éxito alemán fue de carácter empresarial. La
industrialización alemana fue liderada por grandes grupos empresariales
que, fuertemente vinculados al sector financiero, pusieron en marcha
iniciativas muy innovadoras que condujeron a la segunda revolución
industrial. En todo ello se diferenciaba el modelo alemán del modelo
británico. Los grupos empresariales que generaron crecimiento
schumpeteriano en Alemania eran mucho más grandes que las empresas
británicas que, bajo el sistema de fábrica, habían propiciado la revolución
industrial. Los grandes grupos alemanes desarrollaban ambiciosos
proyectos empresariales para cuya financiación requerían el apoyo de no
menos grandes grupos bancarios. Se trataba de proyectos que, en casos
como los de la industria química o la siderurgia del acero, requerían
inversiones iniciales tan costosas que tardarían varios años en comenzar a
proporcionar beneficios. De este modo, frente al modelo británico de
pequeños empresarios que se autofinanciaban a través de la reinversión de
sus propios beneficios, el modelo alemán se basó en la colaboración entre
grandes bancos y grandes empresas industriales con objeto de movilizar
grandes sumas de capital en proyectos empresariales a medio y largo plazo.
Este modelo permitió a Alemania acceder al liderazgo tecnológico en
sectores que, como los de la segunda revolución industrial, requerían
fuertes inversiones iniciales. Además, las grandes empresas también
estaban mejor preparadas para organizar actividades de investigación y
desarrollo (a través de departamentos creados específicamente para tal fin),
lo cual también era crucial de cara a una segunda revolución industrial que,
a diferencia de la primera, sería muy intensiva en conocimento.
El cuarto y último pilar del éxito alemán fue la política económica
puesta en práctica por los gobiernos, que buscaron explícitamente impulsar
la industrialización del país. Dos de los campos más importantes en los que
se desarrolló esta acción gubernamental fueron la política comercial y la
política educativa. La política comercial alemana fue proteccionista, ya que
tendió a establecer aranceles elevados para impedir que la industria de otros
países (en especial, la británica) se hiciera inicialmente con el mercado
nacional. El proteccionismo puede ser un arma de doble filo, como
posteriormente han comprobado muchas economías subdesarrolladas a lo
largo del siglo XX. Proteger a los empresarios locales de la competencia
extranjera puede conducir al acomodamiento de los mismos y al
100
mantenimiento de empresas poco eficientes. La política comercial alemana
evitó este peligro porque su proteccionismo se combinaba con incentivos
gubernamentales para que las industrias alemanas fueran madurando,
fueran volviéndose competitivas y, finalmente, fueran capaces de
conquistar los mercados internacionales. Es decir, la política comercial
alemana buscó proteger a la industria naciente como parte de una estrategia
más general de creación de una base industrial competitiva a nivel
internacional. Además, esta política comercial se encontraba bien
coordinada con otras políticas económicas, como por ejemplo la política
educativa.101 Alemania realizó un fuerte esfuerzo de inversión pública en
educación: no sólo educación primaria, sino muy destacadamente
educación secundaria y educación técnica. Como consecuencia de ese
esfuerzo inversor, no sólo era la mano de obra alemana una de las más
cualificadas del mundo a comienzos del siglo XX, sino que las ideas
innovadoras surgían con mayor facilidad que en cualquier otro país
europeo.
Durante la segunda mitad del siglo XIX largo, la combinación de
este modelo empresarial y esta política económica generaron un clima más
propicio que el británico para el crecimiento industrial. A comienzos del
siglo XX, las estructuras británicas parecían anquilosadas.102 Sus
empresarios, acostumbrados al mundo de la (primera) revolución industrial,
no parecían ya tan capaces de asumir riesgos como los gigantes industriales
alemanes (o estadounidenses). Su sistema financiero tampoco estaba
demasiado interesado en los riesgos inherentes a proyectos empresariales
innovadores diseñados a medio o largo plazo. Sus gobernantes, que
financiaron la formidable expansión imperialista británica por el mundo, no
prestaron en cambio gran atención a la promoción de la educación y las
actividades intensivas en conocimiento. Las mismas estructuras
empresariales y políticas que habían conducido al éxito de la (primera)
revolución industrial parecían ahora menos capaces de promover la
segunda revolución industrial que las estructuras empresariales y políticas
de Alemania. Más que hablar mal de Gran Bretaña (que, al fin y al cabo,
seguía siendo una economía próspera en la que el crecimiento se había
convertido en algo habitual), ello dice mucho del poderío alcanzado por
Alemania como potencia industrial durante las décadas previas al estallido
de la Primera Guerra Mundial.
101
102
Chang (2004).
Lazonick (1991).
101
Capítulo 7
LA PERIFERIA EUROPEA
A comienzos del siglo XX, las economías de la periferia europea, formada
por un amplio cinturón de países en el sur y el este del continente (de los
cuales los más importantes eran Italia, España, el Imperio austro-húngaro y
Rusia), estaban menos desarrolladas que Gran Bretaña, Francia o
Alemania.103 La esperanza de vida era más baja que en Europa
noroccidental, dado que la tasa de mortalidad comenzó a caer más
tardíamente en el curso del siglo XIX. El nivel de ingreso medio era
sustancialmente más bajo porque en la periferia europea se registró un
menor dinamismo preindustrial y porque el siglo XIX largo presenció una
industrialización tardía y lenta. De manera relacionada, los cambios
estructurales asociados al crecimiento económico moderno también habían
progresado más lentamente que en Europa noroccidental: la estructura
ocupacional continuaba ampliamente dominada por la población agraria,
mientras que el hábitat rural continuaba predominando sobre el urbano.
Finalmente, otros aspectos relacionados con el bienestar también reflejaban
el atraso relativo de la periferia. El nivel educativo, por ejemplo, era
inferior al de Europa noroccidental. Mientras que, en torno a 1900, casi la
totalidad de la población europea noroccidental se encontraba alfabetizada,
tan sólo aproximadamente la mitad de la población periférica lo estaba. Es
probable que, además, la riqueza se encontrara muy desigualmente
distribuida, por lo que la mayor parte de la población disfrutaba de niveles
de ingreso claramente inferiores a la media (una media ya de por sí baja).
Por si ello fuera poco, los sistemas políticos de la periferia europea venían
caracterizándose por un mayor grado de autoritarismo, con las
consiguientes implicaciones en términos de libertades políticas y derechos
civiles. ¿Por qué no fue la periferia europea capaz de obtener resultados de
103
Además de las referencias que figuran más adelante, este capítulo se basa
ampliamente en Cipolla (ed.) (1987), Sylla y Toniolo (eds.) (1991), Pollard (1991) y
Zamagni (2001).
102
desarrollo comparables a los de Europa noroccidental? Ésa es la primera
pregunta que intentaremos responder a lo largo de este capítulo.
Intentaremos responder también una segunda pregunta. Aún con
todas sus carencias, las economías de la periferia europea tampoco estaban
a comienzos del siglo XX deslizándose hacia el subdesarrollo, como sí lo
estaban haciendo China, la India o tantas economías africanas. El siglo XIX
largo presenció los inicios de una transición demográfica: la tasa de
mortalidad comenzaba a descender y la esperanza de vida de la población
comenzaba a crecer. El ingreso medio de la población creció de manera
significativa durante el siglo XIX largo, sobre todo a partir de
aproximadamente 1850. Ello se correspondió con el inicio de procesos de
industrialización que supusieron la incorporación de tecnología y modelos
empresariales modernos. Paralelamente, una fracción creciente de la
población dejaba de ser analfabeta. Parece claro que el nivel de bienestar de
la población periférica era a comienzos del siglo XX sustancialmente
superior al de apenas un siglo atrás. La segunda pregunta a la que nos
enfrentaremos en este capítulo es: ¿cuáles fueron las claves de este
progreso de las sociedades de la periferia europea durante el siglo XIX?
¿Por qué fueron capaces de romper con su larga historia preindustrial y
evitar el destino de tantas y tantas economías subdesarrolladas?
¿Cuáles fueron las causas del atraso de la periferia europea?
La mayor parte del atraso se generó durante el siglo XIX largo, conforme la
periferia europea no era capaz de igualar el ritmo de crecimiento
económico de Europa noroccidental. Sin embargo, el atraso hundía sus
raíces en un pasado más distante: los resultados económicos de la periferia
comenzaron a quedar por debajo de los de Europa noroccidental durante el
tramo final del periodo preindustrial.104 La formación de economías
orgánicas avanzadas fue mucho menos común en la periferia y, cuando se
produjo, lo hizo más bien a escala regional (no para el conjunto de ningún
país). Esto hizo que la periferia europea se presentara a los inicios de la era
industrial con economías ya relativamente atrasadas. Revisaremos primero
esta historia, para después considerar los factores del atraso durante el siglo
XIX.
104
Cipolla (2002).
103
Las raíces preindustriales del atraso
En la época del tránsito desde la Edad Media a la Edad Moderna, la Europa
mediterránea contaba con algunos activos importantes para el desarrollo de
su economía. Algunas ciudades-Estado italianas, como Génova y Venecia,
se habían convertido en los grandes focos capitalistas de Europa.105 En
estas ciudades-Estado florecía una economía de mercado basada en la
organización del comercio entre Europa y Asia. Nadie en la época de
Shakespeare consideró exótico (o históricamente inadecuado) que una obra
de teatro tratara sobre El mercader de Venecia. La obra se construye en
torno a varios personajes vinculados al comercio marítimo, ya fueran
comerciantes (mercaderes) o financieros (como el temible prestamista
Shylock, auténtico protagonista de la obra) surgidos para dar respuesta a las
necesidades de la actividad comercial. En torno a 1500, el norte de Italia
era probablemente la región más urbanizada de Europa, y en los entornos
de estas ciudades se practicaba una agricultura relativamente intensiva
(teniendo en cuenta las limitaciones propias de la época). Si un
extraterrestre hubiera aterrizado en Europa en 1500 y hubiera tenido que
adivinar cuál sería el país que con mayor probabilidad terminaría liderando
el salto hacia el desarrollo moderno, quizá habría apostado por Italia.
En caso contrario, quizá habría apostado por Portugal o España. A lo
largo del siglo XV, los gobiernos portugueses realizaron considerables
inversiones (en capital físico y humano) para impulsar la posición del país
en el comercio marítimo internacional. El resultado fue la activación por
parte de la flota portuguesa de una novedosa vía de comercio entre Europa
y Asia: bordeando África. Los barcos portugueses recorrían una distancia
muy superior a la de las rutas tradicionales de comercio eurasiático (vía
Oriente Medio), pero estas nuevas rutas, al ser completamente marítimas (a
diferencia de las tradicionales, que incluían amplios segmentos terrestres),
resultaban competitivas en términos de costes. Los portugueses lograron así
penetrar en el comercio del océano Índico y construir un sistema colonial
de importantes proporciones.
España, por su parte, venía desarrollando desde varios siglos atrás
una economía basada en la expansión territorial. La llamada “Reconquista”,
a través de la cual la Península Ibérica fue regresando gradualmente a
manos cristianas, culminó a finales del siglo XIV con la expulsión de los
árabes de Andalucía. Y, casi sin solución de continuidad, esta economía
basada en la expansión territorial y la consiguiente explotación de los
recursos ganados a través de la misma se encontró accidentalmente con un
105
Arrighi (1999).
104
nuevo continente cuando la expedición de Cristóbal Colón (financiada por
capital genovés) tropezó con América. A lo largo del siglo XVI, la
economía española continuó su expansión territorial, en este caso por
América, donde encontró ricos yacimientos de metales preciosos
(especialmente, plata). ¿No constituía este tesoro, convenientemente
apropiado por la corona española, un magnífico punto de partida para
desarrollar la economía preindustrial española?
Pero ninguna de estas opciones cuajó y, en torno a 1700, era evidente
que el foco de mayor dinamismo de la economía europea se localizaba en
el noroeste del continente. ¿Qué había ocurrido mientras tanto en la
periferia mediterránea? La economía italiana se había estancado y su PIB
per cápita, el más elevado de toda Europa a la altura de 1400, apenas había
crecido desde entonces. El esplendor de las ciudades-Estado había
terminado a raíz de la emergencia del Imperio otomano en la ruta
tradicional de comercio eurasiático y, sobre todo, a raíz del desarrollo de
nuevas rutas de comercio por parte del resto de países europeos. Además,
el incipiente sector manufacturero de algunas regiones septentrionales del
país, orientado hacia la producción de mercancías de alta calidad y alto
precio para las elites de toda Europa, había entrado en crisis ante la
irrupción de las manufacturas holandesas, de menor calidad pero
(precisamente por ello) accesibles para una gama más amplia de
consumidores. Por otro lado, los agricultores italianos habían sido
incapaces de incorporar cambios tecnológicos y organizativos comparables
a los puestos en práctica por sus colegas holandeses e italianos.
Especialmente en la mitad sur de Italia, los resultados agrarios eran muy
pobres y, además, se veían agravados por una distribución muy desigual del
ingreso (consecuencia de la muy desigual distribución de la propiedad de la
tierra).
En esa misma fecha, en torno a 1700, la posición de la economía
española era aún peor. Pese a la espectacularidad de las posesiones
españolas en América, y pese a la espectacularidad de los metales preciosos
que continuamente fluían desde el Imperio hasta España, la economía
española se mostraba como una economía débil, incapaz de articular sus
distintos sectores para entrar en un círculo virtuoso de crecimiento. Es
cierto que, durante la mayor parte del siglo XVI, se había expandido la
producción agraria y había crecido la red urbana (especialmente en
Castilla). Sin embargo, entre finales del siglo XVI y finales del siglo XVII,
la economía española se vio sumida en una dura crisis; a la altura de 1700,
el PIB per cápita español era probablemente la mitad del holandés y era
105
inferior al de cualquiera de los otros países grandes de Europa.106 Las
causas de este declive fueron complejas y serán revisadas en el próximo
capítulo, dedicado íntegramente a España. Por ahora, lo que debe quedar
claro es que ni España ni Portugal fueron capaces de articular una
economía bien integrada, en la que los progresos de los distintos sectores se
reforzaran los unos a los otros. La construcción de grandes imperios en
continentes lejanos y el drenaje de metales preciosos no bastaban para
conformar una economía orgánica avanzada: hacía falta una respuesta
interna (en la agricultura, en la manufactura) que activara sinergias entre
los distintos sectores de la economía preindustrial. En ausencia de tal
respuesta, los países ibéricos comenzaron a quedarse atrás.
Aún peor fue el balance del periodo 1500-1800 en Europa oriental y
Rusia. No sólo no hubo crecimiento económico, sino que además se
registró una auténtica regresión desde el punto de vista institucional. En
Europa noroccidental, los Estados y los mercados habían ido ascendiendo
de la mano y, por lo tanto, las relaciones de servidumbre propias del
feudalismo habían tendido a suavizarse. Por el contrario, Europa oriental y
Rusia vivieron un proceso de “refeudalización”. La tímida evolución
institucional que se había comenzado a presenciar se cortó a partir del siglo
XV, cuando las relaciones feudales volvieron a acentuarse y la economía
monetaria volvió a retroceder. Así, por ejemplo, la tendencia a que los
campesinos pagaran su renta en dinero se cortó y, por el contrario,
aumentaron las rentas pagadas en trabajo. En otras palabras: las relaciones
de servidumbre volvieron a fortalecerse. De hecho, algunos especialistas se
refieren a este proceso como “segunda servidumbre”.107
Las consecuencias económicas de la segunda servidumbre fueron
muy negativas. Para empezar, la segunda servidumbre supuso un retroceso
desde el punto de vista del desarrollo como libertad, ya que consolidó
relaciones laborales forzosas y redujo el abanico de opciones abierto para
los campesinos (que eran al fin y al cabo la inmensa mayoría de la
población). Pero, además, la segunda servidumbre tuvo un efecto negativo
sobre la evolución económica de la región, ya que impidió la formación de
mercados laborales flexibles y, dada la gran desigualdad de la renta que
implicaba, también impedía la formación de un grupo más o menos amplio
de consumidores. En estas condiciones, las perspectivas de que en Europa
oriental tuviera lugar una “revolución industriosa” como la detectada en
algunas regiones de Europa occidental eran muy sombrías. En general,
estas economías continuaron dependiendo ampliamente de una agricultura
106
107
Sobre la economía española en los siglos XVI y XVII, Yun (2002A; 2002B).
Kriedte (1994).
106
de baja productividad. Y, allí donde surgieron otros sectores, la
productividad fue también, por lo general, muy reducida. Rusia, embarcada
en una fuerte expansión territorial en su vasto entorno asiático, impulsó
políticas de promoción directa de la manufactura como sector estratégico,
pero las empresas manufactureras rusas, que en ocasiones utilizaban mano
de obra servil (algo que habría resultado impensable en Europa occidental),
tuvieron unos resultados económicos decepcionantes (como, por otro lado,
ocurrió con la mayor parte de empresas europeas impulsadas directamente
por el Estado en este periodo). Así, el Imperio ruso era un gigante (desde el
punto de vista territorial) con los pies de barro (desde el punto de vista
económico). En general, tanto Rusia como Europa oriental entraron en la
era industrial con una notable desventaja con respecto a los países europeos
noroccidentales.108
Los obstáculos geográficos al desarrollo durante el siglo XIX
De lo anterior se deduce que la periferia europea no podía liderar el camino
hacia el desarrollo moderno. Pero, una vez que Gran Bretaña y el resto de
países noroccidentales asumieron dicho liderazgo, ¿por qué no pudo la
periferia europea obtener un ritmo de progreso similar? ¿Cuáles fueron los
obstáculos al desarrollo de la periferia durante el siglo XIX largo? Este
tema ha generado una enorme cantidad de bibliografía, pero podemos
agrupar los obstáculos en dos grandes grupos: aquellos relacionados con la
geografía y el medio físico, y aquellos relacionados con el marco
institucional.
El problema geográfico más importante a que se enfrentaba el
desarrollo de la periferia europea durante el siglo XIX fue la escasez de
carbón. En el sur de Europa, Portugal e Italia apenas tenían carbón,
mientras que España contaba con algunos yacimientos, pero estos ofrecían
un carbón de baja calidad y bastante costoso de explotar. La dotación de
carbón era mejor en el Imperio austro-húngaro y Rusia, pero incluso estos
países contaban con extensas franjas de territorio carentes de este recurso
clave. Hasta finales del siglo XIX, la escasez de carbón planteó una
importante restricción al crecimiento de las economías periféricas,
dificultando que pudieran adentrarse por una senda de cambio comparable,
por ejemplo, a la británica. La transición hacia economías de base
inorgánica fue, de este modo, bastante más lenta que en Europa
noroccidental. A partir de finales del siglo XIX, la electricidad apareció
108
Por ejemplo, de acuerdo con las estimaciones de Van Zanden (2005: 27), el
PIB per cápita de Polonia era inferior a la mitad del PIB per cápita holandés o inglés en
torno a 1800.
107
como una solución a la restricción energética, muy especialmente para
países montañosos (y, por tanto, con un elevado potencial hidroeléctrico)
como Italia y España. Para entonces, sin embargo, el atraso industrial
acumulado era notable.
Además, las condiciones geográficas de la periferia europea también
obstaculizaban el cambio agrario. La experiencia de Europa noroccidental
sugiere que, si bien el sector industrial cumplió un papel schumpeteriano
decisivo, el desarrollo requería una correcta articulación del crecimiento
industrial con el crecimiento del resto de sectores de la economía; en
especial, con el crecimiento del sector agrario, que, en el inicio de un
proceso de industrialización, continúa empleando a la mayor parte de la
población activa. En la periferia europea, sin embargo, los resultados del
sector agrario fueron peores que en Europa noroccidental.109 Entre
comienzos del siglo XVII y finales del siglo XIX, mientras la agricultura de
Holanda e Inglaterra evolucionaba hacia un modelo orgánico avanzado, la
agricultura de la periferia europea continuó siendo una agricultura orgánica
bastante tradicional. Se trataba de una agricultura extensiva, en la que los
rendimientos por hectárea eran bajos, en parte como consecuencia de la
persistencia de rotaciones en las que el barbecho mantenía un gran
protagonismo. Se trataba asimismo de una agricultura poco diversificada,
muy volcada en la producción de cereales y que, sobre todo en el sur del
continente, se veía escasamente acompañada por la ganadería. Las
consecuencias de este escaso dinamismo agrario fueron numerosas. Por un
lado, impidió un crecimiento significativo del nivel de vida de la población
agraria, población que aún en torno a 1900 continuaba siendo claramente
superior en número a la población no agraria. Por otro lado, la lentitud del
crecimiento agrario actuó como un obstáculo para el crecimiento industrial
y urbano, ya que conllevó una oferta de alimentos relativamente inelástica,
dificultó la liberación de mano de obra agraria hacia actividades no agrarias
de mayor productividad, e hizo que la (mayoritaria) población rural
dispusiera de escaso nivel adquisitivo para demandar productos
industriales. Por todo ello, la articulación del sector agrario con el
incipiente sector industrial fue menos fluida que en los países
noroccidentales. (De hecho, la brecha de productividad entre ambos
sectores fue en la periferia europea superior a lo que había sido en los
países noroccidentales durante los inicios de su industrialización.110)
Las causas de este lento crecimiento agrario fueron múltiples, pero
todo el mundo está de acuerdo en que una de ellas fueron las condiciones
109
110
Simpson (1997), Gallego (2001).
Crafts (1984).
108
geográficas y ambientales en que debían desarrollar su actividad los
agricultores de la periferia. La senda abierta por los agricultores holandeses
e ingleses a partir del siglo XVII no era accesible para todos los
agricultores europeos. Para implantar el nuevo sistema de rotaciones, para
reducir el barbecho, para generar complementariedad entre las actividades
agrícolas y ganaderas, era preciso contar con un índice de humedad
relativamente elevado. En condiciones climatológicas caracterizadas por la
aridez, como las que eran propias en el sur del continente (en Portugal, en
la mayor parte de España y la mayor parte de Italia), no era posible poner
en práctica este modelo de agricultura orgánica avanzada. Bajo tales
condiciones, y hasta que las innovaciones tecnológicas agrarias de finales
del siglo XIX comenzaron a introducir fuentes de energía inorgánicas, era
mucho más complicado huir de la agricultura extensiva y poco
diversificada. En ausencia de un nivel comparable de precipitaciones,
resultaba inviable replicar las prácticas de los agricultores del norte de
Europa: era preciso continuar dejando amplias superficies agrarias en
barbecho, y el crecimiento de la cabaña ganadera se veía limitado por la
captación de superficies y recursos energéticos por parte del cultivo de
cereales para el consumo humano. Por ello, la productividad de los
agricultores periféricos no podía ser similar a la de los agricultores de
Europa noroccidental. A ello hay que añadir que, en la mayor parte de
regiones de la periferia, las características de los suelos eran menos
favorables y, en muchas de ellas, los accidentes orográficos limitaban aún
más el potencial de crecimiento agrario. Es probable que los agricultores de
la periferia europea hubieran podido obtener mejores resultados en caso de
haber desarrollado su actividad bajo un marco institucional diferente, pero
no cabe duda de que, por motivos geográficos, su potencial de crecimiento
era inferior al de sus colegas de Europa noroccidental.
Los obstáculos institucionales
No todos los problemas de la periferia europea se derivaban, sin embargo,
de sus condiciones geográficas. El marco institucional era también, en
términos generales, menos favorable para el desarrollo que el de Europa
noroccidental.
En primer lugar, la formación de sociedades de mercado fue en la
periferia europea un fenómeno más tardío que en Europa noroccidental.111
Es cierto que, ya desde comienzos del siglo XIX y en el marco de la onda
expansiva de la Revolución francesa, la periferia registró diversas
111
Berend y Ranki (1982).
109
revoluciones y reformas de signo liberalizador. (La España de las Cortes de
Cádiz es un ejemplo tan bueno como cualquier otro.) Sin embargo, estas
oleadas de cambio se vieron frecuentemente intercaladas por episodios de
reacción por parte de los partidarios del antiguo régimen. El Congreso de
Viena de 1815 fue una apuesta clara en ese sentido y, aunque no logró
restablecer completamente el antiguo régimen, sí fue capaz de ralentizar el
proceso de formación de las sociedades de mercado. En España, la
sociedad de mercado no se consolidó hasta el triunfo de los isabelinos en la
primera guerra carlista en 1840, y varias de las reformas clave (como las
desamortizaciones de la tierra y el subsuelo) no tuvieron lugar hasta las
décadas de 1850 y 1860. En Italia, la formación de la sociedad de mercado
fue un proceso vinculado a la unificación política del país, que no culminó
hasta 1870. En el Imperio austro-húngaro y Rusia, la formación de la
sociedad de mercado chocó además con el formidable obstáculo que
suponía la tendencia hacia la refeudalización de los siglos previos. Las
reformas liberalizadoras, entre las que se encontraba la abolición de la
servidumbre, se abrieron paso en el Imperio austro-húngaro durante el
segundo tercio del siglo XIX; en Rusia lo hicieron de manera aún más
tardía, ya que el mercado de la tierra no se liberalizó hasta llegada la
primera década del siglo XX.
Dados los efectos del marco institucional sobre el crecimiento
smithiano y el crecimiento schumpeteriano, parece claro que esta tardanza
en la formación de sociedades de mercado contribuyó al atraso de la
periferia europea durante el siglo XIX. Pero, además, el modo en que al
final se produjo la transición del antiguo régimen a la sociedad de mercado
también pudo tener efectos negativos sobre las perspectivas de desarrollo
de estos países.
La transición institucional consolidó un modelo de sociedad
caracterizado por un elevado grado de desigualdad. Las reformas liberales
que se sucedieron en la periferia europea durante el siglo XIX aumentaron
el espacio para el funcionamiento de los mercados, pero no generaron una
distribución más equitativa de las capacidades y recursos necesarios para
participar con éxito en dichos mercados. (Ello en parte reflejaba la
debilidad política y social de los partidarios del liberalismo en estas
economías relativamente poco desarrolladas, debilidad que los condujo a
pactar con los estamentos privilegiados del antiguo régimen una transición
hacia la sociedad de mercado que no perjudicara los intereses de estos.) La
mejor ilustración de ello viene dada por la tierra, el factor productivo clave
en economías agrarias como éstas. El entendimiento entre los liberales y
los antiguos estamentos privilegiados pasaba por liberalizar el mercado de
la tierra sin alterar la distribución de su propiedad. Por ello, la tierra
110
continuó distribuida de manera muy desigual. En Europa oriental, dejó de
haber una sociedad estamental de señores feudales y siervos, pero la nueva
economía de mercado funcionó sobre la base de una gran concentración de
la propiedad de la tierra en una elite agraria de antiguos aristócratas y
nuevos empresarios capitalistas. En las regiones meridionales de la
Península Ibérica e Italia, las reformas también abrieron la puerta a la
concentración de la propiedad de la tierra en una reducida elite de
latifundistas. Pero no sólo la tierra: también la educación, por ejemplo, se
encontraba distribuida de manera muy desigual en la periferia europea.
Amplios segmentos de la población, en especial en las clases medias-bajas
y clases bajas, continuaron sin alfabetizar y sin acceder a las ventajas del
sistema educativo. Dada esta desigual distribución de los recursos y las
capacidades, la economía de mercado no podía sino devolver una
distribución igualmente desigual de los ingresos.
La desigualdad funcionó en contra del desarrollo de la periferia por
dos motivos. Primero, porque actuó de manera negativa contra el nivel de
bienestar de los grupos sociales desfavorecidos. Y, segundo, de manera
más indirecta, porque generó efectos macroeconómicos desfavorables. Las
empresas de la periferia se encontraron con una demanda interna
relativamente débil, ya que, mientras una parte desproporcionada del
consumo era consumo de lujo por parte de las elites, buena parte de la
población carecía de niveles de renta suficientes para erigirse en
consumidores regulares de una gama amplia de productos.112 Además, a
partir de finales del siglo XIX y en el marco de la segunda revolución
industrial (intensiva en conocimiento), los bajos niveles educativos de la
mayor parte de la población comenzaron a constituir un obstáculo
importante para el crecimiento económico. La creatividad tecnológica de la
periferia fue sistemáticamente inferior a la de Europa noroccidental, y la
propia capacidad para absorber innovaciones generadas en otros países se
veía dañada por la persistencia de altos niveles de analfabetismo y, en
general, resultados educativos pobres.113
Todo ello contrastaba con la experiencia de los países escandinavos
durante ese mismo siglo XIX. En torno a 1800, ninguno de los países
escandinavos estaba claramente por delante de la periferia mediterránea y
oriental del continente. En cierta forma, también ellos pertenecían a la
periferia: escaso dinamismo preindustrial, bajos niveles de ingreso, malos
indicadores de desarrollo humano y, en algunas partes, condiciones
institucionales peligrosamente próximas a la segunda servidumbre. A la
112
113
Para España, Nadal (1999).
Núñez (1992) mantiene esta tesis para el caso concreto de España.
111
altura de 1913, sin embargo, los países escandinavos habían comenzando a
incorporarse al núcleo de países europeos avanzados. Hubo muchas causas,
pero sin duda fue importante el modo en que la formación de sus
sociedades de mercado tuvo lugar en el marco de procesos de cambio
institucional que no sólo garantizaron un mayor espacio para los mercados,
sino que también favorecieron una distribución más igualitaria de las
capacidades (como la educación) y los recursos (como la tierra) necesarios
para participar en la economía de mercado. El resultado no sólo fue una
sociedad menos desigual, sino también una sociedad con mayor capacidad
para generar crecimiento económico.114
Los problemas institucionales de la periferia no terminaban ahí. No
sólo se realizó tardíamente la transición hacia la sociedad de mercado y se
favoreció un modelo de sociedad con elevados niveles de desigualdad.
Además, los gobiernos de la periferia europea no aplicaron durante la
segunda mitad del siglo XIX largo (1850-1913) una estrategia que
coordinara instrumentos de política industrial, política tecnológica, política
educativa y política comercial para acelerar el proceso de desarrollo y hacer
posible la convergencia con los países líderes europeos. Tal estrategia no
había sido necesaria en el caso de la primera revolución industrial y el
ascenso de la economía británica, pero sí estaba contribuyendo
decisivamente al ascenso de la economía alemana en el contexto de la
segunda revolución industrial. Por diferentes motivos, los gobiernos de la
periferia no fueron capaces de realizar un uso ordenado y coherente de
estos diversos instrumentos de política económica.115
Todos los países de la periferia optaron por políticas comerciales
proteccionistas, igual que Alemania y la mayor parte de países occidentales
desde finales del siglo XIX. Los gobiernos protegieron a los agricultores,
que no podían hacer frente a la amenaza que suponía el menor precio de las
importaciones de trigo de América y Oceanía, y también a los industriales,
que a menudo tampoco podían hacer frente a la competencia extranjera. Sin
embargo, detrás de estas decisiones no había una estrategia general de
desarrollo. Más que un proteccionismo selectivo y encaminado a fortalecer
la estructura productiva y la competitividad internacional a medio plazo, se
trataba de un proteccionismo más intenso y generalizado. Carentes de la
estructura de incentivos vigente en Alemania gracias a otras disposiciones
de política industrial y comercial, los empresarios industriales de la
periferia tendieron a replegarse sobre su protegido mercado interno y
114
Lingarde y Tylecote (1999), Sandberg (1993), O’Rourke y Williamson
(1997).
115
Los problemas de la política económica española durante este periodo son
ilustrados por Carreras y Tafunell (2004), entre otros muchos.
112
apenas fueron capaces de conquistar mercados extranjeros.116 Tampoco la
educación era una prioridad para los gobiernos de la periferia, por lo que la
cualificación de la mano de obra era más baja y la creatividad tecnológica
no podía compararse con la de Alemania.
Y, sin embargo, progreso…
La periferia europea no logró resultados de desarrollo comparables a los de
Europa noroccidental, pero tampoco se deslizó por el peligroso camino del
subdesarrollo. Hubo atraso, pero también hubo progreso. El progreso de la
periferia bebía de dos fuentes: en primer lugar, un crecimiento de tipo
smithiano, que en algunas partes se inició ya en el siglo XVIII y que, más
adelante, durante el siglo XIX, se propagó por casi todas. En segundo
lugar, el desarrollo de la periferia se vio acelerado durante el siglo XIX por
la aparición de crecimiento schumpeteriano como consecuencia de la
absorción de innovaciones tecnológicas generadas en Europa
noroccidental.
Más vale tarde que nunca: el crecimiento smithiano en la periferia
A partir del siglo XVII, Holanda e Inglaterra dieron el salto a economías
orgánicas avanzadas. La clave no fue la innovación tecnológica, sino
mejoras organizativas e institucionales que hicieron posible una asignación
más eficiente de recursos y un aprovechamiento más pleno del potencial de
crecimiento de las economías preindustriales. Es decir, la clave fue un
crecimiento de tipo smithiano. La mayor parte de la periferia europea
quedó fuera de esta dinámica. En la mayor parte de regiones de Rusia,
Europa oriental, Italia o la Península Ibérica, el periodo 1500-1800 fue un
periodo de estancamiento. Sin embargo, a partir del siglo XVIII algunas
regiones de países periféricos experimentaron un cierto dinamismo
smithiano. Uno de los casos más claros fue el de la región española de
Cataluña, como trataremos en el próximo capítulo. En general, en España
el siglo XVIII, marcado por el inicio del absolutismo borbónico (en
sustitución del absolutismo de los Austrias), registró el paso a una política
económica que, sin amenazar los rasgos básicos del antiguo régimen, sí
concedió algo más de margen a la economía de mercado y aumentó la
116
Éste es el argumento de Fraile (1991) para el caso de los empresarios
industriales españoles.
113
seguridad jurídica de quienes participaban en la misma. 117 Parece que
procesos similares tuvieron lugar en otras partes del sur de Europa, y quizá
también en las partes más occidentales de Europa oriental. Dinámicas como
la protoindustrialización, la “revolución industriosa”, la intensificación de
la agricultura orgánica, la expansión de las redes comerciales… no fueron
totalmente exclusivas de Europa noroccidental.
Sin embargo, antes de 1800 estas dinámicas estuvieron presentes de
manera aislada y débil en la periferia europea. Fue durante el siglo XIX
cuando la tendencia hacia el crecimiento smithiano se manifestó de manera
más general y significativa. La causa básica fue la paulatina liberalización
del marco institucional. Por todas partes se liberalizaron los mercados
internos y se favoreció la integración nacional de los mercados regionales.
Por todas partes, igualmente, se favoreció la mercantilización de los
factores productivos. Se derogaron, por ejemplo, la mayor parte de las
regulaciones de origen feudal que afectaban a la tierra, impulsando una
definición de derechos de propiedad más ajustada al canon liberal de la
propiedad privada, individual y plena (es decir, con plena capacidad para
decidir sobre la misma, sin que ninguna otra persona o colectivo tuviera
derecho a participar en la toma de decisiones). Así se pusieron en marcha
procesos de desamortización y desvinculación de tierras, que inyectaron
grandes cantidades de tierra en el mercado y abrieron la puerta a un
crecimiento agrario basado en la expansión de la superficie cultivada. Los
rendimientos por hectárea continuaron siendo bajos, pero, al menos, el
cambio institucional hacía posible cultivar superficies que hasta entonces se
habían mantenido fuera del mercado. También los otros dos factores
productivos, la mano de obra y el capital, pasaron a ser utilizados de
manera más eficiente como consecuencia de las reformas liberales. El caso
más claro de ello fueron los cambios registrados en Europa oriental y Rusia
a raíz de la abolición de la servidumbre: se eliminaron buena parte de las
restricciones a la movilidad geográfica y sectorial de los trabajadores, con
lo que el mercado desplazó a la regulación como principal mecanismo de
asignación de los recursos laborales.
Como consecuencia del cambio institucional, las economías de la
periferia europea pasaron a operar con mayor nivel de eficiencia,
aproximándose a su frontera de posibilidades de producción. De hecho, la
formación de sociedades de mercado por toda la periferia europea permitió
a los agentes económicos responder con mayor vigor a los estímulos
proporcionados por la globalización del siglo XIX. En particular, el
117
Sobre la economía española durante el siglo XVIII, Llopis (2002A). Ringrose
(1996) incluso ve aquí el inicio de un ciclo más largo de prosperidad que se prolongaría
durante el siglo XIX.
114
aumento de los niveles de renta en Europa noroccidental y Estados Unidos
abrió la puerta a exportaciones de productos agrarios para los que la
periferia contara con algún tipo de ventaja geográfica; por ejemplo,
productos mediterráneos como el vino, el aceite de oliva y los cítricos. En
ausencia de un marco institucional relativamente liberalizado, los
agricultores de la periferia europea habrían carecido de la flexibilidad
necesaria para reestructurar sus explotaciones en función de las tendencias
de la demanda global. Por ello, el cambio institucional del siglo XIX no
sólo permitió a la periferia europea hacer realidad un potencial de
crecimiento hasta entonces desperdiciado, sino que también facilitó el
aprovechamiento de las nuevas oportunidades de crecimiento
proporcionadas por la globalización.
La absorción de innovaciones
No menos importante para el desarrollo de la periferia fue, sin embargo, el
hecho de que, al mismo tiempo que la economía se aproximaba a su
frontera de posibilidades de producción, esta frontera se desplazaba como
consecuencia de la incorporación de innovaciones tecnológicas y la
aparición de nuevos sectores de actividad.
Uno de los principales símbolos de esta modernidad fue la
construcción y puesta en marcha de sistemas ferroviarios por toda la
periferia europea. La introducción de esta innovación schumpeteriana se
basó en buena medida en la recepción de inversiones extranjeras (en
especial, de empresarios franceses) y la importaciones de maquinaria y
bienes de equipo procedentes de Europa noroccidental (en especial,
productos siderúrgicos ingleses y alemanes). La recepción de inversiones
extranjeras también fue en algunos casos importante para impulsar el
desarrollo de nuevos sectores, como la minería. Las inversiones británicas
en el sur de Europa, por ejemplo, permitieron poner en valor recursos del
subsuelo que hasta entonces se habían mantenido sin explotar como
consecuencia de la falta de demanda interna. (Un buen ejemplo es el plomo
del sur de España.)
Pero, sin duda, el elemento principal de crecimiento schumpeteriano
vino dado por el arranque de procesos modernos de industrialización en
diferentes regiones de la periferia europea. El proceso fue muy desigual
desde el punto de vista geográfico: mientras la mayor parte de la industria
moderna se concentraba en unas pocas regiones (Cataluña y País Vasco en
España, Piamonte y Lombardía en Italia, Bohemia en el Imperio austrohúngaro), muchas otras regiones de la periferia europea continuaron siendo
115
regiones agrarias con niveles de desarrollo muy inferiores. La industria
moderna de la periferia absorbió, a través de importaciones de tecnología y
maquinaria, las innovaciones tecnológicas que estaban alimentando la
primera y la segunda revoluciones industriales en el resto de Europa:
innovaciones en el sector textil, en la siderurgia, en la industria química…
Algunos países de la periferia también absorbieron innovaciones de tipo
organizativo: la industrialización del Imperio austro-húngaro, por ejemplo,
fue financiada por grandes entidades bancarias que mantenían
compromisos a largo plazo con las grandes empresas industriales; es decir,
algo parecido al modelo alemán que tan buenos resultados dio en las
décadas previas a la Primera Guerra Mundial. En general, la
industrialización de la periferia siguió una secuencia similar a la de Europa
noroccidental: inicialmente, la mayor parte de la actividad manufacturera
se concentraba en los bienes de consumo (alimentos, textiles) y,
posteriormente, la industrialización iba haciéndose más compleja y
diversificada, con los bienes de inversión (siderurgia, maquinaria industrial,
productos químicos) ganando terreno. La principal excepción a esta regla
vino dada por Rusia, en donde el Estado desarrolló una política de fomento
de la industrialización inspirada por motivos geoestratégicos y que, por lo
tanto, primó a las industrias de bienes de inversión (fundamentales para la
modernización del ejército y la actividad militar) sobre las industrias de
bienes de consumo.118
¿Economías duales o economías articuladas?
Las economías de la periferia tenían en el siglo XIX ciertos elementos de
dualismo. La diferencia de productividad entre la industria (como sector
“moderno”) y la agricultura (como sector “tradicional” que aún a
comienzos del siglo XX continuaba empleando a la mayor parte de la
población activa) era mayor en la periferia que en Europa noroccidental.119
Además, algunos de los nuevos sectores de actividad aparecidos a lo largo
del siglo XIX parecían incapaces de generar encadenamientos con el resto
de sectores de la economía local. La minería del sur de España funcionó en
buena medida como un enclave de los intereses empresariales británicos,
sin que su crecimiento se transmitiera de manera apreciable a la economía
local. Algo parecido ocurrió con la mayor parte de la industria rusa, cuyos
encadenamientos fueron limitados: dado el desproporcionado peso que la
industria pesada tenía en relación a la industria productora de bienes de
consumo, sus vínculos con otros sectores preexistentes fueron modestos,
118
119
Grossman (1989), Gerschenkron (1968).
Crafts (1984).
116
como también fue modesta su conexión con el consumidor ruso medio.
Además, y por otro lado, existían grandes disparidades regionales en los
niveles de desarrollo: en Italia y España, disparidades entre las regiones
industriales del norte y las mitades meridionales de ambos países; en el
Imperio austro-húngaro, entre una región industrial como Bohemia y las
regiones agrarias del este del Imperio.120 Había problemas de articulación
sectorial, regional y social que, en cierta forma, anticipaban las difíciles
situaciones que más adelante encontrarían muchas economías atrasadas
cuando iniciaran sus procesos de industrialización.
Sin duda, estos problemas de articulación ralentizaban el desarrollo
de la periferia. Ahora bien, no llegaron a alcanzar una magnitud suficiente
para bloquear el desarrollo (como sí ocurriría más tarde en economías
subdesarrolladas de otros continentes). Junto a elementos de dualismo,
hubo numerosos elementos de articulación. En las regiones periféricas más
industrializadas, había generalmente círculos virtuosos entre sus procesos
de cambio industrial, cambio agrario y cambio comercial. Más que
enclaves de tecnología extranjera en un mundo de atraso local, las
industrias modernas eran focos de crecimiento que, a través de sus vínculos
con otros sectores y con el consumidor final, difundían el desarrollo a
través del tejido social. El crecimiento de la industria moderna, y el proceso
de urbanización asociado a la misma, abrió oportunidades para el
crecimiento de otros sectores, desde sectores industriales con un mayor
contenido tradicional (como la industria alimentaria) hasta la propia
agricultura. Por otro lado, la aparición del ferrocarril, con la consiguiente
revolución en los medios de transporte y la integración de los mercados
regionales en un único mercado nacional, fue un episodio schumpeteriano
rápidamente seguido de reacciones smithianas por parte de agricultores y
empresarios industriales y comerciales.
De manera pausada, los países de la periferia europea estaban
poniendo las bases de su modernización económica y social. Su atraso con
respecto a los países de Europa noroccidental era claro, pero también era
clara la distancia que los separaba de la mayor parte de países que, sobre
todo en Asia y África, caminaban hacia el subdesarrollo.
120
Zamagni (2001).
117
Capítulo 8
ESPAÑA
La historia económica de España durante el periodo previo a 1900 se
estructura en torno a dos grandes preguntas. La primera es por qué se
convirtió la economía española en una economía atrasada en el contexto
europeo. El atraso comenzó a gestarse en el siglo XVII, cuando, mientras
Holanda e Inglaterra realizaban su transición a economías orgánicas
avanzadas, la economía española se quedaba estancada. De manera
sintomática, tras un siglo XVI de crecimiento meramente maltusiano, el
siglo XVII fue para España un siglo de retroceso demográfico (además del
siglo del declive de la dinastía de los Austrias). A pesar de que el
crecimiento maltusiano regresó a lo largo del siglo XVIII (de la mano de la
dinastía borbónica), España entró en la era industrial con un rezago de
cierta importancia con respecto a Europa noroccidental. La era industrial,
por su parte, se saldó con resultados peores que los de Europa
noroccidental. La industrialización española comenzó más tarde (a
mediados del siglo XIX) y transcurrió de manera más pausada. En
consecuencia, a comienzos del siglo XX, el ingreso medio de la población
española estaba más lejos de la media de Europa noroccidental de lo que lo
había estado en torno a 1800. La economía española continuaba siendo por
aquel entonces una economía eminentemente agraria, en la que apenas se
había registrado cambio ocupacional. Además, el balance de España no era
mucho mejor en términos de salud y educación. La transición demográfica
no comenzó hasta llegado el siglo XX, cuando el riesgo de mortalidad
comenzó a descender de manera clara y generalizada. Así, a la altura de
1900, la tasa de mortalidad española continuaba siendo bastante similar a la
propia de las sociedades preindustriales; era, por lo tanto, una tasa
claramente superior a la de Europa noroccidental. El panorama educativo,
por su parte, también era decepcionante en comparación con los países
europeos noroccidentales. Mientras que, a la altura de 1900, estos habían
logrado alfabetizar a la práctica totalidad de sus poblaciones, el
118
analfabetismo continuaba afectando a aproximadamente la mitad de la
población española. En suma, si comparamos a España con Europa
noroccidental, obtenemos que sus resultados de desarrollo durante el
periodo previo a 1900 fueron mediocres. ¿Por qué?
Sin embargo, lo que parece mediocridad en comparación con Europa
noroccidental toma un aspecto más saludable si tomamos como referente
de comparación el mundo al completo. A comienzos del siglo XX, España
mostraba unos resultados de desarrollo más positivos que los de la mayor
parte de países del mundo, y había evitado deslizarse por la senda del
subdesarrollo. Era una economía atrasada, pero mostraba signos de un lento
progreso. Durante la primera mitad del siglo XIX, se registró el final del
antiguo régimen y la formación de una sociedad de mercado, un cambio
institucional que, como en otras partes de Europa, favoreció la aceleración
del crecimiento económico (tanto smithiano como schumpeteriano). Más
adelante, durante la segunda mitad del siglo XIX, arrancó un proceso de
industrialización. Aunque, a la altura de 1900, dicho proceso avanzaba
lentamente y se encontraba muy concentrado en unas pocas regiones
(básicamente Cataluña y País Vasco), estaban poniéndose las bases de la
modernización económica que culminaría a lo largo del siglo XX. Por todo
ello, puede considerarse que la España de 1900 era ya, cuando menos, una
economía en vías de desarrollo. Es decir, una economía aún no desarrollada
(en el sentido en que ya lo estaban las de Europa noroccidental), pero
tampoco una economía estancada. Ahí entra nuestra segunda pregunta:
¿por qué fue capaz la economía española, aún con todas sus insuficiencias,
de registrar este progreso?
Estas dos preguntas se entrecruzan en cada uno de los dos apartados
del presente capítulo: el primero sobre la economía española durante el
antiguo régimen, el segundo sobre la economía española durante el siglo
XIX.
La economía española durante el antiguo régimen
El atraso económico de la España contemporánea hunde sus raíces en el
tramo final del periodo preindustrial, probablemente en el siglo XVII.121
España no fue capaz entonces de convertirse en una economía orgánica
avanzada: más bien fue una economía orgánica estancada. Sabemos que las
121
Este apartado está basado en Yun (2002A; 2002B) y Llopis (2002A; 2004).
119
economías orgánicas avanzadas europeas (Holanda e Inglaterra) se basaban
en la combinación encadenada de modestos progresos en varios sectores:
una agricultura que se hacía algo más intensiva, una producción
manufacturera que se incrementaba, un comercio marítimo que aportaba
importantes beneficios… España contaba, en principio, con unas buenas
perspectivas en el último de estos aspectos. De hecho, contó con tales
perspectivas en una fecha bastante temprana en relación a Holanda e
Inglaterra: a raíz del descubrimiento y posterior colonización de América,
España se encontró al frente de un imperio cuyo subsuelo contenía
abundantes metales preciosos que, a lo largo del siglo XVI, comenzaron a
fluir hacia la metrópoli. Sin embargo, este activo en el plano exterior no se
vio complementado por una respuesta consistente por parte de la economía
interna del país. Ni la agricultura ni la manufactura mostraron en España un
dinamismo comparable al de las economías orgánicas avanzadas de Europa
noroccidental.
La agricultura española no vivió un proceso de intensificación
similar al liderado a partir del siglo XVII por los agricultores holandeses e
ingleses. A lo largo del siglo XVI, la agricultura española creció de manera
puramente extensiva: se expandió la superficie de cultivo y creció la
población empleada en la agricultura, pero ni los rendimientos de la tierra
ni la productividad del trabajo mejoraron. Más adelante, a lo largo del siglo
XVII, la agricultura no sería capaz de lograr siquiera de este tipo de
crecimiento maltusiano. Y, finalmente, a lo largo del siglo XVIII regresó el
crecimiento maltusiano, pero es probable que éste fuera inferior al que
podría haberse logrado.
La agricultura española obtuvo resultados peores que las agriculturas
holandesa o inglesa por dos motivos. En primer lugar, las condiciones
geográficas a que se enfrentaban los agricultores españoles eran más
desfavorables. El bajo nivel de precipitaciones, combinado con el carácter
montañoso de buena parte del territorio y la gran diferencia de temperatura
entre las estaciones del año, impedía reorganizar las explotaciones en el
mismo sentido en que lo hicieron los agricultores de Europa noroccidental:
introducir nuevas plantas (como las forrajeras) en la rotación de cultivos,
disminuir el peso del barbecho y aumentar la cabaña ganadera. Expuestos a
condiciones geográficas diferentes, los agricultores españoles continuaron
practicando una agricultura extensiva, ampliamente volcada sobre el
cultivo cerealista y en la que debían reservarse grandes superficies en
barbecho. Sin embargo, junto al motivo geográfico había también un
motivo institucional. Por motivos geográficos, el potencial de la agricultura
española era inferior al de las agriculturas de Europa noroccidental, pero,
por motivos institucionales, la agricultura española se acercó menos a su
120
potencial que las agriculturas holandesa o inglesa. Mientras que, a lo largo
del siglo XVII, Holanda e Inglaterra culminaron su transición a la sociedad
de mercado, España continuaba teniendo un marco institucional típico del
“antiguo régimen”. Esto hizo que la estructura española de incentivos fuera
menos favorable al cambio agrario. De hecho, cuando la agricultura
española volvió a crecer de manera básicamente maltusiana a lo largo del
siglo XVIII, es probable que lo hiciera por debajo de su potencial debido a
restricciones institucionales. La Mesta, la organización corporativa que
defendía los intereses de los grandes ganaderos trashumantes castellanos,
se había convertido por aquel entonces ya en un poderoso grupo de presión
con gran capacidad para influir sobre la política económica. La Mesta
lideró un “frente antirroturador”, compuesto también por algunas elites
rurales y cuyo objetivo era impedir que la transformación de las superficies
de pasto en superficies de cultivo para la alimentación humana. Esta
defensa de los intereses ganaderos a costa de los intereses agrícolas tuvo
bastante éxito, ya que se pusieron en cultivo menos superficies de las que
se habrían puesto en cultivo en caso de haber funcionado un mercado libre
(teniendo en cuenta que la población y, por tanto, la demanda de alimentos
crecieron de manera importante a lo largo del siglo XVIII).
Tampoco el sector manufacturero se expandió de manera importante.
Aunque España no fue ajena al proceso de protoindustrialización, éste
avanzó de manera mucho más modesta que en Europa noroccidental. De
hecho, el sector manufacturero español perdió la oportunidad de expandirse
a través de la demanda protegida del Imperio en América, dado que, en
realidad, la mayor parte de las manufacturas exportadas por los barcos
españoles hacia el Imperio se producían en Europa noroccidental, no en
España. Los motivos de este escaso avance del sector manufacturero
parecen encontrarse, de nuevo, en el marco institucional. El gran poder
retenido por los gremios y la fragmentación del mercado español en
diversos mercados regionales generaban ineficiencias asignativas y, en el
primer caso, tendían a obstaculizar la adopción de comportamientos
emprendedores. Además, y ahí está la gran diferencia con otros países, la
política económica de los Austrias resultó especialmente perjudicial. La
política de expansión territorial por América y Europa hizo que los gastos
gubernamentales alcanzaran proporciones desmesuradas. Desmesuradas
porque la escalada del gasto público condujo a un aumento de la presión
fiscal sobre las actividades productivas (entre ellas, las manufactureras). Y
desmesuradas porque, aún así, se generó un gran déficit público que obligó
a la monarquía española a endeudarse de manera crónica. De hecho, a lo
largo del siglo XVII la corona española se declaró con cierta frecuencia en
quiebra, lo cual era tanto como confiscar arbitrariamente los recursos
previamente tomados en préstamo a manos de la comunidad financiera
121
europea. El resultado fue uno de los ejemplos más claros de los problemas
de seguridad jurídica a que los actos arbitrarios de los gobiernos
condenaban a los empresarios de la Eurasia preindustrial, con los
consiguientes efectos desincentivadores sobre el crecimiento de la
economía de mercado. Si a ello añadimos, de manera más general, la
persistencia de sanciones religiosas en contra de la investigación científica
(con la Inquisición como ejecutora, y en contraste con la actitud, más
tolerante, generada por la Reforma protestante en Europa noroccidental),
no resulta sorprendente que la economía española no fuera capaz de
convertirse en nada parecido a una economía orgánica avanzada.
La economía española durante el siglo XIX
Los progresos
El siglo XIX fue un siglo de importantes cambios para la economía y la
sociedad españolas. El más importante de ellos, del que derivaron los
demás, fue la formación de una sociedad de mercado. La subida al trono de
la dinastía borbónica en sustitución de la dinastía de los Austrias (a
comienzos del siglo XVIII) supuso la introducción de diversas reformas
institucionales encaminadas a flexibilizar las estructuras de la economía
española e introducir un mayor peso para los mecanismos de mercado en la
coordinación de las decisiones económicas. Sin embargo, a pesar de que
este reformismo borbónico eliminó algunas de las regulaciones que venían
impidiendo el funcionamiento de mercados libres, la sociedad española
continuaba en torno a 1800 sumida en el antiguo régimen. La formación de
una sociedad de mercado fue el resultado de un complejo proceso de
reformas liberalizadoras que comenzaron en las Cortes de Cádiz en 1812 y
se prolongaron hasta la década de 1860.
La formación de una sociedad de mercado en España no fue el
resultado más o menos súbito de una revolución liberal, sino más bien
consecuencia de la acumulación de varias oleadas diferentes de reforma
liberal.122 El liberalismo de las Cortes de Cádiz o el llamado “trienio
liberal” de 1820-1823 se vio inserto en periodos más largos de regreso al
absolutismo e intentos de restablecer el antiguo régimen o, cuando menos,
frenar el avance de la sociedad de mercado. El punto de inflexión decisivo
llegó con la guerra carlista de 1833-1840, una guerra civil que enfrentó a
122
Llopis (2002B).
122
los partidarios del antiguo régimen frente a los partidarios de la sociedad
liberal. La victoria de los partidarios de la futura reina Isabel II marcó el
punto de no retorno: la consolidación definitiva del proyecto liberal en
España. Aún así, la culminación del proceso requirió diversas reformas que
se sucedieron a lo largo del reinado de Isabel II, desde la reforma del
sistema fiscal en 1845 (con objeto de simplificar y modernizar las muy
regresivas estructuras fiscales heredadas del antiguo régimen) a la ley de
minas de 1868 (que “desamortizaba” el subsuelo), pasando por la ley de
desamortización civil de 1855 (que completaba la tarea previamente
iniciada con la ley de desamortización eclesiástica: la consolidación de
derechos de propiedad privados, individuales y plenos con objeto de
garantizar un funcionamiento libre del mercado de la tierra).
La formación de una sociedad de mercado abrió las puertas al
crecimiento económico, no sólo por su estímulo al crecimiento smithiano
(al mejorar el grado de eficiencia en la asignación de recursos) sino
también porque mejoró la capacidad de la economía española para absorber
las innovaciones que, durante el siglo XIX largo, revolucionaron al
conjunto de la economía europea. La industrialización moderna comenzó a
mediados del siglo XIX, y tuvo su primer foco en Cataluña. En realidad,
Cataluña venía siendo la región más dinámica de España desde finales del
siglo XVII. Desde entonces y hasta comienzos del siglo XIX, Cataluña fue
lo más parecido que hubo en España a una economía orgánica avanzada:
registró un conjunto de modestos progresos encadenados en agricultura
(que se hizo paulatinamente más intensiva y especializada que la
castellana), manufactura (sobre la base de una compleja red de empresarios
y campesinos coordinados por el sistema de encargos) y comercio marítimo
(dado el creciente protagonismo tomado por el puerto de Barcelona no sólo
en el comercio con el Mediterráneo, sino también con el Imperio
americano). Pese a la práctica ausencia de carbón en el subsuelo catalán,
los empresarios del siglo XIX pusieron en marcha un proceso moderno de
industrialización: absorbieron las innovaciones tecnológicas que habían
revolucionado el sector textil algodonero en Gran Bretaña y dieron el salto
al sistema de fábrica. La escasez de carbón fue paliada, al igual que en
Francia, por un mayor recurso a la energía hidráulica y por la adopción de
convertidores energéticos cada vez más sofisticados de dicha energía.
Cataluña se convirtió así en la “fábrica de España”.123
Más adelante, en las décadas finales del siglo XIX, el País Vasco
emergió como segundo foco industrial. Así como la industria catalana
estaba más orientada hacia los bienes de consumo (especialmente, los
123
Nadal (1999).
123
textiles), la industria vasca se basó en mayor medida en el otro gran sector
schumpeteriano de la revolución industrial: la siderurgia. Los empresarios
industriales vascos se apoyaron en la buena dotación de recursos minerales
estratégicos, especialmente hierro. Pero difícilmente habrían conseguido
tales resultados si no hubieran contado con una estructura organizativa
eficiente, en parte derivada de la importante tradición empresarial que este
sector tenía ya en el periodo preindustrial.124
En realidad, el arranque de la industrialización española y la
consiguiente aceleración del crecimiento económico no sólo se basaron en
las fortalezas endógenas del país: también se apoyaron (y mucho) en el
aprovechamiento de las oportunidades traídas por la globalización del siglo
XIX. Para la economía española, la globalización supuso, entre otras cosas,
la posibilidad de incorporar tecnología industrial más avanzada gracias a la
importación de maquinaria extranjera. En caso de haber tenido que
depender de la tecnología desarrollada en el propio país, los empresarios
industriales catalanes y vascos no habrían tenido unos resultados tan
destacados. La globalización también supuso la recepción de inversiones
extranjeras encaminadas a desarrollar nuevas iniciativas económicas en
nuestro país. Esto fue especialmente significativo en el caso del ferrocarril,
cuyos inicios en España vinieron de la mano de la recepción de inversiones
extranjeras (especialmente francesas). En caso de haber dependido de su
propia tecnología y su propio capital, España habría tardado mucho más de
lo que lo hizo en poner las bases de su sistema ferroviario. Una vez puestas
dichas bases, el ferrocarril tuvo un efecto muy positivo sobre la economía
española: al sustituir a un sistema previo de transportes particularmente
débil (dadas las limitaciones de la tecnología preindustrial en un medio
geográfico caracterizado por las cadenas montañosas y la ausencia de ríos
navegables), el ferrocarril permitió reducir notablemente los costes de
transporte e integrar los distintos mercados regionales del país en un único
mercado nacional. En consecuencia, España experimentó por esta vía
ganancias smithianas, al mejorar la eficiencia en la asignación de recursos
y profundizarse en el proceso de especialización regional.125
También la agricultura, finalmente, se incorporó a estas
transformaciones positivas vinculadas a la globalización. Tras la
independencia de las repúblicas latinoamericanas, el comercio exterior
español se orientó cada vez en mayor medida hacia Europa y, en este
contexto, las exportaciones del país se centraron en aquellos productos para
124
Sobre la historia económica de las distintas regiones españolas, Domínguez
(2002) y los trabajos contenidos en Germán et al. (eds.) (2001). Sobre la
industrialización española, Nadal (dir.) (2003).
125
Prados de la Escosura (2003), Tortella (1995), Gómez Mendoza (1982).
124
los que se disponía de ventaja: productos agrarios que, por motivos
ambientales y geográficos, sólo podían producirse (o se producían de
manera más eficiente) en el sur del continente (vino, aceite, hortalizas,
cítricos). La liberalización del marco institucional permitió a los
agricultores españoles gozar de la suficiente flexibilidad para adaptarse a
las coyunturas del mercado mundial y proporcionar a la economía española
las divisas necesarias para realizar importaciones de maquinaria y
tecnología que impulsaran el arranque de la industrialización.126
Las cuentas pendientes
A comienzos del siglo XX, España había iniciado su camino hacia el
desarrollo, pero se encontraba atrasada en relación a los países de Europa
noroccidental. La industrialización había comenzado, pero transcurría de
manera lenta. La economía española tenía básicamente cuatro cuentas
pendientes. Cuatro cuentas pendientes que irían saldándose a lo largo del
siglo XX, cuando culminara la modernización económica del país.
La primera cuenta pendiente tenía que ver con la agricultura, que, al
fin y al cabo, continuaba siendo el principal sector de la economía española
a comienzos del siglo XX. (En realidad, a pesar del inicio de la
industrialización, el porcentaje de población ocupada en la agricultura no
disminuyó a lo largo del siglo XIX.) Los agricultores españoles
continuaban encontrándose entre los menos productivos de Europa. Ello se
debía en parte a motivos geográficos. Por todas partes en Europa, la
agricultura continuaba siendo básicamente una actividad de base orgánica
muy dependiente de las condiciones climatológicas y edafológicas. Y, en
este sentido, los agricultores españoles se enfrentaban a condiciones más
desfavorables que los de otras partes de Europa: escasez de precipitaciones,
abundancia de suelos poco productivos o montañosos. Frente a unas pocas
regiones especializadas en la exportación de productos mediterráneos
(básicamente, el litoral mediterráneo del país), frente a unas pocas regiones
cuyas características ambientales sí les permitían dar el salto a un sector
agropecuario más intensivo (la cornisa cantábrica), la agricultura de las
regiones interiores continuó bastante centrada en la producción extensiva
de cereales. Esta agricultura fue capaz de obtener un crecimiento extensivo
conforme las desamortizaciones pusieron en el mercado nuevas extensiones
de tierra hasta entonces no cultivadas, pero no logró grandes aumentos en
su productividad. Así las cosas, la mayor parte de la población española
126
Pinilla (2004).
125
continuaba vinculada a un sector de baja productividad en el contexto
europeo.127
La segunda cuenta pendiente era el lento crecimiento de la industria.
La industria española, altamente concentrada en los focos catalán y vasco,
no creció con rapidez suficiente para transformar de manera más
significativa la estructura de la economía española. En comparación con
otros países europeos, hay que tener en cuenta que la industria española
operaba bajo una severa restricción energética. El carbón español era
escaso y, por lo general, de baja calidad.128 Aún así, los historiadores están
de acuerdo en que la industria española del siglo XIX tenía un potencial
superior al resultado que efectivamente obtuvo. ¿Por qué no lo aprovechó?
Según algunos historiadores, porque la demanda interna del país era
demasiado pequeña.129 La mayor parte de la población española estaba
vinculada a una agricultura de baja productividad y, además, en muchos
casos esta agricultura se caracterizaba por altos niveles de desigualdad. El
resultado habría sido una demanda nacional demasiado estática, dado que
la mayor parte de la población carecía del suficiente nivel de vida para
erigirse en consumidores significativos de productos industriales. (Por
ilustrarlo de manera gráfica: la pobreza de los jornaleros andaluces o
extremeños era un obstáculo para la expansión de la industria catalana de
productos textiles.) Según otros historiadores, el problema de la industria
española no fue tanto el escaso dinamismo del mercado interno como la
incapacidad de las empresas españolas para abrirse paso en los mercados
extranjeros. La gran diferencia entre la industria española y la industria
británica o alemana, argumentan estos otros historiadores, era que la
industria española no era competitiva a escala internacional y, por ello, no
era capaz de crecer sobre la base de las exportaciones a otros países.130 (Por
volver al ejemplo anterior: si la industria catalana de productos textiles
hubiera sido competitiva y hubiera captado consumidores fuera de España,
no habría sido para ella tan grave que los jornaleros andaluces o
extremeños fueran pobres.)
Esto nos lleva, a su vez, a la tercera de las cuentas pendientes: el
papel del Estado en la economía. ¿Podría haber crecido más la industria
española en caso de haberse puesto en práctica políticas económicas
diferentes? La política económica española fue, como en otras partes de la
periferia, una política que coordinó mal sus diferentes instrumentos. En el
plano comercial, se optó por una política claramente proteccionista. Ello
127
Gallego (2001), Simpson (1997).
Coll y Sudrià (1987).
129
Nadal (1999).
130
Prados de la Escosura (1991).
128
126
probablemente contribuyó a favorecer la aparición de comportamientos
acomodaticios entre los empresarios españoles: al tener el mercado interior
reservado por la presencia de altos aranceles con respecto al exterior, los
empresarios españoles tendieron a desarrollar comportamientos menos
innovadores. Otros países de mayor éxito industrial, como por ejemplo
Alemania, también optaron por una política proteccionista, pero en su caso
la coordinaron con otras políticas encaminadas a favorecer la
competitividad exterior y la generación de innovaciones. Estas otras
políticas no fueron implantadas en España o, cuando lo fueron, recibieron
un impulso muy modesto. Es el caso, por ejemplo, de la política educativa,
tan importante en el caso alemán. A comienzos del siglo XX, buena parte
de la población española continuaba siendo analfabeta y los niveles
educativos del país eran claramente inferiores a los de Europa
noroccidental. Sólo a partir de comienzos del siglo XX asumió el Estado (y
de manera no demasiado poderosa) la responsabilidad directa de aumentar
los niveles educativos de la población. En general, la fragilidad del sistema
fiscal, que tenía serias dificultades para gravar a los grupos sociales más
favorecidos y condujo así a continuos déficit y una escalada de la deuda
pública, restringía la capacidad del Estado para embarcarse en programas
más ambiciosos de inversión pública en salud o educación.131 El bajo nivel
de capital humano resultante contribuyó a hacer de la economía española
una economía con escasa capacidad de generar innovaciones tecnológicas,
problema que en realidad continúa lastrando a la economía española del
presente.132
Finalmente, una cuarta cuenta pendiente de la economía española a
comienzos del siglo XX eran sus elevados niveles de desigualdad. Las
reformas liberales situaron al mercado en el centro de las decisiones
económicas, pero no corrigieron las graves disparidades sociales en la
dotación de aquellas capacidades y recursos que eran necesarios para
manejarse con éxito en una economía de mercado: el capital, la tierra, la
educación, los contactos políticos y comerciales… En la medida en que
estos recursos y capacidades se encontraban distribuidos de manera muy
desigual, el funcionamiento de la economía de mercado devolvió
importantes niveles de desigualdad social. En España, como en otros países
europeos, los primeros pasos de la industrialización coincidió con un
significativo deterioro de las estaturas medias de la población. Más
adelante, a partir de finales del siglo XIX, es probable que crecieran los
niveles de vida de todos los grupos sociales (también los desfavorecidos),
pero la desigualdad continuó siendo la nota dominante de la vida social
131
132
Comín (1996).
Núñez (1992).
127
española. En realidad, esta cuenta pendiente marcaría la historia española
en el siglo XX. La dictadura de Primo de Rivera, la proclamación de la
Segunda República, la posterior guerra civil que desembocó en el
franquismo… Estos hechos decisivos de la historia española durante el
siglo XX tuvieron causas complejas y variadas, algunas de ellas no
económicas. Pero algunas de estas causas sí tienen que ver con las
tensiones generadas por una economía que estaba modernizándose sobre la
base de un modelo generador de importantes desigualdades sociales.
128
Capítulo 9
LOS “NUEVOS PAÍSES OCCIDENTALES”
A comienzos del siglo XX, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva
Zelanda se encontraban entre las sociedades más desarrolladas del mundo.
Sus poblaciones disfrutaban de los mayores niveles de ingreso, y los
indicadores de desarrollo humano también mostraban una evolución
positiva. Si el siglo XIX largo comenzó con el liderazgo británico en la
revolución industrial, terminó con una economía estadounidense
claramente posicionada para acceder a ese liderazgo durante el siglo XX.
Llamamos a estos países “nuevos países occidentales” (en adelante,
NPO). Originalmente, estos territorios se encontraban débilmente poblados
por tribus indígenas con bajos niveles de complejidad tecnológica e
institucional. A raíz del descubrimiento de América y, sobre todo, a partir
del siglo XVII, colonos europeos (franceses, holandeses y, sobre todo,
británicos) comenzaron a instalarse en la costa este de Norteamérica. Lo
mismo ocurrió en Oceanía a partir de finales del siglo XVIII. El resultado
del colonialismo europeo no fue la formación de una sociedad mixta, que
integrara a la población indígena y a la población europea. Más bien, la
población indígena fue combatida y arrinconada, con el resultado de que el
colonialismo dio lugar a países “nuevos” cuyas bases sociales eran
claramente “occidentales”. De hecho, cuando en 1776 Estados Unidos, por
ejemplo, se liberó de su estatus colonial y se convirtió en un país
independiente, lo hizo como resultado de una revolución liderada por los
colonos británicos frente a sus compatriotas metropolitanos, y no como
resultado de algún tipo de revolución liderada por la población indígena en
respuesta al colonialismo británico.
¿Cuáles fueron las causas del desarrollo de estos NPO? ¿Cómo
fueron capaces de evitar el destino de subdesarrollo que aguardaba a la
mayor parte de poblaciones no europeas? Comenzaremos respondiendo
129
estas preguntas para el caso más importante, el de Estados Unidos, y
posteriormente consideraremos el resto de NPO.
El desarrollo de Estados Unidos
Cuando Cristóbal Colón descubrió América, la mayor parte del continente
se encontraba débilmente poblado por grupos indígenas que, durante los
siglos previos, habían alcanzado un grado de desarrollo muy bajo.133 Ello
era especialmente cierto en el actual territorio de Estados Unidos. El
desarrollo de los pueblos indígenas norteamericanos era muy bajo no sólo
en comparación con el grado de desarrollo del presente, sino también en
comparación con el grado de desarrollo de las sociedades preindustriales de
Europa y Asia. Los historiadores discuten sobre si había o no diferencias
significativas en el grado de desarrollo de la Europa y la Asia
preindustriales, pero todos tienen claro que, aún con todos los límites al
desarrollo propios de las sociedades preindustriales, Europa y Asia se
encontraban por delante de este tipo de sociedades indígenas de la América
precolombina. Los indígenas norteamericanos mostraban un nivel
tecnológico muy básico: su economía de base orgánica estaba muy poco
evolucionada en comparación con los paulatinos avances que fueron
produciéndose en Europa y Asia. Del mismo modo, los indígenas
norteamericanos mostraban formas de organización social relativamente
simples: las tribus indígenas reflejaban un menor grado de complejidad que
los Estados europeos y los imperios asiáticos.
El periodo colonial de la historia estadounidense
Por ello, no resulta difícil de comprender que los colonos europeos
no tuvieran grandes problemas en arrinconar a las sociedades indígenas y
crear una sociedad “occidental” en la costa este de Norteamérica, la más
próxima a Europa. La economía colonial de los futuros Estados Unidos
tenía dos elementos bien diferenciados. Por un lado, las colonias del sur
albergaban una economía movida por el cultivo del algodón con vistas a su
exportación a Europa. El algodón sólo podía cultivarse en ambientes
tropicales, por lo que quedaba fuera de las posibilidades de los agricultores
europeos pero resultaba una opción muy atractiva para colonos europeos
situados en las partes tropicales del mundo. Tal fue el caso de los colonos
133
Wolf (2005), Dabat (1994).
130
europeos en las colonias del sur de lo que luego serían los Estados Unidos.
El principal problema empresarial que estos colonos debían resolver era el
de encontrar mano de obra para cultivar las amplias superficies disponibles.
En una zona con tan baja densidad de población (y teniendo en cuenta que,
en la época previa a la revolución de los transportes, no podía esperarse la
emigración masiva de poblaciones europeas), la solución adoptada por los
colonos fue la misma que se estaba imponiendo en otras colonias
tropicales: utilizar mano de obra esclava. De esta solución surgió una
sociedad colonial muy fragmentada: por un lado, una elite europea
propietaria (y/o gestora) de grandes plantaciones de monocultivo
algodonero; por el otro, esclavos de origen africano que eran adquiridos por
la elite europea a comerciantes de esclavos (también europeos) con objeto
de emplearlos en las plantaciones. Como puede imaginarse, había una gran
diferencia entre el nivel de bienestar de unos y otros.
En las colonias del norte, sin embargo, prevalecieron opciones
diferentes. Las condiciones ambientales se asemejaban más a las europeas,
por lo que la producción agraria se orientó en mayor medida hacia
mercancías propias de climas templados, como los cereales. Y no sólo se
producían mercancías diferentes, sino que también era diferente la
organización social de dicha producción: aquí predominaban las
explotaciones familiares. Estas explotaciones eran relativamente grandes en
comparación con las europeas, ya que en América era mucho mayor la
disponibilidad de tierra (consecuencia de la menor densidad de población).
Sin embargo, eran pequeñas en comparación con las plantaciones de las
colonias del sur. De este modo, en las colonias del norte se formó un
modelo de sociedad más equilibrado, en el que las disparidades eran menos
acentuadas y el grado de cohesión social era mayor.
En parte por ello, las colonias del norte registraron un cierto
dinamismo durante la parte final del periodo preindustrial, especialmente
durante el siglo XVIII. El crecimiento agrario, al estar distribuido de
manera relativamente equitativa, se transmitió con relativa facilidad a otros
sectores de la economía local, como la manufactura de bienes de consumo
o el comercio. Del mismo modo, el sector comercial exterior, vinculado a
los contactos con la metrópoli británica, también generó diversos
encadenamientos sobre la construcción de barcos y la producción
industrial. El resultado, una combinación de modestos progresos que se
reforzaban unos a otros, recuerda en cierta forma a una economía orgánica
avanzada. En las colonias del sur, en cambio, el crecimiento agrario se
distribuía de manera tan desigual que generaba escasos efectos sobre el
tejido económico local. Había crecimiento como consecuencia de las
exportaciones de algodón (y las elites disfrutaban de un nivel destacable de
131
consumo de productos de lujo), pero los resultados de desarrollo eran muy
pobres para la mayor parte de la población.134
La formación de algo parecido a una economía orgánica avanzada en
las colonias del norte alimentó el movimiento político a favor de la
independencia con respecto a Gran Bretaña. Para las elites del sur, el
colonialismo no era un obstáculo, sino más bien un seguro para la
reproducción del modelo económico y social de las plantaciones. Para las
elites del norte, en cambio, el estatus colonial en relación a Londres
comenzaba a resultar incómodo. Como ocurría en el resto de colonias,
había un drenaje de ingresos fiscales hacia la metrópoli y prevalecían reglas
comerciales tendentes a garantizar la prevalencia de los intereses
metropolitanos. Comenzó a cundir la percepción de que Londres utilizaba
estas reglas para frenar el desarrollo de los sectores no agrarios de la
economía colonial, como la construcción naval o la siderurgia, con objeto
de beneficiar a los empresarios británicos de dichos sectores. En este
contexto, un número creciente de colonos británicos en América
encontraba beneficioso romper con el estatus colonial y proclamar la
independencia.
Las claves del éxito estadounidense
Justo al inicio del siglo XIX largo, el 4 de julio de 1776, los Estados
Unidos proclamaban su independencia. En 1913, al final del siglo XIX
largo, se habían convertido en una de las economías más desarrolladas del
mundo y, probablemente, habían superado a su antigua metrópoli. A
diferencia de la mayor parte de sociedades localizadas fuera de Europa,
Estados Unidos fue capaz de impulsar un proceso de industrialización.
¿Cuáles fueron las claves de este éxito? Consideraremos sucesivamente
cuatro: la dotación de recursos, el marco institucional, la organización
empresarial y la gestión de las oportunidades y amenazas asociadas a la
globalización.
Estados Unidos contaba con una dotación de recursos muy favorable.
Por un lado, contaba en su subsuelo con todos los recursos minerales
estratégicos. El carbón y el hierro eran muy abundantes en la parte
nororiental del país, que de hecho se convirtió en el principal foco de
actividades industriales del país. La abundancia de carbón hizo posible una
transición rápida a la economía de base inorgánica, mientras que la
abundancia de hierro facilitó el desarrollo de la siderurgia, uno de los
134
North (1959).
132
sectores más schumpeterianos durante la primera y segunda revolución
industriales (siderurgia del hierro y el acero, respectivamente). Por otro
lado, la economía estadounidense también se benefició de la abundancia de
tierra cultivable. A lo largo del siglo XIX, los Estados Unidos
emprendieron un formidable proceso de expansión territorial que los llevó
de ser una estrecha franja situada en la costa este de Norteamérica a ser el
enorme país que es hoy día. La “conquista del oeste”, la paulatina
expansión de la frontera estadounidense hacia el oeste, incorporó al país
amplísimas extensiones de tierra susceptible de ser cultivada. En su mayor
parte, se trataba de tierras en las que podía desarrollarse una agricultura de
clima templado, similar a la europea. Buena parte de las nuevas regiones
del Oeste estadounidense se especializaron así en la producción de
alimentos, con los cereales a la cabeza. En general, la disponibilidad de
tierra permitió crear explotaciones agrarias grandes, capaces de aprovechar
economías de escala y deseosas de incorporar innovaciones ahorradoras de
mano de obra (con objeto de evitar los elevados salarios que debían pagarse
en una situación de escasez relativa de mano de obra). Los agricultores
estadounidenses se colocaron así entre los más productivos del mundo,
muy por delante de los europeos.
Sin embargo, ni la industria ni la agricultura habrían crecido tan
deprisa de no haber contado Estados Unidos con un marco institucional
favorable. Al fin y al cabo, también otras partes del mundo contaban con
una buena dotación de recursos y, sin embargo, fueron pocas las que
lograron imitar a Europa e iniciar un proceso de industrialización. (En
América central y América del sur, por ejemplo, la tierra también era muy
abundante y, sin embargo, los resultados de crecimiento agrario y
desarrollo económico fueron bastante peores.135) Desde el mismo momento
de su nacimiento como país independiente, los Estados Unidos se dotaron
de un marco institucional basado en los principios del liberalismo
económico. Mientras que en Europa la formación de la sociedad de
mercado fue la consecuencia de un complejo proceso de erosión por parte
de Estados y mercados de un antiguo régimen estamental heredado del
feudalismo, Estados Unidos partió de una sociedad de mercado. Hay que
tener en cuenta que el marco institucional de la economía colonial
estadounidense había sido definido por su metrópoli, lo cual quiere decir
que, a imagen y semejanza de Inglaterra, las colonias norteamericanas
realizaron una precoz transición a la sociedad de mercado durante el tramo
final del periodo preindustrial. Sobre esa base, la Declaración de
Independencia de 1776 y, sobre todo, la Constitución de 1787 (aún vigente
en la actualidad) consolidaron definitivamente los principios del
135
Bulmer-Thomas (2003).
133
liberalismo económico. Esto resultó fundamental para que los
estadounidenses fueran capaces de traducir a desarrollo económico los
formidables recursos naturales del país. En ausencia de inercias
institucionales heredadas de un antiguo régimen (inercias que en muchos
países europeos habían sido la consecuencia del necesario pacto político
entre liberales y conservadores), la sociedad de mercado favoreció una
asignación eficiente de recursos y, lo que es más importante, creó los
incentivos para la creatividad tecnológica y la generalización de
comportamientos emprendedores. En especial a partir de la segunda
revolución industrial, Estados Unidos hizo mucho más que replicar el
proceso de industrialización de los países líderes europeos: tomó la
delantera desde el punto de vista tecnológico.
El ascenso de Estados Unidos al liderazgo tecnológico fue
protagonizado por grandes corporaciones.136 Entre finales del siglo XVIII y
finales del siglo XIX, el sistema de fábrica se había impuesto al sistema de
encargos y los talleres artesanales en las ramas industriales más
importantes, lo cual había supuesto un aumento del tamaño medio de los
establecimientos industriales. Sin embargo, a partir de finales del siglo XIX
el tamaño medio de las empresas industriales aumentó mucho más aún
como consecuencia del ascenso de grandes grupos empresariales. Estados
Unidos fue, junto con Alemania, el país pionero de esta tendencia. A
diferencia de una fábrica inglesa de comienzos del siglo XIX, que realizaba
una única tarea del proceso productivo, las grandes empresas
estadounidenses de finales de siglo integraban numerosas producciones,
llegando en algunos casos a convertirse en auténticos gigantes en los que
una gran cantidad de departamentos realizaba una gama muy amplia de
tareas. Esto incluía no sólo diversas tareas manufactureras (desde la
transformación inicial de las materias primas hasta las partes finales del
proceso de acabado del producto), sino también un número creciente de
tareas intelectuales relacionadas con la organización de la compleja
actividad empresarial. De hecho, la complejidad tecnológica (en el marco
de una segunda revolución industrial intensiva en conocimiento) y
organizativa (dada la multifuncionalidad) de la actividad empresarial hizo
que la mayor parte de grandes empresas pasaran a estar dirigidas por
directivos profesionales. Si en la fábrica inglesa el propietario y el director
eran la misma persona, en las grandes empresas estadounidenses ambas
figuras comenzaban a separarse: por un lado, los accionistas (propietarios
que no tomaban decisiones cotidianas sobre el funcionamiento de la
136
Los dos párrafos siguientes están basados en Chandler (1988) y Lazonick
(1991).
134
empresa) y, por el otro, los directivos (que tomaban dichas decisiones sin
ser necesariamente propietarios de la empresa).
El ascenso de este tipo de estructura empresarial fue posible gracias a
las enormes dimensiones del mercado interior estadounidense, que
permitían explotar economías de escala: la producción de grandes tandas
permitía repartir los elevados costes fijos entre un gran número de unidades
productivas, haciendo posible una paulatina reducción del coste medio de
fabricación. Para ello, los empresarios estadounidenses desarrollaron una
auténtica revolución organizativa, que los llevó a planificar con mayor
detalle las distintas tareas realizadas dentro de la empresa. (El principal
estudioso de esta revolución, el historiador Alfred Chandler, ha hablado
aquí de una “mano visible” que impulsó el desarrollo estadounidense, en
contraste con la imagen smithiana de una mano invisible que regula los
mercados libres.) La revolución pasaba por implantar un sistema de
fabricación en serie: fabricar grandes tandas homogéneas de componentes
estandarizados. Revolucionando la organización empresarial, los
empresarios estadounidenses instalaron cadenas de montaje por las que se
movían los productos intermedios para recibir sucesivas transformaciones
por parte de los trabajadores, cuya posición se mantenía invariable. La
revolución organizativa fue más allá, ya que los gigantes empresariales
destinaban una fracción sustancial de recursos al fomento de actividades de
investigación y desarrollo, con objeto de continuar desplazando la frontera
tecnológica. Se crearon así departamentos específicos de investigación,
formados por personal altamente cualificado y especializado. En estas
condiciones, las empresas grandes tenían todo a su favor para eliminar del
mercado a las empresas pequeñas. Y este mundo de competencia
imperfecta (en el que unas pocas empresas ocupaban posiciones de
monopolio u oligopolio) fue más capaz de generar innovación tecnológica
y crecimiento económico que el mundo de competencia perfecta propio del
sistema de fábrica (en el que ninguna empresa era tan grande como para
ejercer poder de mercado). De hecho, las grandes empresas
estadounidenses accedieron, junto con las grandes empresas alemanas, al
liderazgo tecnológico mundial a partir de finales del siglo XIX, al mismo
tiempo que las estructuras empresariales y sociales de Gran Bretaña, que
tanto habían favorecido el desarrollo de la primera revolución industrial,
parecían ahora menos propicias.
Finalmente, la cuarta clave del éxito estadounidense fue el manejo
que la política económica hizo de las oportunidades y amenazas asociadas a
la globalización del siglo XIX.137 Estados Unidos aprovechó las
137
Chang (2004).
135
oportunidades y se protegió de las amenazas. Las oportunidades eran
básicamente dos. En primer lugar, la posibilidad de mejorar la dotación de
factores a través de la recepción de inversiones extranjeras e inmigrantes.
En torno a 1800, Estados Unidos tenía una gran disponibilidad de tierra,
pero una gran escasez de los otros dos factores productivos: capital y mano
de obra. El crecimiento económico del país a lo largo del siglo XIX se vio
acelerado por la llegada de capitales y trabajadores de otros países. Las
inversiones extranjeras, particularmente británicas, sirvieron para inyectar
capital en la industria y los ferrocarriles estadounidenses, permitiendo así
un desarrollo más vigoroso de estos sectores de lo que habría sido posible
en condiciones de aislamiento. La inmigración, por su parte, permitió que
los empresarios no se enfrentaran a una escasez de mano de obra tan
acusada y que se pusieran en cultivo tierras (sobre todo en el Oeste) que, de
otro modo, habrían permanecido sin explotar.
La otra gran oportunidad que, en términos de crecimiento
económico, ofrecía la globalización era la posibilidad de que Estados
Unidos se erigiera en un gran exportador de productos agrarios con destino
a Europa. En la Europa del siglo XIX, el crecimiento de la población (fruto
de la transición demográfica) y los procesos paralelos de industrialización y
urbanización aumentaron la demanda de productos agrarios, generando
tensiones porque la oferta europea no era suficientemente elástica (dadas
sus limitaciones geográficas e institucionales). Conforme la mejora de los
medios de transporte a lo largo del siglo XIX permitió conectar de manera
relativamente poco costosa a los consumidores europeos con productores
agrarios situados en las abundantes tierras templadas de Norteamérica u
Oceanía, se creó la posibilidad de grandes exportaciones agrarias de
Estados Unidos hacia Europa. Aunque la mayor parte de gobiernos
europeos terminaron virando hacia el proteccionismo para evitar los efectos
adversos de estas exportaciones sobre los agricultores nacionales, las
exportaciones agrarias contribuyeron al crecimiento estadounidense, más si
cabe si tenemos en cuenta que el mercado británico (el más importante
dentro de Europa, teniendo en cuenta su tamaño y el elevado nivel
adquisitivo de la población) permaneció completamente abierto a lo largo
de todo el periodo. Además, las exportaciones agrarias estadounidenses
también crecieron notablemente a lo largo del siglo XIX como
consecuencia de la demanda de algodón que siguió al arranque de los
procesos de industrialización europeos. El textil algodonero era uno de los
sectores schumpeterianos de la revolución industrial en Europa, pero los
empresarios europeos debían importar la materia prima de regiones
tropicales adecuadas para su cultivo. Las plantaciones del sur de Estados
Unidos cubrieron una parte importante de esta demanda internacional.
136
Sin embargo, la globalización también ponía sus amenazas sobre la
mesa. En particular, se planteaba el mismo problema que en la Alemania de
mediados del siglo XIX: ¿podrían las industrias nacientes soportar la
competencia de las industrias maduras de países más desarrollados?
Estados Unidos optó por una política proteccionista, que obstaculizó la
entrada de importaciones industriales del extranjero a través del
establecimiento de tasas arancelarias elevadas. Como en Alemania, el
objetivo era contribuir a la diversificación de la economía del país, de tal
modo que en el medio plazo se constituyera una base industrial competitiva
a escala internacional. Los costes del proteccionismo fueron muy pequeños
en el caso de Estados Unidos, ya que disponía de un amplísimo mercado
interior. Desde el punto de vista estático, la expansión e integración de
dicho mercado interior, con la ayuda de un eficaz sistema de transportes,
fue suficiente para generar una asignación eficiente de los recursos. Y,
desde el punto de vista dinámico, el deseo de explotar dicho mercado
interior y sus economías de escala fue más que suficiente para incentivar la
innovación tecnológica y organizativa por parte de las empresas.
Los costes humanos
El crecimiento de la economía estadounidense durante el siglo XIX largo
fue sencillamente espectacular, no sólo por lo mucho que aumentó el PIB
per cápita sino también por lo mucho que se transformaron las condiciones
tecnológicas y empresariales en que se desarrollaba la actividad económica.
En general, la mayor parte de la población estadounidense se benefició de
este crecimiento económico. Sin embargo, los resultados de desarrollo
fueron algo peores que los resultados de crecimiento porque el éxito del
modelo estadounidense fue asociado a importantes costes humanos. Tales
costes humanos fueron soportados por grupos sociales no occidentales a los
que les fue negado un tratamiento similar al de los ciudadanos occidentales.
Aunque la política estadounidense estaba firmemente comprometida con
los derechos básicos de los ciudadanos y, en general, con el liberalismo, ese
compromiso se limitaba a la población occidental.
La población indígena, por ejemplo, era otra cosa. La población
indígena podía ser combatida, marginada y, llegado el caso, exterminada.
En particular, la “conquista del Oeste”, con todos sus positivos efectos
macroeconómicos derivados de la mayor abundancia de tierra cultivable, se
sustentaba en actos de agresión sobre la población indígena. Un segundo
grupo social que experimentó los costes humanos del modelo fue la
población esclava. Los esclavos eran comprados del África subsahariana y
puestos a trabajar en las plantaciones del sur del país con objeto de
137
alimentar el crecimiento de la producción algodonera. Nada de esto cambió
con la proclamación de la independencia: a pesar de que el liberalismo en
principio reconocía la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley (el
carácter no estamental de la sociedad), ello no afectaba a los esclavos de las
regiones sureñas. La esclavitud sólo fue abolida tras la guerra civil de
1861-1865, que enfrentó a las regiones del norte, partidarias de su abolición
y de una política comercial proteccionista (que permitiera el desarrollo de
sus industrias nacientes), contra las regiones del sur, partidarias del
mantenimiento de la esclavitud y de una política comercial librecambista
(que reforzara la orientación exportadora de su agricultura algodonera). Y,
aún así, después de la abolición, el nivel de desarrollo humano alcanzado
por la población negra continuó siendo claramente inferior al de la
población blanca. Su nivel de ingresos era bajo, porque carecía de los
recursos (capital) y capacidades (educación, conocimiento de las redes
comerciales) necesarios para participar de manera más exitosa en la
economía de mercado. Y, aunque su tasa de mortalidad tendió a descender,
continuó siendo bastante más elevada que la de la población blanca.
Muchos de sus derechos civiles básicos continuaron sin ser respetados en
algunos estados sureños, donde la población negra mantuvo un estatus de
ciudadanos de segunda clase.
Canadá, Australia y Nueva Zelanda
El desarrollo de los otros NPO tuvo bastantes puntos en común con el de
Estados Unidos. Tanto en Canadá como en Australia o Nueva Zelanda, las
densidades de población eran muy bajas a finales del siglo XVIII, como
consecuencia del escaso grado de desarrollo de las sociedades indígenas y
las pequeñas dimensiones de las comunidades de colonos ingleses y
franceses. En consecuencia, la tierra era abundante, y los colonos europeos
se expandieron sobre ella marginando o exterminando a poblaciones
indígenas. Además, y como en Estados Unidos, la influencia institucional
de la metrópoli británica era muy grande: las comunidades de colonos se
movían en algo bastante más parecido a una sociedad de mercado que a una
sociedad estamental (tipo antiguo régimen). Finalmente, en todos los casos
la globalización fue decisiva para que esa dotación de recursos y ese marco
institucional cristalizaran en la senda de desarrollo conocida por estos
países.
De hecho, esta senda ha pasado a ser una especie de estándar para el
análisis del desarrollo de economías inicialmente poco desarrolladas. Nos
138
referiremos a este estándar como el “modelo agroexportador” o el
“crecimiento impulsado por las exportaciones agrarias”. El modelo consta
de dos fases: en la primera, el país se especializa en la exportación de
productos agrarios hacia los mercados de países más desarrollados; en la
segunda, los beneficios derivados de las exportaciones agrarias se
transmiten a través de diversos encadenamientos hacia los sectores no
exportadores, como por ejemplo la industria nacional.138
El crecimiento de las exportaciones agrarias
A lo largo del siglo XIX, las exportaciones agrarias de Canadá, Australia y
Nueva Zelanda experimentaron un gran crecimiento, que fue el punto de
partida de su proceso de desarrollo económico.
Tres grandes factores explican el crecimiento de las exportaciones
agrarias. En primer lugar, la dotación de recursos era favorable para ello.
Como las densidades de población eran bajas, la tierra era muy abundante.
Así, aunque una parte de la superficie de estos países era poco productiva
en términos agrarios (las zonas árticas de Canadá, los desiertos de
Australia), los tres países contenían amplias superficies en las que podía
desarrollarse una agricultura de clima templado. De este modo, los
agricultores canadienses, australianos y neozelandeses podían dedicarse,
por ejemplo, a producir cereales (trigo, cebada) o productos ganaderos
(lana, carne).
El segundo factor fue el estímulo de la globalización. La
globalización proporcionó, en primer lugar, mercados en los que colocar un
volumen creciente de exportaciones agrarias. En países con una población
tan reducida, la demanda interna era modesta, y buena parte de la superficie
potencialmente cultivable permanecía ociosa. El estímulo debía provenir de
la demanda exterior, y eso es lo que ocurrió a lo largo del siglo XIX. La
demanda europea de productos agrarios iba en aumento por diferentes
motivos. La población estaba creciendo como consecuencia de la transición
demográfica y, además, es probable que la demanda per cápita también
estuviera creciendo como consecuencia del incremento de la renta asociado
al proceso de industrialización y al cambio ocupacional asociado a la
urbanización. La tierra era escasa en Europa, y una combinación de
obstáculos geográficos e institucionales impedía que la oferta agraria
europea se expandiera tan deprisa como la demanda. En otros términos, la
138
No en vano, fue un economista canadiense, Harold Innis, el primero en
formular este modelo de desarrollo; Innis (1995). El concepto de encadenamiento se
desarrolla en Hirschman (1973; 1984).
139
ventaja comparativa de Europa (sobre todo, de Europa noroccidental)
estaba cada vez más en la producción industrial, y podía explotarse de
manera más plena si se importaban productos agrarios baratos procedentes
de los NPO, cuyas condiciones ambientales les permitían producir las
mercancías demandas por los europeos. (Este razonamiento fue
especialmente claro en el caso británico, la economía con mayor tradición
industrial y en la que más había avanzado el cambio ocupacional; la
economía que, por lo tanto, menos amenazada podía verse por la conquista
de sus mercados agrarios por parte de los NPO.) Para que esta
complementariedad teórica entre la Europa más desarrollada y los NPO se
hiciera realidad, tan sólo era necesario que el coste del transporte fuera
cayendo hasta el punto de hacer rentables las exportaciones a larga
distancia de productos agrarios. (Hay que tener en cuenta que estos
productos eran bastante pesados en relación a su precio final, por lo que
eran relativamente caros de transportar). Cundo sucesivas innovaciones
tecnológicas hicieron posible una espectacular reducción de los costes del
transporte entre Europa y sus potenciales socios comerciales en
Norteamérica y Oceanía, el resultado fue una no menos espectacular
expansión de las exportaciones agrarias en estos últimos territorios.
Por otro lado, la globalización no sólo proporcionó mercados en los
que colocar exportaciones intensivas en tierra (el factor productivo más
abundante en los NPO), sino que también alivió las carencias de estos
países en cuanto a capital y mano de obra (sus factores escasos). Como en
el caso de Estados Unidos, la recepción de inversiones extranjeras e
inmigrantes aceleró considerablemente el desarrollo, ya que permitió poner
en valor con mayor rapidez los abundantes recursos naturales disponibles.
En caso de haber dependido de sí mismos para hacer crecer su
disponibilidad de capital y mano de obra, los NPO habrían tardado mucho
más en lograr tal crecimiento de sus exportaciones agrarias.
Finalmente hubo un tercer factor clave en el crecimiento de las
exportaciones agrarias: el marco institucional. Canadá, Australia y Nueva
Zelanda disponían de potencial para convertirse en grandes exportadores
agrarios, y la globalización abría la puerta a que tal potencial se hiciera
realidad. Pero, sin un marco institucional favorable, es probable que las
exportaciones agrarias no hubieran crecido tan deprisa como lo hicieron.
(De hecho, el caso de América Latina, en el que la tierra también era
abundante pero las exportaciones agrarias crecieron bastante más
lentamente, así lo sugiere.) El marco institucional de estos NPO estaba,
como el de Estados Unidos, ampliamente influido por el marco
institucional de su metrópoli británica. De hecho, estos tres países, aunque
ganaron una progresiva autonomía política durante el siglo XIX largo,
140
continuaron perteneciendo al Imperio británico en condición de dominios
dependientes.
La industrialización
Tras Estados Unidos, el caso más claro de industrialización fue el de
Canadá. En Canadá, el crecimiento de las exportaciones agrarias
(básicamente cereales, aunque también madera) se transmitió de manera
fluida hacia otros sectores. A comienzos del siglo XX, Canadá contaba con
una base industrial relativamente diversificada, que incluía desde bienes de
consumo (como los alimentos y los textiles) hasta bienes de inversión
(como la maquinaria agraria). La transmisión del crecimiento desde las
exportaciones agrarias hacia el sector industrial tuvo lugar a través de
encadenamientos hacia delante, hacia atrás y por el lado del consumo.
Hacia delante, el crecimiento de la oferta agraria estimuló el desarrollo de
las industrias agroalimentarias, que transformaban las materias primas en
productos alimenticios para la población local. Hacia atrás, el crecimiento
agrario condujo al crecimiento de los sectores que fabricaban maquinaria y
fertilizantes químicos para los agricultores. Por el lado del consumo, la
creciente renta de los exportadores agrarios estimuló el surgimiento de
diversas industrias encaminadas a satisfacer una creciente demanda local de
productos básicos.
Todos estos encadenamientos fueron posibles gracias a dos factores.
En primer lugar, los beneficios derivados de las exportaciones agrarias
estaban distribuidos de manera bastante equitativa, ya que la propiedad de
la tierra estaba distribuida de manera también bastante equitativa. En caso
de que los beneficios derivados de la exportación hubieran estado
concentrados en una reducida elite de terratenientes, los encadenamientos
del crecimiento exportador con el resto de sectores de la economía local
habrían sido mucho más débiles, ya que la demanda de nuevos productos
industriales (para el consumo o para su utilización en el propio sector
agrario) habría estado circunscrita a una fracción mucho menor de la
población. En cambio, la existencia de una estructura social relativamente
equitativa favoreció la transmisión del crecimiento del sector exportador a
otros sectores de la economía local.139
Y, en segundo lugar, esta transmisión también se vio favorecida por
la política proteccionista adoptada por el gobierno canadiense. Como en
Estados Unidos, se trataba de proteger a las industrias nacientes con objeto
139
Schedvin (1990).
141
de favorecer la diversificación de la base económica del país y evitar que la
economía se quedara atrapada en su situación inicial de economía
agroexportadora. Al igual que en Estados Unidos, los costes de esta política
comercial fueron reducidos porque el mercado interno era suficientemente
amplio; además, el progresivo estrechamiento de relaciones económicas
entre los empresarios de Canadá y Estados Unidos contribuyó a facilitar la
difusión tecnológica y evitar así uno de los peligros de las políticas
proteccionistas: la generación de estructuras productivas ineficientes y
poco competitivas a escala internacional.
Las economías de Australia y Nueva Zelanda no se industrializaron
tanto. En su caso, y dado su gran alejamiento físico de Europa, el principal
producto de exportación era la lana, un producto con un precio algo
superior en relación a su peso (y que, por tanto, podía soportar unos costes
de transporte algo mayores). Las crecientes exportaciones de lana
generaron algunos encadenamientos, sobre todo encadenamientos hacia
atrás con el sector financiero y comercial de las ciudades portuarias (las
compañías aseguradoras y comerciales). Sin embargo, los encadenamientos
no fueron tan significativos como en Canadá, quizá por las propias
características del principal producto de exportación. El margen para los
encadenamientos hacia atrás, por ejemplo, era más pequeño si tenemos en
cuenta que el proceso productivo de la lana era más sencillo que el proceso
productivo del trigo. Difícilmente podía surgir en Australia una industria de
maquinaria agraria en torno a la lana de la misma magnitud que la industria
de maquinaria agraria creada por los empresarios canadienses en torno al
trigo.140 Mientras tanto, Nueva Zelanda apenas registró cambio estructural
durante el siglo XIX y continuó siendo una economía agroexportadora
carente de base industrial.
¿Cómo de grave fue para el desarrollo de Australia y Nueva Zelanda
este menor grado de diversificación? El principal problema consistía en que
las condiciones para un crecimiento impulsado por las exportaciones
agrarias comenzaron a desvanecerse después de la Primera Guerra
Mundial, durante el periodo de entreguerras. En ese momento, en el marco
de unas políticas comerciales mucho más proteccionistas y una gran
inestabilidad en los mercados globales, contar con una base económica
diversificada (como Canadá) era mejor que depender de las exportaciones
de unos pocos productos agrarios (como Nueva Zelanda). En cualquier
caso, no cabe duda de que, en perspectiva de largo plazo, también Australia
y Nueva Zelanda (y no sólo Canadá) estaban poniendo las bases de su
desarrollo económico: su nivel de ingreso medio era probablemente el más
140
Schedvin (1990).
142
elevado del mundo en 1913, y contaban con unas bases institucionales que
a lo largo del siglo XX les permitirían superar importantes obstáculos y
continuar progresando desde el punto de vista económico y social.
143
Capítulo 10
AMÉRICA LATINA
A comienzos del siglo XX, el PIB per cápita de América Latina era
aproximadamente similar al de la periferia europea. Esto quiere decir que
América Latina estaba por aquel entonces más desarrollada que Asia o
África, las dos regiones que estaban deslizándose con claridad hacia el
subdesarrollo. Sin embargo, también quiere decir que América Latina
estaba bastante menos desarrollada que Europa noroccidental o los nuevos
países occidentales. Esta última comparación, entre América Latina y los
NPO, es particularmente instructiva. En principio, la dotación de recursos
de América Latina guardaba bastantes similitudes con la de los NPO: la
densidad de población era baja, por lo que la tierra era abundante y se
reunían las condiciones para buscar un desarrollo impulsado por las
exportaciones agrarias en el marco de la globalización del siglo XIX. Pero
las economías latinoamericanas no lograron tan buenos resultados. De
hecho, es probable que sus resultados de desarrollo fueran peores que sus
resultados en términos de crecimiento del PIB per cápita, ya que la
distribución de la renta era muy desigual y amplias capas de la población
tenían niveles bajos de ingreso.
¿Por qué comenzó América Latina a perder el tren del desarrollo, un
tren al que aún hoy día no ha podido subirse plenamente? En este capítulo
respondemos esta pregunta en dos pasos. En primer lugar, nos preguntamos
por el impacto que su estatus colonial entre finales del siglo XV y
comienzos del siglo XIX tuvo sobre el desarrollo de América Latina. Y, a
continuación, nos preguntamos por qué las repúblicas latinoamericanas
independientes no consiguieron durante el siglo XIX unos resultados de
crecimiento más positivos y acordes con su potencial.
144
¿Cuál fue el impacto del colonialismo sobre América Latina?
El impacto inicial del colonialismo sobre el desarrollo latinoamericano fue
muy negativo. No es que antes de 1492 hubiera un gran nivel de desarrollo.
De hecho, la mayor parte de América Latina estaba poblada por sociedades
indígenas de escasa complejidad tecnológica y organizativa, un poco al
estilo de los pueblos indígenas del norte del continente. Tan sólo en
América central se habían formado algunas civilizaciones más complejas:
los imperios maya e inca, cuyas densidades de población eran mayores y
cuya compleja organización era sostenida por los excedentes de una
agricultura relativamente intensiva. Sin embargo, a la altura de 1492 estas
civilizaciones mostraban un nivel de desarrollo claramente inferior al de las
civilizaciones de Europa y Asia. Su tecnología estaba relativamente
avanzada para algunas cosas (como los sistemas de gestión del agua para
regadío), pero muy atrasada para otras (como las herramientas agrarias, el
manejo del ganado, los sistemas de transporte o la propia escritura). Es
decir, la América precolombina no sólo era la típica economía preindustrial
con malos resultados de desarrollo, sino que se encontraba menos
evolucionada que otras sociedades preindustriales.
Pues bien, el impacto inicial del colonialismo sobre este tipo de
sociedades fue muy negativo porque, a lo largo del siglo XVI, se produjo
un claro aumento del riesgo de mortalidad de la población indígena. De
hecho, algunas estimaciones sugieren que los 50-60 millones de indígenas
que poblaban el continente en 1492 se habían convertido en apenas 10
millones a mediados del siglo XVII.141 Uno de los episodios más
espectaculares de hundimiento demográfico que se conocen en la historia
de la humanidad. Las causas fueron dos, ambas relacionadas con el
colonialismo. En primer lugar, el colonialismo español y portugués se basó
en la aplicación de violencia contra los pueblos indígenas. Las guerras y
batallas diezmaron a la población local, cuyo nivel de desarrollo
tecnológico era insuficiente para plantar cara a los invasores europeos.
Pero, por otro lado, y en segundo lugar, el contacto entre europeos y
americanos también tenía lugar a través de los virus y microbios. Cada una
de las dos poblaciones arrastraba largos siglos de adaptación biológica a las
condiciones y desafíos de su entorno. Cuando ambas poblaciones pasaron a
ocupar el mismo espacio, cada una de ellas portaba virus y microbios que,
siendo totalmente inofensivos para sí misma, podían ser letales para la otra
población, cuyas defensas no estaban preparadas. En este caso, el
intercambio de microbios fue claramente desfavorable para la población
141
Bairoch (1997).
145
americana, cuyo riesgo de mortalidad se disparó como consecuencia de su
carencia de defensas inmunológicas contra enfermedades que resultaban
mucho menos lesivas para la población europea. Esta segunda causa de
mortalidad fue, desde un punto de vista cuantitativo, mucho más
importante que la mortalidad relacionada con las atrocidades cometidas por
los conquistadores españoles y portugueses.142
Sobre estas bases, españoles y portugueses construyeron economías
coloniales en América Latina.143 El colonialismo español fue
eminentemente extractivo, y se centró en organizar la explotación de los
ricos yacimientos de metales preciosos que se encontraban en el subsuelo
latinoamericano. Hay que tener en cuenta que, en aquel momento, los
metales preciosos eran el medio de pago más común para las transacciones
de comercio internacional, por lo que España pasaba a controlar un
elemento estratégico en la evolución de la economía mundial. Los colonos
españoles organizaron la explotación del oro y la plata latinoamericanos
sobre la base de estructuras institucionales más próximas al antiguo
régimen (al fin y al cabo, el tipo de marco institucional prevaleciente en
España en aquel momento) que a la sociedad de mercado (el tipo de marco
institucional que, a partir del siglo XVII, comenzarían a transmitir los
colonos ingleses en los futuros “nuevos países occidentales). El mejor
ejemplo de ello fue la solución dada por los españoles al principal
problema organizativo con que se encontraron en América: la escasez de
mano de obra, en una época en la que la población indígena descendía por
momentos y no podían esperarse migraciones masivas (como las que
terminaría habiendo en el siglo XIX) por parte de europeos. La solución
escogida se basó más en regulaciones de estilo feudal que en la formación
de un mercado laboral. En este último caso, habría sido preciso ofertar
salarios elevados con objeto de atraer a las minas a la escasa mano de obra
disponible. Los colonos españoles optaron en cambio por apoyarse sobre
las instituciones comunitarias locales para, a través de estas, abastecerse de
trabajo forzado por parte de la población indígena. Esto, además de ser
negativo de manera directa para el desarrollo de la población local (dada la
pérdida de libertad implicada en esta especie de servidumbre), terminó
siendo doblemente negativo si tenemos en cuenta que las condiciones de
trabajo en las minas eran lamentables.
El colonialismo portugués, desarrollado en la parte oriental de
América Latina (básicamente, en el territorio actual de Brasil), fue un
colonialismo de plantaciones. Al igual que otras potencias europeas que
142
143
Crosby (1988).
El resto de este apartado está basado en Dabat (1994).
146
colonizaron zonas tropicales, Portugal buscó convertir sus posesiones
latinoamericanas en economías exportadoras de azúcar, café, cacao,
algodón o tabaco, mercancías que no era posible producir bajo las
templadas condiciones climatológicas de Europa. El principal problema
organizativo era, también, el reclutamiento de mano de obra en un
continente con tan bajas densidades de población. Y la solución fue similar
a la que se desarrolló en las zonas tropicales del norte del continente (en las
regiones sureñas de los futuros Estados Unidos): utilizar mano de obra
esclava importada del continente africano. También los colonos ingleses,
franceses y holandeses localizados en el Caribe y puntos aislados de
América Latina optaron por esta solución. Sin embargo, y al igual que
ocurría con el trabajo indígena forzado que movilizaban los españoles, el
trabajo esclavo planteaba un formidable obstáculo al desarrollo por tres
motivos. Primero, suponía una evidente privación de libertad para los
esclavos, que eran vendidos por elites locales africanas a comerciantes
europeos que los embarcaban para posteriormente vendérselos a los dueños
de las plantaciones. Segundo, el nivel de vida de los esclavos era muy bajo,
ya que los dueños de las plantaciones carecían de incentivos para establecer
remuneraciones relativamente elevadas. (Si hubieran tenido que recurrir a
un mercado libre de mano de obra, la relativa escasez de trabajadores sí les
habría conducido a tener que ofertar remuneraciones más dignas.) Y,
tercero, el elevado grado de desigualdad social imperante bloqueaba la
transmisión del crecimiento de las exportaciones agrarias hacia otros
sectores de la economía local. Así, y al igual que en la sociedad esclavista
del sur de Estados Unidos (y al contrario que en la más cohesionada
sociedad del norte), se generaron escasos encadenamientos con los otros
sectores y la base económica se mantuvo poco diversificada.
No sabemos qué habría ocurrido con las poblaciones indígenas en
caso de que Colón no las hubiera descubierto. Todo apunta a que no
habrían logrado grandes niveles de desarrollo, dado que tampoco lo
consiguieron durante los largos siglos anteriores a 1492. De hecho, la
economía colonial sí registró un cierto crecimiento, aunque fuera más un
subproducto de la estrategia metropolitana que el resultado de dinámicas
internas conducentes al desarrollo. Y este crecimiento favoreció, como
ocurría paralelamente en los futuros Estados Unidos, el fortalecimiento de
una clase empresarial autóctona que, a lo largo del siglo XVIII, comenzó a
cuestionar el estatus colonial de la región. Ello, unido a los acontecimientos
europeos (en el turbulento contexto de las guerras napoleónicas), condujo a
la proclamación de la independencia por parte de diferentes repúblicas
latinoamericanas entre aproximadamente 1810 y 1824. Para entonces, la
economía latinoamericana, aún siendo una economía preindustrial poco
desarrollada, estaba más evolucionada que la economía africana o que la
147
propia economía latinoamericana a la altura de 1492. Sin embargo, esta
evolución se había realizado sobre la base de estructuras sociales muy
desequilibradas, lo cual era un problema no sólo por los bajos niveles de
bienestar de que disfrutaban las amplias capas sociales menos favorecidas,
sino también porque suponía una mala herencia para las nuevas repúblicas
independientes. De hecho, existe consenso entre los investigadores al
respecto de que el crecimiento económico de América Latina durante el
siglo XIX se vio obstaculizado por las inercias institucionales heredadas
del periodo colonial.
¿Por qué no crecieron más deprisa las economías latinoamericanas
durante el siglo XIX?
Durante el siglo XIX se daban las condiciones para que el desarrollo de
América Latina se viera sustancialmente acelerado como consecuencia de
la implantación de un modelo agroexportador.144 De acuerdo con este
modelo, los países con una buena dotación de recursos naturales, en
particular abundancia de tierra, podrían iniciar su desarrollo moderno
explotando su ventaja comparativa para la producción de mercancías
agrarias: convirtiéndose en grandes exportadores de productos primarios
hacia los mercados de países más desarrollados. El desarrollo continuaría
en una segunda fase, conforme el crecimiento de las exportaciones agrarias
se transmitiera a los sectores no exportadores de la economía local a través
de una serie de encadenamientos (hacia delante, hacia detrás, por el lado
del consumo).
En busca de un crecimiento impulsado por las exportaciones
En el caso de América Latina, las condiciones para este tipo de crecimiento
impulsado por las exportaciones se reunieron a lo largo del siglo XIX, y
particularmente durante la segunda mitad del mismo y hasta la Primera
Guerra Mundial. En primer lugar, la tierra era abundante, ya que la
densidad de población era baja. En segundo lugar, la demanda europea de
productos agrarios estaba creciendo, teniendo en cuenta el crecimiento de
la población (consecuencia de la transición demográfica), el crecimiento de
su nivel adquisitivo medio (consecuencia del desarrollo económico) y el
paulatino desplazamiento de la ventaja comparativa europea hacia la
144
Este apartado se basa en Bulmer-Thomas (2003).
148
producción industrial. Tan sólo hacía falta que se diera una tercera
condición: que el coste del transporte entre América Latina y Europa se
redujera lo suficiente para que las exportaciones latinoamericanas pudieran
ser competitivas en los mercados europeos. Esta tercera condición pasó a
cumplirse a partir de mediado el siglo XIX a raíz de la revolución de los
transportes y las comunicaciones. Como ya ocurriera con Norteamérica u
Oceanía, América Latina se benefició del modo en que dicha revolución
tecnológica contribuyó a estimular la recepción de inmigrantes e
inversiones extranjeras. Como en los NPO, la inmigración y la recepción de
inversiones extranjeras mejoraron la dotación latinoamericana de sus dos
factores productivos escasos: la mano de obra y el capital.
Sobre estas bases, prácticamente todos los gobiernos
latinoamericanos apostaron en mayor o menor medida por un modelo de
crecimiento impulsado por las exportaciones primarias. Los resultados
fueron, sin embargo, modestos. Las exportaciones primarias crecieron más
lentamente que en los NPO, por lo que el impulso inicial al desarrollo fue
más débil. Además, este impulso generó menores encadenamientos con el
sector no exportador.
¿Por qué no crecieron más deprisa las exportaciones primarias?
Las exportaciones de productos primarios crecieron por todas partes en
América Latina. Se trataba sobre todo de productos agrarios: productos
tropicales, como el café, el caucho, el cacao, los plátanos o el azúcar, que
se exportaban desde América central y el Caribe; y productos de clima
templado, como cereales, carne y lana, que se exportaban desde el Cono
Sur formado por Argentina, Chile y Uruguay. También cabría incluir aquí
las exportaciones de productos minerales como el cobre, el estaño y el
nitrato, de gran importancia en países concretos. Estas exportaciones
primarias se destinaban en su mayor parte a un grupo muy reducido de
cuatro países importadores: Gran Bretaña (inicialmente el más importante),
Estados Unidos (el más importante ya a la altura de 1913), Francia y
Alemania.
Sin embargo, las exportaciones primarias crecieron bastante menos
que en los NPO. Tan sólo Argentina, Chile y Cuba (tres países sobre un
total de 21) lograron un crecimiento de las exportaciones no muy inferior al
de los NPO. La mayor parte de países, sin embargo, se quedó bastante
atrás. ¿Por qué? Los especialistas señalan primordialmente tres motivos.
149
En primer lugar, la agricultura latinoamericana no experimentó un
proceso de modernización tecnológica comparable al de los NPO. En los
NPO, la escasez relativa de mano de obra hizo que los salarios agrarios
fueran bastante elevados y, en respuesta a ello, los agricultores se vieron
incentivados para adoptar innovaciones ahorradoras de mano de obra que,
como las segadoras, cosechadoras y trilladoras, incrementaron grandemente
la capacidad productiva de las explotaciones. Sin embargo, en América
Latina la escasez relativa de mano de obra no generó estos efectos: los
salarios agrarios eran relativamente bajos y mostraron una escasa tendencia
al crecimiento a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Para
comprender esta paradoja, hay que comprender la organización social de la
agricultura latinoamericana. Las estructuras agrarias latinoamericanas no
experimentaron grandes transformaciones a raíz de la independencia. Al
deshacerse del estatus colonial, los nuevos gobiernos latinoamericanos se
encontraron con un mayor margen de maniobra para organizar su comercio
exterior y para recibir inversiones extranjeras, pero no hicieron gran cosa
por alterar la organización de la agricultura. La mayor parte de la tierra
continuó concentrada en las grandes haciendas propiedad de una reducida
elite de terratenientes, mientras que la mayor parte de la población agraria
estaba compuesta por campesinos pobres que trabajaban como jornaleros
en las haciendas y buscaban completar sus ingresos con pequeñas
explotaciones familiares y el desempeño de modestas actividades
complementarias (como el transporte terrestre). Esta desigual distribución
de la propiedad de la tierra, al privar de oportunidades de ascenso social a
buena parte de la población, permitió a los terratenientes disponer de
abundante mano de obra y remunerarla con salarios bajos. Diversas
regulaciones laborales contribuyeron a ello, como por ejemplo aquellas que
fijaron salarios agrarios máximos en niveles inferiores al nivel salarial de
equilibrio. Esto, además de impedir un mayor desarrollo humano de buena
parte de la población campesina, actuó en contra de la modernización
tecnológica de la agricultura latinoamericana: los terratenientes
latinoamericanos tenían menos incentivos que sus colegas de los NPO para
introducir innovaciones ahorradoras de mano de obra.
En segundo lugar, las exportaciones latinoamericanas no crecieron
más deprisa porque la mayor parte de países contaba con una base
exportadora muy poco diversificada. A la altura de 1913, en la mayor parte
de países, el principal producto de exportación representaba más del 50 por
ciento de las exportaciones totales. Si bien algún país aislado logró
diversificar su base exportadora (como Argentina, con su trigo, centeno,
cebada, maíz, carne, lana, cuero…), la mayor parte de países dependían
excesivamente de uno o dos productos de exportación. La incapacidad
mostrada por la mayor parte de países para diversificar su base exportadora
150
limitó de manera sensible el potencial de crecimiento de sus exportaciones.
Una de las explicaciones que manejan los especialistas para explicar este
escaso grado de diversificación exportadora tiene que ver con las
características del sistema financiero latinoamericano. El sistema financiero
estaba relativamente poco desarrollado, y tenía escasa capacidad para
transferir recursos hacia actividades empresariales innovadoras y
arriesgadas, entre ellas el intento de probar suerte con nuevos productos de
exportación.
Finalmente, en tercer lugar, la política macroeconómica puesta en
práctica por los gobiernos latinoamericanos también perjudicó el
crecimiento de las exportaciones. A lo largo de todo el siglo XIX, los
países latinoamericanos vivieron episodios inestabilidad monetaria que
afectaron a la trayectoria de sus respectivos sectores exportadores. Por un
lado, la mayor parte de gobiernos deseaba estabilizar la moneda del país
con objeto de incorporarse al sistema monetario del patrón oro y permitir
así un aprovechamiento más intenso de algunas de las oportunidades
abiertas por la globalización (comercio internacional, recepción de
inversiones extranjeras). Sin embargo, por el otro lado, era muy difícil
conseguir esa estabilidad porque la mayor parte de gobiernos estaban
endeudados de manera crónica y con frecuencia pagaban sus deudas
emitiendo moneda, lo cual tendía a favorecer una devaluación de dicha
moneda. A su vez, si la mayor parte de gobiernos estaban endeudados, era
debido a su incapacidad para establecer un sistema fiscal sólido. Los
gobiernos carecían de la suficiente fuerza política para establecer un
sistema impositivo en el que la mayor parte de la carga fiscal fuera
soportada por los grupos sociales de mayores ingresos, en particular los
terratenientes. Así, y dado que los bajos niveles de vida también impedían
extraer demasiados recursos del resto de grupos sociales, la mayor parte de
gobiernos pasó a depender desproporcionadamente de los ingresos por
aranceles, y esto apenas bastaba para cubrir apenas una parte de los gastos
públicos. En caso de haber tenido la fuerza política suficiente para
establecer un sistema impositivo sólido, es probable que los gobiernos
latinoamericanos no hubieran tenido tantos problemas para estabilizar sus
monedas y, por esa vía, es probable que las exportaciones primarias
latinoamericanas hubieran podido crecer más intensamente en un entorno
macroeconómico saneado y estable.
151
¿Por qué no se generaron más encadenamientos con los sectores no
exportadores?
Los sectores no exportadores eran básicamente dos: la agricultura orientada
hacia el mercado doméstico (en su mayor parte, agricultura para el
consumo humano) y la industria. En principio, el crecimiento de las
exportaciones primarias podía generar diversos encadenamientos con estos
dos sectores. Hacia atrás, podía promover inversiones en ferrocarriles (que
a su vez también podían promover encadenamientos hacia atrás con la
industria siderúrgica) e infraestructuras portuarias (con sus efectos sobre el
sector de la construcción), y también podía difundir mejoras técnicas
utilizables por la agricultura orientada al mercado doméstico. Hacia
delante, el crecimiento agroexportador podía estimular el crecimiento de la
agroindustria. Y, por el lado del consumo, el creciente poder de compra de
los grupos sociales vinculados a la exportación podía suponer un estímulo
para las industrias productoras de bienes de consumo. Sin embargo, en la
América Latina del siglo XIX (a diferencia de lo que ocurrió por aquel
entonces en los NPO), estos encadenamientos fueron de una magnitud
modesta. En consecuencia, la transmisión del crecimiento del sector
exportador al resto de sectores fue débil.
La industria latinoamericana creció lentamente a lo largo del siglo
XIX y apenas registró cambios estructurales significativos. Aún en 1913,
continuaba siendo un sector dominado por empresas de pequeñas
dimensiones que utilizaban tecnologías bastante intensivas en mano de
obra. De hecho, en la mayor parte de países (excepción hecha del Cono
Sur), la industria tradicional (doméstica y/o artesanal) continuaba siendo
más importante que la industria moderna a gran escala.
La transmisión del crecimiento exportador al sector industrial se vio
obstaculizada por diversos factores. En primer lugar, hay que tener en
cuenta que la economía latinoamericana operaba bajo una importante
restricción energética: la escasa presencia de yacimientos de carbón. Hasta
las décadas finales del siglo XIX, con la aparición de la electricidad, esta
restricción energética fue un escollo importante para la industrialización.
En segundo lugar, había un problema de demanda: el nivel medio de renta
era bajo y, además, la distribución de esa renta era muy desigual, con lo
que la demanda interna de productos manufacturados creció de manera
muy lenta. En Brasil, por ejemplo, casi el 70 por ciento de la población
estaba empleada en el sector agrario (donde la renta se distribuía de manera
especialmente desigual) y era demasiado pobre para comprar algo más que
algunos artículos fundamentales de alimentación y vestido. Buena prueba
del lento crecimiento de la demanda interna es que una parte sustancial el
152
crecimiento industrial latinoamericano se concentró en sectores de primera
transformación de materias primas con vistas a su exportación (como el
azúcar en Brasil o Cuba, como la carne en Argentina), y no tanto en
sectores productores de bienes de consumo para la población local. Y, en
tercer lugar, también se ha sugerido que el escaso desarrollo del sector
financiero (unido a las regulaciones que le impedían realizar préstamos a
largo plazo al estilo alemán) dificultó la movilización de un volumen
suficiente de recursos hacia la puesta en pie de establecimientos
industriales modernos de grandes dimensiones.
El otro sector no exportador, la agricultura orientada al mercado
doméstico, tampoco se vio demasiado impulsado por el crecimiento de la
agricultura orientada hacia la exportación. Este era un sector
verdaderamente clave a la hora de determinar el nivel de vida de la
población latinoamericana. La mayor parte de la población activa trabajaba
en este sector, pero su productividad era mucho más baja que la de la
población empleada en el resto de sectores. Nada de esto cambió
demasiado a lo largo del siglo XIX: en países como Brasil y México, en
torno a 1914, más del 60 por ciento de la población activa estaba empleada
en este sector, pero apenas aportaba un 25 por ciento del PIB total.
Hubo dos causas por las que el crecimiento agroexportador no se
transmitió a la agricultura doméstica. En primer lugar, hubo poca difusión
tecnológica desde la agricultura de exportación a la agricultura doméstica.
En la mayor parte de países, la agricultura de exportación y la agricultura
doméstica producían mercancías muy diferentes entre sí y, por tanto, las
innovaciones tecnológicas vinculadas a las producciones para la
exportación eran de escasa utilidad para las producciones orientadas al
consumo doméstico. El Cono Sur fue una excepción, ya que su agricultura
de exportación consistía en productos de clima templado que, como los
cereales o la carne, también constituían la base de la dieta de la población
local. En este caso, sí podían darse procesos espontáneos de difusión
tecnológica desde la agricultura de exportación hacia la agricultura
doméstica. (Por ejemplo, mejoras técnicas en la cría del ganado podían
repercutir sobre todo el sector ganadero, con independencia de que su
producción estuviera destinada a la exportación o al consumo interno.)
Fuera del Cono Sur, sin embargo, la agricultura de exportación consistía en
productos tropicales que no tenían demasiado que ver con los cereales y el
resto de productos básicos que se producían para la alimentación de la
población local.
El segundo obstáculo para la transmisión del crecimiento
agroexportador a la agricultura doméstica fue la precariedad del sistema de
153
transportes. En una región con tan bajas densidades de población y en la
que el capital era un factor relativamente escaso, los costes del transporte
interno se mantuvieron elevados. Las inversiones en infraestructuras de
transporte se orientaron de manera primordial al funcionamiento de la
economía agroexportadora (puertos, ferrocarriles que conectaran las zonas
de agricultura exportadora con dichos puertos), y en menor medida fueron
capaces de articular internamente el territorio latinoamericano. En
consecuencia, el crecimiento del sector exportador generó pocos
encadenamientos de consumo sobre la agricultura doméstica. En casos
excepcionales, como el de las regiones mineras de Chile, el aumento de
ingresos de la población vinculada al sector exportador (la minería)
estimuló la transformación de la agricultura doméstica. Pero, en la mayor
parte de América Latina, los agricultores orientados hacia el mercado
interior estaban demasiado mal comunicados con las ciudades portuarias (el
foco en que se concentraban los beneficios de las actividades exportadoras)
como para que el aumento de la demanda indujera transformaciones
positivas en sus prácticas agrarias. Comenzaba a vislumbrarse aquí un
problema que marcaría la historia económica de América Latina en el
futuro: el dualismo entre sector moderno (en este caso, la agricultura de
exportación) y sector tradicional (que incluía la agricultura orientada al
mercado doméstico).
Dada la ausencia de difusión tecnológica y los elevados costes de
transporte, los resultados de la agricultura doméstica continuaron
dependiendo en buena medida de su inercia. Y se trataba de una inercia
poco favorable: la concentración de la propiedad de la tierra y la formación
de sociedades agrarias muy desequilibradas no sólo retardaban el desarrollo
humano de buena parte de la población, sino que también (y esto es más
importante para el análisis a largo plazo) contribuían poco a la adopción de
innovaciones tecnológicas por parte de la elite terrateniente. Se trataba de
un marco institucional que distorsionaba el mercado laboral agrario (al
establecer salarios máximos inferiores a los salarios de equilibrio de
mercado) en lugar de dejarlo funcionar en libertad. Un marco institucional
que aseguraba los intereses de una elite a costa de retardar el desarrollo
económico a largo plazo del conjunto de la sociedad.
La ocasión perdida
A comienzos del siglo XX, las economías latinoamericanas estaban mejor
que nunca. Su PIB per cápita era mayor que nunca antes, y el crecimiento
del mismo durante las décadas previas había sido más intenso que en
cualquier periodo de la historia latinoamericana.
154
Sin embargo, había varios problemas. En primer lugar, este PIB per
cápita era claramente inferior al de Europa occidental o los NPO. Es decir,
la economía latinoamericana era una economía atrasada, incluso aunque su
atraso no fuera tan grave como el de las economías asiática y africana. En
segundo lugar, había un elevado nivel de desigualdad, con lo que los
resultados de desarrollo de América Latina eran bastante más mediocres
que sus resultados de crecimiento económico. En tercer lugar, el desarrollo
había avanzado bastante más en el Cono Sur que en el resto de América
Latina. En el Cono Sur, las exportaciones primarias crecieron más deprisa
que en el resto de países y, además, sus efectos de encadenamiento con
otros sectores de la economía local fueron más importantes. Fuera del Cono
Sur, sin embargo, las exportaciones crecieron despacio y no generaron
estímulos significativos en los sectores no exportadores. En general, el
modelo de crecimiento impulsado por las exportaciones primarias, que
tanto éxito había tenido en Norteamérica y Oceanía, generó unos resultados
más modestos en América Latina.
Había un problema adicional. Tras la Primera Guerra Mundial,
comenzaría a cerrarse esta “ventana de oportunidad” para el crecimiento
impulsado por las exportaciones primarias. Durante el periodo de
entreguerras, el ambiente político internacional se enrarecería y se haría
cada vez más inestable. Un número creciente de países giraría hacia el
proteccionismo y las políticas económicas anti-globalización. Mientras
tanto, además, los mercados mundiales de productos agrarios comenzarían
a mostrar señales de saturación (en razón del exceso de oferta), lo cual
tendería a deprimir los precios percibidos por los exportadores agrarios y a
sumir a estos en un clima de incertidumbre y volatilidad. En suma, el siglo
XIX abrió una ventana de oportunidad para un desarrollo basado en las
exportaciones primarias y América Latina no fue capaz de aprovechar
plenamente esa oportunidad. Por ello, su economía sufriría duramente
durante el periodo de entreguerras, deslizándose hacia lo que más adelante
se llamaría “Tercer Mundo”.
155
Capítulo 11
ASIA
A lo largo del siglo XIX, la diferencia económica entre Asia y Europa
alcanzó proporciones nunca vistas hasta entonces. A comienzos del siglo
XX, la población asiática disfrutaba de un nivel de ingreso del orden de
cinco o seis veces inferior al de Europa occidental. China, la India y el
Imperio otomano, tres de las mayores unidades políticas de todo el mundo,
continuaban siendo economías agrarias con muy bajos niveles de ingreso.
En China y en la India, además, la esperanza de vida no superaba los 25
años de edad, lo cual es tanto como decir que, durante el siglo XIX, no se
registró ningún progreso significativo (a diferencia de lo ocurrido en
Occidente). Tan sólo Japón había escapado a este destino: había sido capaz
de iniciar un proceso de industrialización, con sus consiguientes cambios
estructurales (descenso del porcentaje de población agraria, aumento de la
tasa de urbanización). También había experimentado un progreso sustancial
en la lucha contra el riesgo de mortalidad, y la esperanza de vida media de
la población superaba los 40 años y era bastante similar a la occidental.
La historia económica de Asia en el periodo previo a la Primera
Guerra Mundial encierra tres grandes enigmas, que son los que
intentaremos resolver en este capítulo. En primer lugar, ¿por qué se estancó
la economía preindustrial asiática? Durante buena parte del periodo
preindustrial, Asia estuvo por delante de Europa desde el punto de vista
tecnológico y económico. Sin embargo, a partir de un determinado
momento, se quedó estancada e inició así su camino hacia el subdesarrollo.
En segundo lugar, ya que Asia no lideró la industrialización y el camino
hacia el desarrollo moderno, ¿por qué no fue capaz al menos de imitar a
Europa durante el siglo XIX largo? Hemos visto que, con mayor o menor
dificultad, la industrialización se difundió desde su origen británico hacia el
resto de países de la esfera occidental. ¿Por qué no se subieron las
economías asiáticas a este carro? Finalmente, y en tercer lugar, hay que
156
plantearse por qué Japón fue diferente: por qué, durante el siglo XIX largo,
fue el único país asiático (en realidad, el único país no occidental) que
inició un proceso de industrialización y mejoró significativamente sus
resultados de desarrollo.
¿Por qué se estancó la economía preindustrial asiática?
Durante buena parte del periodo preindustrial, Asia estuvo por delante de
Europa. Ya el primer foco de la revolución neolítica, en lo que hoy
llamamos Oriente Medio (u Oriente Próximo), fue asiático. Más adelante,
las sociedades asiáticas alcanzaron pronto niveles de complejidad
organizativa superiores a las sociedades europeas. Tras la caída del Imperio
romano, por ejemplo, mientras Europa transitaba hacia el feudalismo y se
partía en un sinfín de unidades económico-jurídicas, Asia contaba con
civilizaciones imperiales. La tasa de urbanización de Asia, siendo aún muy
baja (como en todas las sociedades del periodo preindustrial), era al menos
algo superior a la europea. También estuvo Asia por delante en materia
tecnológica: buena parte de las innovaciones tecnológicas del periodo
preindustrial se originaron allí. La pólvora o la rueda, por poner dos
ejemplos muy ilustrativos, fueron innovaciones chinas, mientras que el
progreso de las técnicas de navegación (cartografía, sistemas de orientación
a través de las estrellas, instrumentos como el astrolabio) fue hasta el siglo
XV cosa de las civilizaciones del Índico. Las sociedades europeas
resultaban tan atrasadas desde la perspectiva asiática que la balanza
comercial asiática presentaba de manera persistente superávit con respecto
a Europa: mientras las sofisticadas producciones asiáticas tenían éxito entre
las elites europeas, las elites asiáticas preferían las producciones locales.
Los logros de la economía preindustrial china
Cuando Marco Polo, un comerciante europeo del siglo XIII, hizo un viaje
por el Lejano Oriente, se quedó maravillado por las producciones y la
tecnología de la región. Para él no cabía duda de la superioridad asiática, en
especial de la superioridad de China, cuyo nivel tecnológico y organizativo
estaba algo por delante del de la civilización islámica de Oriente Medio o la
India. Aunque carecemos de datos plenamente fiables, las estimaciones de
algunos historiadores económicos sugieren que, en torno al año 1000, el
PIB per cápita chino era superior al europeo, quizá incluso en un 30 por
157
ciento.145 Así las cosas, si un extraterrestre hubiera aterrizado en nuestro
planeta en torno al año 1000 y hubiera tenido que apostar por una zona
como futura cuna del desarrollo moderno, probablemente habría apostado
por China.
La economía preindustrial china tenía varios puntos fuertes.146 Como
en todas las economías preindustriales, la agricultura era el sector principal,
pero se trataba de una agricultura relativamente intensiva. Una parte
sustancial de la superficie agraria del país se beneficiaba de grandes obras
hidráulicas encaminadas a favorecer la difusión del regadío. De este modo,
la producción por hectárea era más elevada en la agricultura china que en la
agricultura europea. Los sectores no agrarios, por su parte, también
destacaban en comparación con los de otras sociedades preindustriales.
Algunas manufacturas chinas, como la porcelana o los textiles de seda,
destacaban por su finura y sofisticación. Y, con el paso de los siglos, la
economía preindustrial china fue contando con un importante sector
comercial, apoyado en una tecnología marítima avanzada. Una prueba de
ello son las grandes expediciones que China comenzó a emprender en el
entorno del Océano Índico durante la parte final del siglo XIV. (¿Podría
China haber “descubierto” América o colonizado Europa si estas
expediciones se hubieran extendido al ámbito del océano Atlántico? Nunca
lo sabremos, pero desde luego la historia del mundo se escribiría hoy de
manera muy diferente.)
Es cierto que, como en toda economía preindustrial, se trataba de
logros modestos acumulados a lo largo de siglos. Desde la óptica de un
observador moderno, la tasa de crecimiento era baja, apenas había cambio
estructural (la tasa de urbanización, por ejemplo, no superaba el 5 por
ciento) y los resultados de desarrollo humano eran malos y apenas
mejoraban (la esperanza de vida, por ejemplo, no debió de ser nunca
superior a 25 años). Sin embargo, el encadenamiento de estos modestos
progresos desembocó en la formación de algo parecido a una economía
orgánica avanzada en una región china. China en su conjunto no fue nunca
una economía orgánica avanzada, pero la región del Bajo Yangzi sí registró
un dinamismo de tales características. Dentro de los límites propios del
periodo preindustrial, el Bajo Yangzi experimentaba un dinamismo
apreciable: el amplio caudal del río Yangzi y las obras hidráulicas
permitían a los agricultores obtener rendimientos muy superiores a los
europeos, mientras un creciente sector manufacturero y comercial se
localizaba en la desembocadura del río. Los modestos progresos de estos
145
146
Van Zanden (2005), Maddison (2002).
Los siguientes párrafos están basados en Pomeranz (2000).
158
sectores, además, se reforzaban entre sí. (El crecimiento económico de las
ciudades, por ejemplo, estimulaba el progreso de las comarcas agrarias de
su entorno a través de sus encadenamientos de consumo.)
¿Por qué se estancó la economía preindustrial china?
De acuerdo: en la parte final del periodo preindustrial no sólo se formaron
economías orgánicas avanzadas en Europa (Holanda e Inglaterra), sino
también en China (la región del Bajo Yanzgi, cuyo tamaño demográfico era
mayor que el de cualquiera de estos dos países europeos). Pero, ¿por qué
fue una de las economías orgánicas avanzadas de Europa (Inglaterra) la que
lideró el camino hacia el desarrollo moderno, mientras que China tendió a
quedarse estancada? En realidad, todas las estimaciones disponibles
muestran que, a pesar de la formación de una economía orgánica avanzada
en el Bajo Yangzi, el PIB per cápita del conjunto de China se mantuvo
estancado entre 1500 y 1800. ¿Por qué se quedó China estancada, en lugar
de dar el salto hacia algo parecido a una revolución industrial?
El problema básico de la economía china es que se aproximó mucho
al techo productivo de las economías preindustriales y se vio incapaz de
superarlo. No pudo superarlo, en primer lugar, por un problema de dotación
de recursos. En general, la dotación de recursos de la economía china era
favorable, sobre todo porque la presencia de grandes valles fluviales hacía
posible la práctica de una agricultura intensiva. Esto incluso había
contribuido a la formación de una economía orgánica avanzada a escala
regional. Ahora bien, el problema consistía en ir más allá y generar algo
parecido a una revolución industrial. En Europa, el azar había dictado que
una de las economías orgánicas avanzadas, Inglaterra, contara con amplias
reservas de carbón en su subsuelo. Ello había permitido que, conforme la
economía orgánica se aproximaba a su techo y planteaba el desafío del
estancamiento, el país contara con las estructuras empresariales adecuadas
y el “saber hacer” preciso para realizar la transición hacia una economía
inorgánica con mucho mayor potencial de crecimiento. En China, por el
contrario, el Bajo Yangzi no disponía de carbón. El carbón chino era
abundante, pero se localizaba muy lejos, en las regiones meridionales del
país. Y, dados los elevados costes de transporte del periodo preindustrial,
no resultaba rentable el comercio a gran escala de dicho carbón.147
Junto a este problema de dotación de recursos, China tenía un
problema más general de naturaleza institucional. En Europa, durante el
147
Pomeranz (2000).
159
tramo final del periodo preindustrial se pusieron las bases para la formación
de sociedades de mercado. Desde aproximadamente el siglo XI, los Estados
y los mercados habían ascendido de manera paralela para debilitar las
estructuras feudales. Ello tendió a mejorar el grado de eficiencia en la
asignación de recursos, ya que el peso del mercado como mecanismo de
coordinación económica tendió a aumentar. Además, los Estados
garantizaron una mayor seguridad jurídica a los participantes en la
economía de mercado, con lo que favorecieron la innovación tecnológica y
el comportamiento empresarial emprendedor. Finalmente, la rivalidad
geopolítica entre los Estados europeos, aunque fue muy negativa si
tenemos en cuenta las constantes guerras que mantuvieron entre sí,
paradójicamente favoreció la difusión de las innovaciones tecnológicas e
institucionales entre unos Estados y otros, ya que los gobernantes no
querían quedarse por detrás de sus vecinos y rivales.
Nada de esto ocurrió en China durante los siglos finales del periodo
preindustrial. El mercado no se abrió demasiado paso como mecanismo de
coordinación de las decisiones económicas. Los gobernantes europeos
estaban utilizando a los mercados para debilitar el poder feudal y fortalecer
así su propia posición política. Los emperadores chinos no tenían motivos
para hacer nada parecido, porque su posición política ya era
suficientemente fuerte. Se encontraban en la cúspide social y política de
una economía en la que numerosas regulaciones aseguraban la circulación
de excedentes productivos desde las masas campesinas hacia la corte
imperial y su aparato burocrático (los mandarines). ¿Para qué querían más?
La economía de mercado tuvo así un espacio reducido, con lo que la
asignación de recursos era ineficiente y las perspectivas de crecimiento
smithiano eran pequeñas. Además, fueron frecuentes los actos arbitrarios
de confiscación sufridos por los empresarios del sector comercial, por lo
que las perspectivas de crecimiento schumpeteriano terminaron siendo aún
menores. En realidad, los emperadores chinos no sólo no encontraron
incentivos para expandir la esfera de actuación de los mercados, sino que,
de hecho, los encontraron para reducirla, en particular en lo referente a los
contactos de China con el exterior. El contacto comercial con el exterior
fue percibido como peligroso porque desestabilizaría la economía y
sociedad tradicionales y, sobre todo, porque podía servir para que los
enemigos políticos de la familia imperial importaran armas y tecnología
militar occidentales. Así, a partir del siglo XV, la dinastía Ming (13681644) decidió reducir al mínimo dichos contactos. Entre 1644 y finales del
siglo XIX, la dinastía Qing o manchú (1644-1912) mantuvo la misma
política. (Y, de hecho, terminaría renunciando a la misma por la presión
militar de los europeos, y no por iniciativa propia.) Los costes económicos
de esta política aislacionista pudieron ser importantes, ya que, mientras el
160
nivel tecnológico europeo se beneficiaba del contacto con otras
civilizaciones, el aislacionismo chino trabajaba a favor del estancamiento
tecnológico.148 Además, el hecho de que China renunciara a formar su
propio sistema colonial durante los siglos finales del periodo preindustrial
le impidió obtener los beneficios indirectos conseguidos por los europeos,
en particular un mayor saber hacer empresarial y un abastecimiento regular
de productos estratégicos.149
El viaje a ninguna parte: la India mogola
Problemas institucionales similares surgieron de manera incluso más
acentuada para atenazar también a otras economías preindustriales
asiáticas, como la India o el Imperio otomano. En la India, los siglos finales
del periodo preindustrial (entre el siglo XIII y finales del siglo XVIII)
constituyeron la época de otro gran imperio, el Imperio mogol, cuyos
resultados de desarrollo fueron mediocres.150 El Imperio mogol era una
economía básicamente agraria en la que el mercado tenía escaso
protagonismo como mecanismo de coordinación. Para empezar, numerosas
regulaciones aseguraban la construcción de una compleja cadena de
transferencia de excedentes productivos desde las masas campesinas
hindúes hacia las elites musulmanas compuestas por el emperador, su corte
y la aristocracia. Además, la organización de la producción agraria estaba
sujeta a regulaciones establecidas a nivel de cada aldea. El conjunto de
regulaciones aldeanas más importante era el que tenía que ver con el
sistema de castas, que fijaba a la población en estratos sociales y
ocupacionales hereditarios. (Originalmente había cinco grandes castas:
sacerdotes, guerreros, comerciantes, agricultores e intocables o parias; pero
en realidad había no menos de 200 castas subdivididas en 10 subcastas
cada una.) Esto no sólo institucionalizaba la desigualdad dentro de la
comunidad rural, sino que además era poco eficiente en términos
económicos: generaba un mercado laboral rígido e ineficiente, en el que la
cuna pesaba más que las aptitudes a la hora de colocar a la población en sus
respectivas ocupaciones. En general, el marco institucional de la India
mogola, en el que la regulación superaba con mucho al mercado como
mecanismo principal de asignación de recursos, generaba una asignación
ineficiente de recursos.
148
Jones (1994), Mokyr (1993), Landes (2003).
Pomeranz (2000).
150
Esta sección está basada en Jones (1994), Wink (2003) y, sobre todo,
Maddison (1974).
149
161
Pero, además, este marco institucional también era negativo en el
sentido de que ofrecía escasos incentivos para la adopción de
comportamientos emprendedores e innovadores. Para empezar, los
aristócratas mogoles eran más unos intermediarios fiscales entre el
emperador y las aldeas que unos señores feudales terratenientes: no poseían
la tierra, sino que basaban sus ingresos en la concesión estatal del derecho a
recaudar los impuestos agrarios en una determinada región. Por ello, y
porque esta concesión no siempre era hereditaria y porque los aristócratas
carecían de garantías de recibir dicha concesión siempre para la misma
región, carecían igualmente de incentivos para realizar inversiones que
mejoraran los rendimientos agrarios. Su comportamiento más racional
consistía más bien en absorber prácticamente todo el excedente producido
en la economía rural, transfiriendo una parte hacia el emperador y su corte
y quedándose otra parte para su propio consumo suntuario. Tampoco los
emperadores encontraban interesante la posibilidad de aumentar las
inversiones públicas en obras de regadío, como sí hicieron los emperadores
chinos. A su vez, el comportamiento depredador de las elites hacía que los
campesinos tampoco contaran con demasiados incentivos para intensificar
su esfuerzo laboral y desarrollar iniciativas innovadoras. (¿Para qué, si los
beneficios adicionales de ello serían absorbidos por la aristocracia?) Por su
parte, el sistema de castas, al impedir la movilidad social ascendente,
también restaba incentivos a una intensificación del esfuerzo por parte de
buena parte del campesinado. Fuera de la economía rural, por otro lado, los
comerciantes y artesanos vivían en un mundo marcado por la inseguridad
jurídica y la comisión de actos arbitrarios por parte de los gobernantes. De
hecho, la inseguridad de los empresarios mogoles era tal que, en la parte
final del siglo XVIII, muchos de ellos decidieron financiar la causa militar
que de manera más creíble prometía respetar sus intereses: la causa que la
Compañía Británica de las Indias Orientales libraba por hacerse con el
control de la provincia de Bengala, que más tarde pasó a ser la causa de la
incorporación del conjunto de la India al Imperio británico.151
151
Wolf (2005). Sobre problemas institucionales similares en el caso del
Imperio otomano, otra de las grandes unidades políticas de Asia, véase Jones (1994).
162
Los obstáculos al desarrollo asiático en el siglo XIX
Panorámica general
En aquellos países asiáticos que retuvieron su independencia política, las
causas del atraso económico a lo largo del siglo XIX fueron claramente
endógenas. Las mismas inercias negativas que condujeron al estancamiento
durante el tramo final del periodo preindustrial continuaron obstaculizando
el desarrollo de estas economías a lo largo del siglo XIX, mientras los
países occidentales se embarcaban en sus procesos de industrialización.
El Imperio otomano, por ejemplo, continuó siendo un gigante con
pies de barro durante este siglo. Su economía preindustrial venía de estar
estancada, e incluso los días de mayor gloria militar habían pasado ya.
Durante el siglo XIX largo, la población otomana continuó disfrutando de
bajos niveles de vida en el contexto de una economía básicamente agraria y
de un marco institucional que servía mucho más para distribuir (muy
desigualmente) el ingreso de una economía estática que para promover
crecimiento y desarrollo. Tras su derrota en la Primera Guerra Mundial, el
Imperio otomano terminaría descomponiéndose.
Tampoco China fue capaz de vencer las inercias que condujeron al
estancamiento de su economía preindustrial. Conforme fue avanzando el
siglo XIX, fue quedando claro que el problema principal de China no era la
dotación de recursos, sino el marco institucional. La mala localización del
carbón chino puede contribuir a explicar por qué el Bajo Yangzi no se
convirtió en la cuna del primer proceso de industrialización del mundo,
pero nos dice poco acerca de los motivos por los que la economía china
obtuvo unos resultados tan pobres a lo largo del siglo XIX. Al fin y al cabo,
algunas economías occidentales con malas dotaciones de carbón estaban
siendo capaces de impulsar procesos de industrialización. ¿Por qué China
no? Las inercias institucionales persistieron durante la primera mitad del
siglo XIX: en ausencia de rivalidad política dentro del país (a diferencia de
la rivalidad desatada entre los Estados europeos), China continuaba sin ser
una sociedad de mercado. Además, continuaba optando por una política
aislacionista que limitara sus contactos con el resto del mundo
(especialmente, con las potencias europeas que venían expandiéndose por
el continente asiático).
Estas opciones no sólo perjudicaban el desarrollo humano de la
población china, sino que también disminuían la capacidad del país para
mantener su independencia política en un momento en que el poderío
163
militar de los países dependía cada vez más de su grado de
industrialización. Las guerras del opio fueron el mejor ejemplo. Los
británicos encontraron en el opio (cultivado en sus colonias de la India) un
producto de exportación para el mercado chino, lo cual era todo un logro
después de siglos en los que los consumidores chinos apenas habían
mostrado interés por los productos ofrecidos por los europeos. Ante el
aislacionismo chino, los británicos optaron por el contrabando; y, ante la
dureza con que China respondió al contrabando, los británicos
respondieron con mayor dureza aún. La derrota china en estas guerras del
opio fue percibida como una humillación nacional. Durante la segunda
mitad del siglo XIX, los europeos intensificaron su presión para que China
se abriera al comercio internacional, y un debilitado imperio aceptó que las
principales ciudades del país se convirtieran en algo bastante parecido a
colonias europeas. El estancamiento económico de China había terminado
conduciendo al país a un estatus semi-colonial.
El Imperio otomano y China mantuvieron total o parcialmente su
independencia política. El resto del continente asiático, sin embargo, se vio
incorporado a los sistemas coloniales de las potencias europeas. ¿Fue
perjudicial el colonialismo para el desarrollo de las economías asiáticas?
Desde luego, el colonialismo hizo poco por promover el desarrollo de las
colonias. El colonialismo buscaba convertir a las colonias en piezas
complementarias de la economía metropolitana. De las colonias se
esperaba, por ejemplo, un flujo de exportaciones de productos agrarios y
materias primas (generalmente tropicales) que, dadas las condiciones de
restricción de la competencia en que se desarrollaba la actividad colonial,
garantizaran beneficios extraordinarios (superiores a los de competencia
perfecta) y que, además, permitieran a la metrópoli abastecerse de
productos estratégicos. Promover el desarrollo humano de las poblaciones
colonizadas no formaba parte del plan. Ahora bien, para apreciar
nítidamente el efecto del colonialismo sobre el desarrollo asiático, hay que
percibir que estas economías tampoco estaban yendo hacia ninguna parte
antes de que llegaran los europeos. En realidad, ninguno de estos países
contaba originalmente con un marco institucional que promoviera el
crecimiento económico o el desarrollo humano de la población. Esto quiere
decir que el problema del colonialismo no fue la destrucción de un modelo
de desarrollo previo que estuviera funcionando satisfactoriamente. El
problema fue, más bien, que el colonialismo del siglo XIX se mostró casi
tan incapaz de generar desarrollo humano como las formas de organización
local previas al mismo.
La India proporciona el mejor ejemplo de ello. La economía de la
India mogola no iba hacia ninguna parte, como hemos visto en el apartado
164
anterior. Su crecimiento económico era prácticamente nulo, su nivel de
desigualdad era muy elevado, y sus resultados de desarrollo humano eran
malos incluso en comparación con otras sociedades preindustriales de
Eurasia. A continuación llegó el colonialismo británico: a finales del siglo
XVIII, la Compañía Británica de las Indias Orientales (la empresa británica
que tenía concedido el monopolio de la explotación del comercio con esta
región del mundo) aprovechó la inestabilidad del Imperio mogol para
ocupar la provincia de Bengala. En 1857, la expansión británica había
tocado a la mayor parte del resto de regiones de la India. La India se
convirtió así en la colonia más grande del imperio colonial más grande del
mundo.
El modelo de crecimiento de la India colonial
El plan de los británicos consistía en convertir a la India en una economía
subordinada a los intereses británicos: movilizar la tierra, la mano de obra y
el capital indios para impulsar (junto con el capital británico) las
exportaciones de productos para los que la India disfrutara de ventaja
comparativa: opio, algodón, azúcar, yute, granos, té...152 Lo que Gran
Bretaña esperaba de estas exportaciones era, en primer lugar, un flujo de
beneficios extraordinarios (en el sentido de superiores a los que se habrían
derivado de un comercio en régimen de competencia perfecta entre países
independientes) y, en segundo lugar, un elemento estratégico dentro de sus
relaciones económicas con otros países (por ejemplo, con China, cuyo
mercado resultó particularmente difícil de conquistar hasta que el opio
indio hizo su entrada en él de la mano de los empresarios británicos).
El crecimiento de las exportaciones indias no iba a tener lugar de
manera espontánea: dadas las características institucionales de la India
mogola, eran precisas reformas estructurales que favorecieran la formación
de una sociedad de mercado. Era preciso redefinir los derechos de
propiedad mogoles (que se encontraban, al estilo del antiguo régimen
europeo, complejamente superpuestos a otros derechos, como el derecho a
recaudar impuestos en un territorio, el derecho a cultivar una superficie o
los derechos comunitarios) y convertirlos en derechos de propiedad
privados, individuales y plenos. Las reformas británicas buscaron convertir
a los antiguos aristócratas mogoles en terratenientes capitalistas, con
mayores incentivos para impulsar la inversión e involucrarse en el proceso
productivo. Otras reformas británicas encaminadas a favorecer el avance de
152
Esta sección se basa en Tomlinson (1993), Maddison (1974), Roy (2005),
Prakash (2003) y Pipitone (1994).
165
la sociedad de mercado fueron la tendencia hacia la homologación de los
sistemas regionales de pesos y medidas, la unificación monetaria del país, y
la reforma del sistema judicial con objeto de aumentar las garantías
jurídicas de quienes participaran en la economía de mercado y adoptaran
comportamientos emprendedores. Finalmente, el gobierno colonial también
impulsó el funcionamiento de una economía de mercado a través de la
construcción o promoción de numerosas líneas férreas y la puesta al día en
materia de comunicaciones (por ejemplo, telégrafo).
El resultado fue que, efectivamente, durante las décadas previas a la
Primera Guerra Mundial y con la ayuda de la reducción de costes asociada
a la revolución de los transportes, crecieron las exportaciones indias de
productos agrarios. El crecimiento económico de la India se aceleró, con lo
que terminaba el estancamiento secular que había caracterizado a la época
mogola. Se trataba de un crecimiento smithiano: el nuevo marco
institucional había propiciado una asignación más eficiente de recursos y
había impulsado la inserción en la economía global de acuerdo con la
ventaja comparativa de la India (derivada de su abundancia de tierra y,
sobre todo, mano de obra).
La India colonial: más crecimiento económico que desarrollo humano
La transformación de este crecimiento económico en desarrollo humano
era, sin embargo, muy difícil, ya que las estructuras sociales coloniales
favorecían la persistencia de una gran desigualdad en la distribución del
ingreso. Los británicos crearon una sociedad de mercado que, por primera
vez en la historia india, podía tender hacia el crecimiento económico, pero
hicieron poco por favorecer la igualdad de oportunidades necesaria para
que los beneficios de ese crecimiento se filtraran hacia el conjunto de la
población. La mayor parte de los beneficios derivados de la exportación
eran absorbidos por los empresarios británicos que se encargaban de
exportar las mercancías a la metrópoli y por las elites indias (empresarios
comerciales, terratenientes rurales) que se encargaban de organizar el
proceso de producción de las mercancías para luego vendérselas a los
británicos. Estos grupos contaban con los recursos (el capital, la tierra) y
capacidades (conocimiento de las redes comerciales, conexiones políticas)
necesarios para beneficiarse de la economía de mercado, mientras que la
mayor parte de la población india, campesinos carentes de dichos recursos
y capacidades, continuaron disfrutando de niveles muy bajos de bienestar.
Quizá la mejor ilustración de lo poco que habían cambiado realmente las
cosas para la mayor parte de la población sea la persistencia de los
166
episodios de hambruna (episodios muy comunes en la India mogola)
durante la segunda mitad del siglo XIX.
Incluso con una distribución muy desigual, el crecimiento colonial
aún podría haber aspirado a impulsar el desarrollo económico del país a
través de sus encadenamientos sobre el resto de sectores. Es cierto que el
estatus colonial de la India implicaba la fuga hacia el exterior de una
fracción (quizá una cuarta parte) del excedente generado en el país, como
consecuencia de las remesas enviadas a Londres en concepto de “cargas
domésticas” (servicio de la deuda, pensiones, gastos administrativos,
compras militares realizadas por el gobierno colonial) y de las
transferencias de capital realizadas por los expatriados británicos. Aún así,
había una parte aún mayor del excedente que se quedaba en la India. Sin
embargo, las exportaciones coloniales no irradiaron su crecimiento hacia
otros sectores.
Para empezar, el sector más importante de la economía india, la
agricultura orientada al mercado doméstico (cuyo tamaño económico era,
con mucho, superior al de la agricultura de exportación), continuó viviendo
en la inercia de periodos anteriores. Al igual que en la mayor parte de
América Latina (pero a diferencia de los NPO), los productos de la
agricultura de exportación eran diferentes a los productos de la agricultura
doméstica (básicamente cereales, con el arroz en primer lugar), así que
hubo escasa difusión tecnológica. Además, la gran desigualdad en la
distribución del ingreso limitó la capacidad de la demanda urbana para
estimular transformaciones agrícolas en las regiones circundantes.
Por otro lado, el crecimiento liderado por las exportaciones agrarias
tampoco fue capaz de impulsar el desarrollo de la industria india, ni en su
versión tradicional (tipo industria doméstica y/o artesanal) ni en una
versión moderna (tipo revolución industrial). La industria tradicional india
atravesó grandes dificultades durante la primera etapa de la dominación
británica, ya que buena parte de ella se vio incapaz de competir con las
importaciones de mercancías británicas producidas con las técnicas
mecanizadas de la revolución industrial y que, además, contaban con el
favor de las elites consumidoras británicas. La industria moderna, por su
parte, tampoco surgió con fuerza. Es cierto que, durante las décadas previas
a la Primera Guerra Mundial, se multiplicaron las iniciativas en este
sentido. Empresarios ingleses pusieron en pie una industria moderna de
productos fabricados con yute (un encadenamiento hacia delante de las
exportaciones agrarias), mientras empresarios indios crearon las bases de
una industria textil moderna y una industria siderúrgica moderna. (A lo
largo del siglo XX, una de estas empresas siderúrgicas, la Tata Iron & Steel
167
Company, se convertiría en la empresa más importante del país.) Sin
embargo, estos brotes de crecimiento industrial moderno nunca llegaron a
transformar la estructura de la economía india. La pobreza rural estaba tan
extendida que la demanda de productos industriales creció de manera
extremadamente lenta. Esto, además, dificultaba que los empresarios indios
pudieran reducir sus costes medios por la vía de las economías de escala, lo
cual les hacía relativamente poco competitivos en los mercados
internacionales. En realidad, la India nunca dejó de ser en este periodo una
economía básicamente agraria.
En suma, el modelo económico implantado por Gran Bretaña a lo
largo del siglo XIX generó unos resultados de desarrollo bastante pobres
como consecuencia de la desigual distribución de los beneficios
exportadores y la escasa capacidad de las exportaciones para generar
encadenamientos con otros sectores. En cierta forma, los británicos fueron
demasiado selectivos en sus reformas económicas: se centraron en aquellas
necesarias para expandir las exportaciones (que es lo que al fin y al cabo
buscaban en la India) y se olvidaron de aquellas que podrían haber
favorecido el desarrollo de la India en el largo plazo. La definición de
derechos de propiedad privados, individuales y plenos no podía esperar; sí
podía esperar una reforma de las estructuras sociales rurales (comenzando
por el sistema de castas), a pesar de que dichas estructuras impedían la
filtración de los beneficios del crecimiento hacia la mayor parte de la
población. El ferrocarril no podía esperar, pero sí podían hacerlo los
languidecientes sectores sanitario y educativo. Lo que estas elecciones
políticas muestran es que el desarrollo de la India no era una prioridad para
los británicos, como tampoco lo había sido previamente para los
gobernantes mogoles.
¿Por qué fue Japón diferente?
Japón fue el único país asiático (en realidad, el único país no occidental)
capaz de poner en marcha un proceso de industrialización durante el siglo
XIX largo. También fue el único país cuya población registró una mejora
sustancial de su bienestar durante dicho periodo. En suma, fue el único país
asiático que salió de la senda que conducía al subdesarrollo con respecto a
los países occidentales. ¿Por qué? ¿Qué tenía Japón de especial? En
comparación con otros países asiáticos, lo más llamativo de Japón fueron
probablemente los cambios institucionales producidos por la restauración
Meiji en 1868: la consolidación de una sociedad de mercado y la puesta en
168
práctica de políticas económicas encaminadas a promocionar la
industrialización del país. Antes de eso, sin embargo, el periodo Tokugawa
(1600-1868) ya había registrado cierto dinamismo, aunque fuera dentro de
los estrechos márgenes propios del periodo preindustrial. Es probable que
este dinamismo preindustrial fuera un valioso legado para el posterior
desarrollo de la industrialización japonesa. Comenzaremos revisando esa
historia y más adelante trataremos los cambios registrados a partir de 1868.
El legado Tokugawa
La clave del progreso del Japón preindustrial fue el encadenamiento de
pequeños progresos en distintos sectores de la economía.153 En primer
lugar, pequeños progresos en la agricultura, el sector más importante en
términos de producción y empleo en todas las economías preindustriales.
La agricultura japonesa estaba organizada de tal modo que, al igual que en
otras partes de Eurasia, una parte sustancial de los excedentes producidos
por las familias campesinas era absorbida por elites. A diferencia de China,
pero de manera similar a Europa, estas elites eran básicamente locales:
daymio (una especie de señores feudales que, sin embargo, tenían una
vinculación menos fija con sus dominios territoriales que sus homólogos
europeos) y samurai (una especie de clase guerrera, especializada en la
provisión de protección, y que paulatinamente fue reorientándose hacia
tareas administrativas y gestoras). Por debajo de ellos, una amplia masa de
explotaciones familiares campesinas organizaba el proceso productivo de
manera bastante autónoma. La agricultura japonesa creció durante este
periodo sobre la base de innovaciones biológicas, como la introducción de
mejores variedades de arroz, y una organización más eficiente de las
explotaciones (que hizo posible, por ejemplo, la transición por parte de
muchas familias campesinas a un sistema de dos cosechas por año, en lugar
de una sola). Esta senda de cambio agrario permitía aumentar los
rendimientos de la tierra (un factor escaso, dadas las condiciones
orográficas del país y su elevada densidad de población) sobre la base de
una intensificación del trabajo (el factor abundante, por idéntico motivo).
Paralelamente, la economía de las familias campesinas tendió a
diversificarse, en la medida en que una parte del esfuerzo laboral de sus
componentes era absorbida por actividades no agrarias, como la
manufactura doméstica (por ejemplo, de productos textiles). La
manufactura doméstica se organizaba a través de un sistema de encargos
básicamente similar al de la protoindustria europea: un grupo de
153
Esta sección está basada en Hanley (2003), Francks (2006) y Mosk (2007).
169
empresarios distribuía las materias primas entre los hogares campesinos y
estos trabajan autónomamente en la transformación de productos que
posteriormente eran comercializados por los empresarios.
El crecimiento agrario y el crecimiento manufacturero fueron
acompañados por la paulatina integración del mercado interno, que abrió
posibilidades de especialización regional y, por tanto, de obtención de
mayores niveles de eficiencia en el conjunto de la economía. Al ser Japón
un archipiélago, la integración del mercado nacional podía basarse
ampliamente en el uso de transporte marítimo (el medio de transporte más
barato y eficaz en el mundo previo al ferrocarril), y en las principales
ciudades portuarias crecieron las empresas comerciales, que, como sus
homólogas europeas, realizaban importantes inversiones de capital fijo
(almacenes, barcos…). Además, la integración del mercado nacional se vio
impulsada de manera decisiva por la institución del sankin kotai, de
acuerdo con la cual los daymio debían residir durante al menos medio año
en la capital del país (Edo, la actual Tokio) y sólo podían regresar a sus
dominios dejando en la capital a su esposa e hijos. Aunque la motivación
subyacente a esta institución no era económica, sino política (se trataba, por
parte del emperador, residente en Edo, de asegurar la fidelidad de los
daymio, limitando las estancias en sus dominios y convirtiendo a su familia
en rehén virtual durante tales estancias), sus efectos económicos fueron
importantes: generó un trasiego continuo de personas e información a lo
largo del territorio japonés (de ahí su contribución a la integración del
mercado interno) y, además, estimuló el crecimiento de Edo y su sector no
agrario (al concentrar allí una parte sustancial de la demanda efectiva de las
elites que absorbían el excedente agrario).
No es que la economía del Japón Tokugawa no careciera de sus
puntos débiles. Siguiendo el ejemplo de la China Ming, el Japón Tokugawa
se cerró al exterior. Y, como en el caso chino, los motivos no eran
económicos (no se trataba de una estrategia de protección a la industria
naciente, ni nada parecido), sino básicamente de política interna (se trataba
de evitar que, a través del contacto con los europeos, uno o varios daymios
pudieran acceder a tecnología armamentística más avanzada y subvirtieran
el orden interno). Los efectos económicos de esta política autárquica fueron
a buen seguro negativos, ya que Japón perdió la oportunidad de
beneficiarse de la difusión de tecnologías europeas más avanzadas. Sin
embargo, los efectos negativos del aislacionismo no fueron tan grandes
como en China porque Japón se caracterizaba por un grado superior de
rivalidad económica y política. Los dominios de los daymios competían
entre sí, lo cual creó incentivos para que, al igual que estaban haciendo por
aquel entonces los Estados europeos, cada dominio intentara poner a la
170
economía de mercado de su parte, fomentando el desarrollo de actividades
vinculadas al mercado (por ejemplo, protoindustrias y comercio regional) y
aplicando políticas mercantilistas con respecto a otros dominios
(promocionando sectores estratégicos y estableciendo concesiones
monopolísticas para algunos de ellos). El resultado fue el paulatino ascenso
del mercado como mecanismo de coordinación económica. Como en
Europa occidental durante este mismo periodo, una economía de mercado
estaba naciendo bajo la costra de una sociedad no de mercado.154
En esta incipiente economía de mercado, los pequeños progresos
realizados por la agricultura, la manufactura y el comercio se reforzaron los
unos con los otros, y alimentaron el crecimiento de Japón durante el final
del periodo preindustrial e, incluso, durante las primeras décadas del
periodo Meiji (hasta aproximadamente 1890). Algunos especialistas ven
aquí algo parecido a la “revolución industriosa” europea o a la formación
de una economía orgánica avanzada (si bien no tan avanzada como las
europeas).155 No hubo un gran desplazamiento de la frontera de
posibilidades de producción: había serias limitaciones tecnológicas (en
especial, por el carácter orgánico de la base energética) y no menos serias
barreras institucionales (básicamente, una sociedad estamental que
constituía la versión japonesa del antiguo régimen). Pero sí hubo un
significativo acercamiento a dicha frontera de posibilidades de producción.
El resultado fue un aumento generalizado de los niveles de vida, como
muestran los indicadores de salarios reales, condiciones de las viviendas o
niveles de educación y salud. Como todas las economías preindustriales,
seguía tratándose de un mundo atroz a los ojos modernos, con recurrentes
hambrunas masivas (en especial, entre 1730 y 1840) y con el infanticidio
como práctica generalizada de regulación demográfica. Dentro de tal
atrocidad, sin embargo, no está claro que, a mediados del siglo XIX,
cuando la era Tokugawa llegaba a su fin, el nivel de vida del japonés medio
fuera claramente inferior al de un europeo medio.
Cuando en 1868 triunfó la restauración Meiji y el antiguo régimen se
vino abajo, la economía japonesa no era una economía estancada, sino que
venía experimentando un modesto crecimiento. Tal crecimiento, además,
había dejado como herencia algunos elementos positivos: “saber hacer”
empresarial, alfabetización de una parte sustancial de la población,
infraestructuras técnicas y organizativas en el sector agrario… La economía
japonesa se encontraba así en una buena posición para encarar el reto de la
industrialización y la convergencia con las economías occidentales. Ello no
154
155
Jones (1997).
Francks (2006), Mosk (2007).
171
quiere decir, sin embargo, que no tuviera delante de sí precisamente eso: un
reto.
La industrialización como reto nacional
El reto de industrializar Japón fue percibido por las nuevas elites políticas
del país como un imperativo geopolítico.156 China había perdido las guerras
del opio como consecuencia de la superioridad industrial-militar de Gran
Bretaña, y el resultado había sido la caída del país a un estatus semicolonial. La misma amenaza se cernía sobre Japón, que durante la primera
parte del siglo XIX sufrió una presión creciente por parte de las potencias
occidentales para abrir su economía al contacto con el exterior. ¿Cómo
hacer frente a esta amenaza? ¿Con una versión japonesa de las guerras del
opio: un vano intento por oponer fanatismo nacionalista a una tecnología
occidental más avanzada? ¿O, mejor, fomentar un proceso de
industrialización que, con el tiempo, permitiera a Japón convertirse en un
primer actor en la escena internacional? El nuevo lema del país mostraba a
las claras la opción por la segunda de estas posibilidades: “enriquecer el
país, fortalecer el ejército”. Para ello, la política económica de la
restauración Meiji implantó grandes reformas en cuatro grandes áreas:
marco institucional, promoción industrial, sector agrario y sistema fiscal.
Lo primero era abolir el marco institucional de la era Tokugawa y
crear definitivamente una sociedad de mercado. A pesar de que, a lo largo
de la era Tokugawa, los mercados habían ido ganando peso como
mecanismo de coordinación económica, persistían numerosas restricciones
al funcionamiento libre de los mismos. Los gobernantes Meiji impulsaron
un proceso de liberalización a gran escala, tanto en el mercado de
productos como en el mercado de factores. En consecuencia, trabajadores,
empresarios y terratenientes gozaron de un mayor grado de libertad para
decidir sobre los usos de sus respectivos factores productivos (trabajo,
capital y tierra). Dos buenos ejemplos de este proceso de liberalización
fueron el establecimiento de la plena libertad de ocupación y residencia y la
abolición de los gremios.
Este nuevo marco institucional se consideraba adecuado para
fomentar el desarrollo económico y, muy especialmente, para impulsar el
proceso de industrialización del que tanto dependía la suerte geopolítica del
país. La política Meiji de promoción industrial fue inicialmente una política
de promoción directa: creación de empresas públicas en sectores
156
Esta sección está basada en Macpherson (1995) y Pipitone (1994).
172
considerados estratégicos, como la construcción naval, la minería o la
industria textil. Pero, a pesar del esfuerzo realizado por los gobernantes
Meiji para que funcionaran con la tecnología más avanzada, estas empresas
resultaron un fiasco, en parte (y como en otros casos históricos de
promoción industrial directa) debido a que sus costes de gestión resultaron
ser muy elevados y su orientación productiva no estaba demasiado ajustada
al tipo de bienes demandados por los consumidores. En la década de 1880,
casi veinte años después de la restauración Meiji, la economía japonesa
seguía creciendo básicamente gracias a la misma revolución industriosa (la
combinación de los mismos progresos modestos) que venía alimentando su
crecimiento desde comienzos de siglo. ¿Había fracasado el intento de
impulsar una revolución industrial?
Se abrió entonces una segunda etapa, mucho más fructífera, de
promoción industrial indirecta. El asunto clave era conseguir que la
tecnología occidental, más avanzada, pudiera servir de base para un
proceso de industrialización liderado por empresas japonesas. Para ello era
preciso formar un tejido empresarial capaz de enfrentarse al desafío. En la
década de 1880, el gobierno comenzó a vender a precio de saldo la mayor
parte de sus empresas públicas, y de aquí surgieron algunos de los grandes
conglomerados industriales que en lo sucesivo (y hasta el día de hoy)
marcarían la historia económica japonesa. A continuación se optó por una
política comercial proteccionista con objeto de evitar que las industrias
nacientes fueran eliminadas por la competencia de países con mayor grado
de competitividad industrial. Y, finalmente y como en el caso de Alemania
por esas mismas fechas, este proteccionismo comercial se coordinaba con
otras políticas complementarias.157 Como en el caso alemán, una de las
políticas más importantes en este sentido fue la educativa: obligatoriedad
de la educación primaria, aumento de la inversión en niveles educativos
más avanzados, financiación de estancias temporales de los mejores
estudiantes en países occidentales avanzados... Todo ello con objeto de
evitar que la falta de formación se convirtiera en un cuello de botella que
obstaculizara la asimilación de tecnología occidental. Otra importante
política ofrecía, como en Alemania, incentivos para la exportación (con
objeto de evitar que los empresarios adoptaran comportamientos pasivos al
ver protegido el mercado nacional).
Sobre estas bases, los zaibatsu desempeñaron el papel crucial de
asimilar la tecnología occidental e impulsar las exportaciones japonesas de
productos industriales. Su ventaja competitiva estaba inicialmente en los
menores niveles salariales de Japón en relación a Europa occidental o
157
Chang (2004).
173
Estados Unidos. Así, a comienzos del siglo XX, Japón ya había dejado de
ser un exportador de productos primarios (como la seda) y había
comenzado a exportar una cantidad creciente de productos industriales.
Conforme los conglomerados industriales fueron ganando posiciones en los
mercados internacionales, encontraron una segunda fuente de ventaja
competitiva: al producir para mercados cada vez más grandes, podían
explotar las economías de escala en mayor medida y, por tanto, reducir sus
costes medios de fabricación. Los conglomerados actuaron como líderes
del proceso de industrialización, y consigo arrastraron a un denso tejido de
pequeñas y medianas empresas industriales que, si bien operaban con
tecnología menos puntera y se caracterizaban por niveles de productividad
inferiores, estaban íntimamente conectadas a los conglomerados a través de
redes de subcontratación bastante estables en el tiempo.
Los otros dos grandes campos de reforma económica, el sistema
fiscal y el sector agrario, estaban muy vinculados entre sí. Teniendo en
cuenta que, a la altura de 1868, el sector agrario era el sector más grande de
la economía japonesa, no resulta extraño que los gobernantes Meiji
buscaran extraer de él la mayor parte de los ingresos fiscales necesarios
para financiar las diversas medidas de promoción industrial. De hecho, los
gobernantes fueron un paso más allá e implantaron un sistema fiscal
discriminatorio en contra del sector agrario: a comienzos del siglo XX, la
presión fiscal (el porcentaje que representa la recaudación fiscal sobre el
valor de la producción) era de casi el 30 por ciento para un campesino
medio, frente a apenas un 14 por ciento para un empresario industrial. De
este modo, el sistema fiscal era un mecanismo encubierto de transferencia
de recursos desde la agricultura hacia la industria moderna.
Pero, así como el proteccionismo comercial podría haber tenido
efectos negativos en ausencia de otras políticas complementarias, también
este tipo de sistema fiscal habría generado problemas en caso de no haberse
coordinado con medidas paralelas de apoyo a la agricultura. Consciente de
que el progreso agrario era decisivo para sostener la incipiente
urbanización del país y (dado el alto porcentaje de población agraria)
fortalecer la cohesión social, la política económica Meiji potenció la senda
de crecimiento agrario que venía recorriéndose ya durante el tramo final de
la era preindustrial: un tipo de crecimiento que hacía uso intensivo del
factor abundante (la mano de obra) y buscaba elevar al máximo los
rendimientos del factor escaso y, por tanto, susceptible de generar
eventuales cuellos de botella (la tierra). No se trataba de un crecimiento
basado en la introducción de maquinaria y tecnologías ahorradoras de
mano de obra (como comenzaba a ocurrir, por ejemplo, en Estados Unidos,
donde, al revés que en Japón, la mano de obra era escasa), sino un
174
crecimiento basado en la introducción de mejoras biológicas (variedades
más productivas de semillas, por ejemplo) y la extensión de los sistemas de
regadío, al compás de la creciente comercialización impulsada por la
demanda urbana.158 No se trataba de un crecimiento basado en la formación
de grandes explotaciones (al estilo estadounidense), sino un crecimiento
basado en la consolidación de pequeñas y medianas explotaciones
familiares. La política económica buscó además sortear los problemas
asociados a la pequeña escala de las explotaciones mediante el fomento del
cooperativismo y asociacionismo locales. Si a ello añadimos el esfuerzo
público en materia de educación rural, tenemos una senda de cambio
agrario que fue capaz de hacer compatible el dinamismo productivo con la
cohesión social.159
A lo largo del siglo XX, el desarrollo continuaría hasta convertir a
Japón en una de las grandes potencias de la economía mundial. Las bases
para tal éxito se pusieron ya durante las décadas previas a la Primera
Guerra Mundial. A la altura de 1913, estaba claro que Japón caminaba ya
por una senda diferente a (y mejor que) la de China, India o cualquier otra
economía no occidental.
158
159
Hayami y Ruttan (1989).
Francks (2006).
175
Capítulo 12
ÁFRICA
Hoy en día, África es la región menos desarrollada del mundo. Las
poblaciones africanas del presente tienen la esperanza de vida más corta del
mundo, disfrutan del ingreso medio más reducido y muestran los peores
niveles educativos. Se ha hecho frecuente que tanto economistas como
otros observadores se refieran al caso africano en términos de tragedia.
La tragedia africana tiene raíces históricas profundas. Sin duda, la
historia de la economía africana durante el siglo XX contiene muchas de
las claves. Ahora bien, no deberíamos perder de vista que, a finales del
siglo XIX largo, África ya había perdido el tren. Como en otras economías
no occidentales, la esperanza de vida se mantenía inmóvil en registros
preindustriales (en torno a los 25 años de media) y el PIB per cápita crecía
tan despacio que la brecha entre África y los países desarrollados alcanzaba
ya grandes proporciones. Un ciudadano africano medio contaba en 1913
con un ingreso que era en torno a seis veces inferior al del ciudadano
europeo occidental medio (y del orden de ocho o nueve veces inferior al del
ciudadano medio de uno de los “nuevos países occidentales”). Por si ello
fuera poco, prácticamente toda la población africana vivía por aquel
entonces bajo regímenes coloniales de alguna potencia europea.
¿Por qué estaba ya claramente atrasada la economía africana a
comienzos del siglo XX? Nuestra respuesta tiene dos partes.160 En primer
lugar, la economía africana ya estaba en cierto modo atrasada antes del
colonialismo europeo. Necesitamos comprender los motivos de ese escaso
dinamismo. Y, a continuación, en segundo lugar, la economía y sociedad
africanas se vieron crecientemente transformadas a partir del siglo XVI por
el impacto del colonialismo europeo. Como en otras partes del mundo no
160
Este capítulo se basa en Wolf (2005), Bairoch (1997) y Dabat (1994).
176
occidental, el periodo colonial se saldó con unos pobres resultados en
términos de desarrollo. El segundo apartado revisa las causas.
África antes de 1500
Antes del colonialismo europeo, los resultados de desarrollo de África
habían sido extremadamente pobres. Cierto: ninguna economía
preindustrial había conseguido grandes resultados hasta entonces. Pero
había una gran diferencia cualitativa entre las civilizaciones eurasiáticas y
los pueblos africanos. En Eurasia habían ido consolidándose sociedades
con cierto grado de complejidad tecnológica y organizativa, ya se tratara de
Estados o imperios. La África de 1500, sin embargo, se parecía más a
América que a Eurasia. Prevalecían sociedades tribales u organizadas de
acuerdo con el parentesco, y no en todas partes se había abandonado la
economía pre-neolítica basada en la caza y la recolección. Las densidades
de población eran muy bajas: el continente estaba constituido por enormes
superficies de territorio muy débilmente pobladas por sociedades con
niveles tecnológicos muy básicos. Por supuesto, el marco institucional en
que operaban estas economías estaba enormemente alejado de la sociedad
de mercado. Los intercambios eran escasos y, cuando tenían lugar, lo
hacían en un contexto muy regulado: los intercambios tenían un carácter
más tribal que personal y venían regulados por una mezcla de tradiciones e
imposiciones tributarias de las tribus fuertes sobre las tribus débiles.
Es verdad que, junto a esta realidad básica, había algunos focos en
los que se alcanzaban mayores niveles de complejidad tecnológica y
organizativa. La civilización egipcia, aprovechando las perspectivas que el
valle fluvial del Nilo creaba para la puesta en práctica de una agricultura
relativamente intensiva (y, por tanto, susceptible de generar excedentes con
los que sostener cierta complejidad organizativa) había sido un ejemplo
muy precoz de ello. En general, la parte más septentrional del continente,
en parte debido a su proximidad a Europa, contaba desde siglos atrás con
una economía algo más orientada hacia el mercado que la del África
subsahariana. Así había sido en tiempos del Imperio romano, que incluyó a
esta región en su red comercial, y así era también en 1500, cuando la región
contaba con un cierto nivel de desarrollo comercial como consecuencia de
la organización de rutas de caravanas. Tampoco faltaban emergentes
núcleos de civilización en lugares aislados del África subsahariana, como
Benin y Guinea.
177
Sin embargo, no cabe duda de que, en torno a 1500, las sociedades
africanas estaban menos evolucionadas que las europeas o asiáticas. Los
historiadores discuten apasionadamente sobre por qué se forjó la gran
divergencia entre Europa y Asia, por qué no fue por ejemplo China el país
que lideró la transición hacia el desarrollo moderno. Pero nadie ha
planteado una pregunta similar para África porque es evidente para todo el
mundo que, a lo largo del periodo comprendido entre la revolución
neolítica y 1500, las sociedades africanas se habían quedado ya claramente
por detrás. No muy por detrás en términos de esperanza de vida (que era
igual de baja en todas partes) o en términos de PIB per cápita (que aún
estaba muy próximo al nivel de subsistencia en casi todas partes). Pero sí
muy por detrás en términos de evolución social y complejidad organizativa.
De ahí no sólo no podía salir una revolución industrial: ni siquiera podía
salir una economía orgánica avanzada. Los obstáculos típicamente
preindustriales al desarrollo se encontraban muy presentes en la África de
1500: un régimen demográfico de alta presión, una tecnología muy
rudimentaria dependiente de energías orgánicas y, sobre todo, un marco
institucional muy poco favorecedor. El feudalismo europeo o los imperios
asiáticos tampoco favorecían el desarrollo, pero al menos albergaron la
formación de sociedades medianamente complejas que, por tanto, podían
ser susceptibles de dar algún día el salto a economías orgánicas avanzadas
o economías industriales. No se puede decir lo mismo de los primarios
sistemas de organización social prevalecientes en África.
El impacto del colonialismo europeo sobre África
El colonialismo europeo se expandió por África en dos oleadas. La primera
oleada fue desde mediados del siglo XV, cuando Portugal comenzó a
establecer algunos asentamientos costeros en África para facilitar la
realización de su nueva ruta marítima hacia el océano Índico, hasta finales
del siglo XIX. La segunda oleada se desarrolló durante las cinco décadas
previas a la Primera Guerra Mundial y, aunque fue mucho más corta,
también fue mucho más intensa. Hasta aproximadamente 1870, el
colonialismo europeo apenas pasó de los asentamientos costeros. Las
condiciones ambientales del interior de África resultaban muy nocivas para
la población europea, cuyos sistemas inmunológicos carecían de defensas
para las enfermedades propias de la región. Además, los beneficios
económicos de explotar más intensamente el territorio africano eran
inciertos y prevalecían importantes costes de transporte. Por ello, el
colonialismo europeo previo a 1870 consistía básicamente en tratos que los
178
comerciantes europeos realizaban con las elites locales en los
asentamientos costeros. A partir de 1870, sin embargo, el colonialismo
europeo tomó un cariz mucho más territorial: las potencias europeas
terminaron incorporando la práctica totalidad del territorio africano a sus
respectivos sistemas coloniales. La Conferencia de Berlín de 1885 fue, de
hecho, un intento de poner orden a la carrera imperialista que los
principales países europeos estaban desarrollando en África. El resultado
fue un auténtico reparto del continente africano por parte de las potencias
europeas, con Inglaterra y Francia a la cabeza.
Hasta 1870
Antes de 1870, el principal impacto del colonialismo europeo sobre la
economía africana fue la intensificación del tráfico de esclavos. Los
europeos no inventaron la esclavitud: ya desde el siglo VII, la expansiva
civilización islámica de Oriente Próximo se dotó de una importante red
comercial con objeto de abastecerse de esclavos africanos. Lo que hicieron
los europeos fue tomar la idea y desarrollarla con más fuerza: se calcula
que, si el tráfico de esclavos con destino a Oriente Medio movilizó a unos
15 millones de africanos entre el siglo VII y finales del siglo XIX, el tráfico
europeo movilizó a unos 12 millones de africanos en un periodo mucho
más corto de tiempo, entre aproximadamente 1500 y 1870.
El negocio se organizaba del siguiente modo. Las elites locales se
abastecían de esclavos por diversos medios, que iban desde la captura en
guerra contra otras tribus o la penalización para los transgresores de reglas
sociales hasta la simple adquisición de personas a familiares que debían
costear deudas impagadas o afrontar situaciones de hambruna. Estos
esclavos eran comprados a las elites locales por parte de los comerciantes
europeos. (Con frecuencia, las elites locales conseguían a cambio
abastecerse de armas de fuego occidentales, lo cual aumentaba su poder
interno y, por tanto, su capacidad para conseguir nuevos esclavos en el
futuro.) Los comerciantes europeos llenaban barcos de esclavos africanos y
se dirigían hacia las colonias europeas en las que se desarrollaba una
agricultura de plantación: las colonias europeas en el Caribe, Brasil,
América Central y la región sureña de los actuales Estados Unidos. África
fue incorporada de este modo a una red triangular de comercio, en la que
circulaban las manufacturas y servicios comerciales europeos, los
productos tropicales americanos y los esclavos africanos. Conforme se
expandieran las plantaciones coloniales en zonas tropicales de América,
otro tanto se expandirían las necesidades de mano de obra de los dueños de
las plantaciones y, por lo tanto, otro tanto aumentarían las oportunidades de
179
negocio para los traficantes de esclavos. Tal cosa ocurrió sobre todo a partir
del siglo XVII.
Lógicamente, nada de esto contribuyó al desarrollo de la ya de por sí
débil economía africana. El hecho de que la trata de esclavos se convirtiera
en el sector más lucrativo de la economía africana creó un clima social
tremendamente desfavorable para el desarrollo: los odios entre tribus y
etnias se intensificaron, y la guerra y el rapto pasaron a convertirse en
tristes instrumentos de progreso social para el sector más favorecido de la
sociedad africana. Además, y desde un punto de vista estrictamente
económico, los esclavos generaban, como producto de exportación, pocos
encadenamientos. Al tratarse de seres humanos, no existían los
encadenamientos hacia atrás (no había nada parecido a un sector productor
de inputs para la “fabricación” de seres humanos), ni tampoco hacia delante
(los esclavos se embarcaban hacia América sin ser objeto de ningún tipo de
transformación “industrial”). Los encadenamientos de consumo, por su
parte, eran muy débiles, ya que los beneficios de las exportaciones se
concentraban en elites minoritarias cuyo patrón de consumo estaba sesgado
hacia las importaciones de productos de lujo y armas procedentes de
Europa.
Después de 1870
El tráfico de esclavos comenzó a declinar conforme fue avanzando el siglo
XIX. Entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, la mayor
parte de países europeos comenzaron a aprobar leyes que prohibían el
tráfico de esclavos. El golpe de gracia llegó cuando, entre la década de
1830 y la década de 1870, la esclavitud fue abolida en la práctica totalidad
de zonas afectadas; de manera especialmente significativa, la victoria de las
regiones del norte en la guerra civil estadounidense de 1861-65 condujo a
la abolición de la esclavitud y a una forzosa reconversión de la economía
sureña. Esto no implicó, sin embargo, el fin del colonialismo europeo en
África. Los avances de la ciencia médica en el estudio de las enfermedades
tropicales comenzaban a hacer a los europeos algo más resistentes a las
condiciones del África interior. El progreso de los transportes terrestres y
marítimos reducía los costes económicos de las expediciones coloniales.
Todo ello, unido a la formación de una economía global a lo largo del siglo
XIX aumentó los incentivos para que las potencias europeas se adentraran
en África en busca de posesiones coloniales que les proporcionaran
recursos estratégicos y los consabidos beneficios extraordinarios (propios
de la ausencia de competencia perfecta).
180
Esto convirtió a las economías africanas en economías organizadas
en función de los intereses de la metrópoli correspondiente. Un caso
ilustrativo es el de Egipto. Durante la primera mitad del siglo XIX,
Mohamed Ali consiguió una autonomía casi total con respecto al Imperio
otomano y puso en marcha una política de industrialización. No se trataba
de una política motivada por el deseo de impulsar el desarrollo humano en
el país, sino por el deseo de aumentar su potencial militar. Cuando diversas
presiones internas y externas desembocaron en el cambio de régimen,
Egipto cayó cada vez en mayor medida en la órbita de los intereses
económicos europeos. En las tres décadas previas a la Primera Guerra
Mundial, Egipto tenía un estatus semi-colonial con respecto a Gran
Bretaña. El resultado fue la conversión de Egipto en una economía
complementaria de la británica: las condiciones climatológicas
incentivaban particularmente la conversión de la zona en una región
abastecedora de algodón, materia prima fundamental para la industria
británica y cuyas fuentes de suministro tradicionales habían mostrado
ciertas inestabilidades (por ejemplo, las exportaciones de algodón de la
región sureña de Estados Unidos se habían venido abajo durante la guerra
civil).
Por todas partes encontramos un modelo similar. A la altura de 1913,
África era la región del mundo en la que mayor proporción representaban
las exportaciones sobre el PIB. Es decir, el colonialismo aumentó de
manera espectacular el grado de apertura de las economías africanas, al
implantar un modelo económico orientado hacia la exportación de
productos agrarios y materias primas hacia la metrópoli. Como en otros
casos de colonialismo, el crecimiento exportador iba unido a la capacidad
de los empresarios europeos para movilizar el capital y la mano de obra
locales a través de acuerdos comerciales con empresarios y elites locales.
El crecimiento de las exportaciones no fue suficiente, sin embargo,
para impulsar el desarrollo. Dado el estatus colonial de las economías
africanas, el crecimiento exportador generó escasos encadenamientos, la
mayor parte de los cuales se establecieron además con empresas
metropolitanas (y no africanas). No todas las metrópolis ni todas las
colonias eran iguales, y en algunos casos (especialmente en algunas
colonias inglesas y francesas) el colonialismo generó al menos una mínima
red de infraestructuras y servicios públicos. Pero, incluso aún así, parece
claro que la carrera imperialista desarrollada por los países europeos en la
África de las décadas previas a la Primera Guerra Mundial hizo poco por
favorecer el desarrollo. No sabemos adónde se habría dirigido la economía
africana en caso de no haber sufrido el impacto del colonialismo europeo.
Probablemente no habría llegado muy lejos, teniendo en cuenta los escasos
181
logros que tenía en su haber a mediados del siglo XV. Pero el colonialismo
estuvo lejos de solucionar el problema: obtuvo unos resultados de
desarrollo mediocres y, además, legó una estructura social desequilibrada
que se erigiría en un importante obstáculo para el posterior desarrollo a lo
largo del siglo XX. La tragedia africana, aún vigente hoy día, había
comenzado a tomar forma.
182
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