HITORIA DE LA ÉTICA. CONTINUACIÓN. 4. RENACIMIENTO La Reforma protestante provocó un retorno general a los principios básicos del cristianismo original, cambiando el énfasis puesto en algunas ideas e introduciendo otras nuevas. En general, durante la Reforma, la responsabilidad individual se consideró más importante que la obediencia a la autoridad o a la tradición (se rompió con Roma y se situó al individuo, solo con su conciencia, directamente ante Dios). En cuanto a la salvación, Lutero subrayó el carácter corrompido de la naturaleza humana (pecado original), afirmando que el ser humano, por sí mismo, no es libre de hacer el bien, que todas sus obras son malas y que, por tanto, solamente puede ser salvado por la fe y por la gracia. Calvino, por su parte, dio especial importancia a la idea de predestinación. Los puritanos (reformistas ingleses opuestos a la Iglesia Anglicana que emigraron a las colonias de la costa este de América del Norte) eran calvinistas y se adhirieron a la defensa que hizo Calvino de la sobriedad, la diligencia, el ahorro y la ausencia de ostentación. Para ellos, la contemplación no era sino holgazanería y la pobreza era, o bien un castigo por el pecado, o bien la evidencia de que no se estaba en la gracia de Dios. Los puritanos creían que solo los elegidos (predestinación) podrían alcanzar la salvación, y que la prosperidad era la señal de los agraciados. La bondad se asoció a la riqueza y la pobreza al mal. No lograr el éxito en la profesión de cada uno pareció ser un signo claro de que la aprobación de Dios había sido negada (estas ideas siguen estando muy presentes en la sociedad americana y han recibido un nuevo impulso de la mano del darwinismo social). La conducta que una vez se pensó llevaría a la santidad, acabó conduciendo a los descendientes de los puritanos a la riqueza material. En relación con este hecho, cabe señalar la célebre tesis de Max Weber de que la ética protestante está a la base del auge de la burguesía y del capitalismo mercantil de la época. El Renacimiento supuso, además de esta escisión religiosa, un resurgir de la reflexión en muchos ámbitos. Habían cambiado las coordenadas económicas, políticas y culturales. El descubrimiento del Nuevo Mundo planteaba nuevos problemas morales. Las naciones colonizadoras se preguntaban sobre el valor de la vida y del "alma" de los nuevos hombres descubiertos. La organización política y social llevó a frecuentes discusiones sobre las condiciones del trabajo. Se incrementó la trata de esclavos y proliferaron los escritos en su defensa. Por otra parte, la constitución de los Estados Modernos exigió el desarrollo de reflexiones que justificasen el poder cada vez más autoritario de los nuevos monarcas (este tema será recuperado, algunas décadas después, por el contractualismo de Hobbes, Locke y Rousseau). Junto a todo esto, la imprenta permitió divulgar las nuevas ideas humanistas, los nuevos descubrimientos científicos, y la nueva concepción astronómica del universo. Destacamos dos figuras muy representativas de este periodo, aunque por motivos distintos. Tomás Moro (1478-1535). Escribe una obra que se conoce abreviadamente por Utopía y que tuvo un gran impacto en la época. Retomando ideas de la República de Platón, propone una sociedad imaginaria en la que reina un orden social y político perfecto y sus habitantes son felices. No existe propiedad privada, el trabajo se distribuye adecuadamente entre todos y el tiempo libre se dedica al ocio y a la cultura. Maquiavelo (1469-1527). Frente al pensamiento utópico, cuyas propuestas carecen de realismo, se alza Nicolás Maquiavelo, autor de El príncipe. Maquiavelo (de cuyo nombre deriva la palabra “maquiavélico”) no se interesa por los aspectos éticos de la política, no pretende establecer cómo deben actuar los gobernantes conforme a principios de carácter ético. Le interesa, más bien, analizar cuáles son los modos más adecuados de actuación política con vistas a mantener y a ampliar el poder del Estado. Con razón suele ser considerado como el primer teórico moderno de la política; como el creador de la ciencia política. 1 5. EDAD MODERNA, EDAD CONTEMPORÁNEA Y MUNDO ACTUAL. A continuación, presentamos algunos de los sistemas éticos más importantes de estos tres periodos, desde una perspectiva más sistemática que histórica, intentando poner de manifiesto sus relaciones mutuas y su conexión con otros sistemas que ya hemos estudiado. 5.1. PLACER PARA TODOS: ¡SOY UTILITARISTA! El hedonismo tuvo poca importancia en la Edad Media a causa de la predominancia del cristianismo durante este periodo, pero reapareció en el Renacimiento. Sin embargo, no fue hasta finales del siglo XVIII que adquirió una nueva forma en el llamado utilitarismo. Los utilitaristas también identifican la felicidad con el placer. La diferencia está en que para los utilitaristas, la felicidad no puede considerarse de modo individualista, como la entendían los epicúreos. Yo no puedo ser feliz si estoy rodeado de personas infelices. Por ello, el principio utilitarista básico, formulado por Jeremy Bentham, el fundador de esta corriente, fue: “La mayor felicidad para el mayor número”. Los dos grandes utilitaristas fueron J. Bentham y John Stuart Mill, pero entre ellos hay notables diferencias. Jeremy Bentham (1748-1832) es el más hedonista de los dos. Según él, la naturaleza nos ha dado dos grandes “maestros”: el placer y el dolor. Estos nos muestran lo que es bueno y lo que es malo para nosotros. La felicidad consistirá, por tanto, en “maximizar el placer y minimizar el dolor”. Para conseguirlo, debemos dirigir nuestras acciones según la llamada “aritmética de los placeres”: frente a cada acción, debemos calcular la cantidad de placer que nos proporcionará y restarle la cantidad de dolor que puede provocar; cuanto más positivo sea el resultado, mejor será la acción. Pero, puesto que vivimos en sociedad, el cálculo no puede hacerse solo en relación a nosotros mismos. En el cálculo también hay que prever si mi acción provocará placer o dolor en los demás. De ahí que Bentham estuviera muy preocupado por las cuestiones políticas y sociales: la bondad o maldad de una ley (o de una acción) se juzgaba por su utilidad para promover la mayor felicidad para la mayoría. El criterio para juzgar esta utilidad eran sus consecuencias. Si en vez de más felicidad producía más dolor, había que cambiarla. Para Bentham, lo que importaba era solo la cantidad de placer, no la clase del mismo. Así, para él, tanto placer podría proporcionar una buena comida como la contemplación de una obra de arte. De este modo, la vida humana no sería muy distinta de la de los animales, cuyo objetivo es solamente obtener el placer mediante la comida, la bebida y el sexo. John Stuart Mill (1806-1873) argumenta que esto sería así si los seres humanos tuvieran las mismas facultades que los animales, pero no es verdad: los humanos tienen otras facultades (como la inteligencia y la voluntad) que, debidamente cultivadas, se satisfacen con placeres superiores. Por tanto, respecto de los placeres, la calidad es preferible a la cantidad. También es cierto, y Mill lo reconoce, que cuanto más cultivada sea una persona, si bien puede tener un disfrute mayor, sus sufrimientos también serán mayores, ya que su sensibilidad será mucho más fina: si esta persona causa algún perjuicio a los demás, lo sentirá mucho más que otros, o sufrirá mucho más al contemplar las desgracias ajenas. Sin embargo, afirmará Mill, quien haya desarrollado sus capacidades superiores sabe que: “Más vale ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho; es mejor ser Sócrates insatisfecho que un tonto satisfecho”. Así, cuanto más educada, cultivada y desarrollada esté una persona, más nobles y elevados serán sus intereses, de tal manera que llegará un momento en que su máximo placer lo hallará en promover el bienestar de los demás. Por eso, la máxima virtud de la moral utilitarista será el altruismo. La sociedad utilitarista será, pues, aquella que, mediante la educación, tienda a conseguir que “en todos los individuos el impulso directo de mejorar el bien general se convierta en uno de los motivos habituales de la acción.”. 5.2. YO CUMPLO MI DEBER SOLO PORQUE ES MI DEBER: ¡SOY KANTIANO! Fue el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) quien afirmó que lo que hace buena o mala una acción es simple y únicamente la voluntad con que se hace. En los sistemas morales 2 que hemos visto hasta ahora, lo que hacía buena o mala una acción era la propia acción: era buena si servía para alcanzar el fin (el placer, la felicidad, etc.) y mala en caso contrario. Así, para el hedonismo una acción era buena si producía placer y mala si producía dolor. En estos sistemas (hedonismo, utilitarismo, eudaimonismo, etc.), la intención no decide la bondad o maldad. En cambio, según Kant, lo único que puede considerarse como bueno o malo es la voluntad con la que se realiza una acción y no el acto en sí. Pero, ¿cuándo podremos considerar que una voluntad es buena? Cuando aquello que hace, lo hace únicamente porque cree que es su deber. Supongamos que un hijo cuida a su padre enfermo y viejo. ¿Podemos decir que ésta es una buena acción? La mayoría diría que sí. Sin embargo, Kant nos diría que en sí misma no es ni buena ni mala: lo que la hace buena o mala es el motivo por el que se lleva a cabo. Si lo hace por obediencia, ya que siempre ha temido a su padre, o porque le da pena su estado, esta acción, siendo elogiable, no tendría mérito moral. Incluso podría ser moralmente mala, por ejemplo, si lo hace solamente para que su padre dicte testamento en su favor o por temor a ser criticado por los demás. Solo será moralmente buena, o meritoria, si lo hace porque cree que el deber de un hijo es cuidar a su padre, y no por cualquier otro motivo. Acabamos de ver que, según Kant, solo tiene mérito moral aquella acción que se hace con buena voluntad, y la buena voluntad es la que actúa solo por deber. Esto significa que lo que hace que una acción sea moralmente buena no es “lo que” se hace sino “cómo” se hace, es decir, el motivo. Y este motivo, como acabamos de decir, es el deber o, como dice Kant, el puro respeto a la ley moral o imperativo categórico, que Kant formula del siguiente modo: “Obra siempre de tal manera que puedas querer que la máxima de tu actuación se convierta en ley universal”. Supongamos, por ejemplo, que me encuentro un sobre con una cantidad importante de dinero sin ninguna identificación: ¿me lo puedo quedar, en vez de depositarlo en la oficina de objetos perdidos? Según Kant tendría que razonar así: “¿Podría yo establecer una ley según la cual todo aquel que se encentre una cantidad importante de dinero se lo puede quedar?”. Si sinceramente creo que sí, incluso siendo yo quien lo ha perdido, puedo quedármelo tranquilamente. Sin embargo, resulta difícil pensar que quien lo pierda pueda querer esta ley. La ley moral viene a decir, en definitiva, que no puedo actuar en interés propio, tratándome a mí mismo de modo distinto a los demás. Al no existir, pues, un código normativo que me indique qué acciones concretas son buenas y cuáles malas, soy yo quien ha de decidir en cada situación qué debo hacer. Nadie puede decírmelo, ya que entonces lo haría no porque es mi deber sino por obediencia. A eso lo llama Kant autonomía moral: una persona actúa moralmente cuando no está sometida a nada externo sino a su propia razón. En el resto de sistemas éticos, lo que me indicaba qué acciones eran buenas era algo externo a mí. Por eso Kant las llama éticas heterónomas. Si en el hedonismo y en el utilitarismo el placer es el criterio de bondad, no soy yo quien decide qué es lo que me produce placer, sino la naturaleza. El caso extremo de heteronomía son las éticas religiosas, como el cristianismo, en el que es Dios quien decide lo que hay que hacer. En cambio, la moral kantiana es autónoma porque el sujeto no es sometido a nada más que a su propia razón. Esta autonomía está en la raíz misma de su planteamiento. Como hemos visto, hay que cumplir el deber simplemente porque es el deber, no para alcanzar la felicidad. Es más, en esta vida vemos que, en general, los que se lo pasan bien, los “felices”, no son precisamente aquellos cuyas acciones están motivadas por el puro cumplimiento del deber, sino por otras razones, como el incremento de la riqueza, la consecución del poder, etc. Los que actúan por el cumplimiento del deber, los que son honestos, veraces, leales, etc., normalmente no “tienen éxito en la vida”. Un comerciante honesto, que cobra lo justo por su mercancía, que paga puntualmente a sus acreedores, que cumple con los impuestos, que no especula, que ayuda a los necesitados, etc., no solo no acumulará riquezas, sino que corre el peligro de ser fagocitado por quienes hacen lo contrario. Vemos, pues, que en Kant se separan los conceptos de bondad y felicidad que eran la base de las éticas anteriores, en las que lo bueno es justamente 3 aquello que hace feliz. De todos modos, el mismo Kant reconoce que lo lógico, lo racional, es que la persona buena sea feliz, y esto, al parecer, no ocurre en esta vida. Es verdad que la persona buena tiene la conciencia tranquila, pero esto no constituye la felicidad total, que debería incluir el bienestar en todos los sentidos. Al no ser así en este mundo, al no coincidir aquí aquello que debería coincidir (bondad y felicidad), Kant concluye que debe existir otro mundo donde sea aquello que debe ser, y esto implica la inmortalidad de nuestra alma, y también la existencia de Dios, como aquel ser en quien coincidan bondad y felicidad. Pero esto es un postulado, como lo llama Kant. Teóricamente no se puede demostrar que sea así. 5.3. SOY NIHILISTA Y CREADOR: ¡SOY NIETZSCHANO! El filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) reaccionó contra todas las morales anteriores (Nietzsche decía de sí mismo que él era el primer “inmoralista”). Consideró que toda obligación moral convertía al hombre en un esclavo, en un niño. Especialmente dura fue la crítica contra el cristianismo. Dios es como un padre que con sus imposiciones impide que el niño se convierta en adulto y elija por sí mismo. La única solución para que el hombre pudiera ser hombre era matar a Dios. De hecho, decía Nietzsche, la sociedad occidental ya había matado a Dios, el ateísmo se estaba extendiendo. Pero no había asumido todas las consecuencias de este hecho. Porque matar al padre tiene también el aspecto negativo de pérdida de protección, de seguridad, y supone tener que afrontar los peligros en soledad. En vez de cargar con su responsabilidad, la sociedad europea había sustituido al Dios cristiano por otros dioses como la ciencia, la técnica, las riquezas; en definitiva, la comodidad. Ahora se había convertida en esclavo de estos nuevos dioses. La muerte de Dios significa la pérdida de todos aquellos valores superiores en los que la humanidad se había apoyado hasta entonces: la Verdad, el Bien, la Belleza, el Orden, etc. De ellos habían derivado las principales virtudes predicadas sobre todo por la moral cristiana: la moderación, la humildad, la caridad, la fe, etc. Todas estas virtudes van contra lo único auténtico, que es la vida (vitalismo). Esta, tal como la observamos en la naturaleza, es una lucha constante para superarse, es una fuerza creadora. Solo triunfan los fuertes, los que no se dejan llevar por sentimientos de compasión, de piedad, etc., sino por sus instintos. Las virtudes citadas son justamente la negación de estas fuerzas creadoras. Si esta moral se ha impuesto durante tantos siglos es porque los que la siguen, los débiles, han sido mayoría y se han unido contra los fuertes. Pero esto ha provocado la destrucción de lo auténtico, la decadencia de la sociedad, el nihilismo (de nihil = nada), como lo llama Nietzsche. A este nihilismo decadente y pasivo se opone otro nihilismo, el activo, que consiste en la destrucción de todos los fundamentos de esta moral, que Nietzsche llama “moral de los esclavos”. Frente a ésta, la “moral de los señores” parte de asumir plenamente el significado de la muerte de Dios. Ya no hay ningún fundamente por encima del hombre ni, por tanto, ningún valor absoluto: es él quien debe crear todos los valores a partir de la afirmación de la vida. Es lo que llama “la transmutación de todos los valores”. Puesto que el nuevo valor fundamental es justamente la creación, y este es un acto completamente original, el resultado no puede preverse. Además, los nuevos valores no podrían ser eternos, sino constantemente cambiantes como la vida misma. La nueva moral ya no se basará en los conceptos de bueno y malo, sino en los de fuerte y débil. Pero estos no se corresponden, ya que en la moral clásica el hombre bueno es el débil que cree en los valores eternos y defiende todo aquello que, como la aceptación de cualquier imposición, va en contra de la afirmación de sí mismo. Es vulgar, está a la defensiva refugiándose en la multitud: es un hombre-rebaño. En cambio, el hombre nuevo, al que llama el “superhombre”, es fuerte y solitario, activo, agresivo y noble. Está “más allá del bien y del mal”. Esta filosofía nietzscheana, como cabía esperar, ha sido interpretada en muchos sentidos, algunos de ellos contradictorios. Los nazis la utilizaron para justificar sus prácticas invasoras y racistas, pero la mayoría de interpretaciones han ido en sentido contrario: han 4 visto en Nietzsche una vigorosa denuncia de una moral enfermiza y opresora, y una invitación a realizarse como personas auténticamente libres y creadoras. 5.4. SOY REVOLUCIONARIO: ¡SOY MARXISTA! El capitalismo parece basarse en la “libertad” e “igualdad” de los sujetos que intervienen en el mercado. Sin embargo, Marx (1818-1883) descubre que, bajo esa igualdad y libertad aparentes, se esconde una desigualdad real entre el trabajador y el capitalista. La desigualdad y la explotación se producen porque, mientras que el capitalista es propietario de todos los medios de producción (el suelo, las fábricas, la maquinaria, etc.), el trabajador, desposeído de cualquier medio de subsistencia, se ve forzado a vender su fuerza de trabajo en el mercado a cambio de un salario para poder sobrevivir. Así, nace el proletariado, que no es sino el conjunto de los trabajadores asalariados. Lo que Marx señala es que la lógica del capitalismo impone la pauperización progresiva del proletariado: la formación de oligopolios y monopolios y la paulatina automatización de las tareas de producción hacen aumentar el desempleo y, por consiguiente, el empresario puede adquirir mano de obra más barata. Es el concepto de plusvalía el que explica, según Marx, la contradicción entre la burguesía y el proletariado. El obrero recibe el salario justo para subsistir y poder seguir trabajando. Pero su fuerza de trabajo produce más de lo que recibe como salario, es decir, de lo que produce, al proletario se le arrebata una parte, que es la que constituye la ganancia del burgués. La plusvalía es un plustrabajo no pagado al trabajador. Aquí reside el fundamento de la explotación capitalista y de la alienación del proletariado, así como de las desigualdades económicas entre los distintos estratos sociales. Además, la alienación se agudiza cuando el trabajador asume como “natural” (falsa conciencia) que el capitalista se apropie de la plusvalía porque es el dueño “legal” de los medios de producción. La única posibilidad, por tanto, de remediar esta situación de explotación es eliminar la plusvalía, y esto significa, entre otras cosas, la abolición de la propiedad privada de los medios de producción. Ahora bien, según Marx, serán las propias contradicciones del sistema capitalista las que lo hundirán. En una situación de descontento general, la clase trabajadora alcanzará su conciencia de clase y se rebelará contra la burguesía y contra el poder político (el Estado) que sirve a sus intereses. Será el momento de la revolución del proletariado, que triunfará de manera necesaria, ya que la burguesía, a pesar de su poder económico, es una clase minoritaria. Comenzará, entonces, lo que se ha llamado la “dictadura del proletariado”, en la que se abolirá la propiedad privada y se socializarán los medios de producción, que pasarán a ser titularidad del Estado, controlado por el proletariado. Esta fase de dictadura fue pensada por Marx como necesaria aunque provisional; el siguiente paso habría de ser la supresión del Estado. La sociedad comunista se organizará en comunas de producción regidas por el criterio de justicia y reparto: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. En este tipo de sociedad no habrá ya diferencias de clases sociales, los medios de producción serán colectivos y se superará toda forma de alienación. Aquí, según Marx, terminará la prehistoria de la humanidad y dará comienzo la auténtica historia. Algunos autores marxistas creían que el triunfo del comunismo traería consigo el surgimiento de un “nuevo hombre”, altruista, saludable, culto y comprometido con la justicia social y la revolución. León Trotsky, quien fuera el organizador original del Ejército Rojo y uno de los principales asistentes de Lenin durante la Revolución bolchevique, escribió en su obra Literatura y revolución que “La especie humana (…) ingresará otra vez en la etapa de la reconstrucción radical y se convertirá, en sus propias, manos en el objeto de los más complejos métodos de selección artificial (…) y de entrenamiento psicofísico. El hombre logrará su meta (…), un tipo sociobiológico superior, un superhombre (Übermensch), si se quiere”. El mismo Trotsky es también el autor de la muy ambiciosa afirmación de que “bajo el comunismo un hombre medio podría llegar a ser un Marx, un Aristóteles o un Goethe y, por encima de tales picos, cumbres aún mayores”. 5 5.5. QUIERO SER AUTÉNTICO: ¡SOY EXISTENCIALISTA! “Estamos condenados a ser libres”: no podemos no elegir. En cada momento tenemos que decidir qué hacemos. Incluso cuando nos limitamos a seguir las normas que nos imponen en casa, en el instituto, etc., y hacemos siempre lo que nos dicen, hemos elegido hacer los que nos dicen. El filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre (1905-1980) sacó todas las consecuencias del significado de la libertad. Ser libre significa no estar sometido a nada, ni a Dios, ni a valores absolutos, ni a normas de ninguna clase; libertad significa crear, inventarnos en cada momento lo que vamos a hacer. Por eso, cuando nace un niño, no se puede saber ni qué ni cómo será, todo dependerá de lo que vaya decidiendo en cada momento. Sastre expresa estas ideas diciendo que la existencia precede a la esencia; es decir, primero existo y soy yo quien decido lo que seré, y solo al final de la vida se puede decir qué soy, o he sido (esencia). Esto no pasa con los animales. Cuando nace un león o una vaca, ya sabemos qué será, qué tipo de vida llevará: no hay muchos modos distintos de ser león o vaca. En cambio, ¿cuál es el tipo de vida del ser humano? Se puede ser un excelente profesional o un asesino, un atleta o un alcohólico. Aquello que seamos depende de nuestras decisiones. Los únicos modelos humanos que tenemos son la vida de las otras personas, del mismo modo que lo que nosotros hagamos será un modelo para las demás personas. Este tener que ir creando constantemente nuestra vida a través de nuestras decisiones, que para Nietzsche constituye la base de la grandeza humana, Sartre lo entiende de un modo trágico, como una condena. Cada situación con la que nos enfrentamos es nueva y exige nuestra elección. No hay nada que nos determine, nosotros decidimos y nosotros tenemos que hacernos cargo de nuestra decisión. Esto nos produce angustia, ya que nos hallamos ante el vacío. “Si nos asomamos a un precipicio no nos angustia el precipicio, sino la posibilidad de arrojarnos al precipicio, porque nada puede impedirlo, sino solo nosotros.” Por eso muchas veces intentamos eludir nuestra responsabilidad recurriendo a normas, o a otras personas, que decidan por nosotros. Sin embargo, esa evasión es ilusoria ya que, de todas maneras, como hemos dicho al principio, elegimos. Pero lo que elegimos en este caso es no ser nosotros mismos, y esto es lo que Sastre llama la mala fe. La mala fe consiste en el intento de escapar de la angustia de tener que decidir, pretendiendo persuadirnos a nosotros mismos de que no somos libres a causa de las normas, de nuestro carácter, de nuestra educación, etc., e intentamos responsabilizar a los demás de nuestra vida. Lo contrario de la mala fe es la sinceridad con nosotros mismos, que Sastre denomina autenticidad. Esta consiste en asumir nuestra libertad con todas sus consecuencias. No hay, pues, ningún modelo objetivo de conducta humana, ya que tampoco hay valores absolutos. Somos nosotros quienes con nuestras preferencias mostramos aquello a lo que damos valor. Por eso los únicos modelos que tenemos son las vidas de los demás, pero estas no son más que creaciones subjetivas. Con mis decisiones estoy, pues, creando modelos para los otros, y aquí es donde, como hemos dicho, radica nuestra responsabilidad. Ésta exige que asuma mi libertad y actúe, por tanto, con autenticidad y condene la mala fe. Asumir nuestra libertad, que es lo único que tenemos, implica comprometernos con todas los problemas humanos, luchando contra la injusticia, contra las desigualdades, etc. Cada situación es distinta y debemos tomar una decisión, sin excusas. Por eso algunas veces a esta moral sartriana se la ha llamado moral de situación. Como podemos ver, Sastre lleva hasta el extremo lo que Kant llamaba autonomía moral, pues en Kant existía todavía una norma de conducta, el imperativo categórico, aunque se tratara de nuestra razón cuando actúa como razón universal. 6