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LUCIO VICTORIO MANSILLA
UNA EXCURSIÓN A LOS INDIOS
RANQUELES
Prólogo
Aníbal Ponce definió a Lucio V. Mansilla (1831–1913) como «uno de los representantes
más hermosos de la vieja sociabilidad porteña».(1) Indudablementeun dandy, Mansilla
cultivó prolijamente cada detalle de su imagen yse mantuvo atento a las miradas que
podían recaer sobre él. Se lo podía hallar tanto en los más refinados salones literarios y en
círculos políticos internacionales, como en alguna corte europea o en las tolderías. Supo
ajustarse a cada uno de estos espacios para no pasar desapercibido y para dejar una
estela largamente reconocible. Su «yo» se regocijaba ante el reconocimiento de sus
múltiples facetas, se organizaba ante el placer producido por el ejercicio del poder, por la
atención que ejercía al presentarse, por el espejo que reproducía infinitamente la
elegancia de la moda.
Mansilla jamás dejó de hablar de sí mismo, aun cuando pretendía hablar de los otros. Fue
así que logró generar semblanzas de una época que, como todas en la historia argentina,
fue de transición. Testigo excepcional, señaló el desplazamiento de varios gobiernos y la
incorporación de plataformas políticas que intentaron ajustar la dirección del país de
acuerdo a las transformaciones demográficas y económicas de las últimas décadas del
siglo XIX. (2)
Su paso no fue significativo para la formulación o implementación de doctrinas oficiales,
pero lo sigue siendo para documentar el circuito de la esfera privada de una época.
Precisamente a causa de su diletantismo, de una apertura constante a la aventura, a la
digresión, a la inconstancia de sus posiciones, Mansilla no logró obtener los cargos que
otro orden le hubiera impuesto. Recibió el reconocimiento de varios presidentes de la
nación e invitaciones para salir al exterior en viajes de estudio. Estos le permitieron tener
la distancia necesaria para ir depurando su visión de mundo a la vez que el gobierno de
turno se vio libre de un personaje incapaz de responder a las formalidades del orden
protocolar y burocrático. Tuvo una «carrera» escasamente metódica y ello en sí define el
estilo que organizó su larga vida.
La puesta al día con la moda, los reajustes constantes a la situación cambiante en Europa –
«Europa nos da la norma en todo» (Una excursión... p.255)– respondían adecuadamente
al cruce periódico del Atlántico más que a permanecer en los circuitos gubernamentales
de la Argentina. Si bien Mansilla se plegaba rápidamente a los altos círculos sociales de «la
gran aldea», (3)la pleitesía que allí se le rendía no podía satisfacer a quien llevaba puesto –
literalmente–el atuendo más reciente de «la civilización». Sólo la mirada admirativa de las
capitales europeas podía recuperarlo de los orígenes de una zona que aún lidiaba con los
asomos de la barbarie y con enfrentamientos en los que él mismo había intervenido. Ante
sí mismo y ante el resto del mundo, su figura exponía la victoria de la civilización. El ritmo
curioso, la oscilación constante, el devenir de su pensamiento, las reflexiones a flor de piel
sobretodo aspecto de la sociedad, sólo podían surgir de la inquietud que obligaba a la
salida, al traslado incesante entre puertos y modos de vida, entre aplausos y pacientes
esperas de antesala: tonalidades que acusaban el desajuste de Mansilla ante toda
imposición normativa.
El movimiento febril de Mansilla responde, de algún modo, a la agitación que caracterizó a
las últimas décadas del siglo XIX. El país se dirigía finalmente a la unidad nacional –largo
proceso en el que se reconoce el comienzo de una nueva etapa con la derrota de Juan
Manuel de Rosas en Caseros y con la redacción de la Constitución nacional al año
siguiente (1853). Durante la década del 80, que imprimió su fecha sobre toda una
generación de escritores, (4)se resuelve formalmente el conflicto «unitario–federal»
mediante la transformación de la ciudad de Buenos Aires en Capital Federal de la
república.
El período de reconciliación nacional comenzó durante la presidencia de Nicolás
Avellaneda y se consolidó durante el mandato de Julio A. Roca, generalmente conocido
por su campaña del desierto. Esta tuvo como fin liquidar al indio para asegurar las
fronteras del sur y así integrar esas tierras al desarrollo de la economía nacional, lo cual
redundó en beneficio de ganaderos y terratenientes, haciéndose eco, a la vez, de las
crecientes proyecciones del puerto de Buenos Aires. La resolución del problema de la
capital y de la presencia del indio se abre ante el ímpetu del liberalismo, ante el empuje
del orden capitalista que se asoma a la boca nacional que todo lo incorpora y todo lo
expele.
La capital (5) no cedió de inmediato a las peculiaridades que acoge cálidamente el
predominio de minorías selectas. Sin embargo, paulatinamente comenzará a sentir el
embate ya impostergable de las masas de inmigrantes que transformarán para siempre el
perfil de la ciudad y del país. Los reductos aristocratizantes, los núcleos familiares y
amistosos que habían regido sus intereses bajo la rúbrica de los beneficios nacionales,
deben sostener el desafío que rubrica la presencia misma de nuevas tensiones sociales. La
oligarquía se pertrechar átras sus propiedades con la fe en un progreso definido conforme
a sus deseos de perpetuidad, y sazonado con los valores traducidos de la «civilización
europea». Para mantener el orden que garantizaría la supervivencia de los «ideales de
Mayo», conforme fueron interpretados por quienes detentaban el poder –y ratificados en
la línea sustentada por Sarmiento en Facundo, Civilización y barbarie (1845)–, Roca apoyó
la construcción del ferrocarril y la formación de un ejército moderno. El lema de su
gobierno, «Paz y administración», anunciaba el inicio de la estabilidad lograda luego de
décadas de guerras civiles e incursiones en territorio indio. El proyecto de unidad nacional
proclamaba, asimismo, la integración del país al sistema internacional en el que, con
algunas variantes de dramáticas proyecciones posteriores, se modelarían los papeles que
le fueran asignados por Sarmiento: Argentina abastecería a la civilización europea con
materia prima y ésta pagaría con los productos manufacturados necesarios para seguir
sosteniendo el orden vigente.
La «Ley del progreso», tan discutida por la de 1837, (6) debería asimilar a partir de
entonces ahora el rotundo sonido de los ferrocarriles dirigidos a la boca que organizaba su
paladar según los designios del imperio británico. La nacionalidad se definía así, hacia
afuera, mediante su integración al mercado capitalista internacional; hacia adentro,
mediante el juicio del gusto por lo importado, por la adopción de doctrinas positivistas,
por los amplios registros xenofóbicos del 80 contra el inmigrante traído al país, en parte,
para reemplazar la función económica que le fue negada a la población nativa (7). Por
sobre todos los cambios demográficos y sociales se mantuvo constante una política
nacional que respondía a los intereses de la clase gobernante; la legislación seguiría
inclinándose a favor del terrateniente, del ganadero y de sus industrias subsidiarias. Junto
a las transformaciones que afectaron sensiblemente la zona de Buenos Aires, surgió la
preocupación por el estado mismo de una sociedad sometida a rápidos cambios y por la
necesidad de diagnosticar sus «males» para formular respuestas destinadas a eliminar sus
«deficiencias». No sorprende, por lo tanto, la adopción de credos aledaños al naturalismo,
a las variantes científicas del positivismo, a la fe en el discurso político que podrá corregir
o tan siquiera modificar esas nuevas tensiones. El culto a la razón y a sus posibilidades de
interpretación y solución, constituyen otra fase del argumento de la época y de la
ubicación de sus intelectuales. Son parte de ese sistema la intimidad del grupo que
comparte los mismos gustos, aspira a los mismos reconocimientos y se congrega en torno
a líneas simpáticas que organizan la visión privilegiada de la sociedad y de su futuro. Como
en toda época que se percibe fundamental en el discurrir histórico del momento, ésta
también produjo múltiples aperturas hacia el texto literario. Pero si por un lado se dirigió a
la producción concreta de la novela, por ejemplo, (8) por otro se complació en la página
ligera, la anécdota casual, la reproducción de la confidencia y la conversación animada. Se
reproducía la charla ágil y despreocupada del que está afianzado en un recinto asegurado
por los beneficios del privilegio recortado en torno al club social, al salón privado.
La conversación deviene, entonces, en deporte, acto literario, pose literaria.
Por su lado, el oyente mantiene el silencio cómplice de quien comparte la organización de
esas reglas. Las causeries de Mansilla constituyen por ello una suma de fragmentos que
proyectan ese singular arte de la conversación que lo definió y definió una época. Su
publicación responde al encuadre de una mirada que ya desde el título apunta a su
filiación europea. (9) Cuadros,recuerdos, retratos y memorias (10) trazan la vertiginosa
percepción de una historia acelerada. Más que por su calidad de documento literario y
testimonial, valen por las pinceladas del mismo autor: al cabo de una extensa vida que no
prescindió de la voluntad literaria, se descubre que todas sus páginas han cifradola
imagen deseada por su autor. El sinceramiento, la obsesión por subrayarla verosimilitud
de lo narrado, la apertura jovial ante el interlocutory la confianza solicitada a todo lector,
son parte de la convención del que quiere ser visto como él mismo se ve. Ya las fotos de
Witcomb producen esa imagen: sentado o parado, en actitud sobria o de reflexiva
travesura, Mansilla siempre está dialogando consigo mismo, regocijándose con su propio
esplendor, entreteniéndose con la distracción que sólo él podía aportar(se). Si, como otro
ha sugerido, tras la obra total de un hombre al final de su trayectoria se halla el trazado de
su propio nombre, en este caso se descubre la placa bruñida de una imagen que le sonríe
a su reflejo. Esto define la presencia de Mansilla en las letras de su momento.
Desde su juventud en el Buenos Aires de Rosas, Mansilla desplegó una gran devoción a su
propio deseo y voluntad. Debido a la fortuna de su familia–fortuna en su doble y notable
acepción–, el desacato, la desobediencia juvenilo, posteriormente, la más seria
contravención legal a órdenes civiles y militares, sólo le valieron llamados de atención
cariñosos o viajes que lo llevaron a una mayor exacerbación de la aventura y del
testimonio oral y escrito. Pero tras el goce del viaje también se hallaba el sentimiento rara
vez mencionado de la desubicación, del desencanto ante la navegación con estadías
provisorias.
Estaba también, siquiera en las primeras etapas de su vida, la sensación del desafío, el
llamado de lo desconocido, la invitación al recorrido del ojo azorado (y, luego, del guiño
cómplice), por territorios cada vez más propios.
Escribir una obra de teatro para responder a una apuesta –Atar Gull o Una venganza
africana– (11), desafiar al senador José Mármol por afrentas cometidas contra su familia
en la novela Amalia (1851), (12) incursionar en territorio indio para negociar la paz
imponiendo condiciones que respondían a su juicio individual, mostrarse adepto a la
frenología (fe mantenida desde 1851), pronunciaren el parlamento dictámenes muy
ajenos a los propuestos en torno a los indios en Una excursión a los indios ranqueles, son
todas fases de un espíritu que practicaba la sorpresa y el goce como método de
recuperación del «yo».
Esta es una de las características sobresalientes de Mansilla, más que cualquier otro
sistema de lectura e interpretación compartido por sus congéneres. Las transgresiones y
los súbitos cambios eran tranquilamente descartados ya que, según él, «un hombre que
piensa seis meses seguidos del mismo modo, en cuestiones temporales, está seguro de
equivocarse». (13)
Los vaivenes, el tono casual de la conversación, la lectura de una página con el solo fin de
distraer, de compartir el momento ameno del divertimiento y la confidencia, destacan no
sólo una actitud hacia la literatura sino también la línea seguida en sus múltiples viajes,
puestos, ejercicios periodísticos, diplomáticos y políticos. También explican la urgencia de
sus travesías. En asuntos de mayor peso y envergadura, quizá permitan comprender la
distancia que separa su canto y admiración por ciertos aspectos de la organización de los
ranqueles y lo propuesto por él en la Cámara de Diputados; allí consideró que a causa de
las características intrínsecas de la raza y de hábitos poco conducentes a la civilización, el
indio no podría integrarse a la ciudadanía nacional. De este modo, la «calaverada militar»
–como denominara asu «excursión»– no produce a largo plazo la defensa de una política
consecuente con los argumentos expuestos en su gestión ante los indios; responde, más
bien, a la prepotencia y al cinismo que él mismo había criticado. También confirma las
sospechas de su igual en las negociaciones, el cacique Mariano Rosas, sobre las
intenciones del delegado cristiano y del gobierno.
La vida familiar, sufrimientos y alejamientos, la paz que recupera por cierto tiempo con
sus segundas nupcias, conforman el cuadro de una personalidad contradictoria y
multiforme. Mansilla representó, en innumerables pronunciamientos y gestiones, las
versiones oficiales del gobierno nacional.
Paradójicamente, dadas algunas de sus opiniones sobre los inmigrantes, realizó varios
estudios sobre la inmigración a la Argentina. Sus informes representan–sin obviar
equívocos– la gama del debate en torno al tema en momentos en que se temía por la
supervivencia de los «valores nacionales». En Buenos Aires se plegó periódicamente a la
política; también, a la revisión de todo protocolo de partido que pudiera llegar a exigir una
lealtad constante.
Gozó de inmensa popularidad en círculos sociales, intelectuales y gubernamental espero
no logró las carteras ni los ministerios que hubiera deseado poseer. Sus viajes
respondieron a misiones oficiales o a predilecciones personales; respondieron, asimismo,
a un estilo que no se adecuaba fácilmente a las circunstancias más inmediatas, a las
exigencias de un proceso que requería, además de los llamados a la inventiva y la
imaginación, la paciencia y la resignada dedicación del administrador. Durante la
movilización por la Guerra del Paraguay (con cuya conducción discrepó vivamente), así
como cuando negoció con los ranqueles –es decir, siempre que se sintió libre para
actuar—Mansilla vivió algunos de sus mejores momentos. Pero aun entonces la sumisión
incondicional a instancias superiores marcó los límites de su actuación.
El cuerpo que actuaba, que sentía el control real, inmediato, de cada movimiento y cada
acto, exaltaba sus posibilidades. El mando que no obtuvo en las esferas políticas fue
derivado hacia otros ejercicios: el periodismo, los dictámenes públicos, la crónica que él
mismo generaba con su conducta y comentarios.
Precisamente aquello que ha legado páginas ejemplares del ingenio desu generación es lo
que le vedó la carrera circunspecta, la gestión formal.
Durante los primeros momentos del romanticismo, el viaje del poeta a las capitales
europeas en busca de musas, inspiraciones, influencias, adaptaciones, ajustes y modas de
la cultura y el pensamiento político y económico a ser importados a círculos y salones
literarios locales, produjo resultados que, como en el caso de Esteban Echeverría (1805–
1851), tendieron a formular el ideario de la Joven Generación en torno a las etapas
iniciales del país y de su credo liberal. (14) Si bien el culto a la civilización y al progreso –
término este que resumía ideales y que en la época de Mansilla ya definía con mayor
precisión un nuevo culto a la tecnología– no disminuyó en esta etapa, el viaje de Mansilla
adquiere otra tonalidad. Adelantándose a escritores recientes, que junto a la velocidad del
jet ajustan sus relojes al cosmopolitismo de cualquier capital de occidente e integran un
lenguaje universalizado a sus postulados literarios, Mansilla logró la comodidad del
ciudadano que interpela toda manifestación en su propio lenguaje. Lejos de la
vergonzante imagen del rastaquoere, pudo integrarse con soltura a todo círculo formal,
diplomático y cultural. Practicaba desde sus inicios el idioma internacional de la élite, el
endulzado reconocimiento de almas afines, la aceptación del modelo civilizado que podía
emerger de un país sumido aún en los dilemas concretos y violentos del enfrentamiento
formulaico y real de «civilización y barbarie».
Todo esto apunta a una figura que representa un momento histórico único en que las
posibilidades de consolidación nacional se fraguan junto con el ingreso definitivo del país
a la órbita entonces regida por Inglaterra. Al margen de la literatura que enuncia esas
tensiones y que señala motivos que aún perduran en ciertos sectores, las páginas sueltas
de Mansilla conforman la crónica interna de un debate y los perfiles de los personajes que
protagonizaron, desde múltiples niveles, uno de los virajes más definitorios del país.
El arte conversatorio, que ha definido a la Generación del 80 y que ha impuesto la rúbrica
de causeur a un estilo peculiar, no ha perecido en la transitoriedad de su enunciado
gracias a las crónicas registradas por Mansilla. Dela misma manera, la excursión –¡y no la
campaña!— a los indios ranqueles llevada a cabo por iniciativa propia, y que dentro de la
historia formal carece del peso que su autor hubiera querido asignarle, ha perdurado por
su peso etnográfico y por su dimensión literaria.
Fiel a los principios que enunciara en Facundo y en documentos posteriores,
Sarmiento impulsó durante su presidencia la expansión de las fronteras con el fin de
incorporar territorio indio a los dominios del orbe civilizado, es decir, al desarrollo de la
economía nacional. Continuaba así con un proyecto desarrollado durante gobiernos
anteriores pero que había sido abandonado durante los últimos años. A fines de 1868
Mansilla fue destinado a Río Cuarto para comandar el sector de fronteras Córdoba-San
Luis-Mendoza y para participar, de hecho, en esa política. En febrero de 1870, Mansilla
concertó un tratado de paz con los ranqueles sin consultar a su superior, el Gral.
José Miguel Arredondo. El presidente procedió a hacer algunas enmiendas al documento
preparado por Mansilla. Los ajustes provocaron su descontento al percibirlas como
obstáculo a su gestión y como posible causa de la anulación del tratado, además de sentir
que impugnaban sus negociaciones. Al hacer públicas sus desavenencias en la prensa de
Buenos Aires, Sarmiento le hizo llegar ciertas reconvenciones a su conducta, moderadas
para la gravedad del caso. Los ranqueles aceptaron las enmiendas al tratado pero
desconfiaban, y con razón, de algunas cláusulas y del trámite parlamentario necesario
para suratificación. Ante esta nueva situación, Mansilla solicitó la venia del Gral.
Arredondo para dirigirse en persona y con una escolta reducida a las tolderías del cacique
Mariano Rosas para demostrarle la buena fe que debía inspirarle lo acordado. El 30 de
marzo de 1870, Mansilla salió con su partida. La expedición duró dieciocho días.
A partir del 20 de mayo, los lectores de La Tribuna de Buenos Aires pudieron leer las
cartas redactadas por Mansilla sobre un acto audaz que representaba una vez más las
características de quien, violando todo canon protocolar, y aun de sensatez, procedió a
crear una saga que posee un impactoliterario mayor que el resultado concreto de la
excursión. Fue tal el éxito de las cartas que, a instancia de Héctor Varela, se publicaron en
dos tomos bajo el título actual. La obra fue premiada en 1875 por el Congreso
Internacional Geográfico de París. Dos años más tarde se publicó una «edición autorizada»
en Leipzig.
Mansilla aprovechó la crónica de la expedición para exponer sus opiniones sobre una
variada gama de aspectos sociales, políticos, filosóficos, etc. Sus apreciaciones del modo
de vida de los ranqueles poseen el asomo del antropólogoaficionado que no escatima
oportunidad alguna para centrar gran parte de sus páginas en una reflexión sobre los
problemas más amplios de civilización y barbarie, la «cuestión de los indios», el sentido
del progreso y el futuro de su país. Todo ello desde la óptica ineludible que subraya su
protagonismo.
La fuerza que coordina un enunciado personal es inevitable, además, al apelar al recurso
epistolar como medio de acercamiento a la inmediatez y a la verosimilitud de la crónica de
viajes.
Una excursión a los indios ranqueles es ante todo un «libro de viajes» y, como tal, hubiera
podido resguardarse en el canon de una antigua tradición literaria. En este caso, sin
embargo, el viaje constituye un recurso para proponer una visión singularmente personal
de los problemas que aflorarían con mayor vigor en la década siguiente. Las cartas están
dirigidas explícitamente a un lector entendido en la materia: Santiago Arcos (h), autor de
La cuestión de los indios. Las fronteras y los indios (1860), quien había abogado por una
ofensiva contra los indios. Más allá del interlocutor –quien había respondido en La Tribuna
con notas de viaje, «Sin rumbo ni propósito»– Mansilla reconoce la presencia de un
público más amplio. Si bien Arcos es el cómplice inmediato para quien las vagas alusiones
sobreentienden la existencia de un código común, Mansilla apunta al público que éste
representa. La conversación privada se hace pública: el oyente se multiplica para hacerse
eco de estas ideas y para plegarse a sus apuestas al futuro. Mansilla anhela el
reconocimiento a la generosidad de sus actos. Al margen de las convenciones del
género epistolar, ello explica su creciente atención al público –lo cual implica, a su vez,
una consideración mayor por el ejercicio de las letras. Como para otros hombres de su
generación, esta práctica no era exclusiva; formaba parte de un cuadro más amplio en el
que se integraba el ser escritor como una de las «amenidades» del hombre formado. Se
nota, sin embargo, un acercamientoa la profesionalización del escritor que se
transformará en norma, siquierafundada teóricamente, en décadas posteriores.
En varias ocasiones Mansilla apunta que el ser escritor le permite recuperar historias que
de lo contrario se hubieran perdido. De este modo reitera el énfasis en la veracidad de lo
narrado –todo lo cual le permite iniciar digresiones que, con algún acierto, denomina
«trigales de la pedantería» (p. 30).
Considera que el mundo real y el imaginario no son tan ajenos ni distantes entre sí. Puede
aventurarse, por lo tanto, en lo imaginario para recalcar, antela posible duda del lector,
que lo narrado es absolutamente cierto. El énfasis en la verosimilitud no es sólo parte de
la convención del momento que aún imperaba mediante las filiaciones con el realismo,
sino también prueba de la intención de acercar sus descubrimientos a los sectores
bonaerenses que ignoraban todo aquello que se hallaba fuera de su circuito más próximo.
Reiteradamente Mansilla clama por la necesidad de conocer aquellos aspectos y
territorios del país que no responden a las exigencias de los barrios cultos (ver, por
ejemplo, p. 52). Sostenía que conocer la fisonomía del país, los hábitos y tradiciones de los
indios –además de ser obligatorio para todo jefe de estado(p. 195)– permitirá la
formulación de una política acorde con ese panorama y explicará las razones de la
hostilidad india hacia la autoridad central.
En términos pragmáticos, Mansilla aboga por el conocimiento del país entonos que
recuperan las proclamas de generaciones anteriores. Consciente de la influencia europea
en la legislación, en los hábitos y en la moda cultural y vestimentaria –siendo él uno de sus
mejores exponentes–, la estadía en tierra adentro impone su propio sello. Si bien discrepa
en otros detalles con lo expuesto por Echeverría, los versos de La cautiva le sirvieron de
epígrafe para regir algunas de sus cartas; si se opuso a Sarmiento en planteos políticos,
coincide con ambos en la necesidad de recorrer el país, de tener una clara conciencia del
desierto, de lo que éste produce y modifica en las relaciones humanas.
De este modo se establece una línea que, repito, a pesar de serias discrepancias de fondo
y de actitudes, exige un primer plano de conocimiento local, una relación directa (sea ésta
positiva o negativa) con el espacio en el que se desenvuelve un presente inalterable.
Retomando las tesis de Sarmiento en un tono elegíaco y amargo más quede terminista,
Mansilla observa con admiración al gaucho y critica a los políticos que lo han perseguido y
a los poetas que lo han caricaturizado en vez de cantar sus valores y su destino. (15)
Aunque en otra parte Mansilla reconoce que Europa rige todo lo que se hace en su país,
aquí dice: «La monomanía de la imitación quiere despojarnos de todo: de nuestra
fisonomía nacional, de nuestras costumbres, de nuestra tradición. Nos van haciendo un
pueblo dezarzuela. Tenemos que hacer todos los papeles, menos el que podemos. Se
nosarguye con las instituciones, con las leyes, con los adelantos ajenos. Y es indudable que
avanzamos. Pero ¿no habríamos avanzado más estudiando con otro criterio los problemas
de nuestra organización e inspirándonos en las necesidades reales de la tierra?» (p. 156).
El comentario posterior –asomo pudoroso de rigor–, «Yo no soy más que un simple
cronista, ¡felizmente!» (p. 157) está claramente desmentido por los alegatos apasionados
que lo desvían de la mera crónica y el simple registro del viaje para hacer de ellos
instrumentos que lo llevan a exponer su propia plataforma política. A casi veinte años de
Caseros, de una constitución que debió haber encauzado un derrotero nacional, el debate
de los caminos a seguir, de los dilemas promulgados por la imitación frente a la búsqueda
deun ser nacional, apoyan las disquisiciones que habían sido centrales para la Joven
Generación de 1837. Están de por medio las desilusiones de las guerras civiles y los falsos
argumentos que las justificaron como etapa necesaria hacia la libertad; está también la
amargura de «la civilización y la libertad» que arrasaron al Paraguay (p. 51). Mansilla dista
de proponer una política aislacionista; sugiere, más bien, una mirada hacia el interior del
país con la simplicidad del cartógrafo que necesita registrar objetiva y científicamente
cada altibajo del terreno. Siguiendo los términos de otras discusiones, propone el
conocimiento del territorio como etapa previa a toda formulación política y como estrato
fundamental para la organización social del país.
La excursión a los ranqueles en parte le sirve, pues, como eje central para plantear la
estructuración del país, de la misma manera en que la biografía del caudillo Facundo
Quiroga fue el medio más eficaz para que Sarmiento formulara un diagnóstico de la
República Argentina. En otras palabras: la crónica de los sucesos en sí ocupa,
naturalmente, la vasta mayoría de las páginas del libro –es, después de todo, una crónica
de viaje– pero de los detalles surgen los apartes necesarios para reconstruir las
preocupaciones de otra época de transición. De allí la importancia de la descripción de los
indios y sus costumbres como parte de la discusión en torno a «la cuestión de los indios»,
de los alegatos sobre los gauchos, de los llamados de atención sobre la política del
momento, de la pasión con que aboga por «su» tratado. Y atravesándolo todo, la
presencia ineludible de un «yo» que se magnifica, se alza por encima de toda
circunstancia, y que en cada etapa muestra los ajustes del cosmopolita alas condiciones
rudimentarias; del militar a su disciplina rígida y a la comprensión humanitaria; del
cristiano que prodiga «la verdad» a los salvajes; del político que reconoce la necesidad del
ferrocarril como baluarte del progreso que cruzará el territorio del indio.
Tras «la cuestión de los indios» yacía, indudablemente, la eficacia y rapidez con que
podrían ser «liberados» esos territorios con el fin de sumarlos a la explotación agrícola y
ganadera. Más que consideraciones humanitarias, propias de todo discurso «civilizado»,
se dejaba oír el ruido sordo de los trenes y la red que desembocaba en el puerto de
Buenos Aires. «Destrucción», «asimilación», «educación», «salvación», eran términos que
homologaban los lemas de Dios–rey–oro de otra conquista. Por un lado, «Hay en ellos (los
indios) un germen fecundo que explotar en bien de la religión, de la civilización y de la
humanidad» (p. 193); por otro, como Mansilla lo reconoce apesadumbrado,
la civilización sembró el terror, la muerte y la desconfianza en las tolderías. Los ecos de los
cronistas se dejan oír en voces ambiguas que pregonan bienes absolutos y salvaciones
eternas junto con la prédica a la resignación, al acatamiento de sanciones políticas que de
ninguna manera podrían alcanzar los beneficios declarados en arengas y documentos
poco persuasivos. Se imponía la realidad concreta de la conquista. Coincidieron con el
debate sobre los indios la política inmigratoria y el etnocentrismo que proyectaba
destinos exaltados para la Argentina en base acierta «homogeneidad racial». Los mismos
argumentos que luego fueron esgrimidos para restringir la inmigración de ciertos países
fueron utilizados para limitar la capacidad de integración del gaucho y del indio a la
cambiante economía y sociedad nacional. Nuevamente, aunque sin llegar a extremos
similares, se resucitó la discusión sobre la existencia del alma y la posible salvación de los
habitantes originarios de esas tierras. La moral del momento exigía salvaguardar la
civilización; para lograrlo, la marginación total del indio (como en otros momentos, tanto
anteriores como posteriores, su cacería)no era un índice de criminalidad oficial. (16)
Como ya se ha indicado antes, el Mansilla de la Cámara de Diputados se había alejado
hacia posiciones diametralmente opuestas a la exaltación del indio que había desplegado
en sus cartas. Si bien Mansilla jamás dejó de lado su rango y privilegios, al alejarse de las
comodidades materiales de la civilización, se pronuncia a favor de la vida rudimentaria,
del retorno a la placidez de la naturaleza, a una comunión mayor con el campo. Sin
asimilar las nociones del «buen salvaje», adopta una actitud paternalista hacia los indios
como núcleo abstracto –cuando la impaciencia ante su protocolo y algunos de sus hábitos
ceremoniosos no lo obligan a moderar su entusiasmo. El entusiasmo es fácil de explicar:
se trata de «una excursión», una salida limitada de un sistema de vida –por demás
monótono durante su estadía en Río Cuarto–a otro en el cual la aventura y el peligro
promueven un entusiasmo mayor al deber patriótico. Su mirada abarca el conocimiento
profundo y la apertura a nuevas experiencias, pero es la mirada cautelosa del visitante
dedicado a registrar minuciosamente cada incidente de la travesía y a llevarse un recuerdo
grato de su estancia: el logro de su cometido.
En algunas cartas Mansilla considera al indio con los escrúpulos propios de un antropólogo
interesado en documentar los sistemas de parentesco, relaciones sociales, indumentaria y
alimentación, dedicándole, además, extensos párrafos a su lenguaje. Pero es un
«antropólogo» viciado por los cánones y las preferencias citadinas: los indios son
comparados incesantemente según las pautas de la civilización. La admiración por alguno
de ellos se basa en los logros que lo acercan a modelos prefijados y a sus propias
preferencias. Son llamativas en este sentido las cartas dedicadas a la organización
gubernamental de los ranqueles, las jerarquías estrictas y los sistemas de negociación
empleados durante los encuentros con varios caciques y en la gran asamblea de los líderes
tribales. Así desfilan ante él el cacique Ramón, Epumer, Mariano Rosas, Baigorrita y
Caiomuta. Pero para explicar sus actos, para imbricarlos dentro del contexto de sus
lectores, son incorporadas citas de Byron, Shakespeare, Platón, Rousseau, Pascal, Voltaire,
Hugo, Molière, sin dejar de lado a Fray Luis de León, la Biblia y aun a Fray Gerundio de
Campazas: (17)índice parcial de su biblioteca y de las lecturas de sus congéneres; índice
quelo acerca, además, a sus lectores permitiéndoles ubicar lo nativo mediante elbagaje
cultural de occidente cuya imitación no ha sido totalmente descartada.
Entre los temas aledaños a la política india se hallaba el problema de los cautivos. Gracias
al tacto diplomático que reconoció en el cacique Mariano Rosas, Mansilla abordó su caso y
el de otros que residían en las tolderías contra su voluntad (cf. el caso del Dr. Macías, carta
LVI). También aprovechó estas ocasiones para filosofar sobre el destino de las mujeres en
general, y así se acercó a la intimidad de una organización social que no compartía los
códigos morales a los que él había sido expuesto.(18) Frente a las desgracias muestra
compasión, sin dejar de mostrar su característica (y reconocida) impaciencia ante toda
demora a sus solicitudes. La presencia de los sacerdotes y sus misas de campaña lo
reconfortan. El servicio religioso promueve, a su vez, la elegía y la adoración de un
sentimiento que lo lleva a proclamar la necesidad de imponer el cristianismo en esas
latitudes. Su estadía en las tolderías fue asimismo propicia para apadrinar niños. De este
modo se acercó a la sociedad de los caciques obligándose por nuevos lazos familiares a
cumplir con sus promesas.
No deja de ser significativo que el sobrino de Juan Manuel de Rosas parlamentara con
Mariano, cuyo apellido le fue otorgado por ese mismo Rosas. Irónicamente, el baluarte de
un estilo y uno de los representantes más poderosos de las fuerzas nativas se sentaron a
negociar un pacto (cuya violación no se haría esperar) bajo el signo que homologaba sus
contradicciones. Al margen de diferentes visiones de mundo –documentadas en la carta
XLI–, Mansilla concibe el enfrentamiento (aunque sin coincidir en todo con Sarmiento) en
términos de la lucha entre civilización y barbarie. Consciente del estado de vida de los
indios y de los múltiples daños infligidos por la civilización, Mansilla acepta con humildad,
y dándole la razón a los indios, la extensa nómina de violaciones, malos tratos y aun
negligencia en la transformación de estos pueblos en una fuerza de trabajo efectiva. Ante
el alegatoranquel, Mansilla sólo puede apelar al futuro y a eventuales cambios en las
relaciones entre estas fuerzas sin tomar nota de que ello implicaría la destrucción final de
su modo de vida –resultado que, por cierto, contaría con su apoyo incondicional. Es en
estas disquisiciones –más frecuentes a partir de la mayor compenetración con el sistema
de vida de los ranqueles– que abundan las intenciones del tratado: la civilización tiene
claros designios de expansión agrícola y ganadera, el incremento del comercio, la
construcción de nuevaslíneas ferroviarias. «Todos somos hijos de Dios, todos somos
argentinos» (p.305) es la frase mágica que intenta apelar a un sentimiento patriótico
comosolución al despojo de tierras, a la culpa blanca por no haber educado al
indio. (19) Descontando la culpa de un liberalismo tardío, estos argumentos subrayanel
carácter militar de la expedición y las alianzas del gobierno con los terratenientes que
exigían la seguridad de las fronteras. Todo el sincero romanticismo, la ilusión y el ensueño
provocados por la naturaleza, el momento idílico en que la vasta soledad y los paisajes
imponentes lo acercan a la felicidad y el asomo al infinito, caen ante la verdad última: la
tierra aún permanece bajo el control del indio. (20)
Civilización y barbarie, cristianismo e idolatría, son las fuerzas que se batirán en estos
encuentros (p. 11). Los primeros términos de esta ecuación variarán conforme Mansilla se
interne tierra adentro y deba acomodarse a las exigencias de la pampa (cf. pp. 50–51); la
incomodidad también le servirá para lanzar una crítica acerba sobre los fracasos de la
civilización y el malgasto de los fondos públicos en la guerra. Frente al agotamiento de las
ciudades y de los bastiones europeos, se siente renacer en un espacio que ofrece
contrastes, promueve la imaginación, permite polemizar con los que apoyan el exterminio
de los indios en vez de plegarlos al trabajo y la defensa común para evitar así el ya
quejumbroso exceso inmigratorio (p. 52). Es un territorio que permite vislumbrar el futuro
idílico en que la naturaleza comulgará con la economía, en que las comarcas desiertas que
carecen de interés artístico servirán para la cría del ganado y la agricultura (p. 60). Esta
versión de la civilización está íntimamente ligada con el comercio. El paisaje deberá ser
propicio, pues, para el intercambio; los indios deberán adquirir el hábito del trabajo
(deseado, según sus caciques) con el fin de sumarse al proyecto de la nación. Para
Mansilla, el país refleja una serie de cuadros contradictorios que son propios de todo
pueblo en vías de organización. Mediante estos cuadros, que muestran las deficiencias
administrativas de la nación, critica la políticano planificada que se proyecta en la
inmigración y que desmiente el «gobernares administrar» –variante de ese otro lema
«gobernar es poblar», de Juan Bautista Alberdi (p. 166). Ante la desilusión que siente por
la barbarie refinada que penetra en las ciudades, por las guerras y revoluciones hechas
para acceder al poder, percibe que la organización de los indios es superior por cuanto se
somete a una legalidad propia basada en los principios y no en el culto a los hombres (p.
183) ni en el abuso de la autoridad (p. 210). (21)
A medida que se acerca a las últimas cartas aumentan las disquisiciones sobre este tema.
Si desde las primeras páginas notábamos que esta crónica de viajes excedía las
convenciones del género, ya hacia el final la crónica de la aventura se cierra en torno a
una plataforma doctrinaria sobre la cuestión delos indios. Fiel a sus propios dictámenes,
Mansilla es ambiguo en la traducción de sentimientos contradictorios a lineamientos
programáticos. La violenta y simbólica conjunción de civilización y barbarie que sintió al
ver a su ahijada con el vestido de la Virgen de la Villa de la Paz robado en un malón (p.
331),se endurece al alejarse del contacto primitivo. La admiración que siente por
el cacique Ramón (cartas LXV–LXVI) no sólo se debe a su artesanía, también responde a su
riqueza, al lujo que puede gastar la familia, a las necesidades de paz que emanan de quien
tiene qué perder. Con él se entabla una mancomunidad de intereses que excede la mirada
curiosa sobre el ranquel para reconocer–si bien manteniendo las distancias que la
formalidad le impone– aun exponente superior de esa cultura. No es casual que sea el
cacique Ramón el promotor de estas consideraciones:
Tanto que declamamos sobre nuestra sabiduría, tanto que leemos y estudiamos, ¿y para
qué? Para despreciar a un pobre indio llamándole bárbaro, salvaje; para pedir su
exterminio, porque su sangre, su raza, sus instintos, sus aptitudes no son susceptibles de
asimilarse con nuestra civilización empírica, que se dice humanitaria, recta y justiciera,
aunque hace morir a hierro al que a hierro mata, y se ensangrienta por cuestión de amor
propio, de avaricia, de engrandecimiento, de orgullo, que para todos nos presenta en
nombre del derecho el filo de una espada, en una palabra, que mantiene la pena del
talión, porque si yo mato me matan; que, en definitiva, lo que más respeta es la fuerza,
desde quecualquier Breno de las batallas o del dinero es capaz de hacer inclinar de su
lado la balanza de la justicia.
¡Ah! Mientras tanto, el bárbaro, el salvaje, el indio ese que rechazamos y despreciamos,
como si todos no derivásemos de un tronco común, como si la planta hombre no fuese
única en su especie, el día menos pensado nos prueba que somos muy altaneros, que
vivimos en la ignorancia de una vanidad descomunal, irritante, que ha penetrado en la
obscuridad nebulosa de los cielos con el telescopio, que ha suprimido las distancias por
medio de la electricidad y del vapor, que volará mañana, quizá, convenido, pero que no
destruirá jamás, hasta aniquilarla, una simple partícula de la materia, ni le arrancará al
hombre los secretos recónditos para la marcha (p. 373).
La selección de la sociedad argentina está basada en torno a criterios sentimentales,
los menos, y utilitarios en cuanto al papel a cumplir en el progresonacional los más. Las
páginas que le dedica al gaucho22 están destinadas a deslindaral «paisano gaucho» del
«gaucho neto» (p. 291), al que puede ser útil para la industria y el trabajo de campo del
que sólo podrá desaparecer dejando un vacío adicional en la historia y la tradición
nacional, si no ya en las fuerzas que arrecian con su transformación global. (23)
Mansilla reconocía la propiedad a través de la producción de la tierra. Alentrar a Leubucó
tomó posesión de la comarca, siquiera simbólicamente, en nombre de la civilización, del
cristianismo, de la futura explotación del territorio.«Vivimos en los tiempos del éxito» (p.
109), afirma, y ese sentimiento se derrama sobre sus sueños: la imagen de Lucius Victorius
Imperator (p. 173y ss.) reemplaza esa inicial (y falsa) modestia de coronel que no sabe de
constituciones.
Sólo acompañado de pocos soldados y frailes, adopta la postura del patriarca benefactor,
del conquistador pacífico que descubre, somete y entrega las tierras luego de soñar
fugazmente en regirlas. El sueño perdurará a través de su estadía entre los ranqueles,
hasta que al salir de esa zona se verá frente al cacique Ramón como «un pobre diablo, un
fatuo del siglo XIX, un erudito a la violeta...» que debe reconocer que el mundo no se
estudia en los libros sino en el diálogo directo de la práctica social (p. 365).
El ensueño romántico, sin embargo, perdura mientras mantiene un contacto directo con
los ranqueles. Regido por epígrafes de Comte y Emerson, el epílogo proclama la alteración
final de los ranqueles. Su tierra espera «brazos y trabajo» (p. 389) para implantar su
grandioso destino. Por ello los ranquelesdeberán ser «exterminados o reducidos,
cristianizados y civilizados» (p. 389)porque «la triste realidad es que los indios están ahí
amenazando constantemente la propiedad, el hogar y la vida de los cristianos» (p. 390).
No hay ambigüedad alguna en cuanto al destino de este pueblo. La única solución, en aras
de la propiedad y el avance de los cristianos será su fusión dentro del pueblo argentino (a
pesar de lo citado de la p. 374). Escudándose, creyendo en la sabiduría del momento
fugaz, aboga por la fusión como medio para mejorarlas condiciones del pueblo. Deberán
desaparecer en cuanto ranqueles. Con clemencia, la civilización los hará parte del criollo,
les enseñará el amor al trabajopara que el malón deje de ser su único modo de
supervivencia. El correlato será la desaparición de la frontera para que la tierra se abra sin
límite alguno a la expansión de la propiedad terrateniente. Mansilla acepta este destino,
esparte de la historia que ha diseñado esos pasos, y sólo pide que el elusivotérmino
«justicia» se plasme con el desarraigo de estas tribus.
Los dueños de la historia (y de la tierra) se harían cargo de alterar este lenguajecon
sonidos ajenos a esos esperanzados proyectos de fusión. También Mansilla alteraría su
visión. Poco tiempo después de publicado Una excursión a los indios ranqueles se sellaría
la decisión de emprender otra campaña del desierto. Sus alcances se verían coronados
con la presidencia para el general que encabezó la campaña. Finalmente el desierto había
sido transformado. El país estaba firmemente encarrilado en una nueva etapa de su
unificación cuyos resultados no han dejado de repercutir hasta el día de hoy. Dentro de
esta trayectoria, Mansilla resumió una época y las dos cuestiones capitales que se
centrabanen torno a la expansión demográfica como resultado del impulso y el
desarrollo de la economía: la cuestión del indio y los programas de inmigración.
Si perdura en la historia es porque más allá de las consideraciones sociológicas y políticas
que animan muchas de estas páginas, Mansilla también ha logrado conjugar la suma de
las fuerzas que compusieron su época. En momentos en que el país emprendía la vía al
progreso en términos dinámicos de modernización dirigidos hacia el mundo externo con la
internacionalización de sus funciones, Mansilla condensa en su libro de viajes, de
fronteras, la mirada hacia adentro. Lo hace desde la perspectiva del poder, del derecho
que legaliza sojuzgar al indio, un ser que –según descubre en esos días– es superior
a sus prejuicios, pero que de todos modos debe ceder su existencia alas fuerzas del futuro.
Alternando política y literatura, el humorismo sutil con una «erudicióna la violeta», el
humanismo con la xenofobia de la época, Mansilla abarca esas preocupaciones. Lo logra
imponiendo un estilo y perfilando ese «yo» tan proclive al gesto definitorio como
condensación de una moda, como instrumento de supervivencia de una clase.
Saúl Sosnowski
Mayo 2007
1- Aníbal Ponce, «La obra literaria de Lucio V. Mansilla», Nosotros, Año XII, tomo XXX,113
(1918), p. 5. Ver también su introducción a Mansilla, Rozas; ensayo histórico
psicológico,Buenos Aires, Talleres Gráficos Argentinos L. J. Rosso (La Enciclopedia de la
Intelectualidad Argentina), 1933. Stockcero ISBN 987-1136-06-4, 2004.
2- Además de los comentarios ocasionales, Mansilla redactó una serie de «retratos» de los
cuales se publicó sólo un tomo, Retratos y recuerdos, Buenos Aires, Imprenta de Pablo
E.Coni e hijos, 1894. Este tomo está dedicado como «Homenaje de altísima consideración
y aprecio a mi noble amigo el señor Teniente General D. Julio A. Roca ex presidente de la
República Argentina». Contiene una carta-prólogo de Roca fechada en septiembre de
1894. Las semblanzas de Avellaneda, Sarmiento, Derqui, Alvear, Alberdi, entre otros,
además de la dedicatoria en sí, son valiosos aportes para el estudio de su inscripción enla
política de esas décadas.
3- En 1884, luego de haberse dado a conocer en forma de folletín, se publicó como
novelaLa gran aldea de Lucio V. López. Su subtítulo describe la intención de la obra: trata
de«costumbres bonaerenses». Stockcero ISBN 987-1136-27-7, 2005.
4- Una sólida introducción y antología: Noé Jitrik, El 80 y su mundo, Buenos Aires, Jorge
Álvarez, 1968. El estudio de Hugo Eduardo Biagini, Cómo fue la generación del 80,Buenos
Aires, Plus Ultra, 1980, es una introducción general a los problemas de la época. La
bibliografía especializada sobre esta generación es voluminosa. Hay una muestra ybalance
en ambos libros. Adolfo Prieto ofrece una excelente presentación en los números19 y 20
de Capítulo: La historia de la literatura argentina, Buenos Aires, Centro Editor de América
Latina, 1967. El n° 19 está dedicado a «Las ideas y el ensayo», el 20 a «La imaginación».
Entre las figuras literarias más prominentes del 80 merecen citarse, además de los
yamencionados Lucio V. López y Mansilla, a Eduardo Wilde, Miguel Cané, Carlos Guidoy
Spano. Los amplios registros que ocuparon la plataforma polémica en torno a la
inmigración,el laicismo, la educación, y otros aspectos mencionados luego, pueden ser
recogidosde la literatura de autores como Eugenio Cambaceres, José Manuel
Estrada,Pedro Goyena, Santiago Calzadilla, Antonio Argerich, Julián Martel, Ernesto
Quesada,José María Ramos Mejía, Eduardo Holmberg, José María Cantilo, Carlos María
Ocantos,Eduardo Gutiérrez, etc.
En su comentario a En viaje, de Miguel Cané, Paul Groussac –otra notable figura de esos
días– resumió lo que animaba a los representantes más jóvenes del 80: «¡Cuán diferente
Joven Generación Argentinala generación actual de Goyena y Del Valle, de Gutiérrez y de
Wilde! Ellos saben las cosas de las letras hasta en sus nimiedades; tienen sobre el
movimiento intelectual del mundo entero las mejores y más recientes informaciones. Si
algo ignoraran sería lo desu lengua o de su país. Han saboreado a Sainte–Beuve y
Macaulay, y nos apuntarán algunos artículos menos finos del primero, o del segundo más
pálidos que de costumbre.Saben a fondo el arte de escribir; tienen erudición y chiste; la
carga les es ligera. Un poco refinados, algo descontentadizos e irónicos; con el talento a
flor de cutis, prefieren unapágina. De ahí una dispersión, un despilfarro enorme de talento
a los cuatro vientos delperiodismo o de la conversación». Citado por A. Prieto, Capítulo, n°
19, p. 438.
5- Sobre la transformación de las ciudades, José Luis Romero, Latinoamérica: Las
ciudadesy las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976. Ver capítulos 4, «Las ciudades criollas»,
y 5,«Las ciudades patricias».
6- Ver Esteban Echeverría, Dogma socialista, edición crítica y documentada; prólogo de
AlbertoPalcos, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 1940. Para una perspectivamás
cercana a esa época: Martín García Mérou, Ensayo sobre Echeverría, Buenos Aires,Peuser,
1894. También: Tulio Halperín Donghi, El pensamiento de Echeverría, Buenos
Aires Sudamericana, 1950; Plácido Alberto Horas, Esteban Echeverría y la filosofía política
de la Generación de 1837, San Luis, Universidad Nacional de Cuyo, 1950; Ricardo
M. Ortiz, El pensamiento económico de Echeverría; trayectoria y actualidad, Buenos Aires,
Raigal, 1953: Alberto Palcos, Historia de Echeverría, Buenos Aires, Emecé, 1960.
7- Biagini da un resumen somero de las diversas posiciones ante el problema de la
inmigración.Ver también Gladys S. Onega, La inmigración en la literatura argentina (1880–
1910), Rosario,Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional del Litoral, 1965.
8- Las novelas de Eugenio Cambaceres (1843–1888) conforman la mejor muestra de las
transformaciones percibidas a través de las influencias del naturalismo y las líneas,
vigentesaún, del realismo europeo. Sin rumbo (1885) y En la sangre (1887) son novelas
querequieren un estudio minucioso dentro de este contexto. La xenofobia adquiere uno
desus adeptos más penosos en la figura de Julián Martel, seudónimo de José María Miró
(1867–1896), quien con la novela La bolsa (1890) sirvió de epígono al ciclo de ese nombre.
9-Entre–nos (Causeries del jueves), Buenos Aires, El Ateneo, 1928. Se publicaron cinco
tomosen 1889–1890. El título alude a las causeries de Sainte–Beuve, hecho inadvertido al
comienzopor Mansilla quien trató de desplazar la referencia extranjera con el «Entre–
nos»que le antecede.
10- Mansilla sólo publicó un tomo de memorias: Mis memorias: infancia. Adolescencia, en
1904.Hay edición, con prólogo de Juan Carlos Ghiano, Buenos Aires, Hachette, 1955.
Estudiosmorales o sea El diario de mi vida es, a pesar de su título, una serie de aforismos
publicados en 1896. Fue reeditado en 1962 por la Sociedad de Bibliófilos Argentinos con el
título invertido.
11-Atar–Gull o Una venganza africana, Buenos Aires, Bernheim y Bones, 1864.
12- La biografía de Enrique Popolizio, Vida de Lucio V. Mansilla, Buenos Aires, Peuser,
1954,posee abundante información anecdótica. El estudio preliminar de Mariano de Vedia
yMitre a la edición de Una excursión a los indios ranqueles, Buenos Aires, Estrada,
1959,incluye referencias a conflictos familiares y datos históricos precisos sobre la travesía
de Mansilla. El meticuloso prólogo de Julio Caillet–Bois a la edición publicada por el
Fondode Cultura Económica, México, 1947, es de consulta obligatoria. Del mismo
autor:«Nuevos documentos sobre Una excursión a los indios ranqueles», Boletín de la
Academia Argentina de Letras, Tomo XVI, 58 (enero–marzo 1947), pp. 115–34.
13-Causeries del jueves, Tomo III, pp. 5–6.
14- Ver David Viñas, De Sarmiento a Cortázar, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1971, pp. 15–41.
15-Martín Fierro, de José Hernández (1834–1886), fue publicado en 1872; La vuelta de
MartínFierro, en 1879. Mansilla podría aludir aquí a la publicación en 1866 de Fausto.
Impresionesdel gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta ópera, de Estanislao
delCampo (1834–1880). 16 Las propuestas de Francisco Bilbao, publicadas en Buenos
Aires, fueron integradas aldebate sobre los indios. También tuvieron una participación
notoria José Manuel Estrada,Vicente Gil–Quesada, Nicasio Oroño, Emilio Daireaux,
Francisco P. Moreno, yel propio José Hernández.
17- Mansilla no indica la procedencia de los epígrafes tomados de La cautiva, de Esteban
Echeverría, quizá por ser del dominio público y pertenecer al patrimonio de sus lectores;
quizá para hacer más suya esa perspectiva ante la magnitud de un espacio por conquistar.
18- Un eco más reciente de la historia de doña Fermina Zárate (p. 366 y ss.) en «Historia
delguerrero y la cautiva», de Jorge Luis Borges, El aleph, Buenos Aires, Losada, 1949, pp.
49–54.
19- Son importantes al respecto las negociaciones parlamentarias descriptas en las cartas
LIIIy LIV.
20- Su valor metafísico y el impacto del encuentro inicial han sido elaborados por Ezequiel
Martínez Estrada en Radiografía de la pampa, Buenos Aires, Babel, 1933.
21- Otras diferencias humanas en p. 275; apuntes de menor peso en pp. 337, 371.
22- Véanse especialmente las historias de Rufino (pp. 203 y ss.), Camargo (pp. 213 y ss.) y
Chañilao (pp. 289 y ss.); en otro orden, la de Miguelito (pp. 144 y ss.).23 Los deslindes y
taxonomía del gaucho propuestos por Mansilla –ver los detalles en (p. 291)– pueden ser
elaborados en torno a las conclusiones que surgen de las obras de José Hernández. Los
cambios en Hernández pueden medirse través de la distancia que media entre Martín
Fierro y su secuela y los ensayos agrupados en Vida del Chacho y otros escritos en prosa,
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967. Ver, por ejemplo, las coincidencias
con Mansilla en torno al derecho a imponer el progreso en territorio indio pero sin
aparecer como «heraldos de la muerte».
ÍNDICE
o-IDedicatoria. Aspiraciones de un tourist. Los gustos con el tiempo. Por qué se pelea un
padre con un hijo. Quiénes son los ranqueles. Un tratado internacional con los indios.
Teoría de los extremos. Dónde están las fronteras de Córdoba y campos entre los ríos
Cuarto y Quinto. De dónde parte el camino del Cuero .
o - II Deseos de un viaje a los ranqueles. Una china y un bautismo. Peligros de la diplomacia
militar con los indios. El indio Linconao. Mañas de los indios. Efectos del deber sobre el
temperamento. ¿Qué es un parlamento? Desconfianza de los indios para beber y fumar. Sus
preocupaciones al comer y beber. Un lenguaraz. Cuánto dura un parlamento y qué se hace
en él. Linconao atacado de las viruelas. Efecto de la viruela en los indios. Gratitud de
Linconao. Reserva de un fraile.
o - III Quién conocía mi secreto. El Río Quinto. El paso del Lechuzo. Defecto de un fraile.
Compromiso recíproco. Preparativos para la marcha. Resistencia de los gauchos. Cambio
de opiniones sobre la fatalidad histórica de las razas humanas. Sorpresa de Achauentrú al
saber que me iba a los indios. Pensamiento que me preocupaba. Ofrecimientos y pedidos de
Achauentrú. Fray Moisés Álvarez. Temores de los indios. Seguridades que les di. Efectos
de la digestión sobre el humor. Las mujeres del fuerte Sarmiento. Un simulacro.
o - IV Idea a que no nos resignamos. La partida. Lenguaje de los paisanos. Qué es una rastrillada.
El público sabe muchas mentiras e ignora muchas verdades. Qué es un guadal. El caballo y
la mula. Una despedida militar. La Laguna Alegre.
o-VEl fogón. Calixto Oyarzábal. El cabo Cómez. De qué fue a la guerra del Paraguay. Por qué
lo hicieron soldado de línea. José Ignacio Garmendia y Maximio Alcorta. Predisposiciones
mías en favor de Gómez. Su conducta en el batallón 12 de línea. Primera entrevista con él.
Su figura en el asalto de Curupaití. La lista después del combate. El cabo Gómez muerto.
o - VI Regreso de Curupaití. Resurrección del cabo Gómez. Cómo se salvó. Sencillo relato.
Posibilidad de que un pensamiento se realice. Dos escuelas filosóficas. Un asesinato que
nadie había visto. Sospechas.
o - VII Presentimientos de la multitud. Un asesino sin saberlo. Deseos de salvarle. Averiguaciones.
Un fiscal confuso. Juicios contradictorios. Agustín Mariño, auditor del Ejército Argentino.
Consejo de guerra. Dudas. Sentencia del cabo Gómez. Se confirma la pena de muerte.
Preparativos. La ejecución. Una aparición.
o - VIII El palmar de Yataití. Sepulcro de un soldado. Su memoria. Sus últimos deseos cumplidos.
El rancho del General Gelly y lo que allí pasó. Resurrección. Visión realizada. Fanatismo.
o - IX La Alegre. En qué rumbo salimos. ¿Los viajes son un placer? Por qué se viaja. Monte de la
Vieja. El alpataco. El Zorro Colgado. Pollo-helo. Us-helo. Qué es aplastarse un caballo.
Coli-Mula. La trasnochada. Precauciones.
o-XNo es posible seguir la marcha. Civilización y barbarie. En qué consiste la primera.
Reflexiones sobre este tópico. En marcha. Manera de cambiar de perspectiva sin salir de un
mismo lugar. Asombroso adelanto de estas tierras. Ralicó. Tremencó. Médano del Cuero.
El Cuero. Sus campos.
o - XI ¿Quién había andado por Ralicó? Los rastreadores. Talento de uno del 12 de línea. Se
descubre quién había andado por Ralicó. Cuántos caminos salen del Cuero. El General
Emilio Mitre no pudo llegar allí. Su error estratégico.
o - XII -
Por dónde habían ido los chasquis. Entrada a los montes. Derechos de piso y agua.
Recomendaciones. Despacho de algunas tropillas para el Río Quinto. Los montes.
Impresiones filosóficas. Utatriquin. El cuento del arriero.
o - XIII Martes es mal día. Trece es mal número. Los quatorzième. Marcha nocturna. Pensamientos.
Sueño ecuestre. Un latigazo. Historia de un soldado y de Antonio. Alto. Una visión y una
mulita.
o - XIV Sueño fantástico. En marcha. Calixto Oyarzábal y sus cuentos. Cómo se busca de noche un
camino en la Pampa. Campamento. Los primeros toldos. Se avistan chinas. Algarrobo.
Indios.
o - XV La laguna Verde. Sorpresa. Inspiraciones del gaucho. Encuentros. Grupos de indios. Sus
caballos y sus trajes. Bustos. Amenazas. Resolución.
o - XVI El embajador del cacique Ramón y Bustos. Desconfianzas del cacique. Quién era Bustos.
Caniupán. Otra vez el embajador de Ramón y Bustos. Un bofetón a tiempo. Mari purrá
wentrú . Recepción. Retrato de Ramón. Exigencia de Caniupán. ¡Lo mando al diablo!
Conformidad.
o - XVII Un cuerpo sano en alma sana. El mate. Un convidado de piedra. Pánico y desconfianzas de
los indios. Historias. Un mensajero de Caniupán. Visitas. En marcha. Calcumuleu. Nuevo
mensajero. La noche. Amonestaciones. Primer regalo. Unos bultos colorados.
o - XVIII Historia de Crisóstomo. Quiénes eran los bultos colorados. El indio Villarreal y su familia.
De noche.
o - XIX El amanecer. Llegada de las cargas. El marchado de la mula. Achauentrú en el Río Cuarto.
Un almuerzo en el fogón. Lo que hicieron las chinas en cuanto se levantaron. El cabo
Mendoza y Wenchenao. Enojo fingido. Se presenta Caniupán.
o - XX El camino de Calcumuleu a Leubucó. Los indios en el campo. Su modo de marchar. Cómo
descansan a caballo. Qué es tomar caballos a mano. No había novedad. Cruzando un monte.
Se divisa Leubucó. Primer parlamento. Cada razón son diez razones.
o - XXI En qué consiste el arte de hacer de una razón varias, razones. De cuántos modos conversan
los indios. Sus oradores. Sus rodeos para pedir. Precauciones de los caciques antes de
celebrar una junta. Numeración y manera de contar de los ranqueles.
o - XXII Una nube de arena. Cálculos. El ojo del indio. Segundo parlamento. Se avista el toldo de
Mariano Rosas. Frente a él.
o - XXIII Épocas buenas y malas. En qué cosas cree el autor. La cadena del mundo moral. ¿Será
cierto que los padres saben más que los hijos? El Capitán Rivadavia, Hilarión Nicolai.
Camargo. Dilaciones.
o - XXIV ¡Qué hacer cuando no hay más remedio! Cuál era el objeto de esta otra parada. Pretensiones
de la ignorancia. Las brujas. Saludos y regocijos. Qué sucedía mientras tenía lugar el
parlamento. Agitación en el toldo de Mariano Rosas. Las brujas vieron al fin lo mismo que
el cacique. Cómo estaba formado éste. Qué es Leubucó y qué caminos parten de allí. Echo
pie a tierra. Vítores.
o - XXV Gracias a Dios. Empieza el ceremonial. Apretones de mano y abrazos. De cómo casi hube
de reventar. Por algo me había de hacer célebre yo. ¿Qué más podían hacer los bárbaros?
o - XXVI La enramada de Mariano Rosas. Parlamento y comida. Agasajo. Pasión de los indios por la
bebida. Qué es un YAPAÍ. Epumer, hermano mayor de Mariano Rosas. El y yo. Me
deshago de mi capa colorada. Regalos. Distribución de aguardiente. Una orgía. Miguelito .
o - XXVII Pasión de Miguelito. Los hombres son iguales en todas las circunstancias de la vida.
Retrato de Miguelito. Su historia.
o - XXVIII Teoría sobre el ideal. Miguelito continúa contando su historia. Cuadro de costumbres.
o - XXIX El gaucho es un producto peculiar de la tierra argentina. Monomanía de la imitación.
Continuación da la historia de Miguelito. Cuadro de costumbres. ¿Qué es filosofar?
o - XXX Mi vademécum y sus méritos. En qué se parece Orión a Roqueplán. Dónde se aprende el
mundo. Concluye la historia de Miguelito.
o - XXXI Ojeada retrospectiva. El valor a medianoche es el valor por excelencia. Miedo a los perros.
Cuento al caso. Qué es LONCOTEAR. Sigue la orgía. Epumer se cree insultado por mí.
Una serenata.
o - XXXII El negro del acordeón y la música. Reflexiones sobre el criterio vulgar. Sueño fantástico.
Lucius Victorius Imperator. Un mensajero nocturno de Mariano Rosas. Se reanuda el sueño
fantástico. Mi entrada triunfal en Salinas Grandes. La realidad. Un huésped a quien no le es
permitido dormir.
DEDICATORIA
Querido Orion:
Todos los escritores tienen una palabra favorita que los traiciona.
Esa palabra es como el metro para ciertos poetas.
En cuanto escribes, hay siempre, como piedras preciosas, incrustadas en el rico mosaico
de tus producciones, palabras como estas: -"Aspiraciones nobles y generosas, amor
purísimo, amistad constante, fraternidad universal".
Qué quiere decir esto?
Qué tú, si hubieras sido poeta, habrías cantado como Miguel de los Santos Álvarez:
"Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno!"
Que tú sabes amar y estimar a los que aman.
Pues bien, a ti, querido ORION, mi amigo de tantos años, contra viento y marea, es a
quien yo dedico mis cartas a Santiago Arcos, ya que te has empeñado en que haga de ellas
un libro.
Decididamente alcanzamos unos tiempos raros, -realizamos todo menos lo que
queremos.
Es un aviso a los caminantes que podría glosarse así:
En esta tierra los hombres son lo que quieren las circunstancias.
Les damos un consejo:
Lo mejor es vivir con el día.
¡Yo haciendo un libro, después de haber secado mi pluma hace dos años, con la firme
resolución de no volver a las andadas; cuando prefiero galopar diez leguas a escribir una
cuartilla de papel!
¿Por dónde saldrá el sol mañana, ORION?
Tú no lo sabes, ni yo tampoco, y es posible que si lo supiéramos y lo dijéramos nos
creyeran engualichados.
A pesar de todo, de nuestro aire riente, de nuestras exterioridades frívolas, nosotros
sabemos varias cosas, -"que con el mal tiempo desaparecen los falsos amigos y las
moscas"; que si el presente es de los egoístas y de los apáticos, el porvenir es de los
hombres de pensamiento y de labor.
Si lo primero es una triste experiencia, adquirida a fuerza de dejar en el espinoso camino
de la vida, la mejor lana del vellón, -lo segundo es una esperanza y un consuelo.
Un grito de desaliento puede salir del pecho mejor templado. Pero hay energías
recónditas que sostienen hasta el fin al más humilde de los mortales.
Como Béranger a su frac, terminó ORION diciéndote: Ne nous séparons pas!
L. V. M.
A Lucio V. Mansilla.
Amado hermano y cofrade:
Me dices que me has dedicado tu precioso libro, en el que como flores cogidas, al acaso,
del ameno pensil de la República, para formar con ellas un ramo esmaltado, lleno de
encanto y perfume, has coleccionado las cartas en que, peregrino fantástico de las soledades
y el silencio, narras tu pintoresca excursión a los Indios Ranqueles.
Gracias por mí, querido Lucio, y gracias por la naciente, pero rica literatura Argentina.
Por mí, porque en esa espontánea dedicatoria hecha a un hombre sin títulos, sin
posición, sin tener en los labios una de esas sonrisas, que los cortesanos toman por una
promesa, o una esperanza, creo escuchar cómo el murmullo suave y cadencioso de una voz
misteriosa, que me regala blandamente el oído, diciéndome: "el autor de este libro es un
amigo que te quiere y que te abraza en el cielo del pensamiento, como te abrazó siempre en
el santuario de la más pura amistad."
Por la literatura argentina, porque me siento feliz de que tus cartas, publicadas día a día
en esa hoja deleznable de papel llamada La Tribuna, no tengan la pobre e ignorada suerte
de las producciones que sólo ven la luz en un diario, y en donde, como dice Castelar, "están
condenadas a vivir lo que vive una rosa: una mañana".
La primera lectura de tus cartas ha encantado al pueblo argentino.
En un libro los va a saborear.
Fraternalmente colocadas bajo los auspicios de mi pobre nombre -rico para ti porque
eres mi mejor amigo- yo estaba en el deber de emitir un juicio sobre esos trozos de
literatura descriptiva, en que has hecho cruzar por el cielo de las letras argentinas, en
brillante y turbulenta procesión, la majestad imponente de nuestras pampas y las
costumbres primitivas de nuestros pobladores salvajes, enlazadas con las pompas brillantes
del poeta, y las reflexiones severas del filósofo profundo.
Pero prefiero no hacerlo.
Al amor lo pintan ciego.
A la amistad, un diario de caricaturas la pintaba, hace ocho días, agitando en sus manos
el incensiario.
Si yo dijese que este es uno de los más preciosos libros hasta ahora concebidos por el
pensamiento argentino, escrito en un estilo florido y galano, útil y provechoso por los datos
curiosos que en la armonía de su conjunto contiene, a la vez que seductor y poético por el
lenguaje impregnado de luz en que está escrito, ¿se creería que emitía un juicio imparcial?
En una época en que los gobiernos pagan los servicios de sus leales amigos,
destituyéndose brutalmente de los puestos en que supieron conquistarse fama y simpatía, ni
todas las intenciones se aprecian, ni todos los sentimientos se comprenden.
Hoy hay una manía a cambiarlo y a modificarlo todo.
Una cosa, empero, tengo la certeza de que no ha de cambiar jamás: es la amistad pura y
sincera que nos liga, y en cuyas corrientes, a manera de un puente levantado por invisible
mano en mitad del camino de la Patria argentina, pasará modesto y silencioso este libro, en
suyas páginas de oro se confunden misteriosamente los nombres de dos amigos que se
quieren y que creen, con de Maistre, "que la amistad es el puerto sereno a que llega el alma
fatigada, en sus días de infortunio."
Orion
-IDedicatoria. Aspiraciones de un tourist. Los gustos con el tiempo. Por qué se pelea un
padre con un hijo. Quiénes son los ranqueles. Un tratado internacional con los indios.
Teoría de los extremos. Dónde están las fronteras de Córdoba y campos entre los ríos
Cuarto y Quinto. De dónde parte el camino del Cuero.
No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me
da vida y salud.
Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón
me dice que vives, creo que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la
esperanza de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las
pajas al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o de
gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre
me ha parecido la más sabrosa.
A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber
vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido
mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en
Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes
aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en
Nagüel Mapo, que quiere decir "Lugar del Tigre".
Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene
cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo; o sea el hombre colectivo, vive
inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual,
pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.
A los veinticinco años, somos víctimas de un sinnúmero de superfluidades. No tener
guantes blancos, frescos como una lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de
que el mancebo más cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas
veces, y sacrificaron su estómago en aras del buen tono!
A los cuarenta años, cuando el cierzo y el hielo del invierno de la vida han comenzado a
marchitar la tez y a blanquear los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold
cream, o por un paquete de cosmético, ¿qué no se hace?
Más tarde, todo es lo mismo; con guantes o sin guantes, con retoques o sin ellos "la
mona aunque se vista de seda mona se queda".
Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de
trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no se indigesta, que no irrita.
En otro orden de ideas, también se verifica el fenómeno. Hay razas y naciones
creadoras, razas y naciones destructoras. Y, sin embargo, en el irresistible corso e ricorso de
los tiempos y de la humanidad, el mundo marcha; y una inquietud febril mece
incesantemente a los mortales de perspectiva en perspectiva, sin que el ideal jamás muera.
Pues, cortando aquí el exordio, te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano.
Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de
envidia.
Ten presente que una vez me dijiste, censurando a tu padre, con quien estabas peleado:
-¿Sabes por qué razón el viejo está mal conmigo? Porque tiene envidia de que yo haya
estado en el Paraguay, y él no.
Es el caso que mi estrella militar me ha deparado el mando de las fronteras de Córdoba,
que eran las más asoladas por los ranqueles.
Ya sabes que los ranqueles son esas tribus de indios araucanos, que habiendo emigrado
en distintas épocas de la falda occidental de la cordillera de los Andes a la oriental, y
pasado los ríos Negro y Colorado, han venido a establecerse entre el Río Quinto y el Río
Colorado, al naciente del Río Chalileo.
Últimamente celebré un tratado de paz con ellos, que el Presidente aprobó, con cargo de
someterlo al Congreso.
Yo creía que siendo un acto administrativo no era necesario.
¿Qué sabe un pobre coronel de trotes constitucionales?
Aprobado el tratado en esa forma, surgieron ciertas dificultades relativas a su ejecución
inmediata.
Esta circunstancia por un lado, por otro cierta inclinación a las correrías azarosas y
lejanas; el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para
estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e
inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las
fuerzas que están bajo mis órdenes -he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el
torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus
tolderías, y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.
Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo, solía decirme cuando vivíamos juntos en el
Paraguay, vistiendo el ligero traje de los criollos e imitándolos en cuanto nos lo permitían
nuestra sencillez y facultades imitativas: -¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo: Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del Progreso, una
de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.
Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en
los extremos. Yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre; las satisfacciones
del amor y del odio; las satisfacciones de la oscuridad y las de la gloria. Pero ¿quién
comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la indiferencia;
las satisfacciones de ser cualquier cosa?
Yo comprendo que haya quien diga: -Me gustaría ser Leonardo Pereira, potentado del
dinero.
Pero que haya quien diga: -Me gustaría ser el almacenero de enfrente, D. Juan o D.
Pedro, un nombre de pila cualquiera, sin apellido notorio -eso no.
Y comprendo que haya quien diga: -Yo quisiera ser limpiabotas o vendedor de billetes
de lotería.
Yo comprendo el amor de Julieta y Romeo, como comprendo el odio de Silvia por
Hernani, y comprendo también la grandeza del perdón.
Pero no comprendo esos sentimientos qué no responden a nada enérgico, ni fuerte, a
nada terrible o tierno.
Yo comprendo que haya en esta tierra quien diga: -Yo quisiera ser Mitre, el hijo mimado
de la fortuna y de la gloria, o sacristán de San Juan.
Pero que haya quien diga: -Yo quisiera ser el Coronel Mansilla -eso no lo entiendo,
porque al fin, ese mozo ¿quién es?
Al General Arredondo, mi jefe inmediato entonces, le debo, querido Santiago, el placer
inmenso de haber comido una tortilla de huevos de avestruz en Nagüel Mapo, de haber
tocado los extremos una vez más. Si él me niega la licencia, me quedo con las ganas, y no
te gano la delantera,
Siempre le agradeceré que haya tenido conmigo esa deferencia, y que me manifestara
que creía muy arriesgada mi empresa, probándome así que mi suerte no le era indiferente.
Sólo los que no son amigos pueden conformarse con que otro muera estérilmente... y en la
oscuridad.
La nueva línea de fronteras de la Provincia de Córdoba no está ya donde tú la dejaste
cuando pasaste para San Luis, en donde tuviste la fortuna de conocer aquel tipo que te decía
un día en el Morro: -¡Yo no deseo, Sr. D. Santiago, visitar la Europa por conocer el Cristal
Palais, ni el Buckingham Palace, ni las Tullerías, ni el London Tunnel, sino por ver ese
Septentrión, ¡ese Septentrión!
Está la nueva línea sobre el Río Quinto, es decir, que ha avanzado veinticinco leguas, y
que al fin se puede cruzar del río Cuarto a Achiras sin hacer testamento y confesarse.
Muchos miles de leguas cuadradas se han conquistado.
¡Qué hermosos campos para cría de ganados son los que se hallan encerrados entre el
Río Cuarto y Río Quinto!
La cebadilla, el porotillo, el trébol, la gramilla, crecen frescos y frondosos entre el pasto
fuerte; grandes cañadas como la del Gato, arroyos caudalosos y de largo curso como Santa
Catalina y Sampacho, lagunas inagotables y profundas como Chemeco, Tarapendá y Santo
Tomé constituyen una fuente de riqueza de inestimable valor.
Tengo en borrador el croquis topográfico, levantado por mí, de ese territorio inmenso,
desierto, que convida a la labor, y no tardaré en publicarlo, ofreciéndoselo con una
memoria a la industria rural.
Más de seis mil leguas he galopado en año y medio para conocerlo y estudiarlo.
No hay un arroyo, no hay un manantial, no hay una laguna, no hay un monte, no hay un
médano donde no haya estado personalmente para determinar yo mismo su posición
aproximada y hacerme baquiano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es
conocer palmo a palmo el terreno donde algún día ha de tener necesidad de operar.
¿Puede haber papel más triste que el de un jefe con responsabilidad, librado a un pobre
paisano, que lo guiará bien, pero que no le sugerirá pensamiento estratégico alguno?
La nueva frontera de Córdoba comienza en la raya de San Luis, casi en el meridiano que
pasa por Achiras, situado en los últimos dobleces de la Sierra, y costeando el Río Quinto se
prolonga hasta la Ramada Nueva, llamada así por mí, y por los ranqueles Trapalcó, que
quiere decir agua de Totora, Trapal es Totora y co, agua.
La Ramada Nueva son los desagües del Río Quinto, vulgarmente denominados la
Amarga.
De la Ramada Nueva, y buscando la derecha de la frontera sur de Santa Fe, sigue la
línea por la Laguna Nº 7, llamada así por los cristianos, y por los ranqueles Potálauquen, es
decir, laguna grande: potá es grande y Lauquen, laguna.
Siguiendo el juicioso plan de los españoles, yo establecí esta frontera colocando los
fuertes principales en la banda sur del Río Quinto.
En una frontera internacional esto habría sido un error militar, pues los obstáculos deben
siempre dejarse a vanguardia para que el enemigo sea quien los supere primero.
Pero en la guerra con los indios el problema cambia de aspecto, lo que hay que
aumentarle a este enemigo no son los obstáculos para entrar, sino los obstáculos para salir.
El punto fuerte principal de la nueva línea de frontera sobre el Río Quinto se llama
Sarmiento. De allí arranca el camino que por Laguna del Cuero, famosa para los cristianos,
conduce a Leubucó, centro de las tolderías ranquelinas.
De allí emprendí mi marcha.
Mañana continuaré.
Hoy he perdido tiempo en ciertos detalles creyendo que para ti no carecerían de interés.
Si al público a quien le estoy mostrando mi carta le sucediese lo mismo, me podría
acostar a dormir tranquilo y contento como un colegial que ha estudiado bien su lección y
la sabe.
¿Cómo saberlo?
Tantas veces creemos hacer reír con un chiste y el auditorio no hace ni un gesto.
Por eso toda la sabiduría humana está encerrada en la inscripción del templo de Delfos.
- II Deseos de un viaje a los ranqueles. Una china y un bautismo. Peligros de la diplomacia
militar con los indios. El indio Linconao. Mañas de los indios. Efectos del deber sobre el
temperamento. ¿Qué es un parlamento? Desconfianza de los indios para beber y fumar. Sus
preocupaciones al comer y beber. Un lenguaraz. Cuánto dura un parlamento y qué se hace
en él. Linconao atacado de las viruelas. Efecto de la viruela en los indios. Gratitud de
Linconao. Reserva de un fraile.
Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba él pensamiento de ir a Tierra Adentro.
El trato con los indios que iban y venían al Río Cuarto, con motivo de las negociaciones
de paz entabladas, había despertado en mí una indecible curiosidad.
Es menester haber pasado por ciertas cosas, haberse hallado en ciertas posiciones, para
comprender con qué vigor se apoderan ciertas ideas de ciertos hombres; para comprender
que una misión a los ranqueles puede llegar a ser para un hombre como yo, medianamente
civilizado, un deseo tan vehemente, como puede ser para cualquier ministril una secretaría
en la embajada de París.
El tiempo, ese gran instrumento de las empresas buenas y malas, cuyo curso quisiéramos
precipitar, anticipándonos a los sucesos para que éstos nos devoren o nos hundan, me había
hecho contraer ya varias relaciones, que puedo llamar íntimas.
La china Carmen, mujer de veinticinco años, hermosa y astuta, adscrita a una comisión
de las últimas que anduvieron en negociados conmigo, se había hecho mi confidente y
amiga, estrechándose estos vínculos con el bautismo de una hijita mal habida que la
acompañaba y cuya ceremonia se hizo en el Río Cuarto con toda pompa, asistiendo un
gentío considerable y dejando entre los muchachos un recuerdo indeleble de mi
magnificencia, a causa de unos veinte pesos bolivianos que cambiados en medios y reales
arrojé a la manchancha esa noche inolvidable, al son de los infalibles gritos: ¡padrino
pelado!
Sólo quien haya tenido ya el gusto de ser padrino, comprenderá que noches de ese
género pueden ser realmente inolvidables para un triste mortal sin antecedentes históricos,
sin títulos para que su nombre pase a la posteridad, grabándose con caracteres de fuego en
el libro de oro de la historia.
¡Ah!, tú has sido padrino pelado alguna vez, y me comprenderás.
Carmen no fue agregada sin objeto a la comisión o embajada ranquelina en calidad de
lenguaraz, que vale tanto como secretario de un ministro plenipotenciario.
Mariano Rosas ha estudiado bastante el corazón humano, como que no es un muchacho;
conoce a fondo las inclinaciones y gustos de los cristianos, y por un instinto que es de los
pueblos civilizados y de los salvajes, tiene mucha confianza en la acción de la mujer sobre
el hombre, siquiera esté ésta reducida a una triste condición.
Carmen fue despachada, pues, con su pliego de instrucciones oficiales y confidenciales
por el Talleyrand del desierto, y durante algún tiempo se ingenió con bastante habilidad y
maña. Pero no con tanta que yo no me apercibiese, a pesar de mi natural candor, de lo
complicado de su misión, que a haber dado con otro Hernán Cortés habría podido llegar a
ser peligrosa y fatal para mí, desacreditando gravemente mi gobierno fronterizo.
Pasaré por alto una infinidad de detalles, que te probarían hasta la evidencia todas las
seducciones a que está expuesta la diplomacia de un jefe de fronteras, teniendo que
habérselas con secretarios como mi comadre; y te diré solamente que esta vez se le
quemaron los libros de su experiencia a Mariano, siendo Carmen misma la que me inició en
los secretos de su misión.
El hecho es que nos hicimos muy amigos, y que a sus buenos informes del compadre
debo yo en parte el crédito de que llegué precedido cuando hice mi entrada triunfal en
Leubucó.
Otra conexión íntima contraje también durante las últimas negociaciones.
El cacique Ramón, jefe de las indiadas del Rincón, me había enviado su hermano mayor,
como muestra de su deseo de ser mi amigo.
Linconao, que así se llama, es un indiecito de unos veintidós años, alto, vigoroso, de
rostro simpático, de continente airoso, de carácter dulce, y que se distingue de los demás
indios en que no es pedigüeño.
Los indios viven entre los cristianos fingiendo pobrezas y necesidades, pidiendo todos
los días; y con los mismos preámbulos y ceremonias piden una ración de sal, que un
poncho fino o un par de espuelas de plata.
Tener que habérselas con una comisión de estos sujetos, para un jefe de frontera,
presupone tener que perder todos los días unas cuatro horas en escucharles.
Yo, que por mi temperamento sanguíneo-bilioso no soy muy pacienzudo que digamos,
he descubierto con este motivo que el deber puede modificar fundamentalmente la
naturaleza humana.
En algunos parlamentos de los celebrados en el Río Cuarto, más de una vez derroté a
mis interlocutores, cuyo exordio sacramental era: -Para tratar con los indios se necesita
mucha paciencia, hermano.
No sé si tenéis idea de lo que es un parlamento en tierra de cristianos; y digo en tierra de
cristianos, porque en tierra de indios el ritual es diferente.
Un parlamento es una conferencia diplomática.
La comisión se manda anunciar anticipadamente con el lenguaraz. Si la componen
veinte individuos, los veinte se presentan.
Comienzan por dar la mano por turno de jerarquía, y en esa forma se sientan, con
bastante aplomo, en las sillas o sofás que se les ofrecen.
El lenguaraz, es decir, el intérprete secretario, ocupa la derecha del que hace cabeza.
Habla éste y el lenguaraz traduce, siendo de advertir que aunque el plenipotenciario
entienda el castellano y lo hable con facilidad, no se altera la regla.
Mientras se parlamenta hay que obsequiar a la comisión con licores y cigarros.
Los indios no rehúsan jamás beber, y cigarros, aunque no los fumen sobre tablas,
reciben mientras les den.
Pero no beben, ni fuman cuando no tienen confianza plena en la buena fe del que les
obsequia, hasta que éste no lo haya hecho primero.
Una vez que la confianza se ha establecido cesan las precauciones, y echan al estómago
el vaso de licor que se les brinda, sin más preámbulos que el de sus preocupaciones.
Una de ellas estriba en no comer ni beber cosa alguna, sin antes ofrecerle las primicias al
genio misterioso en que creen y al que adoran sin tributarle culto exterior.
Consiste esta costumbre en tomar con el índice y el pulgar un poco de la cosa que deben
tragar o beber y en arrojarla a un lado, elevando la vista al cielo y exclamando: ¡Para Dios!
Es una especie de conjuro. Ellos creen que el diablo, Gualicho, está en todas partes, y
que dándole lo primero a Dios, que puede más que aquél, se hace el exorcismo.
El parlamento se inicia con una serie inacabable de salutaciones y preguntas, como
verbigracia: -¿Cómo está Ud.? ¿Cómo están sus jefes, oficiales y soldados? ¿Cómo le ha
ido a Ud. desde la última vez que nos vimos? ¿No ha habido alguna novedad en la frontera?
¿No se le han perdido algunos caballos?
Después siguen los mensajes, como por ejemplo: -Mi hermano, o mi padre, o mi primo, me
ha encargado le diga a Ud. que se alegrará que esté Ud. bueno en compañía de todos sus
jefes, oficiales y soldados; que desea mucho conocerle; que tiene muy buenas noticias de
Ud.; que ha sabido que desea Ud. la paz y que eso prueba que cree en Dios y que tiene un
excelente corazón.
A veces cada interlocutor tiene su lenguaraz, otras es común.
El trabajo del lenguaraz es ímprobo en el parlamento más insignificante. Necesita tener
una gran memoria, una garganta de privilegio y muchísima calma y paciencia.
¡Pues es nada antes de llegar al grano tener que repetir diez o veinte veces lo mismo!
Después que pasan los saludos, cumplimientos y mensajes, se entra a ventilar los
negocios de importancia, y una vez terminados éstos, entra el capítulo quejas y pedidos,
que es el más fecundo.
Cualquier parlamento dura un par de horas, y suele suceder al rato de estar en él, que
varios de los interlocutores están roncando. Como el único que tiene responsabilidad en lo
que se ventila es el que hace cabeza, después que cada uno de los que le acompañan ha
sacado su piltrafa, ya la cosa ni le interesa ni le importa y, no pudiendo retirarse, comienza
a bostezar y acaba por dormirse, hasta que el plenipotenciario, apercibiéndose del ridículo,
pide permiso para terminar y retirarse, prometiendo volver muy pronto, pues tiene muchas
cosas más que decir aún.
Linconao fue atacado fuertemente de las viruelas, al mismo tiempo que otros indios.
Trajéronme el aviso, y siendo un indio de importancia, que me estaba muy recomendado
y que por sus prendas y carácter me había caído en gracia, fuime en el acto a verle.
Los indios habían acampado en tiendas de campaña que yo les había dado, sobre la costa
de un lindo arroyo tributario del Río Cuarto.
En un albardón verde y fresco, pintado de flores silvestres, estaban colocadas las tiendas
en dos filas, blanqueando risueñamente sobre el campestre tapete.
Todos ellos me esperaban mustios, silenciosos y aterrados, contrastando el cuadro
humano con el de la riente naturaleza y la galanura del paisaje.
Linconao y otros indios yacían en sus tiendas revolcándose en el suelo con la
desesperación de la fiebre; sus compañeros permanecían a la distancia, en un grupo, sin ser
osados a acercarse a los virulentos y mucho menos a tocarles.
Detrás de mí iba una carretilla ex profeso.
Acerqueme primero a Linconao y después a los otros enfermos; hableles a todos
animándolos, llamé algunos de sus compañeros para que me ayudaran a subirlo al carro;
pero ninguno de ellos obedeció, y tuve que hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba.
Linconao estaba desnudo y su cuerpo invadido de la peste con una virulencia horrible.
Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y
cobarde naturaleza cuando acometemos un peligro cualquiera.
Aquella piel granulenta al ponerse en contacto con mis manos, me hizo el efecto de una
lima envenenada.
Pero el primer paso estaba dado y no era noble, ni digno, ni humano, ni cristiano,
retroceder, y Linconao fue alzado a la carretilla por mí, rozando su cuerpo mi cara.
Aquel fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie; del cristianismo
sobre la idolatría.
Los indios quedaron profundamente impresionados; se hicieron lenguas alabando mi
audacia y llamáronme su padre.
Ellos tienen un verdadero terror pánico a la viruela, que sea por circunstancia cutáneas o
por la clase de su sangre, los ataca con furia mortífera.
Cuando en Tierra Adentro aparece la viruela, los toldos se mudan de un lado a otro,
huyendo las familias despavoridas a largas distancias de los lugares infestados.
El padre, el hijo, la madre, las personas más queridas son abandonadas a su triste suerte, sin
hacer más en favor de ellas que ponerles alrededor del lecho agua y alimentos para muchos
días.
Los pobres salvajes ven en la viruela un azote del cielo, que Dios les manda por sus
pecados.
He visto numerosos casos y son rarísimos los que se han salvado, a pesar de los
esfuerzos de un excelente facultativo, el Dr. Michaut, cirujano de mi División.
Linconao fue asistido en mi casa, cuidándolo una enfermera muy paciente y cariñosa,
interesándose todos en su salvación, que felizmente conseguimos.
El cacique Ramón me ha manifestado el más ardiente agradecimiento por los cuidados
tributados a su hermano, y éste dice que después de Dios, su padre soy yo, porque a mí me
debe la vida.
Todas estas circunstancias, pues, agregadas a las consideraciones mentadas en mi carta
anterior, me empujaban al desierto.
Cuando resolví mi expedición, guardé el mayor sigilo sobre ella.
Todos vieron los preparativos, todos hacían conjeturas, nadie acertó.
Sólo un fraile amigo conocía mi secreto.
Y esta vez no sucedió lo que debiera haber sucedido a ser cierto el dicho del moralista:
Lo que uno no quiere que se sepa no debe decirse.
Es que la humanidad, por más que digan, tiene muchas buenas cualidades, entre ellas, la
reserva y la lealtad.
Supongo que serás de mi opinión, y con esto me despido hasta mañana.
- III Quién conocía mi secreto. El Río Quinto. El paso del Lechuzo. Defecto de un fraile.
Compromiso recíproco. Preparativos para la marcha. Resistencia de los gauchos. Cambio
de opiniones sobre la fatalidad histórica de las razas humanas. Sorpresa de Achauentrú al
saber que me iba a los indios. Pensamiento que me preocupaba. Ofrecimientos y pedidos de
Achauentrú. Fray Moisés Álvarez. Temores de los indios. Seguridades que les di. Efectos
de la digestión sobre el humor. Las mujeres del fuerte Sarmiento. Un simulacro.
Sólo el franciscano Fray Marcos Donatti, mi amigo íntimo, conocía mi secreto.
Se lo había comunicado yendo con él del fuerte Sarmiento al "Tres de Febrero", otro
fuerte de la extrema derecha de la línea de frontera sobre el Río Quinto.
Este sacerdote, que a sus virtudes evangélicas reúne un carácter dulcísimo, recorría las
dos fronteras de mi mando, diciendo misa en improvisados altares, bautizando y haciendo
escuchar con agrado su palabra a las pobres mujeres de los pobres soldados. La que le oía
se confesaba.
Era una noche hermosa, de esas en que el mundo estelar brilla con todo el esplendor de
su magnificencia. La luna no se ocultaba tras ningún celaje, y de vez en cuando al
acercanos a las barrancas del Río Quinto, que corre tortuoso costeándolo el camino, la
veíamos retratarse radiante en el espejo móvil de ese río, que nace en las cumbres de la
sierra de la Carolina, y que, corriendo en una curva de poniente a naciente, fecunda con sus
aguas, ricas como las del Segundo de Córdoba, los grandes potreros de la villa de
Mercedes, hasta perderse en las impasables cañadas de la Amarga.
Llegábamos al paso del Lechuzo, famoso por ser uno de los más frecuentados por los
indios en la época tristemente memorable de sus depredaciones.
Hay allí un montoncito de árboles, corpulentos y tupidos, que tendrá como una media
milla de ancho y que de noche el fantástico caminante se apresura a cruzar por un instinto
racional que nos inclina a acortar el peligro.
El paso del Lechuzo, con su nombre de mal agüero, es una excelente emboscada y
cuentan sobre él las más extrañas historias de fechorías hechas allí por los indios.
Lo cruzamos al trote, azotando las ramas caballos y jinetes; al salir de la espesura, piqué
yo el mío con las espuelas, y diciéndole a Fray Marcos -Oiga, padre-, me puse al galope
seguido por el buen franciscano, que no tenía entonces, como no tiene ahora, para mí más
defecto que haberme maltratado un excelente caballo moro que le presté.
El ayudante y los tres soldados que me acompañaban quedáronse un poco atrás y nada
pudieron oír de nuestra conversación.
El padre tenía su imaginación llena de las ideas de los gauchos que han solido ir a los
indios por su gusto o vivir cautivos entre ellos.
Consideraba mi empresa la más arriesgada, no tanto por el peligro de la vida, sino por la
fe púnica de los indígenas. Me hizo sobre el particular las más benévolas reflexiones, y por
último, dándome una muestra de cariño, me dijo: "Bien, Coronel: pero cuando Ud. se vaya,
no me deje a mí, Ud. sabe que soy misionero".
Yo he cumplido mi promesa y él su palabra.
Los preparativos para la marcha se hicieron en el fuerte Sarmiento, donde a la sazón se
hallaba una comisión de indios presidida por Achauentrú, diplomático de monta entre los
ranqueles, y cuyos servicios me han sido relatados por él mismo.
Ya calcularás que los preparativos debían reducirse a muy poca cosa. En las correrías
por la Pampa lo esencial son los caballos. Yendo uno bien montado, se tiene todo; porque
jamás faltan bichos que bolear, avestruces, gamas, guanacos, liebres, gatos monteses, o
peludos, o mulitas, o piches o matacos que cazar.
Eso es tener todo andando por los campos: tener que comer.
A pesar de esto yo hice preparativos más formales. Tuve que arreglar dos cargas de
regalos y otra de charqui riquísimo, azúcar, sal, yerba y café. Si alguien llevó otras
golosinas debió comérselas en la primera jornada, porque no se vieron.
Los demás aprestos consistieron en arreglar debidamente las monturas y arreos de todos
los que debían acompañarme para que a nadie le faltara maneador, bozal con cabestro,
manea y demás útiles indispensables, y en preparar los caballos, componiéndoles los vasos
con la mayor prolijidad.
Cuando yo me dispongo a una correría sólo una cosa me preocupa grandemente: los
caballos.
De lo demás, se ocupa el que quiere de los acompañantes.
Por supuesto, que un par de buenos chifles no han de faltarle a ninguno que quiera tener
paz conmigo. Y con razón, el agua suele ser escasa en la Pampa y nada desalienta y
desmoraliza más que la sed. Yo he resistido setenta y dos horas sin comer, pero sin beber
no he podido estar sino treinta y dos. Nuestros paisanos, los acostumbrados a cierto género
de vida, tienen al respecto una resistencia pasmosa. Verdad que, ¡qué fatiga no resisten
ellos!
Sufren todas las intemperies, lo mismo el sol que la lluvia, el calor que el frío, sin que
jamás se les oiga una murmuración, una queja. Cuando más tristes parecen, entonan un
airecito cualquiera.
Somos una raza privilegiada, sana y sólida, susceptible de todas las enseñanzas útiles y
de todos los progresos adaptables a nuestro genio y a nuestra índole.
Sobre este tópico, Santiago amigo, mis opiniones han cambiado mucho desde la época
en que con tanto furor discutíamos, a tres mil leguas, la unidad de la especie humana y la
fatalidad histórica de las razas.
Yo creía entonces que los pueblos greco-latinos no habían venido al mundo para
practicar la libertad y enseñarla con sus instituciones, su literatura y sus progresos en las
ciencias y en las artes, sino para batallar perpetuamente por ella. Y, si mal no recuerdo, te
citaba a la noble España luchando desde el tiempo de los romanos por ser libre de la
dominación extranjera unas veces, por darse instituciones libres otras.
Hoy pienso de distinta manera. Creo en la unidad de la especie humana y en la
influencia de los malos gobiernos. La política cría y modifica insensiblemente las
costumbres, es un resorte poderoso de las acciones de los hombres, prepara y consuma las
grandes revoluciones que levantan el edificio con cimientos perdurables o lo minan por su
base. Las fuerzas morales dominan constantemente las físicas y dan la explicación y la
clave de los fenómenos sociales.
Terminados los aprestos, recién anuncié a los que formaban mi comitiva que al día
siguiente partiríamos para el sur, por el camino del Cuero, y que no era difícil fuéramos a
sujetar el pingo en Leubucó.
Más tarde hice llamar al indio Achauentrú y le comuniqué mi idea.
Manifestose muy sorprendido de mi resolución, preguntome si la había transmitido de
antemano a Mariano Rosas y pretendió disuadirme, diciéndome que podía sucederme algo,
que los indios eran muy buenos, que me querían mucho, pero que cuando se embriagaban
no respetaban a nadie.
Le hice mis observaciones, le pinté la necesidad de hablar yo mismo sobre la paz con los
caciques y el bien inmenso que podía resultar de darles una muestra de confianza tan
clásica como la que les iba a dar.
Sobre todos los pensamientos el que más me dominaba era este: probarles a los indios
con un acto de arrojo, que los cristianos somos más audaces que ellos, y más confiados
cuando hemos empeñado nuestro honor.
Los indios nos acusan de ser gentes de muy mala fe, y es inacabable el capítulo de
cuentos con que pretenden demostrar que vivimos desconfiando de ellos y engañándolos.
Achauentrú es entendido, y comprendió no sólo que mi resolución era irrevocable, que
decididamente me iba al día siguiente, sino algunos de los motivos que le expuse.
Entonces, me ofreció muchas cartas de recomendación, y como favor especial me pidió
que del Cuero adelantara un chasqui avisando mi ida; primero para que no se alarmasen los
indios y segundo para que me recibieran como era debido.
Le pedí para el efecto un indio, y me dio uno llamado Angelito, sin tener nada de tal.
Positivamente los nombres no son el hombre.
Después de hablar Achauentrú conmigo, fuese a conversar con el padre Marcos y su
compañero fray Moisés Álvarez, joven franciscano natural de Córdoba, lleno de bellas
prendas, que respeto por su carácter y quiero por su buen corazón.
Al rato vinieron todos muy alarmados, diciéndome que los indios todos, lo mismo que
los lenguaraces, conceptuaban mi expedición muy atrevida, erizada de inconvenientes y de
peligros, y que lo que más atormentaba su imaginación era lo que sería de ellos si por
alguna casualidad me trataban mal en Tierra Adentro o no me dejaban salir.
Híceles decir, porque quedaban en rehenes, que no tuvieran cuidado, que si los indios
me trataban mal, ellos no serían maltratados; que si me mataban, ellos no serían
sacrificados; que sólo en el caso de que no me dejasen volver, ellos no regresarían tampoco
a su tierra, quedando en cambio mío, de mis oficiales y soldados. Ellos eran unos ocho, me
parece, y los que íbamos a internarnos diecinueve.
Y les pedí encarecidamente a los padres, les hicieran comprender que aquellas ideas
eran justas y morales.
Tranquilizáronse; después de muchos meses de estar en negocios conmigo, no
habiéndolos engañado jamás ni tratado con disimulo, sino así tal cual Dios me ha hecho:
bien unas veces, mal otras, porque mi humor depende de mi estómago y de mis digestiones,
habían adquirido una confianza plena en mi palabra.
¡Cuántas veces no llegaron a mis oídos en el Río Cuarto estas palabras proferidas por los
indios en sus conversaciones de pulpería! : "Ese Coronel Mansilla, bueno, no mintiendo, no
engañando nunca pobre indio".
Llegó por fin el día y el momento de partir. El fuerte Sarmiento estaba en revolución.
Soldados y mujeres rodeaban mi casa, para darme un adiós, sans adieu!, y desearme feliz
viaje. Ellas creían quizá interiormente que no volvería. El cariño, la simpatía, el respeto
exageran el peligro que corren o deben correr las personas que no nos son indiferentes. Hay
más miedo en la imaginación que en las cosas que deben suceder.
Cuando todos esperaban ver arrimar mis tropillas y las mulas para tomar caballos,
aparejar las cargas y que me pusiera en marcha, oyose un toque de corneta inusitado a esa
hora: llamada redoblada.
En el acto cundió la voz: ¡los indios!
Y una agitación momentánea era visible en todos los semblantes.
Los soldados corrían con sus armas a las cuadras.
Poco tardó en oírse el toque de tropa, y poco también en estar todas las fuerzas de la
guarnición formadas, el batallón 12 de línea montado en sus hermosas mulas, y el 7 de
caballería de línea en buenos caballos, con el de tiro correspondiente.
Al mismo tiempo que la tropa había estado aprestándose para formar, los vivanderos
recibieron orden de armarse, las mujeres de reconcentrarse al club "El Progreso en la
Pampa" que estaban edificando los jefes y oficiales de la guarnición, que tiene su hermoso
billar y otras comodidades. A los indios se les ordenó no se movieran del rancho en que
estaban alojados y a los vivanderos que sirvieran de custodia de unos y otras.
Mientras esto pasaba en el recinto del fuerte, en sus alrededores reinaba también grande
animación: las caballadas, el ganado, todo, todo cuanto tenía cuatro patas era sacado de sus
comederos habituales y reconcentrado.
Decididamente los indios han invadido por alguna parte, eran las conjeturas. Achauentrú
estaba estupefacto, vacilando entre si era una invasión que venía o una que iba.
Cuando todo estaba listo, mi segundo jefe recibió orden de salir con las fuerzas, de
marchar una legua rumbo al sur y se pasó allí una revista general.
Yo quise antes de marcharme ver en cuánto tiempo se aprestaba la guarnición, fingiendo
una alarma y reírme un poco de los indios, que tuvieron un rato de verdadera amargura, no
sabiendo ni lo que pasaba, ni qué creer.
Y tuve la satisfacción militar de que todo se hiciera con calma y prontitud, sea dicho en
elogio de cuantos guarnecían el fuerte Sarmiento en aquel entonces.
¡Que Dios ayude mientras estoy lejos a mis compañeros de armas, esos hermanos del
peligro, del sacrificio y de la gloria; lo mismo que deseo te ayude a ti, Santiago amigo,
conservándote siempre con un humor placentero, y un estómago como los desea BrillatSavarin!
- IV Idea a que no nos resignamos. La partida. Lenguaje de los paisanos. Qué es una rastrillada.
El público sabe muchas mentiras e ignora muchas verdades. Qué es un guadal. El caballo y
la mula. Una despedida militar. La Laguna Alegre.
A las cinco de la tarde estaba todo listo, y mi gente recibió orden de entregar sus armas,
excepto el sable, que sin vaina debía ser colocado entre las caronas. Mis ayudantes y yo
llevábamos revólvers y una escopeta. Por más grande que fuese mi deseo de presentarme
ante los indígenas sin aparato, ni ostentación, no pude resolverme a hacerlo completamente
desarmado. Podía llegar el caso de tener que perder la vida, y era menester ir preparado a
venderla cara. Hay una idea a la que el hombre no se resigna sino cuando es santo, y es a
morir sacrificado con la mansedumbre de un cordero.
Entregadas las armas, hice arrimar las tropillas y las mulas; formé cuatro pelotones de la
gente, dile a cada uno una tropilla, dejando otra de reserva; mandé ensillar y aparejar, y a la
media hora, cuando el sol del último día de marzo se perdía radiante en el lejano horizonte,
puse pie en el estribo.
Varios jefes y oficiales habían ensillado para acompañarme hasta cierta distancia.
Salí del fuerte entre las salutaciones cariñosas y las sonrisas amables y expresivas de los
soldados, dejando a todos inquietos, particularmente a Achauentrú, que, al subir a caballo,
vino a darme un abrazo, a hacerme su retahíla de recomendaciones, y a repetirme por la
milésima vez, que no dejara de adelantar un chasqui anunciando mi ida.
El camino del Cuero pasa por el mismo fuerte Sarmiento que le ha robado su nombre al
antiguo y conocido Paso de las Arganas.
Este camino consiste en una gran rastrillada, y su rumbo es sudeste, o lo que en lenguaje
comprensivo de los paisanos de Córdoba llamamos sudabajo.
Ellos tienen un modo peculiar de denominar ciertas cosas y sólo en la práctica se
comprende la ventaja de la sustitución.
Al oeste le llaman arriba. Al este, abajo. Estos dos vocablos sustituidos a los vientos
cardinales, permiten expresarse con más facilidad y más claridad, en razón de la similitud
de las palabras este y oeste y de su composición vocal.
Un ejemplo lo demostrará.
Si queriendo ir del punto A al punto B o, para ser más claro, de la Villa del Río Cuartó
al fuerte Sarmiento, cortando el campo, se ocurriese a un baquiano por las señas, las darían
así:
Miraría al sur, y haciendo una indicación con la mano derecha diría: se sale en estas
dereceras, sur, y se camina rumbeando medio abajo; pero muy poco abajo.
Con estas señas, el que tiene la costumbre de andar por los campos, va derecho como un
huso a su destino.
Si queriendo ir de la Villa del Río Cuarto a las Achiras, en el mes de noviembre,
verbigracia, en que el sol se pone inclinándose al sur, se preguntasen las señas, la
contestación sería:
-Salga derecho arriba, medio rumbeando al lado en que se pone el sol y ahí, en aquella
punta de sierra, ahí está Achiras.
Con esas señas cualquiera va derecho.
De esta costumbre cordobesa de llamarle abajo al naciente y arriba al poniente, viene la
denominación de Provincias de arriba y de abajo; la de arribeños y abajeños.
A las facilidades que este modo de expresarse ofrece, reúne una circunstancia que
responde a un hecho geográfico.
Ir de Córdoba para el poniente o para el naciente es, en efecto, ir para arriba o para
abajo, porque el nivel de la tierra es más elevado que el del mar a medida que se camina del
Litoral de nuestra patria para la Cordillera; la tierra se dobla visiblemente, de manera que el
que va sube y el que viene baja.
He dicho que el camino del Cuero consiste en una gran rastrillada, y voy a explicar lo
que significa esta palabra, que en buen castellano tiene una significación distinta de la que
le damos en la jerga de la tierra.
Si en lugar de estar conversando contigo públicamente lo hiciera en reserva, no me
detendría en estos detalles y explicaciones. Todos los que hemos sido público alguna vez
sabemos que este monstruo de múltiple cabeza, sabe muchas cosas que debiera ignorar e
ignora muchas otras que debiera saber. -¿Quién sabe, por ejemplo, más mentiras que el
público?
Pero preguntadle algo sobre las cosas de la tierra, sobre el estado moral y político de
nuestros moradores fronterizos de La Rioja o de Santiago del Estero, y ya veréis lo que
sabe.
Preguntadle dónde queda el Río Chalileo o el cerro Nevado, y ya veréis qué sabe el
respetable público sobre las cosas que pueden interesarle mañana, distraído como vive por
las cosas de actualidad.
Hasta cierto punto yo le hallo razón. ¿No paga su dinero para que cotidianamente le den
noticias de las cinco partes del mundo, le enteren de la política internacional de las
naciones, le tengan al cabo de los descubrimientos científicos, de los progresos del vapor,
de la electricidad y de la pesca de la ballena?
Pues entonces ¿por qué se ha de afanar tanto?
Una rastrillada, son los surcos paralelos y tortuosos que con sus constantes idas y
venidas han dejado los indios en los campos.
Estos surcos, parecidos a la huella que hace una carreta la primera vez que cruza por un
terreno virgen, suelen ser profundos y constituyen un verdadero camino ancho y sólido.
En plena Pampa, no hay más caminos. Apartarse de ellos un palmo, salirse de la senda,
es muchas veces un peligro real; porque no es difícil que ahí mismo, al lado de la
rastrillada, haya un guadal en el que se entierren caballo y jinete enteros.
Guadal se llama un terreno blando y movedizo que no habiendo sido pisado con
frecuencia, no ha podido solidificarse.
Es una palabra que no está en el diccionario de la lengua castellana, aunque la hemos
tomado de nuestros antepasados, que viene del árabe y significa agua o río.
La Pampa está llena de estos obstáculos.
¡Cuántas veces en una operación militar, yendo en persecución de los indios, una
columna entera no ha desaparecido en medio del ímpetu de la carrera!
¡Cuántas veces un trecho de pocas varas ha sido causa de que jefes muy intrépidos se
viesen burlados por el enemigo, en esas Pampas sin fin!
¡Cuántas veces los mismos indios no han perecido bajo el filo del sable de nuestros
valientes soldados fronterizos por haber caído en un guadal!
Las Pampas son tan vastas, que los hombres más conocedores de los campos se pierden
a veces en ellas.
El caballo de los indios es una especialidad en las Pampas.
Corre por los campos guadalosos, cayendo y levantando, y resiste a esa fatiga hercúlea
asombrosamente, como que está educado al efecto y acostumbrado a ello.
El guadal suele ser húmedo y suele ser seco, pantanoso y pegajoso, o simplemente
arenoso
Es necesario que el ojo esté sumamente acostumbrado para conocer el terreno
guadaloso. Unas veces el pasto, otras veces el color de la tierra son indicios seguros. Las
más el guadal es una emboscada para indios y cristianos.
Los caballos que entran en él, cuando no están acostumbrados, pugnan un instante por
salir, y el esfuerzo que hacen es tan grande, que en los días más fríos no tardan en cubrirse
de sudor y en caer postrados, sin que haya espuela ni rebenque que los haga levantar. Y
llegan a acobardarse tanto, que a veces no hay poder que los haga dar un paso adelante
cuando pisan el borde movedizo de la tierra. Y eso que es de todos los cuadrúpedos
destinados al servicio del hombre el más valiente. Picado con las espuelas parte como el
rayo y salva el mayor precipicio.
¡Cuán diferente de la mula!
Jamás pierde ella su sangre fría.
Ora vaya por los caminos pampeanos o por las laderas vertiginosas de la Cordillera, el
híbrido animal es siempre cauteloso. El caballo se lanza como el rayo; la mula tantea antes
de ir adelante. Saca una mano, después otra, y es tan precavida, que en donde puso éstas,
pone las patas. Cuando hay peligro no hay que advertirla; a nada obedece, ni a la rienda, ni
al rebenque, ni a la espuela. Sólo su instinto de conservación la mueve. Es excusado querer
dirigirla. Ella va por donde quiere. Morirá despeñada; pero no ciegamente como el caballo,
sino por haberse equivocado.
Estando los campos cubiertos de agua, es más necesario que nunca seguir rectamente la
dirección de la rastrillada; porque reblandecida la tierra por la humedad, el peligro del
guadal es inminente a cada paso.
Cuando salimos de Sarmiento había llovido mucho. A una media legua de allí el terreno
tiene un doblez y se cae a una cañada muy guadalosa; así fue que allí hice alto, me despedí
y separé de los camaradas que me acompañaban, y después de algunas prevenciones
generales a los que me seguían, tomé la dirección llevando el baquiano a mi izquierda,
yendo él por una huella, por otra yo.
¡Con qué pena se despidieron de mí mis leales compañeros! Yo lo leí en sus caras, por
más que con afables sonrisas y afectuosos apretones de manos, quisieran disimularlo.
¡Ah!, sólo los que somos soldados, sabemos lo que es ver partir a los amigos al peligro
en que se cae o se muere, y quedarnos... ¡ Y sólo los que somos soldados, sabemos lo que
es ver volver del combate, sanos e ilesos, a los hermanos cuya suerte no hemos compartido
ese día!
Hay tales misterios en el corazón humano; abismos tan profundos, de amor, de
abnegación, de generosidad, que la palabra no conseguirá jamás explicarlos.
Hay que sentir y callar. Por eso una mirada, un abrazo, un ademán con la mano, dicen
más que todo cuanto la pluma más hábilmente manejada pueda describir.
La noche nos sorprendió sin haber alcanzado a cruzar la cañada.
La luna salía tarde, el cielo estaba cubierto de nubes, no se veían las estrellas. Durante
un largo rato caminamos, pues, en medio de una completa obscuridad, cayendo y
levantando, porque en cuanto nos desviábamos de las rastrilladas pisábamos el borde del
guadal.
Las mulas que llevaban las cargas de charqui y regalos para los caciques daban
muchísimo trabajo. Por huir del peligro caían a cada paso en él. Una de ellas llevaba los
ornamentos sagrados de mis amigos los franciscanos, y ellos y yo íbamos con el jesús en la
boca, esperando el momento en que gritaran: -Cayó la mula de los padrecitos, que así
llaman los Paisanos cordobeses a los frailes.
Fue menester ponerles a todas bozal y llevarlas tirando del cabestro.
Perdiose tiempo en esta operación, así fue que era tarde cuando llegamos a la Laguna
Alegre.
Estaban las cabalgaduras tan fatigadas de cuatro leguas más o menos de marcha
nocturna por la obscuridad y entre el agua, que resolvía hacer una parada esperando que se
despeje el cielo o saliera la luna.
Campamos... Y el fogón no tardó en brillar, haciéndose una rueda, en torno de él, de
todos los que me acompañaban.
Entre mate y mate cada cual contó una historia más o menos soporífera.
En todo pensábamos, menos en los indios.
Yo conté la mía, y un cabo Gómez, muerto en la gloriosa guerra del Paraguay fue el
asunto de mi cuento.
Tiene algo de fantástico y maravilloso.
Si estoy de humor mañana y no te vas fastidiando de las digresiones y no te urge llegar a
Leubucó, te la contaré.
-VEl fogón. Calixto Oyarzábal. El cabo Cómez. De qué fue a la guerra del Paraguay. Por qué
lo hicieron soldado de línea. José Ignacio Garmendia y Maximio Alcorta. Predisposiciones
mías en favor de Gómez. Su conducta en el batallón 12 de línea. Primera entrevista con él.
Su figura en el asalto de Curupaití. La lista después del combate. El cabo Gómez muerto.
El fogón es la delicia del pobre soldado, después de la fatiga. Alrededor de sus
resplandores desaparecen las jerarquías militares. Jefes superiores y oficiales subalternos
conversan fraternalmente y ríen a sus anchas. Y hasta los asistentes que cocinan el puchero
y el asado, y los que ceban el mate, meten, de vez en cuando, su cucharada en la charla
general, apoyando o contradiciendo a sus jefes y oficiales, diciendo alguna agudeza o
alguna patochada.
Cuando Calixto Oyarzábal, mi asistente, dejó la palabra, con sentimiento de los que le
escuchaban, pues es un pillo de siete suelas, capaz de hacer reír a carcajadas a un inglés,
pidiéronme mis circunstantes mi cuentito.
Yo estaba de buen humor, así fue que después de dirigirle algunas bromas a Calixto, que
con su aire de zonzo estudiado, ha hecho ya una revolución en las Provincias, para que veas
lo que es el país, tomé a mi turno la palabra.
Y este cuento me permitirás que se lo dedique a un mi amigo que ha hecho la guerra en
el Paraguay como oficial de un batallón de Guardia Nacional.
Se llama Eduardo Dimet, y como le quiero, me permitirás no te haga la pintura de su
carácter y cualidades; porque los colores de la paleta del cariño son siempre lisonjeros y
sospechosos.
Voy a mi cuento.
El cabo Gómez, era un correntino que se quedó en Buenos Aires cuando la primera
invasión de Urquiza, que dio en tierra con la dictadura de Rosas.
Tendría Gómez así como unos treinta y cinco años; era alto, fornido, y columpiábase
con cierta gracia al caminar; su tez era entre blanca y amarilla, tenía ese tinte peculiar a las
razas tropicales; hablaba con la tonada guaranítica, mezclando, como es costumbre entre los
correntinos y entre los paraguayos vulgares, la segunda y la tercera persona; en una palabra,
era un tipo varonil simpático.
Marchó Gómez a la guerra del Paraguay, en el Primer Batallón del Primer Regimiento
de G. N. que salió de Buenos Aires bajo las órdenes del Comandante Cobo, si mal no
recuerdo, y perteneció a la compañía de granaderos.
El capitán de ésta era otro amigo mío, José Ignacio Garmendia, que después de haber
hecho con distinción toda la campaña del Paraguay, anda ahora por Entre Ríos al mando de
un batallón.
Un día leíase en la Orden General del 2º Cuerpo de Ejército del Paraguay, al que yo
pertenecía: "Destínase por insubordinación, por el término de cuatro años, a un cuerpo de
línea al soldado de G. N. Manuel Gómez".
Más tarde presentase un oficial en el reducto que yo mandaba, que lo guarnecía el
batallón 12 de línea, creado y disciplinado por mí, con esta orden: "Vengo a entregar a
usted una alta personal".
Llamé a un ayudante y la alta personal fue recibida y conducida a la Guardia de
Prevención.
Luego que me desocupé de ciertos quehaceres, hice traer a mi presencia al nuevo
destinado para conocerle e interrogarle sobre su falta, amonestarle, cartabonearle y ver a
qué compañía había de ir.
Era Gómez, y por su talla esbelta fue a la compañía de granaderos.
José Ignacio Garmendia comía frecuentemente conmigo en el Paraguay, así era que
después de la lista de tarde casi siempre se le hallaba en mi reducto, junto con otro amigo
muy querido de él y mío, Maximio Alcorta, aunque este excelente camarada, que lo mismo
se apasiona del sexo hermoso que feo, tiene el raro y desgraciado talento de recomendar de
vez en cuando a las personas que más estima, unos tipos que no tardan en mostrar sus malas
mañas.
¡Cosas de Maximio Alcorta!
La misma tarde que destinaron a Gómez, Garmendia comió conmigo.
Durante la charla de la mesa -ya que en campaña a un tronco de yatay se llama así- me
dijo que Gómez había sido cabo de su compañía: que era un buen hombre, de carácter
humilde, subordinado, y que su falta era efecto de una borrachera.
Me añadió que cuando Gómez se embriagaba, perdía la cabeza, hasta el extremo de
ponerse frenético si le contradecían, y que en ese estado lo mejor era tratarlo con dulzura,
que así lo había hecho él, siempre con el mejor éxito.
En una palabra. Garmendia me lo recomendó con esa vehemencia propia de los
corazones calientes, que así es el suyo, y por eso cuantos le tratan con intimidad le quieren.
La varonil figura de Gómez y las recomendaciones de Garmendia predispusieron desde
luego mi ánimo en favor del nuevo destinado.
A mi turno, pues, se lo recomendé al capitán de la compañía de granaderos, diciéndole
todo lo que me había prevenido Garmendia.
El tiempo corrió...
Gómez cumplía estrictamente sus obligaciones, circunspecto y callado, con nadie se
metía, a nadie incomodaba. Los oficiales le estimaban y los soldados le respetaban por su
porte. De vez en cuando le buscaban para tirarle la lengua y arrancarle tal cual agudeza
correntina.
En ese tiempo yo era mayor y jefe interino del batallón 12 de línea. Todos los sábados
pasaba personalmente una revista general.
Me parece que lo estoy viendo a Gómez, en las filas, cuadrado a plomo, inmóvil como
una estatua, serio, melancólico, con su fusil reluciente, con su correaje lustroso, con todo su
equipo tan aseado que daba gusto,
Gómez no tardó en volver a ser cabo.
Habrían pasado cinco meses.
Un día, paseábame yo a lo largo de la sombra que proyectaba mi alojamiento, que era
una hermosa carreta.
Esto era en el célebre campamento de Tuyutí, allá por el mes de agosto.
¡En qué pensaba, cómo saberlo ahora! Pensaría en lo que amaba o en la gloria, que son
los dos grandes pensamientos que dominan al soldado. Recuerdo tan sólo que en una de las
vueltas que di una voz conocida me sacó de la abstracción en que estaba sumergido.
Di media vuelta, y como a unos seis pasos a retaguardia, vi al cabo Gómez, cuadrado,
haciendo la venia militar, doblándose para adelante, para atrás, a derecha e izquierda así
como amenazando perder su centro de gravedad.
Sus ojos brillaban con un fuego que no les había visto jamás.
En el acto conocí que estaba ebrio.
Era la primera vez desde que había entrado en el batallón.
Por cariño y por las prevenciones que me había hecho Garmendia, le dirigí la palabra
así:
-¿Qué quiere, amigo?
-Aquí te vengo a ver, ché Comandante, pa que me des licencia usted.
-¿Y para qué quieres licencia?
-Para ir a Itapirú a visitar a una hermanita que me vino de la Esquina.
-Pero hijo, si no estás bueno de la cabeza.
-No, ché Comandante, no tengo nada.
-Bien, entonces, dentro de un rato, te daré la licencia, ¿no te parece?
- Sí, sí.
Y esto diciendo, y haciendo un gran esfuerzo para dar militarmente la media vuelta y
hacer como era debido la venia, Gómez giró sobre los talones y se retiró.
Pasó ese día, o mejor dicho llegó la tarde, y junto con ella Garmendia.
Contele que Gómez se había embriagado por primera vez, y me dijo que debía haberlo
hecho para perder el miedo de hablar con el jefe, que cuando estaba en su batallón así solía
hacer algunas veces.
Como él y yo nos interesábamos en el hombre, sobre tablas entramos a averiguar cuánto
tiempo hacía que estaba ebrio cuando habló conmigo.
Llamé al capitán de granaderos, le hicimos varias preguntas y de ellas resultó
exactamente lo que me acababa de decir Garmendia: que Gómez había tomado para
atreverse a llegar hasta mí.
Empezando por el sargento primero de su compañía y acabando por el capitán, a todos
los que debía les había pedido la venia para hablar conmigo, estando en perfecto estado; de
lo contrario, no se la habrían concedido.
Al otro día de este incidente, Gómez estaba ya bueno de la cabeza.
Iba a llamarlo, mas entraba de guardia, según vi al formar la parada, y no quise hacerlo.
Terminado su servicio, le llamé, y recordándole que tres días antes me había pedido una
licencia, le pregunté si ya no la quería.
Su contestación fue callarse y ponerse rojo de vergüenza.
-¿Por cuántos días quiere Ud. licencia, cabo?
-Por dos días, mi Comandante.
-Está bien; vaya Ud., y pasado mañana, al toque de asamblea, está Ud. aquí.
-Está bien, mi Comandante.
Y esto diciendo, saludó respetuosamente, y más tarde se puso en marcha para Itapirú, y
a los dos días, cuando tocaban asamblea, la alegre asamblea, el cabo Gómez entraba en el
reducto, de regreso de visitar a su hermana, bastante picado de aguardiente, cargado de
tortas, queso y cigarros que no tardó en repartir con sus hermanos de armas.
Yo también tuve mi parte, tocándome un excelente queso de Goya, que me mandaba su
hermana, a quien no conocía.
¡En el mundo no, hay nada más bueno, más puro, más generoso que un soldado!
El tiempo siguió corriendo.
Marchamos de los campos de Tuyutí a los de Curuzú para dar el famoso asalto de
Curupaití.
Llegó el memorable día, y tarde ya, mi batallón recibió orden de avanzar sobre las
trincheras.
Se cumplió con lo ordenado.
Aquello era un infierno de fuego. El que no caía muerto, caía herido y el que sobrevivía
a sus compañeros contaba por minutos la vida. De todas partes llovían balas. Y lo que
completaba la grandeza de aquel cuadro solemne y terrible de sangre, era que estábamos
como envueltos en un trueno prolongado, porque las detonaciones del cañón no cesaban.
A los cinco minutos de estar mi batallón en el fuego sus pérdidas eran ya serias: muchos
muertos y heridos yacían envueltos en su sangre, intrépidamente derramada por la bandera
de la patria.
Recorriendo de un extremo a otro hallé al cabo Gómez, herido en una rodilla, pero
haciendo fuego hincado.
-Retírese, cabo -le dije.
-No, mi Comandante -me contestó-, todavía estoy bueno -y siguió cargando su fusil y yo
mi camino.
Al regresar de la extrema derecha del batallón a la izquierda, volví a pasar por donde
estaba Gómez.
Ya no hacía fuego hincado, sino echado de barriga, porque acababa de recibir otro
balazo en la otra pierna.
-Pero, cabo, retírese, hombre, se lo ordeno -le dije.
-Cuando Ud. se retire, mi Comandante, me retiraré -repuso, y echando un voto, agregó: ¡paraguayos, ahora verán!
Y ebrio con el olor de la pólvora y de la sangre, hacía fuego y cargaba su fusil con la
rapidez del rayo, como si estuviese ileso.
Aquel hombre era bravo y sereno como un león.
Ordené a algunos heridos leves que se retiraban que le sacaran de allí, y seguí para la
izquierda.
El asalto se prolongaba...
Yendo yo con una orden, recibí un casco de, metralla en un hombro, y no volví al fuego
de la trinchera.
Pocos minutos después, el ejército se retiraba salpicado con la sangre de sus héroes, pero
cubierto de gloria.
Para pasar el parte, fue menester averiguar la suerte que le había cabido a cada uno de
los compañeros.
Esta ceremonia militar es una de las más tristes.
Es una revista en la que los vivos contestan por los muertos, los sanos por los heridos.
¿Quién no ha sentido oprimirse su pecho después de un combate, durante ese acto
solemne?
-¡Juan Paredes!
-¡ Presente!...
-¡Pedro Torres!
-¡Herido!...
¡Luis Corro!
-¡Muerto!...
¡Ah! ese "¡muerto!" hace un efecto que es necesario sentirlo para comprender toda su
amargura.
Según la revista que se pasó en el 12 de línea por el teniente primero D. Juan Pencienati
que fue el oficial más caracterizado que regresó sano y salvo del asalto de Curupaití, y
según otras averiguaciones que se tomaron, conforme a la práctica, resultó que el cabo
Gómez había muerto y por muerto se le dio.
En la visita que se mandó pasar a los hospitales de sangre no se halló al cabo Gómez.
Para mí no cabía duda de que Gómez, si no había muerto, había caído prisionero herido.
Los soldados decían: -No, señor, el cabo Gómez ha muerto. Nosotros le hemos visto
echado boca abajo al retirarnos de la trinchera con la bandera.
Yo sentía la muerte de todos mis soldados como se siente la separación eterna de objetos
queridos.
Pero, lo confieso, sobre todos los soldados que sucumbieron en esa jornada de recuerdo
imperecedero, el que más echaba de menos era el cabo Gómez.
La actitud de ese hombre obscuro, tendido de barriga, herido en las dos piernas y
haciendo fuego con el ardor sagrado del guerrero, estaba impresa en mí con indelebles
caracteres.
Esta visión no se borrará jamás de mi memoria. Perderé el recuerdo de ella cuando los
años me hayan hecho olvidar todo.
Y por hoy termino aquí, y mañana proseguiré mi cuento.
Hoy te he narrado sencillamente la muerte de un vivo. Mañana te contaré la vida de un
muerto.
Si lo de hoy te ha interesado, lo de mañana también te interesará.
A los del fogón que me escucharon les sucedió así.
- VI Regreso de Curupaití. Resurrección del cabo Gómez. Cómo se salvó. Sencillo relato.
Posibilidad de que un pensamiento se realice. Dos escuelas filosóficas. Un asesinato que
nadie había visto. Sospechas.
El ejército volvió a ocupar sus posiciones de Tuyutí: mi batallón su antiguo reducto.
Durante algún tiempo fue pan de cada día conversar del asalto de Curupaití, ora para
hacer su crítica, ora para recordar los héroes que cayeron mortalmente heridos aquel día de
luto.
La sucesión del tiempo, nuevos combates, otros peligros, iban haciendo olvidar las
nobles víctimas.
Sólo persistía en el espíritu el recuerdo de los predilectos; de esos predilectos del
corazón, cuya imagen querida no desvanecen ni el dolor ni la alegría.
De cuando en cuando, los hospitales de Itapirú, de Corrientes y de Buenos Aires, nos
remitían pelotones de valientes curados de sus gloriosas y mortales heridas.
La humanidad y la ciencia hacían en esa época de lucha diaria y cruenta, verdaderos
milagros.
¡Cuántos que salieron horriblemente mutilados del campo de batalla, no volvieron a los
pocos días a empuñar con mano vigorosa el acero vengador!
Los que mandaban cuerpos, enviaban de tiempo en tiempo oficiales de confianza a
revisar los hospitales, tomar buena nota de sus enfermos o heridos respectivos y socorrerles
en cuanto cabía.
Yo tenía frecuentes noticias de los hospitales de Itapirú y de Corrientes. Los enfermos
seguían bien. Día a día esperaba algunas altas.
Pensaba en esto quizá, cierta mañana, paseándome, según mi costumbre, por el parapeto
de la batería, cuyos cañones tenían constantemente dirigidas sus elocuentes y fatídicas
bocas al montecito de Yataytí-Corá, cuando un ayudante vino a anunciarme:
-Señor, una alta del hospital.
Su fisonomía traicionaba una sorpresa.
-¿Y quién, hombre?
-Un muerto.
-¿Cuál de ellos?
-El cabo Gómez.
Al oírle salté impaciente y alegre del parapeto a la explanada, corriendo en dirección al
rancho de la Mayoría.
La noticia de la aparición del cabo Gómez, ya había cundido por las cuadras.
Cuando llegué a la puerta de la Mayoría, un grupo de curiosos la obstruía.
Me abrieron paso y entré.
El cabo Gómez estaba de pie, apoyado en su fusil y llevaba la mochila terciada. Sus
vestiduras estaban destrozadas, su rostro pálido, habíase adelgazado mucho y costaba
reconocerle.
Realmente, parecía un resucitado.
Le di un abrazo, y ordené en el acto que prepararan un baile para celebrar esa noche la
resurrección de un compañero y el regreso del primer herido.
El batallón era un barullo. Todos querían ver a un tiempo al cabo; los unos le hacían
señas con la cabeza, los otros con las manos, los que no podían verle bien, se trepaban
sobre el mojinete de los ranchos; nadie se atrevía a dirigirle la palabra interrumpiéndome a
mí.
-¿Y cómo te ha ido, hombre?
-Bien, mi Comandante.
-¿Dónde está la alta? -pregunté al oficial encargado de la Mayoría.
Diómela, y notando que era de un hospital brasilero, me dirigí al cabo.
-¿Qué, has estado en un hospital brasilero?
-Sí, mi Comandante.
-¿Y cómo te salvaste de Curupaití? Cuando yo te ordené salieras de la trinchera ya
estabas herido de las dos piernas, no te podías mover.
-Mi Comandante, cuando los demás se retiraron con la bandera, viendo yo que nadie me
recogía, porque no me oían o no me veían, me arrastré como pude, y me escondí en unas
pajas a ver si en la noche me podía escapar.
-¿Y cómo te escapaste?
-Cuando los nuestros se retiraron, los paraguayos salieron de la trinchera y comenzaron
a desnudar los heridos y los muertos. Yo estaba vivo; pero muy mal herido, y como vi que
mataban a algunos que estaban penando, me acabé de hacer el muerto a ver si me dejaban.
No me tocaron, anduvieron dando vueltas cerca de mí y no me vieron. Luego que la noche
se puso obscura, hice fuerzas para levantarme y me levanté y caminé agarrándome del fusil,
que es este mismo, mi Comandante.
Un silencio profundo reinaba en aquel momento. Todos contenían hasta la respiración,
para no perder una palabra de las del cabo.
-¿Y por dónde saliste?
-Esa noche no pude salir, porque no era baquiano, y me perdí varias veces, y me costaba
mucho caminar, porque me dolían los balazos. Pero así que vino la mañanita, ya supe
dónde debía de ir, porque oí la diana de los brasileros. Seguí el rumbo y el humo de un
vapor, y salí a Curuzú. Allí había muchos heridos, que estaban embarcando a mí me
embarcaron con ellos y me llevaron a Corrientes, y allí he estado en el hospital, y ya estoy
muy mejor, mi Comandante, y me he venido porque ya no podía aguantar las ganas de ver
el batallón.
-¡Viva el cabo Gómez, muchachos! -grité yo.
-¡Viva! -contestaron los muy bribones, que nunca son más felices que cuando se les
incita al desorden y se les deja la libertad de retozar.
Y se lo llevaron al cabo Gómez en triunfo, dándole mil bromas, y siendo su venida
inesperada un motivo de general animación y contento durante muchas horas.
Estas escenas de la vida militar, aunque frecuentes, son indescriptibles.
Garmendia vino esa tarde a compartir mi pucherete, mi asado flaco y mi fariña, sabiendo
ya por uno de los asistentes que el cabo Gómez había resucitado.
Garmendia tiene fibra de soldado y estaba infantilmente alegre del suceso; así fue que la
primera cosa que me dijo al verme, fue:
-Conque el cabo Gómez no había muerto en Curupaití, ¡cuánto me alegro! ¿Y dónde
está, llámelo, vamos a preguntarle cómo se escapó?
Contele entonces todo lo que acababa de referirme el cabo, pero como se empeñase en
verle la cara, le hice venir.
Interrogado por Garmendia, repitió lo que ya sabemos, con algunos agregados, como por
ejemplo, que la noche que estuvo oculto, él mismo se ligó las heridas, haciendo hilas y
vendas de la ropa de un muerto.
Contonos también que estaba muy triste y avergonzado, porque en los primeros
momentos del fuego, el día de Curupaití, el alférez Guevara le había pegado un bofetón,
creyendo que estaba asustado y diciéndole:
-¡Eh!, haga fuego, déjese de mirar el oído del fusil.
Que él no había estado asustado ese día, que cuando el alférez le pegó, estaba limpiando
la chimenea de su arma, que recién se asustó un poco cuando los paraguayos salieron de sus
posiciones desnudando y matando, porque no tenía fuerzas para defenderse, y le dio miedo
que lo ultimaran sin poder hacerles cara.
Y todo esto era dicho con una ingenuidad que cautivaba, dando la medida del temple de
ese corazón de acero.
Garmendia gozaba como en el día de sus primeras revelaciones. Yo me sentía orgulloso
de contar en mis filas un nene como aquél.
Confieso que le amaba.
Esa misma noche, y con motivo de las interminables preguntas de Garmendia, supe que
Gómez había padecido en otro tiempo de alucinaciones.
Expliconos en su media lengua, lo mejor que pudo, que en Buenos Aires, siendo más
joven, había tenido una querida. Que esta mujer le había sido infiel y que había estado
preso por una puñalada que le diera.
Al recordarla, una especie de celaje sombrío envolvió su rostro, al mismo tiempo que
cierta sonrisa tierna vagó por sus labios.
La curiosidad aumentaba el interés de este tipo, crudo, enérgico y fuerte, tan común en
nuestro país.
Inquiriendo las causas que armaron el brazo de este Otelo correntino, sacamos en limpio
que su querida no había faltado a los compromisos contraídos o a la fe jurada.
Que en sueños, mientras dormían juntos, la había visto en brazos de un rival, que él
aborrecía mucho, que cuando se despertó, el hombre no estaba allí, pero que él lo veía
patente; que lo hirió en el corazón, y que, a un grito de su querida, volvió en sí,
despertándose del todo, y viendo recién que estaban los dos solos y que su cuchillo se había
clavado en el pecho de su bien amada.
Este relato debe conservarse indeleble en la memoria de Garmendia, porque esa noche,
después, me dijo varias veces que si no pensaba escribir aquello.
Yo entonces tenía mi espíritu en otra línea de tendencia y no lo hice nunca.
A no ser mi excursión a Tierra Adentro, la historia de Gómez queda inédita, en el
archivo de mis recuerdos.
Creerán algunos que a medida que corre la pluma voy fraguando cosas imaginarias, por
llenar papel y aumentar el efecto artificial de estas mal zurcidas cartas.
Y sin embargo todo es cierto.
Los abismos entre el mundo real y el mundo imaginario no son tan profundos.
La visión puede convertirse en una amable o en una espantosa realidad.
Las ideas son precursoras de hechos.
Hay más posibilidad de que lo que yo pienso sea que seguridad de que un
acontecimiento cualquiera se repita.
Las viejas escuelas filosóficas discurrían al revés.
El pasado no prueba nada. Puede servir de ejemplo, de enseñanza no.
Pero me echo por esos trigales de la pedantería y temo perderme en ellos.
Gómez nos hizo pasar una noche amena.
Al día siguiente otras impresiones sirvieron de pasto a la conversación; sin duda alguna
que nada hay tan fecundo para la cabeza y para el corazón como dos ejércitos que se
acechan, que se tirotean y se cañonean desde que sale el sol hasta que se pone.
Gómez dejó de ocupar por algún tiempo la atención de Garmendia y la mía.
¡Qué persistencia de personalidad!
Una mañana, regresando a caballo a mi reducto, pasé como de costumbre por el
campamento del viejo querido Mateo J. Martínez.
Jamás lo hacía sin recibir o dar alguna broma.
Este viejo en prospecto, para que no enfade, si desconoce su actualidad, tiene la
facilidad difícil de hacerse querer de cuantos le tratan con intimidad.
Iba a decir, que al pasar por el alojamiento de don Mateo, supe por él que en mi batallón
había tenido lugar un suceso desagradable.
-¿Ud. paseando, amigo, y en su reducto matando vivanderos?
-¡No embrome, viejo!
-¿Que no embrome? Vaya y verá.
Piqué el caballo y lleno de ansiedad y confusión partí al galope, llegando en un
momento a mi reducto,
No tuve necesidad de interrogar a nadie. Un hombre maniatado que rugía como una fiera
en la guardia de prevención me descorrió el velo de misterio.
- ¡Desaten ese hombre! -grité con inexplicable mezcla de coraje y tristeza
Y en el acto el hombre fue desatado, y los rugidos cesaron, oyéndose sólo:
-Quiero hablar con mi Comandante.
Vino el Comandante de campo, y en dos palabras me explicó lo acontecido.
-¡Han asesinado a un vivandero que estaba de visita en el rancho del alférez Guevara!
-¿Quién?
-El cabo Gómez.
-¿Y quién lo ha visto?
-Nadie, señor; pero se sospecha sea él, porque está ebrio, y murmura entre dientes: Había jurado matarlo, ¡un botefón a mí!...
¡Me quedé aterrado!
Pasé el parte sin mentar a Gómez.
Y aquí termino hoy.
Lo que no tiene interés en sí mismo, puede llegar a picar la curiosidad del amigo y de los
lectores, según el método que se siga al hacer la relación.
El cabo Gómez queda preso.
- VII Presentimientos de la multitud. Un asesino sin saberlo. Deseos de salvarle. Averiguaciones.
Un fiscal confuso. Juicios contradictorios. Agustín Mariño, auditor del Ejército Argentino.
Consejo de guerra. Dudas. Sentencia del cabo Gómez. Se confirma la pena de muerte.
Preparativos. La ejecución. Una aparición.
Un hombre había sido asesinado en pleno día, durante la luz meridiana, en un recinto
estrecho, de cien varas cuadradas, en medio de cuatrocientos seres humanos, con ojos y
oídos; el cadáver estaba ahí encharcado en su sangre humeante, sin que nadie le hubiera
tocado aún cuando yo penetré en el reducto, y nadie, nadie, absolutamente nadie, podía
decir, apoyándose en el testimonio inequívoco de sus sentidos: el asesino es fulano.
Y sin embargo, todo el mundo tenía el presentimiento de que había sido el cabo Gómez
y algunos lo afirmaban, sin atreverse a jurar que lo fuera.
¡Qué extraño y profético instinto el de las multitudes!
Inmediatamente que pasé el parte, que se redujo a dar cuenta del hecho y a pedir
permiso para levantar una sumaria, traté de averiguar lo acontecido.
Cuando vino la contestación correspondiente, yo estaba convencido ya de que el asesino
era el cabo Gómez.
El hombre que viendo al extranjero amenazar su tierra marcha cantando a las fronteras
de la Patria; que cruza ríos y montañas, que no le detienen murallas, ni cañones, que todo lo
sacrifica, tiempo, voluntad, afecciones, y hasta la misma vida, que si se le grita ¡arriba! se
levanta, ¡adelante! marcha, ¡muere ahí!, ahí muere, en el momento quizá más dulce de la
existencia, cuando acaba de recibir tiernas cartas, de su madre y de su prometida que
esperanzadas en la bondad inmensa de Dios, le hablan del pronto regreso al hogar, ¿ese
hombre no merece que en un instante solemne de la vida se haga algo por él?
Eso hice yo. Y para que no me quedase la menor duda de que el asesino era el indicado,
le hice comparecer ante mí, e interrogándole con esa autoridad paternal y despótica del jefe,
me hice la ilusión de arrancarle sin dificultad el terrible secreto.
El cabo estaba aún bajo la influencia deletérea del alcohol; pero bastante fresco para
contestar con precisión a todas mis preguntas.
-Gómez -le dije afectuosamente-, quiero salvarte, pero para conseguirlo necesito saber si
eres tú el que ha muerto al hombre ese que estaba de visita en el rancho del alférez
Guevara.
El cabo no respondió, clavándose sus ojos en los míos y haciendo un gesto de esos que
dicen: Dejadme meditar y recordar.
Dile tiempo, y cuando me pareció que el recuerdo le asaltaba, proseguí:
-Vamos, hijo, dime la verdad.
-Mi Comandante -repuso con el aire y el tono de la más perfecta ingenuidad-, yo no he
muerto ese hombre.
-Cabo -agregué, fingiendo enojo-, ¿por qué me engañas?, ¿a mí me mientes?
-No, mi Comandante.
-Júralo, por Dios.
-Lo juro, mi Comandante,
Esta escena pasaba lejos de todo testigo. La última contestación del cabo me dejó sin
réplica y caí en meditación, apoyando mi nublada frente en la mano izquierda como
pidiéndole una idea.
No se me ocurrió nada.
Le ordené al cabo que se retirara.
Hizo la venia, dio media vuelta y salió de mi presencia, sin haber cambiado el gesto que
hizo cuando le dirigí mi primera pregunta.
A pocos pasos de allí le esperaban dos custodias que lo volvieron a la guardia de
prevención.
Yo llamé un ayudante y dicté una orden, para que el alférez D. Juan Álvarez Río
procediese sin dilación a levantar la sumaria debida.
Álvarez era el fiscal menos aparente para descubrir o probar lo acaecido; por eso me fijé
en él. No porque fuera negado, al contrario, sino porque es uno de esos hombres de
imaginación impresionable, inclinados a creer en todo lo que reviste caracteres
extraordinarios o maravillosos.
A pesar del juramento del cabo yo tenía mis dudas, y estaba resuelto a salvarle aunque
resultasen vehementes indicios contra él de lo que Álvarez inquiriese.
Volví, pues, a tomar nuevas averiguaciones con el doble objeto de saber la verdad y de
mistificar la imaginación de Álvarez, previniendo mañosamente el ánimo de algunos.
Por su parte, Álvarez se puso en el acto en juego, no habiéndoselas visto jamás más
gordas.
Empezó por el reconocimiento médico del cadáver, registro, etc., y luego que se llenaron
las primeras formalidades, vino a mí para hacerme saber que en los bolsillos del muerto se
había hallado algún dinero, creo que doce libras esterlinas, y consultarme qué haría con
ellas.
Díjele lo que debía hacer, y así como quien no quiere la cosa, agregué: -¿No le decía a
Ud. que Gómez no podía ser el asesino? ; se habría robado el dinero.
Esta vulgaridad surtió todo el efecto deseado, porque Álvarez me contestó: -Eso es lo
que yo digo, aquí hay algo.
Más tarde volvió a decirme que se había encontrado un cuchillo ensangrentado cerca del
lugar del crimen; pero que habiendo muchos iguales no se podía saber si era el del cabo
Gómez o no; que después lo sabría y me lo diría, porque era claro que si Gómez tenía el
suyo, el asesino no podía ser él.
Aunque era cierto que la desaparición del cuchillo de Gómez podría probar algo,
también podría no probar nada. Era, sin embargo, mejor que resultase que el cabo tenía el
suyo.
Otro cabo, Irrazábal, hombre de toda mi confianza, que había sido mi asistente mucho
tiempo, fue de quien me valí para saber si Gómez tenía o no su cuchillo.
Irrazábal estaba de guardia, de manera que no tardé en salir de mi curiosidad.
Gómez tenía su cuchillo, y en la cintura nada menos.
Quedeme perplejo al saberlo.
Voy a pasar por alto una infinidad de detalles. Sería cosa de nunca acabar.
Álvarez siguió fiscalizando los hechos, enredándose más a medida que tomaba nuevas
declaraciones; lo que sobre todo acabó de hacerle perder su latín, fue la declaración de
Gómez, que negó rotundamente haber asesinado a nadie.
Unas cuantas manchas de sangre que tenía en la manga de la camisa, cerca del puño,
dijo que debían ser de la carneada.
Efectivamente, esa mañana había estado en el matadero del ejército, con un pelotón de
su compañía que salió de fajina.
Y para mayor confusión, resulta que se había dado un pequeño tajo en el pulgar de la
mano izquierda, con el cuchillo de otro soldado.
No obstante, la conciencia del batallón -sin que nadie hubiese afirmado terminantemente
cosa alguna contra Gómez- seguía siendo la conciencia del primer momento: Gómez es el
asesino.
Al fin, acabó por haber dos partidos: uno de los oficiales y de los soldados más letrados;
otro de los menos avisados, que era el partido de la gran mayoría.
La minoría sostenía que Gómez no era el asesino del vivandero, y hasta llegó a
susurrarse que éste y el alférez Guevara habían tenido una disputa muy acalorada,
insinuando otros con malicia que Guevara le debía mucho dinero.
Álvarez estaba desesperado de tanta versión y opinión contradictoria, y sobre todo, lo
que más le trabucaba era la opinión mía, favorable en todas las emergencias que
sobrevenían a la causa de Gómez.
Los oficiales más diablos le tenían aterrado zumbándole al oído que sería severamente
castigado si nada probaba, y con mucha más razón si sin pruebas ponía una vista contra
Gómez.
El pobre alférez iba y venía en busca de mi inspiración y salía siempre cabizbajo con
esta reflexión mía:
-¡Cuántas veces no pagan justos por pecadores!
Como era natural, la sumaria no tardó en estar lista. En campaña el término es
limitadísimo para estos procedimientos.
Fue elevada, y sobre la marcha se ordenó que el cabo Gómez fuera juzgado en Consejo
de Guerra ordinario.
El auditor del Ejército, joven español lleno de corazón y de talento, que sirvió como un
bravo, que luchó como un hombre templado a la antigua, contra el cólera dos veces, contra
la fiebre intermitente, contra todas las demás plagas del Paraguay, y que ha muerto en el
olvido, que así suele pagar la patria la abnegación, era mi particular amigo; yo le había
colocado al lado del General Emilio Mitre cuando dejé de ser su secretario militar.
Por él supe lo que contenía la causa de Gómez, que Álvarez, a pesar de su notoria
inhabilidad, algo había descubierto, que arrojaba sospechas de que Gómez era el verdadero
autor del crimen.
Nombrado el consejo y prevenido yo por Mariño procuré con el mayor empeño hacer
atmósfera en pro de mi protegido, viendo a los vocales, conversándoles del suceso y
diciéndoles qué clase de hombre era el acusado, sus servicios, su valor heroico y el amor
que por esas razones le tenía.
Reuniose el consejo el día y hora indicado, y Gómez fue llevado ante él, con todas las
formalidades y aparato militar, que son imponentes.
La opinión del batallón se había hecho mientras tanto unánime contra Gómez. Sólo
había disputas sobre su suerte. Los unos creían que sería fusilado; los otros que no, que
sería recargado, porque el General en jefe, en presencia de sus méritos y servicios, que yo
haría constar, le conmutaría la pena, dado el caso que el consejo le sentenciara a muerte.
Yo era el único que no tenía opinión fija.
Parecíame a veces que Gómez era el asesino, otras dudaba, y lo único que sabía
positivamente era que no omitiría esfuerzo por salvarle la vida.
A fin de no perder tiempo, asistí como espectador al juicio, mas viendo que el ánimo de
algunos era contrario a mi ahijado, me disgusté sobremanera y me volví a mi campo
sumamente contrariado.
Se leyó la causa, y cuando llegó el momento de votar, el consejo se encontró atado. En
conciencia, ninguno de los vocales se atrevía a fallar condenando o absolviendo.
Entonces, guiado el consejo por un sentimiento de rectitud y de justicia, hizo una cosa
indebida.
Remitieron los autos y resolvieron esperar. Y volviendo éstos sin tardanza, el Consejo
Ordinario se convirtió en Consejo de Guerra verbal, teniendo el acusado que contestar a
una porción de preguntas sugestivas, cuyo resultado fue la condenación del cabo.
Los que presenciaron el interrogatorio, me dijeron que el valiente de Curupaití no
desmintió un minuto siquiera su serenidad, que a todas las preguntas contestó con aplomo.
Antes de que el cabo estuviera de regreso del consejo, ya sabía yo cuál había sido su
suerte en él.
Púseme en movimiento, pero fue en vano. Nada conseguí. El superior confirmó la
sentencia del consejo, y al día siguiente en la Orden General del Ejército salió la orden
terrible mandando que Gómez fuera pasado por las armas al frente de su batallón, con todas
las formalidades de estilo.
No había que discutir ni que pensar en otra cosa, sino en los últimos momentos de aquel
valiente infortunado.
¡La clemencia es caprichosa!
Los preparativos consistieron en ponerle en capilla y en hacer llamar al confesor.
Todos habían acusado a Gómez y todos sentían su muerte.
El cabo oyó leer su sentencia, sin pestañear, cayendo después en una especie de letargo.
Yo me acerqué varias veces a la carpa en que se le había confinado, hablé en voz alta con el
centinela y no conseguí que levantara la cabeza.
El confesor llegó; era el padre Lima.
Gómez era cristiano y le recibió con esa resignación consoladora que en la hora
angustiosa de la muerte da valor.
El padre estuvo un largo rato con el reo, y dejándole otro solo como para que replegase
su alma sobre sí misma, vino donde yo estaba encantado de la grandeza de aquel humilde
soldado.
Quise preguntarle si le había confesado algo del crimen que se le imputaba, y me detuve
ante esa interrogación tremenda, por un movimiento propio y una admonición discreta del
sacerdote, que sin duda conoció mi intención y me dijo: -Queda preparándose.
Yo pasé la noche en vela junto con el padre. Él por sus deberes, y yo por mi dolor, que
era intenso, verdadero, imponderable; no podíamos dormir.
Quería y no quería hablar por última vez con el cabo.
Me decidí a hacerlo.
¡Pobre Gómez! Cuando me vio entrar agachándome en la carpa, intentó incorporarse y
saludarme militarmente. Era imposible por la estrechez.
-No te muevas, hijo -le dije.
Permaneció inmóvil.
-Mi Comandante -murmuró.
Al oír aquel mi Comandante, me pareció escuchar este reproche amargo: -Ud. me deja
fusilar.
-He hecho todo lo posible por salvarte, hijo.
-Ya lo sé, mi Comandante -repuso, y sus ojos se arrasaron en lágrimas, y los míos
también, abrazándonos.
Dominando mi emoción le pregunté:
-¿Cómo hiciste eso?
-Borracho, mi Comandante.
-¿Y cómo me lo negaste el primer día?
-Ud. me preguntó por un vivandero, y yo creía haber muerto al alférez Guevara.
-¿Esa fue tu intención?
-Sí, mi Comandante; me había dado un bofetón el día del asalto de Curupaití, sin razón
alguna.
-¿Y qué has confesado en el Consejo?
-Mi Comandante, no lo sé. Yo he creído que el muerto era el alférez. Me han preguntado
tantas cosas que me he perdido.
Salí de allí...
Hablé con el padre y le rogué le preguntara a Gómez qué quería.
Contestó que nada.
Le hice preguntar si no tenía nada que encargarme, que con mucho gusto lo haría.
Contestó, que cuando viniese el Comisario, le recogiese sus sueldos: que le pagase un
peso que le debía al sargento primero de su compañía y que el resto se lo mandara a su
hermana, que vivía en la Esquina, villorrio de Corrientes rayano de Entre Ríos.
Pasó la noche tristemente y con lentitud.
El día amaneció hermoso, el batallón sombrío.
Nadie hablaba. Todos se aprestaban en sepulcral silencio para las ocho. Era la hora
funesta y fatal.
La orden, que yo presidiera la ejecución.
No lo hice, porque no podía hacerlo. Estaba enfermo.
Mi segundo salió con el batallón y mandó el cuadro.
Yo me quedé en mi carreta. La caja batía marcha lúgubremente.
Yo me tapé los oídos con entrambas manos.
No quería oír la fatídica detonación.
Después me refirieron cómo murió Gómez.
Desfiló marcialmente por delante del batallón repitiendo el rezo del sacerdote.
Se arrodilló delante de la bandera, que no flameaba sin duda de tristeza. Le leyeron la
sentencia, y dirigiéndose con aire sombrío a sus camaradas, dijo con voz firme, cuyo eco
repercutió con amargura:
-¡Compañeros: así paga la Patria a los que saben morir por ella! Textuales palabras,
oídas por infinitos testigos que no me desmentirán. Quisieron vendarle los ojos y no quiso.
Se hincó... -Un resplandor brilló... los fusiles que apuntaron... oyose un solo estampido...
Gómez había pasado al otro mundo.
El batallón volvió a sus cuadras y los demás piquetes del ejército a las suyas,
impresionados con el terrible ejemplo, pero llorando todos al cabo Gómez.
A los pocos días yo tuve una aparición. Decididamente hay vidas inmortales.
- VIII El palmar de Yataití. Sepulcro de un soldado. Su memoria. Sus últimos deseos cumplidos.
El rancho del General Gelly y lo que allí pasó. Resurrección. Visión realizada. Fanatismo.
A inmediaciones de mi reducto estaba el palmar de Yataití, donde tantos y tan honrosos
combates para las armas argentinas tuvieron lugar.
Allí fue enterrado el cabo Gómez, y sobre su sepulcro mandé colocar una tosca cruz de
pino con esta inscripción:
"Manuel Gómez, cabo del 12 de línea".
Durante algunas horas, su memoria ocupó tristemente la imaginación de mis buenos
soldados. Y, poco a poco, el olvido, el dulce olvido fue borrando las impresiones luctuosas
de ese día. Al siguiente, si su nombre volvió a ser mentado, no fue ya a impulsos del dolor
sufrido.
Así es la vida, y así es la humanidad. Todo pasa, felizmente, en una sucesión constante,
pero interrumpida, de emociones tiernas o desagradables, profundas y superficiales. Ni el
amor, ni el odio, ni el dolor, ni la alegría absorben por completo la existencia de ningún
mortal. Sólo Dios es imperecedero.
La muchedumbre olvidó luego, como ves, el trágico fin del cabo.
Yo me dispuse a cumplir sus últimas voluntades.
Llamé al sargento primero de la compañía de Granaderos, y con esa preocupación
fanática que nos hace cumplir estrictamente los caprichos póstumos de los muertos
queridos, le pagué el peso que le debía el cabo.
Confieso que después de hacerlo, sentía un consuelo inefable.
¡Cuesta tanto a veces cumplir las pequeñeces!
Es por eso que el hombre debe ser observado y juzgado por sus obras chicas, no por sus
obras grandes.
En el cumplimiento de las últimas, está interesado generalmente el honor o el crédito, el
amor propio o el orgullo, el egoísmo o la ambición.
En el cumplimiento de las primeras no influye ninguno de esos poderosos resortes del
alma humana, sino la conciencia.
Cancelada la deuda con el sargento, me quedaba por hacer la remisión prometida de los
haberes devengados de Gómez a la Esquina.
Esperar el Comisario era un sueño. ¿Cuándo vendría éste? Y si venía, ¿estaría yo vivo,
¿Me entregaría, sobre todo, los sueldos del cabo? ¿El Estado no es el heredero infalible de
nuestros soldados muertos en el campo de batalla, por él mismo, o por la libertad de la
Patria, o por su honor ultrajado?
¿No es esa la consecuencia del odioso e imperfecto sistema administrativo militar que
tenemos?
Gómez no era un soldado antiguo en mi batallón. Reservándome, pues, ver si recogía
sus sueldos de Guardia Nacional, resolví mandarle a su hermana los seis u ocho que se le
debían como soldado de línea.
Simbad, el corresponsal del Standard, a la sazón en el teatro de la guerra, era vecino de
la Esquina y mi antiguo amigo.
Debo a él la iniciación en un mundo nuevo, la lectura del Cosmos, ese monumento
imperecedero de la sapiencia del siglo XIX.
De Simbad iba a velarme para remitir a su destino la pequeña herencia.
Habrían pasado cincuenta y dos horas desde el instante en que el cabo Gómez, según
dejo relatado, recibió en su pecho intrépido las balas de sus propios compañeros en
cumplimiento de una orden y del más terrible de los deberes.
Yo había ido de mi reducto, según costumbre que tenía, al alojamiento del jefe de
Estado Mayor.
Tenía éste dos puertas. Una que daba al naciente y otra al poniente. La última estaba
abierta. El General Gelly escribía con una pausa metódica, que le es peculiar, en una
mesita, cuya colocación variaba según las horas y la puerta por donde entraba el sol. Esta
vez se hallaba colocada cerca de la puerta abierta. Yo estaba sentado en una silla de baqueta
paraguaya, dándole la espalda.
¿En qué pensaba?
Probablemente, Santiago amigo, en lo mismo que aquel tipo de comedia de San Luis,
que te ponderaba un día las delicias de su estancia.
-Aquí me lo paso, te decía cierta hermosa tarde de primavera desde el corredor, que
dominaba una vasta campiña, pensando... pensando...
Y tú, interrumpiéndole, con tu sorna característica: -En qué... en qué...
Y el pobre hombre contestaba: -En nada... en nada...
El General era distraído de su escritura a cada paso, por oficiales que se presentaban con
distintas solicitudes, dirigiéndole la palabra desde el dintel de la puerta.
Yo seguía pensando...
En el instante en que mi pensamiento se perdía, qué sé yo en qué nebulosa, un eco del
otro mundo, con tonada correntina, resonó en mis oídos.
-Aquí te vengo a ver, V. E., para que...
Mi sangre se heló, mi respiración se interrumpió... quise dar vuelta, ¡imposible!
-Estoy ocupado -murmuró el General, y el ruido del rasguear de su pluma que no se
interrumpió, produjo en mi cabeza un efecto nervioso semejante al que produce el rechinar
estridoroso de los dientes de un moribundo.
-Háceme, ché, V. E., el favor...
-Estoy ocupado -repitió el General.
Yo sentí algo como cuando en sueños se nos figura que una fuerza invisible nos eleva de
los cabellos hasta las alturas en que se ciernen las águilas.
Debía estar pálido, como la cera más blanca.
El General Gelly fijó casualmente su mirada en mí, y al ver la emoción misteriosa de
que era presa, preguntome con inquietud:
-¿Qué tiene Ud.?
No contesté... Pero oí... El vértigo iba pasando ya.
El General estaba confuso. Yo debía parecer muerto y no enfermo.
-¡Mansilla! -dijo.
-General -repuse, y haciendo un esfuerzo supremo, di vuelta la cabeza y miré a la puerta.
Si hubiese sido mujer, habría lanzado un grito y me hubiera desmayado.
Mis labios callaron, pero como suspendido por un resorte y a la manera de esos
maniquíes mortuorios que se levantan en las tablas de la escena teatral, fuime levantando
poco a poco de la silla y como queriendo retroceder.
-Ché, V. E., hacé vos el favor -volvió a oírse.
El General Gelly se puso de pie, y dirigiéndose a la voz que venía de la puerta, contestó:
-¿Qué quieres?
Yo sentí un sudor frío por mi frente, y llevando mi mano a ella y como queriendo
condensar todas mis ideas y recuerdos o hacerlos converger a un solo foco, miré al General
y exclamé con pavor:
-¡El cabo Gómez!
Efectivamente, el cabo Gómez estaba ahí, en la puerta del rancho del General, con el
mismo rostro que tenía la noche que le vi por última vez.
Sólo su traje había variado. No revestía ya el uniforme militar, sino un traje talar negro.
Mis ojos estuvieron fijos en él un instante, que me pareció una eternidad.
El General Gelly volvió a repetir:
-Vamos, ¿qué quieres? -Y dirigiéndose a mí: -¿Está usted enfermo?
La aparición contestó:
-Quiero que me dejes velar la crucecita de mi hermano.
-¿La crucecita de tu hermano? -repuso el General, con aire de no entender bien.
-Sí, pues, Manuel Gómez, que ya murió...
Y esto diciendo, echó a llorar, enjugando sus lágrimas con la punt del pañuelo negro que
cubría sus hombros.
Mientras se cambiaron esas palabras, yo volví en mí.
-¿Y dónde está la crucecita de tu hermano? -dijo el General.
-En el cementerio de la Legión Paraguaya.
Entonces, tomando yo la palabra, como aquella desdichada mujer no podía dejar de
interesarme, le dije:
-No, estás equivocada, la cruz de Gómez no está ahí.
-Yo sé -murmuró.
Queriendo convencerla, le dije:
-Yo soy el jefe del 12 de línea, que era el cuerpo de tu hermano.
-Yo sé -murmuró, retrocediendo con marcada impresión de espanto.
-Yo tengo los sueldos de tu hermano para ti, ven a mi batallón, que está en el reducto de
la derecha, te los daré y te haré enseñar dónde está su cruz.
-Yo sé -murmuró.
Un largo diálogo se siguió. Yo pugnando porque la mujer fuera a mi reducto para darle
los sueldos de su hermano e indicarle el sitio de su sepultura, y ella aferrada en que no,
contestando sólo: Yo sé.
El General Gelly, picado por la curiosidad de aquel carácter tan tenaz, al parecer, la hizo
varias preguntas:
-¿De dónde vienes?
-De la Esquina.
-¿Cuándo saliste de allí?
-Antes de ayer.
-¿Dónde supiste la muerte de tu hermano?
-En ninguna parte.
-¡Cómo en ninguna parte!
-En ninguna parte, pues.
-Te la han dado en Itapirú, o aquí en el campamento?
-En ninguna parte.
-¿Y entonces, cómo la has sabido?
La hermana de Gómez refirió entonces, con sencillez, que en sueños había visto a su
hermano que lo llevaban a fusilar; que como sus sueños siempre le salían ciertos, había
creído en la muerte de aquel, y que tomando el primer vapor que pasó por la Esquina, se
había venido a velar su crucecita, que estaba en el cementerio de los paraguayos, idea que
era fija en ella.
A las interpelaciones del General Gelly siguieron las mías.
El sueño de la hermana de Gómez había tenido lugar, precisamente en el momento en
que éste estaba en capilla, recibiendo los auxilios espirituales.
Un hilo invisible y magnético une la existencia de los seres amantes que viven
confundidos por los vínculos tiernísimos del corazón.
Y como ha dicho un gran poeta inglés: Hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que
ha soñado la filosofía.
Empeñeme con la mujer cuanto pude, a fin de que fuera a mi reducto, intentando
seducirla con el halago de los sueldos de su hermano.
¡Fue en vano!
El General la despidió, diciéndole que podía velar la crucecita de su hermano.
Y después de cambiar algunas palabras conmigo sobre aquel extraño sueño realizado,
filosofando sobre la vida y la muerte, a mis solas me volví a mi campo.
Mandé llamar a Garmendia en el acto, y le relaté todo lo sucedido.
Despachamos en seguida emisarios en busca de la hermana de Gómez.
Halláronla, pero fue inútil luchar contra su inquebrantable resolución de no verme, y
menos convencerla de que la crucecita de su hermano no estaba en el cementerio que ella
decía.
Esa noche hubo un velorio al que asistieron muchos soldados y mujeres de mi batallón
prevenidos por mí.
Por ellos supe que la hermana de Gómez, siendo yo el jefe del 12, me achacaba a mí su
muerte, y, asimismo, que en la Esquina tenía algunos medios de vivir, confirmando todos,
por supuesto, que la noticia del fusilamiento se la dio Dios en sueños.
Al día siguiente del velorio la Mujer desapareció del ejército, sin que nadie pudiera
darme de ella razón.
El único mérito que tiene este cuento de fogón, que aquí concluye, es ser cierto.
No todas las historias pueden reivindicar ese crédito.
¿Si será verdad que el público no se ha dormido leyéndolo?
A los del fogón les pasaron distintas cosas.
Cuando yo terminé, unos roncaban, otros (la mayor parte) dormían.
Se oían sonar los cencerros de las tropillas; la luna despedía ya alguna claridad.
-¡A caballo, cordobeses! -grité-, ¡se acabaron los cuentos!
Y todo el mundo se puso en movimiento, y un cuarto de hora después rumbeábamos en
dirección a un oasis denominado Monte de la Vieja.
¡Buenas noches!, por no decir buenos días, o salud, lector paciente.
- IX La Alegre. En qué rumbo salimos. ¿Los viajes son un placer? Por qué se viaja. Monte de la
Vieja. El alpataco. El Zorro Colgado. Pollo-helo. Us-helo. Qué es aplastarse un caballo.
Coli-Mula. La trasnochada. Precauciones.
La Alegre es una laguna de agua dulce, permanente, cuyo nombre le cuadra muy bien,
como que está situada en un accidente del terreno de cierta elevación, circunvalada de
médanos y arbustos, que suministran una excelente leña, y de abundante pasto.
Las cabalgaduras se dieron allí una buena panzada, que no se les indigestó. ¡Ojalá que a
ti y al lector les sucediera lo mismo con el cuento del cabo Gómez! Si sucediese lo
contrario, me vería en el caso de suprimir otros que deben venir a su tiempo.
Nos pusimos en marcha.
El rumbo, sur recto, o reuto, como dicen los paisanos.
El camino, o mejor dicho, la rastrillada, cruzaba por un campo lleno de chañaritos
espinosos. La luna estaba en su descenso, el cielo nublado, la noche obscura, de modo que
no pudiendo ver con facilidad los objetos, a cada paso rehuía el caballo la senda por no
espinarse, espinándose el jinete y evitando el culebreo del animal que nos durmiéramos
profundamente.
Todos los que viajan ponderan alguna maravilla, la que más ha llamado su atención, o
tienen alguna anécdota favorita, algo que contar, en suma, aunque más no sea que han
estado en París, barniz que no a todos se les conoce.
¿Dirás que no es cierto?
En lo que suelen estar divididas las opiniones de los tourist, y desde luego las opiniones
de los que no han viajado, que es más fácil coincidir en pareceres cuando se conocen
prácticamente las cosas, es sobre el capítulo: placer de los viajes.
Ni todos viajan del mismo modo, ni por las mismas razones, ni con el mismo resultado.
Se viaja por gastar el dinero, adquirir un porte y un aire chic, comer y beber bien.
Se viaja por lucir la mujer propia, y a veces la ajena.
Se viaja por instruirse.
Se viaja por hacerse notable.
Se viaja por economía.
Se viaja por huir de los acreedores.
Se viaja por olvidar.
Se viaja por no saber qué hacer.
Vamos, sería inacabable el enumerar todos los motivos por qué se viaja; como sería
inacabable decir para qué se viaja.
No olvidemos que estas dos proposiciones, aunque son muy parecidas, gramaticalmente
no significan lo mismo. Ambas significan causa o fin: pero para responde más que por a la
idea de afecto.
Por ejemplo:
¿No es común ir a Europa por instruirse para olvidar lo poco que se ha aprendido en la
tierra?
¿No suele suceder hacer un viaje por curarse para morir en el camino?
Ir por lana para salir trasquilado.
Madame de Stäel dice, que viajar es, digan lo que quieran, un placer tristísimo.
Sea de esto lo que fuere, yo digo que viajando por los campos, en noche clara u obscura,
es un placer dormir.
Por mi parte, al tranco, al trote o al galope, yo duermo perfectamente. Y no sólo duermo
sino que sueño.
¡Cuántas veces un amigo que tengo en Córdoba, Eloy Avila, no sorprendió mis sueños,
y yendo a la par mía, no me alzó el rebenque!
Sea de esto lo que fuere, el hecho es que el camino de la Laguna Alegre al Monte de la
Vieja, no permitiendo dormir a gusto por el inconveniente de los arbustos, me pareció poco
divertido.
Por fortuna, el terreno era mejor que el de la primera etapa. El guadal no nos amenazaba
a cada paso, las mulas cargueras no caían y levantaban acá y acullá como antes de llegar a
la Alegre.
Serían las tres y media de la mañana cuando llegamos al Monte de la Vieja.
Amanecía muy tarde, así fue que resolví pasar allí otro rato.
¡Desensillar y a la leña!, fue el grito de orden.
El fogón volvió a arder con una rapidez maravillosa.
Uno de los talentos del gaucho argentino consiste en la prontitud con que halla leña y en
la asombrosa facilidad con que hace fuego.
Ellos hallan leña donde ningún otro la ve, y hacen fuego en el agua
Y a propósito de leña que no se ve, ¿conoces, Santiago, lo que es el algarrobo alpataco?
Es un arbustito, muy pequeño, cuyo desarrollo se hace subterráneamente, echando raíces
gruesísimas, que aunque estén verdes, tienen tanta resina que arden como sebo.
Tú conoces el chañar. Pues así es el alpataco.
En los campos al sur de Río Cuarto, particularmente en los de Sampacho, y en algunos
al sur del Río Quinto, abunda este arbustito, que más bien parece un algarrobo común
naciente.
El ojo necesita estar ejercitado para distinguir el uno del otro.
¡Se puso un asado!
Mientras se hacía, habiendo calentado agua en un verbo, se cebaba mate y se daban
sendas cabeceadas.
En este fogón no hubo cuentos. Hubo hambre y sueño y algunas órdenes para en cuanto
amaneciera.
Cominos, dormimos, y cuando... iba a decir gorjeaban las avecillas del monte...
¡Pero qué, si en la Pampa no hay avecillas! -por casualidad se ven pájaros, tal cual
carancho. Las aves, excepto las acuáticas, buscan la inmediación de los poblados.
Y luego, el Monte de la Vieja no es más que un pequeño grupo de árboles, no muy
viejos, bajo cuyo destruido ramaje apenas pueden guarecerse unas cuantas personas.
La luz crepuscular venía anunciando el día en el momento en que, cumpliendo mis
órdenes, se pusieron en juego todos los asistentes al llamado de Camilo Arias, un hombre
de toda mi confianza, alférez de Guardia Nacional del Río Cuarto, cuya pintura no faltará
ocasión de hacer.
Era completamente de día cuando dejábamos el Monte de la Vieja, dirigiéndonos a otro
paraje, donde debía haber leña y agua sobre todo.
El rumbo era sur arriba, o sur con algunos grados de inclinación al oeste.
La noche había estado templada, así fue que la mañana no presentó ninguno de esos
fenómenos meteorológicos que suele ofrecer la Pampa, cuando después de un rocío
abundante o de una fuerte helada sale el sol caliente.
Marchábamos.
El terreno presenta pocos accidentes; cañadas y cañadones, que se van encadenando,
montecitos de pequeños arbustos quemados aquí, creciendo o retoñando allí; salitrales que
engañan a la distancia, con su superficie plateada como la del agua.
El objetivo a que me dirigía era el Zorro Colgado.
Por qué se llamaba así este lugar, es echarse a nadar buscando un objeto perdido.
Probablemente el primer cristiano que llegó allí halló un zorro colgado por los indios en
algún árbol.
Seis leguas representan, no andando con apuro, dos horas y media de camino;
contemplando las cabalgaduras, como es debido en las correrías lejanas, un poco más.
Cuando llegamos al Zorro Colgado serían las diez de la mañana.
El campo recorrido es muy solo. No tiene bichos o aves, como le llaman los paisanos a
los venados, peludos, mulitas, guanacos, etc.
El zorro colgado no estaba, por supuesto.
Aquel punto es un grupito de árboles, chañares viejos, más altos que corpulentos. Tiene
una aguadita que se seca cuando el año no es lluvioso.
Allí paramos un rato, lo bastante para que las bestias de carga que se habían quedado
atrás llegaran, y después de haber bebido bien seguimos caminando en el mismo rumbo,
hasta llegar a Pollo-helo, que quiere decir, en lengua ranquelina, Laguna del Pollo, y cuya
pronunciación debe hacerse nasal o gangosamente, verbigracia, como si la palabra
estuviese escrita así y debieran sonar todas las letras: Pollonguelo.
Aquí variamos de rumbo un poco buscando el sur recto, y así seguimos como legua y
media por un campo muy guadaloso y pesado, en el que caímos y levantamos varias veces,
lo mismo que las mulas de carga, hasta llegar a Us-helo, donde hay otro grupo de árboles,
una aguada semejante a la anterior y una lagunita de agua salobre, pero potable no habiendo
seca.
Las cabalgaduras se habían aplastado algo con la legua y media de guadal.
Aplastarse es un término del país, que vale más que fatigarse y menos que cansarse,
cuando se quiere expresar el estado de un caballo.
Hicimos alto, se hizo fuego, se hizo cama para una siesta, se descansó, se tomó mate, se
durmió y a las cansadas llegaron las mulas de carga, que habiendo caído en una cañada
mojaron las petacas de los padres franciscanos.
Serían las tres cuando nos movimos de aquí en dirección a Coli-Mula, que de la etapa
anterior queda en rumbo sur.
Este trayecto es más variado que los demás; el terreno se quiebra acá y allá en grandes
bajíos salitrosos y en grupos considerables de arbustos crecidos.
En un inmenso pajonal sembrado de grandes árboles diseminados, pillamos un caballo
que hacía pocos días andaba por allí, pues no estaba alzado aún.
Cuando llegamos a Coli-Mula, que quiere decir mula colorada, habíamos andado tres
leguas.
No sé por qué se llama así ese paraje. No hay árboles. Es una linda lagunita circular, de
agua excelente y abundante que dura mucho.
Resolví descansar allí hasta las nueve de la noche, y adelantar dos hombres.
El cielo comenzaba a fruncir el ceño, una barra negra se dibujaba en el horizonte hacia
el lado del poniente, el sol brillaba poco.
Íbamos a tener viento o agua.
Llamé al cabo Guzmán, magnífico tipo criollo, y al indio Angelito, escribí algunas
cartas, les di mis instrucciones y los despaché, después de asegurarme de que habían
entendido bien.
Llevaban encargo especial de llegar a las tolderías del cacique Ramón, que son las
primeras, y de decirle que pasaría de largo por ellas, no sabiendo si al cacique Mariano le
parecería bien que visitase primero a uno de sus subalternos, y que al regreso lo haría.
Partieron los chasquis.
Mientras yo tomaba las antedichas disposiciones, otros se ocupaban en hacer un buen
fogón, preparándonos para la trasnochada.
Los chasquis no se habían perdido de vista aún, cuando frescas y recias ráfagas de
viento comenzaron a augurar la inevitable proximidad de la tormenta.
El cielo se puso negro.
La experiencia nos dijo que debíamos renunciar al fogón y al asado y prepararnos para
una noche toledana por no decir pampeana.
El viento arreció, gruesas gotas de agua comenzaron a caer, la noche avanzaba, o mejor
dicho, se anticipaba con rapidez.
Pronto estuvimos envueltos en una completa obscuridad.
Llovía a cántaros, silbaba el viento, eléctricos fulgores resplandecían en el cielo a
distancias inconmensurables, haciendo llegar hasta nuestros oídos el ruido sordo del rayo.
Las tropillas se habían agrupado, daban las ancas al viento y permanecían inmóviles.
Cada cual se había acurrucado lo mejor posible, y con maña procuraba mojarse lo menos
posible. No teníamos siquiera dónde hacer espalda, ni era posible conversar, porque el
ruido de la lluvia, que caía a torrentes, ahogaba las palabras que salían de abajo de los
ponchos o capotes con que estábamos cubiertos hasta la cabeza.
Durante dos horas llovió sin cesar, cayendo el agua a plomo.
Cuando las intermitencias del aguacero lo permitían, yo cambiaba algunas palabras con
Camilo Arias, que estaba casi pegado a mi lado.
En una de esas pláticas diluvianas, le dije así:
-Puede ser que los indios me maten, es difícil; pero no lo es que quieran retenerme, con
la ilusión de un gran rescate. En este caso es preciso que el General Arredondo lo sepa sin
demora. Prevén a los muchachos -eran éstos cinco hombres especiales-, mis baquianos de
confianza.
Será señal de que ando mal, que no tenga en el cuello este pañuelo.
Era un pañuelo de seda de la India colorado, que siempre uso en el campo debajo del
sombrero por el sol y la tierra.
Puede, sin embargo, suceder que tenga que regalar el pañuelo. En este caso la señal será
que me vean con la pera trenzada.
No comuniques esto más que a los muchachos. Y cuando lleguemos a las tolderías no te
acerques a hablar conmigo jamás. Sírvete de un intermediario.
Camilo es como un árabe, habla poco; sabe que la palabra es plata y el silencio oro;
contestó sólo: -Está bien, señor.
Y yo me quedé seguro de que me había entendido y rumiando: algún mosquetero llegará
a Londres y hablará con Buckingham.
Ya verás después qué caso extraordinario sucedió con mi pera. (Te prevengo que estoy
hablando de la barba).
Y como sigue lloviendo y estoy mojado hasta la camisa, me despido hasta mañana.
-XNo es posible seguir la marcha. Civilización y barbarie. En qué consiste la primera.
Reflexiones sobre este tópico. En marcha. Manera de cambiar de perspectiva sin salir de un
mismo lugar. Asombroso adelanto de estas tierras. Ralicó. Tremencó. Médano del Cuero.
El Cuero. Sus campos.
El hombre propone y Dios dispone.
Fue imposible seguir la marcha a las nueve.
La lluvia cesó a las cuatro horas; pero el cielo quedó encapotado, amenazando volver a
desplomarse, el aquilón continuó rugiendo y los relámpagos serpenteando en el cielo por
los espacios sin fin.
Pensé en que la gente masticara. -¡Arriba!, grité, ¡vamos, pronto, hagan un buen fuego,
pongan un asado y una pava de agua!
Los asistentes salieron de sus guaridas y un momento después chisporroteaba el verde y
resinoso chañar.
El asado se hacía, el agua hervía, unos cuantos rodeaban el fuego, calentándose,
secándose sus trapitos, mirando al cielo y haciendo cálculos sobre si volvería a llover o no.
El fogón estaba hecho y en regla, porque de su centro se elevaban grandes y relumbrosas
llamaradas.
Era imposible resistirle. Más fácil habría sido que una mujer pasara por delante de un
espejo sin darse la inefable satisfacción platónica de mirarse.
Abandoné la postura en que me había colocado y permanecido tanto rato, y me acerqué
a él.
Me dieron un mate.
Los buenos franciscanos intentaban dormir, rendidos por la fatiga del día y de la noche
anterior -que quien no está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas.
Haciendo uso de la familiaridad y confianza que con ellos tenía, les obligué a levantarse
y a que ocuparan un puesto en la rueda del fogón.
Apuramos el asado, desparramamos brasas, lo extendimos y no tardó en estar.
Mientras estuvo, nos secamos.
Comimos bien, hicimos camas con alguna dificultad; porque todo estaba anegado y las
pilchas muy mojadas, y nos acostamos a dormir.
Dormimos perfectamente. ¡Qué bien se duerme en cualquier parte cuando el cuerpo está
fatigado!
Si los que esa noche se revolvían en elástico y mullido lecho agitados por el insomnio,
nos hubieran oído roncar en los albardones de Coli-Mula, ¡qué envidia no les hubiéramos
dado!
Es indudable que la civilización tiene sus ventajas sobre la barbarie; pero no tantas como
aseguran los que se dicen civilizados.
La civilización consiste, si yo me hago una idea exacta de ella, en varías cosas.
En usar cuellos de papel, que son los más económicos, botas de charol y guantes de
cabritilla. En que haya muchos médicos y muchos enfermos, muchos abogados y muchos
pleitos, muchos soldados y muchas guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se
impriman muchos periódicos y circulen muchas mentiras. En que se edifiquen muchas
casas con muchas piezas y muy pocas comodidades. En que funcione un gobierno
compuesto de muchas personas como presidente, ministros, congresales, y en que se
gobierne lo menos posible. En que haya muchísimos hoteles y todos muy malos y todos
muy caros.
Verbigracia, como uno en que yo paré la última noche que dormí en el Rosario, que
intenté dormir, para ser más verídico.
Son precisamente las camas de ese hotel, las que me han sugerido estas reflexiones tan
vulgares.
¡Ah! En aquellas camas había de cuanto Dios creó, el quinto día, que si mal no recuerdo,
fueron: los animales domésticos, según su especie y los reptiles de la tierra, según su
especie.
Todo lo cual, según afirma el Génesis, el Supremo Hacedor vio que era bueno, aunque
es cosa que no me entra a mí en la cabeza, que los animales domésticos del referido hotel
del Rosario hayan jamás sido cosa buena; y menos la noche en que yo estuve en él, en que
juraría, a fe de cristiano, que me parecieron algo más que cosa mala, cosa malísima, tan
insoportable que me creo en la obligación de preguntar:
¿No tiene la civilización el deber de hacer que se supriman esas cosas, que pudieron ser
buenas al principio del mundo, pero que pueden ser puestas en duda en un siglo en el que
tenemos cosas tan buenas como las de Orión?.
¿Qué hacen los gobiernos, entonces?
¿No nos dice la civilización todos los días en grandes letras que el gobierno es para el
pueblo?
¿Que en lugar de invertir los dineros públicos en torpes guerras debe aplicarlos a
mejorar la condición del pueblo?
¿No hay inspectores de puentes y caminos, inspectores de aduanas, inspectores de
fronteras, inspectores de escuelas, inspectores de todo, y así va ello?
¿Pues, y por qué no ha de haber inspectores de hoteles?
¿Acaso no se relacionan estos establecimientos muy íntimamente con la salud pública?
¿No se albergan en ellos el cólera, la fiebre amarilla y tantas otras cosas que Dios creó el
quinto día, y que en su atraso inocente y primitivo, creyó que eran buenas y que así las legó
en herencia a la desagradecida humanidad?
¿Se cree que faltarían inspectores de hoteles?
Provéase el cargo por oposición, previo examen de conocimientos, aptitudes, moralidad,
estado fisiológico de los candidatos y se verá, sin tardanza, que sobra patriotismo en el país.
No digo pagando bien el empleo, que es el modo más eficaz de salvar la moral
administrativa, y el medio más seguro, sobre todo, de que abunden impetrantes.
Cualquier remuneración que se ofreciese bastaría.
Hay en el país, felizmente, el convencimiento de que todos deben tributarle a la patria
abnegación, tiempo, sangre, alma y vida.
Esta gran conquista es debida a la educación oficial dada por los buenos gobiernos que
hemos tenido a la Guardia Nacional.
Ella ha hecho todo: guerras interiores, guerras de frontera, guerras exteriores.
Decididamente la civilización es, de todas las invenciones modernas, una de las más
útiles al bienestar y a los progresos del hombre.
Empero, mientras los gobiernos no pongan remedio a ciertos males, yo continuaré
creyendo en nombre de mi escasa experiencia, que mejor se duerme en la calle o en la
Pampa que en algunos hoteles.
Sonaban los cencerros de las tropillas; cada cual se preparaba para subir a caballo,
habiendo olvidado sus penas alrededor del fogón:
Y en el oriente nubloso
La luz apenas rayando,
Iba el campo tapizando
Del claroscuro verdor
Galopábamos, aprovechando la fresca de la mañana, y a la derecha con lontananza se
veían ya los primeros montes de Tierra Adentro.
Me proponía llegar al Cuero temprano.
Apenas salimos de Coli-Mula comprendí que no lo conseguiría.
El campo estaba cubierto de agua, y quebrándose en altos médanos, en cañadas
profundas y guadalosas, nos obligaba a marchar despacio.
Los caballos hubieran soportado bien una marcha acelerada; las mulas no.
Y, sin embargo, por muy despacio que anduve se quedaron atrás, porque a cada rato se
caían con las cargas y había que perder tiempo en enderezarlas.
Más allá de un lugar en el que hay agua y leña, y cuyo nombre es Ralicó, el terreno se
dobla sensiblemente formando varios médanos elevados, y es de allí de donde se divisan ya
los montes del Cuero.
Los campos comienzan a cambiar de fisonomía y la vista no se cansa tanto espaciándose
por la sabana inmensa del desierto solitario, triste, imponente, pero monótona como el mar
en calma.
Sin contrastes, hay existencia, no hay vida.
Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y
moral.
Esta necesidad es tan grande, que cuando yo estaba en el Paraguay, Santiago amigo, voy
a decirte lo que solía hacer, cansado de contemplar desde mi reducto de Tuyutí todos los
días la misma cosa: las mismas trincheras paraguayas, los mismos bosques, los mismos
esteros, los mismos centinelas; ¿sabes lo que hacía?
Me subía al merlón de la batería, daba la espalda al enemigo, me abría de piernas,
formaba una curva con el cuerpo y mirando al frente por entre aquéllas, me quedaba un
instante contemplando los objetos al revés.
Es un efecto curioso para la visual, y un recurso al que te aconsejo recurras cuando te
fastidies, o te canses de la igualdad de la vida, en esa vieja Europa que se cree joven, que se
cree adelantada y vive en la ignorancia, siendo prueba incontestable de ello, como diría
Teófilo Gautier, que todavía no ha podido inventar un nuevo gas para reemplazar el sol.
La América, o mejor dicho, los americanos (del Norte), la van a dejar atrás si se
descuida.
Por lo pronto, nosotros vamos resolviendo los problemas sociales más difíciles degollándonos- y las teorías y las cifras de Malthus sobre el crecimiento de la población no
nos alarman un minuto.
Tenemos grandes empíricos de la política, que todos los días nos prueban que el dolor
puede ser no sólo un anestésico, sino un remedio; que las tiranías y la guerra civil son
necesarias, porque su consecuencia inevitable, fatal, es la libertad.
Esto te lo demuestran en cuatro palabras y con espantosa claridad, al extremo que
nuestra juventud tiene ya sus axiomas políticos de los que no apea, creyendo en ellos a pie
juntillas, y demostrándolos prematuramente a su vez por A. B.
Te asombrarías, si volvieses a estas tierras lejanas y vieras lo que hemos adelantado.
Buscarías inútilmente el molino de viento; el pino de la quinta de Guido se ha escapado
por milagro. La civilización y la libertad han arrasado todo.
El Paraguay no existe. La última estadística después de la guerra arroja la cifra de ciento
cuarenta mil mujeres y catorce mil hombres.
Esta grande obra la hemos realizado con el Brasil. Entre los dos lo hemos mandado a
López a la difuntería.
¿No te parece que no es tan poco hacer en tan poco tiempo?
Ahora la hemos emprendido con Entre Ríos, donde López Jordán se encargó de
despacharlo a Urquiza.
Todos, todos han sentido su muerte muchísimo.
De esta guerrita, en la que nos ha metido la fatalidad histórica, nos consolamos,
pensando en que se acabará pronto, y en que como el Entre Ríos estaba muy rico, le hacía
falta conocer la pobreza.
La letra con sangre entra.
Es el principio del dolor fecundo.
Te hablo y te cuento estas cosas porque vienen a pelo. Y no tan a humo de paja, pues
más adelante verás que ellas se relacionan bastante, más de lo que parece, con los indios.
¿No hay quien sostiene que es mejor exterminarlos, en vez de cristianizarlos y utilizar
sus brazos para la industria, el trabajo y la defensa común, ya que tanto se grita de que
estamos amenazados por el exceso de inmigración espontánea?
Sigamos caminando...
Pasando los médanos de Ralicó, se llega a la aguada de Tremencó. Son dos lagunas, una
de agua dulce, la otra de agua salada. Ambas suelen secarse.
De Tremencó se pasa al Médano del Cuero.
De allí al Cuero mismo hay dos leguas.
Esta laguna tendrá unos cien metros de diámetro. Su agua es excelente, y durante las
mayores secas allí pueden abrevar su sed muchísimos animales, sin más trabajo que cavar
las vertientes del lado del sur.
En la Laguna del Cuero ha vivido mucho tiempo el famoso indio Blanco, azote de las
fronteras de Córdoba y San Luis, terror de los caminantes, de los arrieros y troperos.
Ya te contaré cómo lo eché yo del Cuero con unos cuantos gauchos, sin cuya
circunstancia me habría encontrado con él en sus antiguos dominios.
Este episodio tiene su interés social, y les hará conocer a muchos que no salen de los
barrios cultos de Buenos Aires, lo que es nuestra Patria amada, en la que hay de todo y para
todo; un negro que mate una familia entera por venganza y por amor, y un blanco que mate
un gobernador también por amor a la libertad, después de haber sostenido con su brazo viril
la tiranía.
Mientras tanto, te diré que los campos entre el Río Quinto y el Cuero son diferentes.
Ricos pastos, abundantes y variados; gramilla, porotillo, trébol, cuanto se quiera. Agua
inagotable, leña, montes inmensos.
Un estanciero entendido y laborioso allí haría fortuna en pocos años.
Pero del Cuero a Río Quinto hay treinta leguas.
Que le pongan cascabel al gato. De allí a los primeros toldos permanentes, hay otras
treinta leguas, y los indios andan siempre boleando por el Cuero.
Estoy esperando las mulas que se han quedado atrás, y reflexionando en la costa de la
laguna si el gran ferrocarril proyectado entre Buenos Aires y la Cordillera no sería mejor
traerlo por aquí.
No vayas a creer que los indios ignoran este pensamiento.
También ellos reciben y leen La Tribuna.
¿Te ríes, Santiago?
Tiempo al tiempo.
- XI ¿Quién había andado por Ralicó? Los rastreadores. Talento de uno del 12 de línea. Se
descubre quién había andado por Ralicó. Cuántos caminos salen del Cuero. El General
Emilio Mitre no pudo llegar allí. Su error estratégico.
Debo a la fidelidad del relato consignar un detalle antes de proseguir
En Ralicó hallamos un rastro casi fresco. ¿Quién podía haber andado por allí a esas
horas, con seis caballos, arreando cuatro, montando dos?
Solamente el cabo Guzmán y el indio Angelito, los chasquis, que yo adelanté acto
continuo de llegar a Coli-Mula.
Los soldados no tardaron en tener la seguridad de ello. Fijando en las pisadas un instante
su ojo experto, cuya penetración raya a veces en lo maravilloso, empezaron a decir con la
mayor naturalidad, cómo nosotros cuando yendo con otros reconocemos a la distancia
ciertos amigos: ché ahí va el gateado, ahí va el zarco, ahí va el obscuro chapino.
Los rastreadores más eximios son los sanjuaninos y los riojanos.
En el batallón 12 de línea hay uno de estos últimos, que fue rastreador del General
Arredondo durante la guerra del Chacho, tan hábil, que no sólo reconoce por la pisada si el
animal que la ha dejado es gordo o flaco, sino si es tuerto o no.
Era indudable que la tormenta había impedido que los chasquis continuaran su camino,
que habían dormido en Ralicó, y que sólo me llevaban un par de horas de ventaja.
Si no se apuraban, o si por apurarse demasiado fatigaban los caballos íbamos a llegar a
las tolderías del Rincón, que así se llaman las primeras: casi al mismo tiempo.
A cada criatura le ha dado Dios su instinto, su pensamiento, su acento, su alma, su
carácter, por fin. Confieso que este incidente me contrarió sobremanera.
O les daba tiempo a los chasquis para que su comisión surtiera efecto, deteniéndome un
día en el camino, o seguía mi viajé sin curarme de ellos, corriendo el riesgo de llegar
primero.
Es de advertir que del Cuero salen dos caminos.
Uno va por Lonco-uaca -lonco quiere decir cabeza y uaca vaca-, y otro por Bayo-manco,
que al ocuparme de la lengua ranquelina se verá lo que quiere decir.
Estos dos caminos se reúnen en Utatriquin, y de allí la rastrillada sigue sin bifurcarse
hasta la Laguna Verde.
El camino de Lonco-uaca da una pequeña vuelta. Pero tiene sobre el de Bayo-manco la
ventaja de que en él no falta jamás agua, mientras que en el otro no se halla sino cuando el
año no está de seca.
Por cuál de los dos caminos habían tomado los chasquis, esa era la cuestión,
Los bañados del Cuero no permitirían saberlo; los hallaríamos anegados.
Disimulando mi contrariedad y pensando en lo que haría si mis conjeturas se realizaban,
es decir, si no podíamos tomarles el rastro a los heraldos, llegué al Cuero.
Allí nos quedamos ayer esperando las mulas, Santiago amigo.
Te cumpliré, pues, cuanto antes mi oferta, para poder seguir viaje y llegar hoy siquiera a
Laquinhan, que es donde me propongo dormir.
Estamos a orillas del Cuero, del famoso Cuero, a donde no pudo llegar el General
Emilio Mitre, cuando su expedición, por ignorancia del terreno, costándole esto el desastre
sufrido. Y sin embargo, llegó a Chamalcó, y de allí contramarchó dejando el Cuero seis
leguas al norte.
Es verdad que el General buscaba también la Amarga en su marcha de retroceso,
creyendo en las anotaciones de las malas cartas geográficas que circulan con la Amarga
pintada como una gran laguna, siendo así que no es sino un inmenso cañadón.
Son los desagües del Río Quinto, ya sabes, y lo más parecido que puedo indicarte son
los desagües del Río Cuarto, o sean los cañadones de Lobay.
Como tú eres uno de los amigos de la República Argentina que más se interesan en ella,
que más se han preocupado de sus grandes problemas, estudiando la cuestión fronteras e
indios con una constancia envidiable, te diré en lo que consistió el error estratégico
principal del General Mitre.
El General llegó a Witalobo, lugar muy conocido donde he estado yo.
Son dos médanos que forman un portezuelo. Hay en ellos alfalfa, y de ahí vino la
denominación, que entonces le dieron, de médano de la alfalfa, creyendo haber hecho un
descubrimiento.
No puedo decirte con exactitud en qué latitud y longitud queda este punto.
Sin embargo, para que formes juicio más cabalmente, te diré que queda en la derecera
sur de la Carlota.
El Cuero queda de Witalobo al poniente con una inclinación al sur, de pocos grados.
En Witalobo hay una encrucijada de caminos -uno de travesía que va al Cuero,
raramente frecuentado por los indios- y otro conocido por camino de las Tres Lagunas, que
va a las tolderías de Trenel.
En lugar de tomar este último camino que rumbea al sur, el General tomó otro, y
abandonado a un mal baquiano y sin nociones gráficas ni ideales del terreno, no pudo
corregir sus equivocaciones.
En Chamalcó se notan aún los rastros, y vestigios dejados por la columna
expedicionaria.
La Laguna del Cuero está situada en un gran bajo. A pocas cuadras de allí el terreno se
dobla ex abrupto, y sobre médanos elevados comienzan los grandes bosques del desierto, o
lo que propiamente hablando se llama Tierra Adentro.
Los que han hecho la pintura de la Pampa, suponiéndola en toda su inmensidad una
vasta llanura, ¡en qué errores descriptivos han incurrido!
Poetas y hombres de ciencia, todos se han equivocado. El paisaje ideal de la Pampa, que
yo llamaría, para ser más exacto, pampas, en plural, y el paisaje real, son dos perspectivas
completamente distintas.
Vivimos en la ignorancia hasta de la fisonomía de nuestra Patria.
Poetas distinguidos, historiadores, han cantado al ombú y al cardo de la Pampa.
¿Qué ombúes hay en la Pampa, qué cardales hay en la Pampa?
¿Son acaso oriundos de América, de estas zonas?
¿Quién que haya vivido algún tiempo en el campo, hablando mejor, quién que haya
recorrido los campos con espíritu observador, no ha notado que el ombú indica siempre una
casa habitada, o una población que fue; que el cardo no se halla sino en ciertos lugares,
como que fue sembrado por los jesuitas, habiéndose propagado después?
Estos montes del Cuero se extienden por muchísimas leguas de norte a sur y de naciente
a poniente; llegan al río Chalileo, lo cruzan, y con estas interrupciones van a dar hasta el pie
de la cordillera de los Andes.
A la orilla de ellos vivía el indio Blanco, que no es ni cacique, ni capitanejo, sino lo que
los indios llaman un indio gaucho. Es decir, un indio sin ley ni sujeción a nadie, a ningún
cacique mayor, ni menos a ningún capitanejo; que campea por sus respetos; que es aliado
unas veces de los otros, otras enemigo; que unas veces anda a monte, que otras se arrima a
la toldería de un cacique: que unas anda por los campos maloqueando, invadiendo, meses
enteros seguidos otras por Chile comerciando, como ha sucedido últimamente.
Toda la fuerza de este indio, temido como ninguno en las fronteras de Córdoba y de San
Luis, y tan baquiano de ellas como de las demás, se componía en la época a que voy a
referirme, de unos ocho o diez, compañeros de averías.
Con ellos invadía generalmente, agregándose algunas veces a los grandes malones.
Como en aquel entonces los campos al sur del Río Quinto y el Río Cuarto eran una
misma cosa -dominio de los indios-, las invasiones se sucedían semanalmente, día de por
medio, y hasta diariamente.
El héroe de estas hazañas era, por lo común, el indio Blanco.
El camino del Río Cuarto a Achiras fue cien veces campo de sus robos y crueldades.
A mi llegada al Río Cuarto era imposible dejar de hablar del indio Blanco; porque, ¿a
dónde se iba que no oyera uno mentar los estragos de sus depredaciones?
¿Quién no lamentaba sus ganados robados, lloraba algún deudo muerto o cautivo?
El tal indio tenía un prestigio terrible.
Yo era, de consiguiente, su rival.
Me propuse, antes de avanzar la frontera, desalojarlo del Cuero, incomodarlo, alarmarlo,
robarlo, cualquier cosa por el estilo.
Pero no quería hacer esta campaña con soldados. La disciplina suele tener los
inconvenientes de sus ventajas.
Busqué un contrafuego acordándome de la máxima de los grandes capitanes: al enemigo
batirlo con sus mismas armas.
Le escribí a mi amigo D. Pastor Hernández, Comandante militar del Departamento del
Río Cuarto, hombre tan penetrante como laborioso y constante, que necesitaba conchabar
media docena de pícaros, siendo de advertir que prefería la destreza a la audacia, en una
palabra, ladrones.
Hernández no se hizo esperar. A los pocos días presentáronse seis conciudadanos de la
falda de la Sierra, con una carta, y encabezándolos uno, denominado el Cautivo.
Los fariseos que crucificaron a Cristo no podían tener una fachas de forajidos más
completas.
Sus vestidos eran andrajosos, sus caras torvas, todos encogidos y con la pata en el suelo;
necesitábase estar animado del sentimiento del bien público para resolverse a tratar con
ellos.
Entraron donde yo estaba.
Queriendo hacer un estudio social les ofrecí asiento. Me costó conseguir que lo
aceptaran; pero instando conseguí que se sentaran.
Lo hicieron poniendo cada cual su sombrero en el suelo al lado de la silla.
Agacharon todos la cabeza.
Inicié la conferencia con ciertas preguntas como: -¿Cómo te llamas, de dónde eres, en
qué trabajas, has sido soldado, cuántas muertes has hecho?
Y luego que la confianza se estableció, proseguí:
-Conque, ¿quieren ustedes conchabarse?
-Cómo úsia quiéra (contestó el Cautivo, con esa tonada cordobesa que consiste en un
pequeño secreto -como lo puede ver el curioso lector o lectora-: en cargar la pronunciación
sobre las letras acentuadas y prolongar lo más posible la vocal o primera sílaba).
En haciendo esto ya es uno cordobés. No hay más que ensayarlo.
-Ustedes son hombres gauchos, por supuesto.
-Cómo nó, séñor.
-¿Entienden de todo trabajo?
-De cuánto quiéra.
-¿Y cuánto ganan?
-A sígun úsia.
-¿Ganan más de ocho pesos mensuales?
-No, séñor.
-Pues yo les voy a pagar diez; les voy a dar comida, ropa y caballos.
-Como úsia guste.
-Sí, pero es que yo los conchabo para robar.
-Y cómo há de ser, pues.
-Iremos ánde nos mánde (dijeron varios a una).
-¡Hum! ¿Y se animarán?
-Y cómo nó, séñor úsia.
-Bueno; es para robarles a los indios.
¡Nadie contestó!
Y ahí está el país, la causa de la montonera y otras yerbas.
El Coronel los conchababa para robar; para robarle al lucero del alba que fuera. No
había inconveniente. Estaban prontos y resueltos a todo, a derramar su sangre, a jugar la
vida. Lo mismo había sido ofrecerles diez pesos y todo lo demás, que lo que ganaban
honradamente.
Obedecían a una predisposición, a una educación, a las seducciones del caudillaje
bárbaro y turbulento. Quizá se decían interiormente: Este sí que es un Coronel, ¡y lindo!
Mas se trató de los indios, de los mismos que no hacía muchos meses asolaban su propio
hogar, y las disposiciones cambiaron con la rapidez del relámpago.
¿Era miedo? ¿Qué era?
No, no era miedo.
Nuestra raza es valiente y resuelta; no es el temor de la muerte lo que contiene al gaucho
a veces.
Yo he visto a uno de ellos discurrir como un filósofo en el momento de llevarlo a fusilar.
Era un sargento: el sacerdote le instaba a confesarse, no quería hacerlo.
-¿Qué, no temes a la muerte?
-Padre -contestó con marcada expresión-, la muerte es un salto que uno da a oscuras sin
saber dónde va a caer.
Fue esto en Chascomús.
¿Y qué detenía entonces a los Voluntarios de la Pampa, que así se llamaron al fin; qué
los arredraba?
¡Ah! Es triste decirlo. ¡Pero es verdad, y hay que decirlo, para enseñanza de las jóvenes
generaciones en cuyas manos está el porvenir, las que nos salvarán a nosotros, aspirantes de
la intolerancia y del odio, enanos del patriotismo que recompensa bien, héroes del siglo de
oro!
Era la ausencia completa del sentimiento del deber, el horror de toda disciplina.
Ellos tenían bastante sagacidad para comprender que yendo a robarle a cualquiera, por
mi orden, yo me hacía su cómplice.
Yendo a robarles a los indios, el juego cambiaba de aspecto; tenían que ir como
soldados. Llegaron tal vez a imaginarse que era una jugada mía para reclutarlos.
Lo comprendí así.
Estuve dispuesto a despacharlos. Pero ya estaban allí.
Les hice entender que eran hombres libres; que podían conchabarse o no; que nadie les
obligaba; que podían retirarse si querían.
Se convencieron de que no había en el conchabo más riesgo que el de la vida, y se
arregló todo.
Les di buenos caballos, los vestí, les di carabinas de las que hicieron recortados y una
lata de caballería para llevar entre las caronas.
Y partieron...
Mis órdenes eran robarle al indio Blanco.
El Cautivo era baquiano del Cuero.
Lo que trabajasen sería para ellos.
Volvieron con algo. No se trabaja y se expone el cuero sin provecho, discurren los
menos calculadores.
Se repitió la excursión, tres veces más, hasta que el indio Blanco se alejó. El no podía
calcular, detrás de los Voluntarios de la Pampa, cuántos más iban.
Confieso que al mandar aquellos diablos a una carrería tan azarosa, me hice esta
reflexión: si los pescan o los matan poco se pierde.
Fue una de las causas que me hizo no recurrir a los pobres soldados.
Los Voluntarios de la Pampa acabaron por hacerme a mí un robo.
Los tomé y por todo castigo les dije, devolviéndoselos a Hernández:
-¿Qué les he de hacer? Ya sabía que eran ustedes ladrones.
No se juega mucho tiempo con fuego sin quemarse.
Han llegado las mulas.
Es cosa resuelta que hoy no duermo donde quería.
Llegaremos mañana.
- XII Por dónde habían ido los chasquis. Entrada a los montes. Derechos de piso y agua.
Recomendaciones. Despacho de algunas tropillas para el Río Quinto. Los montes.
Impresiones filosóficas. Utatriquin. El cuento del arriero.
Antes de ponerme en marcha resolví dejar las mulas atrás. Caminaban sumamente
despacio por lo mucho que había llovido y era un martirio para los franciscanos seguirlas al
tranco; el padre Moisés no es tan maturrango, pero el padre Marcos no hallaba postura
cómoda.
Contra mis cálculos, tomamos el rastro de los chasquis.
Habían seguido el camino de Lonco-uaca.
Mi lenguaraz, mestizo, chileno, hijo de cristiano y de india araucana, hombre muy
baquiano, de cuyas confidencias soy depositario no por él sino por otros, lo que me
permitirá contar sus aventuras amorosas de Tierra Adentro, creyó oportuno hacerme
algunas indicaciones.
Eran muy juiciosas y sensatas; y como entre ellas entrase la posibilidad de que los
chasquis se extraviaran en razón de que ni Guzmán ni Angelito conocían prácticamente el
camino que habían tomado, me pareció prudente hacer yo a mi turno mis recomendaciones.
Ibamos a entrar ya en los montes; a tener que marchar en dispersión, sin vernos unos a
los otros; por sendas tortuosas, que se borraban de improviso unas veces, que otras se
bifurcaban en cuatro, seis o más caminos, conduciendo todas a la espesura.
Era lo más fácil perder la verdadera rastrillada, y también muy probable que no
tardáramos en ser descubiertos por los indios.
Un tal Peñaloza suele ser el primero que se presenta a los indios o cristianos que pasean
por esas tierras, alegando ser suyas y tener derecho a exigir se le pague el piso y el agua.
No hay más remedio que pagar, porque el señor Peñaloza se guarda muy bien de salir a
sacar contribución alguna cuando los caminantes son más numerosos que los de su toldo o
van mejor armados.
Más adelante hay otros señores dueños de la tierra, del agua, de los árboles, de los
bichos del campo, de todo, en fin, lo que puede ser un pretexto para vivir a costillas del
prójimo.
Estos derechos inter territoriales se cobran en la forma más política y cumplida,
suplicando casi y demostrándoles a los contribuyentes ecuestres la pobreza en que se vive
por allí, lo escaso que anda el trabajo.
Si los expedientes pacíficos surten efecto, no hay novedad; si los transeúntes no se
enternecen, se recurre a las amenazas, y si éstas son inútiles, a la violencia.
Es ser bastante parlamentario, para vivir tan lejos de los centros de la civilización
moderna.
Recomendé a mi gente cómo habían de marchar; prohibí terminantemente que bajo
pretexto de componer la montura se quedará alguien atrás, advirtiendo que cada cuarto de
hora haría una parada de dos minutos para que pudiéramos ir lo más juntos posible; describí
la aguada de Chamalcó donde me demoraría un rato, lo bastante para mudar caballos, por si
alguien llegaba a ella extraviado; y a los franciscanos les supliqué me siguiesen de cerca, no
fuera el diablo a darme el mal rato de que se perdieran.
Finalmente hice notar que, hallándome ya en donde podía haber peligro cuando menos
lo esperábamos, quería, puesto que no estábamos bien armados, que todos y cada uno nos
condujéramos con moderación y astucia, con sangre fría sobre todo, que como ha dicho
muy bien Pelletan, es el valor que juzga.
Hecho esto, mandé que dos soldados, con dos tropillas que no me hacían falta, se
volviesen al Río Quinto, caminando despacio.
Escribí con lápiz, cuatro palabras para el General Arredondo y algunos subalternos
amigos de mis fronteras, avisándoles que había llegado con felicidad al Cuero, y entramos
en los montes.
Hermosos, seculares algarrobos, caldenes, chañares, espinillos, bajo cuya sombra
inaccesible a los rayos del sol crece frondosa y fresca la verdosa gramilla, constituyen estos
montes, que no tienen la belleza de los de Corrientes, del Chaco o Paraguay.
Las esbeltas palmeras, empinándose como fantasmas en la noche umbría: la vegetación
pujante renovándose siempre por la humedad; los naranjeros, que por doquier brindan su
dorada fruta; las enmarañadas enredaderas, vistiendo los árboles más encumbrados hasta la
cima y sus flores inmortales todo el año; fresco musgo tapizando los robustos troncos; el
liquen pegajoso, que con el rocío matinal brilla, como esmaltado de piedras preciosas; las
espadañas, que se columpian graciosas, agitando al viento sus blancos y sedosos penachos;
las flores del aire, que viven de las auras purísimas, embalsamando la atmósfera, cual
pebeteros de la riente natura; las aves pintadas de mil colores, cantando alegres a todas
horas; los abigarrados reptiles serpenteando en todas direcciones: los millones de insectos
que murmuran en incesante coro diurno y nocturno; el agua siempre abundante para
consuelo del sediento viajero, y tantas, y tantas otras cosas que revelan la eternal grandeza
de Dios, ¿dónde están aquí?, me preguntaba yo, soliloqueando por entre los carbonizados y
carcomidos algarrobos.
Y como siempre que bajo ciertas impresiones levantamos nuestro espíritu, la visión de la
Patria se presenta, pensé un instante en el porvenir de la República Argentina el día en que
la civilización, que vendrá con la libertad, con la paz, con la riqueza, invada aquellas
comarcas desiertas, destituidas de belleza, sin interés artístico, pero adecuadas a la cría de
ganados y a la agricultura.
Allí hay pastos abundantes, leña para toda la vida, y agua la que se quiera sin gran
trabajo, como que inagotables corrientes artesianas surcan las Pampas convidando a la
labor.
Cada médano es una gran esponja absorbente: cavando un poco en sus valles, el agua
mana con facilidad.
La mente de los hombres de Estado se precipita demasiado, a mi juicio, citando en su
anhelo de ligar los mares, el Atlántico con el Pacífico, quieren llevar el ferrocarril por el
Río Quinto.
La línea del Cuero es la que se debe seguir. Sus bosques ofrecen durmientes para los
rieles, cuantos se quieran; combustible para las voraces hornallas de la impetuosa
locomotora.
Son iguales a los de Yuca, cuya explotación ha hecho y sigue haciendo la empresa del
Gran Central Argentino.
Estos campos son mejores que aquéllos.
Y si un ferrocarril, a más de las ventajas del terreno, de la línea recta, de las necesidades
del presente y del porvenir, debe consultar la estrategia nacional, ¿qué trayecto mejor
calculado para conquistar el desierto que el que indico?
La impaciencia patriótica puede hacernos incurrir en grandes errores; el estudio paciente
hará que no caigamos en la equivocación.
No puedo hablar como un sabio: hablo como un hombre observador. Tengo la carta de
la República en la imaginación y me falta el teodolito y el compás.
Los peligros para el trabajo son más imaginarios que reales. Oportunamente podría
ocuparme de este tópico. Por el momento me atreveré a avanzar que yo con cien hombres
armados y organizados de cierta manera, respondería de la vida y del éxito de los
trabajadores.
Incito a meditar sobre este gran problema del comercio y de la civilización.
No he visto jamás en mis correrías por la India, por África, por Europa, por América,
nada más solitario que estos montes del Cuero.
Leguas y leguas de árboles secos, abrasados por la quemazón; de cenizas que envueltas
en la arena, se alzan al menor soplo de viento; cielo y tierra; he ahí el espectáculo.
Aquello entenebrecía el alma. Las cabalgaduras iban ya sedientas. Chamalcó estaba
cerca.
Llegamos.
El peligro estrecha, vincula, confunde, la unión es un instinto del hombre en las horas
solemnes de la vida.
Nadie se había quedado atrás. Según los cálculos del baquiano, Chamalcó tenía agua.
Esperamos un buen rato antes de dejar beber los animales.
Se reposaron y bebieron.
Nosotros hallamos un manantial al pie de un árbol magnífico de robustez y frondosidad.
Cambiamos caballos y seguimos, saliendo a un gran descampado.
Respiré con expansión.
El europeo ama la montaña, el argentino la llanura.
Esto caracteriza dos tendencias.
Desde las alturas físicas, se contemplan mejor las alturas morales.
Los pueblos más libres y felices del mundo son los que viven en los picos de la Tierra.
Ved la Suiza.
A poco andar volvimos a entrar en el monte. Aquí era más ralo. Podíamos galopar y era
menester hacerlo para llegar con luz a Utatriquin -otra aguada-, porque la noche sería sin
luna, salía recién a la madrugada.
Me apuré, cuando la arboleda lo permitía, y llegamos a la etapa apetecida.
Era la tarde, y la hora
En que el sol la cresta dora
De los Andes...
Esta aguada es un inmenso charco de agua revuelta y sucia, apenas potable para las
bestias.
En previsión de que no estuviera buena, habíamos llenado los chifles en Chamalcó.
Había marchado muy bien, ganando más terreno del que esperaba; no tenía por qué
apurarme ya.
Podía descansar un buen rato, lo que les haría mucho bien a los caballos y a mis
queridos franciscanos.
Mandé desensillar.
El padre Marcos me miró como diciendo: ¡Loado sea Dios!, que si en estos berenjenales
me mete también me ayuda.
Había un corral abandonado; cerca de él campamos.
Ordené que se redoblara la vigilancia de los caballerizos, entusiasmé a los asistentes,
con algunas palabras de cariño y un rato después ardió flamígero el atrayente fogón.
Comenzó la charla de unos con otros, sin distinción de personas.
Ya lo he dicho: el fogón es la tribuna democrática de nuestro ejército.
El fogón argentino no es como el fogón de otras naciones. Es un fogón especial.
Estábamos tomando mate de café, de postre; la noche había extendido hacía rato su
negro sudario.
Una voz murmuró, como para que yo oyera:
-Si contara algún cuento el Coronel.
Era mi asistente Calixto Oyarzábal, de quien ya hablé en una de mis anteriores; buen
muchacho; ocurrente y de esos que no hay más que darle el pie para que se tomen la mano.
¡Sí, sí! -dijeron los franciscanos al oírle, los oficiales y demás adláteres-, ¡qué cuente un
cuento al Coronel!
Me hice rogar y cedí.
Es costumbre que los hombres tomamos de las mujeres.
¿Y sabes, Santiago, qué cuento conté?
Uno de los tuyos.
El del arriero.
Vamos, ¡a qué te has olvidado!
Voy a contártelo a tres mil leguas.
El respetable público que asiste a este coloquio me dispensará.
-Fíjense bien -dije antes de empezar-, que este cuento es bueno tenerlo presente cuando
se viaja por entre montes tupidos.
Todos estrecharon la rueda del fogón, uno atizó el fuego, los ojos brillaron de curiosidad
y me miraron, como diciendo: ya somos puras orejas, empiece usted, pues.
Tomé la palabra y hablé así:
-Era éste un arriero, hombre que había corrido muchas tierras; que se había metido con
la montonera en tiempos de Quiroga y a quien perseguía la justicia.
Yendo un día por los Llanos de la Rioja, le salió una partida de cuatro. Quisieron
prenderlo, se resistió, quisieron tomarlo a viva fuerza, y se defendió. Mató a uno, hirió a
otro, e hizo disparar a tres.
En esos momentos se avistó otra partida: prevenida ésta por los derrotados, apuraron el
paso. El arriero huyó y se internó en un monte.
Montaba una mula zaina, medio bellaca. Corría por entre el monte, cuando se le fue la
cincha a las verijas.
Írsele y agacharse la bestia a corcovear, fue todo uno.
El arriero era gaucho y jinete.
Descomponiéndose y componiéndose sobre el recado, anduvo mucho rato, hasta que en
una de ésas, como tenía las mechas del pelo muy largas y porrudas se enganchó en el gajo
de un algarrobo.
La mula siguió bellaqueando, se le salió de entre las piernas y él quedose colgado.
Permaneció así como un judas, largo rato, esperando que alguien le ayudase a salir del
aprieto; pero en vano.
Llegó la noche.
Los que le seguían, aciertan a pasar por allí.
El arriero, con la rapidez del pensamiento, concibió una estratagema.
Dejó que la partida se aproximara, poniendo la cara lánguida, y cuando al resplandor de
la luna vinieron a verle, dijo con voz cavernosa:
¡Viva Quiroga!
La partida, al oír hablar un muerto, huyó, poseída de terror pánico, sujetando los pingos
quién sabe dónde.
El arriero se salvó así.
Pero aquella actitud no podía prolongarse demasiado.
Era incómoda.
Procuró salir de ella. Buscó su cuchillo; con los corcovos de la mula lo había perdido.
Era una verdadera fatalidad. No tenía con qué cortarse los cabellos, y como eran muy
largos, no alcanzaba con la mano a desasirlos del gajo en que estaban enredados.
Un hombre como él, acostumbrado a todas las fatigas, podía resistir el peso de su propio
cuerpo, si no había otro remedio, no digo un día, muchos días, teniendo qué comer. Es
claro. La necesidad tiene cara de hereje.
Pero no tenía nada. Todo se lo había llevado la mula en las alforjas. Felizmente, tenía un
pedazo de queso en los bolsillos, yesquero, tabaco y papel.
Agua era lo de menos para un arriero.
Se comió el pedazo de queso.
Sacó después su chuspa y armó un cigarro, luego sacó fuego y fumó.
Nadie pasaba por allí, a pesar de la voz que debieron esparcir los de la partida,
despertando la curiosidad popular.
El arriero fumaba, fumaba, y en lugar de otras cosas cuando tenía necesidad echaba
humo y humo.
Y así pasó muchos días, hasta que de hambre se comió la camisa y se murió de una
indigestión.
Y entré por un caminito y salí por otro.
No sé si al público le gustará este cuento: en el fogón fui aplaudido.
Yo soy porteño, del barrio San Juan y nadie es profeta en su tierra.
Por eso Sarmiento, siendo de San Juan, es Presidente, habiéndose cumplido con él una
de mis profecías del Paraguay.
Cuando llegaba al fin de mi cuento, serían las ocho.
Di mis órdenes, encerraron en el corral los caballos, se tomó y ensilló en un abrir y
cerrar de ojos, montamos, nos pusimos en camino y esa noche sucedieron cosas raras...
Basta de cuentos.
- XIII Martes es mal día. Trece es mal número. Los quatorzième. Marcha nocturna. Pensamientos.
Sueño ecuestre. Un latigazo. Historia de un soldado y de Antonio. Alto. Una visión y una
mulita.
Ayer fue martes; mal día para embarcarse, casarse, presentar solicitudes, pedir dinero a
réditos y suicidarse.
A más de ser martes, esta carta debía llevar, como lleva, el número trece, número de mal
agüero, misterioso, enigmático, simbólico, profético, fatídico, en una palabra, cabalístico.
Las cosas que son trece salen siempre malas. Entre trece suceden siempre desgracias.
Cuando trece comen juntos; a la corta o a la larga alguno de ellos es ahorcado, muere de
repente, desaparece sin saberse cómo, es robado, naufraga, se arruina, es herido en duelo.
Finalmente, lo más común es que entre trece haya siempre un traidor.
Es un hecho que viene sucediéndose sin jamás fallar desde la famosa cena aquella en
que Judas le dio el pérfido beso a Jesús.
Es por esa razón que en Francia, nación cultísima, hay una industria, que no tardará en
introducirse en Buenos Aires, donde todas las plagas de la civilización nos invaden día a
día con aterrante rapidez. El cólera, la fiebre amarilla y la epizootia le quitan ya a la antigua
y noble ciudad, el derecho de llamarse como siempre. Pestes de todo género y auras
purísimas; es una incongruencia.
Debiera quitarse nombre y apellido, como hacen los brasileros, en cuyos diarios suelen
leerse avisos así:
"De hoy en adelante, Juan Antonio Alves, Pintos, Bracamonte y Costa, se llamará
Miguel da Silva, da Fonseca e Toro. Tome buena nota el respetable público"
Es una excelente costumbre que prueba los adelantos del Imperio. Porque mediante ella,
los pillos hacen sus evoluciones sociales con más celeridad. En un país semejante, Luengo
no tendría más que poner un aviso para ser Moreira, persona muy decente.
La industria de que hablaba toma su nombre de los que la ejercen, llamados le
quatorzième
Le quatorzième, no puede ser cualquiera. Se requiere ser joven, no pasar de treinta y
cinco años, tener un porte simpático, maneras finas, vestir bien, hablar varios idiomas y
estar al cabo de todas las novedades de la época y del día.
Cuando alguien ha convidado a varios amigos a comer en su casa, en el restaurant o en
el hotel, y resulta que por falta de uno o más no hay reunidos sino trece y que se ha pasado
el cuarto de hora de gracia concedido a los inexactos, se recurre al quatorzième.
¡Cómo han de comer trece, exponiéndose a que bajo la influencia de malos
presentimientos, la digestión se haga con dificultad!
Se envía, pues, un lacayo en el acto, por el quatorzième. En todos los barrios hay uno,
así es que no tarda en llegar; es como el médico.
Entra y saluda, haciendo una genuflexión, que es contestada desdeñosamente, y acto
continuo se abre la puerta que cae al comedor, o no se abre, porque los convidados pueden
estar en él o por cualquier otra razón, y se oye: monsieur est servi!
Siéntanse los convidados. ¡Qué felicidad! ¡La sopa humea de caliente, no se ha enfriado!
La alegría reina en todos los semblantes. Han comenzado a sonar los platos, a chocarse las
copas. De repente óyese un grito del anfitrión:
-¡Ahí está al fin! Siéntese usted donde quiera, que los demás no vendrán ya.
Y Monsieur de la Tomassière (en un tipo de este apellido, Paul de Kock ha
personificado el tipo de esos amigos fastidiosos que siempre llegan tarde), se presenta y se
sienta, pidiendo disculpas a todos y protestando que es la primera vez que tal cosa le
sucede.
Mientras tanto, le quatorzième ha visto una seña del dueño de la casa, que en todas
partes del mundo quiere decir: retírese usted, y sin decir oste ni moste se ha eclipsado. Iba
quizá a probar la sopa, cuando Mr. de la Tomassière se presentó.
Al llegar a la puerta de la calle de donde vive, se halla con un necesitado que le espera.
En otro banquete le aguardan con impaciencia. Han buscado varios quatorzième, no hay
ninguno. Esa noche dan muchas comidas, hay muchos inexactos o un exceso de previsión y
la demanda de quatorzième es grande desde temprano.
El quatorzième marcha; llega, igual escena a la anterior. Tiene que desalojar su puesto
antes de haber probado un plato siquiera de cosa alguna.
Al volver a llegar a la puerta de su pobre mansión, otro necesitado. Le sigue con éxito
semejante al de los pasados convites.
Hay noches en que las idas y venidas del pobre quatorzième exceden toda ponderación.
Ha ganado bien su dinero, porque cada viaje se paga, pero ha pasado por el suplicio de
Tántalo.
La civilización de Buenos Aires debe pensar seriamente en esto. No soy un alarmista.
Pero sostengo que así como estamos amenazados de muchas pestes por falta de policía
municipal, hace muchos años que la educación se descuida inculcar en los niños esta idea:
uno de los mayores defectos sociales es hacer esperar,
Tan es así, que me acuerdo yo de un andaluz que vivió once años de huésped en casa de
una tía mía. Un día anunció que se iba a su tierra. ¡Ya era tiempo! Su despedida consistió
en esto:
Señora, usted no puede tener queja de mí, siempre he estado presente a la hora fija de
almorzar y comer.
Con lo cual se marchó, habiendo dicho no poco, que él que no ha esperado jamás gente a
comer, porque nunca ha dado comidas, habiéndose limitado a comerlas, no sabe lo que es
esperar a un huésped o a un convidado.
Indudablemente, debe haber una enfermedad que los médicos no conocen, proveniente
de la impaciencia de esperar gente a comer.
La ciencia no tardará en descubrirla y en agregarla a la nomenclatura patológica.
Creo haberte explicado suficientemente, Santiago amigo, que si esta decimotercia carta
no se publicó ayer, ha sido porque fue martes y porque su número es fatal.
Cuando me moví de Utatriquin,
The bright sun was extinguish'd and the stars
Did wander darkling, in the eternal space.
La noche estaba bastante obscura. El monte era muy espeso y en las sendas de la
rastrillada había muchos troncos de árbol y pequeños arbustos. Era sumamente incómodo
para el caballo y para el jinete. Teníamos que andar muy despacio. Nos dormíamos... De
vez en cuando una rama de algarrobo o de chañar azotaba la faz del caminante y le sacaba
de su sopor.
La lentitud del aire de la marcha hacía que mi comitiva no fuera en tanta dispersión
como otras ocasiones.
Yo iba mustio y callado, como la misma noche.
Pensaba en el instante inesperado que marca más tarde o más temprano en el cuadrante
de la vida, el pasaje de lo conocido a lo desconocido, de la triste realidad a un quién sabe
más triste aún; a un estado inconsciente al vacío, a la nada; pensaba en lo que serían mis
días hasta ese instante solemne en que extinguiéndose mi vista, mi voz, con el último soplo
de vida, me quede todavía aliento para reunir todas las fuerzas de mi espíritu y decirme a
mí mismo: ¡Me muero!
Y pensando en esto, me engolfé en otras reflexiones, y cuando la duda horrible y
desgarradora me asaltó, recordé a Hamlet:
... To die, - to sleep...
To sleep! perchance to dream.
Me quedé como soñando... Veía todos los objetos envueltos en una bruma finísima de
transparencia opaca; los árboles me parecían de inconmensurable altura, vi desfilar
confusas muchedumbres, ciudades tenebrosas, el cielo y la tierra eran una misma cosa, no
había espacio...
Un latigazo aplicado a mi rostro por el gaje de un espinillo, en cuyas espinas quedó
enganchado mi sombrero, obligándome a detenerme, me sacó del fantástico fantaseo en que
me sumía la somnolencia producida por la monotonía de la marcha.
Varios soldados me seguían de cerca conversando. Parece que hacía rato se contaban
por turno sus aventuras. El que hablaba cuando mi atención se fijó en el grupo, decía así:
-Pues, amigo, a mí me echaron a las tropas de línea sin razón.
- ¡Cuándo no! -le dije-, ya saliste con una de las tuyas. Nunca hay razón para castigarlos
a Uds.
-Sí, mi Coronel -repuso-, créame.
-¿Cómo fue eso?
-Yo tenía un amigo muy diablo a quien quería mucho, y a quien le contaba todo lo que
me pasaba.
Se llamaba Antonio.
Al mismo tiempo tenía amores con una muchacha de Renca, que me quería bastante,
cuyo padre era rico y se oponía a que la visitara.
Mi intención era buena.
Yo me habría casado con la Petrona, ése era su nombre.
Pero no basta que el hombre tenga buena intención si no tiene suerte, si es pobre.
Tanto y tanto nos apuraba el amor, que al fin resolvimos irnos para Mendoza, casarnos
allí y volver cuando Dios quisiera.
En eso andábamos, viéndonos de paso con mucha dificultad; porqué siempre nos
espiaban los padres y el juez, que era viudo y medio viejo, que quería casarse con la
Petrona, y cuya hija menor tenía tratos con Antonio, de quien era muy enemigo, siempre lo
amenazaba con que lo había de hacer veterano.
Un día arreglamos al fin, después de mucho trabajo, cómo habíamos de fugar.
Yo debía sacar a la Petrona de su casa en la noche.
Antonio me acompañaría para cuidar la ventana, que era por donde había de entrar. No
podíamos descuidarnos con el juez.
La ventana caía al cuarto del padre de Petrona, que era jugador, muy jugador, lo mismo
que Antonio. En ese tiempo había hecho una gran ganancia. A Antonio le había ganado
todas sus prendas y éste le andaba con ganas.
Petrona dejó apretada la ventana. Una tía la acompañaba y dormía junto con ella, en el
mismo cuarto. Doña Romualda, la madre, andaba por el puesto.
Esa noche era muy linda ocasión, porque el padre de Petrona estaba de tertulia.
Tempranito estuvo Antonio en ella y vino a avisarme que el hombre ganaba ya mucho,
diciéndome que si no nos apurábamos erraríamos el golpe.
Aunque la hora convenida con Petrona era cuando le diesen las cabritas, me resolví a ir
un poco más temprano.
Todo estaba pronto, caballos y con qué comprar algo por el camino. Yo tenía algunos
reales.
Salimos de casa con Antonio, llegamos a la ventana de Petrona, la empujamos despacito
y salté yo sin hacer ruido, dejándola abierta. Cuando estuve en el cuarto, oí roncar. Era el
padre de Petrona, que según los cálculos de Antonio, se había retirado de su tertulia antes
de la hora acostumbrada.
Antonio sintió los ronquidos y me dijo en voz baja: Vámonos, ché; hoy no se puede.
No quise obedecerle, y por toda contestación le dije: -¡Chit!
El cuarto estaba obscuro; tenía que caminar en puntas de pie, con mucho cuidado para
no hacer ruido, hasta acercarme a la cama de Petrona.
Ella me había sentido. Lo mismo que yo, contenía la respiración. Si se despertaba el
padre, teníamos mal pleito. Ella no se escapaba de una soba, yo de una puñalada, porque
era malísimo.
Me acercaba a la cama de Petrona sin sentir que detrás de mí había entrado Antonio.
Le había ya tomado la mano y ella iba a levantarse, cuando oímos ruido de plata y un
grito:
-¡Ah, pícaro!
Era la voz del padre de Petrona.
Antonio tuvo la tentación de robarle, él lo sintió y le agarró del poncho.
Yo no podía salir sino por donde había entrado; esconderme bajo la cama era peligroso.
El padre de Petrona gritaba con todas sus fuerzas: -¡Ladrones! ¡Ladrones!
La tía se levantó. Yo intenté escaparme. Pero no pude: delante de mí salía Antonio, me
obstruyó el paso, y el padre de Petrona me agarró.
Luché con él un rato inútilmente.
La hermana le ayudaba.
Petrona estaba medio muerta. El padre, furioso, porque ella también no venía en su
ayuda, encendiendo luz pronto. La amenazó con matarla si no lo hacía. Tuvo que hacerlo.
Para esto, Antonio se había ido con la plata.
Entre el padre de Petrona y la hermana, me amarraron bien.
A los gritos vinieron dos de la partida de policía, que estaba cerca de allí, y me llevaron
preso. Me pusieron en el cepo para que dijese dónde estaba la plata, y contesté siempre que
no sabía, que yo no la había robado.
Me preguntaron que si tenía cómplices, teniéndome siempre en el cepo, y contesté que
no.
-¿Y por qué no decías que Antonio era el ladrón?
-¿Y cómo lo había de descubrir a mi amigo? ¿Y cómo la había de perder a Petrona
cuando la quería tantísimo? Yo prefería pagar por ladrón a ser delator de mi amigo; yo
prefería pasar por ladrón y no que dijeran que Petrona era mi querida. Yo prefería ser
soldado a todo eso.
Además, como todas las mujeres son iguales, falsas como la plata boliviana, supe esos
días no más, antes que me echaran a las tropas de línea, que Petrona decía, para salvarse del
castigo de su padre, que algo andaba maliciando que yo era un pícaro que la había
solicitado a ella de mala fe, con sólo la intención de hacer el robo que había hecho.
Quién sabe si no hubiera sido eso, si no declaro al fin, atormentado por el cepo, que
Antonio era el ladrón; éste ya se había ido para la sierra de Córdoba, y ¡cuándo lo pescaban
siendo, como era, un muchacho tan diantre! Era mozo muy gaucho y alentado.
-¿Y, te acuerdas todavía de Petrona, Macario?
-¡Ay!, mi Coronel, si las mujeres cuanto más malas son, más tardamos en olvidarlas.
-¿Y nunca hubo nada con ella?
-Mi Coronel, Ud. sabe lo que son esas cosas de amor, cuando uno menos piensa...
-La ocasión hace al ladrón -dijo Juan Díaz, uno de mis baquianos, muy ocurrente.
En esos momentos el bosque se abría formando un hermoso descampado; la nítida y
blanca luna se levantaba, y las estrellas centelleaban trémulamente en la azulada esfera.
Detuve mi caballo, que no obedecía como un rato antes a la espuela, y dirigiéndome a
los franciscanos, que no se separaban de mí, les consulté si tenían ganas de descansar un
rato.
-Con mucho gusto -contestaron. Los buenos misioneros iban molidos; nada fatiga tanto
como una marcha de trasnochada.
El pasto estaba lindísimo, la noche templada, pararnos no les haría sino bien a los
animales.
Pasé la voz de que descansaríamos una hora.
Se manearon las madrinas de las tropillas, cesó el ruido de los cencerros, único que
interrumpía el silencio sepulcral de aquellas soledades, y nos echamos sobre la blanda
hierba.
Yo coloqué mi cabeza en una pequeña eminencia, poniendo encima un poncho doblado
a guisa de almohada, y me dormí profundamente.
Tuve un sueño y una visión envuelta en estas estrofas de Manzoni, a manera de
guirnalda o de aureola luminosa:
Tutto ei provó; la gloria
Maggior dopo il periglio,
La fuga, e la vittoria,
La reggia, e il triste esiglio.
Due volte nella polvere,
Due volte sugli altar.
Me creía un conquistador, un Napoleón chiquito.
De improviso sentí, como si la cabeza se me escapara; hice fuerzas con la cabeza,
endureciendo el pescuezo; la tierra se movía; yo no estaba del todo despierto, ni del todo
dormido. La cabecera seguía escapándoseme, creí que soñaba, fui a darme vuelta y un
objeto con cuatro patas, negro y peludo, corrió... Había hecho cabecera de una mulita.
Los héroes como yo tienen sus visiones así, sobre reptiles, y las páginas de nuestra
historia no pueden terminar sino poniendo al fin de cada capítulo, el terrible, lasciate ogni
speranza.
Dejemos dormir a mi gente un rato, mientras yo compongo mi cabecera.
- XIV Sueño fantástico. En marcha. Calixto Oyarzábal y sus cuentos. Cómo se busca de noche un
camino en la Pampa. Campamento. Los primeros toldos. Se avistan chinas. Algarrobo.
Indios.
Después que arreglé mi nueva cabecera, me volví a quedar dormido, hasta que Camilo,
el exacto y valiente Camilo se acercó a mí, y diciéndome al oído: -Mi coronel-, me
despertó.
Tenía en ese momento un sueño que era como la perspectiva confusa del pintado
caleidoscopio.
Estaba en dos puntos distantes al mismo tiempo, en el suelo y en el aire. Yo era yo, y a
la vez el soldado, el paisano ése, lleno de amor y abnegación, cuya triste aventura acababa
de ser relatada por sus propios labios, con el acento inimitable de la verdad. Yo me decía,
discurriendo como él: -¡Qué ingrata y qué mala fue Petrona! -y discurriendo como yo
mismo-: Byron, tan calumniado, tiene razón; en todo clima, el corazón de la mujer es tierra
fértil en afectos generosos; ellas, en cualquier circunstancia de la vida, saben, como la
Samaritana, prodigar el óleo y el vino-. De repente, yo era Antonio, el ladrón del padre de
Petrona, ora el juez celoso, ya el cabo Gómez, resucitado en Tierra Adentro. En el instante
mismo en que me desperté, el desorden, la perturbación, la incompatibilidad de las
imágenes del delirio, llegaban al colmo. Había vuelto a tomar el hilo del sueño anterior -no
sé si al lector le suele suceder esto-, y montado, no ya en la mulita que se me escapara de la
cabecera, sino en un enorme gliptodonte, que era yo mismo, y persistiendo mi espíritu en
alcanzar la visión de la gloria, cabalgando reptiles, discurría por esos campos de Dios,
murmurando:
Dall'Alpi alle Piramide
Dall'Mansanare al Reno,
........................................
Dall'uno all'altro mare.
Pronto estuvimos otra vez en camino con cabalgaduras frescas.
La noche tenía una majestad sombría; soplaba un vientecito del sur y hacía un poco de
frío. Medio entumecido como me había levantado de mi gramíneo lecho, temí dormirme
sobre el caballo, y era indispensable tener muchísimo cuidado, pues en cuanto salimos del
descampado y entramos de nuevo en el bosque, comenzaron a azotarnos sin piedad las
ramas de los árboles. La penumbra de la luna eclipsada a cada momento por nubes
cenicientas que corrían veloces por el vacío de los cielos, hacía muy difícil apreciar la
distancia de los objetos; así fue que más de una vez apartamos ramas imaginarias y más de
una vez recibimos latigazos formidables en el instante mismo en que más lejos del peligro
nos creíamos.
¿No sucede en el sendero de la vida -de la política, de la milicia, del comercio, del amor, lo mismo que cuando en nublada noche atravesamos las sendas de un monte tupido?
Cuando creemos llegar a la cumbre de la montaña con la piedra nos derrumbamos a
medio camino. Nos creemos al borde de la playa apetecida y nos envuelve la vorágine
irritada. Esperamos ansiosos la tierna y amorosa confidencia y nos llega en perfumado y
pérfido billete un ¡olvidadme! Ofrecemos una puñalada, y somos capaces de humillarnos a
la primera mirada compasiva.
¡Cuán cierto es que el hombre no alcanza a ver más allá de su nariz!
Llamé, para no dormirme, a Francisco, mi lenguaraz, y de pregunta en pregunta, llegué a
asegurarme de que no tardaríamos muchas horas en hallarnos entre las primeras tolderías.
Díjome que poco antes de llegar a donde íbamos a parar se apartaban varios caminos,
que debíamos ir con mucho cuidado para no tomar uno por otro; que él era baquiano, pero
que podía perderse, haciendo mucho tiempo que no había andado por allí:
-Pues entonces no conversemos; no vayas a distraerte con la conversación y nos
extraviemos -le contesté.
Y esto diciendo, sujeté de golpe el caballo, esperé a que toda la comitiva estuviese junta,
y previne que de un momento a otro íbamos a llegar a donde se apartaban varios caminos,
no tardando en encontrarnos entre las primeras tolderías; que tuvieran cuidado, que quien
primero notara otros caminos o toldos, avisara.
Marchamos un rato en silencio, oíase de cuando en cuando el relincho, de los caballos, y
constantemente el cencerro de las madrinas.
De repente oyose una carcajada.
Era Calixto, mi jocoso asistente, el revolucionario de marras, que, según su costumbre,
iba contando cuentos y que acababa de echarles a los compañeros una mentira de a folio.
-¿Qué hay? -pregunté.
-Nada, mi Coronel -contestó Juan Díaz-; es Calixto, que nos quiere hacer comulgar con
ruedas de carreta.
El muy mentiroso acababa de jurar, por todos los santos del cielo, que una mujer de la
Sierra había parido un fenómeno macho -así dijo él-, con dos cabezas.
Hasta aquí el hecho no tenía nada de inverosímil. Lo gordo era que Calixto agregaba que
el muchacho -por no decir los muchachos tenía los más extraños caprichos; que con una
boca bebía leche de vaca y con la otra de cabra; que con una decía sí y con otra no; que con
una lloraba y con la otra cantaba, armando mediante ese dualismo unas disputas y camorras
infernales, que eran muy entretenidas.
-Eres un gran embustero -le dije.
-Mi Coronel -contestó-, embustera será la gaceta en que yo lo he leído.
-¿Y en qué gaceta has leído eso?
-En un pedazo de gaceta en que me envolvieron días pasados una libra de azúcar que me
vendió D. Pedro en el fuerte Sarmiento. Allí lo leímos en la cuadra del 7 de caballería; el
amigo Carmen se ha de acordar.
Y Carmen, otro de mis asistentes, dio testimonio del hecho, corrigiendo solamente
algunos detalles.
- A lo cual Calixto observó:
-Bueno, yo me habré olvidado de algo; pero lo más es verdad, es verdad.
-¿Cómo, que eso ha sucedido en la Sierra, que es donde se consuman todas las
maravillas para un cordobés?
De eso no me acuerdo bien.
-Padre Marcos, cuando lleguemos a Leubucó, confiéseme ese mentiroso.
-Con mucho gusto -contestó el buen franciscano, siempre dulce, atento y amable en su
trato.
Y cuando aquí llegábamos, una voz gritó:
-¡Acá va el camino!
Me detuve, y conmigo todos los que me seguían de cerca; los demás fueron llegando
uno tras otro.
-Debemos estar por llegar -dijo Mora-; voy a ver, mi Coronel.
Esperé un rato.
Volvió diciendo que estaba muy obscuro, que no podía reconocer la rastrillada más
traqueada, que era la que debíamos tomar.
En efecto, un nubarrón pardusco eclipsaba totalmente la luna menguante y las estrellas
apenas despedían su vacilante luz por entre la tenue bruma que se levantaba en toda la
redondez del horizonte.
Habíamos llegado a otro gran descampado, cuyos límites no se columbraban por la
obscuridad.
Ordené que cortaran paja.
Rápidos y ágiles se desmontaron los asistentes y obedecieron.
En un verbo tuvimos hermosas antorchas, y buscando al resplandor de ellas el camino
que debíamos seguir, no tardamos en hallarlo.
Iba por él el rastro de Angelito y del cabo Guzmán.
-Han pasado no hace mucho rato -afirmaron los rastreadores- y van con los caballos
aplastados y sólo con el montado.
-Angelito va en el picazo -dijo uno.
-Che, y el cabo Guzmán -agregó otro- en el moro clinudo.
Tomamos el camino.
Debíamos estar a una legua. Los primeros toldos no se veían por la lobreguez de la
noche.
Llegamos... Era un charco de agua entre dos medanitos. Campamos... Mandé asegurar
bien las tropillas y me acosté, no exclamando como el poeta:
Whithout a hope in life.
Al contrario, esperanzado en el favor de Dios que hasta allí me había llevado con
felicidad.
Era singular que los indios no nos hubieran sentido todavía; ellos, que son tan
andariegos, que se acuestan tan temprano y se levantan con estrellas.
La luz crepuscular anunciaba la proximidad de un nuevo día.
Durmamos...
¡Es fácil conciliar el sueño cuando la civilización no nos incomoda, no nos irrita con sus
inacabables inconvenientes, cuando no tiene uno más que echarse, cuando no hay ni el
temor de desvelarse, quitándose la ropa, o pensando en lo que la justicia y la generosidad
humanas acaban de hacernos o se proponen hacernos!
Lo confieso, en nombre de las cosas más santas. Yo no he dormido jamás mejor ni más
tranquilamente que en las arenas de la Pampa, sobre mi recado.
Mi lecho, el lecho blando y mullido del hombre civilizado, me parece ahora, comparado
con aquél, un lecho de Procusto.
Viviendo entre salvajes he comprendido por qué ha sido siempre más fácil pasar de la
civilización a la barbarie que de la barbarie a la civilización.
Somos muy orgullosos. Y sin embargo, es más fácil hacer de Orión o de Carlos Keen un
cacique, que de Calfucurá o de Mariano Rosas un Orión o un Carlos Keen.
¿Hay quien lo ponga en duda?
Me desperté al ruido de los soldados que señalaban toldos acá y acullá.
La curiosidad me puso de pie en un abrir y cerrar de ojos.
Los franciscanos y los oficiales hicieron lo mismo.
Ya no se pensó en dormir, sino en las novedades que sin duda, ocurrirían.
El toldo más próximo estaría distante de nosotros unos mil metros.
Divisábamos algo colorado.
Los soldados, con ese ojo de águila que tienen, tan bueno como el mejor anteojo, decían
si eran indios o chinas, los contaban y se reían a carcajadas.
Estaban en sus coloquios cuando uno de ellos dijo:
-De aquel toldo salen tres chinas enancadas... y vienen para acá.
En efecto, no tardamos en verlas llegar, como deteniéndose a cien metros de nuestro
volante campamento.
Mandé que el lenguaraz les hablara; díjoles que era yo, el Coronel Mansilla, que iba de
paces, que se acercaran.
Las chinas castigaron el flaco mancarrón que montaban enhorquetadas como hombres,
medio acurrucadas, y vinieron hacia mí.
Me acerqué a ellas.
Las tres eran jóvenes, dos bien parecidas, una así así.
Vestían su traje habitual, que después tendré ocasión de describir, y cada una de ellas
traía una sandía. Era un regalo, por si teníamos sed. El agua de la lagunita era impotable,
ellas lo sabían.
Acepté el obsequio y les di doce reales bolivianos, azúcar, yerba, tabaco, papel, todo
cuanto pudimos: llevábamos bien poca cosa, habiendo quedado los cargueros atrás.
Les pregunté por sus maridos: y contestaron que hacía días andaban boleando.
Que cómo no habían tenido recelo de acercarse, y contestaron que hacía poco acababan
de saber por Angelito que iba llegando a su tierra un cristiano muy bueno; que qué miedo
habían de tener, siendo además mujeres.
¡Estas mujeres, señor, en todas partes se creen seguras!, y mientras tanto, ¡en dónde no
corren riesgo!
No he visto nada más confiado que las tales mujeres (para ciertas cosas, por supuesto).
Era indudable que ya nos habían sentido los indios.
Mandé ensillar, para llegar a la Verde y esperar un rato allí, donde hallaríamos buen
pasto y excelente agua.
Mi lenguaraz se fue con las chinas al toldo, se cercioró de que no había indios en él y
volvió con una ponchada de algarrobo.
Es un entretenimiento muy agradable ir a caballo masticando chupando esa fruta.
Así fue que en tanto caminábamos funcionaban las mandíbulas.
Ya no íbamos por entre montes, quedando éstos al naciente, al Poniente y al frente en
lejanía.
Habíamos llegado a un campo que quebrándose en médanos bastante escarpados,
semejaba el paisaje a las soledades del desierto de Arabia.
La vegetación era escasa y pobre. El guadal profundo. Los caballos caminaban con
dificultad.
La mañana estaba lindísima.
Veíamos toldos en todas direcciones, lejos; pero indios, jinetes, ninguno.
Y era lo que más deseaban todos.
-Ver indios, indios, eso es lo que quisiera -decían los franciscanos; y yo les replicaba: -
Tengan paciencia, padres, que quién sabe si no es para un susto.
De médano en médano, de ilusión en ilusión, de esperanza en esperanza, llegamos a la
Verde.
Serían las diez de la mañana.
Es una laguna como de trescientos metros de diámetro, profunda, adornada de árboles y
escondida en la hoya de un médano que tendrá setenta pies de elevación.
Mandé desensillar y mudar caballos.
Yo, aunque sea esto un detalle que no le interesa mucho al lector, me desnudé y echéme
al agua.
Quería inspirar confianza a los que me seguían, y más que a éstos, a los indios si me
descubrían en aquel lugar.
Ya debían estar prevenidos. Y aquí me detengo hoy. Mañana te contaré los percances
del resto del día, en que los franciscanos queridos no ganaron para sustos.
- XV La laguna Verde. Sorpresa. Inspiraciones del gaucho. Encuentros. Grupos de indios. Sus
caballos y sus trajes. Bustos. Amenazas. Resolución.
Después que me bañé, que comieron, descansaron y se refrescaron las cabalgaduras en
las profundas aguas de La Verde, mandé ensillar, y continuó la marcha.
Estábamos tan cerca ya de Leubucó, que era en verdad sorprendente no se hiciera ver
ningún indio.
Angelito y el cabo Guzmán debían estar a esas horas descansando en el toldo de cacique
Mariano Rosas, y éste prevenido de que yo llegada de un momento a otro.
Íbamos con mi lenguaraz haciendo conjeturas y atravesando siempre un terreno
guadaloso, sumamente pesado, tanto que los caballos no resistían al trote, cuando al coronar
los últimos pliegues de la sucesión de médanos que forman el gran médano de La Verde,
divisamos, viniendo al galope, a un indio armado de lanza.
Mi lenguaraz se alarmó...; lo conocí en cierta expresión de sorpresa que vagó por su
cara.
-¿Qué hay -le dije- que te llama así la atención?
-Señor -repuso-, los indios no tienen costumbre de andar armados en Tierra Adentro.
-¿Y qué será?
Se encogió de hombros, vaciló un instante y por fin contestó:
-Deben estar asustados.
-Pero, ¿asustados de qué, cuando le he escrito a Mariano, y tú mismo le has traducido y
explicado bien a Angelito mi mensaje para Ramón, para él y Baigorrita?
-¡Ah! señor, los indios son muy desconfiados.
El indio avanzaba hacia nosotros, haciendo molinetes con su larga lanza, adornada de un
gran penacho encarnado de plumas de flamenco.
Tuve la intención de detenerme. Pero en la disyuntiva de que el indio creyera que lo
hacía por recelo de él, y aumentar sus sospechas, si venía a reconocerme, preferí lo último,
aun exponiéndome a que por no dejarlo acercarse bastante, no me reconociera bien.
Entre asustarse y asustar, la elección no es nunca dudosa. Un gran capitán ha dicho que
una batalla son dos ejércitos que se encuentran y quieren meterse miedo. En efecto, las
batallas se ganan, no por el número de los que mueren gloriosamente, luchando como
bravos, sino por el número de los que huyen o pierden, toda iniciativa, aterrorizados por el
estruendo del cañón, por el silbido de las balas, por el choque de las relucientes armas y el
espectáculo imponente de la sangre, de los heridos y de los cadáveres.
El indio sujetó su caballo, y con la destreza de un acróbata se puso, de pie sobre él,
sirviéndole de apoyo la lanza.
Venía del Sur. Ese era mi rumbo. Seguía avanzando, aunque acortando algo el paso.
El indio continuó inmóvil,
Estaríamos como a tiro de fusil de él, cuando cayendo a plomo sobre el lomo de su
caballo, partió a toda rienda en mi dirección, pero visiblemente con el intento de que no nos
encontráramos.
Hay aptitudes que no pueden explicarse; sólo la práctica da el conocimiento de ellas: es
una especie de adivinación.
Nuestros paisanos tienen a este respecto inspiraciones que pasman.
A mí me ha sucedido ir por los campos, y decirme Camilo Arias: allí debe hacer
animales alzados y han de ser baguales, por el modo como corre ese venado, y en efecto, no
tardar muchos minutos en descubrir los ariscos animales, flotando al viento sus largas
crines y corriendo impetuosos. ¡Qué hermoso es un potro visto así en los campos!
Destaqué mi lenguaraz sobre el indio, sin detenerme, con la orden de que lo hiciera venir
a mí.
Como ni el indio ni yo nos detuviésemos, llegamos a encontrarnos a la misma altura,
pero en distintas direcciones. Hubiérase dicho que nos habíamos pasado la palabra, al
vernos hacer alto simultáneamente.
Mi lenguaraz se puso al habla con el indio. Habló un momento con él, y volvió
diciéndome que quería reconocerme.
Piqué mi caballo, y ordenándole a mi gente que nadie me siguiese, partí a media rienda
sobre el indio, que me esperaba con el caballo recogido y la lanza enristrada. A los veinte
pasos de él, sujeté, diciéndole: ¡Buenos días, amigo!, ¡Buenos días!, contestó. Cambiamos
algunas palabras más, por medio del lenguaraz, tendientes todas a tranquilizarlo, y él dio
vuelta rumbeando al sur a todo escape, y yo, reuniéndome con mi gente, seguí ganando
terreno paso a paso.
Mora, mi lenguaraz, parecía de mal talante, y, en efecto, lo estaba, pues habiéndole
interrogado, me manifestó las más serias inquietudes.
Hablábamos de las leguas que todavía teníamos que hacer para llegar a Leubucó,
discurriendo sobre si seguiríamos por el camino de Garrilobo, que pasa por los toldos del
cacique Ramón, o por el de la derecha, que pasa por la lagunita de Calcumulculeu que
debíamos encontrar por momentos, cuando avistamos dos indios ocultos en un pliegue del
terreno.
No podía saber si alguno de ellos era el mismo con quien acababa de hablar.
Le consulté a Mora.
Fijó su vista, observó un instante, y contestó con aplomo:
-Son otros, el pelo del caballo del primero era gateado.
Los dos indios avanzaron sobre mí resueltamente.
Como el anterior, venían armados.
No tardamos en estar muy cerca.
Estos no trataban, como el primero, de buscarme el flanco.
-¡Vienen a toparnos! -decía Mora- ¡vienen a toparnos! Y vienen en buenos pingos.
-Pues vamos a toparlos, vamos a toparlos -agregaba yo, y esto diciendo, castigué con
fuerza el caballo y ordenándole a mi gente que no apuraran el paso, me lancé a escape.
Con la rapidez del relámpago nos hubiéramos topado, si unos y otros no hubiéramos
sujetado a unos cincuenta pasos, avanzando después poco a poco, hasta quedar casi a tiro
de lanzada.
-Buenos días, amigos, ¿cómo les va? -les dije.
-Buenos días, ché amigo -contestaron ellos.
Y como estuvieran con las lanzas enristradas le observé a mi lenguaraz se los hiciera
notar, diciéndoles quién era yo, que iba de paces, y que no traía más gente que la se veía allí
cerca.
Los indios recogieron las lanzas a la primera indicación de Mora, y cuando éste acabó
de hablarles, llamando especialmente su atención sobre que yo no llevaba armas, me
insinuaron con un ademán el deseo de darme la mano.
No vacilé un punto; piqué el caballo, me acerqué a ellos y nos dimos la mano con
verdadera cordialidad.
Les ofrecí cigarros, que aceptaron con marcada satisfacción, y quedándome solo con
ellos, hice que Mora fuese donde estaba mi gente, en busca de un chifle de aguardiente.
Mientras fue y volvió, nos hicimos algunas preguntas sin importancia, porque ni ellos
entendían bien el castellano, ni yo podía hacerme entender en lengua araucana.
Sin embargo, saqué en limpio que el cacique principal, Mariano Rosas, con otros
caciques y muchos capitanejos estaban entregados a Baco; el padre Burela había llegado el
día antes de Mendoza, con un gran cargamento de bebidas.
Volvió Mora, tomaron mis interlocutores unos buenos tragos, y despidiéndose
alegremente, siguieron ellos su camino, que era la dirección de las tolderías de Ramón, y yo
el mío.
Mora seguía cabizbajo, a pesar del aire franco de los dos indios. No las tenía todas
consigo ¡Quién sabe qué va a suceder!, decía a cada paso, y luego murmuraba: ¡son tan
desconfiados estos indios!
De cálculo en cálculo, de sospecha en sospecha, de esperanza en esperanza, mi caravana
se movía pesadamente, envuelta en una inmensa nube de polvo.
Mora decía: Los indios van a creer que somos muchos.
Yo seguía tranquilo; un secreto presentimiento me decía que no había
Hay situaciones en que la tranquilidad no puede ser el resultado de la reflexión. Debe
nacer del alma.
El campo se quebraba otra vez en médanos vestidos de pequeños arbustos, espinillos,
algarrobos y chañares.
Nos aproximábamos a una ceja de monte.
Todos, todos los que me acompañaban, paseaban la vista con avidez por el horizonte,
procurando descubrir algo.
Marchábamos en alas de la impaciencia, subiendo a la cumbre de los médanos,
descendiendo a sus bajíos guadalosos, esquivando los arbustos espinosos, bajo los rayos del
sol, que estaba en el cenit, alargándose la distancia cada vez más, por ciertas
equivocaciones de Mora, cuando casi al mismo tiempo, varias voces exclamaron: ¡Indios!
¡Indios!
Con efecto, fijando la vista al frente y estando prevenida la imaginación, descubrí varios
pelotones de indios armados.
-Parémonos, señor -me dijo Mora.
-No, sigamos -repuse-, pueden creer que tenemos miedo, o desconfiar. Adelantémonos,
más bien.
Dejé mi comitiva atrás, aunque mi caballo iba bastante fatigado, y apartándome del
camino, que ya habíamos encontrado, y poniéndome al galope, me dirigí al grupo más
numeroso de indios.
Tendiendo la vista en ese momento a mi alrededor, vi que me hallaba circulado de
enemigos o de curiosos. Poco iba a tardar en saber lo que eran.
Vinieron a decirme que estábamos rodeados.
-Que avancen al tranco -contesté, y seguí al galope.
Rápidos como una exhalación, varios pelotones de indios estuvieron encima de mí.
Es indescriptible el asombro que se pintaba en sus fisonomías.
Montaban todos caballos gordos y buenos. Vestían trajes los más caprichosos, los unos
tenían sombrero, los otros la cabeza atada con un pañuelo limpio o sucio. Estos, vinchas de
tejido pampa, aquéllos, ponchos, algunos, apenas se cubrían como nuestro primer padre
Adán, con una jerga; muchos estaban ebrios; la mayor parte tenían la cara pintada de
colorado, los pómulos y el labio inferior, todos hablaban al mismo tiempo, resonando la
palabra: ¡winca! ¡winca! es decir: ¡cristiano! ¡cristiano! y tal cual desvergüenza, dicha en el
mejor castellano del mundo.
Yo fingía no entender nada.
-¡Buen día, amigo!
-Buen día, hermano -era toda mi elocuencia, mientras mi lenguaraz apuraba la suya,
explicando quién era yo, y el objeto de mi viaje.
Hubo un momento en que los indios me habían estrechado tan de cerca, mirándome
como un objeto raro, que no podía mover mi caballo. Algunos me agarraban la manga del
chaquetón que vestía, y como quien reconoce por primera vez una cosa nunca vista, decían:
¡Ese Coronel Mansilla, ese Coronel Mansilla!
-Sí, sí -contestaba yo, y repartía cigarros a diestro y siniestro, y hacía circular el chifle de
aguardiente.
Notando que mi comitiva, siguiendo el camino, se alejaba demasiado de mí, resolví
terminar aquella escena. Se lo dije a Mora, habló éste, y abriéndome calle los indios,
marchamos todos juntos al galope, a incorporarnos a mi gente.
Pronto formamos un solo grupo, y confundidos, indios y cristianos, nos acercábamos a
un medanito, al pie del cual hay un pequeño bosque. Llámase Aillancó.
Mis oficiales y soldados no sabían qué hacerse con los indios; dábanles Cigarros, yerba
y tragos de aguardiente.
Achúcar -Pedían ellos. Pero el azúcar se había acabado, la reserva venía en las cargas, y
no había cómo complacerlos.
Nuevos grupos de indios llegaban unos tras otros.
Con cada uno de ellos tenía lugar una escena análoga a la que dejo descrita, siendo
remarcable las buenas disposiciones que denotaban todos los indios, y la mala voluntad de
los cristianos cautivos o refugiados entre ellos. La afabilidad, por decirlo así, de los unos,
contrastaba singularmente con la desvergüenza de los otros. Cuando ésa subió de punto,
hablé fuerte, insulté groseramente, a mi vez, y así conseguí imponerles respeto a aquellos
desgraciados o pillos, a quienes, viéndonos casi desarmados, se les iba haciendo el campo
orégano.
Llegamos a Aillancó, y como allí hay una lagunita de agua excelente, hice alto, eché pie
a tierra y mandé mudar caballos.
Mudando estábamos, cuando llegó un grupo de veintiséis indios, encabezados por un
hombre blanco, en mangas de camisa, de larga melena, atada con una vincha; de aspecto
varonil, un tanto antipático, montando un magnífico caballo overo negro, perfectamente
ensillado, con ricos estribos de plata y chapeado, que haciendo sonar unas grandes espuelas,
también de Plata, y blandiendo una larguísima lanza, y dirigiéndose a mí y sofrenando de
golpe el caballo, me dijo: Yo soy Bustos.
-Me alegro de saberlo -le contesté con disimulada arrogancia.
-Soy cuñado del cacique Ramón -añadió, cruzando la pierna derecha sobre el pescuezo
de su caballo.
-Soy el Coronel Mansilla -repuse, imitando su postura, y añadiendo: -¿Cómo está el
cacique Ramón?
Contestome que estaba bueno, que mandaba saludarme con todos mis jefes y oficiales, y
a saber por qué razón habiendo llegado a sus tierras, pasaba de largo por ellas.
Le dije agradeciéndole el saludo: que no pasaba de largo por sus tierras, callado la boca;
que el día antes había adelantado al indio Angelito y al cabo Guzmán con un mensaje.
Me dijo que precisamente de ahí nacía la sorpresa de Ramón, que ellos habían dicho que
antes de llegar a las tolderías del cacique Mariano, yo pasaría por las de Ramón.
Seguimos cambiando palabras sobre este tópico, y no tardé en apercibirme de que el
cacique Ramón hacía una mistificación ex profeso del mensaje que recibiera.
Ni el indio Angelito ni el cabo Guzmán podían haberse equivocado. Era sumamente
difícil. Yo me aseguré antes de despacharlos de Coli-Mula, de que me habían entendido
perfectamente bien.
Por otra parte, mi carta al cacique Mariano era terminante, y las tolderías de éste no
distan tanto de las de Ramón, como para que no hubiera tenido tiempo de prevenirlo,
Mi diálogo con el caballero Bustos, se prolongó bastante, porque él hablaba castellano lo
mismo que yo.
Me avisaron que los caballos estaban prontos, preguntándome si quería mudar el mío.
Contesté que sí, que me tomaran otro; y ofreciéndole a Bustos un cigarro, eché pie a
tierra, y convidándole a hacer lo mismo, le dije que pensaba llegar en un rato al toldo de
Mariano Rosas.
Mientras me mudaban el caballo, hice extender un poncho bajo un árbol, y sentados en
él nos pusimos a platicar como dos viejos conocidos.
Me trajeron el caballo, y cuando ponía el pie en el estribo despidiéndome de Bustos, a
quien conocí le había caído en gracia, llegaron simultáneamente por dos rumbos distintos
dos grupos de indios.
El uno venía de los toldos de Ramón, y el otro de los toldos de Mariano.
El de Mariano lo encabezaba un capitanejo, hombre de malas pulgas, como se verá
después.
El otro, un indio cualquiera.
Mariano mandaba saludarme; Ramón a decirme que ya salía a encontrarme.
Despedí al primero con mis agradecimientos, y me dispuse a esperar a Ramón.
Esperándolo estaba, conversando con Bustos, mi comitiva charlaba y se entretenía con
los demás indios y con unas chinas que acababan de llegar enancadas de a tres, cuando
fuimos acometidos por unos cuantos indios, que, lanza en ristre, y viniendo hacia mí
gritaban: ¡winca! ¡winca! ¡matando! ¡matando, winca!
Eché una mirada a mi alrededor, y vi que mi gente estaba resuelta a todo, y con
disimulada irritación, le dije a Bustos: ¿Pensarán éstos hacer alguna barbaridad?
Los bárbaros estaban ya encima. Habloles Bustos y mi lenguaraz en su lengua, y
echándose sobre ellos las chinas, sin temor de ser pisoteadas por los caballos, y asiéndose
vigorosamente de sus lanzas se las arrancaron de las manos. Los indios bramaban de coraje.
Felizmente, el incidente no pasó de ahí.
Los augurios y temores de mi lenguaraz amenazaban confirmarse. Pero ya estábamos en
las astas del toro, y no era cosa de retroceder.
Volvió el embajador del cacique Ramón.
¿Con qué embajada? Mañana lo sabrás.
- XVI El embajador del cacique Ramón y Bustos. Desconfianzas del cacique. Quién era Bustos.
Caniupán. Otra vez el embajador de Ramón y Bustos. Un bofetón a tiempo. Mari purrá
wentrú. Recepción. Retrato de Ramón. Exigencia de Caniupán. ¡Lo mando al diablo!
Conformidad.
Regresó el embajador de Ramón.
En lugar de dirigirse a mí, se dirigió a Bustos.
¿Qué le dijo? Ni lo supe, ni lo sé. Mi lenguaraz no tenía suficiente libertad para hablar
conmigo, porque, a más de pertenecer a las tolderías de Ramón, cuyo cuñado estaba allí, a
mi lado, rodeábanos muy de cerca muchísimos indios, que atentos y curiosos, no apartaban
sus miradas de mí, como queriendo penetrar mis pensamientos.
Lo que no podía ocultárseme era que Bustos y el embajador no estaban acordes. El
primero se expresaba con verbosidad, con calor y perceptible descontento.
Mora, aprovechando un instante de distracción de Bustos, me insinuó con aire
significativo que Ramón desconfiaba y que Bustos me defendía.
No me había engañado. El hombre había simpatizado conmigo. Ya tenía un aliado.
Traté, pues, de acabar de hacer su conquista, afectando la mayor tranquilidad, disimulando
que conocía las desconfianzas de Ramón, y encontrando muy natural todo lo que hasta
entonces había pasado.
El embajador partió de nuevo, y Bustos y yo seguimos conversando, dándome mala
espina el que a cada rato me dijera, como queriendo justificar el extraño proceder de
Ramón, que con toda astucia y disimulo me retenía en el camino:
-No tenga miedo, amigo.
-No, no hay cuidado -contestaba yo.
Y bajo la influencia de estas admoniciones, comencé a engendrar sospechas,
inclinándome a creer que había andado muy ligero al hacerme la idea de que el hombre
había simpatizado conmigo.
Estábamos platicando, habiéndome dicho que había nacido en el antiguo fuerte
Federación, hoy Villa de Junín, que su madre fue india y su padre un vecino de Rojas, de
apellido Bustos, que en un tiempo fue comandante de Guardia Nacional. Mi comitiva,
asediada por los indios, que pedían cuanto sus ojos velan, repartía cigarros, yerba, fósforos,
pañuelos, camisas, calzoncillos, corbatas, todo lo que cada uno llevaba encima y le era
menos indispensable. De repente, sintiose un tropel, y envueltos en remolinos de polvo,
llegaron unos treinta indios, sujetando los caballos tan encima de mí, que si hubieran dado
un paso más me hubieran pisoteado.
Bustos no pudo prescindir de gritarles: ¡Eeeeeh!
Yo, sin moverme del sitio en que estaba, ni cambiar de postura, fruncí el ceño y clavé la
mirada en el que venía haciendo cabeza, que encarándoseme y llevando la mano derecha al
corazón, me dijo:
-¡Ese soy Caniupán! ¡Capitanejo Mariano Rosas! (y volviendo a señalarse a sí propio)
¡Ese indio guapo!
Seguí mirándolo con torvo ceño.
Junto con las palabras ¡winca! ¡winca! se oyeron algunas otras groseras, de calibre
grueso.
Bustos me dijo:
-Montemos a caballo.
Lo tenía ahí cerca, y sin esperar otra insinuación, me levanté del suelo y monté.
Mora me dijo, al hacerlo:
-Caniupán quiere hablar con Ud., señor.
-Pues que hable lo que guste, dile.
Díjome por medio del lenguaraz:
Que Mariano Rosas mandaba saludarme con todos mis jefes y oficiales; que sentía
muchísimo no poder recibirme ese día como yo lo merecía; que al día siguiente me
recibiría; que tuviese a bien acampar donde me encontraba.
Contestele con la mayor política, resignándome a pasar la noche en Aillancó, y viendo
ya que todas aquellas dilaciones eran calculadas.
Mientras el capitanejo y yo hablábamos, varios indios, particularmente uno chileno, nos
interrumpían con sus gritos, echándome encima el caballo y metiéndome, por decirlo así,
las manos en la cara.
Hasta donde era posible me daba por no apercibido de estas amabilidades, que llegaron a
alarmarme seriamente, cuando vi que un indio lo atropelló al padre Marcos, pechándolo
con el caballo, en medio de un grito estentóreo; cariño que el reverendo franciscano recibió
con evangélica mansedumbre, a pesar de haber andado por las gavias, lo mismo que su
compañero, el padre Moisés, que simultáneamente era objeto de otra demostración por el
estilo.
El indio chileno vociferaba algo que debían ser amenazas de muerte.
Bustos, que no se separaba de mi lado, volvió a decirme:
-No tenga miedo, amigo.
Le contesté, con tono áspero y fuerte:
-Ud. me está fastidiando ya con su: No tenga miedo, amigo: -y echando un voto
cambrónico, agregué:
-Dígame eso cuando me vea pálido.
Algunos indios que entendían el castellano, exclamaron a una: ¡Ese Coronel Mansilla,
ese cristiano toro!
Caniupán me dijo con aire imperioso: Dame un caballo gordo para comer.
-¿Conque habías entendido la lengua? -le dije.
-Poquito -repuso el indio-, ¿dando caballo?
-Sí... en eso estoy pensando.
El capitanejo iba a contestar, cuando el embajador de Ramón se presentó por tercera
vez.
Habló con Bustos, parando la oreja todos los indios que me rodeaban, porque lo hacía
con aire misterioso.
Bustos contestaba con monosílabos que me parecían significar solamente sí y no.
Dirigiéndose a los circunstantes, me dijo:
-Dice el cacique Ramón que Ud. no es el Coronel Mansilla, que el Coronel vendrá atrás
con la demás gente.
Lo llamé a Mora y le dije:
-Vete al toldo de Ramón, asegúrale que yo soy el Coronel Mansilla, que mande algún
indio de los que han estado en el Río Cuarto a reconocerme y quédate en rehenes.
Mora contestó:
-Le voy a decir que si lo engaño, me degüelle.
Y dirigiéndose a Bustos, al separarse de mi lado, añadió:
-Amigo, sepáremelo al Coronel, por si quiere conversar con alguno.
La resolución con que se separó Mora de mi lado, acompañado del embajador, produjo
un efecto inesperado en los indios. Cesaron sus impertinencias, continuando, sin embargo,
las de algunos cristianos.
A uno de mis soldados se le fue la mano y le plantificó un bofetón al más atrevido de
ellos, diciéndole:
-¡Toma, chachino pícaro!
El cristiano quiso hacer barullo, pero los otros colegas no le ayudaron, y menos los
indios.
El soldado era un diablo. Echó el bofetón a la risa, y esgrimiendo un chifle de
aguardiente, gritaba encarándose con los que le parecían más capaces de una avería:
Bebiendo, peñi (peñi quiere decir hermano).
Por algunos indios sueltos que llegaron, supe que el cacique Ramón no estaba en su
toldo, sino que se hallaba allí cerca, dentro del monte; que Mora ya estaba con él, que se
hacían los preparativos para recibirme.
Detrás de éstos llegó un propio, y después de hablar con Bustos, me dijo éste:
-Amigo, haga formar su gente y dígame cuántos son.
Llamé al Mayor Lemlenyi, y le di mis órdenes.
Cumplidas éstas, le dije a Bustos:
-Somos cuatro oficiales, once soldados, dos frailes y yo.
-Bueno, amigo, déjelos así formados en ala como están.
Y dirigiéndose al propio, le dijo: entre otras cosas, Mari purrá wentrú, palabras que
comprendí y que querían decir dieciocho hombres.
Mientras mi gente permanecía formada, mis tropillas andaban solas. Yo estaba con el
Jesús en la boca, viendo la hora en que me dejaban con los caballos montados.
Bustos despachó de regreso al propio.
Siguiendo sus insinuaciones al pie de la letra, primero, porque no había otro remedio;
segundo... Aquí se me viene a las mientes un cuento de cierto personaje, que queriendo
explicar por qué no había hecho una cosa, dijo:
"No lo hice, primero, porque no me dio la gana, segundo...". Al oír esta razón, uno de
los presentes le interrumpió diciendo: "Después de haber oído lo primero, es excusado lo
demás".
Iba a decir que siguiendo las insinuaciones de Bustos, me puse en marcha con mi
falange formada en ala, yendo yo al frente, entre los dos frailes.
Anduvimos como unos mil metros, en dirección al monte donde se hallaba el cacique
Ramón.
Llegó otro propio, habló con Bustos, y contramarchamos al punto de partida.
Esta evolución se repitió dos veces más.
Como se hiciera fastidiosa, le dije a Bustos, sin disimular mi mal humor.
-Amigo; ya me estoy cansando de que jueguen conmigo. Si sigue esta farsa mando al
diablo a todos y me vuelvo a mi tierra.
-Tenga paciencia -me dijo-, son las costumbres. Ramón es buen hombre, ahora lo va a
conocer. Lo que hay es que están contando su gente bien.
Oyéronse toques de corneta.
Era el cacique Ramón que salía del bosque, como con ciento cincuenta indios.
A unos mil metros de donde yo estaba formado en ala, el grupo hizo alto; tocaron
llamada, y se replegaron a él todos los otros que habían quedado a mi espalda, excepto el de
Caniupán, que formó en ala, como cubriéndome la retaguardia.
Tocaron marcha, y formaron en batalla.
Serían como doscientos cincuenta. Un indio seguido de tres trompas que tocaban a
degüello recorría la línea de un extremo a otro en un soberbio caballo picazo,
proclamándola.
Era el cacique Ramón.
Llegaron dos indios y mi lenguaraz, diciéndome que avanzara. Y Bustos, haciendo que
los franciscanos me siguieran como a ocho pasos, se puso a mi izquierda, diciéndome:
-Vamos,
Marchamos.
Llegamos a unos cien metros del centro de la línea de los indios, al frente de la cual se
hallaba el cacique teniendo un trompa a cada lado, otro a retaguardia.
Caniupán me seguía como a doscientos metros.
Reinaba un profundo silencio.
Hicimos alto.
Oyose un solo grito prolongado que hizo estremecer la tierra, y convergiendo las dos
alas de la línea que teníamos al frente, formando rápidamente un círculo, dentro, del cual
quedamos encerrados, viendo brillar las dagas relucientes de las largas lanzas adornadas de
pintados penachos, como cuando amenazan una carga a fondo.
Mi sangre se heló...
Estos bárbaros van a sacrificarnos, me dije...
Reaccioné de mi primera impresión, y mirando a los míos: Que nos maten matando -les
hice comprender con la elocuencia muda del silencio.
Aquel instante fue solemnísimo.
Otro grito prolongado volvió a hacer retemblar la tierra.
Las cornetas tocaron a degüello...
No hubo nada.
Lo miré a Bustos como diciéndole:
-¿De qué se trata?
-Un momento -contestó.
Tocaron marcha.
Bustos me dijo:
-Salude a los indios primero, amigo, después saludará al cacique.
Y haciendo de cicerone, empezó la ceremonia por el primer indio del ala izquierda que
había cerrado el círculo.
Consistía ésta en un fuerte apretón de manos, y en un grito, en una especie de hurra dado
por cada uno de los indios que iba saludando, en medio de un coro de otros gritos que no se
interrumpían, articulados abriendo la boca y golpeándosela con la palma de la mano.
Los frailes, los pobres franciscanos, y todo el resto de mi comitiva hacían lo mismo.
Aquello era una batahola infernal.
¡Imagínate, Santiago amigo, cómo estarían mis muñecas después de haber dado unos
doscientos cincuenta apretones de mano!
Terminado el saludo de la turbamulta, saludé al cacique, dándole un apretón de manos y
un abrazo, que recibió con visible desconfianza de una puñalada, pues, sacándome el
cuerpo, se echó sobre el anca del caballo.
El abrazo fue saludado con gritos, dianas y vítores al Coronel Mansilla.
Yo contesté:
-¡Viva el Cacique Ramón! ¡Viva el Presidente de la República! ¡Vivan los indios
argentinos!
Y el círculo de jinetes y de lanzas se quebró en todas partes, desparramándose los indios
al son de las dianas que no cesaban, haciendo molinetes con las lanzas, dándose de
pechadas los unos a los otros, cayendo aquí, levantándose allá, ostentando los más diestros
su habilidad, rayando los corceles, hasta que jadeantes de fatiga les corría el sudor como
espuma.
Los gritos de regocijo se perdían por los aires.
El cacique Ramón y yo rodeados de pedigüeños, tomamos el camino de Aillancó.
Llegamos...
Extendiendo ponchos bajo los árboles y formando rueda, nos pusimos a parlamentar
entre mate y mate, entre trago y trago de aguardiente.
Hube de echar las entrañas por la boca.
No estaba en carácter, y no había más remedio que hacer bien mi papel.
Obsequié al cacique lo mejor que pude con lo poco que llevaba.
Tenía que armarle y encenderle yo mismo el cigarro, que probar primero que él el mate
y la bebida para inspirarle confianza plena.
El cacique Ramón es hijo de indio y de una cristiana de la Villa de la Carlota.
Predomina en él el tipo de nuestra raza.
Es alto, fornido, tiene ojos pardos, cabello algo rubio, ancha frente y habla muy ligero.
Es en extremo aseado.
Viste como un paisano rico.
Quiere bien a los cristianos, teniendo muchos en sus tolderías y varios a su alrededor.
Tendrá cuarenta años.
Todo su aspecto es el de un hombre manso, y sólo en su mirada se sorprende a veces
como un resplandor de fiereza.
Es de oficio platero; siembra mucho todos los años, haciendo grandes acopios para el
invierno, y sus indios le imitan.
Su padre ha abdicado en él el gobierno de la tribu.
Charlamos duro y parejo.
Me agradeció con marcada expresión de sentimiento todo cuanto había hecho en el Río
Cuarto por su hermano Linconao, a quien con mis cuidados salvé de las viruelas,
preguntándome repetidas veces si siempre vivía en mi casa, que cuándo volvería a su tierra.
Contestele que estuviera tranquilo, que su hermano quedaba muy bien recomendado;
que no le había traído conmigo porque estaba convaleciente, muy débil y que el caballo le
habría hecho daño.
Me instó encarecidamente a visitarle en su toldería, ofreciéndome presentarme su
familia. Le prometí hacerlo de regreso, y nos separamos ofreciéndome visita para el día
siguiente.
Bustos se marchó con él, pidiéndome por supuesto una botellita de aguardiente.
Le di la última que quedaba.
Mora se quedó a mi lado, diciéndome Ramón que le conservara tanto cuanto le
necesitara.
Apenas se alejaba Ramón, se presentó el capitanejo Caniupán, insistiendo en que le
diera un caballo gordo para comer.
El pedido tenía todo el aire de una imposición.
Me negué redondamente.
Insistió chocándome, y le contesté que dónde había visto que un hombre gaucho diera
sus caballos; que los necesitaba para volverme a mi tierra, que si creía que me iba a quedar
toda la vida en la suya.
Me dijo algo picante.
Lo mandé al diablo.
Los que le seguían murmuraron algo que podía traer un conflicto.
Creí prudente aflojar un poco la cuerda, y como haciendo una transacción, ordené con
muy mal modo que le dieran una yegua.
Llevaba dos gordas para cuando se nos acabara el charqui, lo que probablemente
sucedería esa noche, si teníamos muchos huéspedes.
Le entregaron la yegua, la carnearon en un santiamén y se la comieron cruda, chupando
hasta la sangre caliente del suelo.
En el sitio del banquete no quedaron más residuos que las panzas, en las que se cebaron
después algunos caranchos famélicos.
La tarde se acercaba, y las visitas raleaban.
Llegó un hijo de Mariano Rosas, con unos cuantos. Mandábame saludar nuevamente su
padre; quería saber cómo me había ido; recomendarme sobre todo, en todos los tonos,
tuviera mucho cuidado con los caballos.
Contesté secamente.
Marchose el mensajero, se puso el sol, acomodáronse los caballos teniéndolos a ronda
cerrada, se recogió bastante leña, se hizo un fogón, nos pusimos en torno, circuló el mate y
comenzó la charla.
Discurriendo sobre lo que había pasado durante el día, cambiando ideas con Mora, no
me quedó duda de que los indios temían un lazo. Iban, por consiguiente, a hacerme demorar
en el camino con pretextos, hasta que regresasen sus descubiertas y se aseguraran y
persuadieran de que tras de mí no venían fuerzas.
No debía impacientarme.
¡Gran virtud es la conformidad! Me resigné a mi suerte. Filosofábamos con los frailes, y
como Dios es inmensamente bueno, nos inspiró confianza, y, concediéndonos un sueño
reparador, nos permitió dormir en el suelo desigual, lo mismo que en un lecho de plumas y
rosas.
- XVII Un cuerpo sano en alma sana. El mate. Un convidado de piedra. Pánico y desconfianzas de
los indios. Historias. Un mensajero de Caniupán. Visitas. En marcha. Calcumuleu. Nuevo
mensajero. La noche. Amonestaciones. Primer regalo. Unos bultos colorados.
Los franciscanos, como de costumbre, habían hecho sus camas muy cerca de mí.
Así dormíamos siempre.
Yo se los había recomendado.
La abnegación generosa de estos jóvenes misioneros, su paciente conformidad en los
peligros, su carácter afable, su porte siempre comedido, sus mismas simpáticas fisonomías,
todo, todo lo que constituye la persona física y moral, inspiraba hacia ellos una fuerte
adhesión.
Se concibe, pues, que unido a estos sentimientos el deber que tenía de cuidarlos, tratara
de tenerlos constantemente a mi
Cuerpo sano en alma sana es roncador.
Los reverendos roncaban a dúo, haciendo el padre Moisés de tenor y el padre Marcos de
bajo profundo.
Estuve tentado algunas veces de hacerles alguna broma, pero debían estar tan fatigados,
que habría sido imperdonable arrancarles a un sueño que, si no era interesante, debía ser
agradable y reparador.
No pude continuar durmiendo.
Me puse a soñar despierto, y después de hacer unos cuantos castillos en el aire, llamé un
asistente y le ordené que hiciera fuego.
Cuando la vislumbre del fogón me anunció que mis órdenes estaban cumplidas, hube de
levantarme.
Seguí morrongueando y contemplando las estrellas que tachonaban el firmamento,
anunciando ya su trémula luz la proximidad del rey del día, hasta que sentí hervir el agua.
Levanteme, senteme al lado del fogón y mientras mi gente dormía como unos
bienaventurados, yo apuraba la caldera, junto con Carmen, echándonos al coleto sendos
mates de café.
Carmen había salvado un poco de azúcar, felizmente; y a propósito de esto, tuve que
resignarme a escuchar su cariñoso reproche de que no diera tanto, porque pronto nos
quedaríamos sin cosa alguna.
Yo estaba distraído, viendo arder la leña, carbonizarse, volverse ceniza y desaparecer la
materia, por decirlo así, cuando Carmen exclamó:
-Ya viene el día.
-Pues despierta a Camilo -le dije-, que venga a tomar mate.
Dicho esto cambié de postura, me recosté sobre el brazo derecho y me quedé
dormitando un momento.
Los buenos días de Camilo me hicieron abrir los ojos, y enderezarme perezosamente,
haciendo con los brazos una especie de aleteo que duró tanto cuanto mi boca se abrió y
cerró para bostezar.
Al sentarse Camilo le oí decir: ¡Buen día, amigo! Y como la salutación despertara en mí
la curiosidad de saber a quién se dirigía, tendí la vista alrededor del fogón y vi un indio
rotoso, sin sombrero, tiritando de frío, acurrucado como un mono al lado de la bolsa en que
Carmen tenía el azúcar, chupándose los dedos de la mano derecha y metiendola izquierda
con disimulo en aquélla.
-¿Cómo va, hermano? -le dije.
-Bueno, hermano -contestó fingiendo un estremecimiento, y añadió, llevando un puñado
de azúcar a la boca:
-Mucho frío ese pobre indio.
Le hice dar un poncho calamaco que llevaba entre mis caronas.
Continué conversando, y supe que había pasado la mayor parte de la noche cerca de
nosotros; que su toldo estaba inmediato; que cuando había vuelto a él, el día antes, después
de haber andado con la gente de Ramón, se había encontrado sin su familia, la que junto
con otras andaba huyendo por los montes, porque decían que los cristianos traían un gran
malón; que el indio Blanco, que había llegado de Chile al mismo tiempo que yo, era el
autor de la mala nueva, que todos estaban muy alarmados, que habían mandado tres
grandes descubiertas para el norte, para el naciente y, para el poniente, por los caminos del
Cuero, del Bagual y las Tres Lagunas, cada una de cincuenta hombres, y que la alarma
duraría hasta que no viniese el parte sin novedad.
Era la confirmación de mis conjeturas.
¡Quién sabe lo que va a suceder -decía yo para mis adentros-, si las tales descubiertas
avanzan demasiado sobre las fronteras de San Luis, Córdoba y sur de Santa Fe! Nada de
extraño tiene que las sientan, que las tomen por una invasión, que las fuerzas se muevan y
salgan al sur, y que los descubridores traigan un parte falso.
Los franciscanos me sacaron de estas reflexiones dándome los buenos días, y sentándose
en la rueda del fogón, que convidaba con sus hermosas brasas.
Después de los padres, se levantaron y ocuparon su puesto los oficiales, y la
conversación se hizo general, ponderando todos sin excepción alguna lo bien que habían
dormido.
Los padres no necesitaban jurarlo.
El indio era muy ladino; nos entretuvo un rato contándonos una porción de historias;
entre ellas nos habló de un pariente suyo que había vivido sin cabeza; de unos indios que
dizque vivían en tierras muy lejanas, que se alimentaban con sólo el vapor del puchero: de
otros que corren tan ligero como los avestruces, que tienen las pantorrillas adelante,
pretendiendo hacernos creer que todo cuanto decía era verdad.
Yo no sé si él lo creía, pero parecía creerlo.
Varias veces le pregunté si él había visto esas cosas.
Me contestó que no, que su padre se las había contado.
Por supuesto, que éste tampoco las había visto: se las había contado el abuelo de nuestro
interlocutor.
Pero, ¿qué tenía de extraño que un pobre indio creyese tales patrañas, cuando uno de mis
ayudantes, el Mayor Lemlenyi, creía, porque se lo había contado no sé qué chusco, que en
Patagones hay unos indios que tienen el rabo como de una cuarta, cuyos indios antes de
sentarse en el suelo, hacen un pocito con el dedo, o con el mismo rabo, para meterlo en él y
estar con más comodidad?
Las creederas de la humanidad suelen tener unas proporciones admirables.
Todo cabe dentro de ellas -la verdad lo mismo que la mentira.
Si me apurasen mucho, demostraría que es más común creer en la mentira que en la
verdad.
Machiavelo dice que el que quiera engañar, encontrará siempre quien se deje engañar, lo
que prueba que, si no hay quien mienta más, no es por la dificultad de encontrar quien crea,
sino por la dificultad de encontrar quien se resuelva a mentir.
Amaneció.
Me trajeron el parte de que en las tropillas no había novedad. En cambio, la yegua que
conservaba para comer había muerto envenenada por un yuyo malo.
Ibamos a estar frescos si esa tarde no llegaban las cargas.
Cuando salía el sol, se presentó un mensajero de Caniupán, y después de darme los
buenos días con muchísima política, de preguntarme si había dormido bien, si no había
habido novedad, si no había perdido algunos caballos, me notificó que el capitanejo vendría
a visitarme al rato. Devolví los saludos y contesté que estaba pronto.
El mensajero pidió cigarros, aguardiente, yerba, achúcar, achúcar, se lo dieron y, se
marchó.
Poco a poco fueron llegando Visitantes, o mejor dicho curiosos, porque no se bajaban
del caballo, sino que, echados sobre el pescuezo, se quedaban largo rato así mirándonos, y
luego se marchaban diciendo algunas veces: Adiós, amigo, pidiendo otras un cigarro.
La visita anunciada llegó a las dos horas. Le acompañaban veintitantos indios. Se apeó
del caballo, después de saludar cortésmente, me dio un mensaje de Mariano Rosas y tomó
asiento en el suelo, a mi lado, pidiéndome con la mayor familiaridad un cigarro.
Arméselo, encendilo yo mismo, y se lo puse en la boca por decirlo así.
Mariano Rosas me invitaba a cambiar de campamento, a avanzar una legua; y me pedía
disculpas.
El comisionado le disculpaba por su cuenta confidencialmente diciéndome que estaba
achumado
Mandé tomar caballos y ensillar, y como el terreno era muy quebrado, durante la
operación se distrajeron los caballerizos y me robaron dos pingos.
Se lo dije a Caniupán, manifestándole con grosería que aquello era mal hecho, que
Mariano Rosas estaba en el deber de tomar a los ladrones, para castigarlos y hacerles
entregar mis caballos si no se los habían comido. Y quise hacer aquella comedia de enojo,
porque entre bárbaros más vale pasar por brusco que por tonto.
Caniupán hizo la suya; me aseguró que los ladrones serían perseguidos, tomados y
castigados, pero él sabía perfectamente bien que nadie lo había de hacer. Por supuesto que
no lo hicieron. Perdí, pues, mis caballos, quedándome sólo la satisfacción de haber
refunfuñado un rato con desahogo.
Avisáronme que todo estaba pronto para la marcha. Se lo previne a mi conductor y nos
pusimos en viaje.
Los indios no andan jamás al tranco cuando toman el camino.
Al entrar en el que debíamos seguir, me dijo Caniupán, poniéndose al galope:
-Galope, amigo.
Yo, que no quería dejarme dominar ni en las cosas pequeñas, ni contesté, ni galopé.
-Galope, galope, amigo -me gritó el indio.
Si yo hubiera estado prisionero, no me habría hecho tan mal efecto aquella especie de
imposición.
-No quiero galopar -le contesté.
Y como algunos de los míos que venían atrás, viendo el aire de la marcha de los indios,
llegasen galopando:
-¡Despacio!, ¡despacio! -les grité.
Los indios se fueron adelante formando un grupo; los cristianos nos quedamos atrás,
formando otro.
Sujetaron ellos para esperarnos. Yo seguí al tranco, y al ponerme a su altura piqué el
caballo, le apliqué un fuerte rebencazo, y gritándoles a los míos: ¡al galope!, galopamos
todos, y digo todos, hablando con propiedad, porque también los indios galoparon
poniéndose Caniupán a la par mía.
El punto a donde nos dirigimos era en la Laguna de Calcumuleu, que quiere decir agua
en que viven brujas. Distaba una legua larga de Aillancó y quedaba como a seiscientos
metros de la orilla del monte de Leubucó.
De consiguiente, poco demoramos en llegar.
El lugar no presenta ninguna particularidad. Es una lagunita como hay muchas,
reduciéndose su mérito a tener vertientes de agua potable casi siempre. Sus bordes son
bajos; estaban adornados de tal cual arbusto.
Al llegar, Caniupán me dijo:
-Aquí es donde dice Mariano que puede parar.
-Está bien -le contesté, haciendo alto, echando pie a tierra, y ordenando que camparan.
El indio vio desensillar los caballos, sacar las tropillas a cierta distancia para que,
comieran mejor, y cuando pareció no quedarle duda de que de allí no me movería, se
despidió recomendándome unas cuantas veces el mayor cuidado con los caballos, y se fue,
a Dios gracias, dejándome en paz, pero no sin que quedaran por ahí, dispersos, a manera de
espías, unos cuantos de los mismos que yo había visto llegar con él, hacía un rato, a
Alliancó.
Era hora de comer algo sólido. Se hizo fuego, se cebó mate, se intentó hacer algunos
asados, pero el charqui había desaparecido. Fue menester apretarse la barriga, y seguir
dándole a la yerba y al café.
Todo el resto de ese día pasaron incesantemente indios, del norte para el sur, del sur para
el norte. Todos se detenían, se acercaban, nos miraban y luego proseguían su camino.
Algunos conversaban largo rato con mi gente. Los franciscanos eran siempre los más
solícitos en dirigirles la palabra, y en ofrecerles un trago de un botellón de cominillo, que
no sé cómo no había volado ya.
Yo me propuse no hablar con nadie ese día, a no ser que viniera ex profeso, mandado
por alguien; así fue que me lo llevé paseando por la costa de la laguna, leyendo a Beccaria a
ratos, otras veces, un juicio crítico sobre las obras de Platón, de ese filósofo inmortal a
quien podría tributársele el fanático homenaje de mandar quemar todo cuanto se ha escrito
sobre filosofía, desde sus días hasta la fecha, sin que por eso las ciencias especulativas
perdieran gran cosa.
Al caer la tarde, llegó un nuevo mensajero de Mariano Rosas, con una retahíla de
preguntas y recomendaciones, que terminaban todas con esta recomendación sacramental:
que tenga mucho cuidado con los caballos. Recibí y despedí secamente al mensajero,
llamándome sobremanera la atención no tener hasta ese instante noticia alguna del capitán
Rivadavia, que hacía dos meses se encontraba entre los indios, con motivo del tratado que
desde el año pasado venía negociando yo con ellos.
Llegó la noche; se hizo un gran fogón, nos comimos una mula de las más gordas y
algunos peludos, y repletos y contentos, se cantó, se contaron cuentos y se durmió hasta el
amanecer del siguiente día.
Iba amaneciendo cuando me desperté; llamé a Camilo Arias, y, le pregunté si había
habido alguna novedad. Contestome que no, aunque habíamos estado rodeados de espías.
Me incorporé en el blando lecho de arena, dirigí la visual a derecha e izquierda; a la espalda
y al frente, y en efecto, los que habían velado nuestro sueño estaban todavía por ahí.
Calentó el sol y empezaron a llegar visitantes y a incomodarnos con pedidos de todo
género, tanto que tuve que enfadarme cariñosamente con mis ayudantes Rodríguez y
Ozaprowski, porque al paso que iban, pronto se quedarían en calzoncillos.
-Bueno es dar -les dije-, mas es conveniente que estos bárbaros no vayan a imaginarse
que les damos de miedo.
Estaba haciéndoles estas prudentes observaciones sobre la regla de conducta que debían
observar, y como un indio me pidiera el pañuelo de seda que tenía al cuello, aproveché la
ocasión para despedirlo con cajas destempladas.
Gruñó como un perro, refunfuñó perceptiblemente una desvergüenza, añadiendo:
cristiano malo, y se fue.
Al rato vino, con cinco más, un nuevo mensajero de Mariano Rosas. Le recibí con mala
cara.
-Manda decir el general que cómo está -me preguntó.
-Tirado en el campo, dígale -le contesté.
-Manda decir el general, que cómo le va -añadió.
-Dígale -repuse- que busque una bruja de las que viven en estas aguas que le conteste
cómo le irá al que no teniendo qué comer se está comiendo las mulas que necesita para
volverse a su tierra.
-Manda decir el general -continuó- si se le ofrece algo.
-Dígale al general -contesté, echando un voto tremendo- que es un bárbaro, que está
desconfiando de un hombre de bien que se le entrega desarmado, y que otro día ha de creer
en algún pícaro de mala fe que lo engañe.
El mensajero hizo un gesto de extrañeza al oír aquella contestación; advirtiéndolo yo,
agregué:
-Y dígaselo, no tenga miedo.
Dicho esto, le di la espalda, y viendo él que yo no tenía ganas de seguir conversando,
recogió el caballo y se dispuso a partir. Mas en ese momento llegó un grupo de indios del
norte, y mezclándose con ellos, allí se quedaron hablando -según me dijo Mora después- de
que no había novedad por el Cuero y que más allá no sabían.
Al rato, cuando ya se iban, uno de ellos fue a pasar por entre los dos franciscanos que
estaban descansando en el suelo como a dos varas uno de otro.
Gritele con voz de trueno, saltando furioso sobre él para sofrenarle el caballo y
empuñando mi revólver, dispuesto a todo:
-¡Eh! ¡No sea bárbaro! ¡No me pise a los padrecitos!
Y el hombre, que no había sido indio sino cristiano, sujetando de golpe el caballo, casi
en medio de los padres, contestó:
-Yo también sé.
-¿Y si sabes, pícaro, por qué pasas por ahí?
-No les iba a hacer nada -repuso.
-¡Conque no les ibas a hacer nada, bandido!
Calló, dio vuelta, les habló a los indios en su lengua, siguiéronle éstos, y se alejaron
todos, habiendo pasado los pobres padres un rato asaz amargo, pues creyeron hubiese
habido una de pópulo bárbaro.
¡Extraños fenómenos del corazón humano!
Algunas horas después de esta escena, a la que nada notable se siguió, ese mismo
hombre tan duramente tratado por mí, se presentó diciéndome:
-Mi Coronel, aquí le traigo este cordero y éstos choclos.
El hombre inculto había cedido, justo era que yo cediera a mi vez.
-Gracias, hijo -le contesté-; ¿para qué te has incomodado? Apéate, tomaremos un mate y
me contarás tu vida.
Apeose del caballo, maneolo, sentose cerca de mí y después de algunas palabras de
comedimiento dirigidas a los franciscanos, nos contó su historia.
En ese instante gritaron que se avistaban, saliendo del monte, unos bultos colorados.
Ya sabremos lo que era.
- XVIII Historia de Crisóstomo. Quiénes eran los bultos colorados. El indio Villarreal y su familia.
De noche.
Tomó la palabra Crisóstomo, y dijo:
-Mi Coronel, el hombre ha nacido para trabajar como el buey y padecer toda la vida.
Este introito en labios de un hombre inculto llamó la atención de los interlocutores.
Me acomodé lo mejor que pude en el suelo para escucharle con atención, convencido de
que los dramas reales tienen más mérito que las novelas de la imaginación.
La otra noche se lo decía yo a Behetti, rogándole me hiciera el sacrificio de ciento
cincuenta varas, vulgo, me acompañara una cuadra.
La historia de cualquier hombre de esos que nos estorban el paso, es más complicada e
interesante que muchos romances ideales que todos los días leemos con avidez; así como
hay más chistes y más gracia circulando en este momento en el más humilde café, que en
esos libros forrados en marroquín dorado, con que especula el ingenio humano.
Behetti convino conmigo, y me hizo este cumplimiento:
-Ud. es célebre por sus dichos.
-Y por mis desgracias, como sir Walterio Raleigh -le contesté, diciendo para mi capote:
-Así es el mundo, trabajamos por hacernos célebres en una cuerda y lo conseguimos por el
lado del ridículo.
¡Nos cuesta tanto conocernos!
Crisóstomo continuó:
-Yo vivía en el valle del cerro de Intiguasi.
Este cerro está cerca de Achiras, y su nombre significa en quechua, si no ando
desmemoriado en mis recuerdos etnográficos y filográficos, casa del sol. Diéronselo los
incas en una de sus famosas expediciones por la parte oriental de la Cordillera. Inti, quiere
decir sol, y guasi casa.
-Vivía con mis padres, cuidando unas manadas, una majada de ovejas pampas y otras de
cabras.
También hacíamos quesos. No nos iba tan mal. Hubo una patriada, en la que salieron
corridos los colorados con quienes yo me fui, porque me arrió don Felipe -se refería a
Saaanduve
a monte mucho tiempo por San Luis, y cuando, las cosas se sosegaron, me volví a
mi casa. Los colorados nos habían saqueado. Los pobres siempre se embroman. Cuando no
son unos, son otros los que les caen. Por eso nunca adelantamos. Seguimos trabajando y
aumentando lo poco que nos había quedado hasta que me desgracié...
Aquí frunció el ceño Crisóstomo, y un tinte de melancolía sombreó su cobriza tez,
quemada por el aire y el sol.
-¿Y cómo fue eso? -le pregunté.
-¡Las mujeres! ¡Las mujeres, señor! que no sirven sino para perjuicio -repuso.
-¿Y ahora no tienes mujer?
- Sí tengo.
-¿Y cómo hablas tan mal de ellas?
-Es que así es el hombre, mi Coronel: vive quejándose de lo que le gusta más.
-Bueno, prosigue -le dije, y Crisóstomo tomó el hilo de su narración, que ya había
predispuesto a todos en su favor despertando fuertemente la curiosidad.
-Cerca de casa vivía otra familia pobre. Eramos muy amigos; todos los días nos
veíamos.
Tenían una hija muy donosa. Se llamaba Inés. Por las tardes cuando recogíamos las
majadas, nos encontrábamos en el arroyo que nace de arriba del cerro. Y como la moza me
gustaba, yo le tiraba la lengua y nos quedábamos mucho rato conversando. Un día le dije
que la quería, que si ella me quería a mí. Me contestó callada que sí.
-¿Y cómo es eso de contestar callada?
-Bueno, mi Coronel, yo le conocí en la cara que puso que me quería.
-¿Y después?
-Seguimos viéndonos todos los días, saliendo lo más temprano que podíamos a recoger
para poder platicar con holgura.
Nos sentábamos juntitos en la orilla del arroyo, en un lugar donde había unos sauces
muy lindos; nos tomábamos las manos y así nos quedábamos horas enteras viendo correr el
agua. Un día le pregunté si quería que nos casáramos. No me contestó, dio un suspiro, se le
saltaron las lágrimas, lloró y me hizo llorar.
-¿A ti?
-A mí, pues, señor -contestó Crisóstomo, mirándome con un aire que parecía decir:
¿acaso no puedo llorar yo, porque vivo entre los indios?
Sentí el reproche y le contesté: -No te había entendido bien, sigue.
Prosiguió.
-Lo que se me pasó la tristeza le pregunté por qué lloraba, y me contestó que su padre
quería casarla con un tal Zárate, que era tropero y hombre hacendado; y que la noche antes
ya le había dicho que si andaba en muchas conversaciones conmigo le había de pegar unos
buenos. Con la conversación no nos fijamos en que había llegado la oración, sin haber
recogido las majadas. Salimos juntos a campearlas. Nos tomó la noche, se puso muy
obscuro, estaba por llover y nos perdimos, pasando toda la noche en el campo...
Al día siguiente, Inés no vino al arroyo.
Yo fui a su casa, el padre me recibió mal: quiso pelearme.
Inés estaba en el rancho y me miraba diciéndome con unos ojos muy tristes que no le
contestara a su padre y que me fuera. Le obedecí. El viejo me insultó mucho, hasta que me
perdí de vista; sufrí y no le contesté. A la noche vino la vieja y se pelearon con mi madre.
Yo escuché todo de afuera. Más tarde, lo que nos quedamos solos, le conté a mi madre lo
que me había pasado...
La pobre me quería mucho, me trató mal, lloró y por último me perdonó.
Pasaron varias lunas sin verse las familias.
Una noche ladraron los perros. Salí a ver qué era, y era una vecina que iba a casa de
Inés, donde estaban muy apurados.
A los pocos días Inés se casó con Zárate y estuvieron de baile y beberaje en la casa. Para
esto yo ya sabía lo que le había pasado a Inés la noche que ladraron los perros, porque la
vecina, que era muy buena mujer, me lo había contado, preguntándome: ¿De quién será la
hijita que ha tenido la Inés? Me dio mucha rabia oír los cohetes del casorio, que se había
hecho en la capilla de San Bartolo, que está contrita de la sierra. Me fui a la casa. Pedí mi
hija.
Me gritaron: ¡Borracho!
Hice un desparramo y salí hachado. Estuve mucho tiempo enfermo. Sané, busqué mi
hija, no la hallé. Yo la quería muchísimo. No la había visto nunca. Una tarde sabiendo que
la casa estaba sola, me fui a ver si la hallaba a Inés. La hallé. Me recibió como si no me
conociera. ¡Le pedí mi hija, me contestó que estaba borracho! La hice acordar de la noche
en que nos perdimos, Me contestó: ¡Borracho! Lloré no sé de qué, me echó de la casa
llamándome borracho. Le pegué una puñalada...
Y esto diciendo, Crisóstomo se quedó pensativo.
Nosotros, nos quedamos aterrados.
-Y ¿después?, -dije yo, sacando a todos del abismo de reflexiones en que los había
sumido la última frase del infortunado amante.
-Después -murmuró con amargura-, después he padecido mucho, mi Coronel.
-¿Qué hiciste?
-Me fui a mi casa, le confesé a mi madre lo que había hecho, y a mi padre también, me
rogaron que me fuera para San Luis, me arreglaron unas alforjas, tomé dos buenos caballos
y me dirigí a Chaján. Pero al pasar por el camino de los indios, me dio la tentación de
rumbear al sur y me vine para acá.
-¿Y no has vuelto a ver a tus padres, o a Inés?
-Sí, mi Coronel, los he visto, varias veces que he ido a malón con los indios, porque el
que vive aquí tiene que hacer eso, si no, no le dan de comer. A Inés la cautivamos en una
invasión con su marido y sus padres. Por mí se salvó ella; lloró tanto y me rogó tanto que la
dejara, que la perdonara, que me dio lástima, estaba embarazada y conseguí que la dejaran.
Al padre y la madre se los llevaron y los vendieron a los chilenos, por una carga de
bebida, que son dos barrilitos de aguardiente. Y he oído decir que están en una estancia
cerca de Mucum.
Y esto diciendo, Crisóstomo tomó resuello como para seguir su narración.
-¿Y has ido a maloquear muchas veces?
-Sí, mi Coronel, ¡qué hemos de hacer! hay que buscarse la vida.
-¿Y tienes ganas de salir a los cristianos?
-Estoy casado con una china y tengo tres hijos -contestó, como leyéndose en sus ojos
que sí tenía ganas de salir a los cristianos; pero que no lo haría sin su mujer y sus hijos.
Francamente, estos sentimientos paternales me hacían olvidar al hombre que le diera una
puñalada a Inés.
¡Qué abismos insondables de ternura y de fiereza oculta en sus profundidades
tempestuosas el corazón humano!
Me iba perdiendo en reflexiones, cuando se oyeron varias voces: ¡Ya vienen cerca los
bultos colorados!
-No te vayas, Crisóstomo -le dije, y levantándome fui a posarme en un mogote del
terreno para ver mejor los bultos.
-Son dos chinas -dijeron unos.
-Y viene un indio con ellas -otros.
Los bultos se acercaban a media rienda.
Llegaron, saludaron cortésmente en castellano y preguntaron por el Coronel Mansilla.
-Yo soy -les contesté-, echen pie a tierra.
El indio se apeó al punto. Las chinas recogieron el pretal de pintadas cuentas que les
sirve de estribo y bajaron del caballo con cierta dificultad por la estrechez de la manta en
que van envueltas.
Era el caballero Villarreal, hijo de india y de cristiano, casado con la hermana de mi
comadre Carmen, que me mandaba saludar y algunos presentes -choclos y sandías.
La segunda china era hermana de mi comadre y de la mujer de Villarreal.
Es éste un hombre de regular estatura, de fisonomía dulce y expresiva, embellecida por
unos grandes ojos negros llenos de fuego. Vestía como un gaucho lujoso. Habla bastante
bien el castellano y se distingue por la pulcritud de su persona. Su padre, cuyo apellido
lleva, fue vecino del Bragado. Tendrá treinta y cinco años. Ha estado en Buenos Aires en
tiempo de Rosas, y conoce perfectamente las costumbres de los cristianos decentes. La
mujer es una china magnífica, que también ha estado en Buenos Aires; me habló de
Manuelita Rosas; tendrá treinta años. Su hermana tendrá dieciocho, y era soltera. Ambas
vestían con lujo, llevando brazaletes de cuentas de muchos colores y de plata, collares de
oro y plata, el colorado pilquén (la manta), prendida con un hermoso alfiler de plata como
de una cuarta de diámetro, aros en forma de triángulo, muy grandes, y las piernas ceñidas a
la altura del tobillo con anchas ligas de cuentas.
La cuñada de Villarreal es muy bonita y vestida con miriñaque y otras yerbas, sería una
morocha como para dar dolor de cabeza a más de cuatro. Vestía con menos recato que su
hermana, pues, al levantar los brazos, se veía la concavidad que forma el arranque del brazo
cubierto de vello y agrandándose los pliegues de la camisa descubrían parte del seno.
Me entregaron los obsequios con mil disculpas de no haber traído más, por la premura
del tiempo y los apuros de mi comadre.
Les agradecí la fineza, hice que les acomodaran los caballos, les invité a sentarse y
entramos en conversación.
Al caer la tarde, les pregunté si venían con intención de pasar la noche conmigo; me
contestaron que sí, si no incomodaban.
Mandé que desensillaran los caballos, se puso en el asador el cordero de Crisóstomo, y
mientras se asaba, le pegamos al mate y al cominillo de los franciscanos.
Anochecía cuando llegó un enviado de Mariano Rosas, con el mensaje consabido:
¿cómo está, cómo le va, no se han perdido caballos?
Contesté que no había habido novedad, y despedí al embajador lo más pronto que pude,
sin invitarle a que se apeara.
A Crisóstomo, le rogué que pasara la noche conmigo; tenía mis razones para querer
conversar a solas con él.
Se quedó.
Nos sentamos alrededor del fogón, cenamos hasta saciarnos con choclos, que me
parecieron bocado de cardenal, charlamos mucho, y, cuando ya fue tarde, tendimos las
camas y como en los buenos viejos tiempos de los patriarcas, nos acostamos todos juntos,
por decirlo así, teniendo por cortinas el limpio y azulado cielo coronado de luces.
No hubo ninguna novedad. Dormimos a las mil maravillas. El hombre es un animal de
costumbres.
Conviene prevenir, por la malicia del lector, que los franciscanos, según estaba
acordado, hicieron sus camas al lado de la mía.
- XIX El amanecer. Llegada de las cargas. El marchado de la mula. Achauentrú en el Río Cuarto.
Un almuerzo en el fogón. Lo que hicieron las chinas en cuanto se levantaron. El cabo
Mendoza y Wenchenao. Enojo fingido. Se presenta Caniupán.
Al día siguiente amaneció la atmósfera turbia y atornasolada.
Las ondulaciones del terreno arenoso, reverberando el sol, formaban caprichosos
mirajes, los objetos cercanos se divisaban lejos creciendo sus proporciones.
Veíanse en lontananza grandes lagunas de superficie plateada y quieta: árboles
colosales, que eran pequeños arbustos chamuscados por la quemazón; potros alzados que
escarceaban y eran aves de rapiña, que aleteando alzaban el polvo sutil.
Una nubecilla de color terroso pardusco, llamaba hacía rato la atención de mi gente.
Yo estaba vacilando entre matar otra mula o mandar a Crisóstomo comprar una res, porque
los choclos no bastaban para que almorzara toda mi gente, citando oí:
-¡Son indios!
-No, vienen muy despacio para ser indios.
-Son mulas.
-Deben ser las cargas.
La última frase, sacándome de la indecisión en que estaba, me hizo incorporar, ponerme
de pie, echar la visual en dirección a los objetos que ocasionaban la contradicción y llamar
a Camilo Arias, que tiene la vista de un lince, haciéndole una indicación con la mano:
-¿A ver, qué es aquello?
Camilo fijó en el horizonte sus brillantes ojos, cuya mirada hiere como un dardo, y
después de un instante de reflexión, con su aplomo habitual y su aire de profunda
certidumbre, me contestó:
-Son las cargas, señor.
-¿Estás cierto?
-Sí, mi Coronel.
-¡Arriba todos! -grité-. ¡A la leña todos! ¡Pronto, pronto un fogón, que ya llegan las
cargas!
Los asistentes se pusieron en movimiento, desparramándose a todos los vientos; y
cuando cada cual regresaba con su carga, la nubecilla que había ido avanzando sobre
nosotros transparentaba claramente, a la vista del observador menos agudo, los tres
hombres que quedaron atrás y las cuatro cargas con los ornatos sagrados pertenecientes a
los franciscanos, la yerba, el azúcar, las bebidas y otras menudencias de poco valor, que
eran los grandes presentes que yo destinaba a los caciques principales.
Venían andando a ese paso de la mula que ni es tranco, ni es trote, ni es galope; pero que
es rápido y que en la jerga de la lengua de nuestra tierra se llama marchado.
Es una especie de trote inglés, una especie de sobrepaso, que al jinete le hace el efecto
de que la mula, en lugar de caminar, se arrastra culebreando.
Todos los aires de marcha, el tranco, el trote, el galope, son cansadores, fatigan hasta
postrar.
Sólo el marchado no deshace el cuerpo, ni produce dolores en las espaldas ni en la
cintura, permitiendo dormir cómodamente sobre el lomo del macho o de la mula, como en
veloz esquife, que, rápido, hiende las mansas aguas, dejando tras sí espumosa estela que,
aunque parezca macarrónico, compararé al rastro que deja en el suelo blando el híbrido
cuadrúpedo, cuya cola maniobra incesantemente a derecha e izquierda, a manera de timón
cuando se mueve.
Llegaron, pues, las suspiradas cargas, y mientras se puso todo en tierra y se eligieron los
pedazos de charqui más gordos, se hizo un gran fogón colocando en él una olla para cocinar
un pucherete y cocer el resto de choclos que quedaba.
Los padres se ocuparon en abrir sus baúles, en sacar los ornamentos sagrados, que
estaban húmedos, y en extenderlos con el mayor cuidado al sol.
Con una parte de los presentes para los caciques hubo que hacer lo mismo.
Las mulas se habían caído repetidas veces en los guadales del Cuero, y todo se había
mojado, a pesar de haber sido retobados en cuero fresco, con la mayor prolijidad, en el
fuerte Sarmiento.
Yo estaba contrariadísimo; ya sabía por experiencia cuán delicado el paladar de los
indios, pues muchísimas veces se sentaron a mi mesa en el Río Cuarto, teniendo ocasión al
mismo tiempo, de admirar la destreza con que esgrimían los utensilios gastronómicos, la
cuchara y, el tenedor; lo bien que manejaban la punta del mantel para limpiarse la boca, el
perfecto equilibrio con que llevaban la copa rebosando de vino a los labios.
Tengo muy presente un rasgo de buena crianza de Achauentrú, capitanejo de Mariano
Rosas.
Comía en mi mesa; el asistente que le servía le pasó la azucarera, y como el indio viese
que no tenía cuchara dentro, echó la vista al platillo de su taza de café y como viese que
tampoco tenía cucharita miró al soldado, y lo mismo que lo habría hecho el caballero más
cumplido, le dijo:
-¡Cuchara!
-Pronto, hombre, una cuchara para Achauentrú -le grité yo, cambiando miradas de
inteligencia con todos los presentes, como diciendo: Positivamente, no es tan difícil
civilizar a estos bárbaros.
Avisaron que el charqui estaba soasado y los choclos cocidos, pronto el pucherete.
-A comer -llamé.
Y sentándonos todos en rueda, comenzó el almuerzo, ocupando las visitas los asientos
preferentes, que eran al lado de los franciscanos y de mí.
Las dos chinas estaban hermosísimas, su tez brillaba como bronce bruñido; sus largas
trenzas negras como el ébano y adornadas de cintas pampas caían graciosamente sobre las
espaldas; sus dientes cortos, iguales y limpios por naturaleza, parecían de marfil; sus
manecitas de dedos cortos, torneados y afilados; sus piececitos con las uñas muy
recortadas, estaban perfectamente aseados.
Esa mañana, en cuanto salió el sol, se habían ido a la costa de la laguna, se habían dado
un corto baño, y recatándose un tanto de nosotros, se habían pintado las mejillas y el labio
inferior, con carmín que les llevan los chilenos, vendiéndoselos a precio de oro.
María, la cuñada de Villarreal, más coqueta que su hermana la casada, se había puesto
lunarcitos negros, adorno muy favorito de las chinas.
Para el efecto hacen una especie de tinta de un barro que sacan de la orilla de ciertas
lagunas, barro de color plomizo, bastante compacto, como para cortarlo en panes y secarlo
así al sol, o dándole la forma de un bollo.
El charqui estaba sabrosísimo -a buena gana no hay pan duro, dice el adagio viejo-, el
pucherete suculento; los choclos dulces y tiernos como melcocha.
Los cristianos comimos bien; Villarreal y las chinas se saturaron con aguardiente.
Villarreal lo hizo hasta caldearse, término que, entre los indios, equivale a lo que en
castellano castizo significa ponerse calamucano.
Llegó el turno del mate de café; no teniendo otro postre, y habiéndome apercibido de
que nos rondaban algunos indios, recién llegados, los llamé, los convidé a tomar asiento en
nuestra rueda y les di unos buenos tragos del alcohólico anisado.
Hice acuerdos en ese momento de que no me había informado del cabo conductor de las
cargas de las novedades del camino; y que aquél, no habiendo sido interrogado, nada me
había dicho al respecto.
Rumiaba si le llamaría o no en el acto, cuando ciertas palabras cambiadas entre mis
ayudantes me hicieron colegir que algo curioso había ocurrido.
Me resolví al interrogatorio, diciendo incontinenti:
-¡Qué llamen al cabo Mendoza!
-¡Mendoza! ¡Mendoza!, lo llama el Coronel -oyose. Y acto continuo se presentó el cabo,
cuadrándose militarmente.
-Y, ¿cómo ha ido por el camino? -le pregunté.
- Medio mal, mi Coronel -me contestó.
-¿Por qué no me habías dicho nada?
-Porque usía no me preguntó nada.
-Yo creía que no hubiera habido novedad, y tú debías haber pedido la venia para
hablarme.
El cabo agachó la cabeza y no contestó.
-Bueno, pues, cuéntame lo que te ha sucedido.
-Señor, cuando íbamos llegando a un charco que está allicito no más, cerca del médano
de la Verde, me salió un indio malazo, con cuatro más, diciéndome:
-Ese soy Wenchenao, ése mi toldo, ésa mi tierra. ¿Con permiso de quién pasando?
-Voy con el Coronel Mansilla.
-Ese Coronel Mansilla, ¿con permiso de quién pisando mi tierra?
-Eso no sé yo, amigo, déjeme seguir mi camino.
Los indios nos ponían las lanzas en el pecho y las hincaban a las mulas en el anca para
hacerlas disparar.
-No siguiendo camino si no pagando.
-¿Y qué quiere que le pague, amigo? ¿nove que lo que llevamos es para el cacique
Mariano?
-Entonces dando, mejor. Mariano teniendo mucho; padre Burela viniendo con mucho
aguardiente.
Mientras estábamos en esa conversación, mi Coronel, uno de los indios descargó una
mula, y llegaron unas chinas con unas pavas, las llenaron bien, echaron bastante azúcar,
tabaco y papel en un poncho y se fueron.
Wenchenao nos dijo entonces:
-Bueno, amigo, siguiendo camino no más, pero dando camisa, pañuelo, calzoncillo.
Y hasta que no les dimos algo de eso, no nos quitaron las lanzas del pecho, ni nos
dejaron pasar.
-Pues has hecho buena hazaña -le dije- ¿Conque tres hombres se han dejado saquear por
unos cuantos indios rotosos?
-¿Y qué habíamos de hacer, mi Coronel? -contestó-, que por hacer pata ancha, nos
hubieran quitado todo.
-Tienes razón -le dije-; retírate.
Dio media vuelta, hizo la venia y se alejó.
Aprovechando la presencia de Villarreal y de los otros indios, simulé el mayor enojo e
indignación; me levanté de la rueda del fogón; paseándome de arriba abajo exclamaba a
cada rato:
-¡Pícaros!, ¡ladrones! -rellenando estas palabras con imprecaciones por estilo de ésta-:
¡Ojalá me hagan algo a mí, para que se los lleve el diablo!
Los indios, sin excepción alguna, me oían fulminar rayos y centellas contra ellos, sin
decir una palabra, sin moverse siquiera de su lugar.
Sólo cuando parecía calmado, Villarreal, medio entre San Juan y Mendoza, valiéndome
de la metáfora de la tierra, se levantó y viniendo a mí con paso vacilante y aire receloso, me
dijo:
-Tenga paciencia, mi Coronel.
-¿Qué paciencia quiere que tenga con esta canalla? -le contesté.
Siguió rogándome que me calmara, y yo contestando, y, después de escucharle una larga
explicación sobre cómo eran los indios, la diferencia que había entre uno trabajador y uno
ladrón, nos quedamos muy amigos.
Hecha la comedia, pedí más aguardiente, y volví a convidar a los indios del fogón.
Por supuesto que la señora de Villarreal y su hermana no dejaron de dirigirme algunas
exhortaciones amables, que finalizaban todas con esta frase: tenga paciencia, señor.
Viendo que los huéspedes se iban caldeando, creí oportuno hacer cesar las libaciones.
-Dando, dando más, Coronel -me decían varios a la vez, ya caldeados, queriendo
rematar.
No hubo tutía.
Viéndome firme, fueron despejando el campo uno tras de otro.
Villarreal y sus chinas me pidieron los caballos para retirarse.
Me daban un solo sobre el modo de tratar a los indios, sobre las relevantes prendas del
carácter de Ramón, su cacique inmediato, en los momentos que se presentó un precursor de
Caniupán, diciéndome que éste no tardaría en llegar; que en Leubucó se hacían grandes
preparativos para recibirme, ponderando con tales aspavientos la indiada que se había
reunido, los cohetes que se quemarían, que era cosa de chuparse los dedos de gusto,
pensando en la imperial recepción que me aguardaba.
Presentose por fin Caniupán con unos cuarenta individuos vestidos de parada, es decir,
montando briosos corceles enjaezados con todo el lujo pampeano, con grandes testeras,
coleras, pretales, estribos y cabezadas de plata, todo ello de gusto chileno.
Los jinetes se habían puesto sus mejores ponchos y sombreros, llevando algunos bota
fuerte, otros de potro y muchos la espuela sobre el pie pelado.
Levanté el campamento; me despedí de las visitas, y escoltado por Caniupán, tomé el
camino de Leubucó.
Mañana haré mi entrada triunfal allí.
- XX El camino de Calcumuleu a Leubucó. Los indios en el campo. Su modo de marchar. Cómo
descansan a caballo. Qué es tomar caballos a mano. No había novedad. Cruzando un monte.
Se divisa Leubucó. Primer parlamento. Cada razón son diez razones.
El camino de Calcumuleu a Leubucó corría en línea paralela con el bosque que teníamos
hacia el naciente, buscando una abra, que formaba una gran ensenada. De trecho en trecho
se bifurcaba, saliendo ramales de rastrilladas para las diversas tolderías. Reinaba mucho
movimiento en el desierto.
De todos lados asomaban indios, al gran galope siempre, sin curarse de los obstáculos
naturales del terreno, donde caballos educados como los nuestros o los ingleses habrían
caído postrados de fatiga a los diez minutos por vigorosos que hubieran sido. Subían
rápidos a la cumbre de los médanos de movediza arena y bajaban con la celeridad del rayo;
se perdían entre los montecillos de chañar, apareciendo al punto; se hundían en las blandas
sinuosidades y se alzaban luego; se tendían a la derecha, evitando un precipicio, después a
la izquierda rehuyendo otro, y así ora en el horizonte, ora fuera de la vista del plano
accidentado, cuando menos pensábamos brotaban a nuestro lado, por decirlo así,
incorporándose a mi comitiva.
Ibamos formados a ratos, yendo yo con Caniupán adelante, sus indios atrás y después de
éstos mi gente; otras veces en dispersión.
Andando con indios no es posible marchar unidos.
Ellos le aflojan la rienda al caballo para que dé todo lo que puede, sin apurarlo nunca; de
modo que los jinetes cuyo caballo tiene el galope corto se quedan atrás y los otros se van
adelante.
Toda marcha de indios se inicia en orden; al rato se han desparramado como moscas,
salvo en los casos de guerra. En ésta, pelean unidos o en dispersión, a pie unos, a caballo
otros, interpolados todos según las circunstancias.
En un combate que mis fuerzas tuvieron con ellos en los Pozos Cavados, pelearon
interpolados. Mi gente, siendo inferior en número, había echado pie a tierra. Le llevaron
tres cargas, que fueron rechazadas a balazos, y al dar vuelta caras, los pedestres se
agarraban de las colas de los caballos, y ayudados por el impulso de éstos, se ponían en un
verbo fuera del alcance de las balas.
En marcha que no es militar, los indios no reconocen jerarquías.
Lo mismo es para ellos la derecha que la izquierda, ir adelante que atrás: -el capitanejo,
el cacique menor o mayor, todo es igual al último indio. El terreno, el aire de la marcha y el
caballo deciden del puesto que lleva cada uno. ¿Va bien montado el cacique? Se le verá
adelante, muy adelante. ¿Va mal montado? Se quedará rezagado. Y el lujo consiste en tener
el caballo de galope más largo, de más bríos y de mayor resistencia.
Ya veremos cómo los mismos caballos que nos roban a nosotros, pues ellos no tienen
crías ni razas especiales, sometidos a un régimen peculiar y severo, cuadruplican sus
fuerzas, reduciéndonos muchas veces en la guerra a una impotente desesperación.
Al llegar a la entrada del bosque, viendo que mi gente marchaba formando una chorrera
y que mis caballos no podían resistir a un galope largo sostenido por la arena, que se
enterraban hasta las rodillas no obstante que seguíamos las sendas de la rastrillada, le dije a
Caniupán:
-Hagamos alto un rato, los padrecitos vienen muy cansados.
Era un pretexto como cualquier otro.
Caniupán sujetó de golpe su caballo, yo el mío, los que nos seguían unos después de
otros; lo mismo hicieron los indios que nos precedían, cuando se apercibieron de que
estábamos parados, y poco después formábamos dos grupos, envueltos en una nube de
arena.
Para ganar tiempo y dar más alivio a mis cabalgaduras, mandé mudarlas. Los indios no
echaron pie a tierra. Tienen ellos la costumbre de descansar sobre el lomo del caballo. Se
echan como en una cama, haciendo cabecera del pescuezo del animal, y extendiendo las
piernas cruzadas en las ancas, así permanecen largo rato, horas enteras a veces. Ni para dar
de beber se apean; sin desmontarse sacan el freno y lo ponen. El caballo del indio, además
de ser fortísimo, es mansísimo. ¿Duerme el indio?, no se mueve. ¿Está ebrio?, le acompaña
a guardar el equilibrio. ¿Se apea y le baja la rienda?, allí se queda. ¿Cuánto tiempo?, todo el
día. Si no lo hace es castigado de modo que entienda por qué. Es raro hallar un indio que
use manea, traba, bozal y cabestro. Si alguno de estos útiles lleva de seguro que anda
redomoneando un potro, o en un caballo arisco, o enseñando uno que ha robado en el
último malón.
El indio vive sobre el caballo, como el pescador en su barca: su elemento es la Pampa,
como el elemento de aquél es el mar.
¿Adónde va un indio que no ensille, que no salte en pelo? ¿Al toldo vecino que dista
cuadras? Irá a caballo. ¿Al arroyo, a la laguna, al jagüel, que están cerca a su misma
morada? Irá a caballo. Todo puede faltar en el toldo de un indio. Será pobre como Adán.
Hay una cosa que jamás falta. De día, de noche, brille espléndido el sol o llueva a cántaros,
en el palenque hay siempre enfrenado y atado de la rienda un caballo.
A horse ¡A horse! ¡My kingdom for a horse!
Todo, todo cuanto tiene dará el indio en un momento crítico, por un caballo.
Mudábamos, tomando a mano.
Es una operación campestre entretenida, no haciéndola torpemente, es decir, enlazando.
Cada grupo de mi gente rodeaba su tropilla. La madrina estaba maneada. Los animales
remolineaban a su alrededor. Entre varios tenían dos o más lazos formando un círculo a
manera de corral. Entraban en él, uno después de otro, por turno de numeración, los que
iban a mudar. El encargado de la tropilla elegía un caballo de los menos sobados, lo
designaba diciendo verbigracia: el oscuro overo, para el número 4; y el individuo
determinado así, con el freno y el bozal en la siniestra, se acercaba a aquél con maña, con
cuidado de no asustarlo, buscándole la vuelta, echándole de lejos sobre el lomo, si no era
manso, la punta de la rienda o del cabestro, a cuyo contacto se queda casi siempre quieto el
manso y dócil corcel.
La operación de mudar tomando a lazo en el medio del campo, a más del riesgo de que
los caballos menos asustadizos se espanten, disparen y se alcen, es sumamente morosa,
requiere gran destreza y ofrece peligros; de todos los ejercicios del gaucho, del paisano, el
más fuerte, el más difícil y el más expuesto de todos es el del lazo. Cualquiera maneja en
poco tiempo regularmente las boleadoras. Ni ser muy de a caballo se requiere: siquiera
mucha fuerza. El manejo del lazo al contrario, demanda completa posesión del caballo,
vigor varonil y agilidad.
Mientras mudábamos, llegaron varios indios del norte, de afuera, como dicen ellos.
Nosotros le llamamos así al sur.
Viendo sus caballos tan trasijados, le pregunté a Caniupán:
-¿De dónde vienen éstos?
-Esos viniendo de afuera, boleando -me contestó.
Eran las últimas descubiertas que regresaban, pero Caniupán no quería confesarlo.
-¿Qué habiendo por los campos, hermano? -le agregué.
-Muy silencio estando Cuero, Bagual y Tres Lagunas.
-¿Entonces, indios no desconfiando ya de mí? -proseguí.
Camilo Arias interrumpía el diálogo, avisándome que estábamos prontos.
-¡A caballo! -grité, montamos, nos pusimos en marcha, y pocos minutos después
entrábamos en el monte de Leubucó.
Sendas y rastrilladas grandes y pequeñas, lo cruzaban como una red, en todas
direcciones. Galopábamos a la desbandada. Los corpulentos algarrobos, chañares y
caldenes, de fecha inmemorial; los mil arbustos nacientes desviaban la línea recta del
camino, obligándonos a llevar el caballo sobre la rienda para no tropezar con ellos, o
enredarnos en sus vástagos espinosos y traicioneros,
Nuestros caballos no estaban acostumbrados a correr por entre bosques. Teníamos que
detenernos constantemente por ellos, expuestos a rodar, y por nosotros mismos, expuestos a
quedarnos colgados de un gajo como arrebatados por un garfio.
La torpeza nuestra era sólo comparable a la habilidad de los indios; mientras nosotros, a
cada paso, hallábamos una barrera que nos obligaba a abreviar el aire de la marcha, a ir al
trote y al tranco, hacer alto y proseguir, ellos seguían imperturbables su camino, veloces
como el viento. Pronto, pues, salieron ellos del bosque, quedándonos nosotros atrás. Yo no
podía perder de vista que conmigo iban los franciscanos, y no era cosa de dejarlos en el
camino, ni de exponerlos a columpiarse contra su gusto en un algarrobo. Demasiada
paciencia habíamos tenido ya, para perderla cuando llegábamos, Dios mediante, al término
de la jornada.
Los indios me esperaban en una aguadita al salir del bosque; en un gran descampado,
sucesión de médanos pelados, tristes, solitarios.
A lo lejos, como una faja negra, se divisaba en el horizonte la ceja de un monte.
-Allí es Leubucó -me dijeron, señalándome la faja negra.
Fijé la vista, y, lo confieso, la fijé como si después de una larga peregrinación por las
vastas y desoladas llanuras de la Tartaria, al acercarme a la raya de la China, me hubieran
dicho: ¡allí es la gran muralla!
Voy a penetrar, al fin, en el recinto vedado.
Los ecos de la civilización van a resonar pacíficamente por primera vez, donde jamás
asentara su planta un hombre del coturno mío.
Grandes y generosos pensamientos me traen; nobles y elevadas ideas me dominan; mi
misión es digna de un soldado, de un hombre, de un cristiano -me decía; y veía ya la hora
en que reducidos y cristianizados aquellos bárbaros, utilizados sus brazos para el trabajo,
rendían pleito homenaje a la civilización por el esfuerzo del más humilde de sus servidores.
Aspiraciones del espíritu despierto, que se realizan con más dificultad que las mismas
visiones del sueño, ¡apartaos!
El hombre no es razonable cuando discurre, sino cuando acierta.
Vivimos en los tiempos del éxito.
Nadie lucha contra los que tienen treinta legiones aunque la conciencia pueda más que
todas las legiones del mundo.
Alguien habrá que lo intente algún día. Y no con el desaliento del gladiador, que
anticipándose a su destino y mirando al César encumbrado sobre las más altas gradas del
circo, exclamaba: "Los que van a morir os saludan", sino como el fuerte y viril republicano:
"Primero muerto que deshonrado"
Donde los indios me esperaban, hicimos alto: mandé aflojar las cinchas, dar un descanso
a los caballos y de beber después.
Hecho esto, en dos grupos unidos que no tardaron en deshacerse, nos pusimos en
marcha al galope, con la mirada fija en la faja negra.
Galopábamos en alas de la impaciencia y de la curiosidad.
No había sido fácil empresa llegar hasta la morada de Mariano Rosas. ¡Hasta los
bárbaros saben rodearse de aparato teatral para deslumbrar o embaucar a la multitud!
De repente hizo alto un grupo de indios que nos precedía.
-Hay alguna novedad -me dijo Mora-, porque si no aquéllos no se habrían parado.
-¿Y qué será?
-Cuando menos han avistado algún parlamento.
-¿De quién?
-Del General Mariano.
-¿Y cuántos tendremos que encontrar antes de llegar a Leubucó?
-Quién sabe, señor; eso depende de los honores que el General le quiera hacer.
Un indio venía a media rienda hacia nosotros, destacado del grupo que acababa de hacer
alto, en busca de Caniupán.
Sujetamos.
Habló con él en su lengua y luego, partió a escape, contramarchando. Caniupán me dijo:
-Viniendo parlamento.
-Me alegro mucho.
-Topando con él, galope.
-Bueno, topando al galope.
Y esto diciendo, nos pusimos al gran galope sin reparar en nada.
Yo echaba de cuando en cuando la vista atrás, y veía a mis franciscanos, expuestos sin
remisión a dar una furiosa rodada, y contenía un tanto la carrera de mi caballo para, que
aquéllos se me incorporan, pues Caniupán me decía a cada momento: Poniendo padre a tu
lado.
Así íbamos ganando terreno, levantando torbellinos de arena rodando más de cuatro en
pocos instantes y viendo una nube que transparentaba diversos colores, avanzar sobre
nosotros.
Coronamos el dorso de un médano y distinguimos claramente un grupo como de
cincuenta jinetes.
-Ese son, poquito galope -dijo Caniupán recogiendo su caballo.
-Bueno, amigo -le contesté, igualando mi caballo con el suyo.
Así seguimos un momento, hasta que hallándonos como a seiscientos metros:
-¡Ese son hermano, topando! -dijo Caniupán y se lanzó violento. Le seguí y mi gente me
imitó.
Los franciscanos no se quedaron atrás.
Yo no sé cómo hicieron; pero el hecho es que llegaron junto conmigo hasta el punto en
que diciendo y haciendo, Caniupán gritó:
-¡Parando, hermano!
Los dos grupos, el que iba y el que venía, sujetamos al mismo tiempo, quedando como a
veinte pasos uno de otro.
Del que venía salió un indio.
Del nuestro salió otro.
Se colocaron equidistantes de sus respectivos grupos y mirando el uno para el norte y el
otro para el sur, tomó la palabra el que venía de Leubucó.
¿Cuánto tiempo habló?
Hablaría seguido, sin interrupción alguna, sin tragar la saliva, como cinco minutos.
¿Qué dijo?
Lo sabremos después.
Le contestó el otro en la misma forma y modo.
¿Qué dijo?
Lo sabremos también después.
Tres preguntas y respuestas se hicieron.
Le pregunté a Mora qué habían conversado.
Me contestó que el uno me había saludado, y el otro había contestado por mí; que el uno
representaba a Mariano Rosas y el otro me representaba a mí, según orden de Caniupán que
acababa de recibir.
-Pero, hombre -le observé-, ¿tanto ha hablado sólo para saludarme?
-Sí, mi Coronel, es que los dos son buenos lenguaraces -oradores quería decir.
-Pero, hombre -insistí-, si han hablado un cuarto de hora, ¿cómo no han de haber hecho
más que saludarme?
-Mi Coronel, es que las razones que traía el parlamento de Mariano las ha hecho muchas
más, y el de Ud. ha hecho lo mismo para no quedar mal.
-Y ¿cuántas razones traía el de Mariano?
-¡Tres razones no más!
-¿Y qué decían?
-Que cómo está usía, que cómo le ha ido de viaje, que si no ha perdido caballos, porque
en los campos solos siempre suceden desgracias.
-¿Y para decir eso ha charlado tanto, hombre?
-Sí, mi Coronel; no ve que cada razón la han hecho diez razones.
¿Y qué es eso, hombre?
Es, mi Coronel...
Decía esto Mora, cuando Caniupán nos interrumpió, proponiéndome que saludara a la
comisión que acababa de llegar.
Deferí a su indicación y comenzó el saludo.
Tendrás paciencia, hasta mañana, Santiago amigo, y el paciente lector contigo.
La paciencia es una virtud que conviene ejercitar en las cosas pequeñas, que en las
grandes yo opino como Romeo, por boca de Shakespeare.
- XXI En qué consiste el arte de hacer de una razón varias, razones. De cuántos modos conversan
los indios. Sus oradores. Sus rodeos para pedir. Precauciones de los caciques antes de
celebrar una junta. Numeración y manera de contar de los ranqueles.
Aprovechando una parada, interrogué a Mora, que tomó la palabra para explicarme en
qué consiste el arte de hacer de una razón, dos o más razones.
A su modo me hizo un curso de retórica completo. Ya he dicho que es un hombre
perspicaz y si no lo he dicho, viene aquí a pelo decirlo.
Los indios ranqueles tienen tres modos y formas de conversar.
La conversación familiar.
La conversación en parlamento.
La conversación en junta.
La conversación familiar es como la nuestra, llana, fácil, sin ceremonias, sin figuras, con
interrupciones del o de los interlocutores, animada, vehemente, según el tópico o las
pasiones excitadas.
La conversación en parlamento está sujeta a ciertas reglas; es metódica, los
interlocutores no pueden, ni deben interrumpirse; es en forma de preguntas y respuestas.
Tiene un tono, un compás determinado, su estribillo y actitudes académicas, por decirlo
así.
El tono y el compás pueden sólo compararse a lo que en las festividades religiosas se
canta con el nombre de villancico.
Es algo cadencioso, uniforme, monótono, como el murmullo de la corriente del agua.
Yo no conozco suficientemente la lengua araucana para consignar una frase.
Pero al penetrante lector, y tú, Santiago, que a este respecto te pierdes de vista, haciendo
un pequeño esfuerzo, me comprenderán,
Voy a estampar sonidos cuya eufonía remeda la de los vocablos araucanos.
Por ejemplo:
Epú, bicú, mucú, picú, tanqué, locó, paine, bucó, có, rotó, clá, aimé, purrá, cuerró, tucá,
claó, tremen, leuquen, pichun, mincun, bitooooooon!
Supongamos que los sonidos enumerados hayan sido pronunciados con énfasis, muy
ligero, sin marcar casi las comas, y que el último haya sido pronunciado tal cual está escrito
a manera de una interjección prolongada hasta donde el aliento lo permite.
Supongamos, algo más, que esos sonidos imitativos representando palabras bien
hilvanadas, quisieran decir:
Manda preguntar Mariano Rosas, que ¿cómo le ha ido anoche por el campo con todos
sus jefes y oficiales?
O, en los términos de Mora, supongamos que esa interrogación sea una razón.
Pues bien, convertir una razón en dos, en cuatro o más razones, quiere decir, dar vuelta
la frase por activa y por pasiva, poner lo de atrás adelante, lo del medio al principio, o al
fin; en dos palabras, dar vuelta la frase de todos lados.
El mérito del interlocutor en parlamento, su habilidad, su talento, consiste en el mayor
número de veces que da vuelta cada una de sus frases o razones; ya sea valiéndose de los
mismos vocablos o de otros; sin alterar el sentido claro y preciso de aquéllas.
De modo que los oradores de la pampa son tan fuertes en retórica, como el maestro de
gramática de Moliére, que instado por el Bourgeois gentil-homme, le escribió a una dama
este billete: "Madame, vos bells yeux, me font mourir d'amour". Y no quedando satisfecho
el interesado: "Vos bells yeux, madame, me font mourir d'amour". Y no gustándole esto:
D'amour, madame, vos bells yeux me font mourir". Y no queriendo lo último: "Me font
mourir d'amour vos bells yeux, madame". Con lo cual el Bourgeois se dio por satisfecho.
La gracia consiste en la más perfecta uniformidad en la entonación de las voces. Y,
sobre todo, en la mayor prolongación de la última sílaba de la palabra final.
Una cantante que aprendiera el araucano, haría furor entre los indios por su extensión de
voz, si la tenía, y por otros motivos, de que se hablará a su tiempo. No es posible poner
todo en la olla de una vez.
Esa última sílaba prolongada, no es una mera fioritura oratoria. Hace en la oración los
oficios del punto final: así es que en cuanto uno de los interlocutores la inicia, el otro rumia
su frase, se prepara, toma la actitud y el gesto de la réplica, todo lo cual consiste en agachar
la cabeza y en clavar la vista en el suelo.
Hay oradores que se distinguen por su facundia; otros por su facilidad en dar vuelta una
razón: éstos, por la igualdad cronométrica de su dicción, aquéllos por la entonación
cadenciosa; la generalidad por el poder de sus pulmones para sostener, lo mismo que si
fuera una nota de música, la sílaba que remata el discurso.
Mientras dos oradores parlamentan, los circunstantes les escuchan y atienden en el más
profundo silencio, pesando el primer concepto o razón, comparándolo con el segundo, éste
con el tercero, y así sucesivamente, aprobando y desaprobando con simples movimientos de
cabeza.
Terminado el parlamento, vienen los juicios y discusiones sobre las dotes de los que han
sostenido el diálogo.
La conversación en parlamento, tiene siempre un carácter oficial. Se la usa en los casos
como el mío, o cuando se reciben visitas de etiqueta.
No hay idea de lo cómico y ceremonioso que son estos bárbaros. Si el cacique recibe
durante el día veinte capitanejos, con los veinte cambia las mismas preguntas y respuestas,
empezando por preguntarles por el abuelo, por el padre, por la abuela, por la madre, por los
hijos, por todos los deudos, en fin.
Después de esta serie de preguntas sacramentales, inevitables, infalibles, vienen otras de
un orden secundario, que completan el ritual, referentes a las novedades ocurridas en los
campos y en la marcha, haciendo siempre los caballos un papel principal.
Los indios se ocupan de éstos a propósito de todo. Para ellos los caballos son lo que para
nuestros comerciantes el precio de los fondos públicos. Tener muchos y buenos caballos; es
como entre nosotros tener muchas y buenas fincas. La importancia de un indio se mide por
el número y la calidad de sus caballos. Así, cuando quieren dar la medida de lo que un indio
vale, de lo que representa y significa, no empieza por decir: tiene tantos o cuantos rodeos de
vacas, tantas o cuantas manadas de yeguas, tantas o cuantas majadas de ovejas y cabras,
sino tiene tantas tropillas de obscuros, de overos, de bayos, de tordillos, de gateados, de
alazanes, de cebrunos, y resumiendo, pueden cabalgar tantos o cuantos indios; lo que quiere
decir, que en caso de malón podrá poner en armas muchos, y que si el malón es coronado
por la victoria, tendrá participación en el botín con arreglo al número de caballos que haya
suministrado, según lo veremos cuando llegue el caso de platicar sobre la constitución
social, militar y gubernativa de estas tribus.
Mariano Rosas tiene la fama de un orador de nota. Cuando lleguemos a su toldo,
penetremos en el recinto de su hogar, cuente sus costumbres, su vida, sus medios de
gobierno y de acción, será ocasión de comprobarlo con ejemplos palmarios, probando a la
vez que hasta entre los bárbaros la elocuencia unida a la prudencia puede disputarle la
palma con éxito completo al valor y a la espada.
Tomando el hilo de mi interrumpido relato sobre los diferentes modos de conversar de
los ranqueles, agregaré, que en pos de las interrogaciones y contestaciones sobre la salud de
la familia y las novedades de los campos, vienen otras sin importancia real, y que después
de muchas idas y venidas, vueltas y revueltas, recién se llega al grano.
Un indio, cuando va de visita con el objeto de pedir algo, no descubre su pensamiento a
dos tirones. Saluda, averigua todo cuanto puede serle agradable al dueño de casa,
devolviendo los cumplimientos con cumplimientos, las ofertas y promesas con ofertas y
promesas; se despide: parece que va a irse sin pedir nada; pero en el último momento
desembucha su entripado; y no de golpe, sino poco a poco. Primero pedirá yerba. ¿Se la
dan? Pedirá azúcar. ¿Se la dan? Pedirá tabaco. ¿Se lo dan? Pedirá papel. Y mientras le
vayan concediendo o dando, irá pidiendo, y habrá pedido lo que fue buscando, que era
aguardiente. El golpe de gracia viene entonces, pide por fin lo que más le interesa y si no le
niegan contestará: no dando lo más; pero dando aguardiente.
Esta táctica socarrona no la emplea el indio solamente en sus relaciones con los
cristianos. Disimulado y desconfiado por carácter y por educación, así procede en todas las
circunstancias de su vida. Tiene mil reservas en todo y mil cosas reservadas. No hay indio
que no sea poseedor de uno o unos cuantos secretos, sin importancia, quizá, pero que no
descubrirá sino por interés. Este conoce él solo una laguna, aquél un médano, el otro una
cañada; éste una yerba medicinal, aquél un pasto venenoso el otro una senda extraviada por
el bosque. Y así dicen, no como los cristianos: -Yo conozco una laguna, una yerba, una
senda que nadie conoce; sino: -Yo tengo una laguna, y una yerba, una senda que nadie
conoce, que nadie ha visto, por donde nadie ha andado.
Decididamente, hoy estoy fatal para las digresiones. Tomé el hilo más arriba y me
apercibo que lo he vuelto a dejar. Para dejarlo del todo, me falta decir lo que es la
conversación en junta.
Es un acto muy grave y muy solemne. Es una cosa muy parecida al parlamento de un
pueblo libre, a nuestro congreso, por ejemplo. La civilización y la barbarie se dan la mano;
la humanidad se salvará porque los extremos se tocan. Y por más que digan que los
extremos son viciosos, Yo sostengo que eso depende de la clase de extremos. Seria malo,
irritante, odioso ser en extremo avaro; pero ¿quién puede tachar a un caballero por ser en
extremo generoso? Será una calamidad para una mujer ser en extremo fea. Pero ¿qué mujer
sostendrá que es una desgraciada ser en extremo hermosa?
¡Cuándo he dicho que estoy fatal para las digresiones!
Volvamos a la junta, a ver si se parece o no a lo que he dicho.
Reúnese ésta, nómbrase un orador, una especie de miembro informante, que expone y
defiende contra uno contra dos, o contra más, ciertas y determinadas proposiciones. El que
quiere le ayuda.
El miembro informante suele ser el cacique. El discurso se lleva estudiado, el tono y las
formas son semejantes al tono y las formas de la conversación en parlamento, con la
diferencia de que en la junta se admiten las interrupciones, los silbidos, los gritos, las burlas
de todo género. Hay juntas muy ruidosas pero todas excepto algunas memorables que
acabaron a capazos, tienen el mismo desenlace. Después de mucho hablar, triunfa la
mayoría aunque no tenga razón Y aquí es el caso de hacer notar que el resultado de una
junta se sabe siempre de antemano, porque el cacique, principal tiene buen cuidado de
catequizar con tiempo a los indios y capitanejos más influyentes en la tribu.
Todo lo cual prueba que la máquina constitucional llamada por la libertad Poder
Legislativo, no es una invención moderna extraordinaria; que en algo nos parecemos a los
indios, o, como diría Fray Gerundio: que en todas partes se cuecen habas.
Como las explicaciones de Mora interesasen, prolongué la parada hasta que no quedó ya
nada que saber en materia de conversaciones pampeanas.
-¡Vamos! -le dije a Caniupán, y diciendo y haciendo seguimos el camino de Leubucó.
Los indios se tendieron al galope. Por no recibir su polvo los imité.
Hacia el sur se alzaba en el horizonte una nube que parecía de arena.
-Son jinetes -dijeron algunos.
Yo fijé un instante la vista en ella, no descubrí nada.
Tenía interés en aprender a contar en lengua araucana. Me dirigí, pues, a Mora,
aprovechando el tiempo, ya que por algunos momentos me veía libre de embajadores,
mensajeros y parlamentarios, y le pregunté:
-¿Cómo se llaman los números en la lengua de los indios?
Mora no entendió bien la pregunta. Él sabía perfectamente bien lo que quería decir
cuatro, pero ignoraba qué era número.
Le dirigí la interpelación en otra forma, y el resultado fue que mis lectores mañana, y tú
después, Santiago amigo, sabrán contar en una lengua más:
Uno -quiñé.
Dos -epú.
Tres -clá.
Cuatro -meli.
Cinco -quehú.
Seis -caiú.
Siete -relgué.
Ocho -purrá.
Nueve -ailliá.
Diez -marí.
Cien -pataca.
Mil -barranca.
Ahora, cincuenta se dice quehú-marí; doscientos, epú-pataca; ocho mil, purrá-barranca;
y cien mil, pataca-barranca.
Y esto prueba dos cosas:
1º Que teniendo la noción abstracta del número comprensivo de infinitas unidades,
como un millón, que en su lengua se dice mari-pataca-barranca, estos bárbaros no son tan
bárbaros ni tan obtusos como muchas personas creen.
2º Que su sistema de numeración es igual al teutónico, según se ve por el ejemplo de
quehú-marí que vale tanto como cincuenta, pero que gramaticalmente es cinco-diez.
Si hay quien se haya afligido porque nuestro sistema parlamentario se parece al de los
ranqueles, ¡consuélese, pues!
Los alemanes, justamente orgullosos de ser paisanos de Schiller y de Goethe, se parecen
también a ellos. Bismarck, el gran hombre de Estado, contaría las águilas de las legiones
vencedoras en Sadowa, lo mismo que el indio Mariano Rosas cuenta sus lanzas al regresar
del malón.
Pero la nube de arena avanza...
- XXII Una nube de arena. Cálculos. El ojo del indio. Segundo parlamento. Se avista el toldo de
Mariano Rosas. Frente a él.
La nube de arena había llamado mi atención antes de empezar el diálogo con Mora, se
movía y avanzaba sobre nosotros, se alejaba, giraba hacia el poniente, luego, hacia el
naciente, se achicaba, se agrandaba, volvía a achicarse y a agrandarse, se levantaba,
descendía, volvía a levantarse y a descender; a veces tenía una forma, a veces otra, ya era
una masa esférica, ya una espiral, ora se condensaba, ora se esparcía, se dilataba, se
difundía, ora volvía a condensarse haciéndose más visible, manteniendo el equilibrio sobre
la columna de aire hasta una inmensa altura, ya reflejaba unos colores, ya otros, ya parecía
el polvo de cien ráfagas de viento errantes, otras el polvo de un rodeo de ganado vacuno
jinetes, ya el de potros alzados, unas veces polvo levantado por las que remolinea; creíamos
acercarnos al fenómeno y nos alejábamos, creíamos alejarnos y nos acercábamos, descubrir
visiblemente en su seno objetos y nada veíamos, creíamos juguetes de la óptica la imagen
de algo que se movía velozmente de un lado a otro, de arriba abajo, que iba y venía, que de
repente se detenía partiendo súbito luego: íbamos a llegar y no llegábamos, porque el
terreno se doblaba en médanos abruptos, subíamos, bajábamos, galopábamos, trotábamos
con la imaginación sobreexcitada, creyendo llegar en breve a una distancia que despejara la
incógnita de nuestra curiosidad; pero nada, la nube se apartaba del camino como huyendo
de nosotros, sin cesar sus variadas y caprichosas evoluciones, burlando el ojo experto de los
más prácticos, dando lugar a conjeturas sin cuento, a apuestas y disputas infinitas.
Así seguíamos nuestro camino, derrotados por aquella nube extraña, cuando divisamos
en dirección a Leubucó unos polvos que momentáneamente fijaron nuestra atención,
apartándola de lo que la traía preocupada en tan alto grado.
No tardamos en cerciorarnos de que los polvos eran de un grupo bastante crecido de
indios que al gran galope se dirigían hacia nosotros. Tienen ellos un modo tan peculiar de
andar por los campos que no era fácil confundirlos con otra cosa.
Volvimos, pues, a fijar la vista en la nube aquella que nos había ganado el flanco
izquierdo y que ya afectaba un aspecto más conocido, transparentando formas movibles de
seres animados. En ese momento los polvos se tendieron hacia el oriente, formando un
círculo inmenso, y como queriendo envolver dentro de él todo cuanto andaba por los
campos. Al mismo tiempo divisamos otros polvos en el rumbo que llevábamos y oyéronse
varias
-¡Aquéllos andan boleando!
-¡Aquéllos vienen para acá!
Mora me dijo:
-Esos polvos, señor, que tenemos al frente, han de ser de otro parlamento que viene a
saludarlo.
Para mis adentros exclamé: ¡Si se acabarán algún día los cumplidos!
Caniupán me dijo:
-Ese comisión grande viniendo a topar.
-Bueno -le contesté, y señalándole a la izquierda, preguntele: -¿Qué es aquello?
El indio fijó sus ojos en el espacio, recorrió rápidamente el horizonte y luego me
contestó:
-Boleando guanacos.
Efectivamente, la nube que por tanto tiempo había preocupado nuestra atención, estaba
ya casi encima de nosotros envolviendo en sus entrañas una masa enorme de guanacos que
estrechada poco a poco por los boleadores, venía a llevarnos por delante.
-¡Cuidado con las tropillas! -grité, Y haciendo alto las rodeamos, porque la masa de
guanacos podía arrebatarlas.
La tierra se estremecía como cuando la sacude el trueno, oíanse alaridos en todas
direcciones, sentíase un ruido sordo..., la masa enorme de guanacos, rompiendo la
resistencia del aire, pasó como un torbellino, dejándonos envueltos en tinieblas de arena.
Detrás pasaron los indios revoleando las boleadoras, convergiendo todos hacia el mismo
punto, que parecía ser una planicie que quedaba a nuestra derecha.
Cuando aquel aluvión de cuadrúpedos desfiló y disipándose las tinieblas de arena, se
hizo la luz, volvimos a ponernos al galope.
Según lo había calculado Mora, los polvos últimos que se avistaron eran otro parlamento
que venía.
Esta vez no fue un indio el que se destacó de él: destacáronse tres.
Al verlos Caniupán destacó otros tres.
Cruzáronse éstos a cierta altura con los otros, hablaron no sé qué y ambos grupos
prosiguieron su camino.
Llegaron a nosotros los tres que venían, y después que hablaron con Caniupán, díjome
éste:
-Formando gente, hermano, ese comisión.
Hice alto, di mis órdenes y formamos en batalla cubriéndome la retaguardia los indios
de Caniupán.
Púsose éste a mi lado derecho y por indicación suya coloqué los dos franciscanos a mi
izquierda, Mora se puso detrás de mí.
Una vez formados nos pusimos al galope. Galopamos un rato, y cuando la comisión que
venía se dibujó claramente sobre una pequeña eminencia del terreno, como a unos dos mil
metros de nosotros, Caniupán me dijo:
-Ese comisión lindo, hermano, ahora no más topando.
-Cuando guste, hermano, topando no más.
Los que venían hicieron alto; regresaron los tres indios de Caniupán y los otros tres
volvieron a los suyos.
Caniupán me dijo:
-Poquito parando, hermano.
-Bueno, hermano -le contesté, sujetando.
Destacó un indio sobre los que venían diciéndole no sé qué. Los otros hicieron lo
mismo.
Llegó el heraldo, habló con Caniupán y éste me dijo:
-Ahora topando, hermano.
-Cuando quiera topando, hermano.
Y esto diciendo nos pusimos al gran galope.
Los otros nos imitaron; venían formados en orden de batalla, haciendo flamear tres
grandes banderas coloradas, colocadas en largas cañas, que ocupaban los extremos y el
centro de la línea.
Marchamos así hasta quedar distantes unos de otros como cuatrocientos metros.
Caniupán me dijo:
-Cerquita ya, topando.
-Topando -le contesté.
El se lanzó a toda brida, yo le seguí, y los buenos franciscanos, haciendo de tripas
corazón, imitaron mi ejemplo.
Cuando íbamos materialmente a toparnos, sujetamos simultáneamente unos y otros,
quedando distantes veinte pasos.
El que presidía el parlamento destacó su orador.
Caniupán destacó el suyo.
Colocáronse equidistantes de sus respectivos grupos, mirando el uno al oriente y el otro
al occidente, y comenzó el parlamento.
Duró lo bastante para fastidiar a un santo.
Hablaba por los codos, prolongaba la última sílaba de la palabra final, como si su
garganta fuera un instrumento de viento, y tenía el arte de hacer de una razón quince
razones.
El orador que Caniupán nombró para que me representara, no le iba en zaga.
Así fue que no me valió acortar mis contestaciones.
Mi representante se dio maña para multiplicar mis razones, tanto como su interlocutor
multiplicaba las suyas.
Mariano Rosas me mandaba decir:
Que se alegraba mucho que fuera llegando a su toldo (1ª razón).
Que cómo me había ido de viaje (2ª razón).
Que si no había perdido algunos caballos (3ª razón).
Que cómo estaba yo y todos mis jefes, oficiales y soldados (4ª razón).
A estas cuatro razones, yo contesté con otras cuatro.
Pero como el orador de Mariano hizo las suyas sesenta razones, el mío hizo lo mismo
con las mías.
Después que estos interesantes saludos pasaron, tuve que dar la mano a todos. Eran unos
ochenta, entre ellos había muchos cristianos.
A cada apretón de manos, a cada abrazo, me aturdían los oídos con hurras y vítores.
Con los abrazos y los apretones de mano cesaron los alaridos.
Mezcláronse los indios que habían venido con los de Caniupán, y formando un solo
grupo y marchando todos en orden, proseguimos nuestro camino, avistando a poco andar
otros polvos.
-Ese, otro comisión-, me dijo Caniupán, señalándomelos.
-Me alegro mucho-, le contesté, diciendo interiormente: A este paso no llegaremos en
todo el día a Leubucó.
Subíamos a la falda de un medanito, y Mora me dijo:
-Allí es Leubucó.
Miré en la dirección que me indicaba, y distinguí confusamente a la orilla de un bosque
los aduares del cacique general de las tribus ranquelinas, las tolderías de Mariano Rosas.
Los polvos se acercaban velozmente. Llegó un indio: habló con Caniupán y éste destacó
otro. Después llegaron tres y Caniupán destacó igual número. Enseguida llegaron seis y
Caniupán destacó seis también.
Así, recibiendo y despachando mensajes y mensajeros, ganábamos terreno rápidamente,
de modo que no tardamos en avistar la nueva serie de embajadores en cuyas garras íbamos
a caer:
Caniupán me dijo:
-Ese comisión, lindo grandote.
-Ya veo que es linda -le contesté.
Y tenía razón en lo de grandote, porque, en efecto, formaban un grupo considerable.
Caniupán me dijo:
-Topando fuerte, hermano.
-Topando como guste -le contesté.
-Mandando hacer alto, hermano -agregó.
Hice alto.
-Formando gente, hermano -me dijo.
Llené sus indicaciones, y mi comitiva formó en batalla, poniéndome yo con los frailes al
frente en el orden de antes. Los indios de Caniupán me cubrieron la retaguardia y los otros,
haciendo dos alas, se colocaron a derecha e izquierda de mí. Las tres banderas ocuparon el
centro de la línea que formábamos, como a veinte pasos a vanguardia. Caniupán iba a mi
lado.
Formados en esa disposición, rompimos la marcha al galope.
Los que venían avanzaron también al galope.
Oyéronse toques de corneta.
Caniupán me dijo:
-Ese comisión ahorita topando.
-Ya lo veo -le contesté.
Galopamos algunos minutos -hicimos alto viendo que los que venían se habían paradoy
después que hablaron con Caniupán, trayendo y llevando mensajes varios indios,
continuamos la marcha.
A una indicación de corneta, Caniupán me dijo:
-Ahora topando ya, hermano.
Y como de costumbre, lanzose a media rienda, dándome el ejemplo.
Esta vez íbamos a toparnos a todo correr en medio de una espantosa algazara que hacían
los indios golpeándose la boca abierta con la palma de la mano.
El terreno salpicado de pequeños arbustos, blando y desigual, exponía a todos a una
tremenda rodada. No podíamos marchar en formación. Nos desbandábamos y nos uníamos
alternativamente. Los pobres frailes, encomendando su alma a Dios, me seguían lo más
cerca posible. Muchos rodaron, apretándolos enteros el caballo, y eran jinetes de primer
orden. ¡Sarcasmo de la vida! uno de los frailes rodó y salió parado.
Las dos comitivas avanzaban, íbamos materialmente a toparnos ya, cuando a una
indicación de corneta sujetaron los que venían y nosotros también.
Siguiose una escena igual a la anterior, entre dos oradores que se ocuparon una media
hora de mi salud y de mis caballos. Pero esta vez todo fue más soportable, porque mientras
los oradores multiplicaban sus razones con elocuente encarnizamiento, yo conversaba con
el capitán Rivadavia que había salido a mi encuentro.
Este valiente y resuelto oficial, prudente y paciente, me representaba hacía tres meses
entre los indios.
Le abracé con efusión, y uno de los momentos más gratos de mi vida ha sido aquél.
Quien haya alguna vez encontrado un compatriota, un amigo en extranjera playa o en
regiones apartadas y desconocidas, desiertas e inhabitadas, después de haber expuesto su
vida unas cuantas veces, podrá sólo comprender mis impresiones.
Terminados los saludos, que eran seis razones, las que fueron convertidas en sesenta de
una parte y otra, llegó el turno de los abrazos y apretones de mano. Esta vez no hubo más
alteración en el ceremonial que toques de corneta. Di unos ciento y tantos abrazos y
apretones de mano; y cuando ya no me quedaba costilla ni nervio en la muñeca que no me
doliera, comenzaron los alaridos de regocijo y los vivas, atronando los aires. Todo el
mundo, excepto mi gente, se desparramó gritando, escaramuceando, rayando los caballos,
ostentando el mérito de éstos y su destreza. Aquello era una verdadera fiesta, una fantasía a
lo árabe.
Así desparramados, dispersos, jineteando, marchamos un largo rato, viendo darse de
pechadas mortales a unos, rodar a otros, haciendo éstos bailar los caballos, tirándose los
unos al suelo en medio de la carrera y subiendo ágiles, corriendo los unos de rodillas sobre
el lomo de su caballo y los otros de pie, en una palabra, haciendo cada cual alguna pirueta.
A un toque de corneta se reunieron todos, y formamos como antes lo expliqué,
aumentando las alas los recién llegados.
Acababa de llegar un enviado de Mariano Rosas.
Su toldo estaba ahí cerca. Penetrar en él era cuestión de minutos, al fin.
Regresó el mensajero y Caniupán me dijo:
-Caminando poquito, hermano -dicho lo cual recogió su caballo y se puso al tranco.
Tuve que conformarme a su indicación. Recogí mi caballo e igualé el paso del suyo.
Llegó otro mensajero de Mariano Rosas, habló con Caniupán, y después me dijo éste:
-Parando, hermano.
Le habló a Mora en su lengua y éste me tradujo: que debíamos echar pie a tierra y
esperar órdenes.
El lector juzgará si había motivo para rabiar un rato.
Yo, que en esta excursión a los indios he aprendido una virtud que no tenía, que por
modestia callo, repito lo que antes he dicho: que no es tan fácil penetrar en el toldo del Sr.
General D. Mariano Rosas, como le llaman los suyos.
Y con esto termino aquí previniendo una cosa... No, no quiero prevenirla.
- XXIII Épocas buenas y malas. En qué cosas cree el autor. La cadena del mundo moral. ¿Será
cierto que los padres saben más que los hijos? El Capitán Rivadavia, Hilarión Nicolai.
Camargo. Dilaciones.
Con la última parada se me quemaron los libros. Es verdad que hace mucho tiempo que
en mis cálculos entra todo, menos lo principal.
El hombre suele tener épocas de graves errores, de imperdonables desaciertos y tristes
equivocaciones.
Como todo el que se ha lanzado sin preparación en la corriente de la vida lo sabe, hay
años buenos y malos, meses propicios y fatales, días color de rosa, días negros como el
hollín de una chimenea.
Años, meses y días en que a todo acertamos, en que nuestro espíritu parece tener su
geometría, en que todo nos halaga y nos sonríe.
Y, a la inversa, años, meses y días en que todo nos sale al revés.
Si amamos, nos olvidan; si vamos a la guerra, nos hieren o nos postergan; si somos
candidatos al parlamento, nos derrotan; si jugamos, perdemos; si tomamos comidas con
aceite, se nos indigestan; si compramos billetes de lotería, ni cerca le andamos a la suerte;
finalmente, hay temporadas aciagas en que ni por chiripa andamos bien. O, como dicen los
andaluces, temporadas en que nuestro estado normal es andar en la mala.
Esto debe consistir en algo.
Yo he pensado mucho en la justicia de Dios con motivo de ciertos percances propios y
ajenos, pues un hombre discreto debe estudiar el mundo y sus vicisitudes, en cabeza propia
y en cabeza ajena.
Y, francamente, hay momentos en que me dan tentaciones de creer que nuestro bello
planeta no está bien organizado.
¡Quién sabe si no entramos en un período de desequilibrio moral!
He de buscar algún amigo ducho en trotes de ciencia y conciencia que me indique si hay
algún tratado de mecánica terrenal, por el estilo del de Laplace.
Por lo pronto me he refugiado en un tratadito cuyo título es: "La moral aplicada a la
política, o el arte de esperar".
Debe ser muy bueno; es un libro chico y anónimo; hace tiempo vengo observando que
los mejores libros son los manuales, cuyo autor se ignora.
La razón creo hallarla en la modestia, sentimiento que anda generalmente a caballo.
En este tratadito pienso hallar la solución de muchas de mis dudas.
Yo tengo creencias y convicciones arraigadas, que las he sacado no sé de dónde -hay
cosas que no tienen filiación- y no quisiera perderlas o que se embrollaran mucho en los
archivos de mi imaginación.
Yo creo en Dios, por ejemplo, cosa en la que sin duda cree el respetable público -aunque
hay un refrán maldito que dice: Fíate en Dios y no corras.
Yo creo en la justicia y que las almas nobles deben hacérsela aun a aquellos mismos que
se la niegan a ellos; sin embargo, todos los días veo gente desesperada por la calle,
quejándose de que no hay justicia en la tierra.
Y hasta ahora les he oído decir a los que tienen y ganan pleitos: ¡Qué bien anda la
justicia!
¡Los mismos abogados no hacen otra cosa que gritar contra la justicia!
Dos alegatos distintos de bien probado sobre lo mismo, ¿qué implican?
Yo creo en la caridad, y mientras tanto, todo el día oigo hablar mal del prójimo, y veo
gente conducida al cementerio que no tiene tras de qué caerse muerta.
Yo creo en la religión; creo que el patriotismo, el honor, la probidad, el amor del
prójimo, son cuestiones de religión.
Mientras tanto, el otro día he leído en un libro italiano -estos italianos pierden la cabeza
cuando se ocupan de religión- que todas las religiones quieren hacerse ricas.
Yo creo en la Constitución y en las leyes; y un viejo muy lleno de experiencia que me
suele dar consejos, me dice: Todos gobiernan lo mismo, no es Rosas el que no puede.
Yo creo en el pueblo, y si mañana lo convocan a elecciones, resulta que no hay quien
sufrague.
Yo creo en el libre albedrío, y todos los días veo gentes que se dejan llevar de las narices
por otros; y mi noción de la responsabilidad humana se conmueve hasta en sus más sólidos
fundamentos.
Como se ve, yo creo en una porción de cosas muy buenas, muy morales y muy útiles.
El pulpero de enfrente no cree ni entiende nada de eso.
Pero lo pasa bien.
Tiene buena salud, una renta fija, una clientela segura: nadie le inquieta, ni le amenaza,
ni le fulmina. Es un desconocido; pero es una potencia.
La suerte debe entrar por mucho; porque de balde no han inventado el refrán: "Suerte te
dé Dios, hijo, que el saber poco te vale".
Y el apellido ha de influir también algo.
Es muy raro hallar un hombre que aborrezca a otro que no sabe cómo se llama.
Por eso, sin duda, los brasileños se mudan el nombre.
El otro día no se me ocurrió esto.
Cuando acabe de leer mi tratadito, he de estar ya en estado de curarme de todas mis
supersticiones.
Dentro de poco voy a ser un hombre completo, moralmente, bien entendido.
Entonces sí, ¿a que todo cuanto emprenda me sale a las mil maravillas?
¿A que si entablo un pleito gano?
¿A que si emprendo un viaje no naufrago?
¿A que si compro billetes de lotería me saco una suerte mayor?
¿A que si hago una campaña me dan un premio?
¿A que si vuelvo a los indios no me sucede lo que me ha sucedido, que me hagan
esperar tanto en el camino?
¿Será cierto que la experiencia es la madre de la ciencia?
Sin duda, por eso dicen que el diablo no sabe tanto por diablo, cuanto por ser viejo.
Se me había olvidado anotar, al enumerar mis creencias, que también creo en este
caballero. Le he visto varias veces.
¿Será cierto que mi anciano padre tiene razón en los consejos que me ha dado y me da,
consejos que en mi petulancia moderna jamás he querido seguir, tanto que, para saber cómo
piensa él, no hay más que averiguar cómo pienso yo?
¿Será cierto que la cadena del mundo moral se forma así vinculando la amarga
experiencia de ayer con los desencantos de hoy, metodizando y conformando nuestra vida
según los preceptos de los que han vivido y visto más que nosotros, orgullos filósofos de
papel?
¿Será cierto que el muchacho más instruido, más aventajado, más sabio, al lado de su
padre será siempre un niño de teta, un pigmeo?
¡Santiago amigo! ¿Será cierto que tu padre sabe más que tú?
¿Que el General Guido sabía más que Carlos, que es un mozo de sabiduría?
¿Que don Florencio Varela sabía más que Héctor, que sabe tantas cosas -más que
Mariano?, lo dudo.
¿Que mi padre sabe más que yo, que no soy muy atrasado que digamos, particularmente
en estudios sociales?
A mí me da por ahí. Mi fuerte es el conocimiento de los hombres.
¡Pero éstos me reservan unos desengaños!
Es con lo que pienso argüir al mocoso de mi hijo, cuando se me levante con el santo y la
limosna, que no tardará en suceder.
Ya ha empezado a hacer actos espontáneos, calculados para desprestigiar mi autoridad
paternal, a gastar más de lo que debe, siendo objeto de privadas murmuraciones en la
familia, y metiéndose a estudiar medicina contra mis consejos.
¡Estudiar medicina sin mi consentimiento! ¡Pues es disparate!
Sólo puedo comparar semejante aberración, en un siglo como éste, en que yo le curo
homeopáticamente un panadizo al que lo tenga, con una expedición a los indios ranqueles.
En efecto, querido Santiago, mirando con sangre fría mi viaje a los toldos, ¿no te parece
que ha sido perder tiempo?
¿No te parece que las demoras que me ha hecho sufrir Mariano Rosas, antes de dejarme
penetrar en su morada, las he merecido por mi extravagancia?
¡Cuánto mejor hubiera sido que mi jefe inmediato me negara la licencia!
Si lo hace, cuando menos me atufo, que así somos -¡desconocemos la mano que nos
desea el bien y se la damos a quien nos quiere mal!
Pero acerquémonos a Leubucó, saliendo de donde nos detuvimos ayer.
Viendo que la parada se prolongaba y que mis cabalgaduras estaban muy sudadas,
mandé mudar, para hacer la entrada en regla.
Era temprano aún y quién sabe cuánto tiempo íbamos a permanecer todavía sobre el
caballo.
Mientras mudaban, el capitán Rivadavia me presentó varios personajes políticos
refugiados en Tierra Adentro -siendo los dos más notables, un mayor Hilarión Nicolai y un
teniente Camargo.
Ambos han pertenecido a la gente de Saa, y ganaron los indios después de la sableada de
San Ignacio, llegando un puñado de soldados.
Muy mal me habían hablado de estos hombres.
Yo iba sumamente prevenido contra ellos, temiendo ser objeto de alguna maldad,
aunque reflexionando me parecía que el hecho de ser cristianos debía mirarlo como una
garantía.
Dígase lo que se quiera, la cabra siempre tira al monte.
Más tarde veremos si yo discurría mal en medio de las preocupaciones de mi ánimo. Y
mi ejemplo podrá serles útil a los que juzguen a los hombres por las reglas vulgares,
apasionadas, iracundas, cuando la gran ley de la vida y de Dios es la caridad.
Ni el viejo Hilarión, ni el bandido Camargo me hicieron el efecto que yo esperaba, ni me
saludaron como me lo temía. Hilarión con todas sus mañas y Camargo con todas sus
bellaquerías son dos hombres atentos y educados, especialmente Hilarión. Camargo es un
tipo más crudo.
El primero tendrá cincuenta y cinco años, el segundo veintiocho. El uno tiene larga
barba, blanca como la nieve; el otro un lindo bigote negro como azabache.
El uno parece un inglés, el otro tiene todo el sello del hijo de la tierra.
Hilarión es una especie de gauchi-político. Camargo es un compadre neto, que sabe leer
y escribir perfectamente, valiente, osado, orgulloso y desprendido. Hilarión contemporiza
con los indios, no habla su lengua. Camargo al contrario, habla el araucano, dice lo que
siente, no le teme a la muerte y al más pintado le acomoda una puñalada.
Y sin embargo, Camargo es un ser susceptible de enmienda, según lo veremos cuando
llegue el momento de referir su vida, sus desgracias, las causas porque se hizo federal,
debidas en gran parte a una mujer.
Las tales mujeres tienen el poder diabólico de hacer todo cuanto quieren, y por eso ha de
ser que los franceses dicen ce que femme veut Dieu le veut. De un federal son capaces de
hacer un unitario y viceversa, que es cuanto se puede decir. Por supuesto que de cualquiera
hacen un tonto.
La presencia de mis nuevos conocidos, la charla con ellos, la operación de mudar
caballos, hicieron más soportable la imprevista antesala que me obligaron a hacer.
Yo disimulaba mal, sin duda, mi destemplado humor, porque todos a una, los que
parecían más racionales y conocedores de los usos y costumbres de los indios, me decían: Tenga paciencia, señor; así es esta tierra; el General es buen hombre, lo quiere recibir en
forma.
No había más recurso que esperar hasta que se acabaran los preparativos. Aquello iba a
estar espléndido, según el tiempo que se empleaba en los arreglos. Ni la pirámide de la
plaza de la Victoria, cuando se viste de gala, gastando más en traje de lienzo y cartón que
en un forro de mármol eterno, emplea tanto tiempo en adornarse como todo un cacique de
las tribus ranquelinas.
Me daban una lección sobre el ceremonial decretado para mi recepción, cuando llegó un
indiecito muy apuesto, cargado de prendas de plata y montando un flete en regla.
Le seguía una pequeña escolta.
Era el hijo mayor de Mariano Rosas, que por orden de su padre venía a recibirme y
saludarme.
La salutación consistió en un rosario de preguntas -todas referentes a lo que ya sabemos,
al estado fisiológico de mi persona, a los caballos y novedades de la marcha.
A todo contesté políticamente, con la sonrisa en los labios y una tempestad de
impaciencia en el corazón.
Esta vez, a más de las preguntas indicadas, me hicieron otra: que cuántos hombres me
acompañaban y qué armas llevaba.
Satisfice cumplidamente la curiosidad.
Ya sabe el lector cuántos éramos al llegar a la tierra de Ramón.
El número no se había aumentado ni disminuido por fortuna; ninguna desgracia había
ocurrido. En cuanto a las armas, consistían en cuchillos, sables sin vaina entre las caronas y
cinco revólveres, de los cuales dos eran míos.
El hijo de Mariano Rosas regresó a dar cuenta de su misión. Más tarde vino otro enviado
y con él la orden de que nos moviéramos.
Una indicación de corneta se hizo oír.
Reuniéronse todos los que andaban desparramados: formamos como lo describí ayer y
nos movimos.
Ya estábamos a la vista del mismo Mariano Rosas y no podía distinguir perfectamente
los rasgos de su fisonomía, contar uno por uno los que constituían su corte pedestre, su
séquito, los grandes personajes de su tribu, ya íbamos a echar pie a tierra, cuando, ¡sorpresa
inesperada!, fuimos notificados de que aún había que esperar.
Esperamos, pues...
Habiendo esperado yo tanto; ¿por qué no han de esperar Uds. hasta mañana o pasado?
La curiosidad aumenta el placer de las cosas vedadas difíciles de conseguir.
- XXIV ¡Qué hacer cuando no hay más remedio! Cuál era el objeto de esta otra parada. Pretensiones
de la ignorancia. Las brujas. Saludos y regocijos. Qué sucedía mientras tenía lugar el
parlamento. Agitación en el toldo de Mariano Rosas. Las brujas vieron al fin lo mismo que
el cacique. Cómo estaba formado éste. Qué es Leubucó y qué caminos parten de allí. Echo
pie a tierra. Vítores.
Hay situaciones en que una indicación, por más política que sea, tiene todo el carácter de
una orden militar.
¿Qué había de hacer, cuando con la mayor finura araucana me insinuaron que, a pesar de
hallarme ya a tiro de pistola del toldo suspirado, debía detenerme un rato más?
Claro está, conformarme.
Permanecimos a caballo, en el mismo orden de formación que llevábamos.
Aquella parada a última hora inopinada, que no había formado parte del programa
imaginario de nadie, tenía en el ceremonial de la corte de Mariano Rosas un gran
significado.
En las paradas anteriores, el objeto real había sido, unas veces, ganar tiempo hasta que
se tranquilizara la multitud, otras veces, cumplir con los deberes oficiales y sociales de la
buena crianza y cortesía.
Esta vez el Cacique mayor, los Caciques secundarios, los capitanejos, los indios de
importancia -como se estila en Tierra Adentro- querían verme un rato de cerca, antes de que
echara pie a tierra, estudiar mi fisonomía, mi mirada, mi aire, mi aspecto; asegurarse, por
ciertas razones fundamentales, de mis intenciones, leyendo en mi rostro lo que llevaba
oculto en los repliegues del corazón.
Y querían hacer esto, no sólo conmigo, sino con todos los que me acompañaban,
inclusive los dos reverendos franciscanos, santos varones, incapaces de arrancarle las alas a
una mosca.
En medio de su disimulo y malicia genial y estudiada, los salvajes y los pueblos
atrasados en civilización tiene siempre algo de candorosos.
Ellos creen cosa muy fácil engañar al extranjero.
El orgullo de la ignorancia se traduce constantemente, empezando por creer que se sabe
más que el prójimo.
La ignorancia tomada individual o colectivamente es la misma en sus manifestaciones:
falsamente orgullosa y osada.
Mariano Rosas creyó engañarme.
Estábamos al habla, con tal de esforzar un poco la voz, y siguiendo el plan conocido me
destacó un embajador.
Ni una palabra de mi lengua entendía éste.
Era calculado.
Se buscaba que sin apelación me valiera del lenguaraz hasta para contestar sí o no.
Así duraba más tiempo la exposición de mi persona y séquito; se nos examinaba
prolijamente.
Y mientras se nos examinaba, las viejas brujas, en virtud de los informes y detalles que
recibían, descifraban el horóscopo, leyendo en el porvenir, relataban mis recónditas
intenciones y conjuraban el espíritu maligno, el gualicho.
Habló el representante de Mariano Rosas.
Las coplas fueron las consabidas, con el agregado de que se alegraba tanto de verme
llegar bueno y sano a su tierra; que estaba para servirme con todos sus caciques, capitanejos
e indios, que aquél era un día grande, y que, en prueba de ello, oyese.
Al decir esto, hacían descargas con carabinas y fusiles unos cuantos cristianos
andrajosos, entre los que se distinguía un negro, especie de Rigoletto; quemaban cohetes de
la India en gran cantidad y prorrupían en alaridos de regocijo.
Yo contestaba con toda la afabilidad de un diplomático, por el órgano de mi lenguaraz,
que a su turno se dirigía a un representante que me había designado Caniupán, mi estatua
del Comendador, desde el instante en que nos movimos de Calcumuleu.
Multiplicando los dos interlocutores principales, a cual más, sus razones, so pena de
desacreditarse ante el concepto de la opinión pública, que estaba allí congregada, no había
remedio, los saludos duraban tanto como un rosario.
Después que fui saludado, cumplimentado y felicitado, me pidieron permiso para
hacerlo con los franciscanos, que por el hecho de andar a mi lado, de ver mis atenciones
con ellos y, sobre todo, porque llevaban corona, eran reputados mis segundos en jerarquía.
Concedí el permiso, y vino un diálogo como los que ya conocemos, con su
multiplicación de razones, con sus últimas sílabas prolongadas a más no poder, y en el que
resonaron con mucha frecuencia los vocablos: chao, padre; uchaimá, grande; chachao, Dios
y cuchauentrú, que también quiere decir Dios, con esta diferencia: chachao responde a la
idea de mi padre y cuchauentrú, a la del omnipotente, literalmente traducido significa
hombre grande, de cucha y uentrú.
Los franciscanos contestaron evangélicamente, ofreciendo bautizar, casar y salvar todas
las almas que quisieran recurrir al auxilio espiritual de su ministerio.
Felizmente los intérpretes no entendieron muy bien sus apostólicas razones, y no
pudieron multiplicarlas tanto como la concurrencia lo habría deseado.
En pos de los franciscanos vinieron mis oficiales, para cuyo efecto me pidieron también
la venia.
A ese paso, iban a ser interrogados, saludadas y agasajadas hasta las mulas que llevaban
las cargas.
Este artículo del ceremonial se hizo hablando uno de mis oficiales por todos, según me
lo indicó Mora.
Se redujo todo a lo sabido, razones elevadas a la quinta potencia, en medio de la mímica
oratorio más esforzada.
En tanto que estos parlamentos tenían lugar, muchos indios viejos, de extraño aspecto,
giraban en torno mío y de los míos, con aire misterioso, callados, cejijunto el rostro y como
estudiando a los recién llegados y la situación. Se iban y venían, tornaban a irse y volvían a
venir, llevándoles lenguas a las brujas, que hacían el exorcismo, y a las cuales iba el pellejo,
o la vida, si por alguna casualidad, incongruencia o nigromancia acontecía una desgracia
como enfermarse, morirse un indio o un caballo de estimación.
Las tales adivinas acaban sus días así, sacrificadas, si no tienen bastante talento,
previsión o fortuna para acertar.
A cada triquitraque las llaman y consultan.
Para ir a malón, consulta; para saber si lloverá habiendo seca, consulta; para saber de
qué está enfermo el que se muere, consulta. Y si los hechos augurados fallan, ¡adiós, pobre
bruja! su brujería no la salva de las garras de la sangrienta preocupación: muere.
No obstante, es un artículo abundante entre los indios, prueba evidente de que el
charlatanismo tiene su puesto preferente en todas partes: pronosticar el destino de la
humanidad y de las naciones, aunque la civilización moderna es más indulgente. Nosotros
mandaremos guillotinar a Mazzini, es un gritón menos de la libertad; pero a los que hacen
el milagro de la extravasación de la sangre de San Jenaro, no.
Una indiscriptible agitación reinaba en el toldo de Mariano Rosas. Indios y chinas a pie
y a caballo, iban y venían en todas direcciones. Algo extraordinario acontecía, que se
relacionaba conmigo.
Llamó mi atención.
Pregunté impaciente a Mora qué sería. No pudo satisfacerme. El mismo lo ignoraba.
Después supe que las viejas brujas habían andado medio apuradas. Sus pronósticos no
fueron buenos al principio. Yo era precursor de grandes e inevitables calamidades: gualicho
transfigurado venía conmigo.
Para salvarse había que sacrificarme, o hacer que me volviera a mi tierra con cajas
destempladas. Como se ve todas las brujas son iguales: la base de la nigromancia está en la
credulidad, en el miedo, en los instintos maravillosos, en las preocupaciones populares.
Pero Mariano Rosas no quería sacrificarme, ni que me volviera como había venido, sin
echar pie a tierra en Leubucó,
Los recalcitrantes, los viejos, los que jamás habían vivido entre los cristianos, los que no
conocían su lengua, ni sus costumbres, los que eran enemigos de todo hombre extraño, de
sangre y color que no fuera india, creían en los vaticinios de las brujas.
Pero ya lo he dicho. Mariano Rosas, que a fuer de cacique principal sabía más que todos,
no participaba de sus opiniones.
Se les previno, pues, a las brujas, que estudiasen mejor el curso del Sol, la carrera de las
nubes, el color del cielo, el vuelo de las aves, el jugo de las yerbas amargas que masticaban,
los sahumerios de bosta que hacían: porque el cacique, que veía otra cosa, quería
estrecharme la mano, y abrazarme convencido de que gualicho no andaba conmigo, de que
yo era el Coronel Mansilla en cuerpo y alma.
Mariano Rosas estaba formado en ala, frente a mí, como a unos cincuenta pasos. A su
izquierda tenía a Epumer, su hermano mayor, su general en campaña. Por un voto solemne,
aquél no se mueve jamás de su tierra, no puede invadir, ni salir a tierra de cristianos.
Después de Epumer, seguían los capitanejos Relmo Cayupán, otros más, y entre éstos
Melideo, que quiere decir cuatro ratones, de meli, cuatro, y deo, ratón.
Es costumbre entre los ranqueles ponerse nombre así, y nótese que digo nombres, no
apodos ni sobrenombres. El uno se llama como dejo dicho, el otro se llamará "cuatro ojos",
éste "cuero de tigre", aquél "cabeza de buey", y así.
Enseguida de los capitanejos, ocupaban sus puestos varios indios de importancia, luego
alguna chusma y por fin algunos cristianos de la gente de un titulado Coronel Ayala que fue
de Saa, extraviado político, pero que no es mal hombre, que me trató siempre con cariño y
consideración.
Estos cristianos estaban armados de fusil y carabina, que no brillaban por cierto de
limpios, y eran los que con gran apuro y dificultad hacían las salvas en honor mío. Ayala
los dirigía. El padre Burela, que, como se sabe, había llegado de Mendoza dos días antes
que yo, con un cargamento de bebidas y otras menudencias para el rescate de cautivos,
también andaba por allí, ocupando un puesto preferente. Jorge Macías, condiscípulo mío en
la escuela del respetable y querido señor don Juan A. de la Peña, cautivo hacía dos años,
andaba el pobre como bola sin manija.
La morada de Mariano Rosas, consistía en unos cuantos toldos diseminados y en unos
cuantos ranchos, construidos por la gente de Ayala, en un corral y varios palenques.
Leubucó es una laguna sin interés -quiere decir agua que corre, leubú, corre, y có, agua.
Queda en un descampado a orilla de una ceja de monte, en una quebrada de médanos bajos.
Los alrededores de aquel paraje son tristísimos, es lo más yermo y estéril de cuanto he
visto; una soledad ideal.
De Leubucó arrancan caminos, grandes rastrilladas por todas partes. Allí es la estación
central. Salen caminos para las tolderías de Ramón que quedan en los montes de Carrilobo;
para las tolderías de Baigorrita, situadas a la orilla de los montes de Quenque; para las
tolderías de Calfucurá en Salinas Grandes, para la Cordillera, y para las tribus araucanas.
Yo he recogido, a fuerza de maña y disimulo, muchos datos a este último respecto, que
algún día no lejano publicaré, para que el país los utilice. Y digo con maña y disimulo,
porque entre los indios, nada hay más inconveniente para un extraño, para un hombre
sospechoso, como debía serlo y lo era yo, que preguntar ciertas cosas, manifestar curiosidad
de conocer las distancias, la situación de los lugares a donde jamás han llegado los
cristianos, todo lo cual se procura mantener rodeado del misterio más completo. Un indio
no sabe nunca dónde queda el Chalileo, por ejemplo; qué distancia hay de Leubucó a
Wada. La mayor indiscreción que puede cometer un cristiano asilado es decirlo.
Me acuerdo que en el Río Cuarto, queriendo yo mantener algunos datos sobre la
población de los ranqueles, le hice cierto número de preguntas a Linconao, que tanto me
quería, delante de Achauentrú. Como aquél contestara bastante satisfactoriamente, éste, con
tono airado, le amenazó diciéndole en araucano: que cuando regresase a Tierra Adentro, le
diría a Mariano Rosas que era "un traidor que había estado hablando esas cosas conmigo",
y dirigiéndose a los demás indios circunstantes, añadió: "Uds. son testigos".
Yo, ¡qué había de entender!, lo supe por mi lenguaraz. Mora me lo dijo en voz baja
rogándome que no lo comprometiera y que no continuara el interrogatorio, que suspendí
quedando poco más enterado que antes.
Los conjuntos terminaron, el horóscopo astrológico dejó de augurar males, las águilas
no miraron ya para el sur, sino para el norte -lo que quería decir que vendría gente de
adentro para afuera, no de fuera para adentro, o en otros términos, que no habría malón de
cristianos, que nada había que temer.
La hora de recibirme había llegado.
¡Ya era tiempo!
Un enviado salió de las filas de Mariano Rosas y me dijo, siempre por intérprete:
-Manda decir el general que eche pie a tierra con sus jefes y oficiales.
-Está bien -contesté.
Y eché pie a tierra, junto conmigo los cristianos e indios que me seguían. Y a ese tiempo
se oyó un hurra atronador y un viva al Coronel Mansilla.
Yo contesté, acompañándome todo el mundo:
-¡Viva Mariano Rosas!
- ¡Viva el presidente de la República!
-¡Vivan los indios argentinos!
Había verdadero júbilo, los tiros de carabina y de fusil no cesaban, ni los cohetes, ni la
infernal gritería, golpeándose la boca abierta con la palma de la mano.
Jorge Macías vino a mí y me abrazó llorando.
Como no me habían hecho ninguna indicación, me quedé junto a mi caballo, después de
desmontarme.
Ya estaba aleccionado.
Hubo otro parlamento.
Lo volveré a repetir: no es tan fácil como se cree llegar hasta hacerle un salam-alek a
Mariano Rosas.
- XXV Gracias a Dios. Empieza el ceremonial. Apretones de mano y abrazos. De cómo casi hube
de reventar. Por algo me había de hacer célebre yo. ¿Qué más podían hacer los bárbaros?
Mucho me había costado llegar a Leubucó y asentar mi planta en los umbrales de la
morada de Mariano Rosas.
Pero ya estaba allí, sano y salvo, sin más pérdidas que dos caballos, sin más percances
que el susto a inmediaciones de Aillancó, a consecuencia de la extraña y fantástica
recepción del cacique Ramón.
Haber pretendido otra cosa habría sido querer cruzar el mar sin vientos ni olas; andar en
las calles de Buenos Aires en verano sin polvo, en invierno sin lodo, lavarse la cara sin
mojársela; o como dice el refrán, comer huevos sin romper cáscaras.
Me parece que tenía por qué conceptuarme afortunado, o en términos más cristianos, por
qué darle gracias al que todo lo puede, como en efecto lo hice, exclamando interiormente:
¡Loado sea Dios!
Con el caballo de la brida, esperaba indicaciones para adelantarme a saludar a Mariano
Rosas, pasando en revista los personajes que tenía al frente, aunque afectando una gran
indiferencia por cuanto me rodeaba.
Todos los bárbaros son iguales; ni les gusta confesar que no han visto antes ciertas
cosas, cuando éstas llaman su atención; ni que los que penetran sus guaridas, hallen raro lo
que en ellas ven.
En el Río Cuarto yo me solía divertir mostrándoles a los indios un reloj de sobremesa,
que tenía despertador, un barómetro, una aguja de marear óptica, un teodolito y un anteojo.
Miraban y miraban con intensa ojeada los objetos, y como quien dice: eso no llama tanto
como Ud. cree mi atención, me decían: "Allá en Tierra Adentro mucho lindo teniendo".
Un indio, que debía ser algo como paje del cacique, habló con Mariano Rosas, y
enseguida con Caniupán, mi inseparable compañero.
Este a su turno habló con Mora.
Mi lenguaraz, siguiendo la usanza, me dijo,
-Señor, dice el General Mariano que ya lo va a recibir; que quiere darle la mano y
abrazarlo; que se dé la mano con sus capitanejos y se abrace también con ellos, para que en
todo tiempo lo conozcan y lo miren como amigo, al hombre que les hace el favor de
visitarlos, poniendo en ellos tanta confianza.
Pasando por los mismos trámites, fue despachado el mensajero con un recadito muy
afectuoso y cordial.
Mora volvió a conversar con Caniupán, y me dijo después:
-Señor, dice Caniupán que ya puede adelantarse a darle la mano al General Mariano; que
haga con él y con los demás que salude, lo mismo que ellos hagan con usted.
-¿Y qué diablos van a hacer conmigo? -le pregunté.
-Nada, mi Coronel, cosa de los indios, así es en esta tierra -me contestó.
-Supongo que no será alguna barbaridad -agregué.
-No, señor; es que han de querer tratarlo con cariño; porque están muy contentos de
verlo y medio achumados -repuso.
-Pero, poco más o menos, ¿qué me van a hacer? -proseguí.
-Es que han de querer abrazarlo y cargarlo -respondió.
-Pues si no es más que eso -murmuré para mis adentros-, no hay que alarmarse, y como
cuando grita uno a los que acaudilla en un instante supremo, ¡adelante!, ¡adelante!,
¡Caballeros! -dije, mirando a mis oficiales y a los dos franciscanos, que estaban hechos
unas pascuas, sonriéndose con cuantos los miraban-, vamos a saludar a Mariano.
Avancé, me siguieron, llegamos a tiro de apretón de manos del Cacique y comenzó el
saludo.
Mariano Rosas me alargó la mano derecha, se la estreché.
Me la sacudió con fuerza, se la sacudí.
Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro izquierdo, lo abracé.
Me abrazó cruzándome los brazos por el hombro derecho, lo abracé.
Me cargó y me suspendió vigorosamente, dando un grito estentóreo; lo cargué y
suspendí, dando un grito igual.
Los concurrentes, a cada una de estas operaciones, golpeándose la boca abierta con la
mano y poniendo a prueba sus pulmones, gritaban: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaa!!!
Después que me saludé con Mariano, un indio, especie de maestro de ceremonias, me
presentó a Epumer.
Nos hicimos lo mismo que con su hermano en medio de incesantes y atronadores
¡¡¡aaaaaaaaaa!!!
Luego vino Relmo; igual escena a la anterior: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!!
En seguida Cayupán, lo mismo: ¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!!
En pos de éste, Melideo cuatro ratones, indio sólido como una piedra, de regular
estatura; pero panzudo, gordo, pesado, ¿cómo quién?, como mi camarada Peña, el edecán
del Presidente.
Aquí fueron los apuros para cargarlo y suspenderlo.
Mis brazos lo abarcaban apenas; hice un esfuerzo, el amor propio de hombre forzudo
estaba comprometido, no alcanzarlo me parecía hasta desdoroso para los cristianos; redoblé
el esfuerzo y mi tentativa fue coronada por el éxito más completo, como lo probaron los
¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!! dados esta vez con más ganas y prolongados más que los anteriores.
Aquello fue pasaje de comedia, casi reventé, casi se me salieron los pulmones, porque
esto de tener que dar un grito que haga estremecer la tierra al mismo tiempo que el cuerpo
se encorva, haciendo un gran esfuerzo para levantar del suelo un peso mayor que el de uno
mismo, es asunto serio del punto de vista de la fisiología orgánica, pero que más que a todo
se presta a la risa.
Imaginaos a Orión, a este querido amigo, de quien la biografía dirá algún día que tenía
la impaciencia del bien, el sentimiento delicado de la amistad, todo el talento chispeante del
porteño, y bajo la corteza de escéptico, por cierta inclinación al caricato, un corazón de oro;
imaginaos, decía, a este amigo, en un día de público recogijo, el próximo 9 de julio,
verbigracia, en la Plaza de la Victoria, muy emperifollado con sus adornos de papel, cartón,
lienzo y engrudo, subido sobre un tablado, luchando a brazo partido, en medio de las más
risueñas algazaras de una turbamulta, por cargar y levantar a nuestro cofrade Hernández, ex
redactor de "El Río de la Plata" cué, cuya obesidad globulosa toma diariamente
proporciones alarmantes para los que, como yo, le quieren, amenazando a remontarse a las
regiones etéreas o reventar como un torpedo paraguayo, sin hacer daño a nadie, imaginaos
eso, vuelvo a decir, y tendréis una idea de lo que me pasó a mí durante mi faena hercúlea
con Melideo, cumpliendo con el ceremonial establecido en la tierra donde me hallaba y con
las leyes del orgullo de raza y de religión que me prohibían cejar un punto, dar un paso
atrás, retroceder, aflojar en lo más mínimo.
¡Ah, si aquello se hubiera concluido con el abrazo de Melideo!
¡Pero qué! Después de Melideo vinieron otros y otros capitanejos; después de éstos
varios indios de importancia; por conclusión, la chusma ranquelina y cristiana.
No se oía más que la resonación producida por la repercusión de los continuados gritos
¡¡¡aaaaaaaaaaa!!!
Yo sudaba la gota gorda, mi voz estaba ronca como el eco de un gallo en frígida mañana
de julio, mis fuerzas agotadas.
Se me figuraba que la atmósfera tenía mil grados sobre cero, que no era transparente,
sino densa, como para cortarla en tajadas, pesaba sobre mí como una plancha de hierro.
No me moría de calor de cansancio, de tanto gritar, porque Alá es grande, y nos sostiene
y nos da energía física y moral cuando habemos menester de ella, ¡tal es de bueno!
Mientras yo pasaba revista de aquellos bárbaros, me acordaba del dicho de Alcibíades:
A donde fueres, haz lo que vieres, y rumiaba: ¡Te había de haber traído a visitar los
ranqueles!
Al mejor se la doy, a abrazar cuatro veces, cargar y suspender otras tantas a cualquiera,
gritando como un marrano ¡¡¡aaaaaaaaaa!!! no es cosa.
Pero cuando ese cualquiera llega a pesar nueve arrobas, tanto como Melideo; pero
cuando hay que repetir la misma operación muscular y pulmonar ochenta o cien veces, el
ejercicio es grave, y puede darle a uno títulos suficientes para ocupar algún día en el
mausoleo de la posteridad un lugar preferente entre los gladiadores o luchadores del siglo
XIX.
Por algo me había de hacer célebre yo, aunque las olas del tiempo se tragan tantas
reputaciones.
Espero, sin embargo, que en esta tierra fecunda no faltará un bardo apasionado que cual
otro don Alonso de Ercilla, cante: No las damas, no amor, no gentilezas -sino las
loncoteadas de un pobre coronel y sus franciscanos.
Asuntos más pobres y menos interesantes he visto cantados en estos últimos tiempos por
la lira de trovadores cuyos nombres no pasarán a remotos siglos, pero que son poetas, según
el diccionario de la lengua, en una de sus varias acepciones que en este momento se me
ocurre: "Cualquier titulado vate, bardo, trovador, sin méritos para ello; cualquiera que
versifica siquiera lo haga contra la voluntad de Dios y falseando las leyes del Parnaso".
Los franciscanos no fueron obligados más que a dar, la mano; lo mismo mis oficiales; lo
propio mis asistentes.
Muy cerca de una hora tardamos en abrazos, salutaciones y demás actos de cortesanía
indiana.
Con el último indio que yo saludé, abracé y cargué gritando lo más fuerte que mis
gastados pulmones lo permitieron ¡¡¡aaaaaaaaaaaaaa!!! se oyeron los postreros hurras y
vítores de la multitud, que no tardó en desparramarse montando la mayor parte a caballo,
entregándose a los regocijos ecuestres de la tierra, como carreras, rayadas, pechadas y
piruetas de toda clase, por fin.
Yo estaba orgulloso, contento de mí mismo, como si hubiera puesto una pica en
Flandes, no sólo por la energía y fortaleza de que había dado pruebas incontestables y
señaladas, sino porque ciertas frases que oía vagar por la atmósfera hacían llegar hasta mi
conciencia el convencimiento de que aquellos bárbaros admiraban por primera vez en el
hombre culto y civilizado, en el cristiano representado por mí, la potencia física, dote
natural que ellos ejercitan tanto y que tanto envidian y respetan. De vez en cuando llegaban
a mis oídos estos ecos: "Ese Coronel Mansilla muy toro; ese Coronel Mansilla cargando;
ese Coronel Mansilla lindo".
Y esto diciendo, un sinnúmero de curiosos se acercaban a mí, hasta estrecharme y no
dejarme mover del sitio. Mirábanme de arriba abajo, la cara, el cuerpo, la ropa, el puñal de
oro y plata que llevaba en el costal, mostrando su cabo cincelado, las botas granaderas, la
cadena del reloj y los perendengues que pendían de ella; todo, todo cuanto llamaba por su
hechura o color la atención. Y después de mirarme bien, me decían alargándome, la mano:
-Ese Coronel, dando la mano, amigo. -Y no sólo me daban la mano, sino me abrazaban
y me besaban, con sus bocas sucias, babosas, alcohólicas, pintadas.
Idénticas demostraciones hacían con los oficiales, con los asistentes y con los
franciscanos. Varias chinas y mujeres blancas cristianizadas, por no decir, cristianas, se
acercaban a éstos, se arrodillaban, y tomándoles los cordones les decían "La bendición, mi
Padre". De veras, aquel recogimiento, aquel respeto primitivo me enterneció. ¡Qué cosa tan
grande es la religión, cómo consuela, conforta y eleva el espíritu!
Los franciscanos dieron algunas bendiciones, y a poca costa hicieron felices a unas
cuantas ovejas descarriadas o arrebatadas a la grey.
-El contento era general, ¡qué digo!, ¡universal!
Nadie, y eso que había muchísima gente achumada, nos faltó al respeto en lo más
mínimo. Al contrario, caciques y capitanejos, indios de importancia y chusma, cristiano
asilados y cautivos, todos, todos nos trataban con la más completa finura araucana.
Francamente, nos indemnizaban con réditos de los malos ratos, hambrunas, detenciones
e impertinencias del camino.
¿Qué más podían hacer aquellos bárbaros, sino lo que hacían?
¿Les hemos enseñado algo nosotros, que revele la disposición generosa, humanitaria,
cristiana de los gobiernos que rigen los destinos sociales? Nos roban, nos cautivan, nos
incendian las poblaciones, es cierto. ¿Pero qué han de hacer, si no tienen hábito de trabajo?
¿Los primeros albores de la humanidad presentan acaso otro cuadro? ¿Qué era Roma un
día? Una gavilla de bandoleros rapaces, sanguinarios, crueles; traidores.
Y entonces, ¿qué tiene que decir nuestra decantada civilización?
Quejarnos de que los indios nos asuelen, es lo mismo que quejarnos de que los gauchos
sean ignorantes, viciosos, atrasados.
¿A quién la culpa, sino a nosotros mismos?
Pero entremos al toldo de Mariano Rosas quien antes de ofrecérmelo, me pregunté: ¿qué
quería hacer con mis caballos, si hacerlos cuidar con mi gente o que él me los haría cuidar?,
quien preguntándome si mi gente había comido, y habiéndole contestado que no, llamó a su
hijo Lincoln -por qué se llama así no sé- y le ordenó en castellano que carneara pronto una
vaca gorda.
El toldo de Mariano Rosas, como todos los toldos, tiene una enramada; descansemos en
ella hasta mañana, a fin de no alterar el método que me he propuesto seguir en el relato.
También conviene hacerlo así para que ni tú, Santiago amigo, ni el lector se hastíen -que
lo poco gusta y lo mucho cansa, aunque a este respecto pueden dividirse las opiniones
según sea el capítulo de que se trate.
¿Quién se cansa de leer a Byron, a Goethe, a Juvenal, a Tácito?
Nadie.
¿Y a mí?
Cualquiera.
- XXVI La enramada de Mariano Rosas. Parlamento y comida. Agasajo. Pasión de los indios por la
bebida. Qué es un YAPAÍ. Epumer, hermano mayor de Mariano Rosas. El y yo. Me
deshago de mi capa colorada. Regalos. Distribución de aguardiente. Una orgía. Miguelito.
De las dos proposiciones de Mariano Rosas sobre las bestias, opté por la primera,
teniendo presente que el ojo del amo engorda el caballo.
Llamé a Camilo Arias y le di mis órdenes; Mariano las completó con varias indicaciones
relativas al mejor pasto, al agua, a las horas de recoger y encerrar, según lo que se
dispusiera. Terminó recomendando el mayor cuidado y vigilancia de día y de noche, por los
indios ganchos ladrones, probándome con lo primero que era hombre entendido en asuntos
de campo, con lo segundo, que no es mal sastre quien conoce el paño.
Pasamos a la enramada, que quedaba unida al toldo. Este es siempre de cuero, aquélla de
paja, generalmente de chala de maíz. Otro día, cuando entremos en un toldo, veremos cómo
está construido y distribuido; hoy quedemos en la enramada, que era como todas, una
armazón de madera, con techumbre de plano horizontal. Tendría sesenta varas cuadradas.
Allí habían preparado asientos. Consistían en cueros de carneros, negros, lanudos,
grandes y aseados; dos o tres formaban el lecho, otros tantos arrollados al respaldo. Estaban
colocados en dos filas y el espacio intermedio acababa de ser barrido y regado. Una fila era
para los recién llegados, otra para el dueño de casa, sus parientes y visitas. La fila que me
designaron a mí miraba al naciente; a la derecha, en la primera hilera, veíase un asiento,
que era el mío, más elevado que los demás, con respaldo ancho y alto con dos rollos de
ponchos a derecha e izquierda, formando almohadones.
Todo estaba perfectamente bien calculado, como para sentarse con comodidad con las
piernas cruzadas a la turca, estiradas, dobladas, acostarse, reclinarse o tomar la postura que
se quisiera.
Frente a frente de mí se sentó Mariano Rosas; aunque él habla bien el castellano, lo
mismo que cualquiera de nosotros, hizo venir un lenguaraz. Convenía que todos los
circunstantes oyesen mis razones para que llevasen lenguas a sus pagos y se hiciese en
favor mío una atmósfera popular.
El parlamento comenzó como aquellos avisos de teatro del tiempo de Rosas, que decían,
después de los vivas y mueras de costumbre (¡y qué costumbre tan civilizada y fraternal!),
se representará el lindo drama romántico en verso Clotilde, o el crimen por amor,
verbigracia, que cuadraba tan bien con el introito del cartel como ponerle a un Santo Cristo
un par de pistolas.
Es decir, que en pos de las preguntas y respuestas de ordenanza: ¿Cómo está usted,
cómo le ha ido con todos sus jefes y oficiales, no ha perdido algunos caballos?, porque en
los campos sólo suceden desgracias, vinieron otras inesperadas; pero todas ellas sin interés.
Yo hablé de los caballos que me habían robado en Aillancó, del saqueo de Wenchenao a
las cargas, y lo hice con vivacidad, apostrofando a los que así me habían faltado al respeto,
pareciéndome que un tono de autoridad llamaba la atención de todos.
Haría cinco minutos que conversábamos, traduciendo el lenguaraz de Mariano sus
razones y Mora las mías, cuando trajeron de comer.
Entraron varios cautivos y cautivas -una de éstas había sido sirvienta de Rosas- trayendo
grandes y cóncavos platos de madera, hechos por los mismos indios, rebosando de carne
cocida y caldo aderezado con cebolla, ají y, harina de maíz.
Estaba excelente, caliente, suculento y cocinado con visible esmero.
Las cucharas eran de madera, de hierro, de plata; los tenedores lo mismo; los cuchillos
comunes.
Sirvieron a todos, a los recién llegados y a las visitas que me habían precedido.
A cada cual le tocó un plato como una fuente.
Mientras se comía, se charlaba.
Yo no tardé en tomar confianza; estaba como en mi casa, mejor que en ella, sin tener
que dar ejemplo a mis hijos.
Comía como un bárbaro -me acomodaba a mi gusto en el magnífico asiento de cueros y
ponchos; decía cuanto disparate se me venía a la punta de la lengua y hacía reír a los indios
ni más ni menos que Allú a la concurrencia.
Al que se me acercaba, algo le hacía -o le daba un tirón de narices, o le aplicaba un
coscorrón, o le pegaba una fuerte palmada en las posaderas.
Los más chuscos me devolvían con usura mis bromas,
Se acabó la comida y empezó el turno de la bebida.
licos, lleno de asado de vaca, riquísimo.
Materialmente me chupé los dedos con él, que no es lo mismo comer a manteles que en
el suelo y en Leubucó.
Después del asado nos sirvieron algarroba pisada, maíz tostado y molido, a manera de
postre: es bueno.
Trajeron agua en vasos, jarros y chambaos (es un jarrito de aspa).
Y a indicación del dueño de casa, que con impaciencia gritó varias ves: ¡trapo!, ¡trapo!
(los indios no tienen voz equivalente), unos cuantos pedazos de género de distintas clases y
colores para que nos limpiáramos la boca.
Se acabó la comida y empezó el turno de la bebida.
Este capítulo es serio, si es que después de sabias máximas, consejos oportunos y graves
reflexiones de Brillat-Savarin, puede haber algo más serio que el comer.
Aquel filósofo, inmortal en su género, tiene dos aforismos que podían parafrasearse
aquí, diciendo: Dime lo que bebes, te diré lo que eres; el destino de las naciones depende de
lo que beben.
Manuel Gascón ha de pretender a priori y a posteriori, que para él el problema está
resuelto, sosteniendo que de todas las bebidas la mejor es el agua.
Digo que esto depende de las circunstancias, como que no haya visitas, y prosigo.
Los indios beben, como todo el mundo, por la boca.
Pero ellos no beben comiendo.
Beber es un acto aparte.
Nada hay para ellos más agradable.
Por beber posponen todo.
Y así como el guerrero que se apresta a la batalla prepara sus armas, ellos, cuando se
disponen a beber, esconden las suyas.
Mientras tienen qué beber, beben, beben una hora, un día, dos días, dos meses.
Son capaces de pasárselo bebiendo hasta reventar.
Beber es olvidar, reír, gozar.
No teniendo aguardiente o vino, beben chicha o piquillín.
Esta vez estaban de fiesta con vino.
El acto está sujeto a ciertas reglas, que se observan como todas las reglas humanas, hasta
que se puede.
Se inicia con una yapaí, que es lo mismo que si dijéramos: the pleasure of a glass of
wine with you?, para que vean los de la colonia inglesa que en algo se parecen a los
ranqueles.
Pero esta invitación se diferencia algo de la nuestra.
Nosotros empezamos por llenar la copa del invitado, luego la propia, bebemos
simultáneamente, haciéndonos un saludo mas o menos risueño y cordial, espiándonos por
sobre el borde de la copa, a ver quién la apura más; y es de buena educación de estilo
clásico, no beberla toda, ni tampoco que parezca se ha aceptado el brindis por compromiso;
como que él significa: -a la salud de usted, cuando no se ha propuesto uno por la patria, por
la libertad o por el Presidente de la República.
Los indios empiezan por decir yapaí, llenando bien el tiesto en que beben, que
generalmente es un cuernito.
La persona a quien se dirigen, contesta yapaí.
Bebe primero el que invitó, hasta poder hacer lo que los franceses llaman goute en
l'ongle, es decir, hasta que no queda una gota, llena después el vaso, copa o jarro o cuernito
exactamente, como él lo bebiera, se lo pasa al contrario, y éste se lo echa al coleto diciendo
yapaí.
Si el yapaí ha sido de media cuarta, media cuarta hay que beber.
Por supuesto que no conozco nada peor visto que una persona que se excuse de beber,
diciendo: -No sé.
En un hombre tal, jamás tendrían confianza los indios.
Así como en toda comida bien dirigida, hay siempre un anfitrión que la preside, que
hace los honores, que la anima, así también en todo beberaje de indios hay uno que lleva la
palabra: es el que hace el gasto por lo común.
Esta vez, el que hacía el gasto ostensiblemente era Mariano Rosas, en realidad el Estado,
que le había dado sus dineros al padre Burela para rescatar cautivos.
Pero aunque Mariano Rosas hacía el gasto y era el dueño de la casa, Epumer, su
hermano, era el anfitrión.
Epumer es el indio más temido entre los ranqueles, por su valor, por su audacia, por su
demencia cuando está beodo.
Es un hombre como de cuarenta años, bajo, gordo, bastante blanco y rosado, ñato, de
labios gruesos y pómulos protuberantes, lujoso en el vestir, que parece tener sangre
cristiana en las venas, que ha muerto a varios indios con sus propias manos, entre ellos a un
hermano por parte de madre; que es generoso y desprendido, manso estando bueno de la
cabeza; que no estándolo le pega una puñalada al más pintado.
Con este nene tenía que habérmelas yo.
Llevaba un gran facón con vaina de plata cruzado por delante, y me miraba por debajo
del ala de un rico sombrero de paja de Guayaquil, adornado con una ancha cinta encarnada,
pintada de flores blancas.
Yo llevaba un puñal con vaina y cabo de oro y plata, sombrero gacho de castor y alta el
ala; no le quitaba los ojos al orgulloso indio, mirándole fijamente cuando me dirigía a él.
Bebíamos todos.
No se oía otra cosa que ¡yapaí, hermano!, ¡yapaí, hermano!
Mariano Rosas no aceptaba ninguna invitación, decía estar enfermo, y parecía estarlo.
Atendía a todos, haciendo llenar las botellas cuando se agotaban; amonestaba a unos,
despedía a otros cuando me incomodaban mucho con sus impertinencias; me pedía
disculpas a cada paso; en dos palabras, hacía, a su modo, y según los usos de su tierra,
perfectamente bien los honores de su casa.
Epumer no había simpatizado conmigo, y a medida que se iba caldeando, sus pullas iban
siendo más directas y agudas.
Mariano Rosas lo había notado, y se interponía constantemente entre su hermano y yo,
terciando en la conversación.
Yo le buscaba la vuelta al indio y no podía encontrársela.
A todo lo hallaba taimado y reacio.
Llegó a contestarme con tanta grosería que Mariano tuvo que pedirme lo disculpara,
haciéndome notar el estado de su cabeza.
Y sin embargo, a cada paso me decía:
-Coronel Mansilla, ¡yapaí!
-Epumer, ¡yapaí! -le contestaba yo.
Y llenábamos con vino de Mendoza los cuernos y los apurábamos.
Mis oficiales se habían visto obligados a abandonar la enramada, so pena de quedar
tendidos, tantos eran los yapaí.
Los indios, caldeados ya, apuraban las botellas, bebían sin método: -¡Vino! ¡Vino!-,
pedían para rematarse, como ellos dicen, y Mariano hacía traer más vino, y unos caían y
otros se levantaban, y unos gritaban y otros callaban, y unos reían y otros lloraban, y unos
venían y me abrazaban y me besaban, y otro me amenazaban en su lengua, diciéndome
winca engañando.
Yo me dejaba manosear y besar, acariciar en la forma que querían, empujaba hasta darlo
en tierra al que se sobrepasaba demasiado, y como el vino iba haciendo su efecto, estaba
dispuesto a todo. Pero con bastante calma para decirme:
-Es menester aullar con los lobos para que no me coman.
Mis aires, mis modales, mi disposición franca, mi paciencia, mi constante aceptar todo
yapaí que se me hacía, comenzaron a captarme simpatías.
Lo conocí y aproveché la coyuntura.
La ocasión la pintan calva.
Llevaba una capa colorada, una linda aunque malhadada capa colorada, que hice venir
de Francia, igual a la que usan los oficiales de caballería de los cuerpos argelinos indígenas.
Yo tengo cierta inclinación a lo pintoresco, y, durante mucho tiempo, no he podido
substraerme a la tentación de satisfacerla.
Y tengo la pasión de las capas, que me parece inocente, sea dicho de paso.
En el Paraguay usaba capa blanca siempre.
Hasta dormía con ella.
Mi capa era mi mujer.
Pero ¡qué caro cuestan a veces las pasiones inocentes!
Por usar capa colorada me han negado el voto en los comicios.
Por usar capa colorada me han creído colorado.
Por usar capa colorada me han creído caudillo de malas intenciones. Pero entonces,
¿cómo dicen que el hábito no hace al monje?
Decididamente, Figueroa es quien tiene razón:
"Pues el hábito hace al monje, por más que digan que no".
Me quité la histórica capa, me puse de pie, me acerqué a Epumer, y dirigiéndole
palabras amistosas, le dije.
-Tome, hermano, esta prenda, que es una de las que más quiero.
Y diciendo y haciendo, se la coloqué sobre los hombros,
El indio quedó idéntico a mí, y en la cara le conocí que mi acción le había gustado.
-Gracias, hermano -me contestó, dándome un abrazo que casi me reventó.
Vi brillar los ojos de Mariano Rosas, como cuando el relámpago de la envidia hiere el
corazón.
Tomé mi lindo puñal, y dándoselo, le dije:
-Tome, hermano; Ud. úselo en mi nombre.
Lo recibió con agrado, me dio la mano y me lo agradeció.
Mandé traer mi lazo, que era una obra maestra y se lo regalé a Relmo.
Ya estaba en vena de dar hasta la camisa.
Mandé traer mis boleadoras, que eran de marfil con abrazaderas de plata, y se las regalé
a Melideo.
Mandé traer mis dos revólveres y se los regalé a los hijos de Mariano.
Llevaba tres sombreros de los mejores, llevaba medias, pañuelos, camisas; regalé cuanto
tenía.
Y por último mandé traer un barril de aguardiente y se lo regalé a Mariano.
Mariano me dijo:
-Para que vea, hermano, cómo soy yo con los indios, delante de Ud. les voy a repartir a
todos. Yo soy así, cuanto tengo es para mis indios, ¡son tan pobres!
Vino el barril y comenzó el reparto por botellas, caldera, vasos, copas y cuernos.
En tanto que Mariano hacía la patriarcal distribución, un hombre de su confianza, un
cristiano, se acercó a mí, y a voz baja me dijo:
-Dice el General Mariano que si trae más aguardiente le guarde un poquito para él; que
esta noche cuando se quede solo piensa divertirse solo; que ahora no es propio que él lo
haga.
¿Qué te parece como se hila entre los indios?
Contesté que tenia otro barril, que repartiese todo el que acababa de recibir.
La orgía siguió; era una bacanal en regla.
Epumer comenzó a ponerse como una ascua, terrible.
Mariano quiso sacarme de allí: me negué; su hermano quería beber conmigo y yo no
quería abandonar el campo, exponiéndome a las sospechas de aquellos bárbaros.
Soy fuerte, contaba conmigo.
Si la fortuna no me ayudaba, alguna vez se acaba todo, algún día termina esta batalla de
la vida en que todo es orgullo y vanidad.
-Yapaí -me dijo Epumer, ofreciéndome un cuerno lleno de aguardiente.
-Yapaí -contesté horripilado; yo podía beber una botella de vino en una sentada, pero un
cuerno, al mejor se lo doy.
En ese instante y mientras Epumer apuraba el cuerno, una voz suave me dijo al oído:
-No tenga cuidado. Aquí estoy yo.
Di vuelta sorprendido, y me hallé con una fisonomía infantil, pero enérgica.
-Y ¿quién eres tú?
-Un cristiano. Miguelito.
- XXVII Pasión de Miguelito. Los hombres son iguales en todas las circunstancias de la vida.
Retrato de Miguelito. Su historia.
Miguelito había concebido por mí una de esas pasiones eléctricas que revelan la
espontaneidad del alma; que son un refugio de las grandes tribulaciones, que consuelan y
fortalecen; que no retroceden ante ningún sacrificio; que confunden al escéptico y al
creyente lo llenan de inefable satisfacción.
Cruzamos el mar tempestuoso de la vida entre la angustia y el dolor, la alegría y el
placer, entre la tristeza y el llanto, el contento y la risa; entre el desencanto y la duda, la
creencia y la fe. Y cuando más fuertes nos conceptuamos, el desaliento nos domina, y
cuando más débiles parecemos, inopinadas energías nos prestan el varonil aliento de los
héroes.
Vivimos de sorpresa en sorpresa de revelación en revelación, de victoria en victoria, de
derrota en derrota.
Somos algo más que un dualismo; somos algo de complejo, de complicado o
indescifrable.
Y sin embargo, es falso que los hombres sean mejores en la mala fortuna que en la
buena, caídos que cuando están arriba, pobres que ricos.
El avaro, nadando en la opulencia, no se cree jamás con deberes para el desvalido.
El generoso no calcula si lo superfluo de que hoy día se desprende, será mañana para él
una necesidad.
El cobarde es siempre fuerte con los débiles, débil con los fuertes.
El valiente, ni es opresor, ni se deja oprimir; puede doblarse, quebrarse jamás.
El débil busca quien le dé sombra, quien le gobierne y le dirija.
El fuerte, ampara y protege, se basta a sí mismo.
El virtuoso es modesto.
El vicioso es audaz.
Somos como Dios nos ha hecho.
Es por eso que la caridad nos prescribe el amor, la indulgencia, la generosidad.
Es por eso que la grandeza humana consiste en adherirse a lo imperfecto.
Tal hombre que yo amo, no merece mi estimación; tal otro que estimo, no es mi amigo.
La razón es la inflexible lógica.
El corazón, es la inexplicable versatilidad.
Los problemas psicológicos son insolubles.
¿De dónde brota para la planta la virtualidad de emisión?
¿De la hoja, de la celda, de los pétalos, de los estambres, de los ovarios?
Misterio...
Las fuerzas plásticas de la naturaleza son generadoras.
Quien dice biología, dice órganos productores.
Pero ¿cómo se operan los fenómenos de la vida?
Del corazón nacen los grandes afectos y los grandes odios; del corazón nacen los
pensamientos sublimes y las sublimes aberraciones; del corazón nace lo que me estremece
y me enternece, lo que me consuela y lo que me agita.
¿A impulsos de qué?
Lo que ayer embellecía mi vida, hoy me hastía; lo que ayer me daba la vida, hoy me
mata; ayer creía no poder vivir sin lo que hoy me falta, y hoy descubro en mí gérmenes
inesperados para resistir y sufrir.
Como la lámpara que se extingue, pero que no muere, así es nuestro corazón.
Nos quejamos de los demás, jamás de nosotros mismos.
¿Es que somos ingratos o severos?
¡No!
Es que no nos entendemos.
Si nos comprendiéramos no seríamos injustos, anhelando como anhelamos el bien.
There is a tide en the affairs of men.
Which, taken at the flood, leads on to fortune.
Que hay una marea en los negocios humanos que, entrando en ella cuando sube,
conduce a la fortuna.
Sea de esto lo que fuere, una cosa es innegable: que quien sabe sufrir y esperar, a todo
puede atreverse. Y si esto se negase, no me negarán esto otro: que cuando el hombre tiene
necesidad de un hombre y lo busca, le halla.
Nuestra desesperación no es frecuentemente más que el efecto de nuestra impaciencia
febril.
La solidaridad humana es un hecho tangible, en política, en economía social, en religión,
en amistad.
La vida se consume cambiando servicios por servicios. La armonía depende de este
convencimiento vulgar, que está en la conciencia de todos: hoy por ti, mañana por mí.
Es por eso que el tipo odioso por excelencia, es el de aquél que, violando la sabia ley de
la reciprocidad, se mancha enteramente con el borrón de la ingratitud.
Dante coloca a estos desgraciados en el cuarto recinto del último infierno.
A los que entran allí -Vexilla regis prodeunt inferni-, los estandartes de Satanás salen a
recibirlos y la cohorte diabólica empedra con sus cráneos la glacial morada.
¡Cuántas veces sin buscar el hombre que necesitamos, no le hallamos en nuestro
camino!
La aparición de Miguelito en el toldo de Mariano Rosas es una prueba de ello.
Yo estaba amenazado de un peligro y no lo sabía.
Miguelito me lo previno y me puse en guardia. Estar prevenido, es la mitad de la batalla
ganada.
Miguelito tiene veinticuatro años. Es lampiño, blanco como el marfil, y el sol no ha
tostado su tez; tiene ojos negros, vivos, brillantes como dos estrellas, cejas pobladas y
arqueadas, largas pestañas, frente despejada, nariz afilada, labios gruesos bien delineados,
pómulos salientes, cara redonda, negros y lacios cabellos largos, estatura regular, más bien
baja, anchas espaldas y una musculatura vigorosa.
Sus cejas revelan orgullo, sus pómulos valor, su nariz perspicacia, sus labios dulzura,
sus ojos impetuosidad, su frente resolución. Vestía bota de potro, calzoncillo cribado con
fleco, chiripá de poncho inglés listado, camisa de Crimea mordoré, tirador con botones de
plata, sombrero de paja ordinaria, guarnecido de una ancha cinta colorada: al cuello tenía
atado un pañuelo de seda amarillo pintado de varios colores; llevaba un facón con un cabo
de plata y unas boleadoras ceñidas a la cintura.
Ya he dicho que Miguelito es cristiano, me falta decir que no es cautivo ni refugiado
político.
Miguelito está entre los indios huyendo de la justicia.
A los veinticuatro años ha pasado por grandes trabajos; tiene historia, que vale la pena
de ser contada, y que contaré -antes de seguir describiendo las escenas báquicas con
Epumer-, tal cual él me la contó, noches después de haberle conocido yendo en mi campaña
de Leubucó a las tolderías del cacique Baigorrita.
Hablaré como él habló.
-Yo era pobre, señor, y mis padres también.
Mi madre vivía de su conchabo; mi padre era gallero, yo corredor de carreras.
A veces mi padre y yo juntos, otras separadamente, nos conchabábamos de peones
carreteros o para acarrear ganados de San Luis a Mendoza.
Los tres éramos nacidos y criados en el Morro, y allí vivíamos. Mi viejo era un gaucho
lindo, nadie pialaba como él ni componía gallos mejor; era joven y guapetón. No he visto
hombre más alentado. Sólo tenía el defecto de la chupa. Cuando tomaba le daba por
celarla a mi madre, que era muy trabajadora y muy buena, la pobre, que Dios la tenga en
gloria.
A más de eso, mi viejo era buen guitarrero, hombre bastante leído y escribido, pues sus
primeros patrones, que fueron muy hacendados, lo enseñaron bien.
-¿Y cómo se llamaba su padre?
-Lo mismo que yo, mi Coronel. Miguel Corro. Somos de unos Corro de la Punta de San
Luis, que allí fueron gente de posibles en tiempo de Quiroga.
Pero mi madre, mi padre y yo, como le he dicho, hemos nacido en el Morro, cerca del
cerro, en un rancho que está en un terrenito que siempre pasó por nuestro, aunque yo no sé
de quién será. Si conoce el Morro, mi Coronel, le diré dónde queda, queda hacia el ladito de
abajo de la quinta de D. Novillo, a quien cómo no ha de conocer, si es rico como Ud.
La casa estaba casi siempre sola, porque mi madre se iba por la mañana al pueblo y no
volvía de su conchabo hasta después de la cena de sus patrones.
Mi padre y yo no parábamos; él por sus gallos, yo por los caballos que tenía en
compostura.
Todos los días, tarde y mañana, tenía que caminarlos. Luego, el viejo y yo éramos
alegres y no perdíamos bailecito. Me quería mucho y siempre me buscaba para que le
acompañara; así es que yo era quien lo disculpaba y lo componía con mi madre lo que se
peleaban.
De ese modo lo pasábamos y, aunque éramos pobres, vivíamos contentos, porque jamás
nos faltaban buenos reales con qué comprar los vicios y ropa. Caballos, ¡para qué hablar!
Siempre teníamos superiores.
En la casa donde mi madre estaba acomodada, había una niña muy donosita, que yo veía
siempre que iba por allí de paso, a hablar con la vieja.
Como los dos éramos muchachos, lo que nos veíamos, nos reíamos. Yo al principio creí
que era juguete de la niña; pero después vi que me quería y le empecé a hacerle el amor,
hasta que mi madre lo supo, y me dijo que no volviera más por allí.
Le obedecí, y me puse a visitar otra muchacha, hija de un paisano amigo de mi familia,
que tenía algunos animales y muchas prendas de plata, como que era hombre de unas
manos tan baquianas para el naipe, que de cualquiera parte le sacaba a uno la carta que él
quería. Era peine como él solo. Nadie le ganaba al monte, ni al truco, ni a la primera.
La hija de la patrona de mi madre se llamaba Dolores; la otra se llamaba Regina. Esta
era buena muchacha, ¡pero de ande como aquélla!
No me acuerdo bien cuánto tiempo pasaría: debió pasar así como medio año.
Un día mi madre volvió a descubrir que yo seguía en coloquios con la Dolores, siempre
que podía, y se me enojó mucho, y aunque ya era hombrecito me amenazó.
Yo me reí de sus amenazas y seguí cortejando a la Dolores y a la Regina; porque las dos
me gustaban y me querían.
Ya Ud. sabe, mi Coronel, lo que es el hombre: cuantas ve, cuantas quiere, ¡y las mujeres
necesitan tan poco!
Yo no me acuerdo ni de lo que hice ni de lo que contesté entonces. Pero probablemente
aprobé el dicho de Miguelito y suspiré.
Miguelito prosiguió.
Otro día mi padre y mi madre me dijeron que el padre de Regina les había dicho que si
ellos querían nos casaríamos; que él me habilitaría. Que qué me parecía.
Les contesté que no tenía ganas de casarme. Mi madre se puso furiosa, y el viejo, que
nunca se enojaba conmigo, también. Mi madre me dijo que ella sabía por qué era: que me
había de costar caro, por no escuchar sus consejos; que cómo me imaginaba que la Dolores
podía ser mi mujer: que al contrario, en cuanto la familia maliciara algo, me echaría de
veterano porque: eran ricos y muy amigos del juez y del comandante militar.
Yo no escuchaba consejos ni tenía miedo a nada y seguía mis amores con la Dolores,
aunque sin conseguir que me diera el sí.
Mi madre estaba triste, decía que alguna desgracia nos iba a suceder; ya la habían
despedido de la casa de la Dolores y de todo me echaba la culpa a mí.
De repente lo pusieron preso a mi padre, y lo largaron después; enseguida me pusieron
preso a mí, nada más porque les dio la gana, lo mismo que a mi padre. Ud. ya sabe, mi
Coronel, lo que es ser pobre y andar mal con los que gobiernan.
Pero me largaron también; y al largarme me dijo el teniente de la partida, que ya sabía
que había andado maleando.
-¿Maleando cómo? -le pregunté,
-En juntas contra el Gobierno -me contestó.
¿Y de ande, mi Coronel?
Todito era purita mentira.
Lo que había era que ya me estaban haciendo la cama.
Ni mi padre ni yo nunca habíamos andado con los colorados, porque no teníamos más
opinión que nuestro trabajo y nos gustaba ser libres, y cuando se ofrecía una guardia, por no
tomar una carabina, más bien le pagábamos al Comandante, que es como se ve uno libre del
servicio; si no, es de balde.
Una tarde, ya anochecía, estábamos en el fogón todos los de casa; sentimos un tropel,
ladraron los perros y lueguito se oyó un ruido de sables.
-¿Qué será, qué no será? -decíamos.
Mi madre se echó a llorar diciéndome:
-Tú tienes la culpa de lo que va a suceder.
Ud. sabe, mi Coronel, lo que son las mujeres, y sobre todo las madres, para adivinar una
desgracia.
Parece que todo lo viesen antes de suceder, como le pasó a mi vieja aquella noche.
Porque al ratito de lo que le iba diciendo, ya llegó la partida y se apeó el que la mandaba,
haciendo que mi padre se marchara con él sin darle tiempo ni a que alzara el poncho.
Se lo llevaron en cuerpito.
Pasamos con mi madre una noche triste, muy triste, mirándonos, yo, callado y ella
llorando sentada en una sillita al lado de su cama, porque no se acostó.
Al día siguiente, en cuanto medio quiso aclarar, ensillé, monté y me fui derechito al
pueblo, a ver qué había.
Lo acusaban a mi padre de un robo.
Y decían que si no ponía personero, lo iban a mandar a la frontera.
¿Y de ande había de sacar plata para pagar personero, ni quién había de querer ir?
Me volví a mi casa bastante afligido con la noticia que le llevaba a mi madre. Pero
pensando que si me admitían por mi padre podía librarlo.
Le conté a mi madre lo que sucedía, y le dije lo que quería hacer.
Se quedó callada.
Le pregunté qué le parecía.
Siguió callada.
Se enojó mucho, me echó; me fui, volví tarde; los perros no ladraron, porque me
conocieron; llegué sin que me sintieran hasta la puerta del rancho.
La hallé hincada rezando, delante de un nicho que teníamos, que era Nuestra Señora del
Rosario.
Rezaba en voz muy baja; yo no podía oír sino el final de los Padres Nuestros y de las
Aves Marías.
Contenía el resuello para no interrumpirla, cuando oí que dijo:
"Madre mía y Señora: ruega por él y por mi hijo".
Suspiré fuerte.
Mi madre dio vuelta: yo entré en el rancho y la abracé.
No me dijo nada.
Con mi padre no se podía hablar. Estaba incomunicado.
Yo anduve unos cuantos días dando vueltas a ver si conseguía conversar con él, y al fin
lo conseguí.
Me contó lo que había.
No era nada.
Todo era por hacernos mal.
Querían que saliéramos del pago.
Empezaban con él, seguirían conmigo.
A fuerza de plata, vendiendo cuanto teníamos, logramos que lo largaran.
Para esto el juez dio en visitar a mi madre solicitándola, y yo me tuve que casar con
Regina, porque su padre fue quien más dinero nos prestó para comprar la libertad del mío.
Desde el día en que mi padre salió de la prisión -esa noche, me casé yo-, ya no hubo paz
en mi casa.
El hombre se puso tristón, no lo pasaba sino en riñas con mi madre.
Se le había puesto que la pobre había andado en tratos con el juez, por su libertad; creía
que todavía andaba.
¡Y qué había de andar, mi Coronel, si era una mujer tan santa!
Pero ya sabe Ud. lo que es un hombre desconfiado.
Mi padre lo era mucho.
-¿Y a ti cómo te iba con la Regina? -le pregunté al llegar a esta altura del relato.
-Como al diablo -me contestó.
-Pero, antes me has dicho que la querías y que te gustaba -agregué.
-Es verdad, señor, pero es que a la Dolores la quería mucho también, y me gustaba más repuso.
-¿Y la veías? -proseguí.
-Todas las noches, señor, y de ahí vino mi desgracia y la de toda mi familia -contestó
con amargura, envolviéndose en una nube de melancolía.
¡Pobre Miguelito!, exclamé interiormente; admirando aquella ingenuidad infantil en un
hombre cuyo brazo había estado resuelto, por simpatía hacia mí, a darle una puñalada al
tremendo y temido Epumer.
- XXVIII Teoría sobre el ideal. Miguelito continúa contando su historia. Cuadro de costumbres.
Toda narración sencilla, natural, sin artificios ni afectación, halla eco simpático en el
corazón.
El ideal no puede realizarse sino manteniéndonos dentro de los límites de la naturaleza.
¿O no existe, o no es verdad?
¿O no hay belleza plástica: rasgos, líneas, forma humana perfectas?
¿O no hay belleza aérea: accidentes, fenómenos fugitivos, perfección moral?
Miguelito me había cautivado.
Era como una aparición novelesca en el cuadro romántico de mi peregrinación; de la
azarosa cruzada que yo había emprendido devorado por una fiebre generosa de acción, con
una idea determinada, y digo determinada, porque siendo la capacidad del hombre limitada,
para hacer algo útil, grande o bueno, tenemos necesariamente que circunscribir nuestra
esfera de acción.
Viendo el tinte de tristeza que vagaba por su simpática fisonomía, lo dejé un rato
replegado sobre sí mismo, y cuando la nube sombría de sus recuerdos se disipó, le dije:
-Continúa, hijo, la historia de tu vida; me interesa.
Miguelito continuó.
-Yo no vivía con mis padres; ellos estaban sumamente pobres, y yo había gastado cuanto
tenía por la libertad de mi viejo. Tuve que irme a vivir con la familia de Regina.
Los primeros tiempos anduve muy bien con mi mujer.
Mis suegros me querían y me ayudaban a trabajar, prestándome dinero, me cuidaban y
me atendían.
Al principio todos los suegros son buenos. ¡Pero después!
Por eso los indios tienen razón en no tratarse con ellos.
-¿Conoce esa costumbre de aquí, mi Coronel?
-No, Miguelito. ¿Qué costumbre es ésa?
-Cuando un indio se casa, y el suegro o la suegra van a vivir con él, no se ven nunca,
aunque estén juntos. Dicen que los suegros tienen gualicho.
Fíjese lo que entre en un toldo y verá cómo cuelgan unas mantas para no verse el yerno
con la suegra.
-Vaya una costumbre, que no anda tan desencaminada -exclamé para mis adentros, y
dirigiéndome a mi interlocutor-: Continúa -le dije.
Miguelito murmuró:
-Son muy diantres estos indios, mi Coronel -y prosiguió así:
-Al poco tiempo no más de estar casado con la Regina, ya comenzó mi familia a andar
como mi padre y mi madre.
Todos los días nos peleábamos, parecíamos perros y gatos.
Y en todas las riñas que teníamos se metía mi suegro, algunas veces mi suegra, siempre
dándole la razón a la hija.
Cuando la sacaba mejor tenía que salirme de la casa, dejando que me gritasen pícaro,
calavera, pobretón.
Me daba rabia y no volvía en muchos días: me lo llevaba comadreando por ahí, y era
peor.
Así es el mundo.
De yapa, cuando volvía, como la Regina estaba mal acostumbrada, porque los padres la
aconsejaban, no quería ser mi mujer.
Me daba rabia y poco a poco le iba perdiendo el cariño.
Es verdad que como la Dolores me recibía siempre de noche, a escondidas de sus
padres, que viéndome casado nada sospechaban de nuestros amores, ya no tenía mucha
necesidad de ella.
Al hombre nunca le falta mujer, mi Coronel, como usted no ignora.
Ya ve aquí; tiene uno cuantas quiere.
Lo que suele faltar es plata.
En habiendo, compra uno todas las que puede mantener. Mariano Rosas tiene cinco
ahora, y antes ha tenido siete. Calfucará tiene veinte. ¡Qué indio bárbaro!
-¿Y tú, cuántas tienes?
-Yo no tengo ninguna, porque no hay necesidad.
-¿Cómo es eso?
-Sí; aquí la mujer soltera hace lo que quiere.
Ya verá lo que dice Mariano de las chinas y cautivas, de sus mismas hijas. ¿Y por qué
cree entonces que a los cristianos les gusta tanto esta tierra? Por algo había de ser, pues.
Me quedé pensando en las seducciones de la barbarie; y como había tiempo para
enterarme de ellas y quería conocer el fin de la historia empezada, le dije:
-¿Y te arreglaste al fin con tus suegros y con tu mujer propia?
-Me arreglaba y me desarreglaba. Unos tiempos andábamos mesturados; otros, yo por
un lado, ellos por otro.
Por último, Regina se había puesto muy celosa; porque, no sé cómo, supo mis cosas con
la Dolores.
Hasta me amenazó una vez con que me había de delatar.
Aquello era una madeja que no se podía desenredar y a más habían dado en la tandita de
hablar mal de mi madre, de modo que yo los oyera. Decían que ella era mi tapadera y yo la
del juez.
Una noche casi me desgracié con mi suegro.
Si no es por Regina, le meto el alfajor hasta el cabo, por mal hablado.
Era una picardía: porque mi madre, mi Coronel, era mujer de ley.
Trabajaba como un macho todo el día, y rezar era su vida.
Como sucede siempre en las familias, nos compusimos. Pero de los labios para afuera.
Adentro había otra cosa.
Yo prudenciaba, porque mi madre me decía siempre:
-Tené paciencia, hijo.
-¿Y la Dolores? -le pregunté.
-Siempre la veía, mi Coronel -me contestó.
-¿Y cómo hacías?
-Ahorita le voy a contar, y verá todas las desgracias que me sucedieron.
Yo iba casi todas las noches obscuras a casa de la Dolores.
Saltaba la tapia y me escondía entre los árboles de la huerta, y allí esperaba hasta que
ella venía.
Mi caballo lo dejaba maneado del lado de afuera.
Cuando la Dolores venía, porque no siempre podía hacerlo, nos quedábamos un largo
rato en amor y compañía, y luego me volvía a mi casa.
Un día mi madre me dijo:
-Hijo, ya no lo puedo sufrir a tu padre; cada vez se pone peor con la chupa; todo el día
está dale que dale con el juez. Me ha dicho que si viene esta noche lo ha de matar a él y a
mí. Y yo no me atrevo a despedirlo; porque tengo miedo de que a ustedes les venga algún
perjuicio. Ya ves lo que sucedió la vez pasada. Y ahora con las bullas que andan, se han de
agarrar de cualquier cosa para hacerlos veteranos.
Con esta conversación me fui muy pensativo a ver a la Dolores.
Estuvimos como siempre, desechando penas.
Nos despedimos, salté la tapia, desmanié mi flete, monté, le solté la rienda y tomó el
camino de la querencia al trotecito.
Yo iba pensando en mi madre diciendo: -Si le habrá sucedido algo; mejor será que vaya
para allá -cuando el caballo se paró de golpe.
El animal estaba acostumbrado a que yo me apeara en el camino a prender un cigarrito,
en un nicho en donde todas las noches ponían una vela por el alma de un difunto.
Me desmonté.
El nicho tenía una puertita.
Hacía mucho viento.
Fui a abrirla antes de haber armado el cigarro y se me ocurrió que si se apagaba la luz,
no lo podría encender.
La dejé cerrada hasta armar bien.
Acabé de hacerlo, abrí la puerta y teniendo el caballo de la rienda con una mano y
empinándome porque el nicho estaba en una peña alta encendía el cigarro con la derecha
cuando, zas, tras, me pegaron un bofetón.
Solté la rienda, el caballo con el ruido se espantó y disparó; yo creí que era el alma del
difunto, que no quería que encendiera el cigarro en su vela; me helé de miedo y eché a
correr asustado, sin saber lo que me pasaba, sin ocurrírseme de pronto que no era un
bofetón lo que había recibido, sino un portazo dado por el viento.
Corría despavorido y había enderezado mal. En lugar de correr para mi casa, que
quedaba en las orillas, corría para el pueblo. La noche estaba como boca de lobo. Se me
figuraba que me corrían de atrás y de adelante. De todos lados oía ruido; nunca me he
asustado más fiero; mi Coronel.
Al llegar a las calles del pueblo, la sangre se me iba calentando; y veía claro en la
obscuridad y oía bien.
Muchas voces gritaban:
-¡Por allí!, ¡por allí!
-¡Cáiganle!, ¡dénle!
Al doblar una cuadra me topé con unos cuantos, que no tuve tiempo de reconocer.
Hice alto.
-¿Quién es usted? -me preguntaron.
-Miguel Corro -contesté.
-¡Maten!, ¡maten! -gritaron.
Hicieron fuego de carabina, me dieron sablazos y caí tendido en un charco de sangre.
Por suerte no me pegaron ningún balazo. De no, ahí quedo para toda la siega,
Y esto diciendo, Miguelito cayó en una especie de sopor, del que volvió luego.
-¿Y...? -le dije.
-Al día siguiente -prosiguió- me desperté en el cuerpo de la guardia de la partida. No
podía ver bien, porque la sangre cuajada me tapaba los ojos. Quise levantarme y no pude.
Me limpié la cara, poco a poco fui viendo luz. Me habían puesto en el cepo del pescuezo
y de los pies. Ya sabe cómo son los de la partida de policía, mi Coronel: los más pícaros de
todos los pícaros y los más malos.
Todo ese día no vi a nadie ni oí más que ruido de gente que entraba y salía. Estarían
tomando declaraciones.
A la noche entró una partida y me tiró una tumba de carne. No tuve aliento para
comerla. Me estaba yendo en sangre.
Como tenía las manos libres, me rompí la camisa, hice unas tiras y medio me até las
heridas, que eran en la cabeza y en la caja del cuerpo. Estaba cerca de un rincón y alcancé a
sacar unas telas de araña. ¡Quién sabe de no cómo me va!
Pasé una noche malísima; ¡cuándo no me despertaban los dolores, me despertaban los
ratones o los murciélagos! ¡Qué haber de bichos, mi Coronel! Los ratones me comían las
botas y los murciélagos me chupaban los cuajarones de sangre.
Al otro día, reciencito, me sacaron del cepo, y me llevaron entre dos a donde estaba el
juez.
Me preguntaron que cómo me llamaba, que cuántos años tenía y otras cosas más.
Me preguntaron que de dónde venía la noche que me aprendieron, y por no
comprometer a la Dolores eché una mentira. Dije que de casa de mi madre. Fue para
perjuicio.
Se me olvidaba decírle que el juez no era el que yo conocía, el que visitaba a mi madre,
causante de tantos males en mi casa, sino otro sujeto del Morro.
Ese día no me preguntaron más. Al otro me tomaron otras declaraciones, y al otro, otras,
y así me tuvieron una porción de tiempo, incomunicado, dándome a mediodía una tumba de
carne y un guámparo de agua.
Yo estaba medio loco, nada sabía de mi madre, ni de mi padre, ni de mi mujer, ni de la
Dolores. Creía que no se acordaban de mí y me daban ganas de ahorcarme con la faja.
Por fin, una noche escuché una conversación del centinela con no sé quién, y supe que
yo había muerto al juez. Así decían. Y decían también que si no me fusilaban, me
destinarían. Yo no, entendía nada de aquel barullo.
Un día, el soldado de la partida que me daba de comer y beber, me hizo una seña, como
diciéndome: tengo algo que decirle.
Le contesté con la cabeza, como diciendo: ya entiendo.
Más tarde entró y me dijo: -Manda decir la hija de don... que si necesita dinero que le
avise.
Temiendo que fuera alguna jugada que me quisieran hacer, contesté: -Dele las gracias,
amigo.
Y cuando el policía se iba a ir, le dije: -Me hace un favor, paisano: ¿me dice por qué
estoy preso?
-Eso lo sabrá usted mejor que yo.
-¿Sabe Ud. si está en su casa mi padre, Miguel Corro?
-Sí, está.
-¿Y mi madre?
-También.
-¿Y dónde lo han muerto al juez?
-Cerca de la casa de usted, pues. ¿Para qué quiere hacerse el que no sabe? ¡No ve que ya
está todo descubierto!
Me quedé confuso, no le pregunté nada más, y el hombre se fue.
A los pocos días me pusieron comunicado.
Mi madre fue la primera persona que vi. ¡No le decía, mi Coronel, que era una santa
mujer!
Por ella supe lo que había. Llorando me lo contó todo. ¡Pobrecita! Mi padre había
muerto, de celos, al juez. Pero nadie sino ella lo había visto. Y a mí me creían el asesino,
porque me habían hallado corriendo a pie, por las calles del pueblo, a deshoras.
Mi vieja estaba muy afligida. Decía que decían, que me iban a fusilar y que eso no podía
ser, que yo qué culpa tenía.
Yo le dije:
-Mi madrecita, yo quiero salvar a mi padre.
Ella lloraba...
En ese momento entró uno de la partida y dijo:
-Ya es hora de retirarse. Se va a entrar el sol.
Nos abrazamos, nos besamos, lloramos; mi vieja se fue y yo me quedé triste como un
día sin sol.
Me prometió volver al día siguiente, a ver qué se nos ocurría.
Esto dijo Miguelito, y como quien tiene necesidad de respirar con expansión para
proseguir, suspiró... lágrimas de ternura arrasaron sus ojos.
Me enterneció.
- XXIX El gaucho es un producto peculiar de la tierra argentina. Monomanía de la imitación.
Continuación da la historia de Miguelito. Cuadro de costumbres. ¿Qué es filosofar?
Cada zona, cada clima, cada tierra, da sus frutos especiales. Ni la ciencia, ni el arte,
inteligentemente aplicados por el ingenio humano, alcanzan a producir los efectos
quimiconaturales de la generación espontánea.
Las blancas y perfumadas flores del aire de las islas paranaenses; las esbeltas y verdes
palmeras de Morería; los encumbrados y robustos cedros del Líbano; los banianes de la
India, cuyos gajos cayendo hasta el suelo, toman raíces, formando vastísimas galerías de
fresco y tupido follaje, crecen en los invernáculos de los jardines zoológicos de Londres y
París. Pero ¿cómo? Mustias y sin olor aquéllas, bajas y amarillentas éstas; enanos,
raquíticos los unos; sin su esplendor tropical los otros.
Lo mismo en esa bella planta indígena, que se desarrolla del interior al exterior; que vive
de la contemplación y del éxtasis, que canta y que llora, que ama y aborrece, que muere en
el presente para poder vivir en la posteridad.
El aire libre, el ejercicio varonil del caballo, los campos abiertos como el mar, las
montañas empinadas hasta las nubes, la lucha, el combate diario, la ignorancia, la pobreza,
la privación de la dulce libertad, el respeto por la fuerza; la aspiración inconsciente de una
suerte mejor -la contemplación del panorama físico y social de esta patria-, produce un tipo
generoso, que nuestros políticos han perseguido y estigmatizado, que nuestros bardos no
han tenido el valor de cantar, sino para hacer su caricatura.
La monomanía de la imitación quiere despojarnos de todo: de nuestra fisonomía
nacional, de nuestras costumbres, de nuestra tradición.
Nos van haciendo un pueblo de zarzuela. Tenemos que hacer todos los papeles, menos
el que podemos. Se nos arguye con las instituciones, con las leyes, con los adelantos ajenos.
Y es indudable que avanzamos.
Pero ¿no habríamos avanzado más estudiando con otro criterio los problemas de nuestra
organización e inspirándonos en las necesidades reales de la tierra?
Más grandes somos por nuestros arranques geniales, que por nuestras combinaciones
frías y reflexivas.
¿Adónde vamos por ese camino?
A alguna parte, a no dudarlo.
No podemos quedarnos estacionarios, cuando hay una dinámica social que hace que el
mundo marche y que la humanidad progrese.
Pero esas corrientes que nos modelan como blanda cera, dejándonos contrahechos, ¿nos
llevan con más seguridad y más rápidamente que nuestros impulsos propios, turbulentos,
confusos, a la abundancia, a la riqueza, al respeto, a la libertad en la ley?
Yo no soy más que un simple cronista, ¡felizmente!
Me he apasionado de Miguelito, y su noble figura me arranca, a pesar mío, ciertas
reflexiones. Allí donde el suelo produce sin preparación ni ayuda un alma tan noble como
la suya, es permitido creer que nuestro barro nacional empapado en sangre de hermanos
puede servir para amasar sin liga extraña algo como un pueblo con fisonomía propia, con el
santo orgullo de sus antepasados, de sus mártires, cuyas cenizas descansan por siempre en
frías e ignoradas sepulturas.
Miguelito siguió hablando.
-Al día siguiente vino mi madre, trayéndome una olla de mazamorra, una caldera, yerba
y azúcar; hizo ella misma fuego en el suelo, calentó agua y me cebó mate.
La Dolores le había mandado una platita con la peona, diciéndole que ya sabía que
andábamos en apuros; que no tuviese vergüenza, que la ocupara si tenía alguna necesidad.
Mientras tanto, mi mujer propia no parecía. Vea, mi Coronel, lo que es casarse uno de
mala gana, por la plata, como lo hacen los ricos.
La peona de la Dolores le contó a mi madre, que la niña estaba enferma, y le dio a
entender de qué, y que yo debía ser el malhechor.
Mi vieja me echó un sermón sobre esto. Me recordó los consejos, que yo nunca quise
escuchar, porque así son siempre los hijos, y acabó diciendo redondo: "¿Y ahora cómo vas
a remedir el mal que has hecho?".
Me dio mucha vergüenza, mi Coronel, lo que mi madre me dijo; porque me lo decía
mucho mejor de lo que yo se lo voy contando y con unos ojos que relumbraban como los
botones de mi tirador. ¡Pobre mi vieja! Como ella no había hecho nunca mal a nadie, y la
había visto criarse a la Dolores, le daba lástima que se hubiese desgraciado.
-¡Siquiera no te hubieras casado! -me decía a cada rato.
Yo suspiraba, nada más se me ocurría. ¡El hombre se pone tan bruto cuando ve que ha
hecho mal!
Una caldera llenita me tomé de mate y toda la mazamorra, que estaba muy rica. Mi
madre pisaba el maíz como pocas y lo hacía lindo.
Me curó después las heridas con unos remedios que traía: eran yuyos del cerro.
Después, de un atadito sacó una camisa limpia y unos calzoncillos y me mudé.
Me armó cigarros como para toda la noche, nos sentamos enfrente uno de otro, nos
quedamos mirándonos un largo rato, y cuando estaba para irse se presentó el que le llevaba
la pluma al juez con unos papeles bajo el brazo y dos de la partida.
Le mandaron a mi madre que saliera y tuvo que irse.
El juez me leyó todas mis declaraciones y una porción de otras cosas, que no entendí
bien. Por fin me preguntó, que si confesaba que yo era el que había muerto al otro juez.
Me quedé suspenso; podían descubrir a mi padre y yo quería salvarlo.
-¿Para qué es un hijo, mi Coronel, no le parece?
-Tienes razón -le contesté.
Él prosiguió:
-No se muere más que una vez, y alguna vez ha de suceder eso.
El escribano me volvió a preguntar que qué decía. Le contesté que yo era el que había
muerto al otro.
-¿Por qué? -me dijo.
Me volví a quedar sin saber qué contestar.
El escribano me dio tiempo.
Pensando un momento, se me ocurrió decir que porque en unas carreras, siendo él
rayero, sentenció en contra mía y me hizo perder la carrera del gateado overo, que era un
pingo muy superior que yo tenía. Y era cierto, mi Coronel: fue una trampa muy fiera que
me hicieron, y desde ese día ya anduvimos mal mi padre y yo; porque la parada había sido
fuerte y perdimos tuitito cuanto teníamos.
Después me preguntó que si alguien me había acompañado a hacer la muerte, y le
contesté que no; que yo solo lo había hecho todo, que no tenían que culpar a naides.
Que qué había hecho con la plata que tenía el juez en los bolsillos.
Le dije que yo no le había tocado nada.
Cuando menos los mismos de la partida lo habían saqueado, como lo suelen hacer. Es
costumbre vieja en ellos, y después le achacan la cosa al pobre que se ha desgraciado.
No me preguntó nada más, y se fue, y me volvieron a poner incomunicado, y de esa
suerte me tuvieron una infinidad de días.
Ni con mi madre me dejaban hablar. Pero ella iba todos los días una porción de veces a
ver cuándo se podría y a llevarme qué comer.
Ya me aburría mucho de la prisión y estaba con ganas de que me despacharan pronto,
para no penar tanto; porque las heridas se habían empeorado con la humedad del cuarto, y
porque las sabandijas no me dejaban dormir ni de día ni de noche.
Aquello no era vida.
Volvió otro día el escribano y me leyó la sentencia.
Me condenaban a muerte; vea lo que es la justicia, mi Coronel. ¡Y dicen que los dotores
saben todo! ¿Y si saben todo, cómo no habían descubierto que yo no era el asesino del juez,
aunque lo hubiera confesado? ¡Y mucho que después de la partida de Caseros, no hablan
sino de la Constitución!.
Será cosa muy buena. Pero los pobres, somos siempre pobres, y el hilo se corta por lo
más delgado.
Si el juez me hubiera muerto a mí en de veras, ¿a que no lo habían mandado matar?
He visto más cosas así, mi Coronel, y eso que todavía soy muchacho.
El escribano me dejó solo.
Pasé una noche como nunca.
Yo no soy miedoso; ¡pero se me ponían unas cosas tan tristes!, ¡tan tristes! en la cabeza,
que a veces me daba miedo la muerte. Pensaba, pensaba en que si yo no moría moriría mi
padre, y eso me daba aliento. ¡El viejo había sido tan bueno y tan cariñoso conmigo! Juntos
habíamos andado trabajando, compadreando, comadreando en jugadas y en riñas. ¡Cómo
no lo había de querer, hasta perder la vida por él; la vida, que, al fin, cualquier día la rifa
uno por una calaverada o en una trifulca, en la que los pobres salen siempre mal!
¡Qué ganas de tener una guitarra tenía, mi Coronel!
En cuanto me volvieron a poner comunicado fue lo primerito que le pedí a mi madre que
llevara. Me la llevó, y cantando me lo pasaba.
Los de la partida venían a oírme todos los días, y ya se iban haciendo amigos míos. Si
hubiera querido fugarme, me fugo. Pero por no comprometerlos no lo hice. El hombre ha
de tener palabra, y ellos me decían siempre:
-No nos vayas a comprometer, amigo.
Siempre que mi vieja iba a visitarme, me lo repetían; y el centinela se retiraba y me
dejaba platicar a gusto con ella.
Mi madre no sabía nada todavía de que me hubieran sentenciado, y yo no se lo quería
decir, porque la veía muy contenta creyendo que me iban a largar, desde que nada se
descubría, y no la quería afligir.
Pero como nunca falta quien dé una mala noticia, al fin lo supo.
Se vino zumbando a preguntármelo.
¡En qué apuros me vi, mi Coronel, con aquella mujer tan buena, que me quería tanto!
Cuando le confié la verdad, lloró como una Magdalena.
Sus ojos parecían un arroyo; estuvimos lagrimeando horitas enteras. De pregunta en
pregunta me sacó que yo había confesado ser el asesino del juez, por salvar al viejo.
Y hubiera visto, mi Coronel, a una mujer que no se enojaba nunca, enojarse, no
conmigo, porque a cada momento me abrazaba y besaba diciéndome: "Mi hijito", sino con
mi padre.
-Él, él no más tiene la culpa de todo -decía-, y yo no he de consentir que te maten por él,
todito lo voy a descubrir.
Y de pronto se secó los ojos, dejó de llorar, se levantó y se quiso ir.
-¿Adónde vas, mamita? -le dije.
-A salvar a mi hijo -me contestó.
Iba a salir, la agarré de las polleras, y a la fuerza se quedó.
Le rogué muchísimo que no hiciera nada, que tuviera confianza en la Virgen del
Rosario, de la que era tan devota, que todavía podía hacer algo y salvarme.
Usted sabe, mi Coronel, lo que es la suerte de un hombre. Cuando más alegre anda, lo
friegan, y cuando más afligido está, Dios lo salva.
Yo he tenido siempre mucha confianza en Dios.
-Y has hecho bien -le dije- Dios no abandona nunca a los que creen en él.
-Así es, mi Coronel; por eso esa vez y después otras, me he salvado.
-¿Y qué hizo tu madre?
-Cedió a mis ruegos y se fue diciendo:
-Esta noche le voy a poner velas a la Virgen y ella nos ha de amparar.
Y como la Virgencita del nicho, de que antes le he hablado, mi Coronel, era muy
milagrosa, sucedió lo que mi vieja esperaba: me salvó.
Miguelito hizo una pausa.
Yo me quedé filosofando.
¡Filosofando!
Sí; filosofar es creer en Dios o reconocer que el mayor de los consuelos que tienen los
míseros mortales, es confiar su destino a la protección misteriosa, omnipotente, de la
religión.
Por eso al grito de los escépticos, yo contesto como Fenelón.
Dilatamini!
Si hay una ananké hay también quien mira, quien ve, quien protege, resguarda, ama y
salva a sus criaturas, sin interés.
Cuando me arranquéis todo, si no me arrancáis esa convicción suave, dulce, que me
consuela y me fortalece, ¿qué me habréis arrancado?
- XXX Mi vademécum y sus méritos. En qué se parece Orión a Roqueplán. Dónde se aprende el
mundo. Concluye la historia de Miguelito.
Quiero empezar estar carta ostentando un poco mi erudición a la violeta. Yo también
tengo mi vademécum de citas; es un tesoro como cualquier otro.
Pero mi tesoro tiene un mérito. No es herencia de nadie. Yo mismo me lo he formado.
En lugar de emplear la mayor parte del tiempo en pasar el tiempo, me he impuesto
ciertas labores útiles.
De ese modo, he ido acumulando, sin saberlo, un bonito capital, como para poder
exclamar cualquier día: anche io son pittore.
Mi vademécum tiene, a más del mérito apuntado, una ventaja. Es muy manuable y
portátil. Lo llevo en el bolsillo.
Cuando lo necesito, lo abro, lo hojeo y lo consulto en un verbo.
No hay cuidado de que me sorprendan con él en la mano, como a esos literatos cuyo
bufete es una especie de sanctasantórum,
¡Cuidado con penetrar en el estudio vedado sin anunciaros, cuando están pontificando!
¡Imprudentes!
¡Os impondríais de los misteriosos secretos!
¡Le arrancaríais a la esfinge el tremendo arcano!
¡Perderíais vuestras ilusiones!
Veríais a vuestros sabios en camisa, haciéndose un traje pintado con las plumas de la
ave silvana, de negruzcas alas, de rojo pico y pies, de grandes y negras uñas.
Yo no sé más que lo que está apuntado en mi vademécum por índice y orden
cronológico.
No es gran cosa. Pero es algo.
Hay en él todo.
Citas ad hoc, en varios idiomas que poseo bien y mal, anécdotas, cuentos, impresiones
de viaje, juicios críticos sobre libros, hombres, mujeres, guerras terrestres y marítimas,
bocetos, esbozos, perfiles, siluetas. Por fin, mis memorias hasta la fecha del año del Señor
que corremos, escritas en diez minutos
Si yo diera a luz mi vademécum no sería un librito tan útil como el almanaque. Sería, sin
embargo, algo entretenido.
Yo no creo que el público se fastidiaría leyendo, por ejemplo:
¿Qué puntos de contacto hay entre Epaminondas, el Municipal de Tebas, como lo
llamaba el demagogo Camilo Desmoulins, y don Bartolo?
¿Qué frac llevaba nuestro actual presidente cuanto se recibió del poder; en qué se parece
su cráneo insolvente de pelo a la cabeza de Sócrates?
¿En qué se parece Orión a Roqueplán? Este Orión, de quien sacando una frase de mi
vademécum -ajena por supuesto-, puede decirse: que es la personalidad porteña más
porteña, el hombre y el escritor que tiene a Buenos Aires en la sangre, o mejor dicho, una
encarnación andante y pensante de esta antigua y noble ciudad; que en este océano de
barro, no hay un solo escollo que él no haya señalado; que en los entretelones ha aprendido
la política, que como periodista y hombre a la moda, ha enriquecido la literatura de la tierra,
a los sastres y sombrereros; que las cosas suyas, después de olvidadas aquí, van a ser cosas
nuevas en provincias; que no habría sido el primer hombre en Roma la brutal, pero que lo
habría sido en Atenas la letrada; que conoce a todo el mundo y a quien todo el mundo
conoce; que se hace aplaudir en Ginebra, que se hace aplaudir en Córdoba la levítica,
hablando con la libertad herética de un francmasón; que se hace aplaudir en el Rosario, la
ciudad californiana, a propósito de la fraternidad universal; que se hace aplaudir en
Gualeguaychú, disertando, en tiempos de Urquiza, sobre la justicia y los derechos
inalienables del ciudadano; que puede ser profeta en todas partes ed altri siti, menos... iba a
decir en su tierra; que no ha podido ser municipal en ella; que hoy cumple treinta y ocho
años, y a quien yo saludo con el afecto íntimo y sincero del hermano en las aspiraciones y
en el dolor, aunque digan que esto es traer las cosas por los cabellos.
Sí. Orión amigo, yo te deseo, y tú me entiendes, Ia fuerza de la serpiente y la prudencia
del león", como diría un Bourgeois gentil-homme, cambiando los frenos, al entrar en tu
octavo lustro frisando en la vejez, en este período de la vida en que ya no podemos tener
juicio porque no es tiempo de ser locos. ¿Me entiendes?
Y con esto, lector, entro en materia.
Lo que sigue es griego, griego helénico, no griego porque no se entienda.
Ek te biblion kubernetes.
Yo también he estudiado griego.
Monsieur Rouzy puede dar fe, y tú, Santiago amigo, fuiste quien me lo metió en la
cabeza.
Es una de las cosas menos malas que le debo a tu inspiración mefistofélica.
Tú fuiste quien me apasionó por el hombre del capirotazo.
¿Acaso yo le conocía bien en 1860?
En prueba de que sé griego, como un colegial, ahí va la traducción del dicho anónimo:
"No se aprende el mundo en los libros".
Aquí era donde quería llegar.
Los circunloquios me han demorado en el camino.
Siento tener que desagradar a mi ático amigo Carlos Guido, cuyo buen gusto literario los
abomina. Sírvame de excusa el carácter confidencial del relato.
Sí, el mundo no se aprende en los libros, se aprende observando, estudiando los hombres
y las costumbres sociales.
Yo he aprendido más de mi tierra yendo a los indios ranqueles, que en diez años de
despestañarme, leyendo opúsculos, folletos, gacetillas, revistas y libros especiales.
Oyendo a los paisanos referir sus aventuras, he sabido cómo se administra justicia, cómo
se gobierna, qué piensan nuestros criollos de nuestros mandatarios y de nuestras leyes.
Por eso me detengo más de lo necesario quizá en relatar ciertas anécdotas, que parecerán
cuentos forjados para alargar estas páginas y entretener al lector.
¡Ojalá fuera cuento la historia de Miguelito!
Desgraciadamente ha pasado cual la narro, y si fija la atención un momento, es porque
es verdad. Tiene ésta un gran imperio hasta sobre la imaginación.
Miguelito siguió hablando así.
-Las voces que andaban era que pronto me afusilarían, porque iba a haber revolución y
me podía escapar.
¡Figúrese cómo estaría mi madre, mi Coronel! Todo se le iba en velas para la Virgen.
Día a día me visitaba, pidiéndome que no me afligiera, diciéndome que la Virgen no nos
había de abandonar en la desgracia, que ella tenía experiencia y que más de una vez había
visto milagros.
Yo no estaba afligido sino por ella.
Quería disimular. ¡Pero qué! era muy ducha y me lo conocía.
Usted sabe, mi Coronel, que los hijos por muy ladinos que sean no engañan a los padres,
sobre todo a la madre.
Vea si yo pude engañar a mi vieja cuando entré en amores con la Dolores.
¡Qué había de poder!
En cuanto empezó la cosa me lo conoció, y me mandó que me fuera con la música a otra
parte.
Bien me arrepiento de no haber seguido su consejo.
La Dolores no hubiera padecido tanto como padeció por mí.
Pero los hijos no seguimos nunca la opinión de nuestros padres.
Siempre creemos que sabemos más que ellos.
Al fin nos arrepentimos.
Pero entonces ya es tarde.
-Nunca es tarde, cuando la dicha es buena -le interrumpí.
Suspiró y me contestó:
-¡Qué!, mi Coronel, hay males que no tienen remedio.
-¿Y has vuelto a saber de la Dolores? -le pregunté.
-Sí, mi Coronel -me contestó-, se lo voy a confesar porque usted es hombre bueno, por
lo que he visto y las mentas que les he oído a los muchachos que vienen con usted.
-Puede tener confianza en mí -repuse.
Y él prosiguió.
-Siempre que puedo hacer una escapada, si tengo buenos caballos, me corto solo, tomo
el camino de la laguna del Bagual, llego hacia el Cuadril, espero en los montes la noche.
Paso el Río Quinto, entro en Villa de Mercedes, donde tengo parientes, me quedo allí por
unos días, me voy después en dos galopes al Morro, me escondo en el Cerro, en lo de un
amigo, y de noche visito a mi vieja y veo a la Dolores que viene a casa con la chiquita.
-¿Entonces tuvo una hija? -le dije.
-Sí, mi Coronel -me contestó-. ¿No le conté antes que nos habíamos desgraciado?
-¿Y a tu mujer no la sueles ver?
-¡Mi mujer! -exclamó- lo que hizo fue enredarse con un estanciero.
Y dice la muy perra que está esperando la noticia de mi muerte para casarse. ¡Y que se
casaban con ella! ¡Como si fuera tan linda!
-¿Y otros paisanos de los que están aquí, salen como tú y van a sus casas?
-El que quiere lo hace; usted sabe, mi Coronel, que los campos no tienen puertas; las
descubiertas de los fortines, ya sabe uno a qué hora hacen el servicio, y luego, al frente casi
nunca salen.
Es lo más fácil cruzar el Río Quinto y la línea, y en estando a retaguardia ya está uno
seguro, porque ¿a quién le faltan amigos?
-Entonces, constantemente estarán yendo y viniendo de aquí para allá.
-Por supuesto. Si aquí se sabe todo.
Los Videla, que son parientes de don Juan Saa, cuando les da la gana, toman una
tropilla; llegan a la Jarilla, la dejan en el monte, y con caballo de tiro se van al Morro,
compran allí lo que quieren, ellos mismos a veces, en las tiendas de los amigos y después se
vuelven con cartas para todos.
Algunas veces suelen llegar a Renca, que ya se ve dónde queda, mi Coronel.
A medida que Miguelito hablaba, yo reflexionaba sobre lo que es nuestro país; veía la
complicidad de los moradores fronterizos en las depredaciones de los indígenas y el
problema de nuestros odios, de nuestras guerras civiles y de nuestras persecuciones,
complicado con el problema de la seguridad de las fronteras.
Le escuchaba con sumo interés y curiosidad.
Miguelito prosiguió:
-El otro día, cuando usted llegó, mi Coronel, los Videla habían andado por San Luis;
vinieron con la voz de que usted y el General Arredondo estaban en la Villa de Mercedes, y
diciendo que por allí se decía que ahora sí que las paces se harían.
Deseando conocer el desenlace de la historia de los amores de Miguelito, le dije:
-¿Y la Dolores vive con sus padres?
-Sí, mi Coronel -me contestó-, son gente buena y rica, y cuando han visto a su hija en
desgracia no la han abandonado; la quieren mucho a mi hijita. Si algún día me puedo casar,
ellos no se han de oponer, así me lo ha dicho Dolores.
¡Pero cuándo se muere la otra! Luego yo no puedo salir de aquí porque la justicia me
agarraría y mucho más del modo como me escapé.
-¿Y cómo te escapaste?
-Seguía preso. Mi madre vino un día y me dijo:
-Dice tu padre que estés alerta, que él no tiene opinión, que lo han convidado para una
jornada, que se anda haciendo rogar a ver si son espías; que en cuanto esté seguro que
juegan limpio se va a meter en la cosa con la condición de que lo primero que han de hacer
es asaltar la guardia y salvarte; que de no, no se mete.
En eso anda. No hay nada concluido todavía. Esta noche han quedado de ir los hombres
y mañana te diré lo que convengan.
Yo lo animo a tu padre, haciéndole ver que es el único remedio que nos queda, y le
pongo velas a la Virgen para que nos ayude. Todas las noches sueño contigo y te veo libre,
y no hay duda que es un aviso de la Virgen.
-Al día siguiente volvió mi madre. Todo estaba listo. Lo que faltaba era quien diera el
grito. Decían que don Felipe Saa debía llegar de oculto a las dos noches, y que él lo daría;
que si no venía, como había un día fijo, la daría el que fuese más capaz de gobernar la gente
que estaba apalabrada. Don Juan Saa debía venir de Chile al mismo tiempo.
Bueno, mi Coronel, sucedió como lo habían arreglado.
Una noche al toque de retreta, unos cuantos que estaban esperando en la orilla del
pueblo, atropellaron la casa del juez, otros la Comandancia, y mi padre con algunos amigos
cargó la Policía.
Para esto, un rato antes ya los habían emborrachado bien a los de la partida. Algunos
quisieron hacer la pata ancha. ¡Pero qué!, los de afuera eran más. Entraron, rompieron la
puerta del cuarto en que yo estaba y me sacaron.
Cuando estuve libre, mi padre me dijo: "Dame un abrazo, hijo, yo no te he querido ver,
porque me daba vergüenza verte preso por mi mala cabeza, y porque no fueran a sospechar
alguna cosa".
Casi me hizo llorar de gusto el viejo; le habían salido pelos blancos, y no era hombre
grande, todavía era joven.
Esa noche el Morro fue un barullo, no se oyeron más que tiros, gritos y repiques de
campanas.
Murieron algunos.
Yo lo anduve acompañando a mi padre y, evité algunas desgracias porque no soy
matador. Querían saquear la casa de la Dolores, con achaque de que era salvaje; yo no lo
permití; primero me hago matar.
Por la mañana vino una gente del Gobierno y tuvimos que hacernos humo. Uno tomaron
para la Sierra de San Luis, otros para la de Córdoba. Mi padre, como había sido tropero,
enderezó para el Rosario. Yo, por tomar un camino tomé otro -galopé todo el santo día- y
cuando acordé me encontré con una partida. Disparé, me corrieron, yo llevaba un pingo
como una luz, ¡qué me habían de alcanzar¡ Fui a sujetar cerca del Río Quinto, por esos
lados de Santo Tomé. Entonces no había puesto usted fuerzas allí, mi Coronel; me topé con
unos indios, me junté con ellos, me vine para acá, y acá me he quedado, hasta que Dios, o
usted, me saquen de aquí, mi Coronel.
-¿Y tu padre, qué suerte ha tenido, lo sabes? -le pregunté.
-Murió del cólera -me contestó con amargura, exclamando-: ¡pobre viejo!, ¡era tan
chupador!
Y con esto termina la historia real de Miguelito, que mutatis mutandis, es la de muchos
cristianos que han ido a buscar un asilo entre los indios.
Ese es nuestro país.
Como todo pueblo que se organiza, él presenta cuadros los más opuestos.
Grandes y populosas ciudades como Buenos Aires, con todos los placeres y halagos de
la civilización, teatros, jardines, paseos, palacios, templos, escuelas, museos, vías férreas,
una agitación vertiginosa -en medio de unas calles estrechas, fangosas, sucias, fétidas, que
no permiten ver el horizonte, ni el cielo limpio y puro, sembrado de estrellas relucientes, en
las que yo me ahogo, echando de menos mi caballo.
Fuera de aquí, campos desiertos, grandes heredades, donde vegeta el proletario en la
ignorancia y en la estupidez.
La iglesia, la escuela, ¿dónde están?
Aquí, el ruido del tráfago y la opulencia que aturde.
Allá, el silencio de la pobreza y la barbarie que estremece.
Aquí, todo aglomerado como un grupo de moluscos, asqueroso, por el egoísmo.
Allí, todo disperso, sin cohesión, como los peregrinos de la tierra de promisión, por el
egoísmo también.
Tesis y antítesis de la vida de una república.
Eso dicen que es gobernar y administrar.
¡Y para lucirse mejor, todos los días clamando por gente, pidiendo inmigración!
Me hace el efecto de esos matrimonios imprevisores, sin recursos, miserables, cuyo
único consuelo es el de la palabra del Verbo: creced y multiplicaos.
- XXXI Ojeada retrospectiva. El valor a medianoche es el valor por excelencia. Miedo a los perros.
Cuento al caso. Qué es LONCOTEAR. Sigue la orgía. Epumer se cree insultado por mí.
Una serenata.
Estábamos en el toldo de Mariano Rosas cuando conocí por primera vez a Miguelito.
La orgía había comenzado:
Este chilla, algunos lloran,
Y otros a beber empiezan,
De la chusma toda al cabo
La embriaguez se enseñorea.
Los franciscanos, comprendiendo que aquello no rezaba con ellos, se pusieron en
retirada, refugiándose en el rancho de Ayala; los oficiales se habían colocado a distancia de
poder acudir en auxilio mío si era necesario; los asistentes rondaban la enramada con
disimulo; Camilo Arias, con su aire taciturno, se me aparecía de vez en cuando como una
sombra, diciéndome de lejos con su mirada ardiente, expresiva, penetrante: por aquí ando
yo.
Por bien templado que tengamos el corazón, es indudable que el silencio, la soledad, el
aislamiento y el abandono hacen crecer el peligro en la medrosa imaginación.
Es por eso que el valor a medianoche es el valor por excelencia.
Las tinieblas tienen un no sé qué de solemne, que suele helar la sangre en las venas hasta
congelarla.
Yo no creo que exista en el mundo un solo hombre que no haya tenido miedo alguna vez
de noche.
De día, en medio del bullicio, ante testigos, sobre todo ante mujeres, todo el mundo es
valiente, o se domina lo bastante para ocultar su miedo.
Yo he dicho por eso alguna vez: el valor es cuestión de público.
El hombre que en presencia de una dama hace acto de irresolución puede sacar patente
de cobarde.
Yo tengo un miedo cerval a los perros, son mi pesadilla; por donde hay, no digo perros,
un perro, yo no paso por el oro del mundo, si voy solo, no lo puedo remediar, es un
heroísmo superior a mí mismo.
En Rojas, cuando era capitán, tenía la costumbre de cazar.
De tarde tornaba mi escopeta y me iba por los alrededores del pueblito.
En dirección del bañado, donde los patos abundan más, había un rancho.
Inevitablemente debía pasar por allí, si quería ahorrarme un rodeo por lo menos de tres
cuartos de legua.
Pues bien. Venirme la idea de salir y asaltarme el recuerdo de un mastín que habitaba el
susodicho rancho, era todo uno.
Desde ese instante formaba la resolución valiente de medírmelas con él.
Salía de mi casa y llegaba al sitio crítico, haciendo cálculos estratégicos, meditando la
maniobra más conveniente, la actitud más imponente, exactamente como si se tratara de
una batalla en la que debiera batirme cuerpo a cuerpo.
En cuanto el can diabólico me divisaba, me conocía: estiraba la cola, se apoyaba en las
cuatro patas dobladas, quedando en posición de asalto, contraía las quijadas y mostraba dos
filas de blancos y agudos dientes.
Eso sólo bastaba para que yo embolsase mi violín. Avergonzado de mí mismo,
diciéndome interiormente: "El miedo es natural en el prudente" cambiaba de rumbo,
rehuyendo el peligro.
Un día me amonesté antes de salir, me proclamé, me palpé a ver si temblaba.
Estaba entero, me sentí hombre de empresa, y me dije. pasaré.
Salgo, marcho, avanzo y llego al Rubicón.
¡Miserable!, temblé, vacilé, luché, quise hacer de tripas corazón; pero fue en vano.
Yo no era hombre, ni soy ahora, capaz de batirme con perros.
Juro que los detesto, si no son mansos, inofensivos como ovejas, aunque sean falderos,
cuzcos o pelados.
Mi adversario, no sólo me reconoció, sino que en la cara me conoció que tenía miedo de
él.
Maquinalmente bajé la escopeta que llevaba al hombro.
Sea la sospecha de un tiro, sea lo que fuese, el perro hizo una evolución, tomó distancia
y se plantó como diciendo: descarga tu arma y después veremos.
¿Habría hecho el perro lo mismo con cualquier otro caminante?
Probablemente no.
Era manso, yo lo averigüé después.
Pero es que yo no le había caído en gracia, y que conociendo mi debilidad, se divertía
conmigo, como yo podía haberlo hecho con un muchacho.
No hay que asombrarse de esto. La memoria en los animales, a falta de otras facultades,
está sumamente desarrollada.
Cualquier caballo, mula, jumento o perro, nos aventaja en conocer el intrincado camino
por donde tenemos costumbre de andar.
Los pájaros se trasladan todos los años de un país a otro, emigrando a más o menos
distancias, según sus necesidades fisiológicas.
Ahí están las golondrinas que, después de larga ausencia, vuelven a la guarida de la
misma torre, del mismo techo, del mismo tejado, que habitaron el año anterior.
Queda de consiguiente fuera de duda que lo que el perro hacía conmigo, lo hacía a
sabiendas. ¡Pícaro perro!
Hubo un momento en que casi lo dominé. ¡Ilusión de un alma pusilánime!
Al primer amago de carga eché a correr con escopeta y todo; los ladridos no se hicieron
esperar, esto aumentó el pánico, de tal modo, que el animal ya no pensaba en mí y yo
seguía desolado por esos campos de Dios.
Y sin embargo, si yo hubiera ido en compañía de alguna dama, el muy astuto no me
corre.
Y ella habría huido.
Las mujeres tienen el don especial de hacernos hacer todo género de disparates,
inclusive el de hacernos matar.
Yo me bato con cualquier perro, aunque sea de presa, por una mujer, aunque sea vieja y
fea, si soy su cabaleiro servente.
Otro se suicida por una mujer, con pistola, navaja de barba, veneno o arrojándose de una
torre. No hay que discutirlo.
Hay héroes porque hay mujeres.
Y es mejor no pensarlo: ¿qué sería el hermoso planeta que habitamos, sin ellas?
La presencia e inmediación de los míos, el orgullo de no dejarme avasallar ni sobrepujar
por aquellos bárbaros en nada y por nada, me hacían insistir, contra las reiteradas instancias
de Mariano Rosas, en no retirarme.
Mi principal temor era embriagarme demasiado. A una loncoteada no le temía tanto.
Loncotear, llaman los indios a un juego de manos, bestial.
Es un pugilato que consiste en agarrarse dos de los cabellos y en hacer fuerza para atrás,
a ver cuál resiste más a los tirones.
Desde chiquitos se ejercitan en él.
Cuando a un indiecito le quieren hacer un cariño varonil, le tiran de las mechas, y si no
le saltan las lágrimas le hacen este elogio: ese toro.
El toro es para los indios el prototipo de la fuerza y del valor. El que es toro, entre ellos,
es un nene de cuenta.
¡Los "yapaí, hermano" no cesaban!
Epumer la había emprendido conmigo, y un indiecito Caiomuta, que jamás quiso darme
la mano, so pretexto de que yo iba de mala fe: ¡Winca engañando!, salía constantemente de
sus labios.
El vino y el aguardiente corrían como agua, derramados por la trémula mano de los
beodos, que ya rugían como fieras, ya lloraban, ya cantaban, ya caían como piedras,
roncando al punto o trasbocando, como atacados de cólera.
Aquello daba más asco que miedo.
Todos me trataban con respeto, menos Epumer y Caiomuta.
Tambaleaban de embriaguez.
Epumer llevaba de vez en cuando la mano derecha al cabo de su refulgente facón, y me
miraba con torvo ceño.
Miguelito me decía:
-No se descuide por delante, mi Coronel, aquí estoy yo por detrás.
Cuando rehusaba un yapaí, gruñían como perros, la cólera se pintaba en sus caras
vinosas y murmuraban iracundas palabras que yo no podía entender.
Miguelito me decía:
-Se enojan porque usted no bebe, mi Coronel; dicen que no lo hace por no descubrir sus
secretos con la chupa.
Yo entonces me dirigía a algunos de los presentes y lo invitaba, diciéndole:
-Yapaí, hermano -y apuraba el cuerno o el vaso.
Una algazara estrepitosa, producida por medio de golpes dados en la boca abierta, con la
palma de la mamo, estallaba incontinenti.
¡¡Babababababababababababababababababa!!
Resonaba, ahogándose los últimos ecos en la garganta de aquellos sapos, gritones.
Mientras el licor no se acabara, la saturnal duraría.
La tarde venía.
Yo no quería que me sorprendiera la noche entre aquella chusma hedionda, cuyo cuerpo
contaminado por el uso de la carne de yegua, exhalaba nauseabundos efluvios; regoldaba a
todo trapo, cada eructo parecía el de un cochino cebado con ajos y cebollas.
En donde hay indios, hay olor a azafétida.
Intenté levantarme del suelo para retirarme a la sordina, viendo que la mayoría de los
concurrentes estaba ya achumada.
Epumer me lo impidió.
¡Yapaí! ¡Yapaí!, me dijo.
¡Yapai! ¡Yapai!, contesté.
Y uno después de otro cumplimos con el deber de la etiqueta.
El cuerno que se bebió él tenía la capacidad de una cuarta.
Una dosis semejante de aguardiente era como para voltear a un elefante, si estos
cuadrúpedos fuesen aficionados al trago.
Medio perdió la cabeza.
Al llevar yo el mío a los labios me santigüé con la imaginación como diciendo: Dios me
ampare.
Jamás probé brebaje igual. Vi estrellas, sombras de todos colores, un mosaico de tintes
tornasolados, como cuando por efecto de un dolor agudo apretamos los párpados y cerrando
herméticamente los ojos la retina ve visiones informes.
Al enderezarse Epumer, yo no sé qué chuscada le dije.
El indio se puso furioso; quiso venírseme a las manos.
Mariano Rosas y otros le sujetaron; me pidieron encarecidamente que me retirara.
Me negué; insistieron, me negué, me negué tenazmente.
Me hicieron presente que cuando se caldeaba, se ponía fuera de sí, que era mal
intencionado.
-No hay cuidado -fue toda mi contestación.
El indio pugnaba por desasirse de los que le tenían; quería abalanzarse sobre mí, su
mano estaba pegada al facón.
Pataleaba, rugía, apoyaba los talones en el suelo, endurecía el cuerpo y se enderezaba
como galvanizado.
Sus ojos me seguían, los míos no le dejaban.
En uno de los esfuerzos que hizo sacó el facón.
Era una daga acerada de dos filos, con cruz y cabo de plata; y en un vaivén llegó a
ponerse casi sobre mí.
-Cuidado, mi Coronel -me dijo Miguelito interponiéndose, y hablándole al salvaje en su
lengua con acento dulcísimo.
-¡Cuidado! -gritaron varios.
-Yo, afectando una tranquilidad que dejase bien puesto el honor de mi sangre y de mi
raza:
-No hay cuidado -contesté.
El esfuerzo convulsivo supremo, hecho por el indio, agotó el resto de sus fuerzas
hercúleas enervadas por los humos alcohólicos.
Los que le sujetaban, sintiéndole desfallecer, abandonaron el cuerpo a su propia
gravedad; cumplíase la inmutable ley:
E caddi, come corpo morto cade!
Cesó la agitación.
Queriendo saber qué causa, qué motivo, qué palabras mías pusieran fuera de sí a mi
contendor, pregunté:
-¿Por qué se ha enojado?
-Porque usted le ha llamado perro -dijo uno.
-Es falso -dijo Miguelito en araucano-, el Coronel habló de perros; pero no dijo que
Epumer fuera perro.
Nadie respondió.
Efectivamente, en la broma que intenté hacerle a Epumer, por ver si lo arrancaba a sus
malos pensamientos, no sé cómo interpolé el vocablo perro.
Para los indios, como para los árabes, no había habido insulto mayor que llamarles
perro.
Epumer me entendió mal y se creyó ofendido.
De ahí su rapto de furia.
La noche batía sus pardas alas; los indios ebrios roncaban, vomitaban, se revolvían por
el suelo, hechos un montón, apoyando éste sus sucios pies en la boca de aquél; el uno su
panza sobre la cara del otro.
Varias chinas y cautivas trajeron cueros de carnero y les hicieron cabeceras, poniéndolos
en posturas cómodas.
Otros se quedaron murmurando con indescriptible e inefable fruición báquica.
Mariano Rosas me hizo decir con su hombre de confianza, que si quería darle el resto de
aguardiente que le había reservado.
-De mil amores -contesté; y aprovechando la coyuntura que se me presentaba de
abandonar el campo de mis proezas, salí de la enramada y me dirigí al ranchito en que se
habían alojado mis oficiales.
Entregué el aguardiente.
Me tendí cansado, como si hubiera subido con un quintal en las espaldas a la cumbre del
Vesubio.
¿En qué me tendí?
Sobre un cuero de potro; era el colchón de una mala cama improvisada con palos
desiguales y nudosos.
El sueño no tardó en llevarme al mundo de la tranquilidad pasajera.
Gozaba, cuando una serenata me despertó.
Era un negro, tocador de acordeón, una especie de Orfeo de la pampa
Tuve que resignarme a mi estrella, que levantarme y escuchar un cielito cantado en
honor mío.
¡Qué mal rato me dio el tal negro después!
- XXXII El negro del acordeón y la música. Reflexiones sobre el criterio vulgar. Sueño fantástico.
Lucius Victorius Imperator. Un mensajero nocturno de Mariano Rosas. Se reanuda el sueño
fantástico. Mi entrada triunfal en Salinas Grandes. La realidad. Un huésped a quien no le es
permitido dormir.
El negro no tardó en irse con la música a otra parte. Bendije al cielo. Como poeta
festivo, como payador, no podía rivalizar con Aniceto el Gallo ni con Anastasio el Pollo.
Ni siquiera era un artista en acordeón.
Yo tengo, por otra parte, poco desarrollado el órgano frenológico de los tonos, pudiendo
decir, como Voltaire: La musique c'est de tous les tapages le plus supportable.
Es una fatalidad como cualquier otra, que me priva de un placer inocente más en la vida.
Te contaría a este respecto algo muy curioso, un triunfo de la frenología, o en otros
términos, la historia de mis padecimientos infantiles por la guitarra. Y te la contaría a pesar
del natural temor de que me creyesen más malo de lo que soy; porque tengo la desgracia de
ser insensible a la armonía.
Tú sabes, que según las reglas del criterio vulgar, no puede ser bueno quien no ama la
música, las flores, aunque ame muchas otras cosas que embriagan y deleitan más que ellas.
Hay gentes que de buena fe creen que el sentimiento estético o del arte es inseparable de
los hombres de corazón.
Tal persona que ama con locura la música, es, sin embargo, incapaz de un acto de
generosidad.
Tal otra que gastaría cien mil pesos en un auténtico Rubens, no haría un sacrificio por el
amigo más querido.
Esas gentes viven acariciando dulces errores, lo mismo que los que subordinan la moral
al sentimiento, y hay que dejar a cada loco con su tema.
Pero semejante página sería demasiado íntima para agregarla aquí.
Me resigno, pues, a suprimirla, sustrayéndome a la tentación de una confidencia
personal ajena al asunto jefe.
Apenas me vi libre de quien inhumanamente me había arrancado de los brazos de
Morfeo, volví a tenderme en mi duro y sinuoso lecho.
Poco tardé en dormirme profundamente.
Saboreaba el suave beleño; soñaba que yo era el conquistador del desierto; que los
aguerridos ranqueles, magnetizados por los ecos de la civilización, habían depuesto sus
armas; que se habían reconcentrado formando aldeas; que la iglesia y la escuela habían
arraigado sus cimientos en aquellas comarcas desheredadas; que la voz del Evangelio
ahogaba las preocupaciones de la idolatría; que el arado, arrancándole sus frutos óptimos a
la tierra, regada con fecundo sudor, producía abundantes cosechas; que el estrépito de los
malones invasores había cesado, pensando sólo, aquellos bárbaros infelices, en
multiplicarse y crecer, en aprovechar las estaciones propicias, en acumular y guardar, para
tener una vejez tranquila y legarles a sus hijos un patrimonio pingüe; que yo era el patriarca
respetado y venerado, el benefactor de todos, y que el espíritu maligno, viéndome contento
de mi obra útil y buena, humanitaria y cristiana, me concitaba a una mala acción, a dar mi
golpe de Estado.
¡Mortal!, me decía, aprovecha los días fugaces.
¡No seas necio, piensa en ti, no en la Patria!
La gloria del bien es efímera, humo, puro humo. Ella pasa y nada queda. ¿No tienes
mujer e hijos? Pues bien. ¿No te obedecen y te siguen, no te quieren y respetan estos
rebaños humanos?
Pues bien.
¿No tienes poder, no eres de carne y hueso, no amas el placer?
Pues bien.
Apártate de ese camino, ¡insensato!, ¡imprevisor, loco! ¡Escucha la palabra de la
experiencia, hazte proclamar y coronar emperador! Imita a Aurelio. Tienes un nombre
romano. Lucius Victorius Imperator sonará bien al oído de la multitud.
Yo escuchaba con cierto placer mezclado de desconfianza las amonestaciones
tentadoras; ideaba ya si el trono en que me había de sentar, la diadema que había de ceñir y
el cetro que había de empuñar, cuando subiera al capitolio, serían de oro macizo o de cuero
de potro y madera de caldén, cuando una voz que reconocí entre sueños llamó a mi puerta
diciendo:
-¡Coronel Mansilla!
No contesté de pronto. Reconocí la voz, la había oído hacía poco; pero no estaba del
todo despierto.
-¡Coronel Mansilla! ¡Coronel Mansilla! -volvieron a decir.
Reinaba una profunda obscuridad en el desmantelado rancho donde me había
hospedado; mis oficiales roncaban, como hombres sin penas; un ruido tumultuoso, sordo,
llegaba confusamente hasta la nocturna morada. Me senté en la cama y paré la oreja, a ver
si volvían a llamar, fijando la vista en un resquicio de la puerta, que era un cuero de vaca
colgado.
-¡Coronel Mansilla! -volvieron a decir.
Al fulgor de la luz estelar, columbré una cabeza negra, motosa, y entre dos fajas rojas,
resaltando como lustrosas cuentas negras sobre el turgente seno de una hermosa, dos filas
de ebúrneos dientes.
Era el negro del acordeón.
Para serenatas estaba yo.
Me hizo el efecto de Mefistófoles.
-¡Vade retro, Satanás! -le grité.
No entendió. Ya lo creo. ¡Latín puro a esas horas y al lado del toldo de Mariano Rosas!
-Mi Coronel Mansilla -fue su contestación.
-Vete al diablo -repliqué.
-Me manda el General Mariano.
-¿Y qué quiere?
-Manda decir, que ¿cómo le ha ido a su merced de viaje; que si no ha perdido algunos
caballos; que cómo ha pasado la noche; que si ha dormido bien?
Me pareció una burla.
Me quedé perplejo un instante, y luego contesté.
-Dile que de viaje me ha ido bien; que a caballos, Wenchenao me ha robado dos, que es
un pícaro: que para saber cómo he pasado la noche y cómo he dormido, -es menester que
me dejen descansar y que amanezca.
Y esto diciendo, me coloqué horizontalmente haciendo una línea mixta con el cuerpo de
manera que el hueso del cuadril y los hombros coincidieran con los hoyos de mi escabroso
lecho.
La cara desapareció.
Hacía frío, helaba en los primeros días de abril, tenía pocas cobijas, no era fácil conciliar
el sueño bajo tales auspicios; tanteando en las tinieblas cogí la punta de algo que debía ser
jerga o poncho, tiré y como quien pesca un cetáceo de arrobas, que se agarra en el fondo
fangoso, despojé a un prójimo de una de sus pilchas.
Me la eché encima, me envolví, me acurruqué bien, me tapé hasta las narices y comencé
a resollar fuerte, haciendo de mis labios una especie de válvula para que saliera el aliento
condensado y crecieran los grados de la temperatura que circundaba mi transida
humanidad.
Me estaba por dormir. Hay ideas que parecen una cristalización. Así no más no se
evaporan. Veía como envuelta en una bruma rojiza la visión de la gloria.
El espíritu maligno se cernía sobre ella.
Yo era emperador de los ranqueles.
Hacía mi entrada triunfal en Salinas Grandes.
Las tribus de Calfucurá me aclamaban. Mi nombre llenaba el desierto preconizado por
las cien leguas de la fama. Me habían erigido un gran arco triunfal.
Representaba un coloso como el de Rodas. Tenía un pie en la soberbia cordillera de los
Andes, otro en las márgenes del Plata. Con una mano empuñada una pluma deforme de
ganso, cuyas aristas brillaban como mostacilla de oro, chispeando de su punta letras de
fuego, que era necesario leer con la rapidez del relámpago para alcanzar a descifrar que
decían: mené, thekel, phare. Con la otra blandía una espada de inconmensurable largor,
cuya hoja de bruñido acero resplandecía como meteoro, centelleando en ella diamantinas
letras que era menester leer con la rapidez del pensamiento para adivinar que decían: In hoc
signo vinces. Por debajo de aquel monumento de egipcia estructura y proporciones, capaz
de provocar la envidia sangrienta, la venganza corsa y el odio eterno de un Faraón,
desfilaba como el rayo, tirada por veinte yuntas de yeguas chúcaras, una carreta tucumana,
cubierta de penachos, de crines caballares de varios colores y en cuyo lecho se alza un
dosel de pieles de carnero.
En él iba sentado un mancebo de rostro pintado con carmín. ¡Era yo! Manejaba la
ecuestre recua con un látigo de cháguara que no tenía fin, al grito infernal de: ¡pape satán!
¡pape satán alepe! Mi traje consistía en un cuero de jaguar; los brazos del animal formaban
las mangas, las piernas, los calzones, lo demás cubría el cuerpo, y, por fin, la cabeza con
sus colmillos agudos adornaba y cubría mi frente a manera de antiguo capacete.
La cola no sé qué se había hecho. Un ser extraño, invisible para todos, menos para mí,
quería ponerme una paja. Yo le miraba como diciéndole: basta de atavíos, y él vacilaba y
me seguía sin saber qué hacer.
Una escolta formada en zigzags, me precedía, cubriéndome la retaguardia. Indígenas de
todas las castas australes se veían allí: ranqueles, puelches, pehuenches, piscunches,
patagones y araucanos. Los unos iban en potros bravos, los otros en mansos caballos, éstos
en guanacos, aquéllos en avestruces, muchos a pie, varios montados en cañas, infinitos en
alados cóndores.
Sus armas eran lanzas y bolas; sus trajes mixtos, a lo gaucho, a la francesa, a la inglesa,
a lo Adán los más. Cantaban un himno marcial al son de unas flautas de cañuto de grueso
carrizo, y las palabras Lucius Victorius Imperator, resonaban con fragor en medio de
repetidas ¡¡¡ba-ba-ba-ba-ba-ba-ba!!!
Nuevo Baltasar, yo marchaba a la conquista de una ciudad poderosa, contra el dictamen
de mis consejeros, que me decían: Allí no penetrarás victorioso jamás; porque sus calles
están empedradas con enormes monolitos y cubiertas de pantanos, por donde es imposible
que pase tu carreta.
Tenaz, como soy en sueños, no quería escuchar la voz autorizada de mis expertos
monitores. Me había hecho aclamar y coronar por aquellas gentes sencillas, había superado
ya algunos obstáculos de mi vida; ¿por qué no había de tentar la empresa de luchar y vencer
una civilización decrépita?
Por otra parte, yo había nacido en esa egregia ciudad y ella iba a enorgullecerse de
verme llegar a sus puertas, no como Aníbal a las de Roma, sino cual otro valiente Camilo.
Por aquí iba, medio despierto, medio dormido, cuando volvieron a hacerme sentar en la
cama, llamando a mi puerta.
-¡Coronel Mansilla!
-¿Qué hay? -pregunté.
El malhadado negro contestó:
-Dice el General que ¿cómo ha pasado la noche?
-Hombre, dile que mañana le contestaré.
El mensajero contestó no pude percibir qué.
Una barahúnda repentina ahogó su voz.
Volví yo a estudiar qué postura se adaptaría más a la cama que me habían deparado las
circunstancias y esperaba no ser interrumpido otra vez. ¡Quimera!
Mi verdadera bestia negra había ido y vuelto.
-¡Coronel Mansilla! ¡Coronel -Mansilla! -me gritó.
-¿Qué quieres? -le contesté con mal humor, sin moverme.
-Aquí está el hijo del General.
Esto era ya más serio.
Me incorporé.
-¿Qué se ofrece, hermano? -pregunté.
-Dice mi padre que vaya -me contestó.
-¿Qué vaya, ahora?
-Sí.
Llamé a Carmen, mi fiel ministril; le pedí agua para lavarme, luz, peine, un cepillo de
dientes, todo cuanto podía ser un pretexto para demorarme y ganar tiempo, a ver si venía el
día.
Oía el ruido de la orgía nocturna, y no me hacía buen estómago la idea de tomar parte en
ella a obscuras.
Según mi costumbre en campaña, dormía vestido, desnudándome de día por la higiene y
otras yerbas.
De un salto estuve en pie.
-Carmen trajo luz, un candil de grasa de potro, agua, peine, cuanto le pedí, haciendo un
viaje para cada cosa, como que tenía que revolver las alforjas para hallarlas.
Hice mi estudiosa toilette, lo más despacio que pude.
Mientras tanto, varios curiosos, ebrios a cual más, llegaron a mi puerta y estuvieron
observando.
Como tardase en salir del rancho, presentose una nueva diputación. La componían dos
hijos de Mariano. Tomó la palabra el mayor de ellos y me dijo:
-Dice mi padre, ¡qué cómo está, que cómo le va, que cómo ha pasado la noche, que
cuándo va, que está medio caldeado y tiene ganas de rematarse con vd.!
Contesté con la mayor política, agradeciendo tantas atenciones, y asegurando que no
tardaría en presentármele al General.
Tardé más en limpiarme los dientes, que en lustrar un par de botas granaderas.
El negro espiaba como perito aquella operación.
El muy pillo había sido esclavo de no recuerdo qué estanciero del sur de Buenos Aires,
soldado del General Rivas, desertor, y conocía bien los usos y costumbres de los cristianos
civilizados.
Decía que eso que yo hacía era para que nunca se me cayeran los dientes.
Los apostrofaba a los indios de ¡Uds. son muy bárbaros!, tocaba su infernal acordeón,
cantaba, bailaba al compás de él y me apuraba diciéndome de cuando en cuando: ¡Vamos,
vamos mi amo!
Al fin tuve que obedecer, y digo obedecer, porque lo que hice no fue otra cosa.
Tenía tanta gana de tomar aguardiente como de hacerme cortar una oreja.
Salí del rancho, dejando a mis compañeros dormidos como piedras. El padre Moisés
roncaba más fuerte que todos. El padre Marcos se había alojado en el rancho de Ayala.
La noche estaba fría, el día lejano aún. Las estrellas brillaban con esa luz diáfana del
invierno. El campo, cubierto por la helada, parecía salpicado de piedras finas. Un gran
fogón moribundo ardía en la enramada del Cacique. Apiñados unos sobre otros, lo
rodeaban varios montones de indios achumados. Muchos caballos ensillados estaban con la
rienda caída, inmóviles, donde los habían dejado el día antes. Mariano Rosas, con una
limeta en una mano y un cuerno en la otra se tambaleaba junto con otros entre los mansos
animales.
Armaban una algarabía, y entre yapaí y yapaí, resonaba frecuentemente el nombre del
Coronel Mansilla.
Escoltado por el negro, por los hijos de Mariano y los curiosos, llegué a donde ellos
estaban.
Al verme, hicieron lo que todos los borrachos que no han perdido completamente la
cabeza: pretendieron disimular su estado.
Mariano Rosas me echó un discurso en su lengua, que no entendí, y fue muy aplaudido.
Comprendí, sin embargo, que había hablado de mí en términos los más cariñosos, porque
mientras peroraba, varias voces dijeron: ¡Ese cristiano bueno, ese cristiano toro!
Terminó haciéndome un yapaí.
Bebió él primero, según se estila.
Apuraba el cuerno, cuando una voz muy simpática para mí, me dijo al oído.
-Aquí estoy yo, mi Coronel, no tenga cuidado; y su comadre Carmen está allí en la
enramada haciendo que duerme, para escuchar todo.
Era Miguelito.
Le estreché la mano, y tomé el cuerno lleno de licor que me pasaba Mariano.
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