Historia de la Ética. Continuación.

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HITORIA DE LA ÉTICA. CONTINUACIÓN.
4. RENACIMIENTO
La Reforma protestante provocó un retorno general a los principios básicos del
cristianismo original, cambiando el énfasis puesto en algunas ideas e introduciendo otras
nuevas. En general, durante la Reforma, la responsabilidad individual se consideró más
importante que la obediencia a la autoridad o a la tradición (se rompió con Roma y se situó al
individuo, solo con su conciencia, directamente ante Dios). En cuanto a la salvación, Lutero
subrayó el carácter corrompido de la naturaleza humana (pecado original), afirmando que el
ser humano, por sí mismo, no es libre de hacer el bien, que todas sus obras son malas y que,
por tanto, solamente puede ser salvado por la fe y por la gracia.
Calvino, por su parte, dio especial importancia a la idea de predestinación. Los
puritanos (reformistas ingleses opuestos a la Iglesia Anglicana que emigraron a las colonias de
la costa este de América del Norte) eran calvinistas y se adhirieron a la defensa que hizo
Calvino de la sobriedad, la diligencia, el ahorro y la ausencia de ostentación. Para ellos, la
contemplación no era sino holgazanería y la pobreza era, o bien un castigo por el pecado, o
bien la evidencia de que no se estaba en la gracia de Dios. Los puritanos creían que solo los
elegidos (predestinación) podrían alcanzar la salvación, y que la prosperidad era la señal de
los agraciados. La bondad se asoció a la riqueza y la pobreza al mal. No lograr el éxito en la
profesión de cada uno pareció ser un signo claro de que la aprobación de Dios había sido
negada (estas ideas siguen estando muy presentes en la sociedad americana y han recibido un
nuevo impulso de la mano del darwinismo social). La conducta que una vez se pensó llevaría a
la santidad, acabó conduciendo a los descendientes de los puritanos a la riqueza material. En
relación con este hecho, cabe señalar la célebre tesis de Max Weber de que la ética
protestante está a la base del auge de la burguesía y del capitalismo mercantil de la época.
El Renacimiento supuso, además de esta escisión religiosa, un resurgir de la reflexión
en muchos ámbitos. Habían cambiado las coordenadas económicas, políticas y culturales. El
descubrimiento del Nuevo Mundo planteaba nuevos problemas morales. Las naciones
colonizadoras se preguntaban sobre el valor de la vida y del "alma" de los nuevos hombres
descubiertos. La organización política y social llevó a frecuentes discusiones sobre las
condiciones del trabajo. Se incrementó la trata de esclavos y proliferaron los escritos en su
defensa. Por otra parte, la constitución de los Estados Modernos exigió el desarrollo de
reflexiones que justificasen el poder cada vez más autoritario de los nuevos monarcas (este
tema será recuperado, algunas décadas después, por el contractualismo de Hobbes, Locke y
Rousseau). Junto a todo esto, la imprenta permitió divulgar las nuevas ideas humanistas, los
nuevos descubrimientos científicos, y la nueva concepción astronómica del universo.
Destacamos dos figuras muy representativas de este periodo, aunque por
motivos distintos.
 Tomás Moro (1478-1535). Escribe una obra que se conoce abreviadamente por Utopía
y que tuvo un gran impacto en la época. Retomando ideas de la República de Platón,
propone una sociedad imaginaria en la que reina un orden social y político perfecto y
sus habitantes son felices. No existe propiedad privada, el trabajo se distribuye
adecuadamente entre todos y el tiempo libre se dedica al ocio y a la cultura.
 Maquiavelo (1469-1527). Frente al pensamiento utópico, cuyas propuestas carecen de
realismo, se alza Nicolás Maquiavelo, autor de El príncipe. Maquiavelo (de cuyo
nombre deriva la palabra “maquiavélico”) no se interesa por los aspectos éticos de la
política, no pretende establecer cómo deben actuar los gobernantes conforme a
principios de carácter ético. Le interesa, más bien, analizar cuáles son los modos más
adecuados de actuación política con vistas a mantener y a ampliar el poder del Estado.
Con razón suele ser considerado como el primer teórico moderno de la política; como
el creador de la ciencia política.
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5. EDAD MODERNA, EDAD CONTEMPORÁNEA Y MUNDO ACTUAL.
A continuación, presentamos algunos de los sistemas éticos más importantes de estos tres
periodos, desde una perspectiva más sistemática que histórica, intentando poner de
manifiesto sus relaciones mutuas y su conexión con otros sistemas que ya hemos estudiado.
5.1. PLACER PARA TODOS: ¡SOY UTILITARISTA!
El hedonismo tuvo poca importancia en la Edad Media a causa de la predominancia del
cristianismo durante este periodo, pero reapareció en el Renacimiento. Sin embargo, no fue
hasta finales del siglo XVIII que adquirió una nueva forma en el llamado utilitarismo. Los
utilitaristas también identifican la felicidad con el placer. La diferencia está en que para los
utilitaristas, la felicidad no puede considerarse de modo individualista, como la entendían los
epicúreos. Yo no puedo ser feliz si estoy rodeado de personas infelices. Por ello, el principio
utilitarista básico, formulado por Jeremy Bentham, el fundador de esta corriente, fue: “La
mayor felicidad para el mayor número”. Los dos grandes utilitaristas fueron J. Bentham y John
Stuart Mill, pero entre ellos hay notables diferencias.
Jeremy Bentham (1748-1832) es el más hedonista de los dos. Según él, la naturaleza nos ha
dado dos grandes “maestros”: el placer y el dolor. Estos nos muestran lo que es bueno y lo que
es malo para nosotros. La felicidad consistirá, por tanto, en “maximizar el placer y minimizar
el dolor”. Para conseguirlo, debemos dirigir nuestras acciones según la llamada “aritmética de
los placeres”: frente a cada acción, debemos calcular la cantidad de placer que nos
proporcionará y restarle la cantidad de dolor que puede provocar; cuanto más positivo sea el
resultado, mejor será la acción. Pero, puesto que vivimos en sociedad, el cálculo no puede
hacerse solo en relación a nosotros mismos. En el cálculo también hay que prever si mi acción
provocará placer o dolor en los demás. De ahí que Bentham estuviera muy preocupado por las
cuestiones políticas y sociales: la bondad o maldad de una ley (o de una acción) se juzgaba por
su utilidad para promover la mayor felicidad para la mayoría. El criterio para juzgar esta
utilidad eran sus consecuencias. Si en vez de más felicidad producía más dolor, había que
cambiarla.
Para Bentham, lo que importaba era solo la cantidad de placer, no la clase del mismo. Así,
para él, tanto placer podría proporcionar una buena comida como la contemplación de una
obra de arte. De este modo, la vida humana no sería muy distinta de la de los animales, cuyo
objetivo es solamente obtener el placer mediante la comida, la bebida y el sexo.
John Stuart Mill (1806-1873) argumenta que esto sería así si los seres humanos tuvieran las
mismas facultades que los animales, pero no es verdad: los humanos tienen otras facultades
(como la inteligencia y la voluntad) que, debidamente cultivadas, se satisfacen con placeres
superiores. Por tanto, respecto de los placeres, la calidad es preferible a la cantidad.
También es cierto, y Mill lo reconoce, que cuanto más cultivada sea una persona, si bien
puede tener un disfrute mayor, sus sufrimientos también serán mayores, ya que su
sensibilidad será mucho más fina: si esta persona causa algún perjuicio a los demás, lo sentirá
mucho más que otros, o sufrirá mucho más al contemplar las desgracias ajenas. Sin embargo,
afirmará Mill, quien haya desarrollado sus capacidades superiores sabe que: “Más vale ser un
hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho; es mejor ser Sócrates insatisfecho que un tonto
satisfecho”. Así, cuanto más educada, cultivada y desarrollada esté una persona, más nobles y
elevados serán sus intereses, de tal manera que llegará un momento en que su máximo placer
lo hallará en promover el bienestar de los demás. Por eso, la máxima virtud de la moral
utilitarista será el altruismo. La sociedad utilitarista será, pues, aquella que, mediante la
educación, tienda a conseguir que “en todos los individuos el impulso directo de mejorar el bien
general se convierta en uno de los motivos habituales de la acción.”.
5.2. YO CUMPLO MI DEBER SOLO PORQUE ES MI DEBER: ¡SOY KANTIANO!
Fue el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) quien afirmó que lo que hace buena o
mala una acción es simple y únicamente la voluntad con que se hace. En los sistemas morales
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que hemos visto hasta ahora, lo que hacía buena o mala una acción era la propia acción: era
buena si servía para alcanzar el fin (el placer, la felicidad, etc.) y mala en caso contrario. Así,
para el hedonismo una acción era buena si producía placer y mala si producía dolor. En estos
sistemas (hedonismo, utilitarismo, eudaimonismo, etc.), la intención no decide la bondad o
maldad. En cambio, según Kant, lo único que puede considerarse como bueno o malo es la
voluntad con la que se realiza una acción y no el acto en sí.
Pero, ¿cuándo podremos considerar que una voluntad es buena? Cuando aquello que
hace, lo hace únicamente porque cree que es su deber. Supongamos que un hijo cuida a su
padre enfermo y viejo. ¿Podemos decir que ésta es una buena acción? La mayoría diría que sí.
Sin embargo, Kant nos diría que en sí misma no es ni buena ni mala: lo que la hace buena o
mala es el motivo por el que se lleva a cabo. Si lo hace por obediencia, ya que siempre ha
temido a su padre, o porque le da pena su estado, esta acción, siendo elogiable, no tendría
mérito moral. Incluso podría ser moralmente mala, por ejemplo, si lo hace solamente para que
su padre dicte testamento en su favor o por temor a ser criticado por los demás. Solo será
moralmente buena, o meritoria, si lo hace porque cree que el deber de un hijo es cuidar a su
padre, y no por cualquier otro motivo.
Acabamos de ver que, según Kant, solo tiene mérito moral aquella acción que se hace con
buena voluntad, y la buena voluntad es la que actúa solo por deber. Esto significa que lo que
hace que una acción sea moralmente buena no es “lo que” se hace sino “cómo” se hace, es
decir, el motivo. Y este motivo, como acabamos de decir, es el deber o, como dice Kant, el
puro respeto a la ley moral o imperativo categórico, que Kant formula del siguiente modo:
“Obra siempre de tal manera que puedas querer que la máxima de tu actuación se convierta
en ley universal”. Supongamos, por ejemplo, que me encuentro un sobre con una cantidad
importante de dinero sin ninguna identificación: ¿me lo puedo quedar, en vez de depositarlo
en la oficina de objetos perdidos? Según Kant tendría que razonar así: “¿Podría yo establecer
una ley según la cual todo aquel que se encentre una cantidad importante de dinero se lo
puede quedar?”. Si sinceramente creo que sí, incluso siendo yo quien lo ha perdido, puedo
quedármelo tranquilamente. Sin embargo, resulta difícil pensar que quien lo pierda pueda
querer esta ley. La ley moral viene a decir, en definitiva, que no puedo actuar en interés
propio, tratándome a mí mismo de modo distinto a los demás.
Al no existir, pues, un código normativo que me indique qué acciones concretas son buenas
y cuáles malas, soy yo quien ha de decidir en cada situación qué debo hacer. Nadie puede
decírmelo, ya que entonces lo haría no porque es mi deber sino por obediencia. A eso lo llama
Kant autonomía moral: una persona actúa moralmente cuando no está sometida a nada
externo sino a su propia razón. En el resto de sistemas éticos, lo que me indicaba qué acciones
eran buenas era algo externo a mí. Por eso Kant las llama éticas heterónomas. Si en el
hedonismo y en el utilitarismo el placer es el criterio de bondad, no soy yo quien decide qué es
lo que me produce placer, sino la naturaleza. El caso extremo de heteronomía son las éticas
religiosas, como el cristianismo, en el que es Dios quien decide lo que hay que hacer. En
cambio, la moral kantiana es autónoma porque el sujeto no es sometido a nada más que a su
propia razón.
Esta autonomía está en la raíz misma de su planteamiento. Como hemos visto, hay que
cumplir el deber simplemente porque es el deber, no para alcanzar la felicidad. Es más, en
esta vida vemos que, en general, los que se lo pasan bien, los “felices”, no son precisamente
aquellos cuyas acciones están motivadas por el puro cumplimiento del deber, sino por otras
razones, como el incremento de la riqueza, la consecución del poder, etc. Los que actúan por
el cumplimiento del deber, los que son honestos, veraces, leales, etc., normalmente no “tienen
éxito en la vida”. Un comerciante honesto, que cobra lo justo por su mercancía, que paga
puntualmente a sus acreedores, que cumple con los impuestos, que no especula, que ayuda a
los necesitados, etc., no solo no acumulará riquezas, sino que corre el peligro de ser fagocitado
por quienes hacen lo contrario. Vemos, pues, que en Kant se separan los conceptos de
bondad y felicidad que eran la base de las éticas anteriores, en las que lo bueno es justamente
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aquello que hace feliz. De todos modos, el mismo Kant reconoce que lo lógico, lo racional, es
que la persona buena sea feliz, y esto, al parecer, no ocurre en esta vida. Es verdad que la
persona buena tiene la conciencia tranquila, pero esto no constituye la felicidad total, que
debería incluir el bienestar en todos los sentidos. Al no ser así en este mundo, al no coincidir
aquí aquello que debería coincidir (bondad y felicidad), Kant concluye que debe existir otro
mundo donde sea aquello que debe ser, y esto implica la inmortalidad de nuestra alma, y
también la existencia de Dios, como aquel ser en quien coincidan bondad y felicidad. Pero
esto es un postulado, como lo llama Kant. Teóricamente no se puede demostrar que sea así.
5.3. SOY NIHILISTA Y CREADOR: ¡SOY NIETZSCHANO!
El filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) reaccionó contra todas las morales
anteriores (Nietzsche decía de sí mismo que él era el primer “inmoralista”). Consideró que
toda obligación moral convertía al hombre en un esclavo, en un niño. Especialmente dura fue
la crítica contra el cristianismo. Dios es como un padre que con sus imposiciones impide que
el niño se convierta en adulto y elija por sí mismo. La única solución para que el hombre
pudiera ser hombre era matar a Dios. De hecho, decía Nietzsche, la sociedad occidental ya
había matado a Dios, el ateísmo se estaba extendiendo. Pero no había asumido todas las
consecuencias de este hecho. Porque matar al padre tiene también el aspecto negativo de
pérdida de protección, de seguridad, y supone tener que afrontar los peligros en soledad. En
vez de cargar con su responsabilidad, la sociedad europea había sustituido al Dios cristiano
por otros dioses como la ciencia, la técnica, las riquezas; en definitiva, la comodidad. Ahora se
había convertida en esclavo de estos nuevos dioses.
La muerte de Dios significa la pérdida de todos aquellos valores superiores en los que la
humanidad se había apoyado hasta entonces: la Verdad, el Bien, la Belleza, el Orden, etc. De
ellos habían derivado las principales virtudes predicadas sobre todo por la moral cristiana: la
moderación, la humildad, la caridad, la fe, etc. Todas estas virtudes van contra lo único
auténtico, que es la vida (vitalismo). Esta, tal como la observamos en la naturaleza, es una
lucha constante para superarse, es una fuerza creadora. Solo triunfan los fuertes, los que no se
dejan llevar por sentimientos de compasión, de piedad, etc., sino por sus instintos. Las virtudes
citadas son justamente la negación de estas fuerzas creadoras. Si esta moral se ha impuesto
durante tantos siglos es porque los que la siguen, los débiles, han sido mayoría y se han unido
contra los fuertes. Pero esto ha provocado la destrucción de lo auténtico, la decadencia de la
sociedad, el nihilismo (de nihil = nada), como lo llama Nietzsche.
A este nihilismo decadente y pasivo se opone otro nihilismo, el activo, que consiste en la
destrucción de todos los fundamentos de esta moral, que Nietzsche llama “moral de los
esclavos”. Frente a ésta, la “moral de los señores” parte de asumir plenamente el significado
de la muerte de Dios. Ya no hay ningún fundamente por encima del hombre ni, por tanto,
ningún valor absoluto: es él quien debe crear todos los valores a partir de la afirmación de la
vida. Es lo que llama “la transmutación de todos los valores”. Puesto que el nuevo valor
fundamental es justamente la creación, y este es un acto completamente original, el resultado
no puede preverse. Además, los nuevos valores no podrían ser eternos, sino constantemente
cambiantes como la vida misma. La nueva moral ya no se basará en los conceptos de bueno y
malo, sino en los de fuerte y débil. Pero estos no se corresponden, ya que en la moral clásica el
hombre bueno es el débil que cree en los valores eternos y defiende todo aquello que, como la
aceptación de cualquier imposición, va en contra de la afirmación de sí mismo. Es vulgar, está a
la defensiva refugiándose en la multitud: es un hombre-rebaño. En cambio, el hombre nuevo,
al que llama el “superhombre”, es fuerte y solitario, activo, agresivo y noble. Está “más allá del
bien y del mal”.
Esta filosofía nietzscheana, como cabía esperar, ha sido interpretada en muchos
sentidos, algunos de ellos contradictorios. Los nazis la utilizaron para justificar sus prácticas
invasoras y racistas, pero la mayoría de interpretaciones han ido en sentido contrario: han
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visto en Nietzsche una vigorosa denuncia de una moral enfermiza y opresora, y una invitación
a realizarse como personas auténticamente libres y creadoras.
5.4. SOY REVOLUCIONARIO: ¡SOY MARXISTA!
El capitalismo parece basarse en la “libertad” e “igualdad” de los sujetos que intervienen en
el mercado. Sin embargo, Marx (1818-1883) descubre que, bajo esa igualdad y libertad
aparentes, se esconde una desigualdad real entre el trabajador y el capitalista. La desigualdad
y la explotación se producen porque, mientras que el capitalista es propietario de todos los
medios de producción (el suelo, las fábricas, la maquinaria, etc.), el trabajador, desposeído de
cualquier medio de subsistencia, se ve forzado a vender su fuerza de trabajo en el mercado a
cambio de un salario para poder sobrevivir. Así, nace el proletariado, que no es sino el
conjunto de los trabajadores asalariados. Lo que Marx señala es que la lógica del capitalismo
impone la pauperización progresiva del proletariado: la formación de oligopolios y
monopolios y la paulatina automatización de las tareas de producción hacen aumentar el
desempleo y, por consiguiente, el empresario puede adquirir mano de obra más barata.
Es el concepto de plusvalía el que explica, según Marx, la contradicción entre la burguesía y
el proletariado. El obrero recibe el salario justo para subsistir y poder seguir trabajando. Pero
su fuerza de trabajo produce más de lo que recibe como salario, es decir, de lo que produce, al
proletario se le arrebata una parte, que es la que constituye la ganancia del burgués. La
plusvalía es un plustrabajo no pagado al trabajador. Aquí reside el fundamento de la
explotación capitalista y de la alienación del proletariado, así como de las desigualdades
económicas entre los distintos estratos sociales.
Además, la alienación se agudiza cuando el trabajador asume como “natural” (falsa
conciencia) que el capitalista se apropie de la plusvalía porque es el dueño “legal” de los
medios de producción. La única posibilidad, por tanto, de remediar esta situación de
explotación es eliminar la plusvalía, y esto significa, entre otras cosas, la abolición de la
propiedad privada de los medios de producción.
Ahora bien, según Marx, serán las propias contradicciones del sistema capitalista las que lo
hundirán. En una situación de descontento general, la clase trabajadora alcanzará su
conciencia de clase y se rebelará contra la burguesía y contra el poder político (el Estado) que
sirve a sus intereses. Será el momento de la revolución del proletariado, que triunfará de
manera necesaria, ya que la burguesía, a pesar de su poder económico, es una clase
minoritaria. Comenzará, entonces, lo que se ha llamado la “dictadura del proletariado”, en la
que se abolirá la propiedad privada y se socializarán los medios de producción, que pasarán a
ser titularidad del Estado, controlado por el proletariado. Esta fase de dictadura fue pensada
por Marx como necesaria aunque provisional; el siguiente paso habría de ser la supresión del
Estado. La sociedad comunista se organizará en comunas de producción regidas por el criterio
de justicia y reparto: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.
En este tipo de sociedad no habrá ya diferencias de clases sociales, los medios de producción
serán colectivos y se superará toda forma de alienación. Aquí, según Marx, terminará la
prehistoria de la humanidad y dará comienzo la auténtica historia.
Algunos autores marxistas creían que el triunfo del comunismo traería consigo el
surgimiento de un “nuevo hombre”, altruista, saludable, culto y comprometido con la justicia
social y la revolución. León Trotsky, quien fuera el organizador original del Ejército Rojo y uno
de los principales asistentes de Lenin durante la Revolución bolchevique, escribió en su obra
Literatura y revolución que “La especie humana (…) ingresará otra vez en la etapa de la
reconstrucción radical y se convertirá, en sus propias, manos en el objeto de los más complejos
métodos de selección artificial (…) y de entrenamiento psicofísico. El hombre logrará su meta
(…), un tipo sociobiológico superior, un superhombre (Übermensch), si se quiere”. El mismo
Trotsky es también el autor de la muy ambiciosa afirmación de que “bajo el comunismo un
hombre medio podría llegar a ser un Marx, un Aristóteles o un Goethe y, por encima de tales
picos, cumbres aún mayores”.
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5.5. QUIERO SER AUTÉNTICO: ¡SOY EXISTENCIALISTA!
“Estamos condenados a ser libres”: no podemos no elegir. En cada momento tenemos que
decidir qué hacemos. Incluso cuando nos limitamos a seguir las normas que nos imponen en
casa, en el instituto, etc., y hacemos siempre lo que nos dicen, hemos elegido hacer los que
nos dicen. El filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre (1905-1980) sacó todas las
consecuencias del significado de la libertad. Ser libre significa no estar sometido a nada, ni a
Dios, ni a valores absolutos, ni a normas de ninguna clase; libertad significa crear, inventarnos
en cada momento lo que vamos a hacer. Por eso, cuando nace un niño, no se puede saber ni
qué ni cómo será, todo dependerá de lo que vaya decidiendo en cada momento.
Sastre expresa estas ideas diciendo que la existencia precede a la esencia; es decir, primero
existo y soy yo quien decido lo que seré, y solo al final de la vida se puede decir qué soy, o he
sido (esencia). Esto no pasa con los animales. Cuando nace un león o una vaca, ya sabemos
qué será, qué tipo de vida llevará: no hay muchos modos distintos de ser león o vaca. En
cambio, ¿cuál es el tipo de vida del ser humano? Se puede ser un excelente profesional o un
asesino, un atleta o un alcohólico. Aquello que seamos depende de nuestras decisiones. Los
únicos modelos humanos que tenemos son la vida de las otras personas, del mismo modo que
lo que nosotros hagamos será un modelo para las demás personas. Este tener que ir creando
constantemente nuestra vida a través de nuestras decisiones, que para Nietzsche constituye
la base de la grandeza humana, Sartre lo entiende de un modo trágico, como una condena.
Cada situación con la que nos enfrentamos es nueva y exige nuestra elección. No hay nada
que nos determine, nosotros decidimos y nosotros tenemos que hacernos cargo de nuestra
decisión. Esto nos produce angustia, ya que nos hallamos ante el vacío. “Si nos asomamos a un
precipicio no nos angustia el precipicio, sino la posibilidad de arrojarnos al precipicio, porque
nada puede impedirlo, sino solo nosotros.” Por eso muchas veces intentamos eludir nuestra
responsabilidad recurriendo a normas, o a otras personas, que decidan por nosotros. Sin
embargo, esa evasión es ilusoria ya que, de todas maneras, como hemos dicho al principio,
elegimos. Pero lo que elegimos en este caso es no ser nosotros mismos, y esto es lo que Sastre
llama la mala fe. La mala fe consiste en el intento de escapar de la angustia de tener que
decidir, pretendiendo persuadirnos a nosotros mismos de que no somos libres a causa de las
normas, de nuestro carácter, de nuestra educación, etc., e intentamos responsabilizar a los
demás de nuestra vida. Lo contrario de la mala fe es la sinceridad con nosotros mismos, que
Sastre denomina autenticidad. Esta consiste en asumir nuestra libertad con todas sus
consecuencias.
No hay, pues, ningún modelo objetivo de conducta humana, ya que tampoco hay valores
absolutos. Somos nosotros quienes con nuestras preferencias mostramos aquello a lo que
damos valor. Por eso los únicos modelos que tenemos son las vidas de los demás, pero estas
no son más que creaciones subjetivas. Con mis decisiones estoy, pues, creando modelos para
los otros, y aquí es donde, como hemos dicho, radica nuestra responsabilidad. Ésta exige que
asuma mi libertad y actúe, por tanto, con autenticidad y condene la mala fe. Asumir nuestra
libertad, que es lo único que tenemos, implica comprometernos con todas los problemas
humanos, luchando contra la injusticia, contra las desigualdades, etc.
Cada situación es distinta y debemos tomar una decisión, sin excusas. Por eso algunas veces
a esta moral sartriana se la ha llamado moral de situación. Como podemos ver, Sastre lleva
hasta el extremo lo que Kant llamaba autonomía moral, pues en Kant existía todavía una
norma de conducta, el imperativo categórico, aunque se tratara de nuestra razón cuando
actúa como razón universal.
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