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NICARAGUA
Intelectuales y consultores en precarismo laboral
No pienso... luego existo
JOSÉ LUIS ROCHA
¿Podemos pensar hoy alternativamente
para hacer frente al “pensamiento único” que nos invade?
¿Y podemos existir como consultores si de verdad pensamos?
¿Se puede pensar hoy en Nicaragua?
¿Seguiremos echándole la culpa al sistema
por nuestras escasas ideas, tan rutinarias como bien pagadas?
L
os científicos sociales y otros intelectuales llevamos muchas millas acumuladas en el estudio de los pobres.
Invadimos sus hogares sin orden de allanamiento de morada y los atosigamos con encuestas. Pesamos a sus
niños y niñas. Contamos sus chanchos, gallinas y manzanas de tierra. Hurgamos en su pasado. Si se
descuidaran, registraríamos sus bolsillos y hasta debajo de sus almohadas. Indagamos sobre cuánto tienen y no tienen,
en qué gastan su dinero y qué comen. Los volvemos a pesar, encuestar, hurgar y contar porque necesitamos el antes y
el ahora. Investigación tras investigación, descubrimos nuevas manifestaciones de su pobreza, expresada como
vulnerabilidad, débil ejercicio de la ciudadanía o déficit de empoderamiento.
Nosotros: distantes y distintos, exteriores y superiores
Obramos bajo la suposición implícita de que los pobres son la pieza mayor en el problema de la pobreza. Los
presentamos como el balde roto y lleno de agujeros que venimos a reparar. En ese rancio paradigma epistemológico,
ellos son los objetos a conocer, nítidamente distinguibles de nosotros. Distantes y distintos, exteriores y superiores, en
la otra esquina estamos nosotros, jugando a ser los objetivadores no objetivables ni objetables: los sujetos
cognoscentes, cuyo ojo clarividente se da por sentado. Sólo muy de vez en cuando nos preocupamos de si ese ojo es
un poco miope, astigmático o si ya está un tanto cansado y no ve a larga distancia.
Con mucho acierto el sociólogo francés Piere Bourdieu -quien dijo “nos servimos de la ciencia para objetivar a los
otros, pero nunca para ponernos en tela de juicio- observó que el mundo intelectual toma siempre por objeto a los
otros mundos y no se estudia a sí mismo sino muy raramente y haciendo entonces prueba de una indulgencia que no
muestra jamás cuando estudia a los otros. Desde nuestra encumbrada posición intelectual, no nos consideramos como
objeto de estudios. No vemos nuestros agujeros y roturas. No existe esa profusión de conceptos para estimar nuestro
déficit, diagnosticar nuestras debilidades y corregir el efecto que nuestras vulnerabilidades producen sobre nuestra
percepción de la realidad. Y esto tiende a perpetuar nuestras enfermedades, errores y vicios.
Pocas veces se piensa en las condiciones de producción de un pensamiento, como si éstas fueran ajenas al producto
que se va a obtener. Se olvida que el lugar hermenéutico moldea los resultados del análisis. Bourdieu, refiriéndose a
su oficio de sociólogo, encuentra que “hay propensiones al error, que varían según el sexo, el origen social y la
formación intelectual”. Y en otro texto señala que “el sociólogo está siempre expuesto a aplicar al mundo social
categorías de pensamiento que han sido inculcadas en su espíritu por el mundo social. Por ello le es necesario analizar
sociológicamente las condiciones sociales de producción de sus instrumentos de pensamiento”.
Los secretitos del sistema y las barreras de nuestra autocrítica
Estas simples tesis -muy aceptables en teoría- no son tan aceptadas en la práctica. Mi anterior texto sobre los
consultores -“Se alquilan burócratas”-, aparecido en diciembre 2004 en Envío arrancó protestas airadas a muchos
miembros de ese gremio. No me sorprendieron. Los intelectuales somos enormemente alérgicos a ser estudiados.
Especialmente si el análisis devela ciertos secretitos de cuya existencia depende la reproducción de un sistema que por muchos inconvenientes que tenga- al fin y al cabo nos da de comer y de vestir, nos permite viajar, nos ayuda a
vivir... y de modo nada espartano.
Rara vez nos aplicamos el escalpelo y buscamos cómo extirpar algunos tumores que ya vienen mostrando una protuberancia notoria. Es necesario que nos pongamos bajo la lupa de la misma crítica que generosamente aplicamos a
políticos, a pobres, a productores, a comerciantes, a migrantes y a demás sujetos no generadores de análisis
elaborados y siempre expuestos a los nuestros. Nos escudamos en nuestro supuesto compromiso con el bien común,
con el desarrollo, con el empoderamiento de las mujeres y con otras causas justas para adquirir una especie de
licencia moral que nos exime de ver cuestionados o incluso apenas descritos -sin pelos en la lengua ni vacilaciones de
la pluma- nuestros estilos de vida, los motivos y las formas de nuestros trabajos. Y nuestro compromiso merece ser
analizado porque es parcial, a medio tiempo, tembloroso y condicionado por prejuicios no depurados y por las
presiones de nuestro ambiente cultural.
Hay que estudiar esos prejuicios para disolverlos. Para borrarlos del disco duro donde la sociedad y nuestra ubicación
de clase los insertó como programas. Hay que descubrir la naturaleza y modus operandi de esas presiones para
mitigar su fuerza. Y, sobre todo, hay que ver cuánto de lo que decimos está en función de esos prejuicios y esas
presiones. Existe una pertenencia de grupo que induce y se alimenta de nuestro comportamiento. Esa pertenencia se
refuerza con nuestras acciones: lo que comemos, lo que vestimos, lo que vemos en el cine y mucho más.
Enormemente se refuerza con lo que pensamos y decimos. Esa pertenencia también coopta nuestras buenas
intenciones, haciendo que, por ejemplo, las grandes propuestas idealistas de un miembro de la clase media se den un
trompazo con sus hábitos de consumo y sus estrategias de sobrevivencia. Para que esas estrategias y hábitos no sean
tan determinantes de lo que pensamos y para que el compromiso lo sea realmente, hay que decir cuáles son y
describir cómo actúan. El problema es que cuando una iniciativa así se pone en marcha, se activan de inmediato unas
reacciones furibundas que denotan la resistencia feroz a ser desprovistos de la etiqueta con la cual nos vendemos. La
autocrítica tropieza con muchas barreras. Quien lo dude, échele una ojeada a los mecanismos de defensa que Freud
identificó: negación (rehusarse a reconocer el problema), racionalización (elaboración ideológica para justificarse),
proyección (ver la propia paja en el ojo ajeno), reacción formativa (hacer y decir lo contrario de lo que se siente),
desplazamiento (buscar un chivo expiatorio) y otros etcéteras.
Nosotros los analistas: en la misma esquina de los analizados
Para no ser esclavos de nuestras propias racionalizaciones, es preciso ver dónde estamos y qué estrategias
empleamos. Así podremos entender por qué escribimos cómo escribimos, por qué pensamos lo que pensamos: temas,
formas de abordajes, métodos, etc. Muy interesante sería desentrañar la relación entre las condiciones sociales de
producción del pensamiento y las limitaciones cognoscitivas. Pero no vamos a llegar tan lejos. Quedémonos en los
efectos del sistema laboral actual en los productos intelectuales. ¿Cómo es ese sistema? ¿Qué condiciones implica?
La primera constatación que podemos hacer es que los intelectuales no estamos en la otra esquina, sino en la misma
esquina que nuestros analizados. Aunque un poco distantes, no somos tan distintos.
El estatus laboral de los intelectuales en Nicaragua -y muy especialmente de quienes se han metido a consultores- se
inscribe en una precarización laboral generalizada. Así como la cooperación externa tiene consultores, las
universidades tienen profesores horario -que ganan por horas de clases impartidas- y las ONG y empresas privadas
tienen chóferes diyeros -los que trabajan por días-. Las instituciones no quieren comprometerse a largo plazo, porque
tal compromiso multiplicaría sus obligaciones patronales.
En el imperio de la mentalidad del administrador neto, la reducción de costos es un objetivo primordial, en cuyo altar
todo puede ser sacrificado. Para la racionalidad instrumental, los seres humanos sólo cuentan como recursos. Son
insumos productivos cuyos costos pueden ser mitigados al reducir su uso, depreciarlos y adquirirlos en circunstancias
desventajosas para ellos. La tendencia de las instituciones hacia la oferta de empleos inestables bebe en la misma
fuente que la tendencia a recortar el gasto social del Estado.
Dando clases como quien vende platanitos
Las consecuencias de este sistema parecen de poca monta a quienes actúan al son de sus normas. Entiendo que una
institución no se preocupe por las tensiones familiares que la inestabilidad laboral genera, aun cuando es obvio que
también tienen consecuencias sobre los rendimientos en el trabajo. Pero resulta llamativa la carencia de visión sobre
la incidencia que las condiciones de trabajo tienen sobre los productos a obtener. El hecho de que los profesores
universitarios ganen por horas de clase impartidas, como quien gana por bolsas de plátanos fritos vendidas, produce
un inevitable deterioro de la educación.
El profesor horario quiere invertir en su clase estrictamente el tiempo necesario para impartirla. Todo tiempo extra en
la preparación de las clases o en reuniones de coordinación y evaluación es un subsidio a la institución. Cuanto más
minucioso sea en la preparación, cuanto más se deje arrebatar por los escrúpulos profesionales, peor para él. Si
dispone que muchas sesiones de clase se hagan en base a exposiciones de los alumnos, habrá invertido el mínimo de
tiempo posible. Habrá llenado la bolsa con la menor cantidad de platanitos y con platanitos de peor calidad. El
sistema aumenta el riesgo moral.
Tanto profesores horario como chóferes diyeros no darán lo mejor de sí. Ese sistema mina las posibilidades de
conciliar los intereses personales con la estrategia institucional. Hay menor apropiación e identificación con la institución, punto esencial para que las burocracias funcionen bien. La contrapartida de la carencia de compromiso
institucional con los empleados es la distancia de éstos respecto de los intereses de sus empleadores.
Ya no tienen colmillos afilados, ahora tienen las mejores intenciones
Esta precarización laboral, en diversas modalidades, está creciendo y es un fenómeno mundial. Es lo que el sociólogo
alemán Ulrich Beck denomina “la brasileñización de Occidente”. Y la explica así: “La multiplicidad, complejidad e
inseguridad del trabajo, así como el modo de vida del Sur en general, se están extendiendo a los centros neurálgicos
del mundo occidental”.
La estabilidad laboral había sido una conquista elemental de los trabajadores en los países industrializados y, en versiones más modestas, también en los no industrializados. Estamos retrocediendo a ritmo vertiginoso. Los ejecutores
de los mecanismos de precarización laboral no son los Rockefeller de dientes afilados que pintaban las caricaturas del
siglo XIX, sino, con frecuencia, funcionarios con buenas conciencias y las mejores intenciones.
La incongruencia debería saltar a la vista cuando las instituciones que aplican esos mecanismos se pretenden
“alternativas”. En sus programas y textos promueven la democratización, mientras volatilizan sus contrataciones,
reducen su personal por imperativos financieros y se deslizan hacia una concentración de los cargos, salarios,
prebendas y estabilidad laboral en el selecto grupo de los mejor situados en el sistema para hacer valer sus derechos.
La incongruencia no salta a la vista porque, en esos casos, la institución sacraliza sus medios de supervivencia. La
benéfica misión institucional se asume como garantía de que todo holocausto en su honor es también benéfico.
Consultores: precaristas bien pagados y sometidos a intensa presión
Las consultorías son una forma -generalmente bien pagada- de precarización laboral. Adoptando esa modalidad, los
organismos multilaterales, el Estado y las empresas privadas -entre éstas, las universidades- se evitan inflar peligrosamente su planilla y se garantizan que el recurso humano genere beneficios netos: ingresa fondos que superan su costo.
Sucede también en Europa: el Institute of Social Studies en La Haya y el Institute of Development Studies en Brighton
ofrecen trabajo a condición de que los contratados aporten el 150% de su salario por medio de consultorías.
Sometido a esta presión, y sin que su prestigio se vea comprometido junto con el de la marca para la que produce, la
calidad del trabajo del consultor -o de la consultora- cae en picado. No me refiero sólo a la redacción, presentación,
cantidad de evidencia empírica amasada o satisfacción de sus clientes. La calidad también se mide en la
profundización progresiva en un tema. Ese avance no se improvisa. Para obtenerlo se debe instalar una capacidad
paso a paso, concepto a concepto, retomando y criticando, aplicando y readecuando lo que hicieron nuestros
predecesores. La calidad se mide, por ejemplo, en el descubrimiento de nuevos temas, de nuevas vetas investigativas
no explotadas ni exploradas, de mayor complejidad. Y, sobre todo, se mide en el coraje de mantener la función
crítica, que es la que, según Bourdieu, define al intelectual: “La libertad con respecto a los poderes, la crítica de los
tópicos, la demolición de las alternativas simplistas, la restitución de la complejidad de los problemas”.
No hay tiempo ni fondos para las ideas heréticas
Mientras el “pensamiento único” se extiende por el globo, las condiciones de producción impactan el otro
pensamiento posible. En el sistema de consultorías, generalmente no hay tiempo para cuestionar. El que paga, manda.
Ordena e impone los temas, formas de abordaje, tiempos y maneras de difundirse. Todos ellos son mecanismos de
selección que filtran la palabra ilegítima, la idea herética, ésa que abre nuevas perspectivas y pone en cuestión el
sistema. El cliente-lector condiciona lo que se puede decir. El problema es obvio: no se puede ser muy provocativo
cuando el BID paga y quiere un texto para difundirlo entre su colección de artículos. Se deben usar los conceptos
{legítimos}, que en definitiva constriñen el horizonte de lo pensable.
Se trata de una forma de intolerancia ideológica más sutil, y por ello más efectiva, de la que puede orquestar un
totalitarismo estatal clásico. El totalitarismo de mercado, donde sólo se dice y escribe -y hasta se piensa- lo mercadeable, es más complexivo y resulta devastador del pensamiento crítico. Castra lo que de movilizador y provocativo
puede tener el oficio de investigador. El problema principal no es cobrar o no cobrar, cobrar mucho o poco, sino lo
mutilador del sistema, lo esterilizador de la función crítica que se supone tienen los intelectuales.
Con enlatados de internet y unos cuantos eslogans
Quienes mejor sobreviven en el terreno de las consultorías son quienes han aprendido a hacer los malabarismos
verbales más vendibles. La cocina del consultor debe poner un poco de cifras aquí, muchos cuadros por doquier y
salpicar todo con clichés al gusto… al gusto del consumidor, se entiende, porque debe emplear los eslogans de moda.
No es necesario leer al Premio Nobel de Economía Douglass North. Basta hablar de “costos de transacción” y del
“peso de las instituciones en el desarrollo económico” para presentarse como sesudos conocedores de la nueva
economía institucional. Mencionando la “arquitectura panóptica” damos la impresión de ser expertos en Foucault.
Consumiendo un Stiglitz enlatado en internet sabremos que “las asimetrías de información” impiden el desarrollo de
los mercados porque pueden producir una selección adversa en la asignación de los recursos. Batiendo
adecuadamente estos conceptos -muy revolucionarios, por cierto- conseguimos que nada se revolucione, porque ni
con esos autores ni con nuestros lectores establecemos un diálogo.
Y así como el sistema escolar aplica criterios que seleccionan un tipo de habilidades y termina reproduciendo las
diferencias sociales preexistentes porque esas habilidades están ligadas a las diferencias del capital cultural heredado,
así también el sistema de consultorías mantiene las diferencias entre consultores: se paga y contrata más a quien tiene
mejores recomendaciones y títulos, los que a su vez se han acopiado -las más de las veces- en proporción directa al
capital heredado. Pero el sistema de consultorías incluso va más allá: como premia más a quienes envasan con mayor
elegancia las mismas ideas ya consagradas, produce un estancamiento de la reflexión que mantiene congeladas las
dramáticas realidades actuales.
Consultorías: donde la fast food es fast work y fast think
El conocimiento crítico de lo que otros han hecho, la posibilidad de discutir y establecer un diálogo, la adaptación de
teorías novedosas empleadas como instrumentos de análisis, son tradiciones intelectuales que las más de las veces
están canceladas en el sistema de trabajo rápido y en la precarización laboral de las consultorías. La fast food tiene su
equivalente en el fast work y fast think que se oferta y se demanda en las consultorías.
Y así como un buen gourmet jamás buscaría un plato exquisito en un Burger King, todo lector experimentado no
tiene muchas esperanzas de tropezar con un hallazgo memorable en el texto elaborado por un consultor. Y no porque
los consultores sean forzosamente intelectuales mediocres, sino porque no tienen tiempo para pensar. Su cliente no
espera eso de ellos. De hecho, quizás hasta prefiere que no piense mucho. Por eso tantos consultores repiten, cortan,
pegan y no avanzan más allá de cuatro eslogans. Saturan sus ponencias con una yuxtaposición abrumadora de citas de
los clásicos porque quieren apantallar. El consultor calcula que, entre sus lectores y oyentes, siempre dispondrá de
neófitos y novatas a quienes las ideas más insulsas dejarán boquiabiertos.
Los tiempos de la difusión también importan en el impacto del pensamiento. El Banco Mundial tiene por norma
imponer sigilo y un plazo de dos años antes de publicar las investigaciones que financia. Con el demencial ritmo de la
política nicaragüense, donde todo se mueve, esta norma provoca que esos textos se pudran y que la aplicabilidad de
las ideas que contienen se desvanezcan. Todo se hace efímero. En el escenario político, pronto cambian los actores, el
guión, los culpables. La obsolescencia de los diagnósticos -excepto de aquellos que atienden a los factores culturaleses casi instantánea. Y ese pensamiento añejado a la fuerza se torna más inocuo. No huele ni hiede. Es válido para
cualquier época porque lo es para ninguna.
La tiranía de las estadísticas y una estrategia de encubrimiento
Para legitimar un pensamiento que nace devaluado, el consultor añade salsa de siglas a los espagueti de eslogans. Los
cuadros, gráficos, avalancha de estadísticas y catarata de números tratan de disimular la ausencia de pensamiento. Se
refuerza la tiranía de las matemáticas. La deificación de las estadísticas, que se han transmutado de instrumento en
tótem. Haciendo caso omiso de una frase atribuida a Mark Twain, mitad exageración mitad verdad –“hay mentiras,
grandes mentiras y estadísticas”-, los consultores quieren que las estadísticas digan todo y no se cuidan de analizar
cómo la forma de recolección de datos y su selección ya construye, en sí misma, el objeto de la investigación.
Éste ni es un rasgo de poca monta ni está desprovisto de un sesgo interesado. Obviamente, interesado en
desmovilizar. A menudo los consultores presentan como problemas técnicos económicos lo que son problemas
sociales, o no mencionan éstos cuando son el aspecto más relevante de un ámbito de estudio. Por ejemplo, dicen que
las microempresas necesitan mejorar sus flujos de información, pero no analizan quiénes acaparan la información y
cómo se manejan los vehículos de la información.
También dicen que las microempresas deben variar sus diseños, mejorar su marketing y capacitar sus recursos
humanos, hallazgos muy encomiables. Pero no prestan una pizca de atención a los conflictos sociales al interior de las
microempresas y entre éstas y sus proveedores y clientes. Esos conflictos revelan estrategias contrapuestas y explican
por qué ciertos diseños y marketing son convenientes en un segmento de mercado pero no en otro, por qué los
recursos humanos están tan insatisfechos, por qué los empleadores no invertirán en su capacitación y por qué las
microempresas prefieren competir por precio y no por calidad.
El asunto es que, para profundizar en estos aspectos, se necesita bastante más que los clichés y el par de encuestas y
entrevistas simplonas con que muchos consultores aliñan sus estudios. El investigador introducido en el sistema de
consultorías se convierte fácilmente en un encubridor.
Utopías de burbuja en la opción por “lo alternativo”
Algunos investigadores han mostrado contundentemente que el problema fundamental para los productores de café
no es un abrupto exceso de oferta y la caída de los precios, sino la distribución de los beneficios a lo largo de la
cadena de comercialización, cuya inequidad es acentuada por los especuladores. Ése es un hallazgo invaluable y muy
provocador. Pero es encubridor suponer que ese problema se resuelve únicamente -y esto no es poco- aumentando la
escala de las operaciones y mejorando la eficiencia de las iniciativas de comercio justo. Estas propuestas son
típicamente lanzadas por consultores que trabajan para un microcosmos: por ejemplo, el microcosmos de la ONG que
lo contrata y desea construir el paraíso en una cáscara de huevo.
Con la mayor buena fe, el aporte del consultor puede ser encubridor y desmovilizador cuando sus propuestas se
limitan a los aspectos técnicos y se constriñen a un ámbito minúsculo. Olvida -y por ello encubre- que la solución
pasa por negociaciones entre sectores sociales y por una ponderación mutua de las fuerzas y mecanismos de presión.
En lugar de leer la trama del tejido social, busca soluciones que son utopías de burbuja.
Opta por el alternativismo: como no hay democratización en la distribución del crédito, construyamos bancos no
convencionales; como los productores no reciben precios justos, articulemos una cadena paralela que pague como
Dios manda. Construir instituciones alternativas es bueno porque llena vacíos, soluciona el problema de algunos y
crea nuevas experiencias que pueden ser replicadas a mayor escala. Pero es negativo cuando excluye o contribuye a
soslayar las luchas amplias y nacionales, porque se convierte en una forma elegante de claudicar.
Tras el empacho, herr Carlos Marx, ¿dónde estás?
El marxismo y otros enfoques toman en cuenta los aspectos imprescindibles de las luchas sociales y políticas. Sería
bueno rescatar sus instrumentos analíticos. Quizás ahora atravesamos por una ola de rechazo por empacho. En los
años 80, Nicaragua vivió una saturación de marxismo. Los pensum de las universidades y colegios rezumaban
marxismo. La filosofía que se enseñaba era puro y soso materialismo dialéctico. Los textos de muchos intelectuales
repetían estérilmente las consignas marxistas. En aquel entonces alguien dijo muy agudamente que “tan malo como
no poder leer a Marx es tener que leer sólo a Marx.”
En estos días, muy apresuradamente se ha dicho adiós al marxismo, botando el niño de su hermenéutica desmontadora de ideologías con el agua sucia de su determinismo economicista, su mecanicismo y su positivismo. Por fortuna,
cantidad de conceptos marxistas sobreviven transformados y viajan de contrabando en la maleta de muchos autores.
El materialismo cultural de Marvin Harris es algo más y algo menos que una modalidad de materialismo histórico. La
falsa conciencia es un hallazgo útil a todos los herederos del pensamiento freudiano, nietzscheano y marxista. Pero
esos enfoques y conceptos no tienen buena venta entre los compradores de eslogans y, por ello, tienen muy poca
aplicación entre los consultores enteramente dedicados a lo mercadeable.
“Todo se vende este día”: un cambio en los bienes simbólicos
La venta del pensamiento consume una pingüe porción del tiempo destinado a su producción. No sólo limita lo
decible y “escribible” a lo vendible. También impone una inversión -de tiempo, energías, emociones y metálico- en
todo el ceremonial y parafernalia ligados al éxito profesional: vestuario, relaciones, maneras, brochures, tarjetas de
presentación, presencia en foros, coqueteo con periodistas, etc. Esas inversiones son muy rentables. Por eso vale la
pena sacrificarlo todo. Incluso el pensamiento. Y éste es un rasgo novedoso. Revela un giro de la intelectualidad
nicaragüense. Los intelectuales solían estar más orientados a valorar los bienes simbólicos: reconocimientos,
homenajes, publicaciones, cargos ilustres pero sin remuneración. Y por sobre todo, la acumulación de conocimiento.
Súbitamente esos bienes simbólicos se han depreciado y únicamente se desean los bienes simbólicos que son
intercambiables por bienes materiales. Parece que hubiéramos pasado de la Edad Media al Renacimiento, un tiempo
de bonanza económica propiciado por el oro y la plata americanos -de ahí, el optimismo humanista-, cuando se hizo
evidencia la utilidad del prestigio que trae aparejado beneficios materiales. Así lo vio Góngora: “todo se vende este
día / todo el dinero lo iguala / la corte vende su gala / la guerra su valentía / y hasta la sabiduría / vende la
universidad”. Hoy, en Nicaragua, la gala, la sabiduría y la valentía -bienes simbólicos- sirven, o sirven mucho más,
sólo si pueden venderse.
Crisis en la academia: de profesores a consultores
En el contexto de la devaluación de los bienes simbólicos, la búsqueda de los bienes materiales se volvió prioritaria.
Éste ha sido un giro copernicano. Muchas instituciones han sido víctimas de este giro, que merece un tratamiento más
detallado del que puedo darle en este artículo sin sonar a moralista trasnochado. Un ejemplo interesante de
instituciones afectadas por el giro de la preeminencia de los bienes materiales lo podemos palpar en las universidades,
ahora incapaces de retener a los profesionales que trabajosamente acopiaron durante décadas. Su giro hacia la
contratación de profesores horario ha reforzado el nomadismo laboral de los trabajadores de cuello blanco. Los
salarios poco atractivos y la inestabilidad laboral han hecho de las universidades un nicho laboral del que han huido
muchos buenos profesionales para sumergirse en el jugoso caldo de las consultorías.
Anteriormente -en los tiempos en que los bienes simbólicos pesaban más- incluso los empresarios de alto coturno y
los profesionales adinerados se sentían imantados por la academia. Impartir clases era una oportunidad de alcanzar
una visibilidad social que les estaba vedada desde sus sillones de gerentes y sus butacas en los bufetes. También era
una oportunidad de cultivar nuevas y gratas relaciones, de difundir sus ideas, de ejercer una vocación a la docencia y
de adquirir otra identidad.
Esa preeminencia de los bienes materiales por encima de los bienes simbólicos explica por qué muchos intelectuales
prefieren dedicarse a dictar conferencias grises -más grises por el uso compulsivo del power point- y a escribir
desaliñados documentos de literatura gris en lugar de escribir libros bien razonados y artículos para revistas
científicas y prestigiosas, o para publicaciones destinadas a profanos con buen gusto. El hecho de que publicar sea
una actividad con un rendimiento -incluso incierto- a largo plazo y generalmente bajo, explica por qué los consultores
apenas publican.
Las incertidumbres laborales y la fascinación por el efecto vitrina
Existe, por un lado, una devaluación relativa de los bienes simbólicos debido a la incertidumbre en torno a la
consecución de los bienes materiales presentes y futuros. Los bienes materiales se cotizan más -y los bienes
simbólicos menos en relación a los materiales- porque la inestabilidad laboral es mucho mayor en la Nicaragua de
hoy que en la Nicaragua sandinista o somocista.
La incertidumbre acerca de la posibilidad de conservar el empleo y un determinado nivel de ingreso hace que éstas
sean las batallas de cada día. Obviamente, para muchos intelectuales ése no es el problema. No se trata de las
necesidades primarias con improbabilidades de ser satisfechas, sino del efecto vitrina que sobre algunos de ellos tiene
el consumo ostentoso que proporcionan los elevados cargos estatales, los cargos ejecutivos de la empresa privada y
los de altos funcionarios de la cooperación externa. En cualquier caso, por amor a los frijoles nuestros de cada día.
También hay una devaluación absoluta de los bienes simbólicos activada por la profusión de esos bienes simbólicos
por excelencia que son los títulos profesionales. A ello se suma una laxa selección de los docentes. Las universidades
ensamblan millares de licenciados y másters. Un recién graduado nada brillante puede convertirse en profesor. Son
dos ganchos al hígado del pedigrí académico. Ser profesor y ostentar un título universitario ya no tienen el mismo
prestigio que antaño.
El sistema nacional de universidades contribuyó a acelerar enormemente esta inevitable devaluación con su política
de otorgar títulos con generosidad de fiesta de la Purísima. Se percibe una decadencia de la academia tras la invasión
de los bárbaros. Un secreto a voces: una licenciatura de los años 60 vale más que cuatro maestrías hoy. Medido en
cuántos bienes materiales compra, el poder adquisitivo promedio de ese bien simbólico que es un título universitario
ha caído en picado.
Con colores camaleónicos hemos pactado con el sistema
¿Y acaso no hay que ver en esta devaluación del prestigio con origen académico una causa de la crisis de la intelectualidad? Con una copiosa producción de profesionales, un sector estatal compacto y una inversión extranjera que
compra empresas existentes y que, en el mejor de los casos, mantiene el mismo número de empleos, los intelectuales
hemos visto y seguiremos viendo estrecharse el abanico de ofertas laborales.
Pero hemos puesto en práctica una estrategia de salvamento muy ingeniosa. Una estrategia de solidaridad de clase.
Para evitar que todos los fondos de la cooperación externa se vayan hacia acciones directas y escapen de nuestras
manos, nos hemos colocado en puestos clave donde se toman las decisiones sobre los destinos de esos fondos, hemos
perfeccionado las racionalizaciones para las bondades derivadas de la inversión en nosotros y, con camaleónico
virtuosismo, hemos adoptado los colores más vendibles. Como se dice popularmente, tenemos todo el cuadro rayado.
En la lucha por el uso de los fondos de la ayuda internacional y la de los multilaterales, que expongo de forma un
tanto caricaturesca, hemos construido y después explotado una posición privilegiada. Desde esa posición sacamos lo
mejor y evitamos lo peor en el actual sistema de precarismo laboral. Es parte de una estrategia para compensar la
inestabilidad y la incertidumbre. Es una lucha contra los efectos adversos del sistema, perpetuando los mecanismos
perversos del sistema. Pactando con el sistema hemos venido a confirmar las tesis de George Lukács sobre la clase
media: su propensión a acomodarse a diversos regímenes, su representación de intereses de clase estrictamente
particulares y su carácter no transformador, sino moldeado por los cambios en el entorno, enteramente dependientes
del comportamiento de otros grupos sociales.
Nuestra responsabilidad: ¿por qué nos hemos dejado seducir?
Nuestra estrategia también pone en evidencia una actitud de fondo: ya que tan poco podemos contra el sistema, tenemos que resignarnos a labrar en los minúsculos espacios disponibles y en los huequitos que vamos haciendo. No es
poca cosa, en estos tiempos de estrechos horizontes. Pero es lamentable que pocos se atrevan a discrepar con acciones
congruentes. ¿Seguiremos pactando porque no hay alternativas? ¿Seguiremos echándole la culpa al sistema? ¿O
haremos una revisión de sus mecanismos de seducción y de cómo, hasta dónde y por qué nos dejamos seducir? Una
certeza tengo: no saldremos nunca de esta situación tratando de definir quién peca más, si el que peca por la paga o el
que paga por pecar.
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