Trajano: un pagano en el paraíso

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Trajano: un pagano en el Paraíso
Alicia Mª Canto
Universidad Autónoma de Madrid
Pasada la polémica por los capítulos emitidos en la primera fase de “Memoria de
España”, nos llega un documental histórico que sí está suscitando un consenso amplio entre
expertos y aficionados sobre su enfoque y calidad: “Trajano, emperador de Roma”, patrocinado
por la sevillana Fundación Itálica de Estudios Clásicos, producido por Euro Programmes con el
apoyo económico de TVE y Canal Sur, y dirigido por Paco Polonio, buen profesional y experto
en estas lides. Gustan el sobrio y objetivo guión de José Piñero (muy bien narrado) y la
exquisita música de fondo; gustan las mezclas de imágenes antiguas y modernas, sus pocas
“dramatizaciones”, las visitas a los escenarios reales o a sus ruinas, y las variadas pero concisas
intervenciones de expertos de varios países, todo lo cual transmite impresión de rigor y
seriedad. El tercer capítulo, que se emitirá el próximo miércoles 2 de junio, cerrará la serie y nos
dejará cierta sensación de haber querido más, porque el personaje lo merece, especialmente en
su país natal. Ya pudimos comprobar que para los modernos rumanos es todo un héroe
civilizador y cómo, a pesar de que les arrebató sus soberbias minas de oro (objetivo último de
las guerras dácicas), ellos le dispensan mucho más recuerdo y estima que nosotros, aun siendo
el primer hispano que desempeñó un papel relevante en la Historia Universal.
El futuro emperador Marco Ulpio Trajano nació en Itálica, cerca de Sevilla, el 18 de
septiembre del año 53 d.C. Contra lo que siempre se ha dicho, su familia no sería de remoto
origen italiano, sino verdaderamente autóctona, de la Turdetania, región que coincidía en parte
con lo que después sería la Bética romana. Su posible tercer abuelo, Marcus Trahius, un
turdetano romanizado, había sido praetor (equivalente a alcalde) de la prestigiosa colonia latina
de Itálica ya entre 100 y 70 a.C.
En octubre de 97 d.C., la elección por el viejo Nerva del general Trajano como hijo
adoptivo, y con ello futuro césar, causó gran sorpresa en Roma. Pero no por el tópico de que
fuera el primer emperador nacido fuera de Italia (63 años atrás, ya el célebre Claudio había
nacido en la francesa Lyon), sino porque iba a ser el primero de extracción rigurosamente
provincial y no italiana (“de otra etnia”, afirma Dión Casio), y porque traía nuevos valores y
virtudes, según reconocía explícitamente en el siglo IV el historiador romano Aurelio Víctor:
“Roma prosperó sobre todo gracias a los méritos de los emperadores extranjeros y a las
cualidades importadas... ellos fueron bastante mejores”.
Trajano, en efecto, llega al poder aupado por un importante clan de senadores hispanos,
liderados por el riquísimo y seguramente italicense Licinio Sura (protector también del joven
Adriano, y donante del tarraconense arco de Bará). Con el Ulpio comenzó una nueva y
verdadera dinastía, que abarca todo el siglo II d.C., una centuria que el prestigioso historiador
Edward Gibbon, a fines del XVIII, calificó como “la mejor en la Historia del Mundo”. En la
realidad se sucedieron en ese siglo seis emperadores de orígenes y familias béticas, todos
dependientes entre sí y entroncados con Trajano y con su sobrino-nieto y heredero, el citado e
igualmente italicense Publio Aelio Adriano. A simple vista, la definición históricamente más
justa sería la de “dinastía ulpio-aelia” o “los ulpio-aelios”. Sin embargo, tan masiva presencia y
buen hacer hispanos debían de ser difíciles de digerir para los historiadores europeos de los
siglos XVIII y XIX, a causa de los odios que por entonces suscitaba España como potencia
rival; así que desde Gibbon se han venido empeñando (y lo siguen haciendo mayoritariamente,
aunque ahora sea de una forma mecánica) en llamarla “dinastía antonina” y “los Antoninos”.
La aceptación del hecho real –que requiere admitir que la vieja Hispania devolvió su
conocida “Romanización” con una subsiguiente “Hispanización de Roma”– permitirá reconocer
como idiosincrasias no comprobadas en los reinados anteriores algunas cualidades ya presentes
en Trajano, como un cierto sentimiento humanista al reinar (bien reflejado en sus llamadas
“instituciones alimentarias”), o el espíritu estoico, típicamente senequiano, del que sería el más
destacado representante Marco Aurelio, “el emperador filósofo”, bisnieto, nieto e hijo de los
Annios de Espejo (Córdoba). Dejaremos aparte algunas faltas, leves en su época, como el gusto
de Trajano por los jovencitos o su inclinación a la vinolentia, ambas típicas del mundo militar
en el que se desenvolvió casi siempre, pero reconocidas y controladas por el propio emperador.
El documental que glosé al principio ya nos está poniendo al día de las realizaciones de Trajano,
de modo que no insistiré en ello. Pero sí quería recordar ahora un rasgo de nuestro paisano
mucho menos conocido: El ser el único pagano que consiguió entrar en el Paraíso.
Cierto día en que Trajano salía de Roma al frente del ejército, a caballo, refulgente de
oro y rodeado de oficiales, soldados y banderas, se puso ante él una pobre viuda, llorando
afligidamente y reclamándole que hiciera justicia a su hijo, que había sido asesinado por unos
que seguían libres. Desde el caballo, Trajano le dijo que en cuanto volviera de la guerra
atendería su petición. Ella le preguntó qué ocurriría si no regresaba. El emperador le dijo que
entonces su sucesor se haría cargo de hacerle la justicia que pedía. Ella insistió: “¿Y si tu
sucesor no respeta lo que tú me prometes ahora? La justicia que tú me aplazas es deuda tuya, y
si otro la paga o no, eso no te liberará a ti de haber incumplido”. Este argumento convenció a
Trajano porque, en efecto, él era el responsable de que ese crimen fuera castigado y no podía
diferir ese deber. Así que detuvo la expedición, realizó el juicio y castigó a los culpables, tras lo
cual salió hacia la guerra.
Quinientos años después, al leer esta anécdota, el papa Gregorio Magno (590-604 d.C.)
quedó tan conmovido por tamaño ejemplo de justicia y humildad, que se llegó junto a la tumba
de Trajano (al pie de ese primoroso álbum de mármol que es su famosa “Columna”), mandó
exhumar sus restos y comprobó que todo estaba reducido a tierra menos los huesos y la lengua,
lo que demostraba que la boca del “mejor de los príncipes” nunca había faltado a la verdad y la
justicia, y que por ello merecía estar en el Cielo aunque hubiera sido un idólatra. Comenzó a
rezar persistentemente para que Dios le concediera que Trajano volviera a la vida durante el
tiempo necesario para arrepentirse (ya que había ordenado varias persecuciones contra los
cristianos), y de este modo su alma pudiera reunirse en el Paraíso con las de los demás justos.
Dios, en efecto, se lo concedió, aunque un ángel se apareció poco después al Papa prohibiéndole
volver a pedirle a Dios algo parecido.
Así fue como Trajano salió del Infierno y entró en el Paraíso, aunque nunca había
dejado de ser un pagano. La anécdota y ambos supuestos milagros (tan difícil era que se
conservara intacta la lengua de Trajano como que resucitara momentáneamente) fueron
inmortalizados por Dante Alighieri en su Divina Comedia (Purgatorio, canto X, vv. 73-93, ante
el relieve de la clemencia de Trajano), seguramente tomándolos de la Vida de San Gregorio
Magno (siglo IX) y de su maestro el escritor Brunetto Latini (m. en 1293). Con ellos aquel gran
bardo italiano quiso ilustrar el valor de la humildad, la compasión y el sentido de la justicia,
como virtudes que deben guiar siempre a los buenos gobernantes.
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