El misterio del hombre *** de Mikel Gotzon Santamaria

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El misterio del hombre ***
de Mikel Gotzon Santamaria
El hombre siempre ha sido un misterio para sí mismo. Aunque se trate
de lo que tenemos más cerca, nuestro propio ser nos resulta tantas
veces indescifrable. Son muchos los intentos de definición del ser
humano, desde los primeros intentos de los clásicos (animal racional,
animal político, etc.), hasta las abundantes y variopintas descripciones
de los filósofos y antropólogos de los últimos siglos. La persona humana
es una estructura compleja. No es simplemente corporal, como los
animales. No es espíritu puro, como los ángeles. Pero tampoco es una
especie de espíritu embutido en una funda de carne. El cuerpo no es
para el alma una cárcel de la que liberarse, como opinaba Platón. El
cuerpo no es tampoco un simple instrumento, manejado por un espíritu
independiente y aséptico que lo puede dominar a su gusto: eso sería
caer en un espiritualismo barato. El cuerpo es parte esencial de la
persona, de la personalidad, y del ser humano como individuo.
Con frecuencia, en los últimos tiempos, se ha descrito al hombre como si
fuera mera bioquímica, o se lo ha reducido a un conjunto de instintos e
impulsos irracionales. El hombre es materia, pero también espíritu. Ser
hombre es ser persona. Y el ser persona le viene por el espíritu, aunque
el espíritu no sea sino una “parte” de su ser. Y escribo “parte” porque
cuerpo y espíritu no son partes separadas, no son dos
elementos independientes que se juntan para formar un ser humano.
Muchas veces se ha planteado la pregunta — ¿Dónde está el alma? Y se
supone implícitamente que preguntamos — ¿En qué parte del cuerpo
reside el alma? Quien pregunta eso, considera evidente esta primera
respuesta: — El alma está en el cuerpo. Y, sin embargo, esto es falso.
El alma no “está” en el cuerpo. Es más bien al revés. Es el cuerpo quien
“está” en el alma. Porque es el alma quien hace vivir al cuerpo. No es el
cuerpo el que contiene al alma, es el alma la que contiene al cuerpo.
Podemos decir que el cuerpo es parte del “contenido” del alma, porque
una parte de las energías del espíritu humano se agotan en hacer vivir al
cuerpo. Un cuerpo que es vida orgánica, parte del mundo material, pero
que también expresa y sirve de vehículo para la intimidad del alma.
El cuerpo humano es cuerpo — material — y es humano — espiritual —,
y las dos cosas tienen el mismo origen real, porque su único principio
vital es el espíritu. De ahí proviene la diferencia de expresión entre los
cuerpos de los animales y el cuerpo humano. Si, como dice el refrán, “la
cara es el espejo del alma”, eso se debe a que la vida biológica de esa
cara proviene del espíritu humano. Es el alma quien da la vida al cuerpo.
Y por eso el cuerpo expresa y realiza el espíritu que lo anima, formando
con él la estructura unitaria, y compleja, de la persona humana. Ahora
bien, ¿qué es ser persona?
Necesidad de ser comprendidos y amados
No es éste el lugar de análisis filosóficos complejos. Acudamos a la
experiencia íntima de cada uno. Somos capaces de ilusionarnos por
muchas cosas. A veces, nos sentimos atrapados por la pasión de saber,
de poseer, de triunfar, de resolver problemas, de poder, vanidad, sexo,
etc. Pero, al final, todo eso nos sabe a poco. Lo más íntimo de nuestro
ser sólo se satisface en la relación de trato y entrega con otras personas.
Amar y ser amados. Esa es la esencia de nuestra felicidad, aunque
tantas veces renunciemos a ello, para consolarnos con cosas que están
más al alcance de la mano.
La persona humana tiene grabada en su interior la necesidad de ser
conocida y amada, de conocer y amar a otros. Necesitamos que los
demás nos conozcan, nos comprendan, nos acepten y nos amen. Y
necesitamos conocer, comprender, aceptar y amar a los demás. La
persona humana está hecha para este diálogo con otras personas. Pero
hay diversos tipos de amor. El amor entre padres e hijos, por ejemplo,
es distinto del amor de amistad entre amigos. Hay cosas que se cuentan
a los padres, y hay otras que se cuentan a los amigos. Necesitamos el
cariño de nuestros padres para unas cosas, y el de nuestros amigos para
otras. Pero no nos basta con esos amores. La persona humana necesita
entregarse, darse a conocer, y amar, de una manera más profunda,
plena y total.
Ese amor total incluye toda la persona, tanto su alma como su cuerpo.
En ese amor, uno necesita decir y expresarlo todo, hasta lo más íntimo,
en la confianza de que el otro va a comprenderte y aceptarte tal y como
eres. Hay una confianza absoluta que permite y exige abrirse del todo, y
requiere también recibir al otro con esa absoluta confianza, tal y como
es. Esto es lo que se llama amor esponsal.
3 - Dios como único Interlocutor Absoluto
La persona humana tiene una serie de interlocutores con los que
mantiene un diálogo de amor: los padres, los amigos, los hijos, el
cónyuge, etc. Pero ninguno de ellos es capaz de satisfacer en plenitud el
ansia radical de ser comprendidos, de ser amados, que todos tenemos
dentro.
Esa ansia es tan profunda y radical que no hay ser humano capaz de
satisfacerla. Tenemos un hambre de amor infinito, necesitamos
entregarnos del todo y ser poseídos del todo. Necesitamos alguien a
quien podamos entregarnos desde lo más hondo, y que nos comprenda
hasta lo más íntimo. Necesitamos lo que se puede llamar un Interlocutor
Absoluto. Pero ¿dónde encontrarlo?
En cuanto necesitados de amor y comprensión, tenemos una necesidad
infinita, pero en cuanto amantes, nuestra capacidad es limitada. Porque,
aunque nos entreguemos enteros, nuestro ser es limitado. Aunque el
otro se entregue entero, hasta el exceso, no podría saciar nuestra
necesidad infinita de amor y comprensión. Por eso, ningún ser humano
puede jugar ese papel del Interlocutor Absoluto que necesita el ser
humano.
Sólo Dios es un interlocutor de esta categoría, sólo de Él se puede
esperar un amor sin fisuras, que no decepciona nunca. Un amor en el
que nos podamos abandonar sin reservas. Alguien que pueda penetrar
en nuestra intimidad, al que le podamos abrir esa intimidad de par en
par — con el desgarro que exige el amor total —, sin miedo a que nos
hiera, a que estropee algo de todo lo bueno que hay allí, mientras nos
pide con una exigencia absorbente que arranquemos todo lo defectuoso,
todo lo que estorba.
Amor a Dios, amor de Dios
Sólo el amor de Dios puede alcanzar la plena unión y mutua posesión,
respetando, al mismo tiempo, la libertad y la integridad de la persona
humana. Ese desgarro total sólo es posible en la entrega a Dios. Sólo la
infinita sabiduría divina puede ir dirigiendo esa exigencia de desgarro sin
que afecte a nada de lo sólido y bueno de la persona — a su
personalidad auténtica —, arrancando tan sólo los defectos y falsos
amores. Por eso, en el proceso de enamorarse de Dios, lo que parecía
doloroso desgarro se transforma, en refuerzo de la personalidad, y en
gozoso aumento de la capacidad de amar 1.
Estamos describiendo la estructura más radical de la naturaleza humana.
Precisamente por eso, cuando Dios recordó a los hombres lo que era
bueno y malo (porque ya no eran capaces de leerlo en su corazón), el
primer mandamiento se refiere a este amor a Dios: — Amarás al Señor
tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con
todo tu ser.
Esta exigencia describe el rasgo primero y fundamental de la naturaleza
humana. El hombre puede ser definido, de muchas maneras, y hemos
mencionado antes las expresiones clásicas de “animal racional”, o
“animal político”. Pero me parece que la definición filosófica más radical
del ser humano es ésta: el hombre es “un bicho que busca a Dios”. Lo de
“bicho” es poco académico, pero resulta eficaz para transmitir el
concepto… y, por otra parte, lo de “un animal que busca a Dios” nos
sonaría aún peor.
Nombre y personalidad: la llamada de Dios
Ese amor a Dios que el hombre necesita, es, a su vez, una respuesta
natural al amor con que Dios lo ha creado y puesto en la existencia. Todo
nuestro ser es fruto de ese amor de Dios que nos hace ser. Somos fruto
de un amor de Dios particular hacia cada uno de nosotros.
En el momento de ser engendrados, los padres ponen el material
adecuado para un nuevo hombre, pero es Dios quien pone el alma. Del
mismo material genético podrían salir un montón de posibles personas
distintas, quizás muchos miles o millones. Si quien empieza a existir soy
yo, y no uno de mis posibles hermanos, es porque Dios, en su eternidad,
ha pensado en mí, y me ha amado como a alguien con quien desea
llegar a establecer un diálogo eterno de amor y entrega, mediante el cual
podré participar en esa felicidad inmensa de que gozan las tres personas
divinas.
Por eso, yo soy fruto de un amor de Dios personal. Y ese amor, que me
da el ser, trae consigo también una exigencia de justicia: lo lógico y
natural es que yo responda a ese amor. Y si no lo hago, todo mi ser
pierde sentido. Porque mi personalidad es fruto de ese amor de Dios que
espera mi respuesta.
En ocasiones nos podemos preguntar, — ¿Quién es éste? — Y no
podemos responder “quién” es, sino sólo “qué” es: es el primo de Pepita,
o el que puso ayer el enchufe de casa, o la directora de tal revista, etc.
Decimos qué es, qué hace, pero no quién es. Porque el “quién”, el
nombre verdadero, el que nos describe interior y personalmente, sólo lo
sabe Dios, sólo tiene sentido respecto de Dios.
Ante la pregunta — ¿Quién soy yo?, sólo se puede decir: — Yo soy “el
único que puede responder al amor que Dios me tiene a mí”. Mi
verdadero nombre es aquél con el que Dios me llama a la existencia. Mi
verdadero nombre es mi vocación. Y sólo lo sabremos cuando lleguemos
al Cielo. Es decir, cuando lo hayamos hecho vida real, cuando hayamos
cumplido con esa llamada mediante nuestra respuesta a lo largo de toda
la vida.
1 Veremos
esto con más detalle en la tercera Parte.
*** Del libro de Mikel Gotzon Santamaria, “Un bicho que busca a Dios” del Cap. 1,
apartados 1,2,3 ¿Quién es el hombre?
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