Fernan_Gonzalez - Campus Virtual

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Control territorial, integración nacional y presencia diferenciada del
Estado en Colombia,
Por Fernán E. González
Abstract
La ponencia comenzaría por invertir los temas de la formulación del problema básico,
para interrogarse sobre la manera como la guerra por el control territorial en Colombia
está manifestando las transformaciones que se están operando recientemente en el
Estado colombiano en relación con las regiones más conflictivas. Partiendo de la
caracterización que hacía nuestra investigación anterior sobre el carácter diferenciado,
en el espacio y el tiempo, de la presencia de las instituciones del Estado en el territorio
colombiano, la ponencia pretende indagar sobre los poderes locales y regionales que se
están generando en las regiones más conflictivas del país y sobre los consiguientes
cambios que se producen en las relaciones entre estos poderes y las instituciones del
Estado central. La articulación e integración graduales, tanto política como económica,
de regiones de frontera a punto de cerrarse con el conjunto de la nación enmarca la
evolución reciente del conflicto armado, los enfrentamientos de los actores armados por
el control territorial de las regiones recién integradas, la generación de poderes locales y
regionales en ellas y la transformación de sus relaciones con el Estado central.
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INTRODUCCIÓN
En primer lugar, quiero empezar por agradecer la oportunidad para conversar con
ustedes sobre la relación entre el control territorial y la relación con las instituciones
estatales, a partir de los resultados de las investigaciones recientes del CINEP. En
segundo lugar, quiero relevar la importancia de la pregunta por el tipo de Estado que
surge en Colombia de la lucha de diversos actores por el control territorial, que han
hecho evidente los sucesos de la coyuntura política reciente.
En ese sentido, la orden de captura y la posterior entrega de don Berna, la consiguiente
paralización del transporte en los barrios de las Comunas de Medellín que él controlaba,
el allanamiento de la Oficina de sicarios de Envigado y la captura de un subordinado del
mismo jefe, en torno a la muerte de dos líderes políticos de Córdoba y Caldas,
respectivamente, plantean una serie de cuestionamientos sobre el influjo de los grupos
paramilitares en la vida política regional y local de los territorios bajo su control. Lo
mismo ocurre en el Meta, donde el asesinato del exgobernador y dos líderes políticos
que lo acompañaban ha sido atribuido al actual gobernador en alianza con uno de los
jefes militares que luchaban por el control de ese territorio. Incluso, el descenso de los
homicidios en Medellín ha sido interpretado como resultado del control de “Don Berna”
en las comunas (El Colombiano, 10 a, 15 de mayo de 2005). La misma influencia se
evidenció en la paralización del transporte en Medellín con ocasión de la orden de
captura de este jefe paramilitar (El Tiempo, 1-3, 27 de mayo de 2005).
A esto hay que sumar las recientes declaraciones de Vicente Castaño en el sentido de
que los paramilitares contaban con el 35% de los congresistas (Semana, junio 6 de
2005), sumadas a las anteriores de Mancuso, que solo reconocían un 30%, indicaban la
importancia del problema. En el fondo, el real problema de fondo en discusión del
proyecto de paz sobre Justicia y Paz es la manera como se articularían los grupos
armados a la vida política, económica y social de la nación y cómo esa articulación
incidiría en las regiones, subregiones y territorios que están bajo su control armado. En
términos de Nozick, la pregunta sería hasta qué punto el Estado, mínimo, ultramínimo o
máximo, podría coexistir con agencias privadas o semiprivadas de protección Y cómo
sería la incorporación plena de esas agencias, de guerrillas y paras, al establecimiento
político del país.
Por eso, según el senador Rafael Pardo, es necesario trascender la visión estrictamente
jurídica del fenómeno paramilitar para enfocarlo como un problema social, económica y
político cuya estructuras básicas hay que desmontar (Pardo, 2005, 3 A). En el mismo
sentido, se movían las denuncias de los representantes Gustavo Petro y Wilson Borja
sobre los nexos de algunos parlamentarios de Sucre, Córdoba y otros representantes con
grupos paramilitares de sus regiones (El Nuevo Siglo, p.3, 19 de mayo de 2005; El
Tiempo, 1-4, 21 de mayo de 2005).
Por otra parte, los ataques de las Farc en Toribío, Jambaló y sus alrededores y la masacre
de concejales de Puerto Rico, junto con los desplazamientos forzosos de alcaldes y
concejales del sur del país, muestran las dificultades para las actividades políticas
3
normales en las zonas donde las FARC tuvo y tiene algún tiempo de presencia. La
presión armada de las FARC en la vida política del Caquetá se ha evidenciado en los
asesinatos de unos cien líderes políticos, la mayoría del partido liberal (Semana, junio 6
de 2005). La situación de los concejales había mejorado en el país, pasando de 77
asesinatos en el 2002 y 75 en el 2003, a 18 en el 2003 y 14 en lo que va del 2005. Pero,
se teme un aumento mayor por tratarse de un año preelectoral ( El Nuevo Siglo, 31 de
mayo de 2005). En el Huila, en las cercanías de la antigua zona de distensión, desde
fines del 2004, había circulado un panfleto que declaraba objetivo militar a los
servidores públicos de Gigante, El Hobo, Campoalegre, Rivera, Neiva y Algeciras: un
concejal del Hobo fue asesinado el pasado 28 de abril y el concejo de Algeciras se vio
obligado a sesionar en Neiva.( El Tiempo, 1-6, 26 de mayo de 2005).
En tercer lugar, para entrar en materia, quiero señalar que mi presentación comienza por
invertir la formulación general del problema planteado pasando de la pregunta sobre el
tipo de Estado que surge de una guerra por el control territorial, que sería aplicable a
muchos de los procesos de construcción de los Estados occidentales, para intentar
analizar primero la manera como el reciente conflicto por el control territorial en algunas
regiones de Colombia manifiesta la manera gradual como los territorios de colonización
y sus respectivas poblaciones se han venido articulando al conjunto de la sociedad, la
economía y la política de la nación colombiana. Y, en segundo lugar, preguntarme por el
tipo de relaciones entre Estado central, poderes locales y regionales que resultan del
desarrollo de la lucha por el control de territorios y poblaciones entre ejército,
autodefensas y paramilitares de izquierda y derecha.
En ese sentido, mi ponencia recoge los resultados de las investigaciones realizadas en el
CINEP por los equipos de “Violencia política y construcción del Estado”,1 y de
“Movimientos sociales”2, que combinaron sus esfuerzos en un proyecto conjunto de
investigación conjunta sobre “Conflictos, poderes e identidades en el Magdalena
Medio”.Los resultados del primer grupo fueron recogidos en el libro de Fernán E.
González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez, Violencia política en Colombia. De la
nación fragmentada a la construcción del Estado, publicado por el CINEP en 2003. Y
los resultados del grupo de Movimientos sociales fueron recogidos en los libros de
Mauricio Archila, Idas y venidas, vueltas y revueltas, Protestas sociales en Colombia,
1958-1990, CINEP e ICANH, 2003, y Mauricio Archila, Alvaro Delgado, Marta C.
García y Esmeralda Prada, 25 años de luchas sociales en Colombia, 1975-2000, CINEP,
2002. El resultado del proyecto conjunto de investigación está en proceso de
publicación..
El grupo de investigación “Violencia política y construcción del Estado” está compuesto actualmente por
Ingrid Bolívar, Teófilo Vásquez y Fernán E. González, que ha tenido a su cargo la dirección del equipo,
pero de él han hecho parte, en distintos momentos, Ana María Bejarano, Mauricio Romero, Mauricio
García, José Jairo González y Helena Useche .
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El grupo de investigación sobre “Movimientos Sociales” estuvo compuesto por Mauricio Archila, Alvaro
Delgado, Marta Cecilia García y Esmeralda Prada. En el proyecto conjunto colaboró también Patricia
Madariaga.
1
4
Las miradas sobre la construcción del monopolio estatal de la coerción
Como puede deducirse, el enfoque de estas investigaciones, de carácter histórico y
sociológico, difiere, de entrada, del acercamiento del acercamiento filosófico y abstracto
de Robert Nozick al tema de la construcción del monopolio estatal de la fuerza Para este
autor, el Estado debería limitarse a la protección contra la violencia, el robo, el fraude y
el incumplimiento de los contratos. Y la necesidad de su surgimiento es deducida de los
inconvenientes y excesos producidas por arreglos ente individuos, enmarcados en una
situación anárquica, de estado de naturaleza, y de los problemas resultantes de la
competencia y alcances de las agencias de protección privada sobre individuos de una
misma área geográfica, que llevarían a: el desplazamiento de la población hacia un
territorio cercano al control de la agencia dominante, el cambio de lealtad de los clientes
hacia la agencia más cercana, la imposición de una agencia sobre las demás, el reparto
de los ámbitos de dominio territorial o un pacto entre ellas para acudir a un tercero en
discordia. Esta última solución implicaría la creación de un sistema federado de
tribunales del que son componentes las diversas agencias enfrentadas (Nozick, 1991, 7 y
28-29).
Para Nozick, “la mano invisible”haría pasar de las asociaciones privadas de protección
al Estado ultramínimo, que tendría que pasar luego a Estado mínimo porque no sería
moralmente permisible mantener el monopolio de la fuerza sin ofrecer protección a
todos, así implique cierta redistribución, porque debe proteger a todos a los que prohíbe
la autoayuda contra sus clientes (Nozick, 1991, 61-62). Pero, un Estado más extenso,
basado en la llamada justicia distributiva, que obligara a hacer ciertas cosas en beneficio
de otros, violaría los derechos naturales de los individuos. Para Nozick (Nozick, 1991,
44-47), no existe una entidad social superior que legitime el sacrificio de una persona
individual, con una existencia separada, en beneficio de otros, pues nadie puede ser
sacrificado por los demás. Nadie, y menos el Estado, obligado a una estricta neutralidad,
puede forzar a una persona a sacrificarse en beneficio de otra.
A pesar de las diferencias de enfoque, el énfasis del autor en los enfrentamientos entre
las agencias de protección y la alusión a Marshall Cohen en el sentido de que un Estado
podría existir el monopolio efectivo de la fuerza y coexistir con la mafia y
organizaciones como el KKK, lo acercan a los intereses de nuestras investigaciones
sobre violencia y estado buscaban enmarcar las transformaciones recientes de la
dinámica regional del conflicto armado colombiano (1990-2002) en el contexto del
desarrollo político del país en el largo y mediano plazo. Ese acercamiento histórico al
proceso de construcción del Estado es iluminado por los análisis teóricos de Norbert
Elias, Charles Tilly y Ernest Gellner sobre el proceso de construcción del monopolio
estatal de la coerción y de la administración de justicia en la Europa occidental
Estos autores insisten en el carácter socialmente construido de estos monopolios, que
representan más una tendencia o regularidad, con muchas diferencias, que una
característica esencial de los Estados. Esas diferencias hacen que no exista un solo tipo
de Estado, ni tampoco una única vía para su construcción, como ha mostrado claramente
Charles Tilly en sus estudios de historia comparada de los estados occidentales (Tilly,
5
1992,113) Así, por ejemplo, el control sobre los medios de coerción se ha logrado a lo
largo de la historia mediante mecanismos variados, como por el acuerdo con los poderes
locales y regionales previamente existentes, su cooptación, o sometimiento forzado por
el afianzamiento nacional de los cuerpos de policía, o por una guerra civil, según sea el
grado de urbanización y de la fortaleza de los poderes de los señores locales y regionales
En esa dirección se orienta también el sociólogo alemán Norbert Elias, quien ha
estudiado el proceso de formación de los monopolios de violencia y su estrecha relación
con la consolidación de los Estados nacionales. Este autor ha señalado tanto el carácter
artificial y socialmente construido de ese monopolio como su ambigüedad y permanente
vulnerabilidad, que hacen que nunca sea el resultado lineal de un proceso determinado ni
un logro alcanzado de una vez para siempre (Elias, 1994, 215). En su libro más
conocido, El proceso de la Civilización, este autor muestra que el monopolio de la
violencia es un mecanismo social, una regularidad que se pone en marcha en
condiciones determinadas de interdependencia. (Elias, 1986, 423 y ss) y no el resultado
de una decisión voluntaria, premeditada y planeada, de un gobernante o de algún otro
actor social. Para él, es un resultado secundario y no intencional de las luchas señoriales
de exclusión y de la competencia social por la disposición de la tierra. La tendencia a
concentrar los medios de coacción física se fortalece cuando la delimitación de
territorios hacia afuera está parcialmente consolidada y la competencia por nuevos
dominios se traslada al interior del reino. En ese sentido, la concentración del poder y la
configuración de un monopolio de violencia exigen, al tiempo que producen, una
definición de los límites territoriales del reino o nación. En esa medida, la configuración
del monopolio de la violencia está relacionada con la preparación para la guerra exterior
y con la necesidad de pacificación interna de un territorio previamente delimitado.
Así, el Estado Moderno representa un tipo específico de “enjaulamiento” de las
relaciones sociales, que carece de una relación unívoca o esencial con el monopolio de la
violencia y la soberanía, un nivel privilegiado de integración territorial que expresa
ciertas condiciones de interdependencia de la sociedad, pero la transformación
permanente de esas condiciones puede hacer emerger distintos niveles de integración
territorial. Por eso, la constitución del monopolio de la violencia es más la expresión de
una situación de creciente interdependencia social que una cuestión de “voluntad
política”. Y estas interdependencias sociales tienen que ver con la consolidación y
definición de los límites territoriales, la extensión de medios de transporte y
comunicación, la división social del trabajo, el consiguiente tránsito de la economía
natural a la economía monetaria y el crecimiento de la comercialización. Además, con
la vinculación de los distintos integrantes del entramado social a largas cadenas de
dependencia funcional, donde cada vez más depende la fuerza social de un sector de su
articulación con los otros.
En sentido semejante, Ernest Gellner (1992) opina que no se puede configurar un poder
central cuando parte de la población sobre la que se quiere expandir el dominio tiene
posibilidades exitosas de resistirse a él, escapar, huir. Antes de ser controlados y
dominados por la institución estatal o la eclesiástica, los individuos prefieren
“aventurarse” hacia terrenos que ellos mismos abren, colonizan y exploran. Esta
posibilidad de escapar permanece abierta porque la soberanía del orden político se
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proyecta solo hacia afuera, en la medida en que su territorio está claramente delimitado
con respecto al de sus vecinos, pero, hacia adentro, buena parte de ese mismo territorio
permanece todavía en disputa. Otra constante que, según Gellner, puede también
oponerse a la concentración del poder, es la existencia de grupos sociales situados en
zonas de difícil acceso, que hace que la imposición de “una dominación ajena (estatal,
centralizada, directa), resulta demasiado arduo para valer la pena”. En este caso, dice
Gellner, “es bastante frecuente la existencia de comunidades campesinas relativamente
igualitarias, sustraídas a un control central” (Gellner, 1992, 132 y ss).
Estos análisis muestran las dificultades para establecer el monopolio estatal de la fuerza
en sociedades donde no existen muchos lazos de interdependencia: permanece entonces
el recurso a la violencia privada, que sigue “camuflada” en la sociedad, pues sin esas
relaciones, no es posible diferenciar entre “la violencia” y la “política” (Elias,
1986,455).El proceso de construcción del monopolio equivale al desarrollo de la
exclusión de la violencia separada del conjunto de las relaciones sociales y de su
concentración en ciertos cuerpos especializados. Esto permite concluir que la política
solamente puede excluir de su repertorio el recurso a la violencia, cuando el Estado ha
logrado concentrarla en un órgano especializado y ha logrado hacerse reconocer como
regulador de la vida colectiva, “socavando” la fuerza social de otras instituciones tales
como la familia y los gremios. De lo contrario, mientras permanezcan o se vean
fortalecidas algunas autarquías sociales, la violencia seguirá siendo un expediente al que
distintos autores pueden recurrir., la formación del estado muestra que “la violencia y la
política pueden operar históricamente en un movimiento único que podamos caracterizar
de violencia política sólo cuando la política pueda también ser no-violenta. Ello es
plausible –lo que no quiere decir que se realice de hecho- con el Estado
contemporáneo”. (Arostegui, 1996, 9-39)
Finalmente, la tendencia a la centralización estatal como parte del proceso constitutivo
del Estado tiende, como se dijo antes, una dimensión horizontal: el aspecto de la
integración territorial, pues, como recuerda Norbert Elias, es imposible consolidar un
monopolio de la violencia mientras existan territorios hacia los cuales puedan dirigirse
los grupos poblacionales que enfrentan la acción estatal. De esta manera, la formación
del Estado implica el “enjaulamiento de la vida social” en un territorio que se puede
representar geográficamente, que se puede controlar y donde el dominio centralizado
cuenta con “representantes”. La insistencia de Elias en la integración territorial como
elemento fundamental de la formación del Estado se refiere a los procedimientos que
permiten socavar los límites territoriales de los feudos y vincularlos a los territorios de
dominio directo del rey. Además, hay que recordar con Tilly, que este proceso europeo
de integración territorial es inseparable del desarrollo de las guerras entre las potencias
de ese continente. Para Tilly, incluso, la concentración del poder y la construcción del
monopolio estatal de la fuerza no obedecen tanto, ni principalmente, a la mayor
complejidad de las interacciones sociales sino a los resultados colaterales, no previstos
ni planeados, de la guerra exterior. (Tilly, 1993, 78-79).
Así, la necesidad del reclutamiento y financiación de ejércitos permanentes forzó a los
estados a crear aparatos más eficientes de tributación y empadronamiento de la
población, y los obligó a negociar con las reivindicaciones de grandes sectores de
7
población. La necesidad de la satisfacción de sus necesidades obligó a los Estados a
incluir en sus presupuestos gastos referentes a infraestructura económica, educación,
seguridad social y gestión económica. Y esta expansión produjo, igualmente, cambios
profundos en las administraciones estatales: las fuerzas militares quedaron subordinadas
a las civiles, se separaron las funciones de ejército y policías, se crearon
administraciones relativamente extensas y homogéneas en los niveles de las regiones y
las comunidades locales, se expandieron y regularizaron las administraciones centrales,
lo que incrementó la importancia de los sistemas de impuestos y de hacienda pública. Y,
paralelo a este proceso de fortalecimiento institucional, ciertas instituciones
representativas, así fueran elitistas y oligárquicas, juegan un papel importante en la vida
política nacional, mientras que ciertas formas de política popular empezaban a aparecer
en la escena para presionar tanto a esas instituciones representativas como a los
gobiernos respectivos.
Según Tilly, estas transformaciones se movieron en tres direcciones: en primer lugar, los
grandes Estados europeos donde se consolida plenamente esta evolución, fueron
gradualmente pasando de mandato indirecto al dominio directo: en lugar de apoyarse en
intermediarios locales o regionales, “en gran medida autónomos”, como grandes
terratenientes, clérigos y comerciantes, o sea, los notables locales representados en cabildos
o ayuntamientos de carácter oligárquico, las autoridades del orden central fueron creando
organizaciones e instituciones para penetrar en las comunidades e incluso en los hogares, a
través de los impuestos, los reclutamientos de soldados, los censos poblacionales, la
educación pública y otras formas de control. Así fueron delimitando el capital, el trabajo,
las mercancías, la tecnología y el dinero dentro de sus territorios, y controlando sus
movimientos dentro de unas fronteras cada vez mejor delimitadas por geógrafos, miliares y
diplomáticos. Estos cambios fueron conceptualizados por Charles Tilly (1992 y 1993) por
el contraste entre “dominio directo” e “indirecto” del Estado, que contraponen el control
directo del Estado sobre la población por medio de una burocracia moderna, una justicia
impersonal con criterios objetivos y un ejército con el pleno monopolio de la fuerza frente
al control que ciertos Estados pueden ejercer por medio de los poderes locales y regionales
existentes de hecho, con los cuales comparte y hasta negocia el monopolio de la fuerza y de
la administración de la justicia
Sin embargo, el propio Tilly, en su prólogo a la edición española de su obra principal
(Tilly, 1990, 15-17), nos previene sobre la importancia de que la insistencia en las
regularidades sociológicas características de los procesos de formación del estado en los
países centrales de Europa no oculte el hecho de que otros países europeos como España y
Portugal, junto con sus herederos hispanoamericanos, siguieron caminos distintos. En esos
países, las mismas negociaciones de los gobernantes con los poderes locales y regionales
para suministrar medios para la guerra reforzaron la autonomía de esos poderes y su
capacidad de resitencia frente al poder central.
Además, la formación de los Estados nacionales en Iberoamérica registra importantes
diferencias con los países de los que se abstrae el modelo supuestamente universal de
construcción del Estado, Inglaterra y Francia: las jurisdicciones y los territorios de los
estados iberoamericanos fueron delimitados no por los conflictos exteriores sino por la
administración colonial (Burdeau, 1970, 33-34); la vida social se concentró en torno a
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ciertos núcleos o circuitos económicos coloniales; la existencia de importantes “espacios
vacíos” “hacia adentro” de los territorios coloniales3 adonde podía desplazarse la población
excedente; la debilidad del mercado interior, la poca comunicación entre las regiones, el
difícil transporte y el lento desarrollo de la economía monetaria. Todo esto fortalece el
papel de los poderes regionales y desincentiva política y económicamente la expansión del
dominio estatal.
La importancia de esta expansión para la liberación de los individuos del dominio directo
de estos poderes locales y regionales, a veces bastante opresivos, es señalado por Fernando
Escalante en su “argumento liberal a favor del Estado” (Escalante, 1993, 339-417), contra
la propuesta de Estado mínimo de Nozick. Para Escalante, es claro que la disminución del
control del Estado no produce necesariamente mayor libertad para los individuos, sino
mayor sujeción a los poderes locales y regionales, como muestra el ejemplo de la
disolución del Imperio romano. E insiste en el papel positivo de las instituciones estatales
para hacer posible la existencia de los individuos frente a las organizaciones comunitarias,
que también producen normas, valores, castigos, formas de vigilancia y exclusión, al lado
de vínculos de solidaridad. Frente a la contraposición entre Estado e individuo, Escalante
muestra que el individuo libre, racional, como “persona separada”, es también una
construcción histórica, solo posible en “sociedades divididas”, en sociedades con Estado.
La individuación y la elección racional suponen la ruptura de los vínculos tradicionales, el
desarrollo de la capacidad de autocontrol y autorregulación y un cierto margen de seguridad
y estabilidad, propios del mundo moderno. Y concluye que sería fácil la destrucción del
Estado liberal, que equivaldría que “el rey de los buitres” dejara mayor libertad a “las arpías
menores” y sustituir la ley impersonal por la “informe coerción solidaria de la comunidad”
(Escalante, 1993, 414-415). A mi modo de ver, el conflicto colombiano es un buen ejemplo
de lo que sucede cuando se da mayor libertad a “las arpías menores”.
Para ilustrar ese proceso, nuestras investigaciones sobre Violencia y Estado trataban de
mostrar el carácter diferenciado, tanto en el espacio como en el tiempo, de la violencia y
de la presencia de las instituciones estatales en el conjunto del territorio colombiano,
para indagar sobre la manera como se están generando o transformando los poderes
locales y regionales en las regiones más conflictivas del país y sobre los consiguientes
cambios que se producen en las relaciones de estos poderes con las instituciones del
Estado. La evolución geográfica del conflicto armado se toma como un indicador de los
procesos graduales de articulación, tanto política como económica, de regiones de
frontera agraria a punto de cerrarse con el conjunto de la nación: el surgimiento y
consolidación de poderes locales y regionales en territorios de colonización, la manera
como estos poderes se van articulando con las instituciones del Estado central, la lucha
de los actores armados por el control de los territorios recién integrados y las
transformaciones de las relaciones de los poderes locales y regionales con los nacionales
son factores determinantes para el análisis del tipo de Estado que surge del conflicto
Obviamente, la denominación de espacios o territorios “vacíos” representa la versión oficial de la
administración colonial y eclesiástica, ya que esos espacios estaban habitados por población indígena no
sometida y se habían constituido en “zonas de refugio” para la población marginal de campesinos
mestizos, indígenas y esclavos fugados de los espacios controlados por las instituciones del Estado y de la
Iglesia.
3
9
Por su parte, las investigaciones sobre Movimientos sociales buscaban analizar las
transformaciones históricas de las diferentes modalidades de las acciones sociales
colectivas, de signo contestatario, sus lógicas particulares, su localización geográfica, su
organización, sus motivaciones y las respuestas estatales, a la luz de los principales
enfoques explicativos que se han dado al tema. Conviene destacar que la
contextualización política de esas luchas sociales evidencia una ruptura con el modelo
bipartidista de mediación de las tensiones sociales, vigente desde los comienzos de
nuestra vida republicana hasta el comienzo del Frente Nacional. Y la proyección de este
modelo investigativo a una zona tan conflictiva como el Magdalena Medio es un buen
índice de las transformaciones que se han operado en las relaciones de las sociedades
regionales con el Estado central.
A este carácter diferenciado de la presencia de las instituciones estatales y de su relación
con la movilización social en los diversos territorios, se corresponde igualmente una
diferenciación del tipo de violencia que se presenta en ellos. Por esto, los fenómenos
violentos serán muy diferenciados según la diferente consolidación de las instituciones
estatales en las diversas coyunturas locales. Una será la violencia que confronta el
dominio directo del Estado en las regiones más integradas, muy distinta de aquellas
donde este dominio debe ser negociado con las estructuras de poder realmente existentes
en localidades y regiones. Y otra es la violencia en las zonas donde no se han
consolidado todavía los mecanismos tradicionales de regulación social, o donde estos
mecanismos están haciendo crisis: allí no hay un actor claramente hegemónico sino una
lucha por el control territorial donde el predominio de unos actores u otros va
cambiando según la coyuntura. Esta situación produce obvias limitaciones del Estado
como detentador del monopolio de la coerción legítima y de la administración de la
justicia en el territorio nacional y obliga a abandonar la visión monolítica y ahistórica
del Estado para diferenciar su presencia según la relación que establece en las diversas
regiones y según los diversos momentos de esa relación.
En ese sentido, Malcolm Deas subraya que buena parte del conflicto armado se
desarrolla en regiones donde no hay un poder consolidado pues allí el estado no puede
reclamar el monopolio de la fuerza y donde, por consiguiente, la lucha de la insurgencia
no enfrenta propiamente al Estado sino a grupos rivales que buscan el control del
territorio (Deas 1995, 21-23). En ese sentido, este autor subraya el hecho de que la
violencia política de Colombia durante el siglo XIX y buena parte del XX es una
violencia entre iguales o casi iguales, donde el enemigo obvio no siempre es el Estado.
Y encuentra que este elemento de rivalidad, crucial para entender la violencia política,
está casi ausente de los análisis más comunes sobre el tema. Tanto este autor como otros
investigadores han insistido en que parte importante de la historia de la violencia en
Colombia tiene que ver no tanto con las desigualdades y la injusticia social, sino sobre
todo con el hecho de que la sociedad colombiana “ofrecía más movilidad, estaba menos
estratificada en castas que sus vecinas”, como se evidencia en la pronta vinculación de
los mestizos a la política local y en el dinamismo social asociado a ello (Deas, 2001, 2526) En efecto, una menor jerarquización social implica la inexistencia de un dominio
estratificado y de la sedimentación de una clase hegemónica en algunas regiones, que
10
implica que la sociedad permanece abierta al conflicto local por la definición de
preeminencias y hegemonías.
Los cambiantes escenarios de la violencia
Para acercarse a este carácter diferenciado de la violencia, conviene recordar, en primer
lugar, que la geografía de la violencia nunca ha cubierto homogéneamente ni con igual
intensidad el territorio de Colombia en su conjunto, sino que la presencia de la
confrontación armada ha sido altamente diferenciada de acuerdo con la dinámica interna
de las regiones, tanto en su poblamiento y formas de cohesión social como en su
organización económica, con su vinculación a la economía nacional y global y su
relación con el Estado y el régimen político. Consiguientemente con esa dinámica
regional, la violencia ha estado relacionada, en términos políticos, con la presencia
diferenciada y desigual de las instituciones y aparatos del Estado en ellas. Esta
diferenciación de la presencia del conflicto es parcialmente producto de condiciones
geográficas y demográficas previamente dadas: la cercanía de selvas y montañas, el
territorio dividido por tres ramales de la cordillera de los Andes, cuyas vertientes y
valles interandinos están cubiertos por bosques de niebla casi permanentes, la cercanía
de zonas de economía campesina de subsistencia, son parte del escenario natural para el
funcionamiento de la guerrilla.
Pero esas condiciones no determinan necesariamente una opción de los actores y grupos
sociales por la violencia, sino que ésta es el producto de la elección voluntaria de grupos
de carácter mesiánico y jacobino que deciden, en una circunstancia histórica
determinada, que la acción armada es la única salida posible para los problemas de la
sociedad. Por otra parte, hay que tener también en cuenta que las violencias colombianas
no giran en torno a una sola polarización entre amigos y enemigos, claramente definidos,
en torno a un eje específico de conflictos (económico, étnico, religioso, nacional, etc.)
sino que sus contradicciones se producen en torno a varias dinámicas de distinto orden y
a procesos históricos diferentes, que se reflejan en identidades más cambiantes y en
cambios en el control de los territorios.
En ese sentido, es posible diferenciar varias dinámicas geográficas del conflicto armado,
(González, Bolívar y Vásquez, 2003, 115-118), una ligadas a los problemas de la
expansión y el cierre de la frontera agraria, otra ligados a la lucha por el control de los
recursos de la región y otra, relacionados con la necesidad del acceso al comercio
mundial de drogas y armas, aunque a menudo ellas puedan entremezclarse y reforzarse
mutuamente:
a. En primer lugar, una dinámica macrorregional, que se expresa en la lucha por
corredores geográficos4, que permiten el acceso a recursos económicos o armamento, lo
mismo que el fácil desplazamiento desde las zonas de refugio a las zonas en conflicto.
En ese sentido, se puede detectar un eje del conflicto que parte del norte del país
(Córdoba, Urabá antioqueño y chocoano) más o menos controlado por las Autodefensas
de derecha, y se proyecta hacia Antioquia (Nordeste y Bajo Cauca) hasta el Magdalena
4
Cfr. Mapa # 3, SIG, CINEP, Bogotá, 2001. Mapa de dinámicas macro y mesorregional del
conflicto, Corredores y regiones conflictivas..
11
Medio (sur de Bolívar, del Cesar y Barrancabermeja), donde persisten algunos reductos
del Ejército de Liberación Nacional, ELN, que trata de defender su presencia en el sur
de Bolívar, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc, tratan de
recuperar el territorio perdido, anteriormente uno de sus bastiones tradicionales. El
creciente control paramilitar del río Atrato ha forzado a las FARC a replegarse hacia los
afluentes de este río y buscar comunicación desde allí hacia el suroeste y oriente de
Antioquia, que vuelven a convertirse en territorio del conflicto.
En cambio, en el Sur Oriente del país, (piedemonte de la cordillera oriental, y parte de
la Orinoquia y Amazonia), las FARC han poseído tradicionalmente gran capacidad
bélica: por esta razón, esta zona fue escogida para la creación de la zona desmilitarizada
(“zona de despeje”) para facilitar los diálogos con esta guerrilla durante el gobierno de
Pastrana. Pero esta hegemonía se ha venido modificando en los últimos tiempos por los
avances del paramilitarismo y la recuperación de la iniciativa militar por parte del
ejército: desde los años ochenta, los paramilitares han venido consolidando un bastión
militar en el Meta, mientras que, en el Putumayo, sur del Caquetá y la zona contigua al
área del despeje, se ha venido fortaleciendo la presencia paramilitar desde 1996,
especialmente en 1998 y 1999. Y, a partir de 1999 y el 2000, todavía bajo la
administración Pastrana, el ejército colombiano empezó a recuperar cierta capacidad
ofensiva en áreas estratégicas, como la zona del Sumapaz, bastión tradicional de las
Farc, que podían desplazarse, a través de ella entre el Meta, Cundinamarca, Tolima,
Huila y el Sur (Caquetá, Putumayo, Guaviare). Esta tendencia a la recuperación de la
iniciativa militar del ejército continuó bajo la actual administración.
Los esfuerzos de estas dos administraciones se concretaron en la creación de batallones
de alta montaña para controlar los pasos montañosos cercanos al Sumapaz, los farallones
de Cali, el mayor control de carreteras principales como la autopista Medellín-Bogotá y
los avances en las vertientes de las cordilleras oriental y central en el departamento de
Cundinamarca, en las cercanías de Bogotá. Durante el actual gobierno de Uribe, se ha
intensificado la ofensiva del ejército en la antigua zona de despeje y en su retaguardia,
con el llamado “Plan Patriota”, con operativos militares en el Caquetá, Guaviare y Meta,
que han ido llevando a la guerrilla de las Farc a replegarse hacia zonas más periféricas
de sus zonas de influencia, reducir sus ataques a poblaciones y limitarse a golpes
aislados “tipo comando” contra unidades militares e intensificar el recurso a acciones
terroristas en las grandes ciudades. Los ataques de este grupo en Vichada, Guainía y
norte del Cauca buscan obligar al ejército a desconcentrar las fuerzas del Plan Patriota.
Así, como resultado de la presión militar y paramilitar, las Farc han dejado de presionar
sobre el triángulo más desarrollado del Meta (Villavicencio-Puerto López-Granada) para
regresar a sus zonas históricas de asentamiento, en las partes altas del Ariari, Duda y
Guayabero. En esas zonas de retaguardia táctica, constituidas por una especie de
triángulo entre Vista Hermosa, Mesetas y Uribe, las Farc han resistido durante tres
meses la ofensiva de la Operación Emperador: la importancia estratégica de ese corredor
se debe a su fácil comunicación con la antigua zona de distensión, el Guaviare y el
Sumapaz (El Tiempo, 1-8, 22 de mayo de 2005). En el Caquetá, se han desplazado hacia
las zonas cordilleranas dejando en manos de los paramilitares las zonas planas (Curillo,
Belén de los Andaquíes), donde se ha consolidado el proceso de la latifundización. En el
12
Arauca, han dejado la parte plana para desplazarse hacia la zona del Sarare, en el límite
con la zona petrolera, cercana a los Santanderes, donde se entroncan con la colonización
campesina tradicional. En la misma zona del despeje, en torno a San Vicente del
Caguán, las Farc se han movido hacia la cordillera, al cañón de Balsillas, zona
tradicional de colonización campesina del Huila con trabajo político del PCC, y dejado
la zona más integrada (San Vicente, Florencia, Puerto Rico), zona de latifundistas
tradicionales vinculados al partido liberal.
Durante las negociaciones de paz con el anterior gobierno de Pastrana, el avance
paramilitar en el sur llevó a las FARC a tratar de aprovechar la zona desmilitarizada
para buscar consolidar un nuevo corredor geográfico en el sur occidente del país: ese
nuevo corredor era un eje que partía de la antigua zona del despeje y se proyectaba hacia
el sur del Huila, norte del Tolima, los límites entre Tolima y Valle (páramo de Las
Hermosas) los límites entre el sur del Valle del Cauca y el norte del Cauca, buscando la
salida al Pacífico y aprovechando la colonización campesina de las regiones del cañón
del río Naya y la Costa Pacífica. Pero esa salida se vio bloqueada con el fin del área
desmilitarizada, donde se concentraron entonces los enfrentamientos del ejército y de las
FARC, como resultado de la ofensiva del ejército en esas áreas. Por otra parte, los
grupos paramilitares del centro y norte del Valle del Cauca se replegaron de esos
territorios, debido a las vicisitudes de las negociaciones con el gobierno actual.
Por otra parte, la dinámica nacional y la presión de los EE. UU por la erradicación de
cultivos ilícitos introdujo algunas variaciones en los conflictos regionales. Así, hacia el
Sur, en la frontera con Ecuador, el Plan Colombia introducía cambios en la lucha entre
guerrilleros de las FARC y grupos paramilitares por el control del departamento del
Putumayo, en cuya zona baja se concentraba buena parte de los cultivos de coca y se
presentaba una alianza entre cultivadores de coca y guerrilleros. Esa alianza llevó tanto
al conflicto con los paramilitares en la región como a la concentración en ella de los
esfuerzos del Plan Colombia, financiado en gran parte por la ayuda norteamericana al
gobierno colombiano. El Bajo Putumayo quedó así convertido en el centro de la
estrategia militar del Plan Colombia para recuperar el control de la región con fines de
erradicación de los cultivos de uso ilícito por medio de la fumigación. Las fumigaciones
en las zonas cocaleras del Bajo y Medio Putumayo y la presión militar sobre la región
llevaron al desplazamiento de esos cultivos y de las confrontaciones entre paramilitares
y guerrilleros a las zonas de la vertiente occidental de la cordillera y de la costa del
Pacífico en el departamento de Nariño. Esto ha significado un desplazamiento del
conflicto entre los frentes del ELN y FARC y los grupos paramilitares del Putumayo.
Pero, además de esta lucha por los corredores, la confrontación armada obedece a veces
a una dinámica mesorregional, centrada en la lucha por el control de algunas regiones y
subregiones, donde se presenta una confrontación entre áreas más ricas e integradas, o
en rápida expansión económica, pero con grandes desigualdades sociales, y zonas
campesinas de colonización campesina periférica al margen de los beneficios de las
zonas en expansión. Así, los enfrentamientos en el Catatumbo, Arauca y Casanare, en la
frontera con Venezuela, pueden leerse en esta perspectiva: la lucha por el control de los
recursos provenientes de las regalías petroleras o de los sembradíos de coca, la “tutela”
armada sobre las respectivas administraciones locales y el manejo “clientelista” de sus
13
dineros enmarca bastante los conflictos en esas áreas (Peñate, 1991 y 1997). Es también
el caso de la zona bananera de Urabá.
Esos enfrentamientos no se reducen a la lucha de grupos guerrilleros con militares y
paramilitares sino que también se producen dentro de los mismos grupos insurgentes y
paramilitares: en la zona petrolera del Arauca, las FARC habían desplazado ya al ELN
del dominio territorial del que habían gozado tradicionalmente, mientras que la
recuperación de la iniciativa militar por parte del ejército nacional mediante las llamadas
zonas de rehabilitación, bajo el control directo de las fuerzas armadas, ha obligado a la
guerrilla a desplazarse hacia zonas más periféricas. Además, los enfrentamientos de los
diferentes grupos de paramilitares por el control de la región han dejado un buen número
de muertes, tanto entre los líderes políticos de la región como entre los propios
paramilitares. En el Arauca, se percibe un esfuerzo por golpear a las bases de apoyo de
la guerrilla en la clase política local para ir aislando a los insurgentes de los recursos
prevenientes de las regalías petroleras. En la misma dirección se mueven los operativos
militares en las regiones cercanas a los Montes de María, en Bolívar y Sucre, y en las
zonas vecinas a la antigua zona desmilitarizada en Huila y Tolima.
Y, por último, buena parte de los conflictos se mueve en una dinámica más micro, que
refleja la lucha dentro de las subrregiones, localidades y sublocalidades (“veredas
campesinas”). Generalmente, se producen pugnas entre la cabecera urbana (más
fácilmente controlable por los paramilitares o el ejército) y la periferia rural de las
veredas campesinas, donde la guerrilla puede actuar con mayor libertad. También se
desarrollan enfrentamientos entre veredas de distinto signo ideológico, diferente origen
poblacional, diversa dinámica económica, intereses económicos contrapuestos. El caso
de las masacres ejecutadas, a mediados del 2001, por las FARC en Tierralta, Córdoba,
refleja esta dinámica, donde los paramilitares controlan la cabecera municipal pero
tienen grandes dificultades para imponerse plenamente en la periferia de las veredas.
Una situación semejante puede encontrarse en las enormes extensiones de San Vicente
del Caguán, en la antigua zona de despeje. También se desarrollan enfrentamientos entre
veredas de distinta ideología, diferente origen poblacional, diversa dinámica económica,
e intereses económicos contrapuestos. A veces se presentan problemas internos en
algunas áreas de ciudades como Barrancabermeja y Medellín, donde se presentan
enfrentamientos entre milicianos de la guerrilla y grupos paramilitares por el control
territorial de barrios y comunas: el caso de la recuperación del control de la Comuna 13
de Medellín por parte del ejército puede ilustrar este caso.
Las lógicas de la expansión territorial del conflicto
Esta triple dinámica territorial del conflicto obedece a lógicas contrapuestas de
expansión territorial, que indicarían desarrollos históricos diversos e implicarían una
cierta cercanía a modelos diferentes de desarrollo rural. Así, guerrillas y paramilitares
operan en una especie de contravía, como señalan Fernando Cubides, (Cubides, 1998 A,
pp.66-91 y 1998 B, p. 202) y Teófilo Vásquez (Vásquez, 2001, en González, Bolívar y
Vásquez. , 2003, 50-71), pues las guerrillas nacen en zonas periféricas, de colonización
campesina marginal, en áreas de frontera (abierta o interna), de donde se expanden hacia
14
zonas más ricas y económicamente más integradas al mercado nacional o mundial, que
coexisten con bolsones de colonos campesinos marginales y que están regulados por
poderes locales y regionales, semiautónomos frente a las instituciones y aparatos del
Estado central.
O, hacia zonas en rápida expansión económica y poca presencia institucional del Estado,
que igualmente coexisten con grupos de colonos campesinos, que no tienen acceso a la
nueva riqueza rápidamente creada en el área, ni a la regulación estatal de los conflictos
sociales, que es suplida por las jerarquías sociales que se están construyendo en esas
áreas. Y también hacia zonas campesinas anteriormente prósperas e integradas, con
cierta presencia institucional y bastante regulación social por parte de poderes locales y
regionales, pero que empiezan a descubrir que su situación económica está decayendo,
su cohesión y regulación social se está resquebrajando y la presencia institucional del
Estado está disminuyendo. El caso del eje cafetero, caracterizado antes por un
campesinado próspero, de pequeña y mediana propiedad, con buena cobertura de
servicios públicos, gracias a la presencia de la antes poderosa Federación de Cafeteros,
puede ejemplificar este caso. La crisis internacional de precios ha golpeado severamente
a la Federación y al pequeño y mediano campesino, lo que crea un escenario favorable
para la expansión guerrillera. Algo parecido ocurre en el minifundio andino deprimido
en zonas cercanas a las grandes ciudades.
La guerrilla de las FARC nació en las áreas periféricas de colonización campesina del
país, donde se han consolidado aprovechando la poca o ninguna presencia de las
instituciones estatales, a las cuales suplen de alguna manera al proveer de seguridad a la
posesión de la tierra de los colonos y regular de algún modo la convivencia social. Su
origen está ligado a los grupos de autodefensa campesina de las zonas donde el partido
comunista colombiano había hecho trabajo político, que se organizan para resistir frente
a la violencia conservadora de mediados del siglo XX. Por su parte, el ELN y EPL
también se insertaron en zonas de frontera interna como el Magdalena Medio y Urabá
pero donde existe mayor articulación al conjunto de la sociedad y economía nacionales,
lo mismo que una rápida expansión económica al lado de poblaciones campesinas
marginales.
En cambio, los paramilitares nacieron en zonas relativamente más prósperas e integradas
al conjunto de la economía nacional o mundial, donde existen poderes locales y
regionales de carácter semiautónomo, ya consolidados o en proceso avanzado de
consolidación. Allí las elites locales de esas zonas se encuentran extorsionadas o
amenazadas por el avance guerrillero y se sienten más o menos abandonados por los
aparatos e instituciones del Estado central, cuyas políticas modernizantes y reformistas
amenazan socavar las bases de su poder tradicional y cuyas negociaciones de paz son
interpretadas como traición frente al enemigo común que deberían confrontar
conjuntamente con ellas (Romero, 1998 y 2003). De esas zonas se proyectaron hacia las
zonas más periféricas, con el apoyo de los poderes locales que se están consolidando en
ellas, tanto en lo económico como en lo político, pero los límites de ese proceso de
consolidación de esos poderes son un obstáculo para la expansión de los grupos
paramilitares.
15
Esta diferente lógica de expansión territorial indicaría, en última instancia, cierta
tendencia a la confrontación entre dos modelos contradictorios de desarrollo de la
economía rural, que buscan imponerse en las zonas de frontera, interna o abierta
(Vásquez, 2001, en González, Bolívar y Vásquez, 2003, 64-71). En el Sur y Oriente del
país, zona de frontera abierta, la coincidencia entre las zonas controladas por las FARC
y las zonas de cultivos ilícitos desarrollados por campesinos cocaleros llevó a una
alianza funcional entre éstos y esa guerrilla.. En las zonas de frontera interna, en el norte
y centro del país, el modelo de desarrollo basado en el latifundio ganadero (por ejemplo,
en la Costa Caribe) y la agricultura comercial compite con la economía campesina de los
colonos.
Pero este modelo de expansión en contravía obedece también a una diferente relación de
las regiones en conflicto con los aparatos del Estado central, regional y local. En general,
las zonas donde surgen los grupos paramilitares se caracterizan, en términos políticos,
por el predominio de poderes políticos de corte tradicional, la poca presencia directa de
las instituciones y la burocracia del Estado central, que deja bastante autonomía a los
poderes locales o regionales, consolidados o en proceso de consolidarse, que sirven de
base al denominado dominio indirecto del Estado.
Esta diferente expansión de los actores armados según la relación de las regiones con el
conjunto de la nación tiene sus raíces históricas en la colonización campesina de zonas
periféricas, que ha constituido, a lo largo de la historia colombiana, la salida a las
tensiones de una estructura muy concentrada de la propiedad rural. Y a este proceso
colonizador permanente corresponde, en términos políticos, un proceso gradual de
construcción del Estado. cuya incorporación paulatina de territorios y poblaciones se
tradujo en una presencia diferenciada del Estado en las regiones según las circunstancias
de tiempo y lugar. Ambos procesos tienen su origen en la historia del poblamiento del
país desde los tiempos coloniales hasta nuestros días, donde la organización de la
convivencia social se deja en manos de la iniciativa privada, con poca presencia de las
instituciones estatales. E, incluso en los territorios más integrados, la presencia de las
instituciones estatales era diferenciada o dual porque su control se ejercía a través de las
elites locales y por lo tanto dependía de estas estructuras locales de poder.
Esta combinación de este poblamiento con esta dependencia de los poderes locales hizo
muy conflictivos los procesos de integración de los territorios recién poblados al
conjunto de la Nación a lo largo de la historia colombiana y explica la importancia de la
mediación de los dos partidos tradicionales, liberalismo y conservatismo, como
articuladores de los poderes locales de esas poblaciones y territorios de colonización al
Estado nacional y canales de expresión de conflictos de carácter más social, como
problemas de tierras, rivalidades entre regiones y poblaciones, conflictos raciales y
enfrentamientos entre familias y grupos de ellas. Por esto, la presencia de instituciones
estatales en la sociedad y el territorio colombiano ha sido altamente diferenciada en el
espacio, el tiempo y en su relación con las diferentes regiones: en las regiones más
integradas, la presencia del Estado es más directa y en otras, esa presencia aparece
mediada por los poderes locales de corte clientelista. En zonas de colonización periférica
la presencia del Estado se hizo posible solo cuando se produjeron la concentración de la
16
propiedad de la tierra y una cierta jerarquización social, que sirven como base para la
creación de poderes locales y regionales que se articulaban a las redes nacionales de los
dos partidos tradicionales y las instituciones del estado.
El seguimiento de los procesos de colonización muestra claramente que el desarrollo del
conflicto armado expresa y produce, al tiempo, un proceso de integración territorial
queda clara con el seguimiento a los procesos de colonización. Legrand y otros autores
han insistido en la vinculación de los problemas de las fronteras internas con el
desarrollo de la guerra (Legrand, 1994, 19-20). En esa ampliación de la frontera y la
vinculación de nuevos territorios y poblaciones, Romero explica el surgimiento de los
grupos paramilitares de Córdoba como producto de una desarticulación de estos niveles
de poder, cuando las negociaciones de paz adelantadas por el gobierno central fueron
miradas con cierta suspicacia por los grupos regionales y locales de poder (Romero,
1998 y 2003). En cambio, las guerrillas se originaron en regiones periféricas donde no
existían todavía poderes locales plenamente consolidados, ni articulación de ellas por
medio del bipartidismo: de ahí que la presencia de los aparatos del estadoen ellas sea
precaria. Allí la guerrilla ejerce funciones de control policivo y de cohesión social, que
le dan cierta soberanía de facto, desafiada ahora desafiada por el avance paramilitar y
contrarrestada de alguna manera por los esfuerzos del ejército por recuperar la iniciativa
militar en esas áreas. Por ello, Jaime Eduardo Jaramillo opina que la acción guerrillera,
aunque sus actores no se lo planteen así, puede estar expresando esfuerzos “de
integración y asimilación de estas regiones y sus pobladores a nuestros mercados
nacionales e internacionales, así como a las instituciones, la juridicidad y los servicios
públicos”. En el mismo sentido, afirma Legrand, la guerrilla representa entre otras cosas,
“un factor de integración de regiones distantes con el gobierno central” (Legrand, 1994,
20)
Órdenes alternativos y soberanía en vilo
Esta situación de la guerrilla en las zonas de colonización es vista por María Teresa
Uribe como “órdenes alternativos de hecho”, que ilustran “la fragilidad de la soberanía
estatal”en las zonas en disputa, caracterizadas por ella por el concepto de estados de
guerra, una vieja idea hobbesiana que ha sido retomada más recientemente por Michel
Foucault. Estos estados de guerra son descritos como situaciones o porciones del
territorio donde el poder institucional no es soberano y sectores de la población se
niegan explícitamente a someterse al orden estatal: en ellos coexisten “regiones y
territorios relativamente pacíficos” al lado de “espacios particularmente violentos”, lo
mismo que coyunturas de agudización de las violencias junto con periodos de baja
intensidad, y enfrentamientos bélicos directos con violencias múltiples y difusas. Para
esta autora, la principal característica de estos estados de guerra es la permanencia del
animus belli, o sea “el mantenimiento de la hostilidad como horizonte abierto para
dirimir las tensiones y los conflictos del mundo social y la violencia como estrategia
para la solución de la vida en común”
Esa hostilidad permanente significa, señala la autora, que la vida política no ha sido
desarmada ni pacificada del todo, ni por la vía del consenso ni por la de la violencia,
sino que predomina en algunos sectores la voluntad de disputar con las armas el dominio
17
y el control del Estado. No existe entonces la autoridad necesaria para garantizar
razonablemente “la vigencia del orden constitucional y legal” y la fragilidad de los
procesos de integración social en el campo de los derechos hace difícil “la formación de
la conciencia nacional, que es condición para que el Estado moderno llegue a ser
soberano y legítimo”. Como resultado de todo eso, “la soberanía interna permanece en
vilo, en disputa, situación que se manifiesta en la conformación de la Nación,
expresándose en ámbitos tan importantes como el territorio, la comunidad imaginada y
la formación de las burocracias“. Esta “soberanía en vilo” hace virtual la ciudadanía y
torna los derechos de los ciudadanos precarios y vulnerables, ya que las normas y leyes
del Estado operan solo de manera restringida como referentes para la acción pública de
los sujetos.
En esa situación, como en el “dilema del prisionero”, la opción más racional es la de
actuar como “free rider” (M.T Uribe, 2001, 252-253): “El ciudadano corriente sabe que
no puede esperar que la autoridad actúe de manera eficiente y de acuerdo con la ley si
algún derecho le es violado o es víctima de algún delito. Librado a sus propias fuerzas,
el ciudadano tomará decisiones privadas y pragmáticas buscando la justicia por mano
propia o la protección de algún poder armado que le ofrezca una seguridad precaria y
transitoria pero que valora como más eficiente y expedita. En suma, actúa de acuerdo
con los órdenes alternativos de hecho y no con referencia a la ley o al orden
institucional” ((M. T. Uribe, 251-256).
La eventual consolidación de “órdenes alternativos de hecho” en las territorialidades
donde los diversos actores armados compiten por el control de un territorio dado y el
Estado carece del pleno monopolio de la fuerza, es conceptualizada por María Teresa
Uribe como “territorialidades bélicas” (MT Uribe, (2001), p.251-253), donde los actores
armados proporcionan cierto orden interno en sus ámbitos y tratan de construir tanto
ciertos estilos de consenso como algunas formas embrionarias de representación. En el
caso de las guerrillas de las Farc, el establecimiento de esas territorialidades bélicas hace
parte de su estrategia militar, especialmente en su momento fundacional: en su mayor
parte, sostiene María Teresa Uribe, esos lugares correspondían a “territorios de refugio y
resistencia donde la presencia institucional era virtual”, cuyos pobladores manifestaban
ciertas “distancias, reticencias o francas hostilidades con el poder institucional”, pues, lo
habían combatido ante, o querían evadir su control, o se sentían desplazados de su sitio
de origen por él de su sitio de origen. El sentido original de la acción guerrillera original
era “la autoprotección de sus efectivos, la movilidad en el territorio y la consecución de
abastecimientos y de recursos económicos”. Por eso, en ese momento fundacional sus
relaciones con la población civil no eran conflictivas sino que frecuentemente contaban
con su apoyo y reconocimiento, talvez por “el hecho de compartir una suerte común de
refugio y hostilidad hacia el orden institucional“, que los llevaba a veces a forjar
identidades comunes “surgidas de una visión compartida de rebeldía y victimismo”, pero
esto no implicaba necesariamente “alguna forma de consenso explícito” respecto del
proyecto político militar de los grupos guerrilleros (M.T Uribe, 2001,257- 258).
Además, señala la autora, la configuración de estas territorialidades se veía también
reforzada por las respuestas estatales a los desafíos planteados por la insurgencia, pues
esas regiones fueron señaladas por los gobiernos como conflictivas o rebeldes, a veces
18
para desatar operaciones militares de contrainsurgencia, a veces para impulsar procesos
acelerados de inversión pública, que se pensaban como remedios frente a las llamadas
causas objetivas de la violencia. Ambas lógicas señalan a estos territorios como
“distintos, signados por la guerra, diferentes y hostiles que ameritaban un tratamiento
especial y diferencial”. Esta diferenciación espacial por el conflicto creaba o reforzaba
“sentidos de pertenencia y diferencia”, que daban lugar al surgimiento de identidades
que tenían poco que ver con problemas políticos o identificaciones culturales previas,
pero mucho “con el hecho de compartir una historia común y de habitar un territorio
formado, nombrado y pensado desde la guerra” (M.T.Uribe, 2001,259-260). Así, las
acciones de contrainsurgencia terminan reforzando esas identificaciones cuando tratan a
los pobladores como enemigos y sus prácticas se asemejan más a las de un ejército de
ocupación en territorio enemigo. (M.T. Uribe, 2001, 262-263)
A partir de esa estrategia de autodefensa y de las identidades compartidas con la
población de colonos campesinos, los grupos guerrilleros establecían en esos territorios
cierto orden interno predecible para la organización de la convivencia entre los
pobladores. Ese orden predecible servía de eje integrador y sistema de referencia para
los habitantes de las zonas de colonización, que llegaban a ellas de manera aluvional,
procedentes de diferentes regiones y pertenecientes a diferentes grupos étnicos.
Lograban así cierto reconocimiento para dirimir tanto conflictos entre vecinos como
tensiones domésticas, controlar la delincuencia menor, distribuir terrenos baldíos,
organizar la población en el territorio, definir derechos de posesión y explotación de los
recursos, establecer cierto control de precios a los abastecimientos y a los salarios y
organizar, con los pobladores, la realización de obras públicas de interés común, como
caminos, puentes o escuelas. Además, ejercían cierta vigilancia sobre la administración
pública de los municipios: juzgan y castigan a los que consideran corruptos. Y, en ese
mismo estilo imponían acuerdos a las empresas legales o ilegales que operan en el
territorio, tanto para la inversión social en él como para la vinculación laboral de los
pobladores que les daban garantías o la desvinculación de los que no eran de su
confianza. Su estilo de patronazgo también lograba incidir en las instancias
gubernamentales para el otorgamiento de viviendas, la legalización de barrios de
invasión, la comercialización de productos agrícolas.
En ese sentido, señala esta autora, en algunas poblaciones de las zonas de colonización
han cumplido “el rol de fundadores”, con el consiguiente significado que este papel
conlleva “en el horizonte de las identidades locales y las memorias colectivas”. En el
desempeño de ese rol, los grupos guerrilleros suelen promover en algunas regiones la
afiliación a las juntas de acción comunal, que son, como tales, organizaciones legales y
favorecidas por la legislación estatal. Este papel se ve reforzado por ¨´las tramas sociales
que establecen los grupos armados con los pobladores de los territorios bélicos, pues
éstas son las zonas privilegiadas para el reclutamiento de efectivos”: los vecinos
conocen a los actores armados desde su infancia, tienen con ellos lazos de sangre y
parentesco; se presentan con frecuencia casos de dos o tres generaciones de una familia
que han vivido bajo su poder. Estos roles otorgan a esos poderes alternativos cierto
“componente de consenso que les otorga reconocimiento y alguna forma de
representación de intereses” y demandas locales, aunque se sustenten primordialmente
19
en un poder armado, “autoritario y discrecional”, que no deja espacio para la autonomía
en las decisiones individuales y cuyo desacato es castigado con la vida o el destierro.
Esta especie de consenso no se basa en ningún procedimiento democrático, ni está
mediada por ninguna forma de consulta, sino que surge a partir del hecho de que los
actores armados presuponen que la población está identificada con ellos. En nombre de
esta representación autorreferida, sin elección, establecían relaciones con los poderes
locales, los funcionarios públicos, las organizaciones sociales y los particulares, a la
manera del patronazgo tradicional. Así, “esta forma embrionaria de representaciónintermediación” permitía a los grupos insurgentes y sus milicias urbanas desarrollar
micronegociaciones semiprivadas para reorientar, de manera más o menos forzada, “los
proyectos de desarrollo local, las inversiones públicas, la gestión de los alcaldes, las
determinaciones de los concejales, las solicitudes de las organizaciones comunales y de
las organizaciones sociales” (M.T. Uribe, 2001, 263). Pero ese componente de consenso
no tiene, aclara la autora, un sentido político ni la adhesión a un proyecto de Estado,
nación, o modelo de desarrollo, sino que obedece más bien “a un sentir moral tejido
sobre la experiencia de la exclusión y el refugio, sobre las heridas dejadas por la
ausencia de reconocimiento y por la desigualdad social, y quizá también, sobre una
noción difusa de justicia, más cercana a la venganza”.
El papel de los grupos guerrilleros en la organización de las zonas de colonización y ese
carácter de representación autorreferida tiene como contraprestación el cobro forzoso de
“impuestos” (la famosa ley 002 de las Farc), que permite financiar su expansión militar,
controlar el excedente económico de los territorios controlados, hacer presencia
esporádica en zonas aledañas o distantes, y mostrar que tienen suficiente poder
coercitivo para forzar a los particulares a pagar, a la vez que demostrar al Estado que no
es soberano en esos territorios. Obviamente, este tipo de actividades puede resultar
contraproducente porque genera la reacción de propietarios que pueden optar por
financiar a grupos paramilitares.
Además, la ampliación de estas prácticas a sectores medios y bajos produce una mayor
deslegitimación de los propósitos políticos de la guerrilla en el seno de la opinión
pública nacional, que tiende cada vez más a asimilarlos a la delincuencia común
(M.T.Uribe, 2001,260-261). Y la misma consolidación de la guerrilla como red
alternativa de poder puede terminar por desgastar su propia autoridad, lo mismo que su
capacidad para canalizar descontentos. En una investigación reciente José Jairo
González ha encontrado que el crecimiento militar de las FARC revela también las
limitaciones de su propuesta política y los conflictos característicos de lo que podría ser
una “guerrilla de bienestar”. Así, el mismo investigador reseña el “malestar” de distintos
alcaldes de los municipios aledaños a la zona de distensión, porque las Farc no les había
informado sobre sus planes para la región en el marco de las negociaciones de paz, a
pesar de que sus zonas son consideradas “refugio histórico” de ese grupo armado. De ahí
que se hayan propuesto fundar la asociación de municipios aledaños a la zona de
distensión para tramitar recursos. (JJ. González, 2000)
20
Esta constatación de la implantación de principios más o menos predecibles de orden y
organización interna por parte de los grupos guerrilleros, que se expresan en normas
explícitas e implícitas aceptadas voluntaria o forzosamente por los pobladores, le
permite a Maria Teresa Uribe hablar de estas dinámicas como “un embrión de Estado”.
Y subraya que estos rasgos son semejantes a los viejos patronazgos clientelistas de los
partidos tradicionales, que ligaban los poderes generados en las regiones y localidades
con el Estado y la Nación pero con una diferencia fundamental: aquí no se presenta esta
articulación bipartidista con el Estado y la Nación, sino que se da una ruptura con éste y
aquella. Además, estas características aparecen ahora dentro de un contexto diferente,
signado por la guerra, pero que, sin embargo, cumplen también “con la función
semiestatal de ofrecer protección, orden y seguridad a cambio de lealtad incondicional
y obediencia absoluta”. (M.T. Uribe, 2001, 260-261)
En un sentido semejante al de esta autora se mueven los planteamientos de Mario
Aguilera, cuyo estudio de la justicia guerrillera analiza las diversas formas como los
grupos guerrilleros producen orden y seguridad en los territorios que controlan. Desde la
perspectiva de este autor, la justicia administrada por los grupos guerrilleros se
caracteriza por ser esencialmente instrumental (Aguilera, 2001,393) y constituir un
instrumento de guerra: de un lado, porque funciona para enfrentar o suprimir al enemigo
político, y de otro, porque intenta construir, por lo menos parcialmente, órdenes o
poderes políticos locales mediante el uso de un rigorismo penal desproporcionado en
relación con los “delitos” o problemas que se pretenden resolver”.
Este mismo autor distingue entre tres tipos de justicia guerrillera: la justicia
ejemplarizante, la justicia de retaliación y la justicia del poder local, que dependen, por
un lado, de las demandas de la sociedad local que se quiere controlar y, por el otro, de
las condiciones de la expansión del grupo guerrillero en cuestión. Así por ejemplo, “la
actual forma predominante de justicia guerrillera, (la justicia del poder local), surge
articulada a los conflictos o movimientos locales o regionales, o se engarza a ciertos
cambios institucionales relacionados con la democracia local. Al mismo tiempo la
justicia para el poder local es también consecuencia de la reciente territorialidad de la
guerra. La oferta de seguridad y de una justicia rápida, barata y eficiente, es un
importante elemento para el control permanente de los territorios”(Aguilera, 2001,422)
En cambio, la justicia ejemplarizante y la de retaliación corresponden a momentos
distintos de la expansión de los grupos guerrilleros: la primera se daba cuando
enfrentaban las demandas de orientación por parte de una sociedad de reciente
establecimiento, y la segunda, cuando intentaban articularse con los movimientos
sociales regionales. Desde la perspectiva de Aguilera es necesario ligar la pregunta por
la justicia guerrillera con la estrategia política de esos actores, ya que entre la justicia
guerrillera y la estatal existen rivalidades pero también importantes
complementariedades.
Como consecuencia de estos poderes de hecho y justicias alternativas, la población de
las zonas de colonización e incluso los funcionarios públicos de esas localidades sienten
que sobre ellos gravitan “dos órdenes políticos y jurídicos con capacidad de sanción,
pero con diferente nivel de eficiencia, el del Estado y el del contraestado. Este orden
alternativo recibe diferentes nombres según las regiones: “la ley de atrás” en el
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Magdalena Medio, “la ley del monte” en Urabá y el Sur del país, “la ley de la guerrilla”
en el cañón del Cauca. (M.T Uribe, 2001, 261-262).
Estas similitudes y complementariedades son igualmente señaladas por Daniel Pécaut y
Marco Palacios: Pecaut llama la atención sobre la forma como la modalidad de
territorialización impuesta por la coacción de los actores armados reedita dinámicas
usadas tradicionalmente por los partidos políticos: la función de coacción de las
guerrillas, los paramilitares y las milicias populares de los barrios periféricos dentro de
sus demarcaciones territoriales no era totalmente novedosa en Colombia ya que los
partidos tradicionales habían operado así desde tiempo atrás en muchos municipios del
país. Pero con una diferencia significativa: “la inserción o no de estos repartos en el
campo de la política institucional” (Pecaut, 2001, 203-204, 235-237) Y Palacios enfatiza
el hecho de que la guerrilla se apoya “en redes clientelares adecuadas a la jerarquización
empírica de la sociedad rural...”, basadas en la familia como “la unidad política básica y
no el individuo” (Palacios, 1999,381).
Al mismo tiempo, la insistencia de Palacios en la necesidad de estudiar los vínculos
“entre la expansión guerrillera y las dinámicas cotidianas de compadrazgos, amistades y
odios entre familias y veredas”, nos lleva a recordar el peso de tales amistades y odios
como formas de filiación y los tipos de relación política constitutivos del bipartidismo.
(González, 1997). En una dirección similar se orientan los planteamientos de Deas para
quien “la filiación política afecta el sentido de la familia, la identidad local, la identidad
personal y el compromiso ideológico” (Deas,1995,28). Estas importantes continuidades
entre la forma de operar de los antiguos partidos políticos y algunas prácticas de los
grupos guerrilleros hacen que Pecaut señale que no es sorprendente que los habitantes de
las zonas de colonización acepten como fenómeno “normal” la coacción ligada a la
territorialización, al ser considerada como “una modalidad ineluctable de integración a
la nación” (Pecaut, 2001,236-237)
Estas semejanzas pueden ser ilustradas también con la comparación con el caso de
Trujillo, en el valle del Cauca, analizado por Adolfo Atehortúa (Atehortúa, 1995) y el
caso del Meta, donde los líderes regionales se apoyaron en antiguos jefes guerrilleros de
la Violencia de los cincuenta. Esas similitudes le permiten a Pécaut afirmar que la
guerrilla aparece en esas zonas como “clase política alternativa” que interactúa y
negocia con las autoridades locales: los “jueces, los policías, los alcaldes y los
concejales municipales se vuelven partícipes de las interacciones que van definiendo las
reglas de hecho de los juegos locales. Tienen que formar parte de las redes
organizacionales prevalecientes, luchar por la apropiación del poder, negociar con los
protagonistas de la violencia. Nada más lejos de la institucionalidad democrática”.
(Pecaut, 2001,266)
El surgimiento de la guerrilla en las zonas de colonización le permitió, como señalaba
Pécaut, convertirse ella misma en red de poder y adelantar un proceso de centralización
del poder político en sociedades de reciente asentamiento. Esto se lograba, con el apoyo
no sólo de los campesinos, sino también de los hacendados que “quieren orden”
(Cubides y otros, 1998,779) y quienes, en el caso de “estar en regla, pueden ser
protegidos incluso de las reivindicaciones de los campesinos”. Incluso, Pecaut utiliza el
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caso de la pervivencia, en zonas controladas por la guerrilla, de las Juntas de Acción
Comunal, que son asociaciones de pobladores a la vez que organizaciones ligadas al
Estado colombiano, por la guerrilla, junto con el interés por una mayor inclusión al
Estado por parte de los mismos colonos que apoyan a la guerrilla en ellas, muestra que
no hay una oposición tan radical entre las zonas controladas por la guerrilla y aquellas
reguladas por el Estado en relación a la articulación de sus poblaciones con las
instituciones estatales (Pecaut, 1997,20). Esta situación hizo, según Palacios, que las
guerrillas pudieran consolidar su “papel de clase política local alternativa en muchas
comarcas del Arauca, Meta, Guaviare y Caquetá” (Palacios 1999,377), aunque sin
buscar explícitamente ninguna articulación con el Estado central.
Estos análisis del caso colombiano coinciden bastante con algunos hallazgos de
Wickham- Crowley sobre el auge y el declive de los gobiernos guerrilleros en América
Latina, que muestran cómo el apoyo campesino a las guerrillas no se explica
suficientemente por “el terror o el surgimiento de la conciencia”, sino que se deriva “del
establecimiento de un modelo asimétrico de intercambio entre ellos”. Para ello, este
autor retoma planteamientos de Barrington Moore, específicamente la distinción entre
“autoridad predatoria” centrada exclusivamente en la coerción y “autoridad racional”,
que da mayor importancia al consentimiento popular. La autoridad, sin importar si es
formal o informal, reposa en la inestable y conflictiva combinación de coerción e
intercambio. Tal intercambio suele y puede ser asimétrico, pero el punto fundamental de
la discusión está puesto en la regularidad de las dinámicas que vinculan a las
“autoridades” y a las poblaciones sometidas. Algunas de las obligaciones de las
autoridades son: la defensa contra los enemigos exteriores, el mantenimiento del orden y
la paz interna, y la contribución a la prosperidad. A cambio, y por eso se trata de un
intercambio, las poblaciones se someten a rutinas de control, pago de excedentes,
obediencia (Wickham-Crowley, 1995, 8 y ss)
Según este autor, el predominio de este modelo de intercambio entre la guerrilla y los
campesinos y la aceptación de los campesinos del control, a veces demasiado autoritario,
de las guerrillas se explica porque cada uno necesita o desea lo que el otro le puede
ofrecer. Las guerrillas necesitan mover una población, construir un capital político, los
campesinos quieren tierra y una defensa de sus recientes apropiaciones. Por eso, èl
sostiene que “la conversión (de los campesinos) a la ideología marxista se produce
alguna vez, llega después de la afiliación (del campesino a la guerrilla), rara vez antes”
(Wickham-Crowley, 1995, 11 y 19) Además, el autor recuerda que las guerrillas en
América Latina cuentan con públicos interesados en aquellas zonas, “medios rurales en
los que el poder se ejerce cada vez más por la pura coerción (autoridad predatoria) más
que por el intercambio explícito entre campesinos y autoridades” (Wickham-Crowley,
1995, 19). Y, concluye recordando que, en América Latina, la aceptación del control
guerrillero en el nivel regional ha dependido fundamentalmente de las condiciones
regionales, por lo que no constituye una garantía de éxito en el nivel nacional.
(Wickham-Crowley, 1995, 14 y 1987, 473-499)
Actores armados y poderes locales consolidados: de la tutela a la
resistencia armada
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La importancia de ese cálculo racional en las relaciones de intercambio entre guerrillas y
campesinos se hace evidente cuando las guerrillas abandonan su nicho original, las
zonas de colonización, donde los mismos grupos guerrilleros habían sido protagonistas
del proceso de colonización y de la organización de sociedades de reciente asentamiento,
para avanzar hacia zonas más integradas a la política y economía nacionales o a zonas de
colonización más o menos organizadas donde las comunidades campesinas han
alcanzado ya algún grado de cohesión y jerarquización internas.
Con respecto al intercambio en esas áreas, Pecaut recuerda que “donde la guerrilla ejerce
un control sobre la población sin que él mismo esté relacionado con beneficios
económicos individuales o colectivos, le es más difícil que se reconozcan su poder y
normas; las exacciones son entonces muy mal recibidas”(Pécaut, 1999,16 y ss) Esta
situación es ilustrada por el caso de Puerto Boyacá, donde la resistencia contra las
exacciones de las Farc muestran un profundo contraste con su papel mediador en el caso
de los campesinos cocaleros. Por eso, es preciso insistir en que las modalidades del
control varían según las regiones y los momentos que afrontan sus respectivas
poblaciones. El caso más estudiado es el de las zonas de narcocultivo, que inspira
parcialmente los análisis de María Teresa Uribe, antes citados: el papel de las FARC
como protectoras de los colonos e instauradoras de cierto orden local justificaba su
cobro de impuestos, y la aceptación de los colonos de ese orden y esos impuestos podría
explicarse en términos de cálculo racional, como muestra Pécaut, que a su vez previene
sobre la necesidad de “no subestimar la parte coactiva y los riesgos de desgaste de la
autoridad de la guerrilla” (Pecaut, 1999, 16 y ss).
El cambio de la situación de intercambio se hizo evidente cuando, a finales de la década de
los setenta, las guerrillas de las Farc dejaron de ser la guerrilla partisana de sus inicios
(1966-1977), de carácter defensivo y subordinado a un proyecto político partidista, que se
movía por los territorios tradicionales de las autodefensas de la violencia de mediados de
siglo; especialmente en las regiones del Ariari, el Duda, el Guayabero, el Guaviare y en el
Caguán (El Pato) y en menor medida en el Urabá y el Magdalena medio. Entre 1977 y
1982, la ofensiva de las Farc duplicó sus frentes guerrilleros, siguiendo las metas de
crecimiento diseñadas por la VII Conferencia de esta organización guerrillera, realizada en
1982. Esa transformación de las guerrillas, desde su condición inicial defensiva, como
“autodefensas” en sentido estricto y de su situación en zonas periféricas, a su expansión
hacia zonas más ricas e integradas en la economía y política nacionales produjo un cambio
en el panorama de la violencia. En las nuevas áreas, el recurso cada vez más frecuente a la
financiación mediante la extorsión y el secuestro empezaron a cambiar la percepción de la
sociedad colombiana frente a la violencia.
Estos recursos permitieron la expansión territorial de las guerrillas pero a costa del
desdibujamiento de sus posiciones políticas e ideológicas y al predominio de la dimisión
militar sobre la política. Esta tendencia hacia la militarización había venido preparándose
con la lectura de la coyuntura de la protesta como situación preevolucionaría y la represión
gubernamental contra la izquierda legal, pero era también favorecida por las ambigüedades
de la relación entre militaristas y políticos tanto en la guerrilla como en la actividad política
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legal, que trajeron como consecuencia la masacre de los militantes de la Unión Patriótica
El exterminio de la Unión Patriótica, el proceso fallido de incorporación a la vida legal y el
fracaso del proceso de paz de Betancur profundizarían el predominio de la tendencia más
militarista y menos política de las Farc. Y los ataques del ejército nacional contra las zonas
de influencia guerrillera, especialmente el operativo militar contra la sede central de la
organización, Casa Verde, ubicada en el municipio de La Uribe, llevarían como respuesta a
un mayor fortalecimiento militar y a una gran expansión territorial de este grupo
guerrillero. Y a finales de los ochenta y en los noventa, el encuentro con los frentes de
colonización ligados a la coca y amapola fortalecerían su capacidad de expansión y el
predominio de las dimensiones militares sobre las políticas e ideológicas (González,
Bolívar y Vásquez, 2003, 54-59)
Esta situación empeoró con el acceso del ELN a los recursos provenientes del petróleo,
desviados a favor de sus simpatizantes por medio del llamado “clientelismo armado”, y
de las FARC a los dineros producidos por el narcotráfico. Frente a esa expansión y
tácticas surgen como respuesta las fuerzas paramilitares y autodefensas de derecha, que
recurren también a las mismas tácticas y recursos económicos, lo que profundiza la
intensidad del conflicto por el control territorial de las regiones productoras de esos
bienes. Por otra parte, el recurso de la guerrilla a la extorsión y el secuestro ha terminado
por producir una cierta simpatía de sectores de la opinión publica por el recurso a
soluciones autoritarias.. Es el caso de regiones como las llanuras de la Costa Caribe,
donde la dominación política reposa no tanto en la burocracia del Estado central sino
como en las redes de poder articuladas por el bipartidismo (Romero, 2003).
En regiones de ese estilo, la proyección de la acción guerrillera hacia zonas menos
periféricas, donde ya existían redes de patronazgo y clientelas previamente constituidos,
se encontró con un enemigo que asimilaba sus prácticas políticas, militares y sociales.
En esos territorios, donde existe cierta jerarquización social y alguna dominación
política “sedimentada”, expresada en el surgimiento y la consolidación de poderes
locales más o menos articulados al Estado central por medio de las redes de los partidos
tradicionales, los grupos de guerrilla aparecen como una amenaza a la red de
dominación ya impuesta, como un obstáculo para las relaciones entre las autoridades
locales y las autoridades nacionales y para el control que una red política ya consolidada
posee sobre cierto territorio y su población.
En esas áreas, la acción insurgente adopta características muy diferentes de las que tenía
en las regiones de colonización periférica: en ellas, los actores armados buscaron
penetrar las administraciones locales y “tutelar” de alguna manera su funcionamiento
para acceder a sus recursos fiscales. Para algunos analistas, como Alfredo Rangel, la
estrategia guerrillera encaminada a copar los poderes locales buscaba resolver la
contradicción que existía entre su “gran solidez económica y una indiscutible y creciente
capacidad militar” y “una inmensa debilidad en su capacidad de convocatoria política
nacional”. Para ello, las guerrillas aprovecharon los espacios abiertos por la
descentralización que empezó a desarrollarse desde mediados de la década de los años
ochenta. En esto fue pionero el ELN, que resolvió que “si las alcaldías y concejos
municipales iban a administrar recursos del petróleo, pues había que meterse en las
administraciones locales” (Rangel, 1999,36).
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En ese sentido, Rangel muestra cómo se insertaba la guerrilla en el proceso político local
mediante la protección de los candidatos que han hecho acuerdos con ella, la
amedrentación de los que se han negado a ello, la “tutela” y vigilancia sobre la
administración de los funcionarios elegidos, la orientación del gasto público local y del
reparto burocrático. Es diciente su conclusión de que, en esencia, “las funciones
clientelistas y gamonalicias” que por la vía del terror ha llegado a desempeñar la
guerrilla en algunas regiones no difieren “de las que siempre han ejercido las elites
políticas tradicionales en las localidades” (Rangel, 1999, 35-37). Incluso, estas formas
“tradicionales y premodernas de hacer política” se realizan a veces “en conjunción de los
viejos caciques políticos de las localidades”. En el mismo sentido, Camilo Echandía
señalaba que las guerrillas “han logrado acceso a los recursos públicos de las
administraciones locales y departamentales mediante acuerdos con funcionarios
corruptos” (Echandía, 1999, 136)
La referencia más articulada a este fenómeno la provee Andrés Peñate (Peñate, 1999),
que se muestra sorprendido por la asimilación insurgente de prácticas tradicionales de
acción política que son señaladas como “corruptas”, propias de un “clientelismo
armado”. Este autor analiza el dinamismo de la vida política local en Arauca, que se
expresa en las tensiones entre grupos políticos rivales que instrumentalizan a los actores
armados y en las rivalidades entre grupos guerrilleros, cuyas formas de relación con la
población son muy diferenciadas. Este complejo juego de facciones y grupos armados se
modifica con los cambios asociados a la explotación de petróleo, que trastocan el
comportamiento de los actores armados y su relación con la política. Esta situación hace
que Peñate concluya que “ve muy difícil que el ELN se erija en opción de poder si copia
los hábitos y prácticas por los que el grueso de la población desprecia y critica a la clase
política”. Según él, “por el camino del clientelismo local no se derrota a la oligarquía
nacional, cualquier cosa que eso sea, sino que quien lo pretende se convierte en
oligarquía local o en su sirviente, cosa que está ocurriendo en varias partes del país”.
Esas aseveraciones de Peñate ilustran la manera diferenciada como los grupos armados
se insertan en las dinámicas propias de las sociedades regionales: en el momento inicial
de su inserción en el territorio, el ELN quería diferenciarse de las Farc, por lo que se
negaba a participar en elecciones y a establecer vínculos con la población de los colonos
que llegaba al Sarare, pero el desarrollo mismo del conflicto armado les mostró que la
lucha guerrillera no se daba solo en lo militar, sino también en la política local y era muy
difícil conseguir el apoyo de la población civil si la organización armada no tomaba
partido a favor de movimientos políticos locales (Peñate, 1999, 79)
En sentido similar al de Peñate, Palacios ha señalado esta “asimilación” del clientelismo
como muestra de “la versatilidad guerrillera”, cuya evidencia encuentra en el caso de
Urabá donde la rivalidad política entre guerrillas y otros movimientos políticos se
resolvía por medio del intercambio de los votos por lotes-vivienda. (Palacios, 1999, 366)
Los planteamientos de Peñate sobre la continuidad entre la adscripción política
tradicional a los partidos y la adscripción y el tipo de prácticas políticas que propician
los actores armados son recogidos por Pécaut, que concluye que tanto los partidos como
los actores armados pueden ser leídos como redes de poder, que se diferenciarían “por el
uso abierto y sin reserva del terror.” (Pecaut, 1997) Rangel comparte estos
26
señalamientos, al señalar que la guerrilla se ha convertido a la vez en factor de
corrupción de las administraciones locales y de explotación de viejos problemas del
Estado colombiano (Rangel, 1999, 39)
Esta insistencia nuestra en la continuidad de las prácticas políticas de los partidos y de
los actores armados trata de insinuar la relación de esos comportamientos con el tipo de
sociedad que respalda esas prácticas provengan del sector que provengan. Esta situación
hace que, en cierto sentido, se pueda generalizar al caso de la dominación clientelista de
los gamonales locales adscritos a los partidos tradicionales los conceptos que María
Teresa Uribe había utilizado para describir las territorialidades bélicas: los pobladores e
incluso los funcionarios públicos de esas localidades sienten que sobre ellos gravitan
“dos órdenes políticos y jurídicos con capacidad de sanción, pero con diferente nivel de
eficiencia, el del Estado y el del contraestado ( M.T. Uribe, 2001, 261-262) Pero esta
situación se presenta con mayor frecuencia en los territorios de reciente colonización,
donde las instituciones estatales apenas comienzan a hacer presencia o en los territorios
donde tampoco se han consolidado las redes de cohesión y jerarquización social que
sirven normalmente de base para la articulación a la nación por la vía de los partidos
tradicionales. En estas situaciones, se producen “fenómenos de inorganicidad y de
fragmentación en la amplia y compleja fronda de la burocracia estatal”( M.T. Uribe,
2001, 256-257), que reflejan la fragilidad de la soberanía estatal en esos territorios,
manifestada en el escaso control que tienen los altos poderes públicos sobre sus propias
burocracias locales y regionales, sobre sectores de las fuerzas de seguridad y sobre un
conjunto de empleados que desempeñan sus labores en esos territorios.
Esta creciente participación de los actores armados en el poder local y su uso de la
coerción para producir filiaciones política revela el tipo de lucha política que es posible
mantener en un Estado cuyas instituciones deben estar negociando continuamente con
los poderes locales y regionales previamente existentes o en proceso de consolidación en
las regiones y localidades. (Palacios, 1999, 381) O sea, que las modalidades del
comportamiento de los actores armados se diferencian según el tipo concreto de relación
que tienen las poblaciones de las regiones con las instituciones estatales realmente
existentes que encuentran en ellas, que distan mucho del modelo de Estado que aparece
en sus discursos oficiales. Según esta perspectiva, la antigua dinámica de la insurgencia
izquierdista que se dirigía contra el Estado ha dado paso cada vez con más frecuencia a
un choque de múltiples actores que rivalizan por el control estratégico de territorios
locales” (Chernick, 1999,7). Esto no suprime el carácter estratégico de ciertos territorios
en disputa, sino que pretende llamar la atención sobre dos hechos: en primer lugar, que
los actores armados no enfrentan un Estado centralizado que cuenta con dominio directo
en las regiones, lo que implica modificaciones de las condiciones del enfrentamiento. Y,
esto significa, en segundo lugar, que el intento de los actores armados de controlar
ciertos territorios no implica desentenderse del enfrentamiento con el Estado, sino
pelear con él desde nuevos lugares, de acuerdo al estilo de presencia que tienen sus
instituciones en las regiones en disputa.
En un sentido similar, puede interpretarse la resistencia de los grupos paramilitares que
el avance insurgente encuentra en esas zonas articuladas al Estado por la vía de los
gamonales ligados a las redes del bipartidismo. Allí los paramilitares representan, en
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términos muy amplios, un esfuerzo por reestablecer el dominio político tradicional, tanto
frente a las amenazas del avance guerrillero que buscaba desplazarlos del dominio del
poder local como de los programas de reformas sociales y desregulación económica
puestos en marcha por el Estado central, impulsados por sectores tecnocráticos que a
veces no tienen en cuenta las particularidades de las regiones y localidades. Este proceso
es, en cierto sentido, un correlato de los esfuerzos centralistas de distintos gobiernos que
trastocan de manera importante las relaciones entre el gobierno y sus intermediarios
regionales.
Esta situación es evidenciada por Mauricio Romero en el caso de Córdoba, donde los
intentos de reforma agraria de Lleras Restrepo y la política de paz de Belisario Betancur
incidieron en la desarticulación entre poderes regionales y Estado central, que se
convirtió en antecedente de la consolidación del proyecto paramilitar (Romero, 1988,
81). Los antiguos intermediarios del Estado se sintieron entonces traicionados y sus
rivales interesados en debilitar tal dominio se encontraban abruptamente fortalecidos con
una política estatal. En ese interés por reestablecer la dominación de las redes
bipartidistas de poder bipartidistas y de reconstruir las jerarquías políticas tradicionales,
los grupos paramilitares combinan distintas estrategias, similares a las de la guerrilla: el
control de las autoridades locales, la orientación del gasto público municipal, el
patrocinio de organizaciones sociales tuteladas por ellos, entre otros (Alonso, 1997,49).
En ese sentido, los grupos paramilitares pretender mantener o restablecer un dominio
directo de la población local por parte de los sectores establecidos, que normalmente
sirve de base para una articulación con el Estado central. Pero el problema es que el
desarrollo del proyecto paramilitar también produce el surgimiento de nuevos liderazgos
sociales y políticos, que terminan por desplazar a los antiguos detentadores del poder
local que los habían impulsado en sus comienzos.
Una situación semejante se presenta en las áreas y subregiones que se van integrando
paulatinamente a la economía y política nacionales, donde se ha ido cerrando la frontera
agraria y se han configurado redes locales y regionales de poder: en ese proceso, la
población ha quedado fijada a un territorio y la vida social ha quedado enjaulada en un
espacio; la construcción y mejoría de las vías de comunicación y medios de transporte
han intensificado las interrelaciones entre los pobladores; ha surgido un grupo de
comerciantes, se ha producido cierta concentración de la propiedad de la tierra y se ha
consolidado una red local de poder. La jerarquización de la sociedad ha ido generando
una sedimentación de los lazos de dependencia, que hace posible el proceso de
articulación de los poderes locales al Estado nacional y permite avanzar hacia la
consolidación del monopolio estatal de la coerción y de la administración de la justicia.
(Gellner} La vida política comienza a nacionalizarse y estatizarse por la vía de la
relación de estos poderes locales con las instituciones estatales.
El surgimiento y expansión del paramilitarismo de derecha
Esta situación puede ejemplificarse por la evolución de algunos territorios del
Magdalena Medio, donde los años noventa muestran los comienzos del cierre de la
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frontera agraria, se presenta un aumento de concentración de la tierra por adjudicación
de baldíos a coroneles del ejército y dirigentes gremiales, las compras de tierras a
productores afectados por la crisis del agro en los noventa, la descomposición de la
economía campesina minifundista y el despojo forzoso de campesinos y colonos, que se
desplazan a Barrancabermeja. Esta crisis favorece la expansión ganadera y cocalera: se
agotan las zonas baldías que permitían el avance de nuevas colonizaciones, pues solo
quedan algunos bolsones (reserva forestal y baldíos) en la zona del Carare y sur de
Bolívar (Alonso, 1997, 41).A fines de los noventa, era ya evidente el agotamiento del
proceso colonizador en la subregión sur del Magdalena Medio (Vargas 1992, 265). En
esas zonas se consolidan los grupos paramilitares, mientras que en los bolsones o
parches de la colonización campesina y de los baldíos, se mantienen focos guerrilleros
más o menos estables (Vásquez, 2004, 202)
Este proceso de concentración y la ganaderización de la tierra es especialmente visible
en las zonas de Puerto Boyacá, el Magdalena medio antioqueño, las áreas de Chucurí y
Sabana de Torres, el sur del Cesar y los municipios de Puerto Parra, Landázuri y
Cimitarra. En esas áreas surgen y se consolidan grupos de autodefensa de derecha, como
los del corregimiento de San Juan Bosco Laverde, en San Vicente de Chucurí, desde
finales de los años setenta y en Puerto Boyacá, en los ochenta. Estos casos pueden
ilustrar el cambio de actitud de los ganaderos frente a la guerrilla: inicialmente, los
ganaderos de Puerto Boyacá colaboraban económicamente con la guerrilla, a cambio del
control del robo del ganado y la defensa del orden local, mientras que la acción represiva
de las fuerzas militares no hacía sino aumentar la desconfianza de la población civil.
Pero, la situación se invirtió cuando el Frente XI de las FARC aumentó excesivamente
los cobros de vacuna a ganaderos, comerciantes y campesinos mientras que el ejército se
iba ganando el apoyo de la población civil con un nuevo estilo de oficiales y soldados,
que enfatizaban las brigadas de salud y otros servicios comunitarios, lo que permitió
conseguir su apoyo para erradicar a las FARC de su territorio. Los ganaderos y
terratenientes perciben al ejército suficientemente fuerte para ofrecerles protección en
vez de la de guerrilla (Medina 1990, 170) y aceptan la lectura del conflicto desde la
perspectiva de guerra fría de los generales de la Brigada XIV de Puerto Berrío. Estos
propietarios y los poderes locales a ellos ligados ahondan sus diferencias con el Estado
central cuando el presidente Betancur negocia con la guerrilla y cuando el presidente
Pastrana acepta la propuesta de zona de despeje para facilitar las negociaciones con el
ELN.
El grupo del caserío de San Juan Bosco Laverde conservaría su vocación local y carácter
reactivo, más de contención antiguerrillera, sin pretender convertirse en actor regional,
aunque llevaría a la creación de una base paramilitar en el Carmen y San Vicente de
Chucurí con la búsqueda de bases sociales y una estrategia de repoblamiento, más
ligados orgánicamente al ejército. Este grupo extendería su influencia hasta el Bajo
Simacota, Betulia, y alrededores de Barranca. ( Vásquez, 2004, 183). Algunas de las
autodefensas de la provincia de Chucurí se convertirían en cooperativas de seguridad y
representan cierta continuidad con la tradición conservadora de las contraguerrillas
antiliberales de 50s (Medina 1996,30).
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En cambio, para 1988 el proyecto paramilitar de Puerto Boyacá ha superado ya el
ámbito militar reactivo para convertirse en una república independiente contrainsurgente
(Medina 1990, 231), sin mucha proyección nacional pero con gran influencia en el nivel
regional por medio de encuentros de alcaldes, que van extendiendo el modelo hacia
Cimitarra, Landázuri, La Sierra, Puerto Triunfo, La Dorada y Puerto Wilches, hasta
llegar a comprender unos 16 municipios de la región, con influencia en Puerto Nare,
Puerto Berrío y Puerto Parra. Muy ligados al narcotráfico y a los ganaderos de Caldas,
Antioquia y Tolima (Vásquez, 2004, 183) demás, los paramilitares de Puerto Boyacá
darían entrenamiento militar a grupos de otras regiones como Córdoba y Urabá. La
consolidación del modelo en la región se hizo evidente en la reducción de las acciones
bélicas y las expresiones de protesta social, que hacen que Puerto Boyacá deje de ser
visible en la prensa nacional durante esos años. Estos grupos serían la base de expansión
paramilitar en la provincia de Chucurí y de la expansión a la subregión norte, a finales
de 80s y principios de 90s, como factor central del desalojo del ELN de una de sus áreas
históricas
En esa reducción se hizo evidente el trabajo conjunto entre los grupos de autodefensa de
la región y el ejército nacional, con el apoyo de representantes de la TEXACO, gremios
ganaderos, comerciantes, defensa civil y poderes políticos locales, para desarticular el
trabajo y la organización política del partido comunista y de las FARC, mediante la
represión sistemática y selectiva contra activistas y dirigentes políticos o cívicos,
campesinas y todas las personas que, supuesta o realmente, podían servir de apoyo de
estas fuerzas. Estas operaciones de “limpieza” de Puerto Boyacá y sus zonas aledañas de
Santander y Cundinamarca tuvieron lugar en los años 1981, 1982 y 1983. Por eso,
Puerto Boyacá registra una tendencia diferente al resto de los municipios de estos
territorios, cuyas movilizaciones se dieron como protestas por los secuestros del ELN y
contra la zona de despeje para las negociaciones con este grupo, o en solidaridad con el
general Yanine Díaz. En general, la mayor parte de las localidades del Magdalena,
lideradas por Asocipaz, los grupos económicos y autoridades locales, se movilizó en
contra de la zona de despeje, por medio de paros cívicos y el bloqueo a las vías.
En 1983, se inició un proceso hacia la legalización e institucionalización del proyecto
paramilitar en lo político, social, económico y militar, que se expresó en la oposición
frontal al proceso de paz del presidente Betancur y las FARC, liderado por ACDEGAM,
Asociación de Campesinos y Ganaderos del Magdalena Medio. Sus actividades de
adoctrinamiento anticomunista, difusión de las doctrinas de TFP, Tradición, Familia y
Propiedad y de entrenamiento militar llevaron a una intensa polarización política de la
región. Las consiguientes masacres y asesinatos colectivos tocaron incluso a
funcionarios del propio Estado, lo que produjo una arremetida institucional contra el
paramilitarismo a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa. Esta reacción
estatal llevó al repliegue del proyecto de Puerto Boyacá a su zona original y al retorno a
su carácter reactivo y defensivo, con tensiones internas entre aliados de narcos y
autodefensas terratenientes (1990-1993), en las que se inscribe la muerte de Henry
Pérez.
Sin embargo, los oficiales acusados de hacer parte de los grupos paramilitares o
colaborar con ellos, fueron absueltos por la justicia penal militar. Años más tarde, en
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2004 la Corte Internacional de Derechos Humanos condenó al estado colombiano por
uno de estos casos de connivencia.. Otros intentos de institucionalización social y
política del proyecto paramilitar en la región fueron los Comités de Solidaridad del
Magdalena Medio, a finales de los ochenta y comienzos de los noventa, y el Movimiento
de Restauración Nacional, MORENA, liderado por Iván Roberto Duque, secretario
general de ACDEGAM, surgido en 1989. Los herederos de esta experiencia piloto son
Ramón Isaza en el Magdalena medio antioqueño y el Bloque Central Bolívar, que
prolonga la herencia de Pablo Guarín.
Muy diferente del surgimiento de estos grupos como estrategia contrainsurgente es el
caso de la hacienda Bellacruz en el Cesar, que constituye una especie de reedición de las
viejas prácticas de los latifundistas para expandir los límites de las haciendas, pero en el
contexto actual de paramilitarización de la región: se registran allí acciones de grupos
de violencia privada, con cierta relación con las fuerzas de seguridad del estado y las
autoridades locales del orden ejecutivo y judicial, claramente al servicio de una familia
de terratenientes, con importantes vínculos con la política de orden nacional y con
bastante control de las autoridades locales.
El conflicto se inscribe en el marco de la expansión de la frontera agrícola y ganadera,
en este caso ligado a la colonización de tipo terrateniente en el Sur del Cesar, más
concretamente a la consolidación, a partir de 1934, del latifundio de la familia
Marulanda en territorios de tres municipios, La Gloria, Pelaya y Tamalameque. La
extensión de esta propiedad se realizó mediante los mecanismos tradicionales de la
expansión terrateniente en Colombia, como compras forzadas de las mejoras de
campesinos y colonos, complicados y largos procesos jurídicos y desplazamientos
forzados, que explican los conflictos de la familia Marulanda con los campesinos ya
organizados en sindicatos agrarios, desde 1950, lo mismo que las invasiones o
“recuperaciones” de tierras, a partir de 1987. Esas invasiones fueron contrarrestadas por
la policía local de Pelaya y soldados del batallón Ayacucho, pero llevaron al INCORA a
iniciar un proceso de clarificación de la situación jurídica de los terrenos de la hacienda,
que declaró como baldíos unas 2000 hectáreas, ocupadas por 170 familias. La
declaración fue apelada por la familia Marulanda pero confirmada por el INCORA y el
Consejo de Estado
Al lado de la presión policiva y militar contra los campesinos y los recursos de tipo
legal, se presentaban otra serie de presiones y hostigamientos: los celadores de la
hacienda incendiaban los ranchos y los cultivos de los campesinos ocupantes de las
tierras, grupos de gente armada agredían a los campesinos. En 1995, se menciona
específicamente la presencia de 200 paramilitares, del grupo de Víctor Carranza, en la
hacienda de los Marulanda, para “limpiar” la zona. Esta situación produjo el
desplazamiento, en febrero de 1996, de varias familias campesina, entre 170 y 280,
como producto de la presión de un grupo paramilitar, que, según las denuncias de los
campesinos, estaba al servicio del dueño de la hacienda y operaba en estrecha
connivencia con el ejército. De acuerdo con las denuncias, los paramilitares sacaron a las
personas de las casas, las golpearon, robaron o destruyeron sus pertenencias, quemaron
sus viviendas y la escuela, después de varios intentos de desalojo ordenado por el
31
juzgado municipal. Y dieron a los campesinos un plazo de cinco días para irse, so pena
de ser asesinados. (Prada, 2004, 116-117)
Pero, ya en los años noventa surgirían los grupos paramilitares del sur del Cesar,
AUSAC, y de Santander, ligados a intereses políticos y económicos de la agroindustria
de la palma africana y la ganadería latifundista de San Alberto y Puerto Wilches, que
logran desalojar a la guerrilla de las zonas planas y hacerla replegarse hacia el
piedemonte de la serranía del Perijá. Este núcleo, con lazos con Carranza, tiene alguna
influencia en Sabana de Torres y Rionegro (Vásquez, 2004, 183-184) y controla la vía
entre Bucaramanga y la Costa Atlántica, el tramo final de la troncal del Magdalena
medio.
Las lógicas regionales de estos grupos logran cierta cohesión y proyección nacionales
con la formación de AUC, federación de grupos regionales impulsada por los hermanos
Castaño a partir de las ACCU, que integra a la mayoría de los grupos regionales, incluso
Ramón Isaza, receloso del liderazgo de Castaño. Estos grupos mostraban un interés
evidente para avanzar hacia la zona norte del Magdalena Medio, especialmente la ciudad
de Barrancabermeja, el valle del río Cimitarra y el sur de Bolívar, considerados
bastiones de la guerrilla. La expansión militar avanzaba tanto desde el noroccidente del
país (Córdoba, Sucre, Urabá antioqueño y sus zonas de influencia, como desde la
subregión del sur del Magdalena Medio). La intención de Castaño de tomarse a Barranca
fue expresada en 1997 y la ofensiva culminaría con el control total de la ciudad, a fines
del 2001, después de una disputa territorial entre paras, ELN y Farc, por el dominio de
las comunas. Esta disputa convertiría a Barranca en una de las ciudades más violentas de
Colombia: allí se pasó de guerra sucia antiguerrillera con operaciones encubiertas del
ejército y armada, a presencia armada de paras en barrios antes controlados por ELN y
Farc. (Vásquez, 2004, 183).
Paralelamente a la marcha sobre Barranca, se desarrollaba una ofensiva paralela de las
AUC en el sur de Bolívar, donde había fuerte presencia del ELN: en los años noventa; se
presenta un incremento de las acciones paramilitares a finales de la década: sus acciones se
concentran en los cascos urbanos de Santa Rosa, San Pablo y Simití. Según Esmeralda
Prada, los enfrentamientos entre guerrillas y paramilitares en el sur de Bolívar se debía a la
lucha por el control de los cultivos de coca en San Pablo, Simití y Cantagallo, y a la
situación estratégica de la subregión como corredor de acceso a las zonas planas de
Córdoba, Sucre, Bolívar, Cesar y Santander (Prada 2004, 114). En esos enfrentamientos se
presentan, en 1996, incursiones en Morales de grupos provenientes de Aguachica, Gamarra
y La Gloria y la consolidación del bloque norte de las AUC, al mando de Salvatore
Mancuso, lleva en el 2000 a una ofensiva para copar al ELN en la serranía de San Lucas, en
el sur de Bolívar. A fines del 1999, ya ocupaban las estribaciones: Castaño hablaba del
control del 80% del territorio, que comprendía la totalidad de San Pablo, Simití, Monterrey,
Pozo azul, Vallecito, Paraíso, Norosí, Pueblo Mejía y Tiquisio. (Cambio No.337, 29 nov-6
de diciembre de 1999). Esa consolidación de Mancuso permite financiar esta ofensiva, lo
mismo que la del Catatumbo, traspasada luego a los narcotraficantes del Putumayo.
A partir de estos procesos de expansión paramilitar, se constituye, a finales del 2002, el
Bloque central Bolívar, el de mayor dinamismo (Romero 2003, 243): estos avances eran
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facilitados por las oportunidades que brindaban los excesos de las guerrillas en el tutelaje
de la política social y en el apoyo a la movilización social. Se consolida así la posibilidad
de ligar la lucha contrainsurgente a la contención de la protesta social por medio de la
implantación de proyecto de orden social, basado en la aceptación de justicia privada y la
ampliación de la estigmatización anticomunista a toda disidencia e inconformidad.
Desterritorialización y reterritorialización por el terror
La reacción paramilitar contra los poderes de hecho construidos por las guerrillas en las
zonas tradicionalmente controladas por ellas mostró su capacidad para ejecutar acciones
bélicas más allá de sus sitios de origen y de su emplazamiento tradicional: su acción se
orienta preferentemente, con claro conocimiento de las territorialidades bélicas, hacia la
disputa del control territorial de los grupos insurgentes, el monopolio sobre los recursos
económicos de las regiones y las tramas de sociabilidad que sirven de base a los
mecanismos políticos de representación e intermediación, lo que les procura cierta
legitimidad social Esta capacidad de los grupos armados para salir del territorio que
habitualmente controla para desarrollar actividades, permanentes o esporádicas, en el
territorio del adversario, lleva al desdibujamiento de las fronteras entre los territorios
controlados por los actores armados, que deja sin términos de referencia a la población
civil, que queda indefenso, vulnerable y librado a sus propias fuerzas, al volverse
totalmente arbitrario y azaroso cualquier principio de organización predecible: la
carencia de cualquier organización para la acción incrementa los niveles de
incertidumbre y desconfianza.
A esto añade el hecho de que la fragilidad de la adhesión ideológica de los combatientes
y la fluidez de sus identidades hacen que puedan contar con la guía y el apoyo de
antiguos guerrilleros y colaboradores de la guerrilla, cuando el propio jefe o el grupo que
controla el territorio cambia su lealtad a favor de otro grupo de diferente signo
ideológico. Esto les permite realizar asesinatos selectivos, sin abandonar tampoco el
recurso a las masacres indiscriminadas y a los actos de sevicia y las torturas de las
víctimas frente a las poblaciones forzadas a presenciarlas (Pecaut, 1999, 264-265) Esta
situación se agrava cuando la soberanía ejercida de hecho por un grupo armado es
desafiada por el avance de otro que lo quiere desplazar del control del territorio.
Las identidades de los pobladores se hacen entonces muy frágiles tanto por la
heterogeneidad social y cultural de los pobladores como por la experiencia de éstos y la
tradición familiar que los previene sobre la fragilidad y vulnerabilidad de todo dominio,
en esas situaciones de disputa territorial: la certeza de que la protección otorgada por un
grupo hegemónico en la región puede desaparecer súbitamente con su sustitución por
otro, que considera enemigos a los protegidos por el primero, hace que las gentes
recurran preferentemente a “la invisibilización, al silencio, o al éxodo”. De ahí la fluidez
de lealtades que hace fácil el cambio de un bando a otro, “la creciente mercenarización
de los ejércitos, el carácter cada vez más opaco y más civil de la confrontación, la
amplísima diferenciación regional y la predominancia de los intereses semiprivados
sobre los públicos y políticos” (M.T. Uribe, 2001, 267).
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Esta situación de “soberanías fluidas” y lealtades igualmente cambiantes lleva a que los
actores armados de distinto signo ideológico recurran constantemente a estrategias de
terror para mantener la lealtad de la población de los sitios que tienen bajo su influencia
pero sin poder tampoco garantizar su protección de manera permanente. Esto deja
expuesta a la población a las represalias de la contraparte; además, como los mismos
actores armados pueden a veces cambiar de bando, muchas veces la población civil de
las áreas en conflicto no sabe a qué atenerse ni a quién obedecer.
Además, esta situación se agrava todavía más por las características del enfrentamiento
armado, que no se reduce al combate abierto entre las partes por el control de un
territorio y el aniquilamiento del enemigo, aunque en los últimos años de la década
estudiada los combates habían venido aumentando de manera significativa. En buena
parte, el conflicto armado colombiano se caracteriza por ser una “guerra por tercero
interpuesto”, donde los adversarios no se enfrentan directamente entre sí sino que
golpean a las bases sociales, reales o supuestas, del enemigo, para “quitarle el agua al
pez”, en términos de los paramilitares. Esto significa que, en buena medida, el conflicto
colombiano es una guerra contra la población civil (Pecaut, 1997 y 2001)
Por eso, no es una casualidad el que los distintos actores armados tengan los mismos
problemas para insertarse o participar en la vida política local de las comunidades
campesinas organizadas, ni que tanto guerrilleros como paramilitares tengan rivalidades
con las organizaciones sociales más o menos autónomas. En contra de lo que
comúnmente se cree, no son solo los paramilitares los que enfrentan las organizaciones
sociales preexistentes en la región donde aspiran extender su dominación. Pécaut ha
llamado la atención sobre las dificultades que enfrenta la guerrilla para insertarse en los
órdenes locales articulados en torno a organizaciones sindicales o campesinas
Pécaut,1997,125). Algo similar señalan Cubides, Olaya y Ortiz, que muestran la
ambivalencia de la presencia de los actores armados: “promueven formas de
organización y de solidaridad bajo su férula, pero impiden cualquier grado de
organización autónoma (...) se arraigan en las poblaciones gracias a sus ofertas de
seguridad, pero terminan exasperando a la comunidad” (Cubides y otros, 1998, 239).
Estos señalamientos constatan algo que se ha sostenido a lo largo del documento: el
hecho de que las guerrillas se insertan, de manera preferente, en zonas donde no existe
regulación local ni sociedad jerarquizada
Esta situación lleva a que los actores armados recurran cada vez más a estrategias de
intimidación, como “como componente normal de sus estrategias locales”, como medio
privilegiado para aislar al adversario y cortarle sus eventuales apoyos de la población
civil en regiones enteras: Magdalena medio, Córdoba, Urabá, Barrancabermeja, nordeste
de Antioquia, Putumayo y Meta. (Pecaut,2001, 89-156). Con una novedad importante:
ahora el terror afecta a regiones que no habían sido catalogadas cono lugares de
enfrentamiento o zonas aledañas a ellos sino a zonas cada vez más lejanas de los feudos
tradicionales de los actores armados: incursiones rápidas, asesinatos selectivos,
amenazas y rumores muestran que no hay protección que valga en ningún sitio (Pecaut,
2001, 229-232)
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Este recurso cada vez más frecuente al terror afecta tanto a la delimitación territorial
tradicional del control de los actores armados como a la construcción de nuevas
referencias subjetivas de identidad. Hasta hace poco se consideraba que la violencia iría
pareja al dominio de territorios bien definidos, pero Pécaut introduce matices a esta
consideración al señalar que ni el ejército nacional ni la guerrilla del M 19 han buscado,
por lo general, establecer estrategias permanentes de ocupación territorial, a diferencia
de las Farc, el ELN, el EPL, los paramilitares y las milicias populares. Además, incluso
estos grupos han modificado su posición: inicialmente, las Farc pretendieron asentarse
en las zonas de conflicto agrario para reorientarlos, pues en esa fase el control territorial
no era sino un aspecto de la organización de la población. Luego, la multiplicación de
los frentes de las Farc y el ELN desde comienzos de los ochenta significó una ruptura
del proyecto de consolidar territorios propios y concretó su decisión de ampliar su
inserción a los principales polos de producción de bienes primarios para conseguir
abundantes recursos financieros mediante la extorsión. Sin embargo, la decisión de
guerrillas y paramilitares de “tutelar” las administraciones locales seguían significando
cierta tendencia a la territorialización (Pécaut, 2001, 232.234).
La competencia entre los grupos armados por el control de los mismos espacios rompió
esas territorialidades y produjo un notable cambio en la correlación regional de fuerzas:
los espacios sustraídos a la influencia de los actores armados se reducen cada día. Para
Pécaut, puede hablarse entonces de cierta homogenización del espacio, ya que todos sus
puntos se orientan en torno a la presencia de los actores armados, pero se trata de un
espacio desmaterializado, cuyos puntos se definen por su posición, real o virtual, en las
redes mediante las cuales hacen presión los combatientes. En ese sentido, el autor
retoma el concepto de “no-lugar” de Marc Augé para referirse a “espacios que, privados
de toda característica material, resultan de las interacciones de fuerza” ( Pecaut, 2001,
pp. 237-239)
Este “no lugar” se caracteriza por la dislocación de todo referente institucional, la
desconfianza generalizada de los pobladores, el debilitamiento de las solidaridades
grupales, el repliegue a las estrategias individuales de supervivencia y la incertidumbre.
Incluso donde se mantiene cierta territorialidad, ésta se vuelve porosa, porque los
pobladores no pueden estar seguros de estar protegidos en ninguna parte, ya que el
protector actual puede convertirse mañana en el enemigo y el amigo del vecindario
puede transformarse en el informador que señala las víctimas de la masacre. Ni siquiera
el espacio más privado puede servir de refugio seguro, pues todos se saben
potencialmente o realmente vigilados por todos los grupos armados y el contacto más
inocente con alguno puede resultar sospechoso para el otro, pues los criterios de
evaluación de la posición de cada uno en las redes de control son inciertos.
Como muestra el autor, esta situación resulta muy problemática para los pobladores de
estas regiones conflictivas, que habían aprendido a manejar su relación con los actores
armados presentes en su territorio con estrategias que resultan contraproducentes cuando
un nuevo actor quiere conquistar ese espacio: por ejemplo, cuando los paramilitares se
apoderan de la región de Urabá, la guerrilla se repliega dejando expuestos a sus
milicianos y sus colaboradores permanentes u ocasionales. Lo mismo ha ocurrido con
los asesinatos de los organizadores y participantes en las marchas cocaleras de 1996 en
35
el Caquetá y con los secuestros y amenazas de las FARC y el ELN contra las mujeres
que establecían relaciones afectivas con militares.
Por último, concluye Pécaut, el no-lugar es resultado de “la dislocación de referentes
institucionales”: el ejército es visto como un actor más del conflicto, igualmente temible,
mientras que la justicia es una mera abstracción y los funcionarios locales son los
blancos favoritos de los actores armados. Por supuesto, el escepticismo frente al Estado
tiene raíces históricas muy profundas, pero la percepción de aumento de la corrupción en
los últimos años ha acentuado profundamente el descrédito de las instituciones estatales
(Pécaut, 2001, 241)
La situación de dislocación de los referentes nacionales, especialmente en lo que toca a
la noción de ciudadanía, se hace más grave en el caso del. Desplazamiento forzado, pues
afecta la pertenencia a la comunidad política nacional, a la que no tiene acceso la
mayoría de los desplazados, sobre todo los provenientes de zonas de colonización, jamás
han tenido acceso a ella. En las áreas rurales, los colonos campesinos pueden sufrir
sanciones e incluso la muerte, si desafían al orden local impuesto por los gamonales:
esto deja a los colonos de regiones recientemente poblados sin otra alternativa que
“plegarse a la tutela de cualquier grupo político que disponga de medios de fuerza”: esos
grupos pueden ser manejados por los políticos tradicionales, pero también por la
guerrilla y los paramilitares. Con el tiempo, estos grupos producen “comportamientos de
identidad colectiva”: en el caso de Trujillo, por el prestigio del gamonal en el
departamento y en Urabá, bajo el dominio inicial de las Farc, los habitantes terminaron
por interiorizar los comportamientos exigidos por el grupo armado. Pero, según Pécaut,
se trata, en ambos casos, de “una identidad delegada”y subordinada a los poderes de
hecho, en vez de ser expresión de la ciudadanía, de sus derechos y sus formas propias de
acción. (Pecaut, 2001, 257-278, especialmente 242-249).
Esta subordinación a los poderes de hecho aparece claramente cuando uno de los actores
armados logra la hegemonía en el territorio: es el caso de la implantación del orden
paramilitar en Puerto Boyacá, sur del Cesar, sur de Bolívar y Barranca, donde se
produce una disminución de la violencia generalizada al volverse más selectiva y
focalizarse en dirigentes cívicos y sindicales acusados de colaborar con la guerrilla. El
avance paramilitar a finales de los ochenta y toda la década de los noventa en Barranca
se vio facilitado por el malestar de los pobladores ante los abusos de las milicias en las
comunas nororiental y suroriental de Barranca. Chaparro constata la presencia creciente
de actos de confrontación armada con el ejército en los paros cívicos de Barranca, cuyo
resultado es la pérdida de la identidad del movimiento social y la consiguiente
desaparición de los paros (Chaparro, 1991, 7-8) La instrumentalización militarista de las
protestas agrarias y cívicas convierte la lucha cívica, para finales de los ochenta, en una
acción de fuerza entre actores que comienzan a verse mutuamente como enemigos y a
ella empiezan a vincularse activamente los actores armados (Vargas 1992, 238). Esto
trajo consigo la consiguiente respuesta armada y represiva de la fuerza pública y la
criminalización de la protesta por la presencia de tácticas insurreccionales en ella, que
evidencia límites borrosos entre acción violenta y acción social (Vargas, 1992, 275-276;
Chaparro 1991, 35).Esta evolución se evidencia en el proceso de conquista militar de
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Barrancabermeja por parte de los grupos paramilitares, desde el final de los años ochenta
hasta el 2001.
El inicio del proceso se muestra en las denuncias de asesinatos de sindicalistas,
periodistas y defensores de Derechos Humanos, En el año 1992, se multiplicaron los
asesinatos políticos de dirigentes sindicales y sociales, y las movilizaciones sociales por
el derecho a la vida, dentro del proceso de conquista territorial de la ciudad. Este
proceso estaba asociado a la migración, desde 1987, de pobladores de Puerto Parra,
Cimitarra, Puerto Berrío y la zona chucureña, socialmente vinculados al proyecto
paramilitar, que habían sobrevivido a los ataques de las FARC y el ELN y terminaron
copando las zonas suroriental y norte de la ciudad.. A finales de los noventa, Barranca
era el único sitio del M.Medio sin paramilitarismo, aunque se presentaban denuncias
sobre las intenciones de sitiarla por medio de la alianza de autodefensas provenientes del
sur del Magdalena Medio, de las zonas de Pto Berrío, Puerto Parra, lo mismo que del sur
del Cesar, las Autodefensas unidas de Santander y el Bloque central Bolívar de las AUC.
La masacre del 16 de mayo de 1998 marcó el inicio de la entrada de los paras a
Barranca, que se caracterizó inicialmente por la transición de asesinatos selectivos a
acciones de mayor escala, masacres cotidianas. Esta ofensiva se encaminaba a “limpiar a
Barranca de la guerrilla y la delincuencia”, como confesaba Castaño: Barranca era el
pueblo rebelde de Colombia, hoy rebelde contra los que la dominaban, ya que, en un
año, más de la mitad de la población apoyaba a las autodefensas, que habían ya
recuperado la mayoría de los barrios de la periferia. Según Castaño, en Barranca
mandaba el ELN y todo cambió” (Aranguren 2002, 257)
Para esa misión, Castaño había sido enviado por Castaño, desde abril de 2000, el
comandante Julián, “ganador de la guerra contra el ELN en el Sur de Bolívar”. En
Barranca operaba antes la autodefensa de Camilo Morantes, ejecutado por orden del
estado mayor, por sus abusos y su estrategia equivocada: ejecutaba indiscriminadamente
a todo el que oliera a guerrilla, en una ciudad con todas las ONGs de izquierda
existentes. En cambio, Julián cambió de táctica: no creía que todos los barrios de
Barranca estuvieran llenos de guerrilleros, sino que estaba convencido de que la gente
apoyaba a los milicianos de la subversión por obligación: a ella había que protegerla y
ponerla de su lado. La mejor forma era incursionar cuadra por cuadra y ganarse a la
gente, asfixiada por la extorsión: empezaron por la Comuna Dos, el comercio de la
ciudad, que ya no aguantaba más las vacunas de las FARC o el ELN, ambos, o
delincuentes comunes.. Gradualmente fueron dando de baja a los que manejaban la
extorsión, pero no fue tarea fácil: la recuperación del comercio fue “una época de
pistoleo de lado y lado, pues los milicianos de la guerrilla se defendieron y cien de ellos
fueron ejecutados. Estas ejecuciones se realizaban esporádicamente para no generar
temor, dos o tres por semana. Luego, recuperaron los barrios nororientales, cuadra por
cuadra, en guerra urbana con fusiles, truflay y granadas, combates en pleno barrio hasta
expulsar a los milicianos. Utilizaban los procedimientos clásicos de la guerra de
guerrilla, operando como hacía la subversión. Se infiltraban entre la gente, como
población civil, ante las autoridades, escondían las armas y las sacaban para el combate.
(Aranguren 2002, 255-257)
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Además, el lento repoblamiento de las comunas con personal civil de las zonas ya
controladas permitía contar con informantes, para eliminar a “la fija” a los que de verdad
eran subversivos. Según Julián, la sevicia de masacres de Morantes, que obraba por odio
indiscriminado, resultó funcional al implantar el terror y la cultura del miedo, para
mostrar poder y lograr el control de la población, a finales de los noventa, ya se insertan
en las comunas sujetos directamente vinculados a tareas militares, provenientes de
Córdoba, Antioquia, Urabá y Valle, que implantan “un tipo de hegemonía similar a la
que tenía la guerrilla.
En 1998, los intentos de los paramilitares para penetrar en Barranca se recrudecen con
asesinatos y secuestros de simpatizantes, supuestos o reales de la guerrilla, y combates
entre guerrilleros y paramilitares. Como respuesta, se desarrollaban jornadas de protestas
y paros cívicos, a los que se contestaba con nuevos asesinatos y masacres. Según Carlos
Castaño, estas masacres eran ejecutadas de manera autónoma por las AUSAC,
Autodefensas de Santander y Sur del Cesar, que asumieron su responsabilidad por ellas
señalando a sus víctimas como miembros o patrocinadores del ELN y las FARC. Y
anunciando su intención de construir una Barranca libre de “la influencia sindicalista,
izquierdista y guerrillera”. Los asesinatos y masacres continuaron durante los años 1999,
2000 y 2001: a finales de este año, ya los paramilitares habían logrado la ocupación de
casi toda la ciudad y asumido el control de la vida social y económica que antes ejercían
las milicias urbanas de las guerrillas. Como resultado de ese control, las masacres
indiscriminadas dan paso a asesinatos más selectivos.
El cambio de actor hegemónico en una población caracterizada por la presencia de la
guerrilla y una tradición de movilización social ha sido interpretado de diversas
maneras: para algunos, las comunidades les fueron abriendo espacio porque estaban
cansados de los abusos de la guerrilla; para otros, la guerrilla prefirió replegarse y dejar
abandonada a su suerte a la población civil, a la que usó para cubrir su retirada. A esto
hay que añadir las conversiones y cooptaciones de comandantes guerrilleros a la causa
paramilitar para denunciar y asesinar a sus antiguas bases de apoyo.
Además, eran evidentes los excesos de insurgencia tanto en la extorsión o “vacunas” y
los secuestros de grandes propietarios como en el control y toma de las organizaciones
sociales y toma de movimientos, y los asesinatos individuales o colectivos en última
instancia. A estos excesos se sumaba la baja educación política de los milicianos, el
privilegio de la búsqueda de recursos económicos sobre la difusión ideológica, de lo
militar sobre lo político y la estrategia nacional sobre la inserción local, para crear
“dolores” en la gente.
En los años noventa, era ya notorio el descontento de la mayoría de la población
barranqueña frente a los atropellos y abusos de los grupos guerrilleros por sus atropellos
y abusos, cobro de vacunas contra campesinos, pequeños y medianos agricultores,
terratenientes, presencia armada en luchas sociales, operaciones contra el oleoducto y
gasoducto en cercanías de Barranca, incineración de trasportes de carga y pasajeros Lo
mismo que el clima de zozobra por las acciones realizadas por milicias urbanas del ELN
y las FARC en barrios marginales del nororiente de la ciudad. Este descontento fue
capitalizado por las paramilitares para imponer su orden no solo a la fuerza sino con el
38
apoyo de la población víctima de sus abusos. Según María Emma Wills, la guerrilla
introducía “la lógica de la fuerza” para la resolución de los conflictos en “la vida de los
sectores populares” y operaba bajo la misma lógica de los actores que pretendía
reemplazar ( Wills,).
Son numerosos los testimonios sobre el descontento de la población civil contra la
intimidación de la guerrilla contra comerciantes y autoridades locales y sus asesinatos
colectivos de dirigentes políticos o individuos acusados de estar relacionados con el
proyecto paramilitar. Lo mismo que contra los líderes de los barrios, que a veces se
vieron obligados a dejar la ciudad..Un entrevistado reconoce que los grupos guerrilleros
que, como las FARC, el ELN y el EPL detentaban el poder armado en los barrios, se
fueron degenerando a partir de los años noventa y se volvieron contra la ciudad:
decretaban paros armados por cualquier causa, lo que perjudicaba la actividad
económica general de la ciudad y, particularmente, a los que ganaban el sustento día a
día. Esto fue generando una reacción en contra de esa actitud: después de la guerrilla se
tomó la 28 a plomo, la gente no volvió a participar en las protestas negándose a hacerse
matar y decidiendo que se mataran los que andaban armados.
Uno de los sacerdotes entrevistados en Barranca atestiguaba el total control de la vida de
los barrios que controlaba la guerrilla sin su autorización, no se podía hacer nada;
autoritarismo: nadie se atrevía a discutirles nada. Otro entrevistado describía la manera
gradual, suave y pacífica como la guerrilla iba entrando inicialmente en las reuniones de
los movimientos sociales, con planteamientos políticos y cambios estructurales que
interesaban a la gente, aprovechándose de los problemas que se discutían. Luego, ya
aparecían armados y, más adelante, se tomaban el poder a punta de fusil, dejando a la
población civil sin poder hacer nada: “Entonces eran ellos los que mandaban”. Otro
entrevistado refiere la manera como el ELN aparecía, en la radio de Barranca, apoyando
con “paros armados” actividades cívicas, huelgas y manifestaciones del 1º de mayo
(M.C. García, 2005 )
Además de constituirse en una reacción defensiva contra la extorsión guerrillera y parte
de una estrategia contrainsurgente, autodefensas y paramilitares se presentan también
como reacción cultural de reafirmación de valores tradicionales amenazados por
privilegios excesivos a minorías de género, culturales y étnicas, semejantes a las milicias
de patriotas de USA. Ese carácter de reacción se expresa claramente en las normas
oficiales de convivencia entre AUC y población civil: además del control coercitivo para
mantener el orden y controlar a la gente, se pretende una estricta vigilancia de vida
privada y pública por medio de informantes. Al principio, la regulación era informal
pero luego se formaliza mediante un “manual de convivencia” para regular las
relaciones sociales y un “código de policía” fotocopiado y repartido, que especificaba
delitos y sanciones respectivas, como la embriaguez, los robos de bicicletas, la
permanencia de menores en la calle por la noche, el uso de minifalda. (Ramírez y
Osorio, 2004). Se busca así la reafirmación de valores tradicionales, nacionales y
familiares: Castaño denunciaba la inexistencia del sentido de pertenencia a la patria, que
es una de las grandes causas de la debacle y el desencuaderne de este país, como decía
Lleras Restrepo. Mi Colombia, fascinación por símbolos patrios, formación familiar en
hogar católico y conservador laureanista: “Mi papá-... sigue siendo un ejemplo ideal de
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rectitud, de ética y valores. Recio, implacable, una autoridad, un patriarca” (Aranguren
2001, 89 y 80, 78)..
Para Marta C. García, estas normas representan un discurso chovinista, católico
conservador, moralizante, autoritario y patriarcal, que responde a los estereotipos
tradicionales sobre hombre y mujer, ratificados por regímenes totalitarios de derecha [ e
izquierda], semejante al de los justicieros brasileros. La misma actitud aparece en las
acciones de presión contra organizaciones de mujeres, como la OFP y el rechazo a la
emancipación femenina, la organización autónoma y la politización de las mujeres, y las
normas sobre el vestido femenino: la minifalda es asociada al riesgo de violación o
seducción, se determina las horas de dormida, control de quien enamorarse, y se restringe
su participación en eventos y reuniones. Además, se establecen normas de higienización
social contra prostitutas y homosexuales, asesinatos de prostitutas por relacionarse con el
enemigo de uno u otro bando, golpizas y acusaciones de guerrilla y paras contra conductas
inmorales, usadas como instrumento de guerra, abuso, reclutamiento forzado
También se imponen normas para el control estrecho del sector juvenil para acomodarlo al
modelo aconductado de los paras: no se puede salir a divertirse ni entrar a un barrio de la
comuna sin que le pregunten qué hace, de dónde es; ni usar aretes, ni piercings, ni pelo
largo sin autorización escrita del papá; ni oír música satánica, solo vallenatos, y no a
volumen alto; hay que acostarse temprano y controlar el trago. Si no obedece, le ponen
tareas de castigo como barrer o limpiar monte, del papá, cortar el pelo muy largo, trago
controlado, acostarse temprano ( M. C. García 2004, 163-165)
También la guerrilla imponía normas de orden, pero entonces había más sensación de
flexibilidad, menor control de vida diaria, mientras que con los paras es más rígido el
control de vida cotidiana, más estructura más militar, mayor valoración cotidiana de ley
e institucionalidad, y una relación no antagónica con las FF MM (entrevista 2, Toro
2002, 48 y 49) También el libro de Marta Arenas proporciona abundantes ejemplos de
cómo la guerrilla ordenaba la vida de los campesinos en las zonas que controlaba, hasta
en su vida privada (Arenas, 1999, passim)
Y en lo que respecta a la vida política local, resulta pertinente el comentario de Castaño
sobre su injerencia en la política: “sin la política no se puede consolidar ningún territorio ni
cerrar la puerta a la guerrilla... En mi zona tenemos 160 acciones comunales controladas
cuyos integrantes votarían por el candidato que señaláramos. Sería una irresponsabilidad
nuestra no orientarlos o decirles cuál es el menos corrupto, el que sirve” (Cambio 16 no.
237, 29 de diciembre de 1997). Frente al interrogante la pregunta sobre el tipo de relaciones
que mantienen las Autodefensas con las autoridades locales, Castaño sugiere trasladar la
pregunta a los alcaldes: no se trata de responder para qué le puede servir un alcalde a la
autodefensa, sino que los alcaldes digan para qué les sirve a ellos la autodefensa, porque el
papel de ella es apoyarlos “respecto de su seguridad en las zonas. Cómo no podríamos tener
relación, por ejemplo, con el alcalde de... donde la autoridad somos nosotros. Él dice “no
se lleve la gente porque se mete la guerrilla y si él solicita al Estado que le envíe la policía.
Apoyamos autoridades civiles para que puedan ejercer funciones, somos vigilantes,
fiscales, lo que no los dejamos es robar” ( El Colombiano, 7 A, 11 de diciembre de 1996)
40
El repliegue de la guerrilla a su retaguardia produjo una transformación profunda del
movimiento popular de la ciudad, ya que las masacres no se desarrollaron contra cuadros
de la guerrilla sino contra el liderazgo de las organizaciones sociales, que fue
prácticamente eliminado en la lucha por el dominio militar y político de la ciudad.( M.
C, García 2004, 157 ss.
Las agrupaciones políticas e insurgentes habían tratado siempre de atraer a las
organizaciones sociales de Barranca: la UP consideraba a las organizaciones como
expresión política de movimiento social de masas, que expresaba la lucha de clases e
interactuaba con la dinámica del movimiento político. Para el ELN, era una cantera de
los militantes que necesitaba para fortalecerse en el campo. En los años precedentes,
cuando los movimientos sociales se comportaban como cualquier otro movimiento
cívico del país y las respuestas estatales tampoco fueron extremadamente represivas.
Pero la intromisión de los actores armados, de todos los signos, el movimiento social se
convierte en objetivo de la guerra sucia y aumenta la represión estatal contra los
dirigentes de organizaciones sociales y políticas,
Sin embargo, a pesar de los estereotipos de región radical y las hegemonías de uno u otro
actor armado, la gente del Magdalena Medio no ha sido pasiva: obedecen al poder del fusil,
pero no resignadamente y establece alianzas funcionales con uno u otro actor armado,
según las circunstancias. La mayoría de las entrevistas indican una permanente
reivindicación de autonomía frente a los actores armados, aunque el rechazo a la
infiltración guerrillera en los movimientos sociales sea más bien reciente, en el último
decenio, aunque algunos la postulan para períodos anteriores. Alguno de los sacerdotes
entrevistados reconoce que, entre los años sesenta y ochenta, hubo alianzas de movimientos
sociales con la guerrilla por coincidencia de motivos, pero no apropiación de identidad con
sus proyectos político-militares.
Bajo el instaurado orden paramilitar, se producen recientemente cambios en repertorios de
protesta, que muestran el paso de confrontación abierta a más oculta, como por ejemplo, de
huelga al plantón, y formas soterradas de resistencia. El copamiento de Barranca no
significa la destrucción de su tejido social, pues bajo la aparente aceptación del orden
impuesto, se ocultan códigos de supervivencia que podrían volverse discurso público de
oposición, como pequeños reclamos, solidaridades invisibles, las llamadas armas de los
débiles de Scott. A veces se presentan formas de descontento abierto, como las reacciones
de Santa Rosa del sur en 2001 y San Pablo en 2004, contra los abusos de los paras, la alta
votación por Uribe en Arauca, controlada por FARC y ELN y la votación alta de Barranca
en 1998, cuando el ELN proclamó la abstención. También persisten las denuncias de
diócesis de Barranca contra el control de los paramilitares sobre la vida social e
individual, al lado de la resistencia de grupos independientes de defensores de DD HH y
organizaciones sociales, a pesar de ser catalogados por los paramilitares como asesinos
paraguerrilleros, infiltrados, parapetados.
En medio de esta situación de control paramilitar, aparece claramente una opción por la
civilidad y el regreso a las tesis del movimiento social popular, con el retorno de antiguos
líderes de viejas dirigencias viejas, que se resistieron a entregar la ciudad a la guerrilla
cuando era hegemónica y se resisten ahora al dominio de los paras. Este proceso de
41
cambios de hegemonías y de separación de los movimientos sociales frente a la opción
armada muestra que las organizaciones sociales han madurado, pero a costa de muchos
muertos y han logrado adoptar una actitud de crítica, como aparece en una de las
entrevistas, en que el personaje entrevistado manifiesta su pesar por las organizaciones
desaparecidas, cuyos “dirigentes no supieron jugar el papel público...pero las
organizaciones que se habían comportado socialmente, cultamente, como debían
comportarse, permanecieron y se han solidificado (Entrevista 5, M.C. García, 2004, 165166)
.
A manera de conclusiones
El recorrido histórico por el desarrollo del conflicto colombiano que hemos realizado
ilustra la manera como la integración y articulación política graduales de los territorios y
sus poblaciones al conjunto de la vida nacional ha producido un estilo de construcción
del Estado caracterizado por una presencia diferenciada de las instituciones estatales en
las diversas regiones del país. Este estilo de construcción del Estado se refleja también
en la diversidad de las violencias según las características de las regiones y su grado de
articulación con el conjunto del país y en la evolución en las formas del control
territorial de las instituciones estatales, según sus relaciones con las elites regionales y
locales.
Por otra parte, los aportes teóricos de la historia comparada del desarrollo de los Estados
occidentales, la sociología histórica y la antropología nos aclaran que ese desarrollo
específico de Colombia no es el fruto de una anomalía histórica ni de un desarrollo
incompleto, sino un caso particular de desarrollo político, con diferencias y semejanzas
con otros procesos nacionales. En ese sentido, se precisa que la construcción del
monopolio estatal de la coerción y justicia no es el producto de una esencia atemporal y
abstracta propia de todos los Estados sino el resultado de una construcción colectiva que
registra variaciones de acuerdo a condiciones previas distintas en las respectivas
naciones. Por eso, el proceso de construcción de los Estados no responde a la voluntad
política de gobernantes y miembros de las naciones sino que tiene en cuenta procesos de
interacción y dependencia que se presentan en su interior. Esto hace que se produzcan
importantes diferencias en esos procesos, según las diferentes relaciones entre
instituciones estatales de carácter nacional, poderes locales y regionales.
La aplicación de estos conceptos al caso colombiano permiten concluir que la
permanencia de la violencia no es una prueba de la disolución o el fracaso del Estado.
Para Pécaut, hay un rasgo que distingue la confrontación armada colombiana de otras
guerras civiles actuales: “el hecho de que no se puede hablar de un hundimiento del
Estado”, como ocurre en conflictos africanos, como los de Sudán, Sierra Leona, el
antiguo Zaire o Angola, donde la dislocación del Estado, “reducido a no ser más que un
actor entre otros, alimenta la generalización de la guerra”. En Colombia, aunque el
Estado no ejerce plena autoridad sobre vastas porciones del territorio, las reglas del
derecho no han perdido totalmente su validez, parte de las instituciones continúa
42
funcionando y se nota un esfuerzo para modernizar las fuerzas armadas y reducir sus
abusos, a pesar de que sigan presentándose casos de complicidad de sectores políticos y
militares con los grupos de autodefensa, lo mismo que aumento de la corrupción y
bastante ineficiencia del aparato judicial. (Pécaut, 2001, 17)
Esta compleja situación, que hemos caracterizado como un caso de presencia
diferenciada del Estado, permite acercarse a la manera como coexiste en Colombia la
tendencia a imponer el monopolio estatal de la coerción y de la justicia, con poderes de
hecho, en los ámbitos locales y regionales, que responden a la manera como se crean
estructuras de jerarquización y sedimentación sociales en esos ámbitos. Y a la manera
como esas estructuras locales y regionales se articulan al Estado y a la sociedad
nacionales o como se definen como sus contradictores.
Finalmente, esta situación también permite entender la magnitud de los retos que afronta
el país por el subsiguiente desarrollo del conflicto: el desafío que se presenta es decidir
cómo articular los nuevos poderes, surgidos en el enfrentamiento armado, con el
conjunto de la nación y de las instituciones estatales del nivel central, sin aumentar la
ilegitimidad de las instituciones, irrespetar la normatividad existente en lo nacional e
internacional, ni impedir la legítima autonomía política y social de la población de sus
regiones y localidades, ni violar la libre actividad política de los grupos disidentes en
ellas
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