El Pesimismo de Freud - Phillipe Sollers

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El pesimismo de Freud
Las fechas o los lugares son a menudo señales deslumbrantes o negras
¿Dónde se encuentra Freud, por ejemplo, durante el verano de 1929,
mientras escribe El malestar en la cultura? A dos pasos de Berchtesgaden,
la futura guarida de Hitler ¿Cuándo aparece el libro? En noviembre del
mismo año, una semana después del “martes negro” de Wall Street. Un año
más tarde, en septiembre de 1930, los nazis entran por la fuerza al
Reichstag (que justo viene de cumplir, por esos días, su lustro
democrático). En 1936, en Berlín, se queman, entre otros, los libros
“impuros” de Freud. En 1939, el viejo luchador, obligado a dejar Viena por
los bárbaros, muere en Londres, “la ciudad que nunca fue visitada por un
enemigo”. Al año siguiente cae París.
La historia del psicoanálisis, como la de su fundador, es paralela a la
tragedia mundial, esta revela, mejor que cualquier otra, los intentos
totalitarios del siglo XX. Hoy en día hacemos como si el psicoanálisis fuera
evidente (dejando de lado a algunos irreductibles oscurantistas), pero
olvidamos alegremente las violentas resistencias que lo tuvieron como
objeto, las cuales, además, pueden resurgir de un momento a otro. Algo no
funciona entre la especie humana y la representación que ésta se hace de sí
misma. Freud trae una muy mala noticia, y no hay que sorprenderse si la
propaganda eufórica, sea cual fuere, encuentra esta luz repentina demasiado
dura, demasiado negativa, obscena, desesperanzadora, en una palabra
nihilista. Casi todo el mundo se le opone: por supuesto las religiones, que
rápidamente han reconocido en Freud a un enemigo irreductible, pero
también sus
sucedáneos, delirios de masas militarizadas, racistas o
revolucionarias. La ilusión tiene un gran porvenir, dice Freud. Y una
ilusión expulsa a la otra: “Los hombres ahora han llegado tan lejos en el
dominio de las fuerzas de la naturaleza que con la ayuda de estas les es
fácil exterminarse los unos a los otros hasta el último. Lo saben, de allí una
buena parte de su inquietud presente, de su desdicha, de su fondo de
angustia. Y ahora habrá que esperar que la otra de las dos “potencias
celestes”, el Eros eterno, haga un esfuerzo para afirmarse en el combate
contra su adversario igualmente inmortal. Pero ¿quién puede presumir una
salida exitosa?” Tal es la conclusión del Malestar. La última frase es
conmovedora: data de 1930, para la segunda edición del libro. Como la
vemos, esta cargada de premoniciones.
¿Malestar? La palabra hoy nos parece débil respecto de aquello que tuvo
lugar, y de lo cual Freud no pudo ser testigo. El adversario inmortal de Eros
no es otro que la pulsión de muerte sobre la que Freud, ya sacrílego con su
revelación de la sexualidad infantil, tiene la más grande dificultad de
convencer a sus discípulos o alumnos. Esta pulsión trabaja silenciosamente,
apunta sin cesar a destruir al otro y a sí mismo, en una necesidad
inextinguible, de agresión y autocastigo. Esta está apuntalada por la
megalomanía del yo narcisista del lactante “desayudado”, guarda el rastro
del asesinato original del padre por los hijos que es el fundamento de toda
sociedad humana. Desde entonces, denegación general. La cultura es por
cierto, a partir de allí, una necesidad, un combate vital, y no podemos más
que felicitarnos, pero engendra al mismo tiempo, en su rechazo a saber de
donde ella proviene, una angustia y una culpabilidad sordas que, de vez en
cuando, estallan en la violencia. La cultura que apunta a la utilidad, a la
limpieza, al orden, debe proceder por inhibición de la individualidad
demasiado marcada y la restricción sexual. En estas condiciones, el amor,
contrariamente a lo que dicen los torrentes de almíbar religiosos o
militantes, no puede ser más que raro, y los preceptos “ama a tu prójimo
como a ti mismo”, o “ama a tus enemigos” dan el efecto de votos
alucinatorios. La educación, dice Freud, no disimula solamente la cuestión
sexual, además “no prepara al adolescente para la agresión a la cual está
destinado a convertirse en su objeto”. Insiste: “Dejando a la juventud en la
vida con una orientación psicológica tan inexacta, la educación no se
comporta de otra manera más que si equipáramos a personas que parten a
una expedición polar con ropas de verano y mapas de los lagos lombardos”.
Dios es una ilusión, la esperanza comunista no tiene ninguna consistencia,
el “narcisismo de las pequeñas diferencias” propaga sin cesar un racismo
inquebrantable (todos los días vemos sus efectos), la xenofobia y el
antisemitismo tienen hermosos días frente a ellos, y en cuanto a la
civilización americana, esta está fundada desgraciadamente sobre “la
miseria psicológica de la masa”. Resumamos: la agresividad es incurable,
el hombre es el lobo del hombre (como lo prueban “las atrocidades de la
migración de los pueblos”), los socialistas desconocen la naturaleza
humana, y todo el mundo miente, salvo tal vez los poetas (Schiller, Goethe,
Heine):
¡Qué se regocije,
aquél que respira en lo alto dentro de la luz rosa!
Porque debajo, esta el espanto.
Y el hombre no debe tentar a los dioses
Ni nunca, en el jamás de los jamases, desear ver
Aquello que estos buscan cubrir de noche y de terror.
Estos versos de Schiller, citados por Freud en 1929 están extraídos de una
balada de 1797, El Buzo. Sabemos, nosotros, que el espanto llegó, y que
solamente la verdadera verdad podría protegernos. Nada que hacer. La
humanidad es una neurosis. He aquí lo que no es amable de parte del
volteriano Freud. “Me inclino frente al reproche de ellos por no estar en
condiciones de llevarles consuelo, ya que es aquello lo que en el fondo
todos
reclaman,
los
más
salvajes
revolucionarios
no
menos
apasionadamente que los más bravos y piadosos creyentes”.
Philippe Sollers; Éloge de l’infini; Ed.: Gallimard (Colection Folio); Año
2003.
Traducción: Rodrigo Grimaldi
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