INDICE INTRODUCCION MI PRIMER CUARTO DE SIGLO DOCE PRIMEROS AÑOS DE MATRIMONIO LA VIDA NOS PONE A PRUEBA AQUELLA PRIMER INTERNACION EL ALTA Y LA ANSIADA VUELTA A CASA DOS SEMANAS EN CASA, EN FAMILIA CUATRO INTERNACIONES EN TRES MESES LA COMPATIBILIDAD, MI HERMANITO Y TODO LO PREVIO AL TRANSPLANTE EL TRANSPLANTE LAS COMPLICACIONES Y LA RECUPERCION TODO LLEGA VOLVER GRACIAS CARTA DE AMOR INTRODUCCION Me encuentro a exactamente treinta y siete años de mi nacimiento. Son pasadas las 21.00 horas del día seis de Marzo de 1997. Si volviéramos a aquel domingo de Carnaval, seguramente nos encontraríamos con la angustia de mi gente que, luego de varios años de ilusión y esperanza, se enfrentaba, impotente, a la incertidumbre cruel de saber si aquel seis de Marzo de 1960 se convertiría para mi en día siete. Es que ya a partir de mis primeros segundos de vida estuve dando trabajo a los médicos y preocupaciones a mi familia. Por fortuna todo se solucionó favorablemente y lo que en un momento se temió pudiera llegar a ser trágico, se limitó a solo una asfixia al momento de nacer. Pero regresemos a este jueves de noche, que para ser la noche de mi cumpleaños el lugar donde me encuentro es bastante inusual. Estoy viajando en la caja posterior de una camioneta abierta, con un par de padres como yo y con el equipo de fútbol que integra mi hijo Diego. Ya estamos llegado al barrio y el ambiente en esta caja es realmente de jolgorio, el equipo acaba de ganar un partido que, para mayor diversión de los chiquilines, terminó jugándose bajo una mansa lluvia que no sólo comenzó a empaparnos a todos sino que, en pocos minutos, proveyó a los jugadores del barro necesario para que su farra en la cancha fuera total. Diego, que como el resto de sus compañeros tiene diez años, viene realmente alegre. Mojado, embarrado, viene comentando con los demás chicos las alternativas del partido en el cual, sin dudas, hoy fue protagonista al punto de haber marcado un gol, el último de su equipo, y llegar incluso a discutir con el árbitro. Mientras nosotros, los grandes, hacemos aburridos comentarios acerca de la lluvia y el viento que nos empezaron a hacer sentir frío, los pibes, mucho más inteligentes, disfrutan del regreso a casa riéndose de la gente que se moja en la calle, gritándole alguna que otra cosa, llegando incluso los mas osados a piropear a las pocas muchachas que se ven bajo los techitos de las paradas de ómnibus. La alegría es general y contagiosa, sanamente contagiosa. En casa nos espera el grupo femenino de la familia que está compuesto por mi esposa Viviana y por nuestras dos hijas: Noelia, que hace una semana cumplió nueve años, y Micaela, que nació el nueve de Octubre, hace dos años y medio. Esta familia que acabo de presentar, mi esposa e hijos, significa todo para mi, es la razón de mi esfuerzo cotidiano y el motivo por el cual me considero un hombre inmensamente feliz. Simplemente, ellos son mi vida, y a mi vida me debo, nada menos. Así, en familia, luego de un baño caliente y en zapatillas, celebramos bien íntimamente mi cumpleaños. Vivi nos esperó con pizza y cenamos los cinco juntos, como a mí me gusta. Hasta nos tomamos una botella de vino y todo que quiso el destino fuera, hasta hoy por lo menos, mi último vino. Mas tarde un poco de televisión, algo de relajo aunque no mas que el de costumbre y, poco apoco nos fuimos acercando al final de esa noche, donde en forma sencilla y desordenada mi esposa y mis hijos me regalaron, una vez mas, la bendición de su compañía y amor. Los besitos, mimos y caricias de costumbre fue lo que siguió, un ratito al lado de cada cama y hasta mañana, “que sueñes con los angelitos y que Dios te bendiga”. Luego de que los chicos se durmieran y de apagar la luz de la escalera, felices, nos acostamos Vivi y yo, con el deseo de hacernos el regalo de no dormirnos enseguida, disfrutando así en nuestra intimidad de todo el amor que hemos logrado hacer vivir y crecer en nosotros a lo largo de mas de doce años de matrimonio. Ese jueves seis de Marzo de 1997 fue para mi el último día “normal” que me ha tocado vivir por lo menos hasta hoy. Como fácilmente lo podrán comprobar al compartir mi historia, se verá, si ya no lo han notado aún, que no soy ni mas ni menos que un tipo común, tal vez demasiado común para mi gusto, miembro de una familia normal, un trabajador de dos empleos, esposo, padre, amigo, un uruguayo más, del medio de la fila, de esos que para ver a Peñarol tenemos que pagar la entrada en la Amsterdam. Lo que sigue es el relato muy personal de la dura experiencia que me tocó vivir a partir del día siguiente, lo que considero una prueba a que fui sometido, en la que se vio incluida también mi familia. La vida o el destino me oponen una dura lucha, con la ayuda de Dios y de mi gente, y con mi esfuerzo y ganas de vivir, tengo la fortuna de poder estar contando esta historia con la esperanza de llegar un día a un final feliz, día hacia el cual apunté desde el principio y al cual espero llegar pronto. Por ahora es mi deseo compartir mi experiencia con dos propósitos fundamentales y de importancia similar. El primero, hacer llegar mi agradecimiento por todo lo que he recibido; el segundo, serle útil a mis semejantes, hacer llegar mi experiencia y que ella sirva de humilde ejemplo de lucha, entrega y amor. Con la esperanza de poder cumplir con esos dos objetivos será una satisfacción y un honor para mí que esta humilde historia sea compartida y provechosa para todos. MI PRIMER CUARTO DE SIGLO. Fui el mayor de cuatro hermanos nacidos todos en la década de los sesenta en el seno de una de aquellas familias Montevideanas de clase media, clase que según dicen “los que saben”, tiende a desaparecer. La casa donde vivíamos era nuestra, Democracia y Galicia, a veinte metros de la esquina donde dos por tres se producía un choque entre vehículos que. por suerte y según mis recuerdos, nunca causó heridas a sus protagonistas, sólo frenadas bruscas y estridentes, el ruido del golpe y los autos abollados. Salvo estas alteraciones de la paz cotidiana, esa parte del Cordón era, no se como será ahora, una hermosa y tranquila barriada, llena de vecinos, almacenes y panaderías, con verdulero y lechero a domicilio y muchos amigos para jugar. Con nosotros vivía la abuela Angélica, que era pensionista y a cada uno de sus regresos de la Caja de Jubilaciones de la calle Sierra nos llenaba de caramelos y de caries; el viejo era empleado de un banco y mamá nos atendía a nosotros y a la casa en lo que era, sin duda, tarea muy sacrificada, recordemos tan sólo que en aquellos tiempos no existía la Enxuta. Que yo recuerde todo transcurría en forma normal, en casa no faltaba nada, hasta teníamos un cachilo y todo. Fui a la escuela pública donde aprobé todos los años con buenas calificaciones, me gustaba el fútbol y andar en “chiva”, jugaba bastante con mis hermanos con quienes siempre tuve una buena relación, en fin, un pibe común y corriente, un niño “del medio de la fila” al que los sábados de tarde le compraban un helado vasito, el triple de Conaprole, hasta que la Copa Rica de Smak comenzó a hacerle competencia. Para mí, desde mi inocente punto de vista, el mundo era un lugar tranquilo, los hechos que cambiaban aquella rutinaria tranquilidad eran escasos; recuerdo pocos, por ejemplo cuando mataron a Kennedy, suceso que causó una gran consternación –aunque yo desconocía el significado de esta palabra-; recuerdo también que había una guerra en un país llamado Corea; recuerdo que un señor que era presidente y que se llamaba Gestido, se había muerto y que el nuevo presidente sería otro señor que se llamaba Pacheco. Mi héroe era Batman, mi ídolo era Pedro Virgilio Rocha, el Verdugo, mi primer alegría aurinegra la recibí a través de una radio a válvulas, cuatro a dos a River Argentino, recuerdo que me endulcé en el Mundial del ’70, a pesar de la lesión de Rocha, hasta que aquellos monstruos brasileros nos hicieron tres goles; unos días antes de aquel tres a uno, cómo gritamos todos el gol de Espárrago!!, y poca cosa más. En resumidas cuentas, era un niño feliz, bien criado, bien educado, bien cuidado, rodeado de todo el afecto y amor que provenía de toda mi familia, principalmente de mi madre, mujer abnegada y dedicada por entero a sus hijos, que hoy representa para mi y seguramente para mis hermanos también el pilar fundamental donde apoyamos lo que con el tiempo los cuatro conseguimos, crecer sanos de cuerpo y alma, con valores morales bien definidos, con el objetivo de desarrollar una vida honesta. Vaya si mamá nos sacó “derechos” a los cuatro. Viejita, no exageré en lo más mínimo cuando hace poco te dije que entre Rita, Alejandro, Carlos y yo lo menos que deberíamos hacer sería ponerte encima de una gran pirámide o pedestal y rendirte homenaje eterno, y aunque tu me dijiste que no, cada vez que pienso en aquellos años, y en todo lo que hiciste por nosotros, mas me convenzo de ello. Se preguntarán por qué este público reconocimiento a lo que yo respondo que, a partir de los ’70, la cosa en mi familia y en casa comenzó a cambiar, al principio casi no lo notaba, pero luego el giro fue absoluto, radical, nefasto y traumatizante si se quiere. Hacía pocos años había fallecido mi abuela, a la que mi padre, hijo único, respetaba muchísimo. Ultimamente trabajaba también como administrador de edificios en forma particular y un poco por eso y otro poco vaya a saber por qué razón, casi nunca lo veía, apenas si de noche, algunas veces, me despertaba con el ruido de sus llaves en la puerta. Se notaba que la relación con mamá no era la ideal aunque obviamente, con diez años, no podía pretender tener una idea precisa acerca de qué era lo que ocurría. Además de esas cosas se hablaba poco. Algunos meses mas transcurrieron hasta que un día, demasiado de golpe y con muy poca delicadeza, fui enterado de lo que me resultó una muy triste novedad: “papá se va para Barcelona a buscar trabajo allá”. Pero cuándo?. Tal día. Tan pronto? Si. Y por qué? Para mejorar. Y si vendemos el auto y cambiamos la casa por una más chica? No alcanza. Y por cuánto tiempo? No se sabe. Frases cortas, respuestas breves que no solo no me aclararon nada sino que acrecentaron mis dudas y me provocaron mas interrogantes. Y lo más grave, la cruda realidad, la tristeza de saber que dentro de poco nos íbamos a quedar solos. Mi viejo no tenía razones para haberse ido, no tenía problemas ni con la Ley ni con la Justicia, no tenía que “rajar” por motivos de política, no se separaba de mamá, no debió irse. La causa de su viaje fue otra y duela mucho o poco, es justo que todos aceptemos que se fue oculto tras una mentira. Al principio nos carteábamos, llegó a casa algún billete de cien mil pesetas escondido dentro de algún sobre pero todo se terminó muy pronto, al cabo de unos meses o años el viejo dejó de escribir y si te he visto no me acuerdo, llegamos a pensar incluso en que podía haber muerto. Por allá por el ’77 o ’78 volvimos a tener noticias por intermedio de una prima de papá que viajó y lo encontró, se reinició el contacto por carta y hasta hablamos por teléfono. Le pedí una explicación y tuve una respuesta. Reconocida su mentira, mamá y Rita lo perdonaron enseguida y le hicieron saber que las puertas de casa y de sus corazones seguían abiertas, Alejandro y Carlos eran muy chicos para el importante acontecimiento, y yo, al final, también estuve de acuerdo en que volviera. El viejo volvió y nos deslumbró a todos con espejitos de colores en forma de regalos, nos alegró mucho con su presencia y la casa se convirtió en un lugar feliz, donde sábados y domingos se vivían jornadas de gran algarabía familiar, se palpaba la felicidad. Habían terminado diez años que nos marcaron a todos. Aún hoy tengo dudas, hay muchas cosas que no se conversaron y soy el primero en reconocer que me debo a mí mismo por lo menos una conversación aclaratoria, que podrá hacerme mucho bien o mucho mal. Por motivos que ahora prefiero no mencionar, no tomé aún la iniciativa de “encarar un mano a mano, de hombre a hombre”, tal vez no vi la oportunidad más adecuada, espero tener tiempo para ello. De todos estos acontecimientos, cuyo compartir espero no resulte tedioso, extraje una principal experiencia, mejor dicho, un firme propósito: desde que reflexioné sobre el tema tuve muy claro que yo no debía fallar como padre. Si la vida me da hijos seré el mejor padre posible, eso, por sobre todas las cosas. Durante esos diez años mi vieja fue fundamental, cada día para ella, sola con cuatro chiquilines, debió ser muy difícil. Y fueron más de tres mil quinientos días. Se vio desbordada, tuvo que asumir la absoluta responsabilidad de nuestra crianza y no sólo lo hizo sino que logró su cometido, nos sacó adelante. No nos hizo faltar nada, ni ropa, ni comida, ni educación. Es cierto que tuvo que hacer muchos sacrificios, hizo muchas cosas y renunció a muchas otras, aceptó trabajos que jamás debió realizar, soportó a gente que no debió soportar, luchó de la mejor manera que pudo y logró sacarnos adelante, ella sola, a todos. Por eso lo del monumento que le debemos mis hermanos y yo. Paralelamente fui creciendo, cursé los primeros cuatro años de liceo en el Miranda, los aprobé todos sin mucho lucimiento pero sin repetir ninguno. En el barrio seguía habiendo muchos chiquilines de mi edad, amigos que aún hoy conservo y con quienes nos criamos en la vereda, sanamente, sin drogas ni alcohol. A los dieciséis años comencé a trabajar y dejé de estudiar. Fui inmensamente feliz el día en que llegué a mi casa con mi primer sueldo, N$ 160,oo que entregué con sobre y todo a mi madre. Me acuerdo que la vieja me dio cuarenta todos para mi y yo calculé “diez por semana para ir al cine y comer pizza con los amigos”, cosas de muchacho, aunque también quería comprarme un reloj pulsera y una radio portátil, pero para eso había que juntar. Tuve pocas novias, incluso para “no quedar pegado” una vez me inventé una, aunque antes no era como ahora, el que tenía novia era un suertudo y el que conseguía llegar al postre bueno, era un marciano. Iba a los bailes con mis amigos y como la mayoría de ellos, por no decir todos, debuté en un prostíbulo por poca plata y rápido “porque sos menor”. Hice mucho deporte, crecí, fui un adolescente sano y fuerte, feliz a mi manera y con las carencias conocidas, bien disimuladas y cubiertas por mi madre. A los diecinueve años ingresé como funcionario administrativo al Poder Judicial, empleo que aún hoy conservo y que significa para mi motivo de orgullo a pesar del escaso salario que percibo a cambio. Se puede decir que entré a la vida como adulto por la puerta grande, con la formación que recibí en mi hogar, con el amor y con los altos valores morales que fundamentalmente mi madre me dio, con una familia reconstituida y de vida armoniosa a mi alrededor, contando con muchos buenos amigos con quienes compartía mis aventuras y travesuras, con alguna que otra noviecita, con un trabajo que no solo me proporcionaba en aquella época disponibilidad económica y hasta una pequeña capacidad de ahorro, en fin, inicié mi tercera década de vida sin que me faltara nada para ser feliz, y lo fui. Para colmo de bienes, se estaba por terminar la dictadura militar, hecho por demás significativo que contribuía a acrecentar mis esperanzas de prosperidad teniendo en cuenta que a partir del veintiocho de Diciembre de 1984, a escasos días de cumplir mis primeros veinticinco años, iban a suceder dos hechos muy importantes en mi vida: el primero, mi casamiento con Viviana; el segundo, en marzo siguiente, mis viejos y hermanos varones (mi hermana y su esposo ya se habían ido un año antes) se iban del país, viajaban a Italia esta vez sí buscando un porvenir más adecuado basados sólo en las reales dificultades económicas que se vivían en casa debido a que mi viejo, desde que había regresado de España, no había tenido la suerte de conseguir un trabajo que le permitiera vivir con tranquilidad y mantener la casa, la esposa y los hijos a los que había retornado. Ellos se iban, para conseguirlo vendían todo, yo me casaba, estrenaría casa con Viviana y tal vez por eso ni me planteé la posibilidad de emigrar también. Obviamente se acercaban momentos de grandes cambios, nuevamente en mi vida ocurrirían hechos fundamentales, esta vez no tan traumatizantes aunque sería muy duro separarme de la vieja y de mis hermanos después de veinticinco años de vida en común y de compartir buenos y malos momentos. Pero las cosas se dieron así. Por ahora de mi salud física ni hemos hablado, por ahora. Solo permítaseme la inmodestia de mencionar que me consideraba un “toro”, con una salud de hierro y a prueba de balas, ni se me pasaba por la mente que alguna vez estaría gravemente enfermo. DOCE PRIMEROS AÑOS DE MATRIMONIO No ha habido una sola vez en que antes de pensar o hablar acerca de cómo, cuándo o dónde conocí a Viviana, mi esposa, no hubiera dejado de recordar a mi amigo Alvaro Queirolo, “Alvarito”. Ya al mencionarlo, en mi alma y en mi rostro se dibuja una sonrisa y para utilizar términos que a él le gustaban, palabras raras, diré, un poco en serio y otro poco en broma que, condición “sine qua non” es hablar de Alvarito, pensar en él, antes de seguir con este tema. Lo conocí en 1980, fecha a partir de la cual fuimos compañeros de trabajo. Creo que enseguida nos hicimos buenos compañeros y al poco tiempo nos hicimos amigos. En aquella época el Juzgado era “lugar de hombres” y se dio la casualidad que dadas las edades similares de la mayoría de nosotros, formamos un lindo grupo donde todos nos hicimos amigos de Alvarito, porque él era así, amigo. Con el paso de los años las mujeres –todas muy buenas compañeras digo de paso- nos coparon, y ellas también fueron amigas de Alvarito. Si lo tuviera que definir en pocas palabras diría que era, básicamente, un tipo bueno, un loco lindo, uno de esos personajes que si no existieran habría que inventar. Por suerte exististe flaco. Era locamente manya y admiraba e idolatraba profundamente al Nando Morena, estudiaba abogacía pero daba un examen cada “muerte de Obispo”, estuvo a punto de casarse, cuando el dólar lo favorecía viajó mil veces a Buenos Aires de donde venía con mil cuentos increíbles acerca de cosas que solo podían pasarle a él, era irresponsable, le gustaban las putas y el alcohol, era guapo e impulsivo, a veces se dejaba manejar con facilidad, era uno de esos tipos que siempre “arrancaba” para cualquier lado, era solidario y medio Quijote, a veces se mandaba alguna macana. Con él hice cosas que sin él jamás creo que hubiera hecho, particularidad que no se dio solo conmigo; a título de ejemplo confieso que fue quien me convidó con un cigarro de marihuana (la fumé esa única vez), “fumata” en la que participamos cuatro personas y que dado el tiempo transcurrido ya prescribió. Alvarito pretendía, mejor dicho soñaba, hacerse millonario, para lo cual lo único que hacía con religiosa constancia y puntualidad era comprar, para todos los viernes, una participación del Número 14.109 de la Lotería Nacional. Cuando él ya no pudo ir a retirarlo alguna vez sus compañeros se lo alcanzamos, pero tanto Alvarito como nosotros lo único que sacamos fue el dinero del bolsillo. Tenía muchas otras cualidades y muchos otros defectos, como todos tenemos. Un día, creo que en 1988, en lo que estoy seguro no fue ninguna “quijotada”, terminó con un balazo en el abdomen y tras casi tres años de lucha que incluyeron varias internaciones, se murió. No me caben dudas que previo a un breve pasaje por el Purgatorio (seguro que conseguiste que te bajaran la pena por ser funcionario judicial (actualmente debés andar por el Cielo haciendo relajo y causándole dolores de cabeza a Dios y a San Pedro. Ojalá que en el Cielo hayas encontrado, o te hayas reencontrado, a quien entregar todo el amor que seguramente tenías guardado en el corazón y que aquí aún no habías tenido oportunidad de brindar. La última vez que lo vi fue en su casa, lo fui a saludar porque yo iba a faltar dos meses de Montevideo y a él lo iban a operar. Lo último que le dije que quería volverlo a ver a la vuelta pero no fue posible y al enterarme de lo ocurrido tuve la sensación similar a la de una “asignatura pendiente”. La mejor forma que se me ocurrió de rendirte homenaje fue ir al cementerio, lo hice acompañado por el Tato y por el Rafa, te acordás, y en lugar de llevarte una flor te llevamos whisky, el cual te chorreamos sobre la tumba y te encendimos un Nevada. Otra forma de recordarte emocionados, de homenajearte por lo menos los primeros años, fue ir los días nueve de Octubre, fecha de tu cumpleaños, a uno de los lugares que tú más frecuentabas, el bar Universitario. Allí nos reunimos tus amigos a tomar esas benditas cervezas Patricia servidas casi siempre por el Coco, si habrás tomado “beerra” y fumado con nosotros. A partir del nueve de Octubre de 1994 no fui más, ese día, domingo, aparte de que en el estadio Centenario Peñarol ganó un clásico para tu alegría, para la mía nació mi tercer hija y ya no nos reunimos mas en el “Uni”, era yo quien llamaba a los muchachos para hacerles acordar. Pero la copa a tu salud la seguí tomando y presente ese día para mi siempre estás... Fuiste, y así te recordamos, un tipo bueno, un loco lindo y por cierto, si no hubieras existido alguien tendría que haberte inventado. Nos dejaste muchos recuerdos y hasta te podrá parecer mentira, nos enseñaste muchas cosas. Compartiendo la opinión de Daniel, creo que lo que mejor nos hiciste ver, lo que más nos quedó de ti, fue esa capacidad que tenías de saber reírte de ti mismo. Cosa rara, que tú hacías y que todos deberíamos imitar un poco más. Un domingo a fines de Enero de 1981, alrededor del mediodía y tomando unos mates en el Juzgado, era el último día del turno de ese mes, Alvarito me invitó para ir al baile que iba a haber esa noche en el club Valle Miñor de la calle Julio Cesar esquina Rivera. “Está lleno de minas, la mayoría pendejas, seguro que pescamos algo...” Fuimos, pero el pronóstico no se cumplió. No bailamos ni entre nosotros mismos, recién a quince minutos del final y cuando ya estábamos por irnos a algún bar a tomar unas buenas cervezas donde refrescarnos la calentura, vi sentada, increíblemente sola, absoluta e inexplicablemente “en banda”, a una morochita hermosa. Le dije a Alvarito que se fumara un cigarro mientras yo rebotaba por enésima vez, me dijo, como no podía ser de otra manera, que sí, y se fue a fumar a la terraza. Mientras tanto, y sin salir de mi asombro, no sólo bailé con ella sino que conseguí que aceptara verme otro día para tomar una Coca... te la debo loco. Al cabo de un hermoso y dulce noviazgo, parecido a los de antes, respetuoso, paciente, con el sillón del living de su casa como discreto testigo de algún beso apasionado y de alguna caricia aceptada con ternura, Viviana y yo nos casamos. Nos comenzamos a querer muy pronto, nos enamoramos sólidamente, supimos que nos queríamos casar y nuestros planes apuntaron a eso. Sin apuro y disfrutando nuestro noviazgo, palpitando el “apronte” con ilusión y alegría. Tuvimos la suerte, la enorme fortuna, de poder ingresar como socios a una cooperativa de viviendas por ayuda mutua que recién comenzaba la obra de construcción de las cincuenta casas que la formaban. Duros inviernos y pesados veranos de trabajo, dos años que fueron largos pero que significaron hacer realidad el sueño del techo propio, nuevo y a estrenar para casarnos, experiencia enriquecedora que terminó de hacerme hombre, aprendiendo un poco el oficio de la construcción entre veteranos albañiles de bigote retorcido y de manos enormes y jóvenes peones, cooperativistas como yo, al principio “mantequitas” de manos ampolladas y espaldas doloridas, al final compañeros de esfuerzo, felices del logro obtenido, unidos por ese principio que nos enaltece al practicarlo, la solidaridad. Así nos casamos, enamorados, ansiosos por estar juntos y por ver cómo funcionaba eso de hacernos, juntos también, mujer y hombre en todos los sentidos. Con ilusión y esperanza, con muchos planes, propios de nuestra juventud, con dos habitaciones que esperaban la llegada de “un par de negritos” para los cuales ya teníamos nombre pensado y todo. La tercera “negrita” vino de yapa, bienvenida fue. Comenzamos a recorrer el camino y comprobamos, al principio, que habían más dificultades que las que nos habíamos imaginado. Nos costó un tiempo adaptarnos a nuestra nueva vida. Asumo mi cuota parte de responsabilidad y pienso que en aquel momento era muy reciente la ida de mis viejos y hermanos al exterior y eso, sin duda, me afectaba emocionalmente, cosa que trasladaba a Viviana y que algún problema nos trajo. Pero poco a poco, con amor y tolerancia, con enojos y con reconciliaciones, algunas de las cuales por suerte terminadas en el dormitorio, y siempre juntos, sin mentiras, con honestidad, superamos las dificultades y Dios nos bendijo, hoy lo puedo afirmar, con una hermosa familia, de sólidas raíces de amor, fundamentalmente de amor. Yo siento ese amor por Viviana y por nuestros tres hijos, sentimiento difícil de explicar con palabras, que me enorgullece y me hace sentir realizado como hombre, como esposo y como padre. Ese amor me da fuerza, me da vida, es un amor que me da la responsabilidad de estar, de luchar, de no fallar. Amor que me llena de felicidad, que colma mis más simples o complicadas expectativas y que me hace enteramente feliz al punto de considerar que no me falta nada en la vida. Creciendo así nuestra familia, trasladando nuestro amor a nuestros hijos y al resto de nuestra gente, Viviana y yo compartimos estos sentimientos a lo largo de doce años de matrimonio, doce años en los cuales hemos sido felices, espiritual y físicamente felices, con nuestros cinco sentidos felices. LA VIDA NOS PONE A PRUEBA. Treinta y siete años son mucho tiempo. Luego de que hubieron transcurrido uno se da cuenta que pasaron volando, pero igual es mucho tiempo. Bien podrían significar media vida, que no es poca cosa. Cuando era un pibe y me largaba a pensar en el futuro, con frecuencia hacía cálculos acerca de la llegada del próximo siglo, que lejano me parecía, era como algo que tardaría muchísimo en llegar: “Pah, voy a tener cuarenta años cuando sea el Siglo XXI, y va a ser el año dos mil...” Esas y otras similares, eran las ideas y frases que daban vueltas en aquella cabecita de pelo cortado a la “Media Americana” en la peluquería del “asesino” Cesáreo, gallego de túnica blanca y navaja afilada “al cuero”, en cuyo sillón giratorio sufría yo veinte minutos seguidos por mes Hoy, luego de haber vivido treinta y siete años, encontrándome ¡tan cerca! de eso que me parecía tan lejano cuando era un niño, estoy a punto de comprobar que yo no estaba a salvo de esas cosas que uno cree que “solo le pasan a los demás”. Esto, pensar que hay cosas o hechos que no me sucederían nunca, pretendo que no sea tomado como una actitud irresponsable ni mucho menos imprevisora, mas bien es como un rechazo inconsciente que uno tiene a padecer situaciones desgraciadas, accidentes, problemas irreparables, graves enfermedades. Por desgracia estaba a punto de iniciar un período en el cual me enfrentaría a algo totalmente nuevo, desconocido para mí, iba a estar enfermo, gravemente enfermo, la vida nos pondría a prueba. Pucha digo, y pensar que el año pasado había terminado tan bien. Resulta que mi hermano Carlos, radicado desde hacía poco en Turín, se casaba en el próximo mes de Mayo, el día veinte, entre mamá y Alejandro nos habían invitado a ir para estar juntos en el casamiento, además se daba la casualidad que el cumpleaños de mi vieja y el de mi sobrino mayor Fabrizio mi ahijado además- también eran ese mes. Luego de indecisiones, cálculos, conversaciones con Vivi y reflexiones acerca de si iba a aguantar separarme de mis hijos y esposa, decidimos que viajaría yo solo, que iba a estar tres semanas y que así le daba el gusto a los que con tanta ilusión y cariño nos esperaban tener presentes en un acontecimiento familiar de singular importancia. Viviana se quedaba con los nenes, y los cuatro, en actitud para nada egoísta que a mi me llenaba de orgullo, satisfacción y alegría, hacían comentarios acerca del viaje y ya pensaban en los regalitos que les iban a llegar. Yo al final también me entusiasmé, renové el pasaporte, le pedí a los Reyes Magos un bolso nuevo para el viaje, me compré un par de championes para llevar, ya había pensado en qué ropa ponerme, había decidido qué regalo hacerle a los novios, incluso con la ayuda de Vivi ya había comprado un par de pavaditas para el resto de la familia. Con entusiasmo venía recorriendo yo mi vida, al lado de los míos como siempre, luchando feliz, creciendo como ser humano junto a mi esposa e hijos, con proyectos e ilusiones, con anhelos y esperanzas. Mientras tanto, agazapado, el destino, la vida o vaya a saber qué cosa, tenía reservado para mi un golpe que me “trajo a tierra”, un duro golpe que sin previo aviso y sin oportunidad de evitar recibí en forma absolutamente inesperada. El siete de Marzo, día siguiente a la noche de “mi último vino”, en el trabajo me sentí mal, tuve temperatura alta y llegué a casa cansadísimo. Me dormí afiebrado y recuerdo que pensé: “por suerte mañana es sábado y no trabajo”. Hubiera preferido tener que ir al laburo cuando me vi al espejo y me noté los ojos amarillentos esa mañana, hubiera cambiado el fin de semana por aquella orina oscura que quedó, burlándose de mi asombro, en el inodoro. En Montevideo en general y en mi barrio en particular se habían dado unos casos de hepatitis y fue lo primero que me vino a la mente, “la puta madre, no me puede pasar esto a mí, justo ahora, el laburo, el viaje, qué cagada, que mala suerte...” Enseguida me largué hasta la Policlínica del barrio donde la doctora que estaba de guardia me indicó, luego de examinarme la zona abdominal en forma general y la hepática más detenidamente “reposo absoluto, régimen de comidas de enfermo de hepatitis y funcional hepático urgente”. Regresé a casa con el ánimo por el piso, maldiciendo mi mala suerte, totalmente pesimista y absolutamente convencido de que tenía hepatitis, yo, que en los últimos veinticinco años había entrado a los hospitales o sanatorios sólo a donar sangre, cuidar enfermos, ver nacer a mis hijos o interrogar heridos para mi trabajo, no podía ser. Pero fue, tuve hepatitis. Pasé en cama un mes y medio aproximadamente y por suerte pude volver mas tarde al trabajo y retornar a mi ritmo de vida casi normal. Dos consecuencias de esto: la primera, positiva ella, no se contagiaron ninguno de los tres nenes (Vivi ya la había tenido de chica); la segunda, negativa ella, se fue al diablo el viaje a Italia, jamás usé el bolso y el pasaporte va camino a caducar en un cajón. Por suerte mi familia en Italia comprendió la situación y luego de un par de charlas telefónicas se quedaron tranquilos. Sobre fines de Mayo y salvo el régimen alimenticio y los cuidados de estilo, yo pretendía olvidar la hepatitis, cosa que ciertamente iba consiguiendo pero sorprendentemente no sentía una plena recuperación física, por lo menos yo no estaba del todo conforme con mi evolución. No me sentía bien. Estaba cansado, tenía dolores musculares, recuerdo una contractura que me provocaba, generalmente a partir de la tardecita, un dolor insoportable en la parte posterior izquierda del cuello, tuve una gripe fortísima, creo que llegó a ser neumonía, que me hizo volver a faltar al trabajo, pensar que en los peores inviernos ni siquiera me resfriaba. Los controles hepáticos a través de exámenes de sangre que me hacían arrojaban buenos resultados en cuanto a los valores que se habían descompensado (bilirrubinas, transaminasas, etc.) y que ahora se normalizaban, pero había un componente de aquellos items impresos en letras verdes, el identificado con la sigla “V.E.S.”, que indicaba valores muy por encima de lo normal, y eso, luego lo supe, no era nada bueno. Me hicieron analizar incluso para descartar que tuviera tuberculosis, y eso me causó un susto y preocupación muy grandes, me inyectaron no se qué cosa en el antebrazo y debí esperar tres días, si reaccionaba de cierta forma estaba enfermo, de lo contrario no, fue como tener una bomba de tiempo en el cuerpo, a cada rato me miraba buscando cambios en la zona puncionada, para peor, las muestras salivales, debí expectorar en tres frasquitos distintos, arrojaban sus resultados como un mes después debido a que debían cultivar el tiempo necesario, en fin, yo andaba loco, pensaba no solo en mi sino en el eventual contagio que podía causales a los nenes y a Viviana, era algo “muy fuerte”, pero no fue tuberculosis, y aunque la bomba de tiempo en mi antebrazo no explotó, la cosa fue peor, mucho peor. Quien me controló la evolución de la hepatitis y a quien luego seguí consultando por todo lo demás hasta ahora, fue la Dra. Ameigenda, Mirtha Ameigenda. La conocíamos mucho y le tenemos una confianza absoluta que nace allá por 1986 a partir de su especialidad, pediatría, dado que es la doctora que consultamos por los nenes. Es como el médico de familia que todos deberíamos tener. Básicamente es una profesional abnegada y dedicada, en el más amplio sentido de la palabra, a sus pacientes. A comienzos de Junio, cosa que al principio a mi no me fue puesto en conocimiento, la Dra. Ameigenda y mi esposa tuvieron una charla, la primera le dijo a Vivi que lo mío podía ser algo grave, que ella recomendaba que consultara lo antes posible con un hematólogo y me extendió un pase para el Hospital Pasteur. Sin dramatizar y sin utilizar palabras que a mi pudieran hacerme temer, con delicadeza, Viviana me puso al tanto de las cosas. Intimamente asumió la responsabilidad de mi situación, se dedicó a mi cuidado y cumpliendo incondicionalmente con el Si dicho en el altar ante Dios, Viviana “se puso la camiseta”, “tomó el toro por las guampas”, y como si yo fuera su hijo, empezó a hacerme recorrer el camino que hoy llevo transitado; pero de Vivi, de su amor y dedicación, hablaremos más adelante, por ahora que Dios me la bendiga. Comencé a ser atendido por el equipo Hematológico del Hospital Pasteur, largas esperas en gélidas mañanas de aquel Junio, siempre con Vivi al lado, exámenes de sangre, radiografías toráxicas, ecografías abdominales, tactos y apretujones de manos de varios médicos. Según ellos lo mío no era grave, tenía aún el “hígado un poco grande” y el bazo “no se qué”, lo demás estaba bien pero para más tranquilidad “le vamos a hacer otro examen de sangre que lo tienen que autorizar para que se lo hagan fuera del hospital en otro laboratorio, mientras tanto continúe trabajando, la neumonía ya quedó atrás, usted de esto no se va a morir!!, vaya tranquilo”. Y me fui, creo que tranquilo. Seguí trabajando y esperaba por ese examen de sangre. Continuaba teniendo dolores musculares y aquella insoportable contractura y en el Juzgado no me sentía con la energía habitual para trabajar, recuerdo aquel último turno de Junio, me costó culminar cada una de sus jornadas. Llegamos así al sábado veintiocho de Junio de 1997, jornada de sol pero muy fría, de mucho viento que bajaba la sensación térmica en forma notoria. Dos vecinos, Ariel y Jordán, estaban cortando leña y los vi por la ventana. Entre los tres y desde hace años nos unimos en el esfuerzo de recoger algún tronco que cae en el Parque Rivera y así nos proveemos de madera para quemar en la estufa a leña que cada uno tiene en su casa. Yo no podía trabajar físicamente en forma pesada aún pero de todas formas “le pedí permiso a Viviana” para que me dejara salir y por lo menos ayudarlos a hacer los montones de leña. Dicho sea de paso, mientras estuve enfermo, y a partir de allí hasta ahora incluso, nunca “me dejaron a pie”, cada jornada de trabajo terminaba con tres montones de leña, uno para mi casa, gracias buenos vecinos, hace más de un año que me están bancando. Previo enojo y cara fea de Viviana hacia mí, y luego de que me puse un montón de ropa encima, gorro y bufanda incluidos y con el mate abajo del brazo, prometiendo que si se nublaba entraba, Vivi me dijo que si, por lo menos tomé cono un “si” su frase: “sos grande, hacé lo que quieras”, salí. Salí un rato y anduve alrededor de mis dos vecinos que trabajaban, me limité a hacer tres montones de tronquitos livianos y a tomar mate al sol, debo reconocer que a pesar del abrigo, el mate caliente, la intensidad de los rayos del astro rey; el frío y el viento prevalecían, realmente sentí frío, un frío que me llegó hasta los huesos. Al rato regresé a casa disimulando ante Viviana para no ser justamente reprendido, almorzamos y me recosté, me dolía todo el cuerpo y el resto del día sábado lo pasé en casa bastante incómodo. Al otro día sólo no me sentía mejor sino que tenía más dolores musculares que realmente jamás había tenido antes y que me hacían estar sumamente preocupado. Viviana decidió llamar al S.E.M.M. (Servicio de Emergencia Médico Móvil). Vinieron a casa y luego de un relato verbal acerca de mi situación sanitaria de los últimos cuatro meses el médico me inyectó un calmante y me recetó unas pastillas. Se retiró pero yo no mejoré. Ese domingo tuve unos dolores mas fuertes que los anteriores y el lunes de tardecita, había faltado al trabajo, Viviana volvió a llamar al S.E.M.M. Luego de la explicación de rutina y de los exámenes de rigor, luego que el médico estudió todos los resultados de los análisis desangre que teníamos, me preguntó: ¿”Nunca le hicieron un Mielograma?” Respondí: “Doctor, no sé qué es eso” Me volvió a preguntar: ¿”Le pincharon el pecho?” Dije que no. Su comentario le salió de adentro y jamás lo podré olvidar, se le escapó un “dos mas dos son cuatro” frase que sin duda me hubiera dejado pensando pero que no causó ese efecto por la frase que prosiguió: “Debo internarlo” me dijo. ¿Es para tanto? Pregunté. “Si señor” fue la respuesta. Inmediatamente me levanté de la cama y comencé a vestirme y prepararme, incluso mental y emocionalmente. A la decisión de ese médico tal vez deba la vida, luego habría de saber que otro día más podría haber sido demasiado tarde. Por fortuna mi suegra estaba de visita en casa y se quedaba con los nenes, se venía la noche y “pintaba para largo”. Ante la presencia de la ambulancia en la puerta de casa se acercaron, solidarios, varios vecinos a ofrecer ayuda o colaboración para lo que fuera. Mientras tanto, cuando me abrochaba el cinturón, vi entrar a mi dormitorio a mi hijo Diego con una cara que demostraba una gran preocupación. Con temor, con voz quebrada, con esa inocencia y con un amor que le hacían temer por la situación que se vivía en casa, conciente de que la “mano venía torcida”, habiendo tenido a un padre fuerte y sano que últimamente se había enfermado, “sin anestesia”, muy al estilo de los niños, me preguntó: ”¿Papá, te vas a morir?” Y en ese instante un rayo de luz divina cayó sobre mí, porque Dios me iluminó, no pasó un segundo hasta que sonreí, le puse una mano en el hombro y con el mejor tono de voz que pude emplear, hablando tranquilo y tratando, con mi mayor y mejor esfuerzo de brindarle confianza y transmitirle seguridad y tranquilidad, le dije: “Diego, tu me ves que me voy a ir caminando, te prometo que, no se cuándo, voy a volver a casa caminando”. Se me humedecen los ojos, casi lloro hoy al pensar en aquel momento, la emoción que me invade es grande, fui capaz de darle a mi hijo la respuesta que él necesitaba. Dios me volvió a bendecir varios días mas tarde. Si, volví caminando y mis hijos me vieron llegar a casa, de pie y con mi mejor sonrisa. Pero volvamos a esa nochecita, mientras yo terminaba de vestirme Vivi se aprontaba también, mi hija Noelia a su vez sufría la situación que se vivía pero su actitud era más pasiva, quizá a ella la “procesión le fuera por dentro”. Su carácter es muy diferente al de Diego y a veces parece que sufriera menos. Es más dura. Es mujer. Lo demostrará más adelante. Me hará comentar, por mediados de Agosto, en una charla que tuve con mis hermanos: “Noni es una piedrita, dulce pero piedrita”. En fin, los saludos a la pasada, la solidaridad tras las caras de preocupación de la familia y los vecinos, los deseos de buena suerte y subí, caminando por mis propios medios, a la ambulancia. En su interior había una silla de ruedas donde el enfermero me indicó si prefería sentarme. Me desplomé sobre ella y en ella me bajaron en la Emergencia del Hospital Pasteur donde me aguardaba, larga, interminable, la peor noche de mi vida, por lo menos hasta ese presente (Obviamente no recuerdo la noche en que salí de la asfixia cuando solo contaba con “horas de aliento” –seis a siete de Marzo de 1960-). El sector de Emergencia del Hospital Pasteur no era lugar desconocido para mí, lo visitaba desde hacía una decena de años, con escasa frecuencia es cierto, por mi tarea como receptor de declaraciones para el Juzgado, de personas heridas allí internadas. Lo conocía entonces desde ese punto de vista y siempre me pareció un lugar inapropiado, ruidoso, sucio, desordenado, abandonado, postergado. Vivir en carne propia las horas que siguieron fue para mi una experiencia terrible. Yo me sentía muy mal, es cierto que eso influyó en el recuerdo que me quedó, pero qué lugar, alguien deberá hacer algo por mejorarlo, los pacientes (algunos inmunodeprimidos) estábamos hacinados, en fin, una calamidad. Rescato la dedicación y el buen trato personal que me dispensaron los médicos y enfermeros de guardia quienes realmente me trataron bien (no incluyo aquí a un grupo de funcionarios que, desconsideradamente, charlaban a los gritos) y a quienes yo preguntaba, ansioso, qué me estaba sucediendo. En principio me extrajeron sangre, me dejaron una vía colocada en una vena, me tomaron muestra de orina (“el primer chorro lo descarta en esa papelera que tiene bolsa de nylon”), me hicieron placas. Mi lugar era una camilla de “roca” donde me era imposible dormir y mientras a mí me iban “llevando” con que me tenían que analizar y tal vez estuviera unos días internado, Viviana, firme y decidida, sin que yo lo notara (lo supe después), encaraba, presionaba, apuraba a los médicos. Cerca del amanecer me incorporé un poco y luego de sentarme en la camilla me desmayé por primera vez en la vida. Dice Vivi que el ruido que hice fue terrible al dar contra el suelo. Luego, sin yo saberlo también, el médico de guardia le adelantó la gravedad de su diagnóstico primario a mi esposa y le dijo que debían trasladarme a otro Centro Asistencial para ser tratado mas adecuadamente, le aconsejó o recomendó dos: Servicio de Hematología del Hospital Maciel u Hospital de Clínicas, en ese orden. Bendita seas Vivi, bendita fuiste al elegir el Maciel. Lo mío, lo nuestro, estaba en mi sangre. Durante la mañana, fría también, del martes primero de Julio de 1997 fui trasladado en ambulancia al Maciel, recuerdo que se estaba jugando una semifinal entre Uruguay y Ghana por el Campeonato Mundial de Fútbol Categoría Sub 19 en Malasya, creo que fue el partido que Uruguay ganó con aquel gol de oro del infortunado Néstor Fabián Perea, todo Montevideo estaba con la radio encendida. Yo, loco por el fútbol, no le daba importancia. Entré al Maciel donde me hicieron esperar en un lugar tranquilo, acostado en una cama con un tapaboca puesto. Viviana a mi lado, siempre a mi lado. Me subieron luego al primer piso donde, según me dijeron, me iban a hacer otro examen. Evidentemente ya sabían lo que yo tenía pero aún no me lo deseaban comunicar, por esa ignorancia que yo tenía, me sorprendió cuando en la puerta de la Unidad de Hematología le dijeron muy amablemente a Viviana que tenía que retirarse o esperar fuera, que yo me iba a quedar allí, que se llevara incluso mi ropa y que podía ir a casa a descansar un poco. Ahí, en ese momento, conocí a Mafalda, una enfermera “de aquéllas”. Ella me recibió, me hizo pasar, me condujo a mi sala (asombrado, comprobé que era individual, con bidet en el baño, con aire acondicionado, con televisor y parlantes de radio y todo), me indicó que debía bañarme y acostarme, me trató muy bien, me ofreció ayuda, humana dedicación irradiaba su desempeño. Yo, mientras tanto, asombrado aún y resistiéndome íntimamente a aquello que parecía, y ser, una internación, le planteé que sólo venía a un examen, ella reiteró sus argumentos y luego de dejarme acostado, limpio, descansando en una cama casi cómoda, se retiró. Me dijo que la visita podría recibirla a las 16.00 horas. Viviana se había ido a casa cargando no solo con ropa y frazada sino además con una pesada carga emocional, ella ya sabía cual era la realidad (todo esto lo supe después) y sola, pobrecita sola, en el pasillo del hospital, se desahogó llorando. Allí se le acercó Herminia, otra enfermera “de aquellas”, integrante también del Servicio de Hematología, que con dulzura y amabilidad, con esfuerzo por transmitir tranquilidad, la consoló con cariño, gesto que ayudó un poco a mi preocupada esposa y que hoy valoramos mucho. Pasaron para mí las primeras horas de internación, creo que comí y dormí, alrededor de las 16.00 horas vi llegar de visita, y vestida de pie a cabeza con ropa estéril descartable, a mi tía Pina. Dicho sea de paso todos se vestían así, me refiero al personal de la Unidad, cosa que contribuía a agrandar mi sorpresa y mis dudas. Como las visitar eran restringidas mi tía se hizo pasar por mi madre y la dejaron entrar. Estuvo conmigo unos quince minutos durante los cuales charlamos un poco y antes de irse, ella también ya lo sabía, me deseó suerte. Cuando se levantó para salir ya tenía los ojos llenos de lágrimas, pero delante de mí no lloró, nunca le pregunté si afuera lo hizo, fue evidente que se compadeció de verme así. Luego de salir Pina entró Viviana, con toda esa ropa verde. Entró en “buena onda”, tratando de irradiar confianza, sonriendo, estuvimos juntos casi dos horas y realmente no recuerdo de qué hablamos. Seguramente de los nenes, de toda la situación, de alguna cosa más. De mi realidad en ese momento creo que no, mi incertidumbre y mi resistencia interior a pensar en algo grave o muy delicado creo que me impidieron abordar una charla profunda, además ella siempre actuó con mucho tacto, por lo menos eso me parece que hizo al principio, aquel día al menos, creo que aguardaba que llegara el momento oportuno, hizo bien las cosas, siempre las hizo bien, muy bien. Transcurrió el resto de ese día y el Miércoles dos de Julio, creo que de mañana, fui visto en la sala por los Dres. Gabús y Zamora. Ambos, el primero y la segunda, profesionales jóvenes, desde el inicio amables, me comunicaron que venían a hacerme un “Mielograma”, (el famoso mielogrma pensé) que consistía en una punción en la zona del esternón que permitiría conocer ciertos resultados que debían evaluar. Quien hablaba en ese momento era el Dr. Gabús, hombre fundamental en mi proceso desde todo punto de vista y por lo cual agradezco a Dios haberlo puesto en mi camino, o ponerme a mí en sus manos mejor dicho. Obviamente estaba a punto de informarme acerca de mi estado, era evidente que me iba a decir qué era lo que yo tenía pero, impulsado por mi ansiedad, lo interrumpí para pedirle por favor que me dijera qué me estaba pasando, qué tenía, por qué permanecía allí, qué enfermedad me afectaba, yo quería saber la verdad, fuera cual fuera. El esperó a que yo terminara de hablar y luego me dijo, con su pausada y tranquila voz, con esa forma de hablar firme, sincera y segura que tanto bien me hizo en los meses que siguieron, mas o menos así: “Sí, aquí siempre le vamos a decir la verdad, quédese tranquilo, además usted está perfectamente lúcido y es un hombre joven e inteligente. Matturro, lo que usted tiene es leucemia”. La vida nos pone a prueba, indudablemente, a partir de ese momento la vida nos ponía a prueba. Jamás olvidaré esa frase, “Matturro, lo que usted tiene es leucemia”. AQUELLA PRIMER INTERNACION ...leucemia”. Inmediatamente comencé a llorar. Fue un llanto, vaya si lo fue, que me nació de adentro, del corazón, del alma, de la mente, me invadió una sensación provocada por la peor noticia que jamás había recibido a lo largo de mi vida. El llanto, incontenible, no era solo mío, es más, a la luz que arroja el paso del tiempo, ese llanto no era mío, no era por mi. Si bien fue un desahogo personal, que me hizo bien, hoy recapacito sobre aquellos minutos y me veo llorando por mis hijos, por mi esposa, por mi madre, por mi suegra, por mi familia y mi gente. Lloraba, aunque parezca mentira, con responsabilidad, porque si hay algo que soy –dicho esto sin vanidad- es responsable, y un tipo con el grado de responsabilidad que yo considero debo asumir respecto de mi familia, el que de hecho asumo, no puede darse el lujo de tener leucemia, con los riesgos que ello implica. Si tengo esta enfermedad, cómo les cumplo, cómo no les fallo. Juro que lloraba así, pensando en los demás, sin compadecerme de mi mismo. Respetuosos, en absoluto silencio, ambos médicos aguardaron a que me calmara un poco. Yo no dejé de llorar, pese a ello pude comenzar a hablar, recuerdo claramente lo primero que dije: “Pero doctor, eso es cáncer, yo tengo tres hijos...” Y el doctor Gabús, bendito ser humano, comenzó a hablar también. Me dijo mas o menos así: “Matturro, yo no lo llamaría de esa manera, en este Servicio, actualmente, contamos con la posibilidad de realizarle un tratamiento que podrá posibilitar una solución, ahora le vamos a hacer este examen y evaluaremos la situación real para comenzar con un tratamiento con quimioterapia que atacará de inmediato la enfermedad, las células enfermas, y posteriormente podremos pensar en la posibilidad de un transplante de médula ósea que nos llevaría a la solución del problema. El proceso es lento, la situación actual es delicada, el tratamiento es fuerte, agresivo para todo su organismo, pero existen estas posibilidades con las cuales contamos para curarlo y con lo que vamos a comenzar inmediatamente”. Yo lo escuché atentamente, muy atentamente, sin dejar de llorar le agradecí por la franqueza y por la verdad, le dije, a pesar de la penosa imagen que emanaba de mí, con palabras y tono firmes, seguros, con convencimiento y decisión, que deseaba curarme, que contara conmigo para lo que fuera, que hiciera todo lo que considerara necesario porque necesario era para mi curarme, le afirmé que sería, que trataría de ser, un paciente obediente, colaborador y con una sola meta, lograr curarme, creo que volví a agradecerle, y siempre llorando, no lograba contenerme, guardé silencio mientras ambos médicos se abocaron a practicarme el mielograma. Seguramente varias veces, a lo largo de esta experiencia que hoy comparto con afecto, me referiré al Doctor Raúl Gabús. Me resulta imposible continuar sin hablar por lo menos un poco de él, de todo lo que significó desde el principio de mi tratamiento y a lo largo del mismo, de todo lo previo al transplante y de todo lo que siguió. Siempre nos dijo la verdad, fuera una verdad cruel, fuera una verdad que encerrara riesgo o esperanza, fuera una verdad con malas o buenas noticias, fue siempre la verdad, la más pura y absoluta. Cuando debió hacer un pronóstico o arriesgar una opinión, primero que nada, lo hizo, segundo, jamás se equivocó, eso nos permitió saber siempre qué iba a pasar incluso cuándo y cómo, con márgenes mínimos de error. Solo a título de ejemplo hago el siguiente comentario, calculó que del transplante podría ser dado de alta, aproximadamente entre Navidad y Año Nuevo, y me lo adelantó a principios de Noviembre, varios días antes de ser internado. Mi alta se produjo el veintiocho de Diciembre, justo cuando él lo dijo, eso no es casualidad, eso es saber. Pero no es su capacidad profesional, su energía para el trabajo, su seguridad decidiendo, ordenando, su velocidad para tomar resoluciones ante problemas latentes que se presentaban, lo que quiero destacar aquí, no considero tener propiedad ni capacidad suficientes para abordar dichos temas. De lo que si considero tener pleno derecho de hablar es de su faceta humana, en ese aspecto fue, y es, un hombre increíble, ya mencioné su seguridad al hablar y la confianza y tranquilidad que transmite al hacerlo, lo reitero y agrego, además, que siempre tenía tiempo, nunca se iba antes de que el paciente evacuara sus consultas, siempre tenía ese “minuto más” para la pregunta que faltaba realizar, nunca jamás tuvo apuro por retirarse, así trataba no solo al paciente sino a la familia que aguardaba afuera, preocupada y con ansias. Fue, es y será el hombre fundamental en todo mi tratamiento. Altísimos valores humanos adornan su bellísima persona. No puedo mas que, en nombre de mi familia y en el mío propio, reiterar mi agradecimiento a Dios por haberme puesto en sus manos y si usted me lo permite doctor, que Dios lo bendiga, se lo deseo de todo corazón, con una profunda sinceridad y un eterno agradecimiento. Volvamos al mielograma. ¡Cómo me dolió!, por Dios que no exagero, me dolió muchísimo. Fue culpa mía, eso lo comprobé mas adelante cuando me fueron practicados otros. Creo que a la fecha llevo cinco. Sucedió que mi cuerpo estaba tenso, yo hacía fuerza con todos mis músculos a la vez y a pesar de las indicaciones de la Dra. Zamora, quien me decía “aflojate Juan” mientras el Dr. Gabús desarrollaba las maniobras de puncionarme en la zona del esternón, yo no lograba descomprimir la presión que había dentro de mi cuerpo. Por eso me dolió, solo por eso, además duró no más de un par de minutos. Pero olvidémoslo, esto iba más allá de un dolor físico. Creo que luego prosiguieron algunas palabras de aliento y fui aconsejado en cuanto a tener confianza, paciencia, tranquilidad. Me prometieron tenerme al tanto y ambos médicos se retiraron hacia el laboratorio, consigo llevaban una muestra de mi médula ósea, esa muestra, una vez analizada, nos diría a todos que mi enfermedad era “Leucemia Mieloide Aguda”. Dicho así suena como algo terrible, no es así, la lucecita de una esperanza se mantiene encendida, allá a lo lejos pero encendida, era una de las leucemias curables, por suerte curables, la mira ya estaba orientada. Me quedé sólo en la habitación y en base a lo que me había dicho, tan claramente, el Dr. Gabús, me quedé pensando y aún llorando, traté de serenarme, de pensar en qué hacer para colaborar con los médicos y conmigo mismo. De a poco fueron pasando los siguientes recuerdos e ideas por mi mente. Lo primero en que pensé fue en la buena salud de que siempre había gozado, sólo cuando niño había estado cierto tiempo en tratamiento médico a causa de un estrabismo en el ojo derecho, incluso fui operado, pero ni me acordaba de ello porque nunca lo había considerado una enfermedad, durante veinticinco años no había necesitado consultar un médico, un cuarto de siglo. También pensé que en la familia nunca había habido un integrante que, jóven, padeciera una grave enfermedad, me detuve un instante en lo que me habían dicho en el Hospital Pasteur “por favor, qué bestias, cómo le erraron, pensar en todo el tiempo que pasó y se perdió, será tarde ahora, cómo se pudieron equivocar así”. A pesar de haberme detenido un instante en estos pensamientos juro que no sentí rencor y confieso que en ningún momento sentí lástima de mí, no me compadecí de mi situación, no me hice éstas preguntas: ¿Qué hice yo para merecer esto?, ¿por qué me tocó esto a mí?, ¿a quién le hice daño para recibir éste castigo? Pensé, en aquel momento, que debía adoptar una actitud positiva, optimista, que me ayudara, me autoconvencí, en pocos minutos, de que si me colocaba en una situación de víctima, si comenzaba a lamentarme, no solo no solucionaría nada sino que peor aún, podría llegar incluso a repercutir negativamente en mi mente y en mi cuerpo. Decidí pensar en todo lo que tenía, que por suerte conservaba intactos; mi familia, mi gente, mi casa, mi trabajo, vaya si tenía por qué luchar. Aún no se perdió nada. Mi esposa e hijos me están esperando, por ellos y por mí voy a luchar, tengo que curarme por nosotros. No voy a mirar para atrás, voy a aferrarme a la vida, porque estoy vivo y le voy a hacer frente a esta adversidad con fe, con valentía, con esperanza y con la responsabilidad que sean necesarias para vencer. Voy a luchar. Hubo otro elemento absolutamente fundamental, tremendamente importante, que me dio fuerza y que, indudablemente, me mantuvo de pie y me facilitó mucho lo que me había propuesto. Lo puedo afirmar con propiedad, ahora, desde la óptica que me da el paso del tiempo transcurrido. Ese elemento fue reavivar mi Fe en Dios, entregarme a El, pedir su ayuda, recurrir a su infinita bondad. Si bien fui criado en una familia cristiana, fui bautizado, tomé la Comunión y me casé por iglesia, nunca había sido un buen católico. Casi no iba a misa y reconozco que me acordaba de rezar cuando necesitaba algo. Pese a la vergüenza que me daba acordarme de Dios justamente ahora en que volvía a verme necesitado, retomé mi contacto con El. Volví a rezar. Pedí perdón primero y hablé con Dios. Y como no podía ser de otra manera, Dios me escuchó, me perdonó y me ayudó. Desde aquellos primeros días de Julio, al despertarme y antes de dormir, rezo, lo hago a mi manera. Hablo con Dios a quien le doy gracias y le pido, humildemente, su ayuda. El siempre está ahí, me lo ha demostrado infinita cantidad de veces y de diferentes formas haciéndome ver que jamás abandona a quien lo necesita, a pesar de que quien lo necesita sí se olvida de el como yo, equivocadamente, hice. Ahora, con alegría, digo que me siento muy feliz después de haber corregido mi error y recomiendo recapacitar sobre ello. Sobre este tema mantuve una conversación con el primo hermano de mi esposa, Daniel. Fue por allá, a mediados de Agosto. Compartí con él, con total confianza, todas mis dudas al momento de reiniciar mi contacto con Dios y mi alegría por haberlo hecho, la felicidad y paz que me había causado, lo bien que me hacía ahora rezar. Recuerdo su comentario: “Siempre estamos a tiempo de reengancharnos”. Es cierto, siempre estamos a tiempo porque Dios siempre está ahí. Hubo otra persona que también resultó fundamental en mi proceso de recuperación de aquellas primeras horas de internación y que lo siguió siendo después, se trata de Isabel, una gran enfermera, una mejor persona. Fue la enfermera a quien le tocó, por pura casualidad, colocarme una vía en el antebrazo izquierdo por la cual comenzarían de inmediato a administrarme la medicación necesaria, fundamentalmente la Poliquimioterapia. Solo por el hecho de que por aquella vía me fueron introducidas al organismo las drogas que me salvaron la vida, solo por eso, no debería olvidar jamás a Isabel. Aquella vía, que tuve colocada unos siete u ocho días, me dejó una pequeña cicatriz a la cual, de vez en cuando, le dedico una mirada y esto también alcanzaría para recordar siempre a Isabel. Pero no la recuerdo solo por eso. Isabel hizo muchas otras cosas por mí, para ayudarme, para que yo me mantuviera en alto. Desde el punto de vista profesional tampoco tengo derecho a opinar, a pesar de lo cual considero que es excelente, rápida, ágil, decidida, eficaz. Si puedo afirmar, con agradecimiento profundo, que siempre tuvo un tiempo para brindarme su palabra dulce y solidaria, de aliento y esperanza, que tanto bien me hizo y que ahora compruebo que encerraba grandes valores humanos, sentimientos puros y desinteresados, destinados a contribuir, mas allá de su trabajo específico, con la recuperación del paciente. Por todo ello jamás la olvidaré y mi deseo de bienestar para ella y sus hijos siempre estará presente en mi pensamiento más cariñoso y sincero. A ti también te debo mucho Isabel. Otra enfermera a la que conocí por aquellas primeras horas fue a Herminia, quien ya había tenido la bondad de alentar y consolar a Viviana en el pasillo del hospital. Herminia fue la encargada de administrarme la quimioterapia, dicho tratamiento incluía dos drogas distintas, una que ingresaba al cuerpo en forma de goteo durante varias horas, otra, que me era inyectada desde cinco jeringas, cuyo color rojo kerosene, era realmente impresionante. Todo esto durante siete días. A ella tampoco la olvidaré, lo anterior bastaría para recordarla pero para mi no es eso lo que me hace tenerla presente. También ella intercalaba su labor con palabras de aliento, hablando siempre con jovialidad y transmitiendo confianza y alegría, me brindaba todos los días un trato amable, me apoyaba, me daba esperanza. También recuerdo que llegué a comentarle mi decisión de volver a Dios, me sentí confiado en hacerlo y ella me dijo que había tomado una correcta resolución dado que también estaba convencida de que Dios siempre estaba ahí, para ayudarnos. Para ser absolutamente justo con la realidad, todo el personal del Servicio de Hematología, todo, sin excepción, es excelente. Los fui conociendo a todos, las enfermeras Miriam, Dafne, Margarita, Elida, Virginia, Beatriz; los enfermeros Abayubá y Javier; las nurses Alicia y Maica; y los auxiliares Cecilia, Rosario, Carmen, Nieves y Juan. Todos ellos, al igual que sus compañeros ya mencionados antes, desarrollaron su labor en torno a mi siempre con una palabra de aliento, con afecto, tratando de ofrecerme no sólo lo que yo necesitara, sino algo más, con tiempo, con paciencia, con amabilidad, con dedicación, considerando al paciente primordialmente como un ser humano necesitado y dando lo que estaba a su alcance y un poco más. Todas estas cosas, pequeñas algunas, de aparente poca importancia otras, aunadas, constituyeron un torrente de fuerza y energía que yo recibía día a día, proveniente de personas iguales a mi que me ofrecían su apoyo, que luchaban por mí, junto a mí, con un solo propósito, salvar una vida, otra vida. Tampoco podré olvidar a todas estas personas, buenas personas, a quienes también guardo en mi corazón y a quienes deseo con sinceridad y afecto bienestar y salud. Al mismo tiempo recuerdo a los otros médicos integrantes del Equipo de Hematología, las Dras. Magariños, Delisa, Landoni y Uturbey, y al Director o Médico Jefe, Profesor Doctor Enrique Bódega. A lo largo de aquella internación los fui conociendo a todos y, manteniéndome al margen en cuanto a emitir una opinión acerca de sus conocimientos en la materia específica, hematología, insisto en que no estoy capacitado para ello, digo si que todos también tuvieron para mi ese momento más, esa respuesta más, esa explicación más, esa palabra de aliento, de esperanza, de apoyo, que tanto pero tanto bien me hizo. A todos, absolutamente a todos, mi agradecimiento. Mi más profundo respeto y admiración, la tarea que llevan adelante con tanto éxito requiere de ellos una gran energía, una gran dedicación, una gran capacidad. Ellos la realizan, además, con amor, con entrega, con la “camiseta” puesta, sudándola, ¡bravo Uruguayos, sigan adelante! Pensando en manos de quien estuve, bendigo una y mil veces aquella decisión de Viviana de que me trasladaran al Maciel. Y ahora, al mencionar a mi esposa, recuerdo una pequeña frase que le dije y que luego supe que le cayó muy bien, y nos quedó como anécdota. Ella siempre ingresaba a la sala a verme con su mejor sonrisa y transmitiendo una imagen de alegría, que a mi me hiciera bien, aunque por dentro, aquellos primeros días, estuviera muy asustada y preocupada, como realmente lo estaba. Recuerdo que luego de que me comenzaron a suministrar la quimioterapia, cuando entró a verme, la recibí con una sonrisa también y le dije: “Vivi, empezó el partido”. Esa simple frase, me dijo después, le cayó muy bien, le transmitió confianza y le demostró que pese a todo yo estaba dispuesto a luchar. Me alegro por la ocurrencia entonces y por haber contribuido, un poco, a aliviar su tensión de aquellos días. Hubo otro hecho que se produjo en aquellos primeros días y que se constituyó en un invalorable apoyo que, día a día, mi familia y yo fuimos recibiendo y que hasta el presente no ha cesado. De las formas más variadas y procedente de infinidad de personas, familiares, amigos, vecinos, compañeros, hasta desconocidos, comenzamos a recibir muestras de solidaridad, ayuda, apoyo, compañía, ofrecimiento de colaboración para lo que fuera, en fin, la gente se nos brindó, nos abrió sus brazos, nos rodearon, nos hicieron sentir su fuerza transmitida en pequeñas y grandes acciones orientadas hacia un solo propósito: ayudarnos. Yo, aislado, en principio solo era visitado por Viviana quien se constituyó en mi único y exclusivo nexo con el mundo exterior. Ella me tenía al tanto de cómo se encontraban nuestros hijos, de cómo proseguían sus cosas, de qué ocurría afuera y además, me relataba todas esas muestras de solidaridad que íbamos recibiendo. Más adelante y en forma detallada compartiré lo que mi memoria registra, sorprendente e invalorable cantidad de gestos, acciones y ayuda procedentes como dije, de todos, absolutamente todos, que contribuyeron en grado sumo en hacernos más fácil la difícil tarea que teníamos por delante mi familia y yo, ganarle a la enfermedad. Mis días iban transcurriendo lentamente, el aislamiento y la soledad de tantas horas se hacían sentir. La cabeza pensaba, el cuerpo resistía, el alma lloraba. Teniendo la certeza tranquilizadora de que afuera todo proseguía en forma normal, principalmente en torno a mis hijos, yo debía dedicar todo mi esfuerzo para salir adelante. Viviana me había dicho que nuestros tres hijos, luego de enterados de la cruda realidad, cabe destacar que siempre estuvieron al tanto de la más pura verdad, lo habían asimilado con tranquilidad, preocupados sí, pero sin desesperarse y sin mostrar alteraciones de orden alguno. No sólo a mí Viviana me mantuvo en alto, renunciando a muchas cosas de ella, se entregó, se dedicó, con toda su energía, a sostener bien en alto la integridad moral, espiritual, personal, de sus tres pichones, su éxito fue rotundo, absoluto. Al tanto de esto, confiando en mi esposa y en todo lo que ella hacía, mi única preocupación de aquellas horas era luchar para vencer. Y lo hice, luché para vencer. Ignorando que en cualquier momento podía ser derrotado en virtud de que estaba en un “pico” de la enfermedad y que esas primeras horas y jornadas de tratamiento eran críticas, fueron pasando las jeringas y las drogas y mi cuerpo aparentemente resistía. Me enteré después, días mas tarde, que estuve a punto de morir. Pero no morí, luché y salí adelante, aferrado a la Fe, a mi familia, a toda mi gente, a todo lo que tenía por hacer en el futuro, por dar, por recibir, por vivir. Dicho así podría ser tomada mi actitud como la de un gran valiente, de notable entereza espiritual, no fue así. Debe haber existido algo de ello pero también hubieron, y fueron muchos, momentos en que fue necesario llorar. Vaya si lloré ahí dentro. Varias veces me asaltaban “bajones” anímicos, estados emocionales de gran tristeza, desolación, desesperación. Me veía en la necesidad de desahogarme. Y me desahogaba llorando, sin vergüenza, todo lo que fuera necesario, estando solo o acompañado, lloré, como también lloran los hombres, y me hizo bien, eliminé mis tensiones, con cada lágrima obtenía una gotita más de fuerza, de energía, de valor, todo lo que necesitaba para mantenerme, porque la cosa recién empezaba, había muchos obstáculos por vencer, recién comenzaba por cierto. El llanto fue también mi compañero, mi aliado, me devolvía a la lucha fortalecido. Desde entonces y cada vez que lo necesité, lloré, creo que hice bien. Existía otro factor que en forma colateral me tenía algo preocupado. Era mi familia en Italia. El pasaje aéreo que yo no utilicé en Mayo había sido diferido para Octubre para ser utilizado por mi madre quien había decidido venir al Uruguay para el cumpleaños de nuestra hija menor Micaela. Yo sabía que la noticia de mi enfermedad, grave por cierto, sería tomada en la dimensión correcta por mi familia, y eso me causaba temor principalmente porque mi madre podría verse afectada. Viviana aquí también fue fundamental. Se comunicó primero con mi hermano Carlos a quien le adelantó que yo tenía una enfermedad que podía ser grave y que aún no estaba plenamente diagnosticada y luego, cuando todo se confirmó, se puso en contacto con mi hermana Rita. Mis hermanos entonces se vieron no sólo abrumados por la lamentable novedad sino también en la difícil situación de asumir la responsabilidad de poner al tanto al resto de la familia. Desde mi cama en el hospital, y por intermedio de Viviana, les mandé pedir por favor que no se desesperaran, que no vinieran y que aguardaran a que transcurrieran algunas semanas esperando a que yo me recuperara. Esto en algún momento fue mal interpretado, no se por quién, y fue tomado como un rechazo de mi parte a ver a mi familia. Una mañana, creo que fue el ocho de Julio, fui visitado en mi habitación por el Psiquiatra Dr. Cesarco, quien también trabajaba para el equipo de Hematología. Su charla, sus preguntas, mis respuestas, giraban en torno a mi familia de Italia. Pienso que de acuerdo a lo que fuimos conversando al doctor se le aclaró el panorama al punto de llegar a preguntarme si yo quería ver a mi madre, le dije: “por supuesto que sí”. Me dijo: “Porque está aquí”. “¿Dónde?”, pregunté. Y ante mi más absoluto asombro manifestó: “En mi oficina”. Estando aún sorprendido en gran forma, el Dr. Cesarco siguió hablando, me dijo que la haría pasar para que nos viéramos unos minutos. Transcurrió un lapso de tiempo durante el cual mi confusión fueron creciendo, mi mente pensaba en mil cosas distintas, mi corazón latía con fuerza, mi emoción ante el inminente reencuentro con mi vieja querida aumentaba. Hacía más de cuatro años que no la veía, estaba convencido de que me iban a hacer caso, por lo cual la creía a quince mil kilómetros de distancia, y la realidad era otra, muy distinta, en esos precisos momentos se estaría acercando a mi por algún pasillo, y nos volveríamos a ver, a abrazar, a besar, dentro de la sala de un hospital, en una situación que no sabía cómo afrontar, pensando en no causarle una muy mala impresión, imaginando qué postura adoptar para hacerle más liviano el trance de ver a su hijo, sano y fuerte antes, enfermo ahora. Pasaron unos minutos más y volví a ver a Juanita, la puerta de la sala era de vidrio transparente, y a su través la vi, nos sonreímos, me senté en la cama ansioso mientras ella cumplía, nerviosa, con el sagrado ritual de higienizarse dos veces las manos y enfundarse en aquella ropa estéril y descartable que, como a todos, sólo dejaba a la vista los ojos y las manos. Sus ojos y sus manos, solo eso pude disfrutar, tembloroso, aquella mañana. Mamá entró casi corriendo, se sentó al lado mío, me tomó de las manos, me miró, me abrazó, me besó, lloramos... Luego, cuando cierto grado de calma nos lo permitió, comenzamos a hablar, la vieja me dijo que el día anterior habían llegado Papá, Alejandro, Rita y ella, que venían a estar conmigo, a tratar de ayudarme y a colaborar, me dijo otras cosas mas, algunas tonterías de esas que dicen las madres, por ejemplo por qué no le había tocado a ella esa enfermedad, a lo que creo tuve la respuesta justa, exacta, que tal vez le dio algo de tranquilidad y le hizo ver, como a Viviana unos días atrás, que yo estaba de pie, en plan de lucha y con fuerza para enfrentar los duros meses que se venían. Le dije que estaba equivocada, que era justamente yo el más indicado para superar el trance, porque era joven, siempre había sido sano y fuerte, porque contaba con grandes posibilidades de recuperación plena y total. Además, le dije que no se preocupara porque “yo no estaba enfermo sino que ya me estaba curando”. Estas frases, estas respuestas, tal vez osadas, atrevidas, ambiciosas, reflejaron mi estado de ánimo de aquel momento y creo que causaron un efecto positivo en el estado de ánimo de mi viejita, quien para tratar de darme algún pronóstico auspicioso me dijo: “Ojalá que cuando todo esto pase, el año que viene, te toque algo bueno”. Sin detenerme mucho a pensar a qué se refería, de golpe, le contesté que eso no era necesario sencillamente porque lo bueno ya lo tenía todo, le dije: “Mamá, tengo a mi esposa, a mis hijos, mi casa, no necesito más nada para ser feliz”. Mamá luego debía retirarse y lo hizo, más tranquila que cuando había llegado. Posteriormente, en la visita de la noche, permitieron que pasara Papá y Alejandro, al otro día, o al tercero porque estaba un poco resfriada, llegó Rita a verme. También hacía años que no los veía y las emociones fueron fuertes, así como con Mamá, hubo besos, caricias, llanto, palabras de aliento y charla, mucha charla que se fue sucediendo con el correr de los días y de las noches, mientras tanto los efectos de la quimioterapia comenzaban a aparecer. El tratamiento daba, por suerte, los resultados esperados, aparentemente la enfermedad comenzaba a ser controlada, pero Viviana, mis viejos y mis hermanos, comenzaban a ser testigos de las consecuencias colaterales que la gran agresividad de las drogas que recibí me provocaron. Al comienzo vómitos y malestares gástricos, luego una gran mucositis con dos llagas en la lengua, para peor una de cada lado, que realmente me tenían muy molesto, algo dolorido, y que me imposibilitaba comer normalmente, incluso hablaba con dificultad. Me acuerdo que por aquellos días me pasé como si fuera un nenito consentido, tomando helados palito Conaprole. También tenía fiebre, que como los combustibles, siempre me subía de noche y sin previo aviso, y me daban unos “chuchos” de frío y unos temblores que hacían mover la cama. Allá venían los dedicados enfermeros y me colocaban, debajo de los brazos, sachets de suero congelado que al principio eran insoportables, y al final, irremediablemente, derretidos. También se me cayó el pelo, lo noté una madrugada en que me desperté y al pasarme la mano por la cabeza quedaron entre mis dedos varios mechones de mi cabello. Al otro día fui prolijamente rapado para evitar la falta de higiene y que las sábanas estuvieran llenas de pelos por todos lados. Debo reconocer que este tema nunca me preocupó; mucha gente me dijo que el cabello luego me volvería a crecer a lo que yo no le di importancia, y en algo tan grave y serio como lo que yo estaba viviendo, en una situación tan delicada donde estaba en juego nada menos que la vida, qué importancia podía tener una hermosa y negra cabellera, absolutamente ninguna. Me detengo en este instante a pensar en mi primo hermano Sergio. Para hacer plena justicia con la realidad debo decir, con orgullo y satisfacción, que la ayuda que recibí de él, desde aquellos primeros días de internación, fue muy grande también. Fue uno de mis “proveedores” de plaquetas, como siempre lo ubicaban, cada vez que yo necesitaba una transfusión de aquel elemento casi siempre lo llamaban a él. Pero no fue eso solo lo que hizo; durante aquel largo mes de Julio me visitó muchas veces, de noche, fue testigo de mis vómitos, me alcanzaba la palangana de plástico verde, cuando yo le agradecía él me contestaba con esa naturalidad y sencillez que lo rodea, “vos en mi lugar harías lo mismo”. Con Sergio se daba un hecho si se quiere casual y curioso, cuando el llegaba, por lo general, yo me estaba sintiendo mal, a veces muy mal, cuando se iba, yo ya me sentía bien. Sergio entraba a la sala y con él lo hacía un “Angel”, una “buena onda”, una energía positiva, una fuerza invisible. Casualidad o no, con la palangana en la mano, con la paz esa que como pocas personas tiene e irradia, Sergio llegaba, me ayudaba y se iba. Fuiste, y luego seguiste siendo, muy importante para mi, también tuviste tiempo para ofrecerle ayuda a Viviana, no exageré en nada cuando más adelante te dije que ya no eras mi primo, que ahora, simplemente, eras mi hermano. Para colmo de incomodidades llegó un momento en que a causa de un derrame que tuve detrás de las retinas, quedé casi ciego. No distinguía los rostros, no veía más que formas, manchas, luces, contornos, sólo eso. Como anécdota me queda el recuerdo de aquel campeonato juvenil que se estaba jugando y cuya final fue disputada por Uruguay y Argentina. La televisaron en directo y me senté a un metro del televisor para poder ver algo. Lo único que recuerdo de esa final es que estuve noventa minutos observando una mancha, mas o menos rectangular, de color verde. En cuanto al tratamiento en si, para mi alegría y a pesar de que estaba pasando bastante incómodo, no dolorido, y que el mismo ya se prolongaba por varios días, demasiados para mi gusto, los resultados comenzaban a ser positivos. Eso era una gran cosa, una gran cosa que nos ponía a mi familia y a mí en un estado de ánimo mucho mejor que al principio. Habían pasado los primeros días y con ellos quedaba atrás el período de más riesgo, la quimioterapia había frenado la enfermedad, había eliminado las células enfermas pero también eliminó las demás células, las sanas, produciendo lo que se llama, me explicaron, período de Aplasia, que es el momento en que los distintos componentes de la sangre (glóbulos blancos, rojos, plaquetas, etc.) llegan a valores mínimos e incluso nulos. Es ahí cuando, por ejemplo, el organismo pierde la totalidad, o casi la totalidad de glóbulos blancos, que son los que nos protegen de infecciones, virus y bacterias. Ese período de aplasia, que comienza unos días después de finalizada la quimioterapia, se prolonga por varios días al cabo de los cuales los valores comienzan a subir lentamente. Eso fue lo que pasó conmigo; llegué a la aplasia y de a poco fui saliendo, de a poco y con la ayuda que significaron varias transfusiones de sangre y plaquetas. Todo indicaba que lo peor estaba siendo superado y eso me ponía muy contento, sólo había que seguir esperando un poco mas para ver si la recuperación se completaba y para saber si mi organismo era capaz de alcanzar valores aceptables nuevamente. Entre tanto, existió otro elemento que comenzó a jugar en mi contra y que realmente me afectaba en grado sumo el estado anímico. Extrañaba mucho a mis hijos y eso me tenía muy mal, verdaderamente muy mal. Emocionalmente yo estaba muy “tirado”, el hecho de no verlos me había afectado tanto al punto de que había momentos en que mi estado anímico era bajísimo, me hacía sentir muy deprimido y sólo pensar en ellos me causaba llanto y angustia y no lograba superar aquella desesperante situación. A los diez días de internación, aproximadamente, Viviana había llevado a los tres chicos a hablar con un médico, la idea había sido de Noelia, quien incluso en un cuaderno anotó una serie de preguntas para formular. A los dos nos pareció excelente la idea, vinieron los cuatro una mañana y se reunieron con la Dra. Delisa quien charló con mis hijos y con mi esposa y les respondió a todas sus preguntas. Antes de irse me avisaron que a través del vidrio transparente tanto ellos como yo nos podríamos ver y saludar un instante. Yo aún no había perdido el cabello y me puse de pie, al lado de la cama, con la intención de ofrecerles la mejor impresión posible, lo más erguido y sonriente que pude. Antes, con la ayuda de Dafne (yo ya no veía bien), había escrito en una hoja de papel “Sanitas” con marcador negro: “Diego, Noelia, Micaela, papá los quiere mucho y les manda un beso y les prometo que pronto voy a volver a casa”. Así esperé, con el papel en la mano. Cuando la puerta corrediza se abrió y vi las tres siluetas de mis queridos hijos delante de la de su mamá, me invadió una emoción muy grande, les mostré la cartita que luego Dafne les entregó (aún la conservan), traté de sonreír bien de oreja a oreja y les hacía gestos con las manos, les tiré besos y besos. Ellos algo deben haber hecho pero yo no pude apreciarlo, sólo reconocí sus siluetas, en escalera, mis tres negritos, a poca distancia pese a lo cual no podía tocarlos ni abrazarlos. Este había sido nuestro único contacto visual de varios días. Un amigo me había hecho llegar a la habitación un teléfono celular precisamente para que pudiera hablar con mis hijos, pero pese a ello los extrañaba cada día más y más, y la situación se me hacía insostenible. Yo ya contaba con la autorización de los médicos para que los nenes me pudieran visitar dentro de la sala, pero tenía una gran duda, un gran temor, yo estaba seguro que apenas ellos entraran a la habitación me iba a poner a llorar, además tenía algún cañito conectado al cuerpo y pensaba que todo eso podría afectar a mis hijos, podría impresionarlos negativamente, podría hacerles mal. Yo recordaba todo lo que decía Viviana de ellos, que estaban bien, que en la escuela continuaban desempeñándose correctamente, que su conducta seguía siendo normal, que el hecho de hablar con la Dra. Delisa y verme luego les había hecho bien, que hablar conmigo por teléfono también parecía resultar positivo, por lo que mi propósito era no alterar nada, no modificar nada, no perjudicarlos bajo ningún punto de vista. Pensaba solo en ellos aunque cada día, cada hora, cada minuto, me era más necesario verlos, nunca extrañé tanto a alguien como entonces. No sabía qué hacer. Este problema mío llegó a conocimiento del Dr. Cesarco quien inmediatamente vino a verme, mejor dicho, vino a escucharme y a aconsejarme. Le relaté todo lo que pensaba, lo que sentía, lo que deseaba, lo que temía. Me respondió rápidamente, con seguridad y energía: “Hágase traer a sus hijos, les va a hacer bien a todos”. Ese fue su consejo. Inmediatamente le conté a Vivi mi charla con el Dr. Cesarco y decidimos, juntos y pensando que sería lo mejor para todos, que vinieran a verme sólo Diego y Noelia, nuestros dos hijos mayores, pensábamos que Micaela, quien aún no tenía tres años, era muy chiquita. Los nenes estaban de acuerdo en venir y arreglamos su visita para el siguiente fin de semana. Llegó por fin el día en que vendrían mis hijos a verme y mis ansias y nervios iban de aquí para allá recorriendo mi mente, mi corazón, todo mi cuerpo, a una velocidad de vértigo. Yo no sabía cómo recibirlos para causarles, como me había pasado con mi madre, la mejor impresión. Pasaron las horas y cuando fueron las cuatro de la tarde, con la puntualidad que jamás dejó de tener, llegó Viviana, esta vez acompañada por Dieguito y Noni. Los vi y ya comencé a emocionarme, esperé pegado a la puerta observándolos mientras se vestían y se lavaban las manos, se pusieron las túnicas, los gorros, los zapatones, los tapabocas, y entraron... por fin los tenía otra vez conmigo. Temblando, nervioso, feliz, llorando, abracé a mis hijos, sin poder pronunciar una sola palabra los mantuve apretaditos contra mi cuerpo y ellos, infinitamente tiernos, infinitamente míos, con sus nervios también, palpitantes, me abrazaron al mismo tiempo y así nos quedamos por un ratito, compartiendo nuestro amor, dándonos nuestro amor, abrazados otra vez. A medida que fueron pasando los minutos la carga emotiva de nuestro reencuentro fue cediendo, dejé de llorar, pudimos comenzar a charlar y todo, de ahí en adelante, fue muy hermoso. Les expliqué mi emoción y el motivo de mi llanto, lo entendieron, y junto con Vivi pudimos hablar de muchas cosas. Al principio a mis chiquitos no le daban los ojos para ver todos los instrumentos y aparatos que había dentro de la sala, preguntaban por todo, curioseaban y hablaban, hablaban conmigo y me ponían al tanto respecto a sus cosas. Yo me sentía feliz, muy feliz de tenerlos ese rato conmigo y disfruté mucho su visita. Era cómico observarlos así vestidos, con las túnicas que a ellos les quedaban enormes, se les resbalaban los tapabocas y los gorros les causaban calor por lo cual yo podía verles no sólo sus dulces ojitos sino que también casi todo el rostro. Aquello era felicidad, reconfortante felicidad, pura felicidad. Inexorables, pasaron los minutos y el tiempo de visita se acabó. Nos despedimos en calma, con mucha tranquilidad, se notaba que verme así como me vieron no les afectó para nada en forma negativa (después me contó Viviana que lo primero que comentaron los nenes al salir era que yo estaba bien) sino que por el contrario se iban bien del hospital, eso era bueno, hay que tener en cuenta que el motivo principal de mis dudas era que a mis hijos les hiciera mal verme enfermo. Eso por fortuna no ocurría. Por mi parte me daba cuenta que también me había hecho mucho bien la visita y que luego de ella iba a quedar fortalecido, qué razón tenía entonces el Dr. Cesarco, qué atinado fue su consejo, por cierto que lo que se aventuró a pronosticar se cumplió, en aquella charla el me dijo, me aseguró, que pese al entorno, a los cables, cañitos, ropa estéril, instrumentos, emociones y llantos, el resultado sería positivo, que al final todos nos veríamos beneficiados, que de ahí en adelante todo sería más fácil para todos y nos ayudaría a soportar mejor el tiempo, todavía no estimado, que nos restaba aún de separación. Y fue así nomás, simplemente, absolutamente. Fue así. Desde esa visita que recibí de mis dos hijos mayores hasta el día en que se produjo mi alta tuve más tranquilidad, más calma, mas fuerza, más ganas de curarme. Se me hizo menos angustioso el aislamiento, fueron menos duras las muchas horas de soledad, más fácil de recorrer el camino que aún quedaba por andar. Fue todo diferente gracias al Dr. Cesarco, a quien lo primero que hice al volver a ver fue agradecerle muchísimo; fue todo diferente gracias a Viviana que eligió el hospital Maciel donde este profesional, especialista, me aconsejó tan bien; fue todo diferente gracias a mis hijos por todo lo que me dieron en aquel rato, fue todo diferente gracias a Dios. Fue todo mejor. EL ALTA Y LA ANSIADA VUELTA A CASA. El mes de Julio iba transcurriendo y mi estado general iba mejorando, muy lentamente la mucositis comenzaba a ceder, las llagas de la lengua cicatrizaban de a poco y me permitían alimentarme con cierta normalidad, dejé de hablar con dificultad, ya no hacía fiebre, notaba que comenzaba a aumentarme el apetito y eso era un muy buen síntoma. Los Hemogramas arrojaban resultados cada vez mas alentadores en virtud de que los distintos componentes de la sangre aumentaban sus valores, aunque muy lentamente, día a día. Ya no eran necesarias las transfusiones ni de plaquetas ni de sangre propiamente dicha y los glóbulos blancos, tan importantes y a quienes les prestaba yo tanta atención, células de las cuales estaba tan pendiente, subían, de a poco, de a poquito, de cien por día, pero subían. Eso era muy importante. Todo iba muy bien al punto de que ya se hablaba de hacer los exámenes para comprobar el grado de compatibilidad que existía entre mis hermanos y yo, de eso charlaremos mas adelante, aunque si digo que se aguardaba a que mis glóbulos blancos llegaran a tres mil para poder enviar una muestra de mi sangre al Banco Nacional del Hospital de Clínicas en cuyo laboratorio se harían los correspondientes análisis. Eso también era muy importante. Otro indicio de que mi recuperación era cada día mayor fue el hecho de que me indicaron hacer ejercicio, caminar alrededor de la cama, lo que pudiera, para fortalecer mi alicaída masa muscular. Me trajeron a la sala una bicicleta fija, preciosa, en la cual recuerdo que ejercitaba las piernas, cada día unos minutitos mas que el día anterior, cosa que yo hacía si se quiere hasta con cierta alegría, ese ejercicio, sumado a una gran dosis de imaginación, bien podía convertirse en un paseo por la Rambla, por un parque, al aire libre, y yo trataba de disfrutarlo a mi manera. Y así, lentamente, mejorando todos los días un poco, llegamos al día lunes veintiocho de Julio. En la mañana temprano ingresó a mi sala el Dr. Gabús, yo estaba muy al tanto de mi situación dado que los médicos me mantenían informado de todo por lo que él fue directamente al punto. Me dijo que venía a practicarme un nuevo mielograma y que, de acuerdo a su resultado, podríamos tener buenas noticias. No fue necesario que me explicara ni que me aclarara nada más, no fue necesario que le hiciera ninguna pregunta, me di cuenta que se refería a que si el resultado del examen lo permitía, era posible que me diera el alta. Esto que me manifestó el médico causó en mi un estado de excitación muy grande. Luego de que el Dr. Gabús se retiró con la muestra obtenida de mi esternón, y con la promesa de volver enseguida a darme la noticia del resultado, quedé muy nervioso, excitado como dije, ansioso, pensando en que por fin podría volver a casa. Sentía dentro de mi pecho el corazón latiendo con fuerza, tenía una esperanza, una posibilidad de irme unos días para casa, era algo que yo estaba esperando, deseando, necesitando. Pensé en mi pero también en mi familia, en mis hijos, en aquella promesa a Diego, volver a casa caminando, pensé en mis dulces Noelia y Micaela. Había que aguardar y traté de tranquilizarme, me encomendé a Dios, recé, le pedí a Dios que me ayudara, le pedí concretamente que me hiciera volver a casa, que se introdujera en mi cuerpo, en mi sangre, y que me diera su bendición, que el resultado del examen fuera bueno y que el médico me pudiera dar el alta. Mientras rezaba lloraba, emocionado, ansioso, con temor y esperanza, con fuerza y con ganas de ganar aquella primera batalla. Cuando terminé de rezar, luego de pedirle su ayuda a Dios, sin dejar de llorar, se me ocurrió compartir aquella situación con mi esposa y con mi madre y las llamé por teléfono. Mi intención era contarles lo que estaba pasando, hacerles saber que existía la posibilidad de que me dieran el alta, y pedirles que rezaran también pidiendo a Dios lo mismo que yo. En ambos casos fue igual, no recuerdo con quien me comuniqué primero, pero ambas llamadas fueron iguales, pobrecitas, atendieron el teléfono y se encontraron con mi voz temblorosa, y con mi llanto, un llanto que no me abandonaba y que me quebraba la voz, no podía hablarles, no me salían mas que dos palabras seguidas. A pesar de que quería tranquilizarme no podía, solo quería expresar: “Me hicieron un exámen de sangre, si da bien me dan el alta, te pido que reces para que salga bien”. Eran veintiuna palabras que no podía pronunciar todas seguidas. Por eso digo pobrecitas mi vieja y mi esposa, debo haberlas puesto muy nerviosas también. Finalmente, luego de hablar con ellas, me quedé esperando y de a poco me fui calmando, y en ese momento sucedió algo que para mí fue una respuesta, un pequeño diálogo que mantuve con Dios. Yo estaba rezando un Padrenuestro, ya le había pedido su ayuda para volver a casa, y Dios me respondió. Por la pequeña ventana que había atrás y a mi izquierda entró un rayo de sol. Dios no sólo me estaba escuchando sino que también me estaba dando su respuesta. Una vez más Dios estaba conmigo, una vez más me daba su ayuda, una y mil veces Dios. Cerca del mediodía, estando yo más calmo y tranquilo, vi ingresar a la Unidad de Hematología donde me encontraba al Dr. Gabús. Lo observé a través de mi famoso vidrio transparente, vestía pantalón azul y camisa sport color blanco, así, sin ponerse ninguna de las habituales prendas estériles, y sin lavarse las manos, ingresó, sonriente, a mi habitación. Me di cuenta enseguida y me invadió una alegría muy grande, una alegría indescriptible, una nueva sensación difícil de explicar con palabras. Era obvio, evidente, estaba todo dicho con esa sonrisa y sin aquella ropa descartable, el resultado debió ser bueno, estaba a la vista que mi buen Dr. Gabús me traía buenas noticias. Y así fue, el médico me dijo que ese día me darían de alta, que por eso no era necesaria la ropa estéril, que el resultado del mielograma había sido muy bueno, que me encontraba en estado de “Remisión Completa”. Esto era una muy buena noticia, una gran noticia, sin dudas un logro muy importante al que por suerte habíamos podido llegar, creo que era lo mejor que me podía suceder, alcanzar la Remisión Completa era controlar la enfermedad, significaba que dentro de mi sangre y de mi médula ósea ya no había células enfermas, significaba, nada más ni nada menos, que la totalidad de las células cancerosas habían sido eliminadas, la leucemia había sido momentáneamente detenida, frenada, derrotada, luego recibiría más quimioterapia para mantener la remisión, para evitar un rebrote de la enfermedad, pero lo que habíamos alcanzado hasta ese momento era un resultado excelente, un éxito total y absoluto. El tratamiento había dado los resultados esperados, los mejores resultados, no me canso de decirlo y reiterarlo, era una gran alegría, una gran cosa que nos ocurría, una gran recompensa que estaba recibiendo luego de todo lo que había pasado. Todo el sufrimiento y angustia de mi familia, con este logro, quedaban atrás, todo el sacrificio de la gente que nos rodeó, encabezados por mi abnegada Viviana, no había sido en vano, todo el esfuerzo y dedicación de los médicos, enfermeros y personal del Servicio de Hematología nos permitía legar a “buen puerto” y no solo eso, nos habría la posibilidad de seguir luchando con grandes probabilidades de éxito, lo mucho o poco que yo había puesto de mi también daba sus frutos, me sentía más vivo, recorriendo el camino que me había marcado y por la mano de Dios guiado. Luego de darme la buena noticia el Dr. Gabús me dio una serie de indicaciones respecto a lo que debía hacer y no hacer durante mis días en casa, todas y cada una de ellas además venían impresas en una hoja (“Recomendaciones al Alta”) que también me entregó. Abarcaban aspectos tales como alimentación, higiene, cuidados personales, etc. Me indicó a su vez que debía regresar a controlarme un día determinado. Recuerdo que le hice algunas preguntas y que, además y basado en la gran confianza que ya le tenía, le dije que no lo tomara a mal pero que deseaba hacerle una consulta más. me dijo: “Si, ya se, usted se refiere a mantener relaciones sexuales .” Le respondí con cierta vergüenza que no lo tomara a mal pero que quería preguntárselo por las dudas, “por si se da” le dije sonriendo. Me respondió, siempre con esa naturalidad que lo caracteriza, y esta vez hasta con una leve y cómplice sonrisa también, que sí, que podía, utilizando preservativo para prevenir una eventual y no deseada infección y con cuidado. Recuerdo que pensé: “quédese tranquilo doctor, después de doce años y pico de matrimonio no tengo ninguna intención de batir récords”; pero no se lo dije. Ahora me arrepiento porque estoy seguro que de haberlo hecho nos hubiéramos reído juntos. Por fin quedaría atrás aquella internación, veintiocho largos días de una dura internación. Fue una experiencia nueva, desconocida, no deseada, se presentó y fue ineludible, fue preciso entonces afrontarla y desde el inicio tuve la firme voluntad de hacerlo, y tuve, sentí, la necesidad de superarla. En mi mente primó la claridad, la convicción, el firme objetivo de ser positivo, de no lamentarme ni perder tiempo y energía en consolarme o buscar explicaciones que no me condujeran a solucionar el problema. En mi corazón, en mi alma, en mi conciencia, a lo largo de esas seiscientas setenta y dos horas que durante su transcurrir resultaban interminables, estuvieron mi esposa, mis hijos, el resto de mi familia, mi casa, mi trabajo, esperándome, yo lo sabía y en todo ello pensaba convencido que a todo podía volver, debía volver. Al lado mío estaba Dios, quien luchaba codo a codo conmigo, nada menos. En mi apoyo había un increíble grupo de gente queme hacía llegar su aliento y energía desde fuera de mi pequeña sala de internación, eran mis familiares, mis amigos, mis compañeros, mis vecinos, mis conocidos y hasta mis desconocidos, todos, solidarios, humanos, pusieron su granito de arena para que yo renovara día a día, hora a hora, mi fuerza y mi entrega. Estaban los médicos, los enfermeros y el resto del personal de la Unidad quienes hicieron lo imposible para salvarme, yo notaba su esfuerzo y comprobaba en cada uno de sus actos que no sólo cumplían con las tareas de rigor sino que además ponían algo más, eso que no se aprende ni en los libros ni en un curso dictado en un aula, ponían ganas y daban aliento, transmitían confianza, me hacían sentir que aún era un ser humano con todas las posibilidades intactas, me contagiaron así su energía. Mi cuerpo resistía, mi organismo aguantó, mi carne y mis huesos fueron fuertes, me respondieron, soportaron, esperaron lo necesario y me dieron la oportunidad de tolerar aquella medicina y aquel tratamiento tan agresivos, tan violentos, tan nocivos, tan necesarios y al final, tan eficaces. Aunado a todo esto estaba el esfuerzo que yo podía hacer, estaba la paciencia que podía tener, la resistencia física y mental que debía plantear, estaba la valentía silenciosa que fue necesaria para aguantar, hubo que guapear, callado, sin transpirar, fue necesario poner huevo, y fue necesario llorar, aunque parezca un contrasentido, una paradoja, en aquella sala, tirado en una cama, lloraba y luchaba un tipo “del medio de la fila” llamado a ser valiente sin opción de elegir. Por fin luego de todo este esfuerzo salimos adelante, y digo salimos porque no lo hice solo, lo hicimos todos, yo solo no hubiera conseguido nada, tú me ayudaste, usted me ayudó, entre todos lo hicimos, tú lo hiciste, usted lo hizo. Cualquiera podría volver a hacerlo, lo afirmo con total convencimiento, lo fundamental, lo necesario, lo imprescindible, lo que nos va a sacar adelante, en este o en cualquier otro tipo de problema es la calma, la unión de todos en el esfuerzo, la voluntad y toda la energía dirigida a un objetivo determinado, la Fe y el pensamiento positivo, nunca más aplicables que ahora esas viejas frases: “Mientras hay vida hay esperanza”; “si no se ha perdido todo, no se ha perdido nada”. Sigamos luchando y sigamos viviendo, hay muchas cosas buenas que nos aguardan a lo largo del camino que tenemos aún por recorrer, juntos, con nuestros hijos y con nuestros seres queridos, sigamos viviendo, sigan todos viviendo!! Y al final llegó el momento de salir, de irse, de volver a ponerme zapatos, pantalón, camisa, buzo, llegó el momento de traspasar mi puerta de vidrio, de caminar varios metros en una misma dirección, y lo hice, me vestí, salí por aquella puerta y caminé derecho, hacia la salida, hacia el aire libre, hacia el sol, hacia la libertad. Era una sensación rara, observado con una sonrisa que demostraba alegría por los enfermeros y el personal de guardia, recorrí el pasillo y llegué a la puerta de la Unidad, allí me despedí de mis buenos integrantes de la guardia, ellos también estaban felices, para ellos también era una victoria propia aquella alta mía. Tras la puerta corrediza había una pequeña antesala, es el lugar donde veintiocho días antes había sido recibido por Mafalda y donde me había despedido de Viviana. Allí me estaban esperando el Dr. Gabús y las dos mujeres de mi vida, ansiosas, nerviosas, felices, mi esposa y mi madre me vieron salir. Ambas me abrazaron con fuerza, yo lo hice también, con calma, pensando en una sola cosa: “por fin..., por fin...”. Saludé al Dr. Gabús con un fuerte apretón de manos, también aferré su hombro en forma de hacer más afectivo mi saludo de despedida y le agradecí mucho todo lo que habían hecho por mi. El sonreía y no era necesario que dijera nada. Mamá y Viviana también lo saludaron, el beso que le dio Vivi, confieso, en otras circunstancias me hubiera despertado celos, pero en ese momento lo único que significaba era también un profundo agradecimiento. Con todos los nervios saltando de aquí para allá estaba a punto de salir, tuve tiempo de observar a mi vieja, estaba muy elegante, y tuve tiempo de observar también a Vivi, estaba realmente linda, ambas estaban muy alegres. Solo me faltaba una prenda de ropa más, un gorro para la pelada, me fue proporcionado por Vivi, era un gorrito alusivo al Mundial de 1994, me lo calcé y miré hacia la puerta, caminé y salí. Así dejaba atrás la Unidad de Hematología, lugar al que entré muriéndome, lugar donde permanecí veintiocho días, lugar donde me salvaron la vida, lugar al cual en quince días debía volver, lugar que por ahora quedaba en el recuerdo y que daba paso a dos semanas en casa, en libertad, rodeado por mi gente y entre mis cosas, hacia allá me dirigí entonces, dispuesto a disfrutar lo que la vida me ofrecía, conservando en mi interior la idea de que ese pequeño tiempo en casa debía ser utilizado además para fortalecer mi cuerpo y el espíritu, no olvidé que solo había ganado la primer batalla, no olvidé que la lucha recién había comenzado, tuve siempre presente que, a pesar de haber superado tal vez el más difícil escollo, el camino por recorrer era muy extenso y tortuoso aún, así salí, caminando hacia mi casa, a cumplir con una promesa y dispuesto a seguir viviendo. Afuera de la Unidad, en el pasillo, me esperaban Papá, Alejandro, Rita y Sergio. De a uno los abracé a todos y creo que en algún momento se me escapó una lágrima, la emoción era fuerte y crecía con cada abrazo, con cada contacto, con cada palabra. No había que esperar más y nos encaminamos hacia la calle. El clima estaba conmigo y dispuso para mí esa tarde una agradable temperatura con un sol radiante. Salí a la calle: “por fin... por fin...” El primer rayo de sol que me acarició fue reconfortante, era Dios que también me daba su bienvenida al aire libre, caminamos unos metros por la vereda hasta el auto que me esperaba, recuerdo que yo iba del brazo de Viviana y de Mamá, entre medio de ambas. Mi humor era buenísimo, la emoción había cedido paso a la alegría y esta me hizo comenzar a bromear, llegué a decir alguna cosa que hizo ruborizar a las damas y reír a los caballeros, estaba contento, no era para menos. Disfruté como nunca el recorrido por nuestra hermosa Rambla, al cabo de media hora arribamos al barrio, otra vez en mi mente: “por fin... por fin...” y en mi espíritu se reavivó la emoción ante el inminente reencuentro con mis chiquitos. Ya me habían adelantado que me estaban esperando en casa con mis suegros y unos minutos antes de llegar, utilizando el celular, avisé que estábamos a punto de arribar a casa. El auto nos dejó a unos ochenta metros de casa en el estacionamiento, bajé y comencé a cumplir con mi promesa, empecé a caminar, lentamente, hacia mi hogar. Disfrutando cada paso me iba acercando, “por fin... por fin”, a casa, y a medio camino, bajo el sol, ante los ojos de Dios, vi a Diego y a Noelia que al verme comenzaron a correr hacia mi, me detuve, satisfecho por haber podido cumplir con una promesa tan importante, feliz, me arrodillé en el suelo, mis hijos llegaron diciendo “¡¡Papá!!” y los dos me abrazaron. Yo hice lo mismo, abrí grande mi corazón, volví a abrazar a mis hijos, “por fin”, me fue imposible hablar en ese momento, no importaba, esa era una ocasión en que las palabras estaban de más. Pasaron unos instantes y todos nos recompusimos un poco, aún faltaban muchas emociones, aún no había puesto los pies en casa y aún no había visto a mis suegros, tampoco había visto a Micaela y las ganas que tenía de verla, abrazarla y besarla también eran enormes. Por ello continué entonces acercándome a casa, caminando muy nervioso, algo cansado por mi debilidad general, ansioso, feliz. Subí los tres escalones de la entrada, abrí y traspuse la puerta, mi puerta, entré nuevamente a casa “por fin”. Ahí estaban, mis suegros –con quienes me abracé enseguida también con mucha emoción- y Micaela, mi pequeña Mica que luego de casi un mes volvía a tener a su papá en casa, la observé y me pareció más grande, más alta. No quise presionarla ni forzarla a nada, aguardé su reacción, me agaché un poquito para ponerme a su altura, por si ella decidía acercarse, no lo hizo, me miró, en silencio nos miramos, pronuncié su nombre y comencé a aproximarme a ella caminando de rodillas, su reacción fue extraña, tal vez comprensible, se encontraba cerca de un sillón y se tiró sobre él, ocultando su rostro entre sus brazos, dándome la espalda y poniendo para arriba su gorda colita. Se quedó así, calladita, como bloqueada. Detrás de mí, lentamente, fueron ingresando a casa en silencio todos los que venían conmigo. Vivi me había contado que tenía una caja con cinco libritos que había comprado para que yo le regalara a Mica al volver a casa, hasta en eso pensó, en ese preciso momento lo recordé y lo tuve presente. Me acerqué lentamente a Micaela y le acaricié la cabecita, el pelo, la espalda, le di unos besos en la cabeza y le hablé con dulzura, no obtuve respuesta ni se movió, no aguanté aquello y me puse a llorar, por suerte en silencio y sin ser notado por Mica quien seguía con la carita oculta. Me levanté, pedí a todos que no se movieran, que no hablaran, todos lo entendieron y se “arracimaron” en un rincón del comedor. Al mismo tiempo me lavé la cara en la cocina, me sequé con un repasador y le hice un gesto a Vivi quien lo interpretó rápidamente, en treinta segundos estaba nuevamente arrodillado atrás de mi hija, con la caja de libritos en la mano. Tomé aire profundamente, con calma la volví a acariciar y besar, le dije entonces que le había traído un regalo, lentamente mi chiquita se aflojó, movió su cabecita, la giró, me buscó y me miró, sus enormes ojazos negros se detuvieron en los míos, su boquita dibujó, solo para mi, la sonrisa mas hermosa del universo, su carita, su cuerpito, su atención, ella, se volvía hacia mi: “por fin... por fin”, ya no había lugar para más felicidad. Recordando aquellos minutos vuelven mis ojos a llenarse de lágrimas, fueron emociones muy fuertes que me abordaron aquel día, fueron emociones hermosas de sentir y de compartir con los seres queridos que me rodeaban en aquel momento, todo aquel esfuerzo por vencer no había sido en vano, había sufrido, sí, y recién comenzaba prácticamente, aún faltaban momentos difíciles, aún tenía por delante más pruebas, duras pruebas, a las que la vida me sometería, pero en ese momento había una tregua, una disfrutable pausa, una pequeña gran recompensa que obtenía, quince días de alta, de hogar, de hijos, de esposa, de familia, de amigos, de libertad, de vida, “por fin...”. Yo seguía al lado de Micaela, junto al sillón, me había sentado en el suelo y Mica ya me había hablado, me había dejado besarle las mejillas, ¡ella me había dado un beso a mí! Y estábamos mirando los libritos los dos juntos. La familia se había descomprimido un poco ante el éxito que había tenido con Mica. Aquello parecía el ómnibus que viaja a la Aduana, repleto, cuando llega a la Caja de Jubilaciones y se bajan diez o quince pasajeros, los que quedan en el pasillo, igual que mi familia, se separan un poco y se ponen más cómodos. Aún faltaba un detalle entre Micaela y yo: la pelada. Mi abundante pelo negro ya no estaba, había dejado su lugar a una lustrosa y fea bocha blanca. Yo no quería que al descubrirlo Mica se pusiera mal, que no le gustara, que le causara una fea impresión y mucho menos quería que por ello sintiera algún rechazo hacia mí. Reconozco que tenía cierto temor ante lo que pudiera pasar, mi negrita, con apenas dos años y medio largos, podía reaccionar mal. Por eso actué con precaución, con cautela, con cuidado. Permanecí en el suelo un rato dejando que ella hiciera lo que quisiera, todo giraba en torno a sus nuevos libritos que eran manipulados con desorden y alboroto, por suerte para mi, Micaela me hacía partícipe de su juego, no me pidió enseguida que se los leyera, pero compartía conmigo sus libritos y su charla. Aguardé algunos minutos y tomé la iniciativa de hablarle de mi pelada. No me había quitado el gorro ni un instante y se lo hice notar, luego le dije, con simpleza, que no tenía pelo. Luego le pregunté si me quería ver la cabeza y ante su respuesta afirmativa me descubrí lentamente el coco. Me miró con naturalidad, sin asombro, no hizo gestos ni dijo nada, al instante y como si hubiera pensado sobre el punto antes de hablar, me dijo, también con naturalidad: “Papá, ponete el gorro” y siguió jugando conmigo y con sus libritos nuevos. Por suerte, no hubo problemas. Pasó un buen rato y como era aún temprano y la tarde estaba templada, muy agradable, Mica salió a la puerta a jugar. Yo seguía con mi gorrito puesto. Al rato sucedió algo gracioso. Sentí que desde el pequeño jardín de mi casa, a través de la ventana, mi hija Micaela me llamaba. Me di vuelta y la vi, estaba acompañada por dos amiguitas, Camila, de su misma edad, y Jessica, que tiene un año más que ella. Las tres me observaban y Mica me dijo: “Papá, mostrale la pelada a las tequelinas”. Inmediatamente y como si fuera una orden me quité el gorro y me sonreí hacia ellas, las tres, al mismo tiempo, se rieron a carcajadas, pícaras y traviesas, satisfechas por el éxito de su aventura, riendo aún, se dieron vuelta y se fueron. Yo quedé, rodeado de mi gente, también riendo, con el gorro en la mano. Más tarde, en la noche, y siguiendo con Micaela, recuerdo que quiso que le leyera los libritos. Yo me sentí reconfortado de que así fuera pero tenía aún cierta dificultad para leer. Aquella ceguera parcial que me había afectado continuaba haciéndolo un poco todavía a pesar de que había mejorado bastante. Las letras de los libritos eran grandes pese a lo cual no me daba la vista para leerlas. No quería defraudar a mi hija y hallé una solución, tomé una lupa, me senté a la mesa, coloqué a Mica sobre mis rodillas y comencé a leer, feliz, lentamente, comentando las láminas, disfrutando plenamente de aquello, gozando como nunca, sintiéndome padre, leía para mi hijita, la acariciaba y la besaba, recibía su calorcito, la tenía conmigo otra vez, por quince días volvería a ser el mismo padre de antes, el mismo esposo, el mismo hombre, sentí que mi cuerpo y mi alma se llenaban de energía, aquello era felicidad, plena, absoluta y divina felicidad. Ahora que recordé aquella ceguera, recordé también un hecho que nos quedó a todos en el anecdotario de toda esta experiencia. En medio de la internación, tuvo lugar el Día del Padre. Sin dejar de tener presente que es una fecha, o una festividad inventada por comerciantes abocados a pasar mejor el invierno, debo reconocer que no quería dejar pasar el acontecimiento sin hacer algo significativo para mi viejo quien recién casi había llegado de Italia con Mamá y mis hermanos. Por mi parte no tenía ninguna tristeza por no estar con mis hijos ese domingo, repito que la fecha es un recurso para vender, nada más, por lo tanto sólo me preocupaba un poco por los nenes que iban a pasar ese día sin mí, pero según me contó Vivi no les afectó, por suerte. Yo deseaba hacerle un regalo al viejo, aunque fuera una pequeñez, algo quería darle esa noche cuando viniera a verme. Pensé en qué hacer y tuve una idea que si se me permite la inmodestia, fue brillante. Conseguí una caja de un medicamento, la desarmé, la doblé y corté prolijamente una de sus caras, escribí con lapicera y muy despacio, para no montar una letra sobre otra, recuerden que casi no veía, una pequeña frase alusiva a la fecha, luego doblé el cartón al medio como si fuera una pequeña tarjeta con tapa. Luego, con la punta de la lapicera perforé un ángulo de las dos tapas de mi tarjeta, pasé por el agujero un trozo de hilo que obtuve de un trapo de piso que había en el baño y le hice un nudito, trabajo de preso pensé, que me llevó media hora. Con la cara opuesta de la misma caja hice el mismo trabajo, esta vez, dedicado a mi querida esposa a quien también se me ocurrió hacerle un “regalo”. Pensé que ese trocito de cartón podía significar algo bello para ella, creí que tener una atención así le podría reportar una alegría, una pequeña alegría por lo menos en aquellos difíciles momentos. Quise hacer algo para ella. Realicé entonces el mismo trabajo y escribí una pequeña frase cargada de amor para mi querida Viviana. Satisfecho de mi obra guardé en el bolsillo del short las dos “tarjetas”. En lugar de un paisaje, o de una flor, o de una pareja de jóvenes abrazados, el dibujo de mis postales consistía en el logotipo del laboratorio, nombre y composición del “Micostatín”, jarabe antimicótico de gusto asqueroso con el cual me hacía buches cuatro veces al día. Aguardé a las cuatro de la tarde y cuando llegó Viviana, con mucha novelería, le dije que le había hecho un regalo y le entregué la “tarjeta”. Le gustó mucho y le causó alegría, actualmente está colgada, del mismo trozo de hilo del trapo de piso, de un clavito en una pared de la cocina de nuestra casa. Cuando fueron las veintiuna horas llegó el viejo con Mamá a visitarme. Luego de saludarnos le dije a Papá que tenía algo para él. Metí la mano en el bolsillo, le extendí la “tarjeta” y le dije: “Tomá, esto es tu regalo del día del padre”. El viejo, sorprendido, lo tomó, lo abrió y leyó, se emocionó mucho y me prometió no solo que lo conservaría con cariño sino que además yo lo vería, colgado, en algún lugar, alguna vez, en Italia. Eso no me importaba. Lo importante para mi fue el hecho de que pude hacer lo que me propuse, aún en aquellas paupérrimas condiciones en que me encontraba. Finalmente, al culminar el relato de lo que fue la primer parte de esta dura experiencia, desearía compartir con todos una reflexión, si se me permite y si no es tomado como un atrevimiento, un consejo. Lo hago con la más sana intención de contribuir con mi prójimo ante la eventualidad de que se encontraren en una situación similar y con el propósito de que todos podamos superar obstáculos y continuar el camino de la vida recorriéndolo por el sendero de la paz y la felicidad. Mi consejo entonces: Calma, aclarar la mente, fijarse un objetivo, mirar hacia delante, aferrarse a lo que tenemos y al futuro (todos tenemos algo y todos tenemos futuro). Fe en Dios, recibir el apoyo que nuestros semejantes nos ofrezcan (todos somos ayudados en situaciones difíciles, aunque no nos parezca, aunque creamos estar solos, simplemente hay que saber darse cuenta que nuestra gente está ahí, solidaria, para darnos su apoyo), pensar en nuestros seres queridos, llorar o gritar para desahogarnos si es preciso, y así, luchar, no bajar los brazos, tener paciencia y fuerza de voluntad y vivir, vivir la vida que nos hemos perdido. Dios nos bendiga a todos. DOS SEMANAS EN CASA, EN FAMILIA. Aquel lunes veintiocho de Julio de 1997 fue el primero de los trece días que tenía para volver a disfrutar de mi familia y de mi hogar. La realidad era que ya tenía fijado mi reingreso a la Unidad de Hematología para el domingo diez de Agosto a las 19.00 horas, momento en el cual debía volver a internarme para, amaneciendo el lunes en el hospital, reiniciar el tratamiento. Eso lo tenía muy presente, pero después de todo lo que había ocurrido el mes anterior mi intención era disfrutar a pleno esos trece días que tenía por delante, gozarlos, vivirlos. Recuerdo el proceso de “ablande” que hubo entre Micaela y yo, eso fue lo primero que había ocurrido a mi vuelta a casa y tardó algunos minutos. Cuando hubieron transcurrido, mi primo –mi nuevo hermano- Sergio se despidió y se fue dado que debía seguir trabajando. Lo volví a abrazar con afecto y le volví a dar gracias por todo lo que había hecho. Unos pocos minutos mas tarde sucedió algo que yo hubiera preferido no ocurriese. Mis viejos y hermanos dijeron que también se iban. A mi me pareció mal, era una tarde templada y aún era tempranísimo, había mucho rato por delante para charlar, podíamos tomar mate y comer algunos bizcochos de esos que los uruguayos extrañan tanto en el exterior. Pero los viejos y los muchachos no cambiaron su decisión, se fueron igual. Me explicaron que creían conveniente, mas adecuado para mí, dejarme acompañado por poca gente, pensaban que con tantas personas como había en casa yo podía cansarme o sentirme fatigado. Creo que íntimamente no deseaban irse pero lo hicieron de todas formas, demasiado rápido para mi gusto. Los acompañé hasta la puerta, los abracé y besé a los cuatro y con la promesa de que volvían a la mañana siguiente, se fueron. Volví al interior de mi hogar donde continué junto a mi hija menor Micaela hasta que ella salió a jugar un rato a la puerta. Por su parte Diego y Noelia, pasada la primer emoción del reencuentro y la novelería de que papá había regresado a casa, también salieron a jugar con sus amigos. Entonces fue ocasión de volver, luego de tantos días, a tomar unos buenos mates amargos, cosa para lo cual estaba expresamente autorizado por mi buen Dr. Gabús quien me había hecho dos indicaciones respecto al mate. La primera consistía en que el agua no debía estar muy caliente, la segunda era que no podía compartirlo con nadie, debía evitar riesgos de contagio alguno por lo cual no podía tomar mate en rueda. Observando esas indicaciones podía volver a amarguear, y así lo hice, aquella tarde me tomé unos ricos mates amargos, de a poco volvía a hacer cosas que había tenido que dejar, y aunque fueran pequeñas cosas, tonterías, para mi era muy importante, significaba que había vuelto, que estaba regresando, que en el futuro podía volver, iba a volver. Pasamos el resto de la tarde con Vivi y mis suegros en casa. Charlamos y compartimos ese rato comiendo algunos bizcochos de la panadería que yo también extrañaba. Se fueron arrimando algunos vecinos quienes enterados de mi retorno a casa venían a saludarme y luego de charlar un rato se iban. Todos ellos, solidarios como sólo sabemos serlo nosotros, los orientales, me dieron la bienvenida al barrio y me demostraron su alegría de volver a verme. Todo era esa tarde para mi muy reconfortante y entre mate y mate, yo disfrutaba de aquella vuelta a casa. Al cabo de una o dos horas, cuando se acercaba el atardecer, comenzó a sonar el teléfono. Fue evidente que la noticia de mi alta recorrió rápidamente y a través de los hilos telefónicos las casas de muchos de mis familiares, amigos y compañeros de trabajo. La consecuencia directa fue que en casa se recibieron no menos de veinte o veinticinco llamadas. Realmente nos bombardearon, el teléfono no dejó de sonar por dos horas, así que prácticamente me tuve que quedar sentado a su lado. Todos querían hablar conmigo y saludarme, decirme que se alegraban y que me deseaban suerte. A todos les agradecí mucho, con sinceridad, y les contaba de mi alegría por el retorno a casa y porque el tratamiento médico hasta ese momento estaba dando muy buenos resultados. Fue realmente reconfortante recibir aquel torrente de demostraciones de afecto y buenos deseos que toda mi gente me ofrecía. Fue muy hermoso comprobar que todas esas personas habían estado pendientes de mi, preocupados, haciendo fuerza para que yo lograra superar el trance por el cual estaba pasando, y era muy alentador, gratificante, recibirlos y escucharlos ahora que volvía a casa. Realmente me sentí apoyado, acompañado, querido. Comprobé, una vez más, que no estaba solo, que tanto mi familia como yo estábamos rodeados de toda esa buena gente, familiares, amigos, compañeros, desinteresadamente solidarios, dispuestos a brindarnos su apoyo invalorable, su bienvenida colaboración, su necesaria compañía, me sentí orgulloso de formar parte de nuestra comunidad. Lentamente transcurrieron aquellas primeras horas en casa hasta que fue hora de cenar, de tomar los medicamentos y de ir a descansar. Ansiado momento. Volver a acostarme en mi cama, al lado de mi esposa, dormir tal vez abrazados o tomados de la mano, bajo nuestro techo, con la carita de nuestros tres hijos que desde la pared nos sonríen. Así me dormí, cansadísimo a causa de todas las emociones vividas durante esa memorable jornada, agotado por todo lo que conversé por teléfono, cansado también por la lectura y por el juego con Mica y por el alboroto de Diego y Noelia, totalmente destruido físicamente, pero feliz, muy feliz por haber vuelto, por haber logrado cumplir con mi promesa, por sentirme encaminado por el buen rumbo hacia el tan deseado final feliz de esta historia, me dormí cansado y esperanzado, tranquilo y rodeado por lo que mas falta me había hecho durante el mes anterior, mi hermosa y amada familia. El veintinueve de Julio también fue un hermoso día y siempre lo recordaré así, el clima estaba con nosotros, hacía calorcito, era como un veranillo. Además fue el día en que volví a amanecer en casa luego de tanto tiempo. De mañana vinieron a casa los viejos y mis hermanos acompañados por mis tíos Pina y Nego, junto con Vivi y los nenes estuvimos al solcito en el pasto del fondo charlando y tomando mate. Hasta nos sacamos fotos y todo, para inmortalizar aquel feliz regreso a casa y para inmortalizar, además, mi pelada. Se me ocurrió que podíamos hacer un asado y cual si fuera un domingo, comimos todos juntos, tarde, un buen asado que le tocó hacer esa vez al tío Nego. Así comencé a disfrutar de mi breve estadía en casa, siempre rodeado de mi familia, nutriéndome de su amor y de la fuerza que emanaba de su sola presencia, preparándome para las siguientes etapas del tratamiento que, inexorablemente, se aproximaban cada vez más rápidamente. Cuán cierto es que cuando uno está pasando por momentos difíciles o desagradables el tiempo parece no transcurrir. Y cuán cierto es que cuando, por el contrario, la situación es placentera, grata, cuando estamos viviendo en felicidad y armonía, el tiempo parece escapársenos como su fuera agua entre nuestras manos. Eso me pasó. En el hospital los días no parecían pasar, el tiempo se detenía, simplemente no transcurría, era eterno. En casa en cambio, las horas volaban, los días se iban rápidamente, demasiado rápidamente. A pesar de ello pude disfrutar de todo lo que tuve a mi alrededor y me repuse lo más y mejor que pude, física y mentalmente, me preparé para volver a internarme, me fortalecí, me mentalicé, siempre rodeado por mis seres queridos y con la base de su estímulo, apoyo y amor. Con todos estos ingredientes y con lo que de mi parte pudiera aportar, estaba seguro que la nueva internación no iba a ser tan difícil, por lo menos tenía la confianza y la esperanza de que fuera más breve y que la pudiera soportar mejor desde el punto de vista anímico, emocional. Me consideraba preparado, pronto, dispuesto a seguir luchando. Cuando llegó el domingo diez de Agosto partí hacia el hospital con ese pensamiento, con ese estado de ánimo, un poco triste es cierto, por lo que significaba el hecho de volver a faltar de casa, pero con la tranquilidad que me daba saber que mis hijos tenían las cosas claras y con la seguridad que representaba saber a qué iba, para qué iba, qué iba a suceder. Me fui a internar sabiendo que era necesario continuar con el tratamiento, totalmente dispuesto a seguir luchando, a no bajar los brazos, fortalecido y esperanzado, con Fe, pensando en que iba a volver a salir pronto para continuar viviendo en familia, convencido que era el camino que debía recorrer para curarme. Pero antes del domingo diez, durante los trece días en que estuve en casa, pasaron muchas cosas, muchas cosas gratas que disfruté a pleno y que me gustaría compartir en este momento. Lo más hermoso para mi era simplemente estar en casa rodeado por el bullicio y alboroto que con sus juegos y peleas provocaban mis hijos. También me resultó gratificante compartir actividades con ellos, jugar con mis tres hijos, leerle a Micaela los nuevos libritos, cosa que me pedía a cada rato. Era muy importante para mi, me hacía muy feliz, estar con mi familia, charlar con mi gente, principalmente con mis viejos y con mis hermanos a quienes había vuelto a tener conmigo después de algunos años. Su presencia significaba un gran apoyo y estímulo y contribuyó mucho para que yo me sintiera mas y mejor acompañado. Gocé con su compañía, disfruté mucho charlar con ellos, compartimos esos poquitos días muchos bellos momentos que a pesar de mi enfermedad quedarán en mi memoria como gratas remembranzas de aquellos difíciles días que hoy, podemos considerarlo así, entre todos superamos. También era muy importante para mí volver a recibir en casa a mis suegros con quienes en épocas normales nos veíamos casi todos los días. Tengo la suerte de mantener una muy buena relación con ambos, los quiero mucho y ellos a mí, tal vez sea un caso raro, la excepción que conforme la regla, nos llevamos bárbaro y a ellos también los extrañaba. Volver a compartir esas pocas tardes de la primer quincena de Agosto, entre mate y bizcochos, con ellos, fue también parte de todo lo bueno que recibí en esos días. Por teléfono a su vez mucha gente siguió brindándome su aliento aquellos días, muchísima gente, familiares, amigos, compañeros de trabajo, conocidos y hasta desconocidos, personas que se solidarizaron conmigo y que enterados de mi situación se ponían al habla sólo para hacerme llegar su estímulo y su deseo de que me recuperara pronto. Recuerdo haber hablado telefónicamente con personas, principalmente ex compañeros de trabajo, que hacía años que no veía y con los cuales había perdido contacto. Realmente fue sorprendente y gratificante recibir todo aquel apoyo, todo aquel aliento, todo aquel cúmulo de buenos augurios y solidaridad. Durante los trece días de mis vacaciones, podríamos llamarlas así, debí concurrir al hospital a controlarme, lo hice y por suerte los médicos pudieron comprobar que mi estado era bueno. A través de los hemogramas supimos que los valores de los distintos componentes de la sangre se mantuvieron estables y en algún caso subieron un poco, cosa que me permitía seguir estando en casa, tranquilo, aguardando a que llegara el momento de volver a internarme para seguir con el tratamiento. Además llegué a recuperarme físicamente. Aumenté algunos kilos de peso. Todo esto era muy positivo y me permitió estar en casa tranquilo como dije, con un motivo más para estar contento. Para contribuir aún más con mi alegría se daba el hecho de que justo en medio de aquel breve período de estancia en casa, el cinco de Agosto, era el cumpleaños de mi hijo Diego. Por suerte, para poder disfrutarlo todos, en familia, sin ausentes, ese día yo estaba en casa. Era muy importante este hecho, que gracias a la casualidad se nos brindaba, Dieguito iba a tener su fiesta con amigos, familiares, y con papá, el mismo papá que un mes antes había tenido que abandonar la casa, aunque caminando, en ambulancia. Ahora, el día de su cumpleaños, podría gozar plenamente de su fiesta, de su día, con la intensidad que sólo los niños sienten en esas fechas, tan importantes para ellos, tan esperadas, tan deseadas. Por fortuna no faltaría nadie, sería como siempre, como todos los años fue, y como todos los años venideros será, quiera Dios que así será. Y Diego tuvo su fiesta, todos la tuvimos, fue el nueve de Agosto, Sábado, otro hermoso día, frío pero soleado. Nos reunimos en una cancha de Fútbol Cinco donde nuestro hijo deseaba festejar su cumpleaños número once haciendo un terrible y descomunal partido con sus amigos. Y así fue, la cancha se llenó de pibes que vinieron vestidos con camisetas de cien equipos de fútbol del mundo, hermoso colorido que recorrió aquel piso de césped sintético tras una pelota que no permaneció inmóvil ni un solo segundo. Increíble despliegue de joven energía y vitalidad inagotables. Gritos, quejas, patadas, insultos, reclamos, jugadas emocionantes, chambonadas y goles, muchos goles, nada faltó, ningún ingrediente de esos que dan sabor al fútbol dejó de estar dentro de aquella cancha. Hasta tuvieron el buen gesto de hacerme patear un tiro libre, “guachos del alma”. Fue gratificante ver aquel grupo de muchachos de diez, once y doce años jugar, divertirse, compartir, transpirar, correr, calentarse, putear, mandar, festejar, golear, y entre ellos mi hijo, para mi el centro de atención, mi orgullo, mi imagen aún no proyectada, mi esperanza, mi futuro. Qué feliz me sentí ese día viendo a mi hijo, y a mis hijas también, estando con ellos compartiendo aquel festejo que a modo de despedida de mi alta me significó más fuerza, más energía, más ganas de luchar, más ganas de curarme, más ganas de vivir, más necesidad de vivir. Y para el final el postre, Viviana, mi querida y sacrificada esposa. La que tuvo que soportar todo aquel mes de incertidumbre, temor, preocupación y trabajo, mucho trabajo. La que lo hizo, sacando adelante no sólo a los nenes, a quienes no permitió que les faltara nada ni que e les alterara su ritmo y modo de vida habituales, manteniendo nuestra casa en orden y brindándome a mi todo el apoyo y cuidado que fueran necesarios, sin faltar un solo día a la hora de visitarme. Y todo lo hizo en silencio, sin quejarse, sacando fuerzas vaya a saber uno de dónde, y siempre con una sonrisa. Sinceramente te admiro Vivi. Para ella también se terminaba, por unos días, aquella internación, y a pesar de que mi presencia en casa no significaría menos trabajo supongo que fue para ella un cierto alivio. Eso también me ponía contento. Ver a mi esposa en casa, atareada, es cierto, muy atareada, pero en casa, conmigo y con los chiquilines, más tranquila, era muy reconfortante. Fue lo mejor de todo, lo que contribuía en una gran medida en hacerme feliz, en hacerme disfrutar a pleno aquellos días, era volver a estar con ella, a su lado, en nuestra casa y con nuestros hijos. Por fin pude volver a estar junto a mi esposa, a quien a pesar de ver todos los días extrañaba muchísimo, significó algo muy importante para mi regresar a ella, en nuestro hogar, amanecer a su lado, tomar mate en su compañía, almorzar con ella, sentirme cuidado y vigilado como si yo fuera su cuarto hijo, compartir con ella mis miedos, mis alegrías, mis esperanzas, charlar con ella, ver el informativo, disfrutar a nuestros hijos, gozar de la tranquilidad de la noche, acostarnos juntos, abrazarla, besarla, volver a hacer el amor juntos, dormir a su lado, vivir a su lado. A todo esto también había vuelto y me hacía sentir feliz, me daba energía, me daba fuerza, me hacía sentir vivo. Volver a estar en casa fue muy importante, me hizo mucho bien, desde el punto de vista anímico, emocional, me elevó en gran medida, todo lo que volví a hacer me permitió sentirme como antes. Comprobé que a pesar de la enfermedad aún era el mismo y me di cuenta que podía seguir siendo el mismo en el futuro. Yo no había dejado de ser ni padre, ni esposo, ni hombre, ni nada, era yo, Juan, el mismo de antes, detenido sólo momentáneamente por un obstáculo difícil de sortear, pero sorteable, superable. No estuvo en mi ánimo, nunca lo estuvo, bajar los brazos. Por el contrario. Siempre tuve la voluntad de luchar y salir adelante. Con los días en que permanecí en casa, con todo lo que viví esos días y con toda la energía que recobré, pude darme cuenta que tenía todas las posibilidades de lograr mi objetivo y de ganarle a la enfermedad. Eso era lo que tenía que hacer, continuar el camino y ganarle a la enfermedad para volver a ser el de antes, para regresar a casa y para continuar desarrollando mi papel de padre, de esposo, de amigo, para continuar creciendo como persona en familia, bajo la protección de Dios, fortalecido por la experiencia que nos iba a dejar a todos esta amarga etapa que estábamos viviendo. Las cosas estaban claramente planteadas, todos teníamos muy claro en qué lugar nos encontrábamos, qué teníamos por delante y cuáles eran nuestros objetivos y posibilidades para alcanzarlos. Eso era así, simplemente así. Y todos permanecimos juntos, haciendo gigante en la unión la fuerza que cada uno, en su medida, aportó. Durante trece días me alimenté de vitalidad, mantuve mi mente clara, viví a pleno y disfruté lo más que pude de mi gente y mi hogar, me mentalicé para afrontar el futuro y salvar todas las dificultades que se presentaran, me preparé sabiendo que era posible regresar siendo el mismo, constaté que aún no se había perdido nada, que todo estaba intacto. Contando con el invalorable y tan necesario apoyo de todos quienes me rodeaban, permanentemente estimulado, recibiendo a cada minuto amor y mas amor, así, en inmejorables condiciones, llegué al día en que tenía que volver a irme. Así me iba a ir, con toda la energía renovada, con valentía, sabiendo que no estaba solo, con un objetivo bien determinado, dispuesto a pasar todas las pruebas a que la vida deseara enfrentarnos, así me iba a ir, caminando y mirando hacia delante, convencido de que por el mismo camino iba a regresar. CUATRO INTERNACIONES EN TRES MESES. El domingo diez de Agosto finalmente llegó, era el día de mi partida, de mi retorno al hospital, era el día en que reiniciaría el tratamiento contra la enfermedad, el segundo round de aquel combate tan duro en el que me encontraba jugándome nada más ni nada menos que la vida. Amanecimos en familia como siempre y como todos los domingos nos levantamos un poco mas tarde de lo habitual. Amargueamos como de costumbre y comentando el festejo del cumpleaños de Diego del día anterior fuimos recorriendo las horas de aquella mañana y mediodía también soleados, templados, hermosos. Luego de almorzar, durante las primeras horas de la tarde, comenzaron a llegar a casa nuestros familiares mas cercanos: mis suegros, mis viejos, Rita y Alejandro. Venían como de costumbre a saludarnos, a estar juntos, pero además esa tarde venían a despedirme, a desearme buena suerte, a decirme que me fuera confiado y con fuerza al hospital. Mi buen estado de ánimo de aquellos trece días de a poco fue dando lugar a cierta tristeza, a cierta nostalgia, sentimientos que me invadieron progresivamente y a medida que se acercaba la hora fijada para la partida. Supongo que eso que me ocurría era normal, a pesar de saber que debía irme, a pesar de haberme concientizado de la mejor forma, no me agradaba la idea de volver a dejar mi casa. Es que estar en casa era muy lindo, es muy lindo, es lo mejor. Pero las cosas eran así, el camino indicaba partir hacia el hospital y yo estaba dispuesto, decidido, a recorrer todo ese camino, hacia delante entonces dirigí mis pasos. A pesar de haberme propuesto hacer la despedida lo más rápida y sencilla posible, no pude evitar entristecerme cuando comencé a saludar a todos, para peor mi viejita no pudo contener un par de lágrimas que se le asomaron por sus ojos buenos. Dejé para lo último a mis hijos, con quienes ya habíamos hablado antes. Esta vez la cosa sería más fácil para todos porque la situación era distinta a cuando fui a internarme por primera vez, las circunstancias actuales eran muy diferentes; primero que nada no me venía a buscar una ambulancia, me iba caminando y cargando yo mismo con la mochila; segundo, mi estado físico y emocional era bueno y eso los nenes lo notaban; tercero, ellos estaban al tanto de las etapas del tratamiento por lo que no había sorpresas para ellos; y por último, lo que les dije antes de irme, que volvía al hospital, que me iba caminando y que regresaría caminando. Por todos estos factores, sumados a la tranquilidad y confianza que Viviana les transmitía a cada momento, los chiquilines se quedaron bastante bien cuando me fui. Pese a todo a Diego se le notaba cierta tristeza, o temor quizá, que yo traté de mitigar hablándole con entusiasmo y aliento. La actitud de Noelia, en cambio, era otra muy distinta. Ella permaneció callada, aparentemente tranquila, con su hermosa carita ofreciendo una sensación de seriedad o resignación, tal vez masticando por dentro algún pensamiento negativo, pero sin demostrarlo, sin decirlo. Fue precisamente esa tarde, poco antes de irme, que les comenté a mis hermanos Rita y Alejandro que Noelia era “dura como una piedrita”. Abracé y besé a mis dos hijos mayores con el más grande cariño y amor que se puede sentir y arranqué, me fui. Aún me faltaba saludar a Micaela que mientras todo transcurría estaba correteando y jugando con su amiga Camila, disfrutando del sol de la tarde. Con Mica la cosa iba a ser distinta, simplemente me acerqué y la besé tratando de no distraerla mucho, estaba en pleno chiveo y yo no tenía ningún derecho a transmitirle ningún sentimiento triste o sensación de que algo estaba pasando. Sólo un tierno beso, una caricia y adiós. Me acompañaron Alejandro y Viviana y a todos nos llevó Sergio quien siempre estuvo para dar una mano, para ayudarnos desinteresadamente y sin que fuera necesario llamarlo. Hicimos el recorrido inverso al de mi vuelta a casa, es decir que transitamos por la Rambla hacia el Oeste, este viaje no lo disfruté, sabía que cada esquina que dejábamos atrás representaba diez segundos menos para estar acompañado, cada metro que recorríamos era acercarme más a lo que yo ya bien conocía, a lo que más mal me hacía, a lo que emocionalmente me afectaba tanto, la soledad. Finalmente llegamos, con un abrazo fuerte y con un beso me despedí de Alejandro y de Sergio. Viviana entró conmigo a la antesala de la Unidad de Hematología donde nos besamos, donde me deseó suerte, donde me dijo “hasta mañana”, donde inexorablemente debía quedarme solo, triste y solo, pero fortalecido y dispuesto a seguir luchando por la vida. De esa segunda internación recuerdo dos cosas que son dignas de destacar. La primera de ellas tiene que ver con el tratamiento en sí. El lunes once de mañana me fue realizado un nuevo mielograma que se me hacía para comprobar si se mantenía dentro de mi organismo y en mi sangre la remisión completa. Recuerdo que el Dr. Gabús me dijo que cuando tuviera el resultado vendría a comunicármelo pero pasaron las horas y el médico no vino. A mi me comenzó a invadir un estado de nervios que me tenía realmente mal. No tenía motivos para ponerme así pero tal vez prevalecieron en mí pensamientos pesimistas, lo cierto es que cuando a las cuatro de la tarde vino a visitarme mi infaltable esposa, yo ya estaba desesperado. Mas tarde, demasiado tarde para mí, me avisaron que según el mielograma la remisión completa se mantenía. Bendito sea Dios, que importante era eso. Lloré de felicidad, lloré de emoción, lloré y se fue del interior de mi alma toda la angustia acumulada en aquellas interminables horas de espera, lloré y se fue de mi mente todo aquel miedo que me había invadido, lloré y me volvió la tranquilidad. El segundo hecho destacable de mi segunda internación fue la despedida con Papá, Rita y Alejandro quienes volvían, debían volver, a Italia. Durante los primeros días me visitaron turnándose, en el horario nocturno. Pero llegó el momento de despedirnos y lo hicimos, esta vez con toda aquella ropa estéril de por medio y dentro de la sala de la Unidad. La tristeza que me embargaba era grande y traté de disimularla, creo que todos nos sentíamos igual, sin mucho drama nos deseamos suerte y ellos se fueron, sonrisa y saludo con la mano fue lo último que vimos, siempre a través de mi ya querido vidrio transparente gracias al cual mi mundo, en esos días de aislamiento, tenía dos o tres metros mas de largo. A Papá y a Alejandro sabía que los volvería a ver relativamente pronto, tal vez antes de Fin de Año. A Rita, en cambio, no. Salvo que ella fuera la hermana compatible conmigo, no volvería a verla quien sabe hasta cuando, esto, por la sencilla razón de que yo no viajaría, por obvias razones, y que ella, casada, con dos hijos, con trabajo dentro y fuera de su hogar, tampoco iba a tener la posibilidad de viajar por lo menos en un futuro cercano. No importa, estamos acostumbrados a tener un océano de por medio a pesar de lo cual cada día son mas fuertes los lazos fraternos que nos unen, y así seguiremos, tanto ella como su esposo y sus dos hijos, con mi esposa y mis tres hijos, conmigo, unidos, a pesar de los dos medios continentes y todo el Atlántico que tenemos llenando esos quince mil kilómetros que hay justo entre medio de nosotros, así seguiremos, cada día un poco más, unidos. Y de la segunda internación hay poco para destacar. La quimioterapia no me causó efectos desconocidos, esta vez sólo algunos trastornos estomacales, perfectamente soportables, nada de fiebre ni llagas, por suerte. Y al cabo de doce días, viendo que aún no me habían bajado las defensas, me mandaron para casa dejando bien en claro que seguramente cuando los efectos de las drogas recibidas provocaran la aplasia, seguramente debería volver a internarme. Para mi era mucho mejor esperar la aplasia y la baja de las defensas en mi casa, y me fui contento pero sabiendo que muy posiblemente al cabo de pocos días debiera volver. Así fue, ya de alta me fui a controlar periódicamente y cada hemograma indicaba que los glóbulos blancos bajaban y bajaban en cantidad. Cuando alcanzaron niveles riesgosos los médicos, aplicando un correcto y elogiable criterio, me volvieron a internar solo para esperar a que saliera de la aplasia, nada mas que para eso porque el resto estaba todo bien. Esta tercera internación sólo se prolongó por tres días transcurridos los cuales se constató a través de un nuevo hemograma que mi médula nos daba la gran satisfacción de haber producido los glóbulos blancos suficientes como para que pudiera volver a ser dado de alta, como para poder volver a casa, siempre en remisión completa. De esta forma, sobre fines de Agosto, se puede decir que volvía a mi hogar luego de haber cumplido con la segunda etapa del tratamiento. En dos meses había conseguido mucho, había logrado salvar la vida en los primeros días, sin dudas donde el riesgo era muy grande, la quimioterapia había posibilitado alcanzar la remisión completa, la había mantenido, la segunda, quimioterapia reafirmaba todo lo anterior y ahora, volviendo a casa, tenía la posibilidad de seguir recuperándome física y emocionalmente para afrontar, cuando los médicos lo indicaran, las siguientes etapas del tratamiento que aún debía superar. Estas etapas eran una nueva quimioterapia, a la que yo llamé en forma nada ortodoxa “de mantenimiento”, y el transplante, para el cual se seguían haciendo los estudios de compatibilidad entre mis tres hermanos y yo. Volví a estar en mi casa con mis hijos alrededor, con Viviana mi compañera, con mi madre que pudiendo permanecer en Montevideo, se quedó por tiempo indefinido para brindarme también su ayuda, con mi suegra, que colaboraba con nosotros de mil maneras, con el resto de mi familia, con los vecinos siempre solidarios, con los amigos y compañeros de trabajo que a través del teléfono y de alguna visita me hacían llegar su apoyo, con Sergio, quien siempre estuvo ahí. Volví a estar en mi casa, fortaleciéndome de a poco, recuperándome, alimentándome a base del amor y la energía que se me brindaron, y todo con el mismo objetivo de siempre, continuar andando el camino hasta vencer la enfermedad, camino del cual, de la mano de Dios, ya había recorrido un cierto tramo, camino que aún resultaba muy largo pero que yo sabía podía completar. Ya me había dado cuenta que podía y dedicado con todas mis fuerzas a eso estaba. Seguía luchando, seguía viviendo y eso para mí era muy importante, para mí y para mi familia yo seguía vivo. Transcurrió todo el mes de Setiembre y cuando llegamos a los primeros días de Octubre fue momento de volver, por cuarta vez, a internarme en la Unidad para recibir la tercer serie de quimioterapia que apuntaba a mantener el estado en que me encontraba, es decir, la remisión completa. Durante Setiembre pasé en casa como en el alta anterior y sería muy reiterativo de mi parte volver a decir que seguí rodeado de toda mi gente, que seguí recibiendo apoyo y aliento proveniente de infinidad de personas, que seguí fortaleciéndome, mentalizándome, disfrutando de mi libertad. Simplemente diré que mientras estuve en casa viví, de la mejor forma posible viví, siempre en compañía de mis seres queridos. Recuerdo de ese mes un hecho que en su momento me hizo sentir muy bien, me causó alegría, diversión y satisfacción. Setiembre, primavera, cometas. “Papá, en la cooperativa se va a hacer un concurso de cometas, me ayudás a hacer una para el sábado”. “Claro que sí, vamos a hacer cometas”. Papel, hilo, cañas, cola y tijeras, nada más necesitamos para fabricar tres hermosas cometas que quedaron prontas para el día del concurso y con las cuales mis tres hijos, Viviana y yo nos divertimos aquella tarde de poco viento que igual alcanzó para que pudiéramos remontar nuestras coloridas “obras de arte”. Para mi aquello tuvo singular importancia, además de lo hermoso que es compartir una actividad con los hijos el significado de hacerlo en las circunstancias en que yo me encontraba representó una mayor satisfacción, una mayor alegría. Me ayudó a sentirme útil, estuve ahí cuando mis hijos me necesitaron, una forma más de sentirme vivo. La cuarta internación sólo se extendió por seis días durante los cuales recibí la quimioterapia que yo llamé “de mantenimiento”. No hubo ningún hecho destacable, seis días que pasaron relativamente rápido y me mandaron a casa a esperar la aplasia, como la vez anterior. Otra vez la fortuna, la mano de Dios, estaban de mi lado. El nueve de Octubre era el día en que mi hija menor Micaela cumplía su tercer añito y papá también estaría en casa. Celebramos ese día en nuestro hogar, con la familia y algunos amiguitos, con muchos globos de colores y con mucha alegría. Mica lo pasó muy bien, todos lo pasamos muy bien, y para mí poder estar en casa justamente el día del cumpleaños de uno de mis hijos significó otra inyección de energía mientras tanto seguía esperando la aplasia. Cuando ésta llegó debí volver a internarme porque la escasa cantidad de glóbulos blancos hacía riesgoso que yo permaneciera en régimen ambulatorio. Esta vez tuve un poco de temperatura elevada pero en seis días más todo se normalizó, por lo que alrededor del dieciocho de Octubre volvieron a darme el alta y regresé, una vez más, a mi hogar. Ahora sí, ya estaba pronto para el transplante, sólo debía esperar a que se confirmara cuál de mis tres hermanos era el compatible conmigo, había que realizar una serie de exámenes médicos de valoración previa y nada más, simplemente volver al hospital para someterme a lo que definitivamente me podría salvar la vida. Se acercaba una etapa trascendental. Sin dudas que el transplante representaba la fase más importante del tratamiento. Luego de que la enfermedad fue controlada, allá por mediados de Julio, el transplante significaba el paso más importante, el gran paso que iba a dar en mi camino de lucha y esfuerzo, coraje y esperanza, yo era consciente de ello, y volví a casa con el firme propósito de fortalecerme física y anímicamente, una vez más, de mentalizarme, de prepararme, para luego, cuando fuera el momento, afrontar la siguiente etapa con la mejor disposición, con la mayor energía, en las mejores condiciones que pudiera alcanzar. Seguía teniendo las cosas muy claras, nunca menguó a mi alrededor el apoyo y la solidaridad que día a día recibía, toda mi familia, toda mi gente, siempre y cada vez más, permanecían a mi lado brindándome todo su estímulo y todo su amor, los objetivos seguían siendo los mismos, vivir, sanar y vivir, el camino que quedaba tras de mi cada vez era más extenso y el que faltaba recorrer era cada vez menor, eso yo lo sabía, seguía avanzando y eso era lo fundamental. LA COMPATIBILIDAD, MI HERMANITO Y TODO LO PREVIO AL TRANSPLANTE. Apenas transcurridos unos días a partir de mi alta, es decir, antes de finalizar Octubre y encontrándome en excelentes condiciones físicas y anímicas, no me sentía enfermo en absoluto, comencé a someterme a una serie de análisis y exámenes médicos. Los mismos constituían lo que los doctores llaman la “Valoración Previa al Transplante” y se practican al paciente que justamente será transplantado próximamente. Era la última etapa antes del gran acontecimiento y a pesar de que a nadie le resulta grato ir de médico en médico, de laboratorio en laboratorio, por ser lo último como decía, cumplí con mucha responsabilidad con todos y cada uno de los análisis. Así, en un par de semanas, me fueron practicados los siguientes exámenes: análisis de sangre tendientes a descartar varias enfermedades, incluida la transmitida por la mordedura o picadura de la Vinchuca, el mal de Chagas; consulta con odontólogo, consulta con oftalmólogo, el que me hizo esperar tres horas y media y me atendió en dos minutos; consulta con cardiólogo con eco cardiograma incluido; funcional respiratorio, para lo que tuve que ir al Hospital Saint Bois; consulta con el Siquiatra Dr. Cesarco; y alguno más que en este momento no recuerdo. Todos estos estudios arrojaron resultados normales, que por otra parte era lo que se esperaba, por lo que quedé pronto, preparado, en condiciones, listo, para que me fuera realizado el transplante de médula ósea. Se puede decir que yo “me salía de la vaina” para que me lo hicieran, quería dar ese paso lo más pronto posible. Había avanzado mucho desde Julio a Noviembre y realmente me sentía muy confiado, muy fuerte, muy mentalizado, preparado, ansioso. Conociendo que el transplante era la única posibilidad de curarme definitivamente, habiendo llegado “a su puerta”, quería ingresar a él y quería hacerlo ya si era posible. En definitiva, mi deseo era curarme y quería hacerlo lo más rápidamente que se pudiera. Al mismo tiempo en que ocurría lo anterior, es decir sobre fines de Octubre, se produjo un hecho importante, hubieron noticias respecto a la compatibilidad. Yo íntimamente tenía mis preferencias y ellas no obedecían a caprichosas razones sino que se basaban en lo que a mí me parecía que era más conveniente, o mejor dicho, menos inconveniente para mis hermanos. Si me hubieran dado a elegir hubiera escogido a mi hermano Alejandro como donante. Descarté de mi preferencia a mi hermana Rita por la sencilla razón de que al ser casada y al tener dos hijos chicos, el hecho de tener que separarse de ellos nuevamente por varios días podría resultar desagradable, no sólo para ella sino para su esposo y principalmente para Fabrizio y Valentina, mis sobrinos. Respecto a Carlos, mi hermano menor, yo pensaba que hacía sólo seis meses se había casado y además hacía poco tiempo había cambiado de trabajo, tuvo que recurrir a algunos créditos para equipar su hogar y en esos meses se encontraba, junto a su esposa, trabajando duro para cumplir con sus obligaciones. Por consiguiente me parecía que si le tocaba a él ser el donante podría representarle alguna dificultad tener que dejar su trabajo y su hogar por el tiempo que le insumiera venir a ayudarme. La situación de Alejandro era distinta, por eso lo prefería. En su trabajo le daban licencia, tenía novia, es cierto, pero no es lo mismo que estar casado, y de todas formas tenía pensado volver a Uruguay, tal vez a fin de año, incluso había posibilidades de que Roberta, su novia, lo acompañara. Por esos motivos si hubiera sido por mí, hubiera elegido a Alejandro. Luego que los estudios culminaron por fin supimos que Carlos y yo éramos los hermanos compatibles; a su vez Rita y Alejandro eran compatibles entre ellos. Por lo tanto el donante era mi hermano menor y al conocer la noticia sentí una rara sensación de alegría y tranquilidad, era muy importante para mí que se hubiera confirmado que por lo menos uno de mis hermanos y yo éramos compatibles, eso posibilitaba, definitivamente, que el transplante se convirtiera en realidad. El mismo día en que supimos la noticia quiso la casualidad que mi hermana Rita se pusiera en contacto telefónico con nosotros. Cuando hablé con ella le conté la primicia y le pedí que le avisara a Carlos. Al par de horas de haber hablado con Rita me llamó Carlos para compartir conmigo su alegría, estaba realmente feliz de ser él el donante, ya de pique nomás me estaba demostrando su amor, su entrega, su solidaridad, esa alegría que él mismo me dijo que tenía se le notaba en la voz, estaba contento de ser quien debiera venir a ayudar a su hermano y no le importaba en absoluto tener que dejar su casa y su trabajo por unos días. Tampoco se afligía por separarse de su esposa por un tiempo. Sólo pensaba en la posibilidad de ayudarme y por eso estaba feliz. Su actitud simplemente me causó orgullo, una gran satisfacción y una confirmación más respecto a la fuerte unión que existe entre nosotros cuatro, unión que a pesar de la distancia nada ni nadie podrá siquiera debilitar. Yo estaba totalmente seguro que cualquiera de mis tres hermanos aceptaría, en caso de que le tocara a alguno de ellos, ser el donante para ayudar a curar de una grave enfermedad a su hermano mayor, es más, estaba convencido de que cualquiera de ellos asumiría esa circunstancia con plena y absoluta responsabilidad, con conciencia, incluso con amor. Pero de ahí a ponerse contento como si hubiera ganado un concurso, o como si hubiera obtenido un premio, sólo Carlos. A esta altura y después de haber visto cómo se comportó durante todo el proceso pienso, y creo no estar muy errado, que si les hubieran dicho a mis tres hermanos que todos éramos compatibles y que el donante podía ser cualquiera, Carlos hubiera peleado para que lo seleccionaran a él, hubiera peleado, como cuando éramos chicos, como peleaba por un juguete o por un pedacito más de aquella golosina que mamá de vez en cuando nos compraba. No hay caso, es que crecimos unidos y así seguiremos por siempre, haciendo honor a esa hermosa frase de José Hernández que a través del gaucho Martín Fierro nos enseña: “Los hermanos sean unidos, esa es la ley primera... “. Si hubiera que buscar un ejemplo de unión fraterna, nosotros cuatro, sin dudas. Y ahora más unidos que antes, más unidos que nunca, unidos hasta el caracú, unidos, nada menos, que hasta la médula. Recuerdo que mamá, cuando se enteró que Carlos iba a ser el donante, comentó que era mejor así porque de esa forma yo también podría verlo y estar con él dado que era el único que no había venido. Además agregó que de paso lo podría ver ella también ya que desde Mayo, fecha del casamiento, no se veían y lo extrañaba. La viejita también me contó otra cosa que me hizo pensar si fue la simple casualidad o si ya la Mano de Dios andaba por ahí, en aquel entonces, repartiendo bendiciones. Mamá me dijo que luego de nacer Alejandro, su tercer hijo, habían decidido con el viejo “cerrar la fábrica” y que por accidente o descuido en 1968 había vuelto a quedar “de encargue”. “Fijate vos Juanjito, si Dios no me lo hubiera mandado...”. Y es cierto, si veintinueve años antes las cosas no hubieran ocurrido como sucedieron, sencillamente yo no tendría donante de médula ósea. En los primeros días de Noviembre, culminados ya los estudios de valoración previa y habiéndose definido el tema de la compatibilidad, tuve una importante reunión con el Dr. Gabús. Concurrí acompañado por mi “Ángel Protector”, Viviana, y más que una reunión aquello fue una charla donde el médico planteó, en forma bien clara tal cual su costumbre, cómo se iba a desarrollar todo lo referente al transplante. Se había establecido como fecha de internación para mí el domingo veintitrés de Noviembre, a partir del día siguiente comenzaba a recibir quimioterapia y el mismo día se me colocaría un catéter doble en el pecho. Se me indicó que Carlos debía internarse el lunes primero de Diciembre y que tanto la “Cosecha” (ya veremos qué es eso) como el transplante se llevarían a cabo el martes dos de Diciembre. Otra cosa que me explicó el médico fue que la compatibilidad entre Carlos y yo no era total, que no teníamos la médula exactamente igual. El porcentaje de incompatibilidad era mínimo y permitía, de todas formas, realizar el transplante, pero había que tenerlo presente, no se podía desestimar. Ese pequeño índice o margen de incompatibilidad podría causar algún problema, alguna reacción, y el médico fue, una vez más, clarísimo al advertirme, al ponerme sobre aviso, al explicarme con lujo de detalles, cuáles podrían ser todas y cada una de esas complicaciones que luego del transplante podrían presentarse y afectar mi organismo. Estas complicaciones podían ser leves, medianas o graves, podían ser pasajeras o crónicas, iban desde trastornos en la piel hasta afecciones renales y obedecían a lo que se conoce como enfermedades producidas por el rechazo del injerto (médula del donante) contra huésped (organismo del receptor –mi cuerpo-). Todo esto que me explicó el Dr. Gabús era lo que podría suceder y para saber si ocurriría algo no había más que aguardar hasta que transcurrieran los días posteriores al transplante. Fue en esta charla que, a pesar de no saber qué complicaciones se iban a presentar o si por el contrario no se presentaría ninguna, que el médico me pronosticó el alta para entre medio de las dos fiestas tradicionales de fin de año. El que sabe, sabe. Fui dado de alta el veintiocho de Diciembre, justo cuando el médico dijo. Luego de estas explicaciones, aclaración de dudas, respuesta a mis mil preguntas, tanto Viviana como yo nos retiramos teniendo las cosas claras, con la certeza de saber que no habría sorpresas, pero con un poco de nerviosismo por lo importante que era el hecho de someterse a un transplante y por la incertidumbre de no saber cómo se desarrollaría mi recuperación y si se presentarían o no las complicaciones que nos planteó el médico. Pese a ello, mi decisión, mi voluntad, mi objetivo, siguieron siendo los mismos, darle para adelante y curarme. Solo faltaba una cosa para que todo estuviera absolutamente pronto para el transplante, que llegara Carlos, pequeño detalle. El “Polilla” (así le decimos cariñosamente) aterrizó en el Aeropuerto de Carrasco, si mal no recuerdo, el lunes diecisiete o martes dieciocho de Noviembre. Lo fuimos a recibir en patota gracias a que Sergio, infaltable como siempre, nos dijo que pasaba a buscarnos a todos. Camisa verde, chaleco negro, su considerable corpulencia física, su estampa inconfundible y recordada por mí a pesar de los casi cinco años que llevábamos sin vernos, me hicieron individualizar rápidamente a mi hermano entre toda aquella gente que, pasaporte en mano, se acercaba a los mostradores de Migración. Una emoción grande se fue apoderando de mí, una alegría rara me fue invadiendo, mis brazos y manos se agitaban nerviosamente hasta que él también me vio, nos vio a todos, y comenzó a saludar con sus manos. Yo lo miraba de lejos y pensaba que Carlos estaba ahí, que finalmente había llegado, que había dejado a su esposa y su trabajo para venir, y que todo era por mí, para ayudarme. Una sensación difícil de describir con palabras me daba vueltas por la cabeza y recorría todo mi cuerpo. Cuánta emoción, qué alegría, cuánto amor que había en todo lo que estábamos viviendo, sólo faltaba el abrazo para ponerme a llorar, y cuando Carlos pasó la Aduana y salió hacia el hall, nos dimos ese abrazo y lloramos. Una vez en casa fue momento de hablar y de contarnos cosas ya que había mucho por charlar y compartir. Lamentablemente el viaje de Carlos no era de placer y teníamos pocos días, muy pocos, para estar juntos antes de la nueva internación por lo que tratamos de aprovechar al máximo esa semana durante la cual, con mate, bizcochos “yoruguas” y asados de por medio, creo que la pasamos bastante bien, lo mejor que pudimos. Esos pocos días pasaron volando y ya el sábado veintidós me entró esa nostalgia que me bajoneaba cada día previo a una nueva internación. A pesar que era consciente de que el transplante era el medio para alcanzar el fin a que apuntaba y como dije, quería hacerlo cuanto antes, tal vez inconscientemente me estaba afectando el hecho de saber que iba a estar lejos de casa por varios días. De todas formas ya estaba acostumbrado a esas “idas y venidas”, nada era nuevo en estas circunstancias y no había nada más importante ni inmediato en esos momentos que el transplante por lo que iba a ir a él con la mejor disposición y nuevamente en las mejores condiciones. Siempre apoyado, estimulado y alentado por todos quienes me rodeaban, así me fui, después de una despedida igual a las anteriores. Esta vez, quien me llevó al hospital fue Pepe, esposo de Silvia, que es sobrina de mi suegra. Ellos también siempre estuvieron ahí, ayudando, brindando una mano, principalmente cuando yo estaba internado y Vivi permanecía menos tiempo en casa, Silvia se turnaba con mi suegra para cuidar a los chiquilines. Invalorable colaboración que nos ofrecieron y que a nosotros nos resultó de gran ayuda. Y así, de la forma ya conocida, ingresé por sexta vez a la Unidad de Hematología, me despedí de Vivi con un tierno beso en los labios y con una mirada que trataba, sin conseguirlo, de retenerla conmigo un rato más. Otra vez me quede atrás del vidrio transparente, dispuesto a dar todo por la vida y con Fe, sabiendo que no estaba solo. EL TRANSPLANTE. Podré ser considerado como un tipo de conceptos contradictorios, es cierto. Acabo de decir que sabía que no estaba solo, pero a partir de la noche del veintitrés de Noviembre me encontré, de golpe, sumergido en la más desesperante soledad. ¿Quién me entiende? Es muy fácil. Una cosa fue la compañía y el apoyo espirituales, que nunca me faltaron, que se sentían y que me llegaban desde afuera y a través de las pocas personas que me visitaban. Otra cosa muy distinta era la soledad física, veinte horas diarias absolutamente sólo, multiplicadas por treinta o más días, era demasiado y no sabía si podría soportarlo. A pesar de que era la jugada final, la etapa culminante, el posible término feliz de la historia, y a pesar de que había que vivirlo, transcurrirlo, la incertidumbre, la ansiedad, la duda, el temor, estaban ahí, palpitando y luchando contra mi fuerza de voluntad, contra mi entrega, contra mi positivismo. Sería una lucha dura, difícil, donde la soledad, terrible sentimiento, constituía la dificultad que más deseaba superar. Dijo el Sr. Alfredo Zitarrosa en una de sus bellas letras: “Para tanta soledad me sobre el tiempo, dile a la vida que viva”. Y le asiste razón. A partir de la mañana del veinticuatro de Noviembre comencé a recibir la quimioterapia, esta serie, la cuarta a la que era sometido en sólo cinco meses, se extendería por una semana y a diferencia de las anteriores no me sería administrada en forma intravenosa sino por vía oral. Para mi sorpresa, se me informó que debía ingerir aproximadamente cuarenta píldoras o pastillas cada seis horas. Dichos comprimidos, indefectiblemente, me eran proporcionados a los pocos minutos de cada cambio de guardia de enfermería y mi deber era ingerirlos, todos, en seis horas. Así estuve seis días, engullí mas de mil “caramelitos de quimioterapia”. No puedo quejarme ni de mi estómago, ni de mi garganta, ni de ninguna otra parte de mi organismo, todas soportaron muy bien y toleraron, sin protestar, este verdadero bombardeo de medicamentos. Recién el último día, de noche, cuando sólo me faltaba por “mandar a bodega” las últimas seis pastillas, mi organismo las rechazó. Ingerí dos con un trago de agua y casi inmediatamente las vomité. Justo en ese instante y casi sin darme tiempo para reponerme sonó el teléfono celular que mi amigo Daniel nuevamente me había prestado. Era mamá quien me hablaba para saludarme y ver cómo andaba. Charlé con ella tomándome con una mano la zona abdominal, apoyado contra el marco de la puerta del baño, disimulando las contracciones que me hacía el estómago. Pude así hacerle creer a mi viejita que la estaba pasando bien y luego de cortar y calmarme un poco, pasados unos minutos, tomé las últimas cuatro píldoras cumpliendo así con la primer parte del tratamiento previo al transplante. Esta quimioterapia, éstas drogas, fueron muy fuertes. El resultado que se buscaba al administrármelas era que prepararan mi organismo para recibir la médula del donante en las mejores condiciones, esto es, sin la presencia de células cancerosas. Por suerte la remisión completa se mantenía y la posibilidad de que alguna célula leucémica anduviera por ahí, dando vueltas, creo yo que era casi nula. De todas formas no había que descuidar ningún detalle y la agresiva medicación que me suministraron literalmente barrió con todo cual si fuera una topadora, se llevó todo por delante eliminando y limpiando todo lo que encontró a su paso. Evidentemente los médicos sabían lo que hacían y conmigo, al igual que con el resto de los pacientes, hicieron lo correcto, siempre. Esto es muy cierto. Pero también es cierto que los resultados colaterales provocados por la P.Q.T. (Poliquimioterapia) son tremendamente nocivos y agresivos en grado sumo para las partes sanas del cuerpo de quien se somete a dichos tratamientos. Luego de recibir éstos medicamentos, y utilizando términos poco académicos pero muy ilustrativos, se puede afirmar que uno queda realmente en la lona, con las mucosas internas de la boca, la garganta, el estómago, destrozadas, con llagas, sin apetito, con vómitos, pero con la seguridad de que recibirá la médula transplantada en un organismo “limpio”. El fin justifica los medios. Durante el transcurso de esa última semana de Noviembre y aprovechando que aún no debía internarse, Carlos me visitó todas las noches, entre las 21.00 y 23.00 horas. Utilizamos todo ese tiempo para charlar y para seguir poniéndonos al día, hablando de infinidad de temas, algunos triviales, otros mas serios e importantes. Su estado de ánimo y su disposición eran excelentes y eso provocaba en mí que se renovara constantemente la alegría y el orgullo que sentía desde hacía tiempo. Todo iba sucediendo dentro del marco de lo previsto y en definitiva, la primer semana pasó, vómito más, llaguita menos, sin grandes dificultades. El día lunes primero de Diciembre era para Carlos el indicado para su ingreso y para mí jornada de descanso y de espera dado que al día siguiente se haría la “cosecha”, de mañana, y el transplante, de tarde. Por fin el tan esperado momento estaba por llegar y todos lo vivíamos con gran intensidad. “Cosecha” es el nombre con el cual se conoce el procedimiento mediante el que se extrae la médula ósea al donante y se puede realizar de dos formas: una en el quirófano y anestesiando en forma general al donante, se le practican cincuenta o más punciones en la zona lumbar extrayendo pequeñas porciones de médula ósea hasta obtener la cantidad necesaria. La otra es utilizando una máquina (cuyo nombre no recuerdo) a la cual el donante es conectado por una vía intravenosa a través de la que se le extrae sangre. Esta sangre pasa al interior de la máquina donde se produce la separación de los distintos elementos que la componen. Una vez que se obtienen las células madres de la médula, la máquina devuelve al donante su sangre por la misma tubuladura o vía por donde minutos antes la había extraído. Este procedimiento también se repite las veces que sean necesarias. Pues bien, sabiendo que con Carlos se iba a practicar el primer procedimiento, desperté el martes dos de Diciembre pensando en mi hermano, en su zona lumbar y en la anestesia general a que sería sometido. También pensé en los quien sabe cuántos pinchazos serían necesarios y en cómo le quedaría esa zona del cuerpo donde la espalda comienza a cambiar de nombre. A eso de las nueve de la mañana mis pensamientos y especulaciones fueron interrumpidos por un sonriente Dr. Bódega que ingresó a mi sala y me informó que venía del quirófano, que ya habían terminado de realizar la cosecha y que Carlos estaba muy bien y que, en definitiva, todo había transcurrido normal y correctamente. Me reiteró que el transplante se hacía esa misma tarde y se retiró. Yo quedé nuevamente pensando pero con algo mas de tranquilidad que antes. Efectivamente el transplante se realizó de tarde, con un poco de retraso respecto a lo previsto porque, al ser mi hermano y yo de grupos sanguíneos diferentes, hubo que separar los glóbulos rojos que se habían colado en la médula que sería injertada. Para ser algo tan importante, tan valioso, que perfectamente podría poner punto final a una tan grave enfermedad, el transplante de médula ósea en sí fue algo muy sencillo. En pocos minutos fui preparado y quienes estuvieron a cargo de ello fueron la enfermera Isabel y la nurse Maica quienes simplemente me cubrieron con ropa estéril. La Dra. Zamora fue la que trajo, en el interior de una conservadora de plástico, la médula que me sería transfundida y que estaba contenida en un par de bolsitas plásticas iguales a las que se utilizan para depositar los volúmenes de sangre o plaquetas. Igual que si fuera una simple transfusión, me fue suministrado a través de un catéter el contenido de aquellas dos bolsitas plásticas. En pocos minutos fue ingresando a mi cuerpo aquel elemento líquido, de color amarronado semitransparente, que se asemejaba mucho a barro licuado. Suena sencillo, y transcurrió así, tranquilamente. Puede ser imaginado, por quien no logre compenetrarse en la circunstancia que se estaba viviendo, como algo intrascendente, como uno más de los tantos insípidos y poco estimulantes procedimientos médicos. Para mí fue todo lo contrario, la emoción que crecía dentro de mi a cada instante era palpable y mi corazón parecía pugnar por salírseme del pecho. De haber habido el silencio necesario es seguro que se hubiera escuchado el sonido de sus latidos. Es que era, nada más ni nada menos, que parte del organismo de uno de mis hermanos que ingresaba por mis venas para transformarse en parte de mi cuerpo. Era mi hermano, que a partir de ese momento se convertía en mí mismo. Carlos me entregaba, me regalaba, compartía conmigo, su propia vida y lo hacía para salvar la mía, y para mantenerme vivo, y sano, por el resto de mis días. Y lo hacía para que esos días fueran semanas, meses, años. La vida que me había dado mi madre se acababa, muy pronto por cierto, y Carlos, en un gesto de amor, de responsabilidad, impulsado por los más puros lazos de unión fraterna, me daba parte de la suya, me salvaba de morir. Evitaba varias desgracias de las que sólo menciono una, la que más me atormentaba y que era la posibilidad de dejar en situación de orfandad a tres angelitos benditos que por nada del mundo merecían ese sufrimiento, por Dios. Al recibir el cuerpo de mi hermano no sólo se ponía punto final a una grave enfermedad sino que, además, desaparecían los obstáculos que no me permitían pensar en el futuro. A partir de ese día podía volver a mirar hacia delante y ver, con alegría y esperanza, un largo camino, y podía disponerme a recorrerlo de la mano de mi esposa, rodeado por nuestros hijos y bajo la protección de Dios. Todo esto transcurrió por la mente y por el alma de este agradecido ser humano, emociones y sentimientos hermosos que por fortuna puedo hoy compartir. Como detalle anecdótico y tal vez algo gracioso, recuerdo que cuando estaba casi todo listo para iniciar el transplante y cuando más quieto debía permanecer, no pude tener mejor ocurrencia que sentir la necesidad de orinar. Me dio vergüenza ante las tres damas que me acompañaban pero la situación llegaba a su límite así que, o pedía el violín o me hacía encima, así que no tuve mas remedio que vencer la vergüenza y hacer retrasar un par de minutos el inicio del transplante. La médula ósea transplantada, como vimos, me fue introducida al organismo a través de un catéter que tenía colocado en el lado izquierdo del pecho y que estaba conectado directamente a una vena importante. Una vez en el interior del cuerpo, las células madres, ellas solitas y obedeciendo a una de esas increíbles y sorprendentes leyes de la naturaleza, recorren el trayecto necesario hasta llegar al lugar donde en definitiva quedarán alojadas y desde donde comenzarán a trabajar para regenerarse y reconstituir la médula ósea del paciente transplantado y desde donde producirán los distintos elementos componentes de la sangre, glóbulos blancos, rojos, plaquetas, etc. Eso fue lo que comenzó a ocurrir en mi interior. Pasadas las primeras horas posteriores al transplante y mediante un análisis de sangre se comprobó, para mi desgracia, que la cantidad de médula ósea transfundida el dos de Diciembre no era suficiente. Como solución se decidió realizar una especie de “segunda selección” o “nueva destilación” (se me disculpará la grosera comparación pero creo que es un muy demostrativo ejemplo) del resto de lo obtenido en la cosecha, que aún se conservaba. Se consiguieron así algunas células madres más, no muchas, que el día tres de Diciembre y por un procedimiento igual al empleado el día anterior, también me fueron transfundidas. A pesar de esta segunda maniobra, la cantidad de células madres transplantadas seguía siendo escasa por lo que los médicos decidieron realizar una segunda cosecha a Carlos recurriendo en esta oportunidad al segundo procedimiento, el de la máquina. La tuvieron cuatro horas, el día jueves cuatro de Diciembre de mañana, “enchufado” al sofisticado aparato que le succionaba, centrifugaba y devolvía su sangre a través de un cañito transparente. Esa misma tarde y de forma similar a las anteriores recibí la tercer parte del transplante, tranquilo pero con cierta ansiedad, lógica ansiedad, deseando que esta vez sí se hubiera alcanzado la cantidad necesaria para, por un lado, que no retuvieran más a Carlos internado y para que pudiera ser dado de alta; y por otro, poder considerarme definitivamente transplantado y concentrarme, dedicarme, abocarme, a una buena y pronta recuperación, y hacerlo por entero, con toda la energía y fuerza de voluntad posibles, luchando por el futuro como lo había hecho hasta ese momento, por mi, por mi familia, por mi esposa y por mis hijos. Fue la Dra. Delisa quien el viernes cinco de tarde me trajo la buena noticia, de acuerdo al resultado del último análisis de sangre realizado se había podido comprobar que, finalmente, el volumen de médula ósea transplantada y que ya estaba en el interior de mi cuerpo, listo para comenzar a trabajar, trabajando ya, era suficiente. Por consiguiente y en forma automática pensé: “ya estoy transplantado, gracias a Dios ya lo estoy”. La buena noticia venía con yapa pues según lo que me informó la doctora, saldría de mi habitación e inmediatamente se trasladaba a la de Carlos para comunicarle lo mismo que a mí y además para darle de alta ese mismo día. Ese viernes cinco dio lugar a mas acontecimientos. Otro hecho anecdótico y hasta si se quiere gracioso y sorprendente provocó mi hermano Carlos, aunque si procede de él nada nos puede sorprender. Hizo que lo fueran a buscar recién a las 22.30 horas, para no perder la oportunidad de irme a visitar, como todos los días de su internación, a las 21.00 horas. Es que en las tres noches anteriores y cuando eran las 20.45, se vestía, pedía a la enfermería que le cerraran la habitación y se venía a la mía, a charlar. Otra cosa que Carlos hizo, esto como broma y con un sano sentido del buen humor, fue poner sobre la mesa de luz de su cuarto y con la etiqueta hacia la pared, una botella de malta que le llevaron. Apenas la vieron las enfermeras Mafalda y Margarita se le fueron al humo interrogándolo acerca de ¿qué era eso?. El Polilla, con carita de inocente y con total desparpajo, me lo imagino, les contestó: “cerveza”, y causó el efecto buscado, la risa de todos. Carlos se fue de alta esa noche y como era de esperar no sufrió ninguna complicación ni trastorno salvo una llaguita que le provocó el vendaje plástico que le colocaron en la zona de las punciones. La médula ósea que le fue extraída y que con amor y solidaridad me entregó, se regeneraría dentro de su cuerpo sin impedirle desarrollar sus actividades en forma normal. Esto significaba para mi una alegría y un motivo más de tranquilidad. Fue muy reconfortante saber que luego de todo Carlos se podría ir nuevamente para Italia, a su casa, con su esposa, y que lo podía hacer en las mismas buenas condiciones en que había llegado, sano, fuerte, enérgico. Además pienso que él, íntimamente, debería sentirse muy orgulloso de sí mismo, satisfecho, feliz, sabiendo y siendo consciente de la gran obra de bien que había hecho, con esa hermosa sensación interior del deber cumplido, de haber actuado con amor e impulsado por humana y fraterna solidaridad. Compartí con mi hermano esos últimos noventa minutos de su permanencia en el Hospital Maciel durante los cuales pensé en todo lo anterior disfrutando de una agradable sensación interior hasta que llegó la hora en que él se marchó. Nos saludamos y despedimos con la promesa de volver a vernos al otro día dado que aún se iba a quedar una semana más en Montevideo. Me quedé finalmente solo, tranquilo, descansando, y recordé que justamente esa noche mi Peñarol jugaba en el estadio la segunda final del Campeonato Uruguayo de Fútbol contra Defensor. La primera la habíamos ganado por uno a cero en un partido parejo. Para completar mi alegría esa noche Peñarol volvió a ganar, esta vez por tres a cero con “baile” incluido logrando así no solo el título en juego sino además el segundo “Quinquenio de Oro” de su historia. Escuchando la radio me dormí ese día, sin duda uno de los más importantes de mi vida. LAS COMPLICACIONES Y LA RECUPERACION. Ya habían quedado atrás once días de internación. Estamos a seis de Diciembre y, luego de la quimioterapia y del transplante, tenía por delante los días en que mi nueva médula ósea comenzaría a funcionar dejando atrás la aplasia. Justamente en las jornadas venideras podrían presentarse las complicaciones sobre las cuales me había puesto sobre aviso el Dr. Gabús. Realmente vivía horas de incertidumbre, de ansiedad, de cierto temor, pero también de esperanza. No hubo ni ocurrió nada destacable hasta el trece de Diciembre, sólo pasaron los días mientras yo aguardaba a que los valores de la sangre fueran normalizándose ayudado, eso sí, por un par de transfusiones de sangre y plaquetas que fue necesario administrarme. Seguían pasando las horas y los días y por el momento no se presentaban alteraciones, al menos yo no notaba nada, y como quien no quiere la cosa, como mirando de reojo, me fui ilusionando con la idea de que tal vez no se diera ninguna complicación acelerándose así la recuperación y el alta. Lamentablemente me ilusioné demasiado pronto, no supe esperar en forma más paciente y a los pocos días, no sólo le estuve dando mucho trabajo a los médicos y enfermeros, sino que además le di un buen susto a mi familia, pero eso lo veremos dentro de un instante. Antes de los problemas que se presentaron y como único hecho destacable, importante, tuvo lugar la despedida con mi hermano Carlos. El se fue dejándome internado, sí, pero bien, reponiéndome, por lo menos viajó tranquilo. Partió de Carrasco el quince muy temprano por lo que nuestra despedida fue el domingo catorce, de noche. Sería redundante, muy reiterativo, referirme a la emoción y afecto que nos envolvió. Las palabras sobran, están de más, no son necesarias cuando los sentimientos y el amor son tan fuertes como en aquella ocasión por lo que dejo librado a vuestra capacidad de imaginación alcanzar o sentir las profundas y fuertes sensaciones que viví en aquella oportunidad y que aún hoy vibran en mi corazón. Así nos despedimos Carlos y yo, mas hermanos que antes, a corazón abierto. Contrariamente al deseo de todos, finalmente, se presentaron las complicaciones ocasionadas por el rechazo de la médula hacia el organismo. Se produjeron así, de acuerdo a las posibilidades existentes, las enfermedades causadas por la reacción del “injerto contra huésped”. En pocas horas y a partir del quince de Diciembre mi estado de salud general empeoró sensiblemente al punto de que no recuerdo absolutamente nada de lo ocurrido entre ese día lunes y el viernes diecinueve, aproximadamente. Permanecí inconsciente y sólo se lo que posteriormente me contaron. Tuve complicaciones hepáticas y renales, estuvieron a punto de realizarme diálisis, cosa que no fue necesaria dado que casi al límite del tiempo que los médicos estaban dispuestos a aguardar, mi organismo se acordó de orinar, hecho que fue celebrado por mis familiares y enfermeros presentes cual si fuera un gol uruguayo en un mundial. También me contaron que durante el tiempo en que perdí la lucidez le hablé mal a mi esposa, a mi madre y a la enfermera Virginia. A todos les pedí perdón y lo vuelvo a hacer ahora, al principio no podía creerlo porque no tengo por costumbre hablarle mal a la gente, menos a mis seres queridos, pero se ve que a causa de la transitoria inconsciencia que me afectó esos días llegué a hacer cosas que en estado normal, obviamente, no hubiera hecho. Dos cosas dignas de ser destacadas sucedieron esa semana. Una de ellas fue que el día diecisiete tuvo lugar el cumpleaños de mi tío Nego. Yo había estado pendiente de esa fecha y pensaba llamarlo por teléfono para saludarlo cosa que me fue imposible hacer dado que ese día fue justamente el que pasé peor. Creo que fue el único año de mi vida, por lo menos es lo que recuerdo, en que no estuve presente en su fecha, espero poder, de aquí en delante, no volver a faltar para darle el abrazo de siempre y para chuparme los dedos con su famoso “matambre al escabeche”. La otra circunstancia importante fue que mis suegros habían previsto llevar, casualmente esa semana, a sus tres nietos a pasar unos días en Solymar de vacaciones. La Providencia quiso, de esta forma, no sólo que mis hijos no estuvieran en casa en los peores momentos sino que Viviana, sumamente nerviosa y preocupada esos días, se viera librada de atenderlos y cuidarlos. De esta forma se les evitó un sufrimiento innecesario a los nenes –cuando regresaron yo ya había reaccionado- y Vivi, pobrecita, pudo permanecer más tiempo cerca de mí esperando mi mejoría. Dios aprieta a veces, pero no ahorca. Y lentamente me fui recuperando, siempre de acuerdo a lo que me refirieron después, y vuelvo a tener memoria de lo ocurrido a partir del sábado veinte de Diciembre, mas o menos. Ya consciente y lúcido otra vez, me veo en aquella penosa situación. Casi no había ingerido alimentos en los últimos días, físicamente estaba muy debilitado a causa de permanecer casi todo el tiempo acostado en la cama prácticamente inmóvil. Tenía varias bombas conectadas al cuerpo en forma simultánea mediante las cuales me suministraban los sueros y medicamentos que en esas circunstancias me resultaban tan imprescindibles. También tenía, pegados al pecho, los tres electrodos que me conectaban a un monitor que, las veinticuatro horas, controlaba mi ritmo cardíaco dibujando una gráfica verde y monótona. Tenía además una colección de cañitos y canillitas que convergían todos en una especie de plaqueta o plantilla que era sujetada al cuerpo debajo de una malla elástica que al efecto me habían puesto a modo de camisilla. Me sentía mal, física y anímicamente, para peor padecía una desagradabilísima diarrea que me hizo pasar momentos muy incómodos que por delicadeza prefiero no comentar. Realmente, a una docena de días de un nuevo año, mi estado general era lamentable y mi incomodidad luego de varios días de internación ya transcurridos no me ayudaba a elevar el estado de ánimo que en esos momentos estaba decayendo sensiblemente, constituyéndose así otro elemento negativo. Se comenzó a dar en mi una extraña contradicción, si se quiere algo inexplicable. Por un lado y luego del transplante, la aplasia y las complicaciones, mi estado orgánico mejoraba. Lenta pero constantemente mi situación clínica se normalizaba y desde el punto de vista hematológico las opiniones de los distintos médicos coincidían en que mi repunte era notorio y esto lo confirmaban los hemogramas diarios que se me hacían. Esto era un hecho muy positivo. Por otro lado, mi estado de ánimo no acompañaba esa favorable evolución. Estaba decaído, desanimado, angustiado. Ya se me hacía muy larga la internación por lo que la soledad y el aislamiento, sumado a la realidad de extrañar mucho a mis hijos, me habían hecho perder esa fuerza de voluntad y esa energía que necesitaba para complementar la recuperación. En resumidas cuentas, me estaba quedando muy quieto, me estaba abandonando, debía realizar un esfuerzo más y no podía lograr hacerlo, era consciente de ello pero a pesar de todo, no reaccionaba. Ya estaba en condiciones, mentales y físicas, de comenzar a moverme un poco pero no lo hacía, me mantenía demasiado quieto, estaba cansado, de cuerpo y de alma. Los días se me hacían muy largos y por consiguiente las horas transcurrían muy lentamente y nada me entretenía, ni la radio, ni la televisión, ni la lectura. Llegué incluso a ponerme incómodo a la hora de las visitas al punto de preferir, a veces, quedarme solo. Nunca me había sentido peor en todas las internaciones anteriores, justamente ahora en que me estaba recuperando. Como decía antes, parecía increíble pero era cierto y yo no podía revertir la situación aunque trataba, por lo menos, de soportarla y seguir esperando. Por fortuna, y en una demostración más de que el personal del Servicio de Hematología no da por realizada su labor cumpliendo sólo con sus tareas técnicas o específicas, conté con una gran ayuda, con una invalorable ayuda, cuya real dimensión fue importantísima, yo diría fundamental. Una tardecita, antes de cenar, entró a mi habitación Virginia, la enfermera que estaba de guardia. Ella es temperamental, su voz es fuerte y actúa con energía y con seguridad. En forma respetuosa pero firme, casi prepotente e imperativa, me pegó flor de rezongo. Enseguida me di cuenta que venía dispuesta a hacerme reaccionar y deseando íntimamente que su propósito se cumpliera, recibí sus recriminaciones con sumisión. Directamente me planteó que así no podía seguir, que debía hacer algo positivo y que “allí y ahora” íbamos a comenzar. Obedecí en silencio. Lo que me indicó, lo que me ordenó, fue hacer gimnasia y en forma muy sencilla me fue guiando para realizar algunos movimientos y ejercicios, muy livianos por cierto, con las piernas. Luego de hacer varias flexiones en forma alternada, y a manera de quien enseña un camino, me dijo, cosa que tomé como un buen consejo, que debía hacerlo todos los días, agregando cada vez un poco más de intensidad y duración a los ejercicios. Antes de irse me dijo que eso me iba a resultar muy conveniente, que iba a ayudar a fortalecerme y a recuperarme física y mentalmente. Se lo agradecí antes de que se retirara pues me di cuenta que ese tirón de orejas, bien intencionado, me iba a significar un aliciente que a esa altura yo estaba necesitando. Virginia, sinceramente le vuelvo a agradecer ahora, usted, con su rezongo, verdaderamente me ayudó mucho. A partir de ese día seguí realizando ejercicios. Aunque en forma muy elemental hice, en la pequeña sala de la Unidad, movimientos gimnásticos que de a poquito me fueron dando cierta fortaleza física y un poco de distracción mental. A pesar de ello y encontrándome ya a muy pocas horas de la celebración de la Nochebuena y de la Navidad, mi estado de ánimo seguía siendo no muy bueno y las ganas de ser dado de alta cada vez eran más enormes. Realmente no aguantaba más la internación aunque de todas formas mi paciencia y mi resignación me permitían seguir aguardando, sin desesperarme demasiado, a que mi favorable evolución se consolidara. Así, el alta llegaría sola, tal vez pronto, y no había indicios de que eso no ocurriera. Para el veintitrés de Diciembre y siempre desde la óptica hematológica, mi mejoría se había afirmado. Aunque estaba con un poco de anemia y con baja cantidad de plaquetas, tenía los glóbulos blancos dentro de los límites normales y esto me ponía a salvo de contraer infecciones que estando inmunodeprimido, bajo de defensas, podrían afectarme. Este detalle causaba, como consecuencia directa, que no fuera tan necesario el aislamiento, ni tan estricto y riguroso. Entonces y, como regalo de Papá Noel, se me informó que, si así lo deseaba, durante la tarde y noche del día veinticuatro podría recibir visitas en forma continuada; con orden y de a uno, permitirían que ingresaran a saludarme todos quienes quisieran. Llegó finalmente el día de Nochebuena. En otros años, en todos los otros años, siempre había disfrutado mucho de ese día, deseaba su llegada con alegría y lo pasaba bastante bien; ya siendo niño jugando con mis primos y hermanos esperando a que “fueran las doce”; ya siendo muchacho y luego de los tradicionales deseos de felicidad y saludos a la familia, entonado por un par de cervezas, saliendo a divertirme con mis amigos; ya siendo casado, encendiendo el fuego en el parrillero, temprano, con mi jarra de cerámica al lado, llena por dentro, sudada por fuera. Siempre había pasado bien la Nochebuena, siempre rodeado por mi familia, por treinta y seis años, el veinticuatro de Diciembre fue para mi una jornada esperada, estimulante, que viví con alegría y con felicidad. Este año, en cambio, sería distinto, fue diferente. Desperté y pasé la mañana algo triste. Mi estado de ánimo era malo y mi espíritu decaído. Intimamente deseaba que la jornada transcurriera lo más pronto posible, que se terminara rápidamente. No me gratificaba la idea de pasar esa festividad tan solo, pensaba en el momento en que llegara la medianoche, en el ruido de los fuegos de artificio, en toda la gente abrazándose y besándose, deseándose felicidad, pensaba en mi familia y en que sería esa la primera vez en que iba a estar sin su compañía. Por todo ello mi tristeza aumentaba y luego de almorzar, a medida que fueron llegando mis amigos y familiares a saludarme, mi estado emocional, imagínense, era el peor. Así iba a recibir a mi esposa e hijos, lisa y llanamente triste. En mérito a que, como vimos, tenía una cantidad normal de glóbulos blancos y a que no era necesario el aislamiento, se me comunicó que podría recibir a mi familia, a los cuatro, todos juntos, y que además no deberían, porque mi estado lo permitía, vestirse con ropa estéril. Habrían de ingresar entonces Vivi y los tres nenes todos a la vez sólo poniéndose zapatones. Eso era bueno dado que Micaela no simpatizaba mucho con la idea de ponerse túnica, tapabocas y gorro. Además, para poder estar más cómodos, el personal de la Unidad tuvo la deferencia, la delicadeza, de acondicionar la última sala, que estaba vacía, para la visita de los míos. Arrimaron la cama contra una pared quedando a modo de sofá y obteniendo así mayor espacio libre donde colocaron un par de sillas quedando entonces un ambiente relativamente amplio donde reunirme con Viviana y nuestros hijos. De todos los instrumentos y cañitos que tenía conectados al cuerpo sólo me quedaba una bomba que se podía trasladar por lo que eso también posibilitaba estar mas libre de movimientos, más a gusto. Incluso, la única tubuladura que unía mi cuerpo a dicho aparato bien la disimulaba yo bajo la ropa por lo que Mica, con Diego y Noni no había problemas, era seguro que no tendría nada que motivara o provocara su asombro. A las 16.00 horas, con la puntualidad de costumbre, Viviana llegó a la Unidad trayendo consigo a nuestros tres pichones. A diferencia de las oportunidades anteriores en que me fueron a visitar, esta vez los nenes entraron sonrientes, con alegría, contentos. Ingresaron a la Unidad como con energía, con decisión, como quien va a disfrutar de los minutos que se venían. Eso me pareció por lo menos. Jamás en la vida podré olvidar sus tres caritas, esas caritas, con esos ojazos negros enormes y esas sonrisas tan dulces, puras, benditas. Al abrazarlos y besarlos recorrió mi cuerpo un sin fin de emociones, gratísimas por cierto, que hicieron disipar mi tristeza y que llenaron de lágrimas mis ojos. Pude contenerlas o disimularlas, no sé, y con mi esposa al lado y nuestros tres hijos alrededor, como a mi me gusta, nos trasladamos hasta la salita que nos aguardaba. Durante el tiempo que duró la visita los chiquilines hicieron casi todo el relajo que quisieron, deshicieron la cama, le “gastaron” la pila al control remoto de la tele, no dejaron ni por un instante de hablar. A mi esto me hizo bien y a pesar de las circunstancias me sirvió para salir un poco de la rutina diaria y de la soledad tan cruel. La alegría de mis hijos, contagiosa alegría, me elevó el estado de ánimo y llegué a sentirme bien aunque de a ratos no podía evitar emocionarme y debía esforzarme por no llorar. Es que en esos momentos andaba mal, espiritualmente muy flojo y no lograba dominar mis emociones. En determinado momento Juan tuvo la amabilidad de alcanzarnos cinco vasitos de plástico con Coca Cola. De la misma forma que lo hacíamos a veces en casa, alguien propuso brindar y que cada uno lo hiciera por algo distinto. De a uno fueron diciendo: “Por la familia”, “para que tengamos una feliz Navidad”, “para que papá se mejore y vuelva a casa”. Yo quedé para lo último y con los ojos empañados, igual que ahora, apenas pude pronunciar, profundamente emocionado, “por ustedes cuatro”. Y como todo llega, también llegó el momento en que debieron irse, triste momento en que nos despedimos deseándonos lo mejor. Con afecto, tristeza y nostalgia besé y abracé a mi esposa y a mis tres tesoros diciéndoles que esperaba que lo pasaran muy bien esa noche, lo mejor posible, que se divirtieran, que se cuidaran y que aguardaba que tuvieran lindos regalos. Lo que yo les dije fue simple, fue lo que hubiera dicho cualquiera, lo que se dice siempre en esos casos. Lo importante, lo sorprendente, lo hermoso, fue lo que mis hijos me dijeron a mí, al despedirse. Tanto Noelia como Diego me hablaron como si ellos fueran los adultos y yo el niño, casi como consolándome, como dándome un consejo, me dijeron que no me quedara triste aunque fuera a pasar Nochebuena sólo, que tal vez para fin de año ya podría estar en casa y que si así no ocurría tampoco me pusiera mal, no importaba, porque el próximo año íbamos a estar todos juntos como siempre. Eso me dijeron, dos niños de once y nueve años que, evidentemente, tenían las cosas clarísimas y contaban con una gran capacidad espiritual y mental que les permitió, en forma simple e inocente, razonar con lógica, con tranquilidad. Su mensaje fue sencillo y verdadero y el efecto que causó en mi fue altamente positivo. Cuando se fueron me quedé pensando en estas palabras de mis hijos. Simplemente, ellos tenían razón, la Navidad era algo circunstancial, el futuro que teníamos los cinco juntos era algo cierto y lo teníamos ahí, casi podíamos tocarlo. Mis hijos, con su forma de expresarse, me lo hicieron ver antes de irse. Yo quedé solo, es cierto, pero todo ese espacio vacío que quedó se llenó con lo mucho que me entregó mi amada familia esa tarde. Una vez más estaba recibiendo pura fuerza y vitalidad para seguir luchando, más que antes, más que nunca, estaba dispuesto a ganarle a la enfermedad, por el futuro que mis hijos me mostraron, por el futuro que íbamos a compartir los cinco, benditos sean mis angelitos de Dios. TODO LLEGA. El veinticuatro de Diciembre iba llegando, lentamente, a su fin. Luego de saludar y despedir a mis viejos, que fueron los últimos en visitarme, me quedé definitivamente solo. Serían aproximadamente las 23.30 cuando mi memoria y mis recuerdos de años anteriores comenzaron a revivir veladas inolvidables, transcurridas siempre en familia. Me vi en el fondo de casa terminando de asar lo que estuviera sobre la parrilla; vi el termo y el mate, vacío aquél y frío éste; vi dos botellas de “Patricia”, vacías también, dejadas en un rincón; vi a Viviana, maquillada y alegre; vi a mis dos hijas pidiéndome ayuda para encender luces de bengala; vi a mi suegra, colaborando en poner la mesa, y a mi suegro, bebiendo Coca “Diet”; olí humo de leña y de pólvora; vi a mi hijo, tirando “peditos de vieja”; vi a alguno de mis vecinos que, por haber empezado a brindar temprano o por haber entreverado, ya estaban “medio pintones”; vi a la mayoría de mis vecinas, arregladas; escuché música alta y el griterío de los pibes del barrio impacientes y nerviosos, preguntando por enésima vez “¿cuánto falta para las doce”? Todo este conjunto de vivencias fue desfilando por mi mente y por mi imaginación, cual si fuera una película que estuviera volviendo a ver. Mientras tanto, inexorablemente, se acercaba la medianoche. Si me hubieran dado a elegir, sin dudas hubiera preferido dormir pero eso me resultó imposible. Por suerte el clima que se vivía dentro de la Unidad era el mismo de todos los días y no había nada que hiciera esa noche diferente a las demás. A las doce menos cinco comenzaron a escucharse las detonaciones de alguna que otra bomba brasilera o cañita voladora y a los diez minutos, no más, el silencio volvió a reinar fuera del hospital. A medio transcurrir de ese escaso “cueterío” volví a pensar en mi familia, les deseé a todos feliz Navidad y me acomodé para dormir. Como quien no quiere la cosa ya había pasado todo, mi soledad y mi tristeza no habían sido ni más ni menos que las mismas de otros días y esperanzado en el alta, estimulado por las palabras de mis hijos, ansioso por volver a casa a compartir las horas con mi familia, pensando y pensando, esperé, en vano, que me viniera sueño. Tal vez fue la gran excitación causada por todo lo vivido en las horas previas, tal vez fue por ver a tanta gente durante el día, tal vez fue porque mi cabeza trabajaba a mil revoluciones por segundo. Tal vez fue un poco de cada cosa, lo cierto es que no logré dormirme sino hasta luego de amanecer, y eso fue como a las seis de la mañana. Di quinientas vueltas en la cama, tomé agua y fui al baño varias veces, boca arriba, boca abajo, de costado, no hubo forma, no podía siquiera adormecerme, fueron horas eternas, las más eternas que yo recuerde. Al final pude dormir y descansar y logré dejar atrás el veinticuatro de Diciembre sin sufrir tanto como yo me temía. Dicho sea de paso, espero que Dios me ayude a que haya sido el primer y último día de Nochebuena que lo pase sólo. También quedaron atrás el veinticinco y el veintiséis de Diciembre, jornadas que transcurrieron sin pena ni gloria, que sólo representaron dos días más de internación en los cuales, mientras por un lado continuaba recuperándome físicamente, por otro debía esforzarme cada vez más para no enloquecerme y para soportar lo que para mí ya era demasiado tiempo fuera de casa. Ocurría que al sentirme mejor, más fuerte y con cierta energía, suponía que ya podrían darme el alta y, aunque nunca quise resultar impertinente a los médicos, ya les había preguntado un par de veces “¿para cuándo?” a lo que no me respondieron nada concreto seguramente para no apresurarse y para que yo no me ilusionara en vano. De todas formas mi alta era un hecho inminente, solo faltaba que llegara el momento oportuno. Eso yo lo sabía, era evidente, solo debía aguardar un poco más, o mejor dicho, aguantar un poco más. Mi estado de ánimo, en consecuencia, era horrendo. Aunque jamás perdí la calma y finalmente logré no desesperarme consumiendo gigantescas dosis de resignación y paciencia, sobretodo paciencia, mi humor no mejoraba sino que, por el contrario, empeoraba a cada minuto. Pobre mi esposa y pobres mis viejos, a quienes sin querer transmitía yo éstos tristes sentimientos. Ellos, tratando de apuntalarme espiritualmente, tuvieron para mi infinidad de gestos y palabras de aliento que, lamentablemente y sólo por mi culpa, no dieron los resultados buscados. Me supieron soportar esos días, me comprendieron y trataron de ayudarme disimulando lo mal que les hacía verme casi al borde de la desesperación. El sábado veintisiete también iba quedando atrás cuando a las 21.00 horas recibí la visita de mamá. Esa noche yo no sólo estaba de mal humor sino que ni siquiera tenía ganas de hablar. Se lo expliqué a mi viejita a quien también le pedí disculpas y ella, como no podía ser de otra manera, me entendió perfectamente y, tomándome de la mano sentada a mi izquierda, me dijo que no me preocupara, que me quedara tranquilo, que me durmiera si así lo prefería y que ella sólo permanecería a mi lado en silencio y haciéndome compañía. Así nos quedamos, en calma, si, pero sin hablar y tomados de la mano. Mamá se sonrió un par de veces a pesar de lo cual pude percibir en su rostro cierta mezcla de preocupación y tristeza. Me pongo en su lugar y realmente pienso que debe ser muy difícil de soportar el hecho de ver a un hijo sufrir, sea cual sea la circunstancia, y no poder hacer nada para aliviar ese sufrimiento, salvo consolarlo. Los ojos de una persona son el reflejo de su alma. Esa noche vi, a través de sus ojos, que a mi vieja le dolía el alma. Como fue por mi culpa, mami, te pido perdón y te juro, te prometo, que me estoy esforzando para que eso no vuelva a suceder y creo, ponete contenta, que lo estoy consiguiendo. La monótona escena que se vivía entre mamá y yo fue interrumpida por una llamada telefónica que me hizo Viviana. Ella también estaba preocupada por mí. Se encontraba en casa viendo la tele. Me saludó rápidamente y me dijo que pusiera el canal diez. Lo hice y luego de ver el programa que motivó la ocurrencia de mi querida esposa le agradecí, nos saludamos, sentí ganas de abrazarla y besarla... y cortamos. Estaban televisando un recital que tuvo lugar en el estadio Centenario en el cual actuaron Serrat, Ana Belén, y dos cantantes más cuyos nombres ahora no recuerdo. Joan Manuel estaba cantando ese tema que dice :”Este puede ser un gran día, plantéatelo así...” y la idea que tuvo Vivi fue de levantarme el ánimo a través de esa canción. La ocurrencia fue buena, lo reconozco, la intención también, la canción es hermosa y la letra bellísima, es como para tener en cuenta pero, por desgracia, el efecto que causó en mí fue exactamente el contrario al deseado. No sólo no me sentí mejor sino que extrañé aún más el no estar en casa por lo que apenas terminó de cantar Serrat apagué la tele. Viviana grabó el recital y luego, en nuestro hogar, en mi lugar, juntos, lo vimos y oímos y ahí sí lo pude disfrutar, pero esa noche no hubo caso. El veintisiete no fue un gran día, ni siquiera me planteé nada, sólo transcurrió. El veintiocho sí lo fue. Amaneció un domingo espectacular, a través de la pequeña ventana de mi sala pude ver esa mañana de cielo despejado, hermosa, llena de sol. Mis oídos no escuchaban ni el sonido del mar ni los chirridos de las gaviotas, mi piel no sentía ni la tibieza del aire ni la caricia del viento, mi olfato no percibía el salado aroma de la rambla. Hacía treinta y cinco días que estos tres sentidos míos permanecían en cautiverio. Unicamente con la vista pude disfrutar, sólo un poco, de esa hermosa jornada. Estuve un buen rato mirando por la ventana, pedaleando en la bicicleta fija, de espaldas al televisor, escuchando, sin verlo, un aburrido programa deportivo que, por ser el último del año, reseñaba cronológicamente los hechos más importantes de los últimos doce meses. Así maté el tiempo hasta cerca del mediodía momento en el cual llegó a la Unidad el Dr. Gabús quien, encontrándose de guardia, venia a pasar visita. Por aquellos días los pacientes internados en el sector éramos solamente dos, la Sra. Fagúndez y yo. Mi vecina hacía pocos días que había ingresado para un auto transplante y recién estaba en la etapa de la quimioterapia previa. Vernos y controlarnos no le insumiría mucho tiempo al médico. En efecto, en pocos minutos nos vio a los dos constatando que todo marchaba bien y que todo estaba bajo control. Lo más importante que saqué en limpio de mi charla con el doctor fue que si todo seguía así, sería posible que me dieran el alta “mañana o pasado”. Si por mí fuera me iba en ese mismo momento, ya me sentía en buenas condiciones como para estar en casa y los hemogramas, a su vez, arrojaban buenos resultados. Con toda seguridad mi alta se produciría muy pronto, pero como aún no tenía la confirmación del médico era como si faltara una eternidad. Es que las horas no pasaban y los minutos, justamente, eran eternos. Luego de transcurrido aproximadamente un cuarto de hora noté que el Dr. Gabús aún permanecía en la Unidad y que conversaba animadamente con la enfermera que en ese momento estaba de guardia, Mafalda. En un primer instante no presté atención pero más tarde me di cuenta de que no era habitual lo que estaba ocurriendo, mucho menos para ser un día domingo. Lo normal hubiera sido que, luego de vistos y controlados los pacientes, el médico se hubiera retirado. Podría ser posible que antes de irse diera alguna indicación a la nurse o al enfermero presentes, también pudiera ser que se produjera alguna charla informar, pero quedarse a hablar tanto rato, un domingo al mediodía, me parecía raro, era inusual. Como seguramente le ocurre a quienes se encuentran privados de su libertad, y en cierto grado yo lo estaba, conocía muy bien todos los movimientos, horarios, actividades y casi todas las tareas que ocurrían a mi alrededor y quiénes y cómo las desarrollaban. Por la sencilla razón de que no tenía nada qué hacer, cada vez que sucedía algo del otro lado de la puerta con vidrio transparente, mi atención era atraída hacia ello, observaba, veía, y así, aprendí el normal funcionamiento de la Unidad de Hematología. A pesar de no escuchar lo que hablaban Mafalda y el Dr. Gabús, noté que algo distinto estaba sucediendo. Se palpaba cierta distensión por lo que descarté que fuera algo malo. Me invadió la curiosidad y especulando, tratando de adivinar, seguí observándolos desde la cama, acostado, para disimular. Los minutos no dejaban de transcurrir, habrán sido quince, veinte o más. En un momento determinado vi que el doctor comenzó a acercarse a la puerta de mi sala. Lo hacía seguido muy de cerca por Mafalda y Juan, que también estaba en el sector. Los tres venían algo sonrientes, con cara de “buenas noticias”. Centré mi atención en el médico, quien caminaba delante y cuando me percaté que no traía puesta ropa estéril ni tapaboca, ahí mismo y como impulsado por un resorte, pegué un salto. Quedé sentado en el borde de la cama con el corazón latiendo fuerte, palpitando lo que evidentemente se venía. Todo indicaba lo mismo que yo estaba pensando. “Me traen buenas noticias, tal vez..., no, no puedo creerlo”. El detalle de la ropa lo confirmaba, no había dudas. Yo pensaba, hablaba conmigo mismo, me hacía preguntas y me las respondía, todo eso ocurría en mi mente a un ritmo vertiginoso y en los pocos segundos que transcurrieron hasta que el Dr. Gabús abrió la puerta. Yo era todo oídos, por supuesto que ha había apagado el televisor y para escuchar mejor hasta los ojos bien abiertos tenía. Es posible que a causa de la gran emoción y los nervios del momento no recuerde ahora las palabras textuales del médico, pero lo que me dijo fue, más o menos, lo siguiente: “Matturro, no se vaya a creer que esto es una broma por el día de los inocentes. Lo más posible era que le diéramos el alta mañana, pero según me dijo Mafalda hoy es el día de su aniversario de casado. Entonces, como regalo, lo vamos a dejar ir a pasar su aniversario con su familia a su casa. Eso sí, cuídese mucho, esté tranquilo, poca gente y mañana bien temprano viene por acá, le extraemos el catéter, volvemos a controlarlo y concretamos el alta”. Efectivamente ese veintiocho de Diciembre fue el día del decimotercer aniversario de casados de Viviana y mío. Mafalda lo sabía y se lo comentó al Dr. Gabús y ese fue el tema de la charla que yo noté desde mi sala. Se ve que la buena de Mafalda le dio “pua” al médico para que me diera el alta esa tarde y éste, humano por sobre todas las cosas, “se dejó convencer”. Aunque irme a casa era lo que yo más deseaba, lo que me informó el médico, en ese momento, era inesperado, me significó entonces una gratísima sorpresa, verdaderamente fue un regalo, el mejor que podían hacerme en esas circunstancias. Mi alegría fue enorme y mayor aún la emoción que se adueñó de mi alma y de mi espíritu al punto de que debí esforzarme para contener las lágrimas. El doctor me hizo alguna indicación mas, me saludó nuevamente por el aniversario y se despidió de mi, siempre sonriendo, siempre amable, siempre tranquilo, jamás apurado, actuando simplemente como es él, desde todo punto de vista, una bellísima persona. Mafalda también me felicitó y me dijo que me fuera preparando para irme, mientras tanto ella se iba a encargar de darme los medicamentos que debería tomar de noche y de mañana. Esta muy buena mujer, madre, abuela, luchadora laburante, también de altos valores humanos, se alegró mucho por mi alta y en cierta forma, al igual que Juan, que andaba “en la vuelta”, compartieron mi felicidad de aquellos momentos confirmando así, una vez más, que todo el personal de Hematología, todo, son mucho más que funcionarios de la salud, son, antes que nada, personas de bien, seres humanos solidarios, que cuando se ponen la túnica no se despojan de sus sentimientos y que son capaces, en todo momento, de sufrir o gozar la pena o la dicha del paciente que tienen a su lado. Deseo y espero que Dios los siga guiando por ese camino, que les de la energía necesaria para que puedan continuar desarrollando su trabajo, su obra, de la misma forma. Tuve la suerte de estar en sus manos, de ser el destinatario y el beneficiario de su esfuerzo, de ser el objeto de su labor y de verlos luchar, codo a codo conmigo, contra un duro adversario. Fue reconfortante sentirse tan bien cuidado y atendido. Eso fue un motivo más para reforzar mi esperanza y mis ganas de vivir. Me encuentro a punto de volver a casa, dado de alta luego del transplante. Han quedado atrás treinta y cinco días durante los cuales fue necesario ser fuerte, paciente, valiente. Fue necesario también recordar y tener presentes a todos los seres queridos que me aguardaban y que esperaban mi retorno, mis amores, razón de mi entrega diaria. Fue imprescindible tener esperanza y Fe, y convencernos de que era posible lograr lo que me propusiera. Fue importantísimo no sentirme solo, fue fundamental todo lo que recibí, todo lo que me dieron, todo lo que me soportaron y todo lo que me comprendieron. Dios quiso que este hombre común, que vivía tranquilo y feliz, que un día tuvo la desgracia de enfermarse, pobre muchacho, lograra recuperarse. Dios quiso que en ciento setenta y nueve días, los transcurridos desde el dos de Julio, consiguiera no sólo recuperarme sino también haber recibido el tan anhelado transplante que me posibilitara reiniciar mi vida en forma normal. Dios quiso que, desde la primer quimioterapia hasta el último hemograma, mi cuerpo resistiera y mi organismo evolucionara siempre positivamente. Dios quiso que me curara y para eso puso a mi alrededor a todas las personas que me ayudaron, esforzándose, para que eso fuera posible. Dios quiso. Dios quiere. Hoy, veintiocho de Diciembre, volvería a casa. Cierto es que tendría por delante un largo tiempo de recuperación donde debería cuidarme mucho, someterme a innumerables controles e ingerir gran cantidad de medicamentos. A pesar de ello, dejar el hospital “llevándome puesta” la médula de mi hermano, exitosamente transplantada, significaba un gran logro, representaba haber alcanzado la victoria en la lucha contra la enfermedad, nada menos. Llegaba a su fin un difícil período que tuvimos que afrontar y superar no sólo yo sino mi familia, mi gente, todos los que sufrieron conmigo. Obteníamos finalmente nuestra recompensa que llegaba a cambio de tanto sufrimiento, esfuerzo y sacrificio. Fue una experiencia inolvidable, al comienzo durísima, cruel, difícil de asimilar, luego fue grato comprobar que podía superarla, nos dio a todos mucho trabajo y nos demandó gran esfuerzo y entereza. Al final y gracias al éxito alcanzado, nos hizo ver cuán importante fue no bajar los brazos, no entregarse ni darse por vencido. Esta prueba a la que la vida nos enfrentó, termina enriqueciéndonos, dejándonos muchas enseñanzas, realzando nuestros valores humanos. Nos hace comprobar que no debemos desesperarnos ante la adversidad por más insuperable que parezca. Lo único que no tiene remedio es la muerte, solo eso es definitivo, lo demás, todo lo demás, es transitorio, posible y está ahí, al alcance de nuestras manos. Solo debemos escoger el camino correcto para llegar a nuestro objetivo y además, para superar más fácilmente las dificultades, siempre contaremos con la solidaridad de nuestros semejantes. Esto es así a pesar de que a veces las apariencias indiquen lo contrario. Nadie en este mundo está solo y cuando nos afecte una enfermedad o cualquier otra circunstancia indeseada podremos comprobar que a nuestro alrededor se formará un círculo de seres humanos que, solidarios y desinteresados, nos ofrecerán su ayuda, con amor, con alegría, sin duda ellos estarán ahí. VOLVER. A través del auricular del teléfono pude también ser partícipe del gran alboroto que causó a mis hijos y a mi esposa la noticia de mi alta. No recuerdo quién atendió mi llamada, eso no importa mucho. Sí recuerdo que rápidamente dije que me daban de alta y que ya mismo podían pasar a buscarme. Quien hablaba conmigo repitió mis palabras en voz alta y el griterío que se oyó fue estruendoso y a la vez gratificante. Evidentemente para mi familia también era una muy buena noticia saber que en poco rato volvería a casa y su reacción, espontánea, estuvo de acuerdo con la importancia del gran acontecimiento. Cuando nos tranquilizamos un poco le pedí a Vivi, por favor, que tardara lo menos posible, que ya estaba pronto. En realidad hacía días que ya estaba pronto para irme. Ella me dijo que se organizaba y salía para el hospital. Me quedé esperando, alegre, feliz, tranquilamente esperando. Más tarde recibí otra muy agradable sorpresa; me avisaron que ya habían llegado, me asomé y lo que vi hizo que se multiplicara mi alegría. Ahí estaban Viviana, Diego, Noelia y Micaela, todos venían por mi, con esas caritas únicas, con esos ojazos que me esperaban, con esas sonrisas que me decían “vamos papá”. Para que estrenara, nada menos que saliendo del hospital y para llegar a casa, me trajeron un bucito que Papá Noel había dejado de regalo para mí, me lo puse sin perder tiempo y abandoné, por fin, la sala de la Unidad. Al hacerlo dejaba atrás muchas cosas, las ya compartidas con anterioridad y entre ellas, treinta y cinco días de soledad, espantosa soledad en la que jamás esperaba verme envuelto en el futuro. Me iba contento, consciente de todo lo que había logrado, de todo lo que había recibido, con un profundo sentimiento de gratitud y con un gran optimismo. Afuera me aguardaban, al lado de mi esposa y de mis tres hijos, la vida y el futuro a los que podía volver, enriquecida mi alma, reforzado mi espíritu, invadido por una sensación de paz y esperanza que en cierto momento temí que me abandonara. Al caminar hacia adelante, al andar, no sólo estaría reiniciando mi camino, al hacerlo volvería a ser hombre, esposo, hijo, hermano, padre, amigo, y tenía algo claro, decidido, trataría de serlo pero mejor que antes, aprendiendo de los errores del pasado, intentando no volver a cometerlos, valiéndome para ello de la experiencia recogida y del tiempo que tuve para pensar y reflexionar. Allá iba, a entreverarme nuevamente en la vida, dispuesto a ser un poco mejor cada día, con incertidumbre respecto a si podría conseguirlo, pero con toda mi energía para lograrlo. Salvo el gato Garfield, no conozco a nadie que sea perfecto; por ello, en consecuencia, todos tenemos algo que mejorar, sea cual sea nuestra edad, nuestro estado, nuestra capacidad, nuestra situación y la etapa de nuestras vidas por la que nos encontremos transitando. Todos somos perfectibles, siempre lo seremos. Durante los extensos días de aislamiento me sobró el tiempo para reconocer que había cosas por mejorar, por corregir. Cosas simples, cotidianas como por ejemplo las actitudes hacia los demás y hacia uno mismo, lo que hace a la vida diaria, a la convivencia y al buen relacionamiento con nuestros seres más cercanos. Comprendí que debía darme cuenta del real valor que tienen las cosas para no dramatizar y no darle tanta trascendencia a lo que no se lo merece. En el futuro mi propósito será disfrutar más y mejor de todo lo que tengo a mi alcance, enojarme menos, reírme más, no complicarme la vida ni complicársela a los míos, haciéndome problemas por cosas que realmente no valen la pena. Trataré de superarme, de mejorar mi calidad de vida y de contribuir con ello a que mi esposa e hijos también se beneficien. Es como una promesa que me hice a mi mismo, un compromiso, un desafío en el que, si alcanzo el éxito, tendré mi recompensa, todos la tendremos. Si me lo permiten los invito a seguirme. Antes de abandonar definitivamente la Unidad y, al igual que otros pacientes, compañeros, lo hicieron conmigo, me detuve un instante frente al vidrio transparente de mi vecina de sala, la Sra. Fagúndez. Le hice algunos gestos de aliento con la mano, al mismo tiempo de pensar “vamo arriba Doña” y también con la mano la saludé. Ella me devolvió el saludo con una sonrisa solidaria. Yo también le sonreí y le deseé, pensando en ello, que todo le fuera bien y que los días le transcurrieran pronto. Cumplido este ineludible ritual, ya podía irme; mi tiempo en el interior del hospital había llegado, felizmente, a su fin. Avancé hasta mis cuatro amores con quienes me confundí en un gran abrazo, llenos de afectos y ternura, poniéndome al día con las caricias y besos pendientes. Ante la comprensiva mirada del personal de la Unidad nos arracimamos desordenadamente disfrutando así del tan ansiado reencuentro. Cuando nuestros diez brazos se aflojaron un poco y disiparon la efusividad reinante, me dirigí hacia Mafalda de quien me despedí con un beso manifestándole mi mas sincero agradecimiento. No recuerdo sus palabras, seguramente me pidió que me cuidara y me deseó buena suerte, pero si recuerdo la expresión de su rostro, con su mirada y su sonrisa me dijo, aquel domingo, muchas más cosas que al hablar. La noté alegre por mi alta, como satisfecha por lo logrado, me observaba hasta con un aire maternal, con cariño, fue la impresión que me quedó y que jamás olvidaré. También estaba en la Unidad Isabel, quien al enterarse que me iba se arrimó a saludarme. De ella y de Juan no me despedí porque me dijeron, locos lindos, que me acompañarían hasta la vereda del hospital. Entonces, finalmente, salí. Lo hice caminando, mirando hacia adelante, respirando profundamente, con el pensamiento imaginando y palpitando el futuro, gozando a cada paso de la libertad que de a poco iba recobrando, con el alma en paz y con una gran felicidad. Además, para acrecentar más mi inmensa alegría, caminaba abrazado de mi esposa y con mis hijos alrededor, como a mí me gusta... y todo, todos, bajo la mirada de Dios. Al llegar a la puerta de 25 de Mayo me envolvió el templado aire de aquellas primeras horas de la tarde. Como extrañaba el contacto directo con el calorcito del verano, lo disfruté algunos segundos inhalando hondo, bien hondo. Afuera nos esperaba nuestro buen vecino Horacio, que al saber de mi alta suspendió su almuerzo y le dijo a Vivi que él los llevaba. Subimos todos al auto y pusimos rumbo a casa, sólo me separaban de mi hogar nada más que veinte o veinticinco minutos de viaje. Durante el trayecto iba regocijándome por todo lo que había y sucedía a mi alrededor, la gente, los autos, el aire, las voces y la presencia de mis tres chiquilines. El dejar atrás cada calle significaba acrecentar mis ansias por volver a estar en casa hasta que, finalmente, llegamos. Sin perder tiempo, caminé tranquilamente, arribé a la puerta de mi hogar, la miré, la abrí y entré. Di pequeños pasos y a cada uno de ellos tocaba lo que tenía al alcance de mis manos, jamás anteriormente había acariciado muebles y paredes, en ese momento lo estaba haciendo, me sentí bienvenido, se terminaba la ansiedad y la nostalgia, llegaba a su fin la soledad, ya estaba de vuelta en casa, en mi hogar, en mi lugar. Estaba viviendo un momento inmensamente feliz, los ojos no me daban para ver y reconocer los objetos y los rincones tan queridos y añorados, los ojos no me daban. Menos me dieron cuando, una vez más, me puse a llorar. Una de las primeras cosas que hice luego de llegar fue llamar por teléfono a mi hermano Carlos a Turín. Sentí la necesidad de compartir con él mi alegría y que fuera uno de los primeros en enterarse de mi alta. A diferencia de lo que sucedía en el hospital, las horas en casa parecían transcurrir más rápidamente. Almorzamos los cinco juntos, estuvimos en el fondo gozando de la fresca sombra, descansando, llegaron a saludarnos mis suegros, mis viejos, mi hermano Alejandro y su novia Roberta, quienes hacía pocos días habían llegado de Italia para pasar cerca de un mes con nosotros. También fue muy emocionante el reencuentro con todos ellos. Cuando llegó la noche, agotado, cansadísimo, me fui a acostar. Luego de treinta y cinco días volvía a hacerlo en mi cama, al lado de mi esposa a la que extrañe muchísimo, demasiado. Esa noche, precisamente la de nuestro aniversario, no me encontraba en condiciones más que para dormir, de todas formas disfruté mucho descansar abrazado a Viviana, de su mano, juntos otra vez bajo nuestro techo. Respecto a lo otro, a “aquello”, no se preocupen, comenzamos a ponernos al día lo más pronto que pudimos. El día siguiente, veintinueve de Diciembre, fue una jornada bastante agitada; desde las siete horas hasta las catorce, aproximadamente, estuve controlándome en el hospital, me extrajeron el catéter del pecho y recibí más indicaciones respecto a mis próximos días en casa, me entregaron los medicamentos y me fijaron una nueva fecha de control. Volvimos a casa algo cansados y cuando precisamente nos disponíamos a descansar un poco Noelia tuvo la mala suerte de apretarse un dedito de la mano con una puerta. Buen susto nos llevamos todos, pero por fortuna, sólo fue un susto. Ahora que ya estaba de vuelta en casa, superada la etapa del transplante, y a pesar de que los meses venideros no serían fáciles pues en su transcurso debería no sólo consolidar mi recuperación sino que además sería necesario extremar los cuidados y vencer –si se presentabaalguna complicación, tenía por delante un panorama más claro, más definido, más alentador. Sin dudas había sido muy afortunado y así me siento, lo digo, lo reconozco y lo agradezco. Independientemente de la buena suerte que me acompañó, en ningún momento estuve solo, y eso también fue muy importante. Pese a que me sentí solo muchas veces tuve a mi lado a mi esposa, a mi familia, a una gran cantidad de amigos y a Dios. Conté con el gran esfuerzo de los integrantes de la Unidad de Hematología y conté conmigo mismo. Con el aporte de todos y cada uno de nosotros había alcanzado, en gran medida, la tan anhelada victoria en la lucha por la vida. Ahora sólo faltaba recuperarme. En tan sólo seis meses había pasado por muchas cosas nuevas. De encontrarme ante un mundo de tinieblas, dudas y miedos, evolucioné hasta llegar a un paraíso con ángeles de carne y hueso, lleno de vida, luz y esperanza. Para marcar el inicio de esta nueva etapa de mi vida, o mejor dicho, para marcar el reinicio de mi vida, enriquecida, nos encontramos ante las puertas de un nuevo año. Como no podía ser de otra manera y para celebrar el fin de l997 y recibir el ’98 nos reunimos todos en casa el treinta y uno de Diciembre. Fue una velada tranquila donde estuvieron presentes mis seres queridos más cercanos y donde la alegría reinó sobre todas las cosas. Las nenas pusieron música y se armó baile en el cual participé y todo, a pesar de que mis fuerzas, escasas aún, no me permitieron hacerlo por mucho rato. Llegadas las doce fue momento de abrazar y besar a todos y lo hice con una profunda emoción, transmitiendo mis más sinceros deseos de paz y felicidad y dando mi amor, todo mi amor. Este saludo de fin de año fue muy especial para mí y sin duda, como decía antes, marca el recomienzo de un camino de esfuerzo y felicidad. De más está decir que esa noche y esos abrazos serán inolvidables. Aquí llego al final de mi historia, con ella he pretendido contribuir, como dije al comienzo, compartiendo una experiencia de la cual nadie puede considerarse a salvo. Espero, de todo corazón, que resulte útil y provechosa a mis semejantes y por último sepan que todo lo que han leído fue escrito con humildad, sencillez, sinceridad y amor, mucho amor. GRACIAS. Al iniciar el relato de mi experiencia manifestaba que lo hacía impulsado por dos propósitos de similar importancia y de gran valor para mi. Uno de ellos es expresar mi más profundo y sincero agradecimiento; el otro, efectuar un humilde aporte a mi prójimo compartiendo con todos lo que me tocó afrontar. Respecto a esto debo reconocer que escribir mi historia a resultado una gratísima tarea, lo hice con cariño, con afecto, con ganas, me expresé con sencillez, con respeto, pensando en quienes posiblemente leerán este trabajo y deseando ser bien recibido por todos. Rememorar los hechos traídos a éstas páginas significó para mi revivir alegrías, tristezas, angustias, esperanzas, buenos y malos momentos, en suma, volver a vivir, con emoción, más de treinta y siete años y en especial, con más intensidad, los últimos doce meses. Será para mi una gran satisfacción que mi experiencia pueda representar para mis semejantes un humilde ejemplo, un pequeño aporte por lo menos, y que de él se pueda extraer lo positivo, lo bueno, lo que pueda resultar útil y beneficioso. En cuanto a compartir mi historia puedo darme por satisfecho con lo ya realizado aunándolo al compromiso que ante Dios he contraído y me he fijado como objetivo y que es actuar, de aquí en adelante y hasta que el último aliento me lo permita, en forma solidaria, mucho más que antes, hacia los seres humanos que se crucen en mi camino y que necesiten de mi aunque más no sea para escuchar sus problemas, sus angustias o sus penas. En cuanto a mi deseo de hacer llegar mi agradecimiento, me temo que la tarea será mucho más difícil. Es que he recibido tanto, pero tanto, que todo lo que haga me resultará escaso para expresar cuánto lo valoro, qué útil me fue, cómo contribuyó a mi favor y cuán grande es ahora el sentimiento de gratitud que me invade. Por ello reitero, todo lo que haga o diga nunca alcanzará para agradecer, nunca será suficiente por más que repita, una y mil veces, esa bella palabra pronunciada en muchísimas ocasiones, sentida en muy pocas de ellas, “Gracias”. Para hacer realidad entonces esta intención, a continuación agradecerá “personalmente” a todos quienes, de una y otra forma, se acercaron a mi, solidarios, a ayudar. Lo que sigue podrá no resultar ameno, podrá ser motivo de aburrimiento, pero asumo el riesgo sólo para cumplir con todos ustedes, destacando su actuación amistosa y desinteresada y para cumplir conmigo mismo, reconociéndolo “públicamente”. Mi gratitud va dirigida hacia todos ustedes por igual, de más está decirlo, y el orden en el cual serán mencionados no significa nada, es casual. Cierro los ojos y los veo a todos a la vez, rodeándome, formando un círculo a mi alrededor, haciendo fuerza en conjunto para colaborar conmigo, aportando ayuda, aliento, valor y energía para sobrevivir, para luchar y para vencer. Gracias compañeros y amigos del Juzgado donde trabajo y gracias también a los amigos del segundo piso de la calle Misiones. Ustedes, ante mi problema, se organizaron para hacerme llegar su colaboración y solidaridad, su estímulo y apoyo, mostrándose siempre dispuestos a ayudar y ofreciéndose permanentemente, interesándose en todo momento en mi evolución y acompañando a mi esposa en la puerta de la Unidad. Incluyo aquí a la gran cantidad de ex compañeros que también dijeron presente, personal y telefónicamente. Nombrarlos a todos sería muy extenso y me temo omitir involuntariamente a alguno, no deseo eso. Sepan, a cambio de no leer sus nombres, que en este momento estoy pensando en cada uno de ustedes y que por saberme parte de este bello grupo humano que formamos, me siento, además de agradecido, orgulloso y afortunado. Gracias muchachos. Al igual que en caso anterior, extiendo mi gratitud hacia los compañeros de mi otro trabajo, el Estudio, y aquí sí me veo en la obligación de destacar a una de ellas, la Sra. María Inés García, quien en una oportunidad me dijo, a través del teléfono, que yo me encontraba presente en sus plegarias. Gracias querida Inés, fue emocionante escuchar tus palabras y tu gesto fue, sencillamente, inolvidable. Al hablar de quienes rezaron por mí, agradezco también a Yolanda, tía de Vivi; y a Gloria y Ruben, padrinos de Vivi, ellos me hicieron saber que cada día, llegado el momento de charlar con Dios, pedían por mí, por mi recuperación y por mi salud. Se asimismo que hubo otras personas que oraron por mí, desconocidos que, sabiendo de mi mal, rogaron a Dios en mi favor, y lo hicieron solo por ayudar a un semejante en desgracia. A todos les digo gracias, gracias por su acto de amor. Agradezco a mis compañeros de la Asociación de Funcionarios Judiciales del Uruguay quienes no solo me hicieron llegar su aporte solidario sino que también se abocaron a la difícil tarea de conseguir los donantes de sangre que fueron tan necesarios. Al decir “donantes” me vienen a la memoria los nombres de quienes contribuyeron a mi recuperación aportando, cuantas veces se les requirió, sus plaquetas, tan imprescindibles para mí en los períodos posteriores a las quimioterapias; Ana, Sergio, Jorge, Willy, una joven señora que ni llegué a conocer, muchas gracias, a ustedes y a un montón de personas más que se presentaron a Hemoterapia y que por algún motivo, ajeno a su voluntad, fueron rechazados. Hago llegar mi agradecimiento también a los integrantes de la Comunidad número ciento veintidós de Encuentro Matrimonial quienes nos tendieron sus manos y siguieron de cerca mi evolución. De la misma manera le digo gracias a todo el hermoso grupo humano que forma el Club Nuevo Amanecer de Baby Fútbol, ellos, con sacrificio, también nos brindaron su colaboración y luego permanecieron siempre pendientes de mi mejoría. Extiendo mi gratitud y alcanzo con ella a mis vecinos de la Cooperativa de Viviendas CO.VI.NE. 8. Barrio de gente luchadora, trabajadora, cincuenta familias entre las cuales con honor, satisfacción y orgullo, se encuentra la mía. Ante el problema por el cual atravesaba una de ellas, las cuarenta y nueve restantes hicieron de la solidaridad una obligación, nos ayudaron de infinidad de formas distintas y, por sobre todas las cosas, jamás nos hicieron sentir solos. Gracias también a mis amigos Walter, Manolo, Landy, Tamara, Lila, Adriana; gracias a mis primos Antonieta, Teresita, Daniel Radío, Eva y Andres; gracias Griselda, mi concuñada, gracias Graciela, Olga, Marita y José, y gracias a mis vecinos de puerta Manuel y Ana. Todos estuvieron ahí, codo a codo, hicieron fuerza junto a mí. Te agradezco Padre Ruggiero, “Cholo”, por haberte hecho presente a mi lado en el peor momento y por pedirle a Dios mi salvación, por haberme hecho rezar junto a ti y por ungirme y darme tu bendición. Rafael Costa y Luis Silvera, gracias muchachos por la invalorable colaboración que nos brindaron y por no escatimar esfuerzos para que se nos facilitaran las cosas. Muchas gracias Dra. Mirtha Ameigenda. quien se vio mi cruel realidad y, evitándome un disgusto, puso sobre aviso a mi esposa para que, cuanto antes, me procurara ayuda profesional. Valoramos y apreciamos mucho su dedicación por nosotros. Mi agradecimiento llega también a mis tíos Pina y Nego quienes, además de todo el apoyo personal que me dieron, abrieron la puerta de su hogar y de su corazón para recibir y alhojar a mi familia venida de Italia, sin importar todo el tiempo que permanecieron aquí, nada mas ni nada menos que ocho meses. Le agradezco muy sinceramente a mis suegros y a nuestros primos, la familia Juillie; pero en particular a Sonia y a Silvia quienes, acudiendo al llamado de la sangre, no se apartaron ni un solo instante de nosotros, especialmente de Viviana, encargándose del cuidado de nuestros hijos y de nuestro hogar mientras mi esposa permanecía a mi lado tantas y tantas horas. Saber que en casa todo estaba bien y en orden, mantenernos tranquilos porque nuestros hijos estaban bien atendidos y cuidados, fue importantísimo y constituyó un gran motivo, reitero, de tranquilidad. A la familia Wetherall, que estuvo siempre a nuestro lado y que tuvo un gesto que habla por sí solo de sus altos valores humanos. Tenían todo pronto para irse de vacaciones la segunda semana de Julio de 1997, ante mi enfermedad simplemente no se fueron, se quedaron a ayudar, se sacrificaron por nosotros, su forma de actuar fue todo un culto a la solidaridad. Gracias amigos. Sergio Miguez, que eras mi primo y que te convertiste en mi nuevo hermano, a vos también te agradezco mucho todo lo que hiciste y todo lo que nos ayudaste. Al personal del Servicio de Hematología del Hospital Maciel, a todos sus integrantes por igual y a quienes ya me he referido con anterioridad. Sería redundante volver a decir ahora todo lo que se esforzaron por mí. Solo diré que ellos son quienes me salvaron la vida, nada menos. Les hago llegar, en mi nombre y en el de mi familia, nuestro reconocimiento y gratitud por su abnegada labor. También agradezco en forma muy especial a mis queridos amigos Daniel Vignali y Daniel Lamela, y a sus familias. Ustedes muchachos realmente me ayudaron y lo hicieron de manera generosa y fraterna. Fueron los primeros en ir a verme cuando yo me debatía entre la vida y la muerte y me hicieron saber de todo su apoyo, de toda la ayuda que estaban dispuestos a dar, no sólo a mi sino a mi esposa e hijos. Comprendí muy bien tus palabras Lamela cuando, sin mencionarlo, me dijiste, con claridad y sutileza, que nada les faltaría si tenía la desgracia de morirme. Me demostraste tu grandeza al mismo tiempo de transmitirme tranquilidad. Y vos también Coco, no faltaste nunca, vos y yo sabemos a lo que me refiero. Tal vez sepan o se imaginen qué importante es para alguien necesitado, caído en desgracia, no sentirse solo. Ustedes significaron, en una gran proporción, la compañía que nos fue tan necesaria. Mi gratitud se extiende, acompañada de un profundo amor, a toda mi familia de Italia. Hermanos, sobrinos, cuñados, viejo, mamita. Les agradezco todo lo que hicieron, todo lo que me apoyaron y acompañaron, sus idas y venidas, su sacrificio, su sufrimiento, sus Oraciones. Fueron fundamentales y sin ustedes todo hubiera resultado mucho más difícil. Gracias también a mi primo Enzo, quien de paso por Montevideo me llamó para alentarme y desearme suerte y gracias además a mi tía Teresa, quien desde Italia me envió una breve pero hermosa carta haciéndome llegar sus sinceras y sentidas palabras cargadas de buenos augurios. Me siento en la obligación de agradecer, una vez más y en forma destacada, a mi hermano Carlitos. Y lo hago no tanto por lo que hizo, que fue mucho, sino por cómo lo hizo. El fue quien proporcionó, generoso, el elemento fundamental e imprescindible para mi curación, para mi salvación. Sólo eso lo hace merecedor y destinatario de mi eterna gratitud. Pero hay más, mucho más. La forma en que actuó provoca que mis sentimientos hacia él se agiganten. Se comportó de manera responsable, fue práctico, buscó la forma de ayudar y lo hizo rápidamente, se dio cuenta que no había que perder tiempo lamentándose y salió corriendo a averiguar cómo podía colaborar y cuando supo que él era el donante se dedicó por entero a dar todos los pasos previos a su viaje para el transplante. Se sometió a todos los análisis que le fueron indicados, reunió todos los documentos necesarios, lo hizo con celeridad y se vino, suspendió por unos días su vida en busca de salvar la mía, se jugó por mí, fue valiente, se entregó por entero, puso los huevos sobre la mesa y dijo “acá estoy, agarren lo que precisen para salvar a mi hermano”. Carlos, pendejo guapo, sos todo un hombre y como tal actuaste. Gracias hermano. Hay tres seres que a lo largo de esta historia jugaron un papel fundamental, absolutamente fundamental, y a los que también debo agradecer. Son tres angelitos, son tres niños, son quienes han hecho nacer y crecer en mi el más tierno, puro, profundo y hermoso amor que un ser humano pueda sentir para entregar a otro. Son mis hijos, Diego, Noelia y Micaela. Son por quienes daría todo lo que tengo, hasta la vida misma. Son la luz que ilumina mi camino, son quienes proporcionan la fuerza que se necesita día a día, son de quienes emana la alegría de vivir, son el motivo de mi felicidad, son el amor de dos esposos hecho carne y proyectado hacia la vida. Se que no soy su dueño, que no son mi propiedad, pero los considero mi más preciado tesoro. Son todo para mi. Hijitos queridos, les hablo con el corazón en la mano y con palabras que salen de mi alma, durante los meses tan difíciles que me tocó vivir ustedes tres fueron los que me dieron la energía que me hizo mantener vivo y luchando, solo pensar en que estaban en casa, esperándome, alcanzaba para sostenerme en pie, recordar sus caritas me fortaleció, las palabras no alcanzan para expresar todo lo que significan para mí, sepan que los amo, sepan que les deseo toda la felicidad del mundo, sepan que su existencia fue lo que salvó mi vida, sepan que siempre podrán contar conmigo, benditos sean. Gracias a todos y por sobre todas las cosas, gracias a Dios. CARTA DE AMOR Viviana: Fue a propósito que te dejé para el final y lo hice porque considero que decirte gracias no es suficiente, no basta para expresar todo lo que siento y me temo que no pueda encontrar y escribir las palabras que realmente pongan de manifiesto la inmensa cantidad de bellos sentimientos que colman mi corazón y mi espíritu. Pido a Dios que me ayude a alcanzar con mis frases lo más profundo de tu alma, y que las recibas con amor, con el mismo amor que yo siento y te dedico, que late en mi interior al hablarte. No sólo quiero agradecerte todo lo que hiciste sino que tengo la necesidad de rendirte un homenaje, un simple y sentido homenaje a través del cual pueda reconocer, ante ti, ante Dios y ante el mundo entero, cuán valioso ha resultado tu sacrificio, qué importantes fueron tu entrega y tu lucha, qué inmenso fue todo el amor que me diste, cuánto significó verte llegar todos los días y que lo hicieras siempre con esa bella y gratificante sonrisa, cómo lograste disimular tu tristeza y de qué forma contribuiste a salvar mi vida. Todo lo que yo pueda decirte, hacer o darte, será poco, escaso; siempre me consideraré en deuda contigo y jamás dejaré de tener presente que cumpliste al pie de la letra, fielmente, con el Si que pronunciaste junto a mi ante Dios y ante los hombres. Demostraste ser, con tu abnegación y esfuerzo, una gran mujer, un gran ser humano, una gran compañera. Sos, además, mi tierna y dulce novia de veinte años, jamás dejarás de serlo, sos mi amante esposa, sos la mejor madre para nuestros hijos, sos, reitero, una gran compañera. Por todo ello, por estar a tu lado, por sentirte y saberte mía, me considero el hombre más afortunado de la tierra, el más feliz. Junto a ti, con nuestros tres hijos alrededor, no necesito más nada. Te amo, siento que te amo, cada día un poco más, con sinceridad, con ternura, con pasión, hasta la eternidad te amo. En honor a ese amor puro y hermoso, para renovarlo y enriquecerlo día a día, quiero seguir recorriendo nuestro camino, y quiero seguir haciéndolo a tu lado, de tu mano, como hasta ahora, como siempre. Te ofrezco y te entrego mi vida, pretendo ser y darte todo lo que necesites, espero hacerte feliz, dedico mi esfuerzo para ello, quiero que sientas que estaré ahí, en todo momento junto a ti, para continuar gozando o sufriendo lo que el destino nos tenga reservado. Te invito a ser siempre dos, te invito a continuar transitando la hermosa vida que Dios nos regaló, te invito a no dejar de ser una feliz pareja. Se que me estás respondiendo que si, se que cuento contigo, te repito que te amo, estoy vivo gracias a ti, por ti y para ti, por eso puedo acariciarte, abrazarte, quererte y besarte como lo estoy haciendo ahora. Juanjo.