Guardad mi palabra 8. Los Mandamientos Los dos últimos preceptos, que mandan al hombre no codiciar, marcan una grandísima diferencia entre las leyes humanas y la ley divina, a saber: • que las leyes humanas sólo pueden obligarnos al cumplimiento externo de nuestros deberes, por el hecho mismo de que no pueden penetrar en el interior de la conciencia; • mientras que la ley divina, además, exige de nosotros castidad y rectitud pura y sincera de espíritu, porque Dios ve y juzga el fondo del corazón, y por eso mismo puede intimarnos el cumplimiento de deberes en el foro interno de la conciencia. Por esta misma razón, los dos últimos preceptos del Decálogo apuntan al interior del hombre, esto es, a extirpar de raíz la motivación que el hombre tiene para violar los demás mandamientos. De este modo la ley de Dios no sólo protege como con escudos los principales bienes que hemos recibido de Dios (la autoridad divina de que estamos investidos en el cuarto precepto, nuestra vida en el quinto, nuestra unión conyugal en el sexto, nuestros bienes en el séptimo y nuestra fama en el octavo), sino que además quiere protegernos a nosotros mismos contra nuestros apetitos desordenados, para que el aguijón de las pasiones nos moleste menos, y encontremos el modo de vivir cristianamente, guardando los demás mandamientos. En efecto, como enseña la Escritura, «la codicia desenfrenada es la raíz y semilla de todos los males» (I Tim. 6 10), y quienes se dejan dominar por ella se ven arrastrados precipitadamente a toda clase de pecados y vicios. Por eso, quien desee observar los mandamientos anteriores de la Ley, ha de poner su primer cuidado en no codiciar; ya que el que no codicia, contentándose con lo suyo, no deseará lo ajeno, se alegrará de los bienes del prójimo, tributará gloria al Dios inmortal y por todo le dará rendidas acciones de gracias, santificará el sábado, vivirá en perpetua paz, honrará a los mayores, y a nadie, en resumidas cuentas, perjudicará ni por obra, ni de palabra, ni de ningún otro modo. Cada uno de estos mandamientos tiene en común con los anteriores que en parte prohíbe y en parte manda alguna cosa: • lo que prohíbe, según lo dicho, es dar rienda suelta a la concupiscencia desordenada, dejándose llevar por lo que ella desea; • y lo que manda es que se mantengamos ordenada la concupiscencia, o facultad de desear lo que no poseemos, según el criterio de la razón ilustrada por la fe. Hojitas de Fe nº 120 –2– LOS MANDAMIENTOS 1º Precepto negativo de este mandamiento. 1º «No codiciarás» («non concupisces»). Por concupiscencia se entiende la moción o impulso de nuestro espíritu en virtud del cual apetecemos cosas agradables que no poseemos. Esta moción no siempre es mala, ya que es Dios quien imprimió en nuestro ser esta facultad de apetecer; mas por el pecado de nuestros primeros padres dicha facultad traspasó los límites de lo lícito y quedó inclinada a apetecer lo que es contrario al espíritu y a la razón. Esta concupiscencia ofrece las siguientes ventajas, si va regida por la recta razón: • ante todo, el apetecer ardientemente una cosa hace que roguemos a Dios con oraciones continuas y más fervorosas; • luego, es causa de que los dones de Dios nos sean más apreciables, pues cuanto más vehemente es el deseo de una cosa, tanto más la apreciamos cuando Dios nos la concede; • por último, hace que demos a Dios más rendidas acciones de gracias, por el gozo que nos proporciona el objeto deseado. De lo dicho, claro queda que no se prohíbe la facultad natural y moderada de apetecer, y mucho menos el deseo espiritual de la recta razón, que nos hace desear lo que repugna a la carne, pues a ello nos excitan las Sagradas Letras: «Codiciad mis palabras» (Sab. 6 12); y: «Venid a mí todos los que me codiciáis» (Eclo. 24 26). Lo que se prohíbe es el uso de este apetito cuando está desordenado, esto es, cuando carece de la debida moderación y no se contiene dentro de los límites señalados por Dios; el cual es llamado por San Pablo concupiscencia de la carne (Gal. 5 16, 19 y 24), y es siempre pecado si va acompañado del asentimiento de la voluntad. Esta concupiscencia está condenada, ya porque apetece cosas malas en sí mismas, como adulterios, embriagueces, homicidios y otros detestables pecados de esta clase; ya porque, aun cuando no sean cosas malas en sí mismas, hay alguna otra razón por la que es pecado apetecerlas, como sucede con todas aquellas cosas que Dios y la Iglesia nos prohíben poseer; y así, por ejemplo, no nos es lícito desear lo que estaría mal poseer, como fue el caso, en la Ley antigua, del oro y de la plata de que se habían hecho ídolos, y que el Señor, en el Deuteronomio, había mandado no codiciar (Deut. 7 25); y más particularmente se prohíbe esta concupiscencia viciosa cuando las cosas apetecidas pertenecen a otros, como la casa, el siervo, la sierva, la hacienda, la mujer, el buey, el asno y otras muchas cosas que la Ley divina prohíbe codiciar por ser de otros; de modo que la codicia de tales cosas es mala, y se cuenta entre los pecados más graves cuando la voluntad consiente en codiciarlas. Por lo tanto, las palabras «no codiciarás» significan que debemos reprimir nuestros apetitos de las cosas ajenas; pues este deseo ardiente de las cosas que no se poseen es inmenso y nunca se sacia, según está escrito: «El avaro nunca se hartará de dinero» (Eclo. 5 9). Esta codicia o concupiscencia puede recaer sobre un doble objeto, que es lo que cabalmente distingue los dos últimos preceptos del Decálogo: • puede haber una LOS MANDAMIENTOS –3– Hojitas de Fe nº 120 codicia de bienes útiles y provechosos, y ésta es la que se reprime en el décimo mandamiento; • y puede haber una codicia o concupiscencia de bienes deleitables, esto es, de liviandades y placeres sensibles, y ésta es la que se reprime en el noveno mandamiento. 2º «La casa de tu prójimo, ni su siervo ni su sierva, ni su buey ni su asno, ni cosa alguna de las que le pertenecen». • Por «casa» se significa aquí, no sólo el lugar en que habitamos, sino toda la hacienda, como lo indica el uso de la Sagrada Escritura (Ex. 1 21); por lo que este precepto nos prohíbe también apetecer con codicia las riquezas y el lujo, y tener envidia de los bienes ajenos, de su dignidad y nobleza. • Por «buey y asno» se entienden las cosas de menor valor que la hacienda y las riquezas, y que no nos es permitido desear si son ajenas. • Por «siervo y sierva» entendemos tanto a los sirvientes como a las demás clases de empleados que nuestro prójimo pueda tener, y a los que nosotros no podemos sobornar ni seducir mediante palabras, o proyectos, o promesas o recompensas, para que dejen su servicio y se pasen al nuestro. • Finalmente, se hace mención del «prójimo» porque el hombre suele desear sobre todo los bienes y fincas de sus vecinos; y así la vecindad, que es parte de la amistad, suele pasar a menudo del amor al odio por el pecado de codicia. No se prohíbe, en cambio, desear los bienes del prójimo que éste pone en venta, pues en ese caso no sólo no se le causa daño alguno, sino que se le favorece mucho al permitirle sacar dinero y utilidad de lo que él vende. 3º «Ni desearás su mujer». Al precepto de no codiciar los bienes del prójimo se añade el de no desear su mujer, esto es, no cometer pecado alguno con mujer unida en matrimonio, y no desearla tampoco como mujer para sí mientras estuviere casada, aunque haya sido abandonada por su marido. Y a la verdad, en tiempos en que se permitía el libelo de repudio (Deut. 24 1), podía suceder fácilmente que uno tomase por esposa a la mujer repudiada por otro; mas el Señor volvió a prohibirlo (Mt. 5 31-32), para que ni los maridos se sintieran solicitados a despedir a sus mujeres, ni las mujeres se mostrasen tan molestas y desagradables con sus maridos, que se viesen éstos como obligados a repudiarlas. Y este pecado de desear la mujer del prójimo reviste ahora mayor gravedad, por cuanto fácilmente se le añaden otros, como el de infidelidad, si se lleva a la práctica, o el de desear la muerte del actual marido, etc. Es también ilícito desear la mujer consagrada a Dios por los votos de religión. Mas si alguien deseara contraer matrimonio con una mujer casada pensando que es soltera, y sin abrigar la pretensión de casarse con ella aun sabiendo que ya está casada con otro, como le sucedió a Faraón (Gen. 12 11) y a Abimelec (Gen. 20 2 y ss.), los cuales desearon casarse con Sara pensando ambos que era soltera, y que era hermana de Abraham y no esposa suya, ese tal así dispuesto quedaría libre de pecado. Hojitas de Fe nº 120 –4– LOS MANDAMIENTOS 2º Precepto afirmativo de este mandamiento. Para mantener a raya el vicio de la concupiscencia se nos prescriben algunos remedios relativos al pensamiento, y otros relativos a la acción. 1º Remedios relativos al pensamiento. — Consisten en considerar los males que proceden del ardor de las pasiones: • El primer daño que recibimos de ellas es que reina en nuestra alma el pecado con toda su fuerza y poder. Por eso nos amonesta San Pablo: «No reine el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias» (Rom. 6 12). • El segundo daño es que de este ardor de la concupiscencia brotan como de su fuente toda clase de pecados: el alma se deleita en juegos deshonestos y se entrega sin moderación a la diversión; el comerciante desea la falta de género y la carestía de productos, para poder vender más caros los que posee; los militares desean guerras para poder saquear, los médicos las enfermedades, y los abogados los pleitos; algunos desean por envidia la honra y gloria de otros, no sin ofensa de la fama del prójimo, etc. • El tercer daño está en que, por culpa de esas concupiscencias, se oscurece el recto juicio de la razón, y obcecados los hombres con las tinieblas de sus apetitos, juzgan honesto y bueno todo cuando codician. • Finalmente, el brío de la concupiscencia sofoca la palabra divina, sembrada en nuestras almas por el supremo labrador, que es Dios: «Lo que cayó sobre las espinas –dice Nuestro Señor– significa a los que oyen la palabra, pero los afanes del siglo, la ilusión de las riquezas y las demás concupiscencias a que dan entrada, ahogan la palabra y no da fruto alguno» (Mc. 14 18-19). 2º Remedios relativos a la acción. — Las principales actitudes que ha de adoptar el cristiano son: • No poner el corazón en las riquezas, cuando Dios nos concede abundancia de ellas (Sal. 61 11), estando dispuesto a renunciar a ellas para darnos a la perfección y a las cosas divinas, si Dios llama a tal estado de vida. • Emplear de buena gana el dinero en socorrer las necesidades de los pobres. • Sobrellevar la pobreza con resignación y alegría, si Dios no nos concede abundancia de bienes y riquezas. • Reprimir los deseos de los bienes ajenos, para lo cual ayuda mucho el desprecio de las riquezas y la práctica de la virtud de generosidad. • Finalmente, elevar el corazón hacia las cosas celestiales y apartarlo de los bienes de la tierra; deseando así sobre todas las cosas el cumplimiento de la voluntad de Dios, nuestra propia santificación, la humildad y pureza del alma, las obras espirituales e intelectuales; dejándonos guiar por la razón y por el espíritu, y siguiendo así el verdadero camino de la vida.1 © Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora C. 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