Palabras del Presidente del Senado

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ACTO DE CONMEMORACIÓN DEL BICENTENARIO DE LAS CORTES DE CÁDIZ
San Fernando, 24 de septiembre de 2010
Majestades, Señor Presidente del Congreso de los Diputados, Señora
Presidenta del Tribunal Constitucional, Señor Presidente del Consejo General del
Poder Judicial, Señor Presidente de la Junta de Andalucía, Señora Ministra de
Igualdad, Señor Alcalde de San Fernando, Señorías, señoras y señores.
Siempre es pertinente recordar las lecciones de historia que nos imparte
Benito Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales. Ofrece, valga el símil, un fresco
naturalista que nos permite hacernos una idea precisa de cómo discurrieron aquellos
decisivos hechos. Y, siempre, con el transfondo de una narración interpretada del
nacimiento y consolidación de la España liberal.
Nadie como el gaditano Gabriel de Araceli simboliza el hecho que hoy nos
convoca. El personaje, que sirve a Galdós de hilo conductor en nueve de las diez
novelas que componen la primera serie de los Episodios Nacionales, encarna la idea
de un pueblo que se siente huérfano, que quiere ser protagonista de su historia y
que debe, por ello, tomar el futuro en sus manos. Representa, nada más y nada
menos, que la soberanía nacional.
Eso es lo que hizo el pueblo español el 24 de septiembre de 1810. Un pueblo
enfervorizado ante una gran aurora, una luz nueva, una felicidad desconocida.
Los Diputados elegidos en las elecciones convocadas por la Junta Central
Suprema el 22 de mayo de 1809, se declararon constituidos en Cortes Generales y
Extraordinarias en las que reside la soberanía nacional. Declararon, asimismo, como
único y legítimo Rey a Señor Don Fernando VII de Borbón y, por consiguiente,
consideraron nulas las renuncias de Bayona. Procedieron a la separación de los tres
poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, y proveyeron lo necesario para el buen
gobierno de España.
Básicamente este es el contenido del Primer Decreto de Las Cortes, adoptado
hace justo 200 años en este Corral, o Casa de Comedias, reconvertido en Real
Teatro de Las Cortes. Un acto que marca la entrada en la modernidad de la que
arranca la España contemporánea.
España ha sido cuna de acción y de pensamiento. Muchas veces se ha
reconocido el valor y la determinación de la acción, y en muchas menos ocasiones el
inmenso esfuerzo del pensamiento.
Y si en algún punto confluyen ambas, en toda su expresión, es en los albores
del XIX. De ellos recordamos la revuelta nacional contra la invasión napoleónica -la
acción- y la gran obra constitucional de las Cortes de Cádiz -el pensamiento-. Una
obra surgida, precisamente, como contrapunto intelectual al derecho de soberanía
limitado por los hijos de la revolución francesa.
Extraña paradoja. Pero esta contradicción alumbró un liberalismo intelectual y
racional que había de contribuir con paso lento al florecimiento de nuestra
democracia.
Majestades, Señorías. Solemos limitar la labor de Las Cortes que se reunieron
por primera vez hace dos siglos en esta Real Isla de León a su papel constituyente
que culminaría con la Constitución del Doce. Sin duda, está será su gran obra, pero
su acción revolucionaria va mucho más allá.
A lo largo de 316 Decretos e innumerables Órdenes, dictados entre el 24 de
septiembre de 1810 y el 20 de septiembre de 1813, va a ir desmontando uno a uno
los pilares del Antiguo Régimen.
Pronto, en octubre de 1810, se declara la igualdad de derechos entre los
españoles europeos y ultramarinos, sancionando que “los dominios españoles en
ambos hemisferios forman una sola y misma monarquía, una misma y sola nación, y
una sola familia”.
Poco más tarde, en noviembre de ese mismo año, se decreta la “libertad
política de Imprenta”, se suprime la censura previa y se da una prolija regulación a
este derecho que sólo queda limitado al imperio de la ley y a su control por los
tribunales de justicia.
Después se suprimirán el régimen de señoríos, se revocarán los derechos
abusivos de los mayorazgos, se suspenderán las prebendas y algunas otras piezas
eclesiásticas, se abordará una profunda reforma de las estructuras agrarias, y se
abolirán los gremios.
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Y si amplias son las reformas para modernizar social y económicamente
España, mayor relieve tiene la acción de Las Cortes en el ámbito de los derechos y
de la dignidad de la persona.
Se suprime la esclavitud, se prohíben las vejaciones hechas a los indios
primitivos naturales de la America y Asia, se abole la muerte por horca, la tortura, los
apremios y se prohíben las prácticas aflictivas. Y se abole, también, la Inquisición.
Una ingente labor legislativa, una auténtica obra revolucionaria sobre la que
girará la acción política del siglo XIX.
Majestades, señorías. La historia nos enseña que no existen las verdades
absolutas, y menos en política. Y que, cuando se invocan y se dice poseerlas,
siempre han producido ominosos efectos.
En el nombre de verdades étnicas o religiosas, e incluso en el nombre de
verdades supuestamente democráticas, se declaran guerras, se siembra el terror, se
asesina, se tortura, se extorsiona, se amedrenta. Bajo su amparo se han instalado
execrables dictaduras de todo signo.
Por el contrario, acertamos, encontramos la verdad, sólo cuando somos
capaces de ponemos de acuerdo, cuando tenemos la predisposición de renunciar a
parte de nuestras verdades particulares para encontrar la verdad común.
El diálogo, como en el IÓN de Platón, se convierte en algo mucho más que un
instrumento para reflexionar, para llegar a conclusiones y, en su caso, para aportar
soluciones. Es, sobre todo, un fin, un modo de concebir la existencia, las relaciones
entre las personas y entre los pueblos.
Esa es la fuerza y el valor de la palabra. Eso es lo que representaron Las
Cortes de Cádiz y lo que, doscientos años después, representamos Las Cortes
Generales.
Hace ya más de tres décadas desde que los españoles decidimos ser
protagonistas de nuestra propia historia, sin imposiciones, por nuestra propia
voluntad.
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Los parlamentarios que salieron elegidos en las primeras elecciones
democráticas tenían ante sí un escenario difícil y complejo. Y, sobre todo, sentían
pavor a repetir los mismos errores del pasado.
Delante tenían toda la simbología de las “Cortes de Cádiz”: la libertad y el
entendimiento de los españoles desde la ruptura de la dictadura como entonces lo
fue desde la ruptura con las imposiciones del invasor y con el absolutismo.
Acuñamos en la cultura política del país lo que se denominó consenso. Un
término que, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española,
significa “acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un
grupo o entre varios grupos”, pero que, a mi juicio, trasciende el significado para
enraizarse en el de respeto. Sí, profundo respeto a las posiciones del adversario.
Sólo desde el presupuesto de que “el otro” tiene tanto que aportar como tú, es
entendible la apuesta de convivencia que representa nuestra Constitución de 1978,
que colmó los anhelos de la inmensa mayoría de ciudadanos y ciudadanas y nos ha
procurado el periodo más extenso de paz, de democracia, de libertad, de justicia y de
prosperidad de la historia de España.
Tuvimos la osadía de soñar con una vida mejor, y la generosidad suficiente
para encontrar la verdad de todos.
Así pues, muchas similitudes pueden observarse en los procesos que
siguieron Las Cortes de Cádiz y las Constituyentes de 1977 y, entre ellos, una de
gran importancia cual es la de la forma política del Estado español: la Monarquía
Parlamentaria.
Y siendo igual la forma política ha sido en su ejercicio donde los procesos han
divergido radicalmente. Entonces hubo un rey que vivió de espaldas a su pueblo.
Hoy el pueblo español quiere y se siente querido por su Rey.
Majestad, su presencia honra este acto de exaltación de la soberanía nacional
y quiero agradecérselo sinceramente. Un sentimiento que se suma a la deuda de
gratitud que todos tenemos con su Majestad por su impecable trayectoria como Jefe
del Estado.
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La Corona representa el compromiso y los valores de convivencia que han
hecho posible la mejor etapa, en términos políticos, sociales y económicos, que haya
disfrutado jamás España en su historia, que ha convertido al nuestro en un gran país
y a sus ciudadanos en un gran pueblo.
El pueblo español que dio lo mejor de si mismo por construir una España libre,
democrática y en paz, le estará siempre agradecido.
Muchas gracias.
Javier Rojo
Presidente del Senado
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