?TIENE EL INTERPRETE DERECHO A MODIFICAR EL ORIGINAL

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¿TIENE EL INTERPRETE DERECHO A MODIFICAR EL ORIGINAL? LA
SEMPITERNA CINCHADA ENTRE LAS NORMAS DE EXPECTATIVA Y
PROFESIONALES1
Sergio Viaggio
Una pregunta que me hacen a menudo estudiantes y colegas es si el intérprete tiene derecho a
modificar (y sobre todo a mejorar) el original. Así planteada, la cuestión parece de normas, es
decir las pautas aceptadas por determinada comunidad como modelos o estándares de
comportamiento apropiado. Como señala Chesterman, podemos distinguir dos grandes tipos de
normas: las de producción, que tienen que ver con la forma y los resultados, y las profesionales,
atinentes a métodos y procesos. Los usuarios de la interpretación (y de la traducción) esperan
que el producto de nuestro trabajo se ajuste a determinados cánones: tienen normas de
expectativa, mientras que los intérpretes seguimos ciertos principios que rigen la forma como
llegamos a producirlo: tenemos normas profesionales. Toda profesión se rige por normas
profesionales sujetas, en última instancia, a normas de expectativa. La diferencia entre la
traducción/interpretación y las profesiones mejor establecidas es que, para éstas, las normas de
expectativa han venido evolucionando con el desarrollo de las normas profesionales, de modo
que a nadie se le ocurriría poner en tela de juicio el "derecho" del cirujano a amputar, siempre y
cuando sea lo mejor para el paciente. ¿Por qué entonces habría nadie (y menos aún el propio
traductor/intérprete) de negar al mediador el "derecho" de "meter mano" al original, siempre y
cuando sea lo mejor para unos interlocutores que desean comunicarse eficazmente?
La respuesta, pienso, es sociohistórica. Los médicos (como los arquitectos, los
ingenieros y demás deudos) se han establecido científica, práctica y, por ende, socialmente
como expertos en su esfera y ganado la confianza de sus clientes, que, en el peor de los casos,
siempre están dispuestos a concederles el beneficio de la duda. Y no lo han conseguido con una
fastuosa o astuta campaña de publicidad ni por ser más inteligentes, sino a fuer de siglos de
esforzarse por comprender cada vez más a fondo las leyes objetivas a que obedecen los
fenómenos pertinentes y aprovecharlas cada vez con mayor eficacia, de manera que, en su caso,
la competencia científica (o sea el conocimiento teórico o declarativo, el "saber que") informa
el desempeño (es decir el conocimiento práctico o procedural, el "saber cómo") garantizando
su validez. La consecuencia social más palmaria está en el reconocimiento y la protección del
título profesional y en que, a través de las correspondientes organizaciones y colegios, los
propios profesionales tienen la facultad de regular la práctica2.
Traductores e intérpretes no han logrado todavía teorizar su praxis ni, por consiguiente,
establecerse ni establecer la profesión en idéntico grado, lo que los hace sentirse mucho más a la
merced de sus usuarios que otros profesionales. Es un vulnerabilidad objetiva. Si bien suelen
tener la competencia lingüística y temática necesaria para efectuar adecuadamente las
transferencias semánticas, los mediadores carecen en general de la competencia declarativa que
informe la idoneidad comunicativa de su desempeño, o sea para cumplir con la tarea
1
La mayor parte de mis comentarios en materia de normas la he plagiado íntegramente de Chesterman 1991, un
artículo indispensable.
2
Una gran ventaja relativa que tienen los mediadores en la Argentina y otros países, es, precisamente, la protección
del título de Traductor Público o Jurado, pero cabe señalar que lo que en realidad queda protegido es un aspecto
especializado de la profesión, no su esencia comunicativa, que es, precisamente, la específica, al margen de que la
mediación sea jurídica o técnica.
2
metalingüística de garantizar la comunicación no sólo a través del lenguaje, sino, como tantas
veces sucede, a pesar de él. Es aquí, al nivel metalingüístico, comunicativo --la máxima
instancia del mediador--, donde se plantea el "derecho" de mejorar el original o "meterle otro
tipo de mano". Junto con la mayoría de los traductólogos de que tengo noticia, sostengo que
efectuar en el segundo acto de habla que completa el circuito de la comunicación mediada entre
emisor y receptor toda suerte de adaptaciones lingüísticas, terminológicas, estilísticas, retóricas,
culturales y otras no es ni un "derecho" ni un "deber" sino una necesidad insoslayable: la
identidad pertinente entre el sentido que el emisor procura expresar y el que el receptor acaba
por comprender es imposible sin al menos ciertas adaptaciones a todos los niveles. La cuestión
no es entonces si el intérprete puede mejorar la verbalización del sentido, sino en qué medida y
en qué circunstancias deja de hacerlo legítimamente, trascendiendo los límites de lo que Nord
1991 llama lealtad. No reproducir el acento extranjero o la dicción defectuosa del emisor, lo
mismo que corregir sus errores de sintaxis u otros es, al cabo, mejorar el original (la lealtad al
emisor se hace prevalecer intuitivamente sobre la fidelidad al torpe o al tartamudo; ?desafío a
cualquier colega a tartamudear como el orador... o a reproducir fielmente la sintaxis y el léxico
idiosincráticos de ciertos ecumbradísimos funcionarios oficiales!). Esa medida --como la
medida e índole de toda otra adaptación-- tiene que ver con lo deontológico y puede mirarse, en
efecto, desde la óptica de las normas.
?En qué medida, pues, deja de ser legítimo mejorar o adaptar y cuándo? La respuesta no
puede sino basarse en los conocimientos más avanzados sobre las leyes empíricas que rigen
objetivamente la comunicación. De forma que el conocimiento declarativo necesario para
comprender la necesidad de introducir qué tipo de adaptaciones en el segundo acto de habla y el
conocimiento procedural para generar el mejor producto comunicativo posible en las
circunstancias van mucho más allá de la competencia meramente lingüística y temática que la
mayoría de los profesionales suponen suficiente. Sin tal apuntalamiento declarativo, ni las
mejores intuiciones logran plasmarse proceduralmente, con lo que las normas profesionales no
llegan a basarse en los conocimientos científicos más modernos acerca de la esencia del
fenómeno que nos ocupa, que, repitámoslo, no es de transferencia semántica sino de
comunicación interlingüe intercultural mediada. Ese, y no el capricho ni la intuición ni la
imposición burocrática del lego, debe ser el fundamento sólido y en permanente evolución de
nuestras normas profesionales. Y para que las normas de expectativa no se queden a la zaga, los
mediadores tenemos que instruir permanentemente a nuestros clientes como los médicos
instruyen permanentemente a sus pacientes (y administradores), ni más ni menos.
Hasta ahora, por desdicha, no hemos podido proporcionar esa instrucción, de modo que
las normas de expectativa con que nos toca lidiar resultan exasperantemente ingenuas. Para
colmo, los usuarios tienden a creer que saben más que nosotros (lo que a veces es
lamentablemente cierto). Totalmente desconocedor del papel subordinado del lenguaje en la
comunicación e incluso ignorante de las reglas más elementales de la transferencia interlingüe,
el usuario --especialmente si tiene poder-- espera que el pobre intérprete "traduzca exactamente
palabra por palabra", como espera el jefe aborigen de tantas malas películas que el médico
náufrago le salve la hija agonizante pero negándole el "derecho" de darle una inyección, y
mucho menos de extirpar el tumor. A nosotros, público civilizado, nos causa entre risa y
espanto la ignorancia enternecedora o despiadada del salvaje, mientras que el facultativo
muchas veces termina en la olla. Como el cautivo galeno, el intérprete no puede explicar a su
cliente las razones de su comportamiento profesional de manera que éste pueda comprender o
aceptar. A diferencia de él, en muchos casos el mediador no puede culpar tanto la ignorancia del
cliente (que no tiene, al fin y al cabo, por qué saber) como la propia. En cambio, cuando sí
puede exponer el conocimiento declarativo en que descansa su conocimiento procedural --
cuando puede explicar la teoría de su práctica-- está tan equipado como cualquier otro
profesional para defender las decisiones que haya tomado científicamente3.
Mediador interlingüe intercultural indispensable que supuestamente es --y experto en
comunicación que debiera ser-- el intérprete (de conferencia o comunitario, simultáneo o
consecutivo) está allí para coadyuvar a la comunicación y no para permanecer indiferentemente
al margen o, peor, estorbar. Deontológicamente, tiene una responsabilidad profesional para
ambos interlocutores y para quien lo ha contratado como mediador, responsabilidad que no se
ciñe, ni mucho menos, a decodificar representaciones semánticas en una lengua y codificarlas en
otra. Desde este punto de vista, la lealtad a los interlocutores y al cliente es una instancia más
alta que la fidelidad a un enunciado oral o escrito. Incluso al nivel liso y llano del sentido del
enunciado, lo que los profesionales intuitivos no alcanzan a ver o tener plenamente en cuenta es
que no depende exclusivamente del emisor, que es construido en igual medida por el receptor
mediante un proceso activo de inferencia basado en el principio de la pertinencia (Sperber &
Wilson 1986/1995, Gutt 1990 y 1991); que el enunciado no es más que una larga explicatura,
que sólo se transforma en mensaje eficaz una vez que el receptor ha podido inferir las
implicaturas pertinentes. Como mediador, por lo tanto, el traductor o intérprete debe lealtad
tanto al emisor como al receptor (aunque en diferentes circunstancias pueda deslizarse más
hacia uno u otro). Por cierto, la llamada fidelidad al original no es sino la forma más obvia de
lealtad a ambos interlocutores, aunque la única intuitivamente percibida y aceptada por el
usuario intonso y el traductor/intérprete comunicativamente ingenuo (y aún así, sólo respecto
del emisor).
Puede decirse, claro, que el mediador no es responsable por el sentido intendido4 por el
emisor (García Landa 1990, Viaggio 1996), ni por la idoneidad semántica o estilística del
enunciado (es decir por la capacidad y voluntad que el emisor tenga de hacerse entender), ni por
la capacidad o voluntad de entender que tenga el receptor, pero es así sólo hasta cierto punto y
en determinadas situaciones, especialmente al comienzo del diálogo. El buen mediador suele
poder contribuir a ambos procesos, de manera que el emisor logre ajustar su verbalización más
precisamente a la competencia lingüística y cultural de su interlocutor, y éste consiga sintonizar
su sensibilidad con la del orador. El buen profesional puede procurarlo de dos maneras
complementarias: haciendo a ambos interlocutores (o, al menos, al más apto de ellos)
conscientes de las diferencias de cultura, conocimientos y expectativas que les entorpecen la
comunicación, así como de los posibles remedios, y/o efectuando él mismo las adaptaciones
necesarias en el segundo acto de habla.
3
Mientras escribía este artículo recibí por escrito la siguiente queja oficiosa del presidente de una de nuestras
reuniones (el delegado de marras se detenía tras cada cláusula para esperar la interpretación al inglés sin darse cuenta de
que el intérprete inglés, que no conocía el idioma original, lo estaba tomando de la cabina francesa):
"Alguien debiera decirle al intérprete inglés que deje de traducir en consecutiva porque el embajador XXX siempre
espera hasta que la interpretación acabe."
A lo cual envié de inmediato oficiosamente y por escrito la siguiente respuesta:
"Los intérpretes son profesionales expertos en su tarea. Así como no pretenden decirle a los oradores cómo hablar,
no permiten que el lego les diga cómo interpretar. Si el intérprete espera es porque no tiene nada que decir y se
mantiene atento a entender qué quiere decir el orador. Los intérpretes no interpretan para el orador sino para
quienes los están escuchando."
4
Neologismo de García Landa por el 'intended' inglés.
4
Como mediador interlingüe, su responsabilidad es evidentemente lingüística. En mi
experiencia, la mayor parte de los oradores (en reuniones internacionales o entrevistados por un
trabajador social) no tienen demasiada cancha para verbalizar el sentido que intentan transmitir.
A veces no se están expresando en su lengua materna, otras no hablan del todo bien la propia;
pero casi siempre son retóricamente ineficaces, violando inconscientemente todas las máximas
de la conversación y conspirando así contra la voluntad de cooperar de sus interlocutores. Lo de
inconscientemente es fundamental; si determinada violación de las máximas es intencional, el
intérprete debe, en principio, reproducirla fiel, o, mejor dicho, lealmente, ya que no está siendo
fiel a la forma del discurso sino leal a la intención subyacente, o sea al propio orador. Ahora
bien, si la falta de claridad, los circunloquios y demás artilugios son herramientas retóricas
intencionalmente empleadas para evadir una respuesta u ocultar una intención --en cuyo caso,
repito, la reverbalización debe en principio ser igual de oscura y retorcida--, la torpeza con que
se emplean casi nunca es alevosa: nadie quiere quedar como un imbécil. El intérprete bien
puede sentir fruición en dejar que la ineptitud retórica del orador se trasluzca impoluta, y ese es
su legítimo derecho a la venganza (como lo ilustra tan entusiastamente Robinson 19915), pero
también tiene el deber de intentar ayudar a que su público entienda. En otras palabras, a menos
que haya razones válidas para no desempeñarse retóricamente como un buen comunicador --y la
venganza puede ser, a veces, una de ellas-- el intérprete no tiene el "derecho" de no ser todo lo
bueno que pueda.
Como mediador intercultural, su responsabilidad tiene que ver con la cultura. Es cierto
que en las conferencias diplomáticas internacionales el aspecto intercultural de la interpretación
tiende a pasar desapercibido (los delegados, después de todo, comparten la misma cultura
"conferencial"), pero sí pasa a primerísimo plano en casi todos los demás casos y, sobre todo, en
cualquier tipo de interacción dialógica. Me refiero, claro, a la cultura en el sentido más lato,
como sistema de hábitos, conocimientos, normas y expectativas que filtran y organizan la
experiencia afectiva, cognitiva, física, material y social, incluida la forma de percibir a los
demás y las situaciones de comunicación. Desde esta perspectiva, puede hablarse de cultura del
niño/adolescente/adulto, masculina/femenina, profesional/social/religiosa, etc. Como he
destacado, el intérprete debe mantenerse atento a todo desfase importante en cultura,
antecedentes o conocimientos que pueda obstar a la comunicación para ayudar a superarlo,
remediarlo o compensarlo en la medida de lo posible. En otras palabras, a menos que haya
razones válidas para no desempeñarse culturalmente como un buen comunicador --y la
venganza puede ser, repito, una de ellas-- el intérprete no tiene el ?derecho? de no ser todo lo
bueno que pueda6.
Lo que impide a más de un intérprete comprender que, a menos que medien razones
válidas --políticas, jurídicas u otras--, debe hacer todo lo posible por ayudar activamente a
5
"El traductor irónico, o el traductor en vena irónica, harto de ... transformar sandeces en argumentos sensatos, de
hacer por el autor lo que el autor mismo debiera haber hecho ... se mantiene fiel a la letra y al espíritu del texto, no por
fidelidad a la letra ni al espíritu del texto, sino por una maldad de lo más gratificante ... La fidelidad ... deviene insulto al
autor; la modestia pasa a ser una especie de agresión por omisión, la violencia pasiva de negarse activamente a
violentar el texto" (pp. 173-174, mi traducción, S.V.). Cada palabra puede extrapolarse al intérprete o a cualquier otro
mediador.
6
Claro que hasta el mediador más pintado puede verse inadecuadamente equipado para la tarea. El caso típico se da
cuando le piden que interprete a una segunda lengua para gente cuya cultura conoce sólo superficialmente. Qué puede
hacer en tal brete? Pues, como siempre, lo mejor que le salga, esperando que resulte suficiente. Aquí sí que el interprete
no tiene el "derecho" de no ser todo lo bueno que pueda.
ambos interlocutores es, entonces, una concepción errada de la interpretación como mero
trabajo de transferencia interlingüe, en el que la lealtad a los interlocutores se confunde con la
fidelidad a la forma del discurso (a los niveles semántico, sintáctico o léxico). Hasta no hace
tanto (y, a veces, todavía), el intérprete, desconocedor de la naturaleza profunda de su
mediación, no demasiado seguro de su competencia lingüística y social, veía en el emisor o el
cliente (por lo general, agente de uno de los interlocutores) un déspota. Hoy en día el mediador
profesionalmente idóneo no debiera temer más que ser incapaz de realizar un trabajo lingüística
y culturalmente competente, o de explicar y defender científicamente todo proceder que se le
cuestione. Sí, en las esferas más encumbradas el intérprete debe ser incondicionalmente leal a
quien le paga (y por eso algunos interlocutores se traen cada uno su propio trujamán para que le
sirva de voz), y esta lealtad bien puede conllevar --en el verdadero sentido del término-- máxima
fidelidad a los rasgos formales del discurso (incluida la forma semántica7). Pero aun en tales
casos extremos su calidad de experto profesional no debiera ponerse en tela de juicio ni pasarse
por alto. Es una larga y ardua batalla de autoafirmación, por nuestra dignidad profesional, social,
personal y, por brevísima extensión, económica.
La esencia profesional de la lid es, como vemos, el establecimiento y la aceptación de
normas genuinamente científicas. Como he señalado, tiende a haber un abismo entre las
estancadas normas de expectativa de los usuarios profanos (de la interpretación y de todas las
demás formas de mediación, incluida la traducción) y el conocimiento en permanente desarrollo
de las leyes objetivas de la comunicación (véase Chesterman 1995). Como con la práctica de
cualquier otra disciplina, las normas profesionales de los intérpretes deben seguir de cerca los
avances científicos pertinentes. Como es a la vez desafortunado y natural, apenas a medio siglo
de nacida la profesión (de profesionalizada la actividad) y a tan sólo unos años de los primeros
atisbos de su naturaleza esencialmente comunicativa, la mayoría de los mediadores no son
conscientes de ésta, y se imponen --o aceptan dócilmente que les impongan otros-- normas
comunicativamente ingenuas cuando no aberrantes. En esta etapa, entonces, la verdadera batalla
debe librarse en casa: para comenzar, el intérprete o traductor debe esforzarse por hacerse un
mediador intercultural interlingüe más idóneo, flexible, polivalente y eficaz, lo que exige no
sólo una competencia lingüística excepcional (muy superior a la que a veces impera) y una
profunda cultura enciclopédica y temática, sino algo más: una comprensión cabal de las leyes
empíricas que rigen objetivamente la comunicación en general y particularmente la intercultural
e interlingüe, sumada a la capacidad práctica de mediar en consecuencia. Para eso, la intuición,
perspicacia y experiencia individuales no bastan. Piensen lo que piensen y digan lo que digan el
usuario indocto o el profesional intuitivo, no hay práctica de la mediación sin una teoría de la
comunicación (por consciente o inconsciente, contradictoria, aleatoria, improvisada o
disparatada que sea), ni puede haber tampoco una práctica idónea sin una teoría atinada. En
adelante, el conocimiento procedural debe tener como base, soporte y motor un sólido
conocimiento declarativo a cuya par ha de irse desarrollando permanentemente. Igual que
nuestro querido y vapuleado país, esta profesión es básicamente hija de inmigrados, exiliados,
prófugos, náufragos y aventureros de ultramar, y como a él, de ahora en más les toca sacarla
adelante a los que han nacido en ella: enseñémoles todo y bien, pero aprendámoslo primero.
7
Recordemos que el contenido semántico de la oración no es el contenido comunicativo (es decir el sentido) del
enunciado, sino la forma semántica del sentido. Cada vez que se enuncia la oración 'está lloviendo?, su contenido
semántico permanece invariable, independientemente de que el sentido intendido (o sea el contenido comunicativo de la
forma semántica) sea, literalmente, que 'está lloviendo', o 'cerrá la puerta', o 'mejor nos quedamos en casa', o 'qué tal si
vamos al cine?', o 'no quiero hablar del asunto'.
6
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BIBLIOGRAFÍA
CHESTERMAN, Andrew: (1993) "From 'Is' to 'Ought': Laws, Norms and Strategies in
Translation Studies", Target 5:1, pp. 1-20.
--(1995) "The successful translator: the evolution of homo transferens", Perspectives 1995:2,
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GARCÍA LANDA, Mariano: (1990) "A General Theory of Translation (and of Language)",
Meta 35:3, pp. 476-488.
GUTT, Ernst-August: (1990) "A Theoretical Account of Translation - Without Translation
Theory", Target 2:2, Amsterdam-Philadelphia, pp. 135-164.
--(1991) Translation and Relevance. Cognition and Context, Basil Blackwell, Cambridge,
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NORD, Christiane: (1991) "Scopos, Loyalty, and Translational Conventions", Target 3:1, pp.
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ROBINSON, Douglas: (1991) The Translator's Turn, The Johns Hopkins University Press,
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SPERBER, Dan and WILSON, Deirdre: (1986/1995) Relevance. Communication and
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VIAGGIO, Sergio: (1996) "Towards a More Systematic Distinction Between Context and
Situation & Sense and intention", por publicarse en Rivista Interanzionale di Tecnica
della Traduzione 3.
Otros trabajos en idéntica vena:
--(1992) "[A] Few Ad Libs on Semantic and Communicative Translation, Translators and
Interpreters", Meta 37:2, pp 278-288.
--(1992) "Translators and Interpreters: Professionals or Shoemakers", in DOLLERUP, C. and
LODDEGAARD, A. (Eds.): Teaching Translation and Interpreting. Training, Talent
and Experience, John Benjamins, Amsterdam, pp. 307-312.
--(1995) "Whose Translation Is it Anyway? The Translator's Conflicting Loyalties",
Translation and Terminology Bulletin 4, pp 6-29.
--(1995) "Translators and Interpreters: Can They Be Friends?", Rivista Internazionale di
Tecnica della Traduzione 1, pp. 23-32.
--(1996) "La formación permanente del traductor: una necesidad apasionante", Sendebar 7, pp.
287-302.
--(1997) "Facing the Third Millenium: Towards a Comprehensive View of Translation", por
publicarse en Target.
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