LA LEYENDA DE LA MORA Sinopsis España era árabe entonces. En Córdoba vivía el emir Ah derraman II .Cervera era gobernada por el Abú Alhama. Bella hija tenía el gobernador árabe. Zahara era la dicha de su existencia y se veía bendecido por Alá en aquella muchacha dulce y bella. Alí, el adalid y más fuerte brazo del gobernador, ponía sus ojos negros como simas en la bella Zahara. Suenan tambores y añafiles. Regresa la hueste mora hacia el castillo de Abú Alhama. Tras un ajimez asoma la faz tibia y mirar intenso de la doncella Zahara. Los moros traen prisioneros, una larga fila de ellos, entre todos va Fortún, un mozo fuerte, espigado, de una suave mirada azul; tiene anchos hombros, pero viene derrotado y triste. Caer prisionero de los moros es no ver la luz del sol, es quedar privado del gozo de tener al Señor dentro, es quedar separado de sus padres y hermanos, es vegetar en tinieblas y al final pender de una almena del castillo. Tiene hermanos y hermanas y un padre poderoso allá en tierras de Vasconia. Pero la aceifa de los musulmanes ha sido fuerte esta vez, rabiosa y dura. El y otros compañeros cayeron entre unos cuantos enemigos jadeantes que ululaban. Zahara, la más bella entre las bellas, prende su mirada a través del ajimez y se estremece con temblores de hoja al viento. ¿Qué le viene de dentro que le impulsa a moverse y abandonar su observatorio? Este raro temblor, este estremecimiento de todo su ser, tan rápido, tan poderoso, no lo sintió nunca antes. No, era un revolverse angustioso en su alma que tendía al canto a la risa, al gozo de un llanto reparador........ No, no ha experimentado sensaciones parecidas cuando Alí, el adalid de su padre le ha expresado su amor con aliento ardiente y palabras de dulzura insospechada; ni lo ha sentido cuando en las fiestas de la alcazaba tañían las guzlas música purísima y rebasaba la luna líquida del estanque, con temblores de doncellez. Nada ni nadie, excepto el prisionero, ha podido estremecer tan blandamente su corazón adormecido antes... En la noche de luna llena, Zahara quiere ver al prisionero, alentar su ánimo caído. Procurar su tranquilidad. Así rápida se desliza, cauta y silenciosa. Se ven, hablan. Expresan sus temores. Noches sucesivas van anudando el lazo y la hondura de sentires. Pero Fortún no habla solo de ellos, de sus ternuras, habla de cosas que la doncella no oyó antes. Eleva su alma al cielo y tiene fe en el Señor. También ahora le dice dulcemente de los milagros sin cuento de la Virgen María. Y el milagro se opera. Zahara cree, seguirá a Fortún donde vaya. Deciden santificar su amor y marchar juntos, Zahara se violenta, sufre; dos sentimientos luchan en su ser. Noche oscura. La mora prepara la fuga, aunque desgarrada. Una arqueta tallada en marfil, olorosa de cedro oriental, encierra joyas. Allí van finas ajorcas, arracadas y collares de aljófar. Manos hábiles de joyeros habían hecho sus labores de ataujía. Han de tener necesidad de ello, pero también tienen un hondo pensar: quieren construir un santuario a María, la Madre de Dios que los protege. Y las manos devotísimas de Zahara han tejido en fino tiraz una bandera blanca con recamada cruz azul que también guardan en la arqueta. Aquella habría de ser la bandera que pondrían en la torre de su templo marial. La arqueta queda enterrada, bajo la tierra dura del monte próximo, para su futura promesa cuando vuelvan triunfadores. Murmuran los árboles en la noche oscura y un búho lanza su trasnochado chillido. Sigilosamente salen los dos jóvenes del castillo. Los atalayas dormitan en la torre. Las tierras de cristianos se les abrirán como una promesa, a la mañana, a los dos fugitivos. Desde el adarve, un saetero ha visto el caballo blanco de los enamorados, lanza la saeta veloz y comunica la sorpresa a Abul - Alhama. Prisa en el castillo, movimiento de huestes, se toca a rebato. Corre la caballería de Alhama a cercar a los fugitivos. Y lo logra. La luz lechosa de la aurora besa con su rayo el cuerpo rígido de Fortún que pende de una almena. Zahara morirá emparedada entre los muros negros de la fortaleza. ¿Cuántos años han pasado? Muchos, el tiempo ha corrido con su paso lento y ha ido devorando cuerpos y horas..... En una mañana pálida de abril, un pastor cuida sus cabras que remolonean por raídos matorrales. Al fondo del vallecico corre el Alhama, que viene más fuerte por las nieves que sorbió. El pastorcillo, seco y moreno como sarmiento, está sentado al pie de un roble. Distraído, con ojos en el vacío, golpea con la punta fina de su cayado. Golpea y golpea sin ninguna intención; otros pensamientos de trabajo diario, de apetencias urgentes, le llevan su mente. De pronto, un ruido metálico le llama, le sigue y tropieza con una pequeña argolla enterrada. Está resistente la cadenilla que le impide sacar el sigiloso objeto. Insiste asombrado al socavar con ahínco y encuentra la arqueta de Zahara y Fortún. No está destruida, la tierra madre mullida de bancal la protegió del viento y del tiempo. Carga el pastor todo asombro en su cara de sarmiento. La mujer en la casa tiene fiebre por saber el secreto y al abrir, todo el tesoro, envuelto en la bandera, aparece a los ojos chispeantes, curiosos, codiciosos. Pero el sigilo se impone. Su vida puede cambiar el rumbo monótono de su pobreza. Un judío con lumbres de codicia les compró el tesoro recóndito. La vida se le presenta alentadora y fácil. Pero la murmuración cunde también. ¿Con un pobre rebaño de cabras pueden vivir así? En la casa hay aires de renovación y de grandeza. El pastor está viejo y en trance de muerte confiesa al sacerdote sencillo y benévolo el hallazgo. Se van a cumplir al fin los deseos de los enamorados de antaño. El sacerdote lee con todo detenimiento el pergamino en que constaba la voluntad de Fortún y Zahara. El castillo monumental, la fortaleza que ya se desmorona agrietada y parda, ve levantarse frente a ella la ermita mariana y la talla de la Virgen. Es en plena Edad Media, Siglo XIII, siglo mariano por excelencia cuando se abre al culto la iglesia. Día de la Ascensión. Una doncella de Cervera, terminada la misa, subió al tejado de la nueva Iglesia. Zahara, la doncella árabe, trasmutada en cristiana en esta mozuela cerverana, clava en la torre el penacho de bandera blanca en que ondea la Cruz. Y desde entonces cada año se verifica en la que llegó a ser basílica, la Virgen del Monte, la misma ceremonia con la devoción intensa de todos los de la villa. Las campanitas de plata de la Virgen del Monte llaman al pueblo a su regazo. Hombres, mujeres y chiquillos ascienden, trepan y jadean. Las callecitas, quietas antes, tortuosas y solitarias, hormiguean gentes. Y en el año de 1742 el muy noble señor don Gabriel Ortiz de Zuarte, hijo de Cervera, agente fiscal del Real y Supremo Consejo de Castilla, consiguió para la reverenciada Virgen del Monte las mismas prerrogativas que tenía Santa María la Mayor de Roma.