Miguel Ángel Alzamora y Andrés Pedreño

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EL ENCIERRO DE LOS MENORES EN EL SIGLO XXI (16-1-2010)
Miguel Ángel Alzamora y Andrés Pedreño
Durante el año 2009 se han sucedido las denuncias a los centros de internamiento de
menores, algo que plantea varias cuestiones sobre el tratamiento que otorga la sociedad
española a uno de los grupos sociales más vulnerables. Si en febrero de este año fue el
Defensor del Pueblo quien realizó un informe en el que se sacaban a la luz los abusos que
sufren los menores en muchos de estos centros, en diciembre ha sido Amnistía Internacional
(AI) la que ha confirmado esas torturas del siglo XXI. En el centro del debate la cuestión de la
privatización de la protección social de los menores.
Las leyes que desde comienzos de esta década regulan las diferentes intervenciones respecto
a los menores desprotegidos o a los menores infractores dejan en manos de las empresas
privadas -léase ONGs- la gestión de la mayoría de los centros (provisión de los recursos
materiales, gestión de los recursos humanos y responsabilidad de la vida de los menores
mientras están por algún motivo bajo su tutela). La adjudicación de estos centros se lleva a
cabo a través de subastas al mejor postor, en muchos casos, al que menos cobra por la
prestación de servicio. Las direcciones de estas empresas de gestión de lo social se
encuentran ante la compleja tarea de tener que garantizar la seguridad para que los menores
no se escapen del centro, al tiempo que tratan de inculcar un buen comportamiento en el
interior del mismo. Además procuran que la labor educativa que se les encomienda pueda ser
presentada (representada) en las mejores condiciones a las instituciones que les procuran las
subvenciones.
De esta forma, podemos encontrar que las diferentes empresas que dirigen estos centros
desarrollan “métodos” terapéuticos, de reinserción, de intervención social, educativa, o como
quiera llamárseles, que inciden siempre en un mismo objetivo: controlar la conducta de los
menores mientras residen en los centros.
En cualquiera de estos centros podemos encontrar un grueso de jóvenes que provienen de los
mismos barrios deprimidos, de familias con bajos recursos sociales, económicos y culturales.
Estos menores internados son calificados como conflictivos sociales, o por otra parte, como
menores infractores porque están cumpliendo alguna medida judicial por haber cometido algún
delito. Por otro lado, hay en estos centros algunos menores de familias de las clases medias
que en su mayoría han cometido algún delito grave o muy grave. Los menores de estas
familias llamadas eufemísticamente “normalizadas” -los cuales han cometido alguna infracción
no muy grave- son etiquetados como “no conflictivos”, lo que les exime de entrar en estos
centros, beneficiándose de otras medidas centradas en su hogar.
Para llevar a buen término las misiones que les encargan a estos centros, lo primero es hacer
creer a los menores, a los padres, a los educadores, y a la sociedad, que los problemas son de
los menores, que son problemas de comportamiento, y nunca reconocer las causas sociales de
esos problemas, porque sino, estos centros y esos métodos no tendrían razón de ser. Esta
psicologización de los problemas sociales, es decir, la adjudicación de características
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psicológicas a los problemas de los menores, no hace sino crear estructuras que yerran en su
intento de solución individual de los problemas sociales.
El cambalache que supone la gestión de estos centros, acaba con la asunción de medidas
extremas para calmar los ánimos de los menores y de los educadores. El abuso de la
disciplina, de la medicación, las celdas de encierro, la “reducción” de los menores agresivos
con porras y grilletes, son el pan de cada día. Si uno pregunta a algunos educadores sobre
quienes son los menores que sufren los castigos en los centros, nos dirán que casi siempre
son los menores que proceden de los barrios desfavorecidos. Estos menores se encuentran en
cada minuto de su encierro controlados en cuerpo y mente. Las normas que les aplican los
educadores tienen que ver con el comportamiento en las formas de estar en el centro. Se les
va a recriminar y sancionar por malas posturas en la mesa mientras comen, por la utilización de
palabras mal sonantes en un partido de fútbol, por hablar con los compañeros de su mala vida
antes de entrar en el centro, etc. Estas sanciones consideradas injustas por los menores la
mayor parte de las veces, no van a hacer sino potenciar el odio y la rabia que la encarcelación
imprime en las personas, y por tanto, va a llevar a los menores a actuar de forma combativa.
Aquí las actuaciones de los guardias de seguridad y de los educadores que cumplen las
normas sin cuestionárselas, pueden ser previsibles, es decir, también agresivas. Los castigos
casi siempre repercuten en el expediente del menor, y en su caso, en su prolongación o
empeoramiento de su situación mientras está encerrado en el centro o llevado a otro. Sin
embargo, estas normas que inciden en las formas de comportamiento dentro del centro,
pueden ser acatadas sin ningún problema en el caso de los menores encerrados cuyo origen
son las clases medias, por mucho que el menor haya cometido un delito atroz por el que ha
sido internado. Aquí la injusta (cuando hablamos de menores) “proporcionalidad de las penas”
que intenta introducir la ley, salta en pedazos.
El Estado no ha hecho dejación de sus funciones, sino que se las alquila a empresas privadas,
que hacen el mismo trabajo de control de las poblaciones más vulnerables por menos dinero.
Aunque siempre hay ONGs que no funcionan como empresas, y educadores que no se quedan
impasibles ante la violencia con los menores, y tienen el valor de hurgar entre las grietas de
estas cárceles para denunciar cómo tratamos a nuestros menores.
Miguel Ángel Alzamora (trabajador social y sociólogo) y Andrés Pedreño (profesor de
Sociología de la UMU), ambos miembros del Foro Ciudadano de la Región de Murcia
(Publicado en: Diario La Opinión de Murcia, 16-1-2010)
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