LA ALEGRÍA DEL DISCÍPULO MISIONERO

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Departamento de Vida Consagrada
LA ALEGRÍA DEL DISCÍPULO MISIONERO
P. Juan Álvaro Zapata Torres
Dir. Departamento Vida Consagrada
Agradezco al Señor Cardenal Rubén Salazar Gómez, Arzobispo de esta Iglesia particular, y
a Monseñor Gabriel Londoño, vicario de religiosos de la arquidiócesis, por la invitación
que me han hecho para celebrar en unión con ustedes, las vísperas del Año de la Vida
Consagrada.
En esta conferencia quiero proponerles que reflexionemos sobre lo que significa e implica
“La alegría del discípulo misionero”.
Parto del hecho que nosotros ya somos desde el bautismo discípulos, por ende, hemos
tenido un encuentro fundante con el Señor y eso nos ha hecho no ser espectadores de la fe,
sino actores directos de la vivencia y transmisión de la fe al interior y exterior de nuestra
existencia. Asimismo, considero que por nuestro encuentro fundante con el Señor y nuestro
sí a Él, llevamos nuestra vida como verdaderos misioneros y testigos de su Palabra en el
mundo.
Por eso, los invito para que desde la llamada a vivir la alegría como discípulos misioneros,
observemos los horizontes que se nos proponen para este año de la vida consagrada, que
son: Evangelio, Profecía y Esperanza.
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1. Premisa
Antes de entrar en cada uno de estos horizontes, permítanme una breve contextualización.
Desde la naciente comunidad cristiana hubo hombres y mujeres que luego de su encuentro
con la persona de Jesús y del saberse salvados, buscaron la plena configuración con Él por
medio de la entrega radical de sí mismos al Evangelio. Fue a partir de esta experiencia
fundante y transformante la que les permitió dimensionar los dones que habían recibido y la
responsabilidad de ir a compartir a otros la misma experiencia, porque así como ellos
habían sido salvados, sintieron la necesidad de llevar a otros a la salvación.
Esta misión que surgía al interior de cada uno estos cristianos los llevó a elegir distintos
caminos de consagración, tales como: el martirio, entendido como medio para alcanzar la
corona de gloria. O la “fuga mundi”, para manifestar la suprema vocación del ser, que es la
de estar siempre con el Señor; O la vivencia de la virginidad como especial imagen
escatológica de la Esposa celeste y de la vida futura, cuando finalmente la Iglesia viva en
plenitud el amor de Cristo esposo; O la fundación de familias religiosas, para testimoniar
que una vida consagrada ha de ser una vida vaciada de sí misma, puesta al servicio del otro.
Todos estos creyentes, discípulos misioneros, siguieron a Cristo, que virgen y pobre (cf. Mt
8,20; Lc 9,58), redimió y santificó a la humanidad con su obediencia hasta la muerte de
cruz (Flp 2,8), y que ellos interpretaron su entrega como continuación a esta misma obra de
salvación. Por consiguiente, la vida consagrada al contemplar a Cristo que se abajó, se
humilló y se entregó, está invitada a asumir la misma misión del vaciamiento y la
humillación a favor del mundo, como testimonio de la obediencia a la que el Señor le
llama.
Todas estas fundaciones religiosas, la Iglesia las ha reconocido a lo largo de su historia
como baluarte y ha reconocido de muchas formas que han sido de gran ayuda en el anuncio
de la Buena Noticia y la construcción del Cuerpo de Cristo (Ef 4,12).
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Cada uno de nosotros, como continuadores de este espíritu de los fundadores y fundadoras,
también hemos respondido a la llamada del Señor y nos hemos unido a este inmenso
cortejo entorno al Señor, dejándonos seducir para entregar la existencia a favor del
Evangelio y la Iglesia, comprendiendo que toda consagración es para la misión y toda
misión presupone una consagración, así lo constatamos en la voz que el Señor dirige al
profeta Jeremías: “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; antes de que tú
nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones…irás adonde quiera que
te envíe, y proclamarás todo lo que yo te mande…no tengas miedo porque yo estaré
contigo para protegerte” (Jr 1, 5-8)
1. Evangelio
Detengámonos pues, en el primer horizonte o pilar del trípode que se nos invita a tener
presente en este año y en nuestra vida de consagrados: Evangelio.
De acuerdo a la llamada a Jeremías y a cada uno de nosotros; y a la premisa “toda
consagración es para la misión y toda misión presupone una consagración” reconocemos
que la elección recibida por parte de Dios no ha sido fruto de nuestras capacidades, sino
que ha sido simplemente por gracia de Él. En consecuencia, nadie puede gloriarse de sí
mismo por esta vocación. El mismo apóstol Pablo afirma que es Cristo quien nos ha hecho
dignos para este servicio; no han sido nuestras fuerzas, nuestra virtud, sólo su amor, porque
“Dios es amor” (1 Jn 4, 8.16).
Asimismo, esta obra que se ha gestado en nuestro ser y que se viene desarrollando, “ha sido
iniciada por el Señor y él mismo la llevará a feliz término” (Flp 1,6). Podremos ser
personas muy capacitadas pero el que conduce la obra en definitiva es el Señor. Es Él quien
hace que nuestras acciones produzcan fruto. Entonces ¿Qué espera el Señor de nosotros?
En el evangelio de san Lucas 9, 57-62, se nos recuerda que muchos pueden ante la llamada
poner sus condiciones o excusarse por un instante, para luego volver a la invitación del
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Señor. No así con nosotros, el Señor sólo requiere de cada uno, la disponibilidad inmediata
y total, para dejarnos conducir por Él y ser buenos instrumentos en sus manos haciendo lo
que Él nos diga, viviendo en comunión con los demás miembros de este Cuerpo místico y
participando en las diferentes acciones que la Iglesia suscita, para el cumplimiento de esta
misión de ser discípulos de Cristo y misioneros en el mundo.
Por lo tanto, quienes hemos elegido a Dios en lo concreto de nuestras existencias
cotidianas, no nos hemos de sentir como héroes ni santos, sabemos que hemos sido
elegidos antes por el Señor (Jn 15,16). Su elección, entonces, nos lleva sólo a una respuesta,
llena de gratitud y sencillez.
Por otro lado, existen en la actualidad muchos retos que coloca nuestra vida consagrada en
jaque, por decirlo de alguna manera, no porque el Señor no siga en medio nuestro,
protegiéndonos, o porque la vida consagrada haya perdido su legitimidad, sino porque el
cambio de época, del cual nos habla Aparecida, nos apremia y nos pone de frente a nuevos
paradigmas y exigencias que requieren ser enfrentadas y discernidas, para no perder el
verdor y vigor de nuestra vida entregada y consagrada, y para encontrar en estos desafíos
no impedimentos para la acción, sino oportunidades para llevar el evangelio de forma
nueva y actual a la sociedad. De tal modo, que sigamos haciendo visible al Mesías que es
“el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8).
Muchas de las comunidades de vida consagrada existentes han tenido su origen antes del
Concilio Vaticano II, en un contexto social y cultural muy diferente a la realidad que ahora
vivimos en la sociedad. Sobre todo en Occidente, la sociedad desde el Concilio hasta
nuestros días es notablemente diferente de la de los tiempos anteriores. De ahí la diversidad
de interrogantes puestos a la Iglesia y a la Vida Consagrada. En consecuencia, surge la
necesidad de repensar la propia misión congregacional para el contexto actual, bastante
diferente del de los orígenes, como lo vivieron los fundadores.
Entonces ante esta realidad pueden surgirnos las siguientes preguntas: ¿Cómo adaptar la
misión de cada congregación a las nuevas situaciones sin perder la propia identidad y
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distanciarnos de los valores fundamentales de la vida consagrada? ¿Qué espera y necesita el
mundo desde nuestra vida consagrada? ¿Somos respuesta al Evangelio de Cristo en nuestra
entrega y testimonio cotidiano a través del estilo de vida y opciones pastorales que
realizamos?
Quizás sea necesario para enfrentar estos retos realizar una adecuada renovación de la vida
religiosa como lo invita el Concilio Vaticano II en su decreto Perfectae Caritatis.
Renovación que implica un retorno incesante a las fuentes de la vida cristiana y a la
inspiración originaria de los institutos, y una adaptación de éstos a las nuevas condiciones
de los tiempos, sin perder la santidad, autenticidad y fidelidad al Evangelio y a la Iglesia
(cf. PC 2).
Somos ante todo consagrados y consagradas, no podemos creer que para ser más acogidos
por el mundo tenemos que negociar nuestra identidad, no mostrarnos claros signos en
medio del mundo. No gustar lo que somos. Al contrario, estamos en un tiempo en que la
gente necesita signos y signos creíbles, no signos aparentes. Por ello, este proceso de
renovación exige una sólida confianza en el Espíritu Santo, el cual, si por una parte
provoca, interpela, pone preguntas, por otra parte, ayuda a dar respuestas necesarias,
incluso cuando los retos nos parecen insuperables. Recordemos una vez más, que la obra a
la que fuimos llamados no fue invención nuestra, es obra de Dios y Él sabrá conducirla por
los caminos más adecuados hasta el feliz puerto que es Él mismo.
Por lo tanto, es necesario en esta actualización, que cada Instituto de vida consagrada,
recorra el exigente y urgente camino del discernir cuáles desafíos tocan directamente el
carisma del propio Instituto y buscar las opciones concretas desde el Evangelio que le
ayuden en su misión y permitan que su comunidad siga vigente todavía en el tiempo
presente, de lo contrario, se corre el riesgo de conducir a la congregación a su desaparición.
Esta respuesta a los desafíos actuales ha de verse en una doble perspectiva: una mirada al
pasado, es decir, al carisma original, y por otro lado, una mirada al presente, es decir, hacer
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un análisis a los signos de los tiempos, para descubrir a qué nos llama Dios hoy y de qué
adolece la sociedad para podérselo ofrecer.
No olvidemos que el carisma fue dado para responder a una necesidad particular y por
ende, no debe ser desnaturalizado. Esto significa, que en el plano operativo la respuesta del
carisma a una determinada necesidad implica y exige una especialización que se oriente a
dar respuesta a la realidad y se posea la capacidad para tal fin. Esto corresponde a lo que en
la teología paulina nos habla de comprender la Iglesia como un cuerpo, donde cada uno
goza de un talento y una función específica para el bien de todo el organismo. Esto implica
no acaparar los carismas de los otros o suprimir las acciones de los demás miembros de la
Iglesia, porque cada uno de ellos es importante y necesario.
En su momento sus fundadores o fundadoras comprendieron esta riqueza del cuerpo de
Cristo y se especializaron en diferentes acciones como respuesta a necesidades que veían en
medio de la Iglesia y el mundo. Sus opciones quizás al inicio para muchos fueron vistas
como acciones desquiciadas y equivocadas, incluso, no en pocas ocasiones, les generó
burla o la misma persecución, pero su confianza en el Señor, su docilidad al Espíritu los
llevó a no perder de vista la llamada que Dios les hacía y su amor a la humanidad. Fue así
como se especializaron en buscar y acompañar al excluido, enfermo, encarcelado,
emigrante, ignorante o pobre. Comprendieron que su lugar de misión no era una zona
únicamente, sino su territorio de misión estaba donde hubiera un ser humano necesitado de
amor, de compasión, de la misericordia de Dios.
En este sentido considero que se mueve la invitación del papa Francisco al convocar un año
dedicado de manera especial a la reflexión y oración por la vida consagrada, para que se
refuerce en todos los ambientes que este estado de vida es un don de Dios a su Iglesia por
medio del Espíritu y que por lo mismo, se encuentra en el corazón de la comunidad eclesial,
porque revela la naturaleza íntima de la vocación cristiana y la aspiración de toda la Iglesia
Esposa hacia la unión con el único Esposo (LG 44). Pero también, para fortalecer las
estructuras existentes, discernir cada Instituto con audacia, creatividad y prudencia, la
santidad de sus fundadores como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el
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mundo de hoy (VC 37 a). Asimismo, revitalizar la entrega de todos sus miembros y animar
a muchos hombres y mujeres al sí de la entrega en esta vocación de especial consagración.
De ahí que el lema de este año sea “La vida consagrada en la Iglesia hoy”. Nuestra
consagración no la miramos solo desde su origen, sino de frente al mundo actual, como
oportunidad para seguir descubriendo la voz del Espíritu que nos llama a dar lo que hemos
recibido en estos nuevos ambientes.
Por lo tanto, nuestro ser y quehacer de hoy consiste en ganar arrojo y valentía como lo
tuvieron nuestros mismos fundadores, reconociendo que no creceremos en miembros o en
obras, porque nos acomodemos al mundo, o porque maquillemos el mensaje de la Buena
Noticia con tibiezas o ambigüedades.
Nuestra misión no es ir simplemente como Marta de aquí para allá tratando de hacer
muchas cosas, sino ante todo nuestra misión es configurarnos con Cristo que es el
Evangelio a través de la “sequela Christi” (PC 2). Primero como memoria viviente del
modo de actuar y de existir de Jesús (VC 22), después como sabiduría de vida en la luz de
los múltiples consejos que el Maestro propone a los discípulos (cfr LG 42). Por eso, “las
personas consagradas hacen visible, en su consagración y total entrega, la presencia
amorosa y salvadora de Cristo, el consagrado del Padre, enviado en misión. Por
consiguiente, dejándonos conquistar por Él, nos disponemos para convertirnos, en cierto
modo, en una prolongación de su humanidad. La vida consagrada entonces es una prueba
elocuente de que, cuanto más se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir a los demás”
(cf. VC 76).
A propósito de esto, Romano Guardini decía que: “el centro de la fe cristiana no lo ocupa
una idea, tampoco una estrategia pastoral o una ideología. En el centro de la fe cristiana
está una persona: Jesucristo”. Si lo entendemos y vivimos así, lograremos paulatinamente
una cristificación, que no es otra cosa que llevar el Evangelio hasta lo más profundo de
nuestras entrañas. Luego de este primer paso, podremos cristificar a los demás, por medio
de nuestra entrega y acompañamiento fraterno, haciendo eficaz nuestro servicio. En otras
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palabras, la Exhortación Vita Consecrata nos dice que: “en la medida que el consagrado
vive una vida únicamente entregada al Padre, sostenida por Cristo, animada por el
Espíritu Santo, cooperara eficazmente a la misión del Señor Jesús, contribuyendo de forma
particularmente profunda a la renovación del mundo” (VC 25).
Esto significa, que ante todo hemos sido llamados por el Señor para estar con Él. Jesús
mismo en el relato del evangelista san Juan 1, 35-42, luego de confrontar a quienes le
seguían, les invita a ir con Él y permanecer con Él, para comprender cuál es su misión, sus
exigencias y confirmar su disponibilidad para asumir esta tarea a favor de los hombres. No
olvidemos que sólo de un corazón evangelizado, que ha experimentado a Dios, puede partir
la evangelización.
Al respecto, el Papa Benedicto XVI decía que: “el Señor sigue plantando su tienda en
nosotros, en medio de nosotros: es el misterio de la Encarnación que se actualiza cada día.
El mismo Verbo divino, que vino a habitar en nuestra humanidad, quiere habitar en
nosotros, plantar en nosotros su tienda, para iluminar y transformar nuestra vida y el
mundo”. (Audiencia general, 13 junio 2012). Ahora bien, tenemos que cuestionarnos: ¿Yo quiero
esto? Le permito al Señor que plante su morada en mí con sus implicaciones, de “negarnos
a nosotros mismos, tomar la cruz de cada día y seguirlo” (Mt 10,38).
En consecuencia, la consagración comporta que la misión comienza en mí, en cada uno de
nosotros, en la renovación de mi corazón, en mi evangelización, en hacer avanzar en mí el
Reino de Dios. Esto implica, afianzarnos en la acción de Dios, que pide ante todo la
silenciosa y misteriosa participación en el misterio pascual, por medio del cual llega la
salvación al mundo (Pier Giordano Cabra, Apuntes de teología y espiritualidad, breve curso sobre la vida
consagrada, San Pablo 2007. p. 171).
Por ende, el que se siente tocado por su amor, acepta ser
transportado y modelado por el amor que lo ha creado todo y que se ha entregado y sigue
queriéndose entregar a través de la humanidad sufriente y pecadora.
Por su parte, el papa Francisco en la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium inicia su
reflexión diciendo que “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida de los que se
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encuentran con Jesús. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1). Aquí
encuentro yo un signo de nuestra transformación desde Cristo y puede ser un pilar de la
renovación que hemos mencionado anteriormente. El testimonio de nuestra alegría que
nace de Cristo, seguramente convoca, anima y suscita nuevos discípulos.
La palabra alegría deriva del latín “alicer-alecris”, que significa vivo y animado. Es un
estado interior, luminoso, causante de bienestar general.
Este ser alegres desde el Evangelio no proviene de simples emotividades impulsivas, no es
un sentimiento artificialmente provocado; un estado de ánimo pasajero (DA 17); un
sentimiento de bienestar egoísta (DA 29), es algo perdurable, que sostiene, reconforta,
impulsa, da vitalidad y revela todo desde Dios, lo cual le da un nuevo y perfecto sentido a
la vida. En otras palabras significa habernos “Dejado conquistar por Cristo, estar siempre
atentos hacia lo que está de frente, hacia la meta que es Cristo” (cf. Fil 3,14).
Por lo tanto, el consagrado al dejarse conquistar por Cristo manifiesta en su existencia la
misma alegría que tuvieron Simeón y Ana en el Evangelio. Estos personajes al encontrarse
con la Luz que irradió sus vidas no la retuvieron para sí, sino que fueron movidos
interiormente a vivirla y a manifestarla como experiencia de gozo y alabanza que se
proclama a todos (cf. Lc 2, 29-32.38).
Por consiguiente, en medio de una sociedad fragmentada, relativista, secularizada y muchas
veces desesperanzada, la vida religiosa ha de ser la proclamación alegre, esperanzadora y
gozosa del encuentro y de la experiencia con Jesús que hemos vivido de manera personal y
comunitaria. Cuanto más la vida consagrada deja traslucir en sí el misterio del signo
revelado en la calidad de su vida interior y espiritual, en su celo apostólico, en el servicio y
la caridad fraterna, en la fidelidad al seguimiento, permitirá que muchos descubran y
experimenten el don de Dios que se ofrece para salvación de todos.
Por lo tanto, una acción en pro de nuestra renovación personal y congregacional es volver a
la fuente permanentemente que es Cristo, para que nos revitalice en nuestra vocación y
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entrega gozosa, para que podamos irradiar nuestra alegría de ser discípulos misioneros.
Esto evitará lo que el papa Francisco advierte, y que en algunas ocasiones lo hemos visto en
nuestras comunidades, “cristianos cuya opción parece ser la de una cuaresma sin pascua”
(EG 6). Hermanos que no vislumbran felicidad en su existencia, en lo que hacen, les falta
espíritu.
Y agrega el santo Padre, que “la Iglesia no necesita solterones o solteronas, personas
amargadas, sino consagrados vitales, alegres, convencidos de lo que son y hacen… La
gente quiere vernos como alegres mensajeros de propuestas superadoras, custodios del
bien y de la belleza que resplandecen en una vida fiel al Evangelio” (Discurso a la UISG-Unión
internacional de superioras generales- 5 mayo 2013).
Y en otro momento dijo a los seminaristas del
mundo: “No hay santidad en la tristeza…no estéis tistes como quienes no tienen
esperanza”. (Roma, Encuentro mundial de seminaristas, 2013)
Por otra parte, tengamos como convicción en nuestra vivencia consagrada y en nuestra
respuesta al mundo de hoy, que “no estamos llamados a realizar cosas extraordinarias,
pero sí a testimoniar la alegría que proviene de la certeza de sentirnos amados y de la
confianza de ser salvados…Y nosotros damos razón de esta alegría siendo testimonio
luminoso, anuncio eficaz, compañía y cercanía para con todos. Esto despierta al mundo y
esa es la razón de nuestra vocación” (Doc. Alegraos).
Para lograr este ser Evangelio viviente y portadores de la alegría que nace y renace de la
Buena Noticia, requerimos ser, como lo dirá el papa Francisco en la Exhortación Evangelii
Gaudium, Evangelizadores con Espíritu, es decir: “Evangelizadores que se abren sin
temor a la acción del Espíritu Santo; (porque) Es el Espíritu Santo quien infunde la fuerza
para anunciar la novedad del Evangelio con audacia, en voz alta y en todo tiempo y lugar,
incluso a contracorriente”…y añade… evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no
sólo con palabras sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado con la presencia
de Dios”. (EG 259)
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Esta llamada no se consigue sino orando y trabajando como lo manifestaba san Benito abad
en su regla de vida: “ora et labora”. Esto significa que la vivencia de la vocación tiene que
tener el doble movimiento entre la oración diaria y de calidad, y la acción a través del
servicio generoso, cuidadoso y desinteresado. Por eso, “sin momentos detenidos de
adoración, de encuentro orante con la Palabra; de diálogo sincero con el Señor, las tareas
fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el
fervor se apaga” (EG 262).
Santa Teresa de Calcuta no iniciaba su servicio a los pobres, a los leprosos, sin antes pasar
por lo menos dos horas ante el Santísimo y luego desde este encuentro se lanzaba a
cooperar en la misión compasiva de Cristo. Asimismo, el Papa Benedicto XVI, decía que
todas las actividades cotidianas han de brotar y ser conducidas por una sólida vida
espiritual, para que produzcan fruto abundante.
Pero luego de este encuentro, estamos llamados a salir, a dar la vida en medio de los
hermanos en cualquier ambiente o realidad, porque nos dice el Señor: “la gloria de mi
Padre consiste en que deis fruto abundante” (Jn 15,8).
2. Profecía
En segundo lugar, el Papa nos convoca a reflexionar en este año de la vida consagrada en la
profecía. Ahora bien recordemos ¿Qué significa ser profetas?
Hoy requerimos, como otrora, recuperar la auténtica identidad del ser profetas, que nace y
se alimenta de la Palabra de Dios, acogida y vivida en las diversas circunstancias de la
cotidianidad humana.
El profeta en las Sagradas Escrituras es aquel que pone en conexión al Dios vivo con su
criatura en la singularidad del momento presente y su mensaje está orientado hacia la
edificación, la exhortación, la denuncia, el consuelo, pero también habla del porvenir,
porque muestra el camino que el hombre ha de seguir y esperar, para su auténtica
dignificación y felicidad. Es aquel que muestra el horizonte, que se convierte en faro, que
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ve más allá de las apariencias o del momento inmediato (cf. Xavier Leon Dufour, Vocabulario de
teología bíblica, p.723).
El papa Francisco nos invita que veamos esta cooperación en la profecía “como una forma
de especial participación en la función profética de Cristo, comunicada por el Espíritu
Santo a todo el Pueblo de Dios” (VC 84). Esta función se explicita en la denuncia valiente,
en el anuncio de nuevas “visitas” de Dios y “en el escudriñar nuevos caminos de actuación
del Evangelio para la promulgación del Reino de Dios”.
Ahora bien, ¿Qué significa ser profetas que escudriñamos nuevos caminos de actuación del
Evangelio?
Significa ser profetas que no nos acomodamos a los criterios del mundo a pesar de lo que
eso acarree en nuestras existencias. El mismo evangelio nos dice que “estamos en el
mundo pero no somos del mundo” (Jn 17, 14-16). A propósito de esto, el teólogo H. U.
Baltasar decía que: “la ley fundamental, que ninguna asimilación según la moda del mundo
puede suplantar, es la asimilación previa con Cristo, la cual lleva a afrontar el escándalo
cristiano para ser perfume de Cristo” (Von Balthasar, H. U., Gli Stati di vita del cristiano, 1985).
Ser profetas desde esta perspectiva, significa que seamos y nos mostremos convencidos de
lo que somos, cristianos y consagrados. Que nuestra identidad de religiosos se note en todo
momento y con toda persona. Que no nos avergoncemos de lo que somos y seamos signos
visibles de nuestra consagración, que no nos secularicemos y terminemos llevando sólo el
nombre de consagrados, pero poco en la vida testimonial.
También ser profetas es salir de la tentación de creemos únicos, ajenos a los otros, rivales
con nuestros compañeros y no hermanos necesitados unos de los otros. Salir de la tentación
de no querer trabajar en equipo, pedir ayuda o cooperar a los demás en sus necesidades, de
creernos autosuficientes y perfectos.
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De igual forma, ser auténticos profetas significa que vamos contracorriente, donde la
corriente es el estilo de vida superficial, acomodado, incoherente e ilusorio, y
contracorriente es ir por caminos que exigen conversión personal y pastoral, fidelidad,
radicalidad, coherencia, salir a las nuevas periferias existenciales, tanto físicas como
morales y espirituales, a aquellos lugares donde para muchos es una locura o innecesario
ir. Es tocar puertas que hace mucho tiempo no tocamos o nunca hemos tocado. Es hacer
actuales nuestros carismas conformes a las necesidades de la sociedad y de la Iglesia.
Asimismo, ser profetas significa ser valientes, que denunciemos las injusticias, lo que
rompe al hombre a causa de la falta de derechos y oportunidades, y por el pecado mismo;
Profetas que somos voz de Dios para la humanidad. Recordemos un caso, el caso del
carpintero Ariel José Martínez, un humilde campesino del sur de Colombia quien se salvó
de ser extraditado a Estados Unidos, porque supuestamente había incurrido en el lavado de
activos, pero fue la intervención del sacerdote vicentino José García, que presta su servicio
ministerial en San Vicente del Cagüan, quien se dolió de esta injusticia, se dolió de este
hermano y se puso al frente para batallar a favor de la verdad. Gracias a este sacerdote y
otras personas, se logró evitar una injusticia más.
En consecuencia, esto significa que estamos llamados a ser profetas que somos prójimo
como lo fue el buen samaritano, quien sintió dolor de entrañas al ver a aquel hombre tirado
en el camino y casi muerto. Este samaritano no hizo esta acción por compromiso externo,
sino porque en su ser experimentó un sufrimiento propio y profundo, que lo movió a darse
al otro, para darle lo que requería. Esta actitud también la mencionaba Santa Teresa de
Calcuta en su opción por servir, cuando decía que “hemos de amar hasta que nos duela”.
Asumir esta actitud, de sentir con el otro, negarnos a nosotros mismos y donarnos, nos
ayuda a no cultivar la imagen de un Cristo “puramente espiritual, sin carne y sin cruz” (EG
88).
El papa Francisco nos recuerda ante esto, que “el gran riesgo del mundo actual está en una
tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de
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placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los
propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se
escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el
entusiasmo por hacer el bien” (EG 2).
Por otra parte, ser profetas valientes significa no caer en la mundanidad espiritual, la cual
consiste en cultivar la vanagloria, en el mirar desde arriba a los demás, en rechazar la
corrección fraterna del hermano, en descalificar a quien nos cuestiona, o destacar
constantemente los errores ajenos y la búsqueda obsesionada por la apariencia o los títulos.
Es erradicar de nuestra existencia y de nuestra comunidad los “odios, las divisiones, las
calumnias, las difamaciones, los celos, los deseos de imponer las propias ideas a costa de
cualquier cosa y hasta las persecuciones a los otros por envidia o deseo de venganza” (EG
99-101).
Por lo tanto, nuestra vocación requiere obligatoriamente salir de sí mismos. “Hace falta
ayudar a reconocer que el único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás
con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin
resistencias internas. Se trata de aprender a descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en
su voz, en sus reclamos. Es aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando
recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás a optar por la
fraternidad” (EG 91)
Este profetismo que revela un amor sincero, que brota de nuestras entrañas, que nos
involucra con el otro, que nos hace desacomodarnos, es un profetismo que hace falta mucho
en nuestro tiempo. Faltan más hombres y mujeres que se pongan al lado de los sufrientes,
de los que no valen a los ojos de mundo, de los miserables. Este profetismo lo reclaman
muchos y están dispuestos a unirse al mismo. De ahí que hoy sean tan atractivas para los
jóvenes ciertas comunidades religiosas o ciertas nuevas formas de vida consagrada por esta
radicalidad.
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3. Esperanza
Finalmente, el Papa nos propone mirar nuestra respuesta vocacional como consagrados
desde el horizonte de la esperanza.
Hablar de la esperanza es referirnos al lugar que ocupa el porvenir en la vida religiosa del
pueblo de Dios, un porvenir de felicidad, al que están llamados todos los hombres (1 Tim
2,4). Las promesas de Dios revelaron poco a poco a su pueblo el esplendor de este porvenir,
que no será una realidad de este mundo, sino “una patria mejor, es decir, celestial” (Hb
11,16): “la vida eterna, en la que el hombre será semejante a Dios” (1 Jn 2, 25; 3,2)
Asumir las llamadas que hemos vislumbrado y enfrentar los desafíos actuales nos lleva
desde la fe en Dios a no perder la esperanza en Él y en sus promesas. Es cierto, que vivimos
tiempos de extendidas incertidumbres y de escasez de proyectos de amplio horizonte.
La esperanza muestra su fragilidad cultural y social, el horizonte es oscuro porque “parece
haberse perdido el rastro de Dios” (VC 85), pero esta virtud nos recuerda el cumplimiento
último del misterio cristiano.
Al respecto, precisamente el domingo pasado celebrábamos la esperanza de este
cumplimiento, en la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, creada por el papa Pío XI,
el 11 de diciembre de 1925, y que después del Concilio Vaticano II fue colocada en el
último domingo del Tiempo Ordinario, para expresar el sentido de consumación del plan de
Dios que conlleva este título de Cristo.
Esta proyección escatológica la revela permanentemente la vida consagrada porque
testimonia en la historia que toda esperanza tendrá la acogida definitiva y convierte la
espera “en misión para que el Reino se haga presente ahora” (VC 27). De esta manera, este
estado de vida ha de ser esperanza que se hace cercanía y misericordia, parábola de futuro y
libertad de toda idolatría. Por ende, “Animados por la caridad que el Espíritu Santo infunde
en los corazones” (Rm 5,5) los consagrados abrazan el universo y se convierten en memoria
del amor trinitario, mediadores de comunión y de unidad, centinelas orantes en la cima de
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la historia, solidarios con la humanidad en sus afanes y en la búsqueda silenciosa del
Espíritu.
De ahí que en nuestra respuesta y camino tengamos como responsabilidad erradicar la
conciencia de derrota, la cual aparece fácilmente en nuestros ambientes o por las
circunstancias duras que tenemos que pasar. Esto implica erradicar las actitudes de
permanente queja pesimista y desencanto que muchas veces notamos en hermanos nuestros
(EG 85).
Cabe anotar entonces, no porque existan muchos retos al interno y externo de nuestra
congregación o porque las vocaciones sigan en disminución y un determinado número de
cristianos católicos sigan emigrando a otras confesiones, podemos decaer en el entusiasmo,
en la fe, en la entrega y en la búsqueda de nuevos caminos que nos conduzcan a todos a
Cristo.
Igual que a los dos discípulos de Emaús, que estaban tristes y se decían que esperaban que
fuera Cristo quien liberara el pueblo de Israel, humanamente también nos podemos sentir
cansados, tristes, defraudados de la situación del mundo de hoy. Sin embargo, Cristo, el
crucificado y resucitado nos revela que el misterio de la muerte y de vida, la cruz y la
resurrección, son la clave para comprender las Escrituras, y con ellas la vida de la Iglesia.
No tiene consistencia nuestra esperanza si no está fundada en la Palabra de Dios, en el
misterio de la cruz y de la Pascua gloriosa de Cristo.
Cristo está presente en la Iglesia, en todo momento y como en las ocasiones que se apareció
a los discípulos después de la resurrección, nos dice una y otra vez: “la paz esté con
vosotros” (Jn 20, 21-22), es como decir: “Yo estoy con vosotros”. Jesús es nuestra paz,
nuestra esperanza. Por eso, los discípulos de Emaús confiesan: “nosotros sentíamos como
un fuego en el corazón cuando Él, por el camino, nos hablaba y nos explicaba las
Escrituras” (Lc 24,32).
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Por el sendero de Emaús, los discípulos nos indican el camino para avivar la esperanza y
actuar conforme a ella: con la Eucaristía, la Palabra de Dios y el misterio de la cruz. A
propósito de esto, el papa Francisco nos ha dicho: “no hay cristianismo sin cruz” (Homilía, 8
abril 2014).
Por lo tanto, con estas herramientas nosotros en unión a toda la Iglesia, podemos
avanzar humildemente con alegría por su camino, sostenidos siempre por la presencia del
Salvador.
¿Cómo más cultivar esta virtud en nuestra respuesta y en nuestras comunidades?
Con la acción misionera. Todos nosotros por naturaleza estamos invitados a abrirnos a la
misión de los que todavía no conocen al Señor Jesús. Es sentir ilusión por hacer parte como
en las primeras comunidades cristianas, a llevar la primera evangelización, en medio de un
mundo que quiere darle la espalada a Dios.
La aportación específica que la vida consagrada puede ofrecer desde la virtud de la
esperanza a la evangelización está, ante todo, en el testimonio de una vida totalmente
entrega a Dios y a los hermanos, a imitación del Salvador que, por amor del hombre, se
hizo siervo (VC 76) y llena de gozo la vida.
En segundo lugar, al ser signos de esperanza en medio de los más pobres. La vida
consagrada tiene el encargo específico de mantener vivo el sentimiento de la compasión,
del servicio hecho al Señor Jesús presente en el pobre. Y por tanto de sensibilizar al pueblo
cristiano en el compromiso de vencer la pobreza en los diferentes sectores típicos de los
laicos: la economía, la política, la opinión pública, las acciones obreras, los campesinos,
entre otras.
En tercer lugar, en el ser promotores de educación, como fuente de nuevas sociedades.
Este es uno de los dones más preclaros que los consagrados pueden brindar hoy a la
sociedad (VC 96c). La educación es uno de los métodos más eficaces para ayudar a la
humanidad, dice la Exhortación Vita Consecrata: “El amor preferencial por los pobres
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tiene una singular aplicación en la elección de los medios adecuados para liberar a los
hombres de esa grave miseria que es la falta de formación cultural y religiosa” (VC 97b).
4. Conclusión
A modo de conclusión podemos decir, que para ser siempre alegres discípulos misioneros
necesitamos dejarnos transformar permanentemente por la Palabra de Dios y por su
presencia viva en la Eucaristía. De tal manera, que escuchemos en todo momento: “Vuestra
tristeza se convertirá en gozo…volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y vuestra
alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16, 20-23). Él es de verdad el amigo fiel. Los
discípulos lo han visto de nuevo y han experimentado la alegría de una presencia que
ninguno les podrá arrebatar. Nadie nos puede dar esta alegría, que sobrepasa toda
posibilidad y todo conocimiento humano. De aquí ha de nacer nuestra alegría, una alegría
inmensa, siempre nueva, perenne, porque es divina, como diría San Agustín: “Tarde te
amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé” (Confesiones, libro 7, 10.18,27).
Asimismo, no perder de vista que a pesar que en nuestro mundo, parece haberse perdido el
rastro de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de nosotros consagrados.
Un testimonio ante todo de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros,
como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y obediente,
totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos (cf. VC 85).
Finalmente, en esta época actual no faltan y no faltarán situaciones que como Iglesia y por
ende, como consagrados, viviremos en la “esperanza contra toda esperanza” (Rm 4, 1821), no obstante, como lo hemos indicado anteriormente, estamos llamados a traer a la
memoria las palabras del Apocalipsis: “No habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos, ni
fatigas, porque el mundo viejo ha pasado…habrá un cielo nuevo y una tierra nueva” (cf.
Ap 21, 4).
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