Subir a Pico Moro

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SUBIR A PICO MORO
Subir a Pico Moro es un referente para las gentes de Santa Olaja. El que no lo
haya hecho peor para él, algo se pierde. Desde allí el paisaje es otra cosa, como si lo
vieras desde un avión. El Esla, que se retuerce ribera abajo todo en plata, llena de verdor
sus orillas. Las fincas aradas formando caprichosos remiendos. Los montes quedan
empequeñecidos mostrando sus lomos con los árboles esparcidos en simetrías
imposibles. A lo lejos un horizonte azul juntando cielo y tierra. Las nubes suspendidas
por hilos invisibles. El sol, mirón empedernido voyeur de mil caricias que desde el pico
se contemplan. La tierra pare frutos de besos que el Esla riega.
En Mansilla la carretera copia al río su andadura. A veces le pierde, otras se
acerca. Pronto se divisa el Pico sacando su puntiaguda cabeza para mirarlo todo, para
guardar sus tierras. En la ribera están desparramadas las llanas parcelas. En Vidanes se
agotan por los montes, y en Cistierna bajan las piedras a escoltar al río. Empieza la
montaña. … La carretera juega a abrazarlo. Caminan juntos entre peñascos y prados. El
agua se torna más cantarina con melodías que de las piedras ha aprendido. En los
remansos los cánticos cesan, solo murmullos de los juncos y de las ramas que dan besos
al río.
De Santa Olaja, el Duerna le ofrece el tributo de sus fuentes. En el abrazo, bajo
las eras, después de pasar los puentes (el Vaiteros Romano uno de ellos, olvidado,
cubierto de ramas y malezas que ocultan el arco de sus formas en trabajadas piedras),
allí se juntan, allí se besan, lo han hecho siempre.
En la falda del Pico está el Valle de Nuestra Señora con sus prados, con sus
fuentes, las piedras labradas de la ermita, testigo de otros tiempos, morada que fue de la
Virgen de la Peña, viuda de abades o priores, viuda de responsos y oraciones,
abandonada en sus soledades de gélidas nieves del invierno; dejó ha ya muchos años la
vivienda para terminar de huésped en la parroquia, sin flores que engalanen su peana; su
diminuto cuerpo, su triste mirada, la sencillez de sus ropas, su graciosa compostura,
evocan mensajes olvidados. … Nadie la reza. …
A la entrada del valle está el Castillo, roca pura exenta de obra o mampostería,
nido de águilas vigilantes. Al final, el monte sube escoltado por rocas con retamas de té,
de orégano, de infinitas especias olorosas, hasta el Pico, que del Moro lleva el nombre.
Los prados, de hierbas muy apreciadas y cardos de mil agujas, son los últimos en
segarse. Suben los hombres en grupo. Antes arreglarán los caminos de los achaques de
los torrenciales del invierno. Luego con las guadañas empezarán la siega, con descansos
para empinar la bota. Y acabada la faena, entre las piedras el fuego. En las brasas los
chorizos. De horquetas prenderán torreznos para que la llama los deguste con su lengua
de fuego hasta que caigan gotitas de grasas. Ya dorados y en caliente sobre el zoquete
de pan, la navaja corta raspas para ir comiendo. Luego le tocará al chorizo con su
sangrante color. Para que pasen bien los tragos, el vino ha de estar fresco. De eso se
encargan las muchas fuentes que el Valle tiene. Para descansar de la faena, bajo el
espino, la siesta. Mañana será otro día. …
En el pueblo los hombres andan tras de los carros, quitando ruedas para engrasar
los ejes, ajustando la galga, estirando el sobeo y las cornales, revisando el tentemozo.
Tienen puestas las cancillas, el yugo colgado sobre la pared, revisados los callos de las
vacas. Mañana subirán al Valle, como se ha hecho siempre, todos en grupo.
Al amanecer unos irán a la mina; es su costumbre. Los rapazones mozos
comenzarán su tarea aprendida de los mayores. Daría sus nombres, mas temo que el
olvido me juegue una mala pasada. Ellos son la fuerza de este pueblo laborioso, de
hormigueros tenaces.
Cuando el sol baja del Carrascal a besar al pueblo, y en los Navaricos las
sombras se diluyen, ya ha tiempo amaneció. En las cuadras empiezan las faenas.
Algunos están unciendo la pareja, se pasan mensajes de partida. Los carros, que
arrastran las vacas, abandonan el pueblo con gran algarabía de muchachos vivaces y
contentos, de mozas apuestas, de fornidos zagales; también de viejas y viejos, que es
fiesta subir al valle. Como una romería que el santoral ignora, y a la que la costumbre
obliga.
El camino bordea al río Duerna. Este baja alegre y cantarín trayendo mensajes
de Ocejo. El puente de los ojos le mira con sus piernas abiertas para que pase. El
camino le deja a la derecha y sigue entre paredes de rocas y monte de robles, de prados
frondosos. La cantera está a la izquierda, sudando en su manantial de finas aguas que al
pueblo llegan. El abuelo Lucio, con su tesón compartido, enterró los tubos por
intrincados caminos hasta las eras. Luego vendrá el segundo túnel y, ya en Peñas
Caídas, sale el camino, empinado y sinuoso buscando el acomodo. Las vacas sacan
brillos a los callos arrastrando el carro cuesta arriba. Un mozo, ijada en mano, las guía;
otros, atentos para echar una mano en la porfía del ascenso, lento y fatigoso.
Distanciados en trechos, van subiendo. Detrás irán las gentes expectantes del esfuerzo
de las yuntas. Los viejos demoran sus pasos, van en hileras de una procesión no
establecida. En la falda del Castillo gira el camino en empinada cuesta. Un descanso al
ganado. También las gentes buscan resuellos a la fatiga. Recuperadas las fuerzas el
último trecho se abre al Valle alfombrado de hierbas espaciadas, entregadas al sol que
las seca y dora, llenando de fragancia y de frescura todo el entorno.
Luego las vacas pastarán en los ribazos. Los carros quedan desparramados por
los prados. Las gentes, rastro en mano, amontonando las hierbas. Suben cánticos que
rebotan en las peñas, risas jocosas y un sinfín de conversaciones, mientras Pico Moro,
indiferente, alarga el cuello mientras los mira.
Ya es mediodía. El sol está en las doce. Con las sombras recogidas, bajo los
carros y en los espinos las gentes buscan su acomodo para disfrute del almuerzo. Los
padres cortan el pan en grandes rebanadas; las madres, trozos de jamón, de queso, de
otras pitanzas, ... Sentados en hermanados corros, festejarán la recogida de la hierva. Un
tributo a la nostalgia de ancestrales romerías.
Para la siesta obligada, se buscan sombras, que el sol reparte en su codicia de
tanto gozarse en el paisaje. ¡Es tan hermoso el cuadro! …Tantos colores, tanta luz,
tantos olores, tanta paz en los silencios, que hasta las águilas paran los vuelos para
mirarnos desde sus atalayas allá en los cerros. El valle duerme mientras las fuentes
murmuran con siseos de agua fresca que moja al valle.
Como a hurtadillas salimos buscando el pico. La pendiente es tan fuerte que
obliga a cortarla en giros trasversales doblando el recorrido. Cinco éramos, cinco,
luchando en la ascensión, mudos de palabras, sonido de resuellos, calor abrasador. Sólo
la ilusión de llegar arriba para poder contar después: “yo ya he subido”. …
Sentados en el pico, gozando del frescor que el aire porta, miramos silenciosos
el paisaje. Está tan cerca el cielo, tan empequeñecidas las casas a lo lejos. …Luego nos
decimos: “mira”, apuntando con el dedo. Cada uno descubre su particular figura, y
quiere compartirla. Fueron grandes momentos, en los que me gozo al recordarlos.
En la bajada el cuerpo te arrastra y son las piernas las que sufren en el freno.
Pero somos como cabritillos, disfrutamos del momento esquivando rocas, saltando a
trechos, con paradas para gozar de las ocurrencias en risas espontáneas. ¡Es tan bello
vivir! ...
Cuando llegamos, los carros están prestos para la partida. Cargada la hierba, las
vacas uncidas, recogidos los aderezos, todos atentos a sus puestos. Unos guiarán las
yuntas, otros atenderán a los frenos, que la galga se ajuste bien a las llantas, que no
atore, que deslice suave en la pendiente, para evitar el vuelco. Nada de chicos en el
camino cortando el paso, todos detrás del último carro.
Al iniciar la bajada las mujeres se santiguan e inician el rezo: “arre, vaca”,
“vamos, bonita”. … Después todos les siguen en silencio. Es lento el caminar en la
pendiente. Las vacas oprimen las pezuñas contra el suelo. Dan los pasos muy medidos.
Los hombres, tensos, con la mano sujetan la testuz de los animales y dan gritos de
aliento. …
Las gentes van buscando los atajos para llegar primero a la espera en la vía.
Junto al Calero viejo, cuando los carros llegan, se dan gritos de “viva” y aplausos de
contento. Los arrieros levantan los brazos agradecidos. Cuando llega el último, otra vez
las mujeres se santiguan y cesan en sus rezos. Empieza la partida para llegar al pueblo.
Los rapaces subimos a los carros cuidando el acomodo para no pincharnos con los
cardos. En el pueblo nos dan la “bienvenida”. Preguntan por los lances del camino. En
sus caras las sonrisas. …
Los boquerones del pajar lucen sus ramos.¡Se terminó la faena de la hierba! …
En Pico Moro, escondido entre unas piedras, un tubo de aspirinas. Dentro un
mensaje que decía: “Aquí se personó Don Pedro Cuellar Diez, maestro que lo fue de
Santa Olaja de la Varga”. La fecha la he olvidado. …
Rapaces de la subida al Pico:
Andrés y Juaco, los de Consuelo.
Víctor el de Agustina,
Lolo el de Candelas.
Miguelín el de Amelia.
León, 19 de Marzo 2006
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