El Negrito de Magallanes - ¡Abuelo, Abuelo! - ¿Qué pasa, pequeñines? - ¡Contános esa historia otra vez! - ¿Cuál historia, les he contado muchas…? - ¡Esa que empieza triste!- Al decir esto, los pequeños pingüinos de Magallanes ya sabían que el abuelo sabía de cuál hablaban. Y que empezaría a decir, con tono grave y voz de locutor: “Prepárense para oír el relato de un sobreviviente al derrame de petróleo del 2007. Yo era poco más que un pichón, porque recuerdo bien que aún llevaba mi trajecito de plumas grises y suaves[1]. Estaba jugando en la costa con mis hermanos. Ese día era el turno de mamá de ir a buscar alimento, mientras papá nos cuidaba y jugaba con nosotros y los otros pichoncitos. Era un día como cualquier otro. Pedro, el albatros, vino como siempre a traer las noticias, pero a medida que se acercaba pudimos ver que algo no andaba bien. - ¿Qué pasó, viejito?- le preguntó papá, dándole una palmadita amistosa en el hombro, como solía hacer. - Hay un derrame de petróleo. - ¿Quién te dijo eso?, yo no veo un derrame de petróleo… ¿ustedes ven un derrame de petróleo, chicos?- nos preguntó, burlándose de Pedro, que tenía fama de exagerado. Mis hermanos y yo miramos a todos lados, pero nadie sabía que era el petróleo, ni qué era un derrame. - Es lo que dicen… y no quiero saber si es verdad, ya estoy viejo y no puedo volar mucho para buscar alimento, ¡qué voy a hacer si es verdad!- recuerdo que decía angustiado el pobre Pedro. - ¡No te preocupes, juntos saldremos de esta!- dijo papá. Poco después, Pedro voló a su nido para almorzar con su mujer y papá nos explicó que un derrame de petróleo es cuando los hombres tienen accidentes al producir o transportar eso que llaman “petróleo”, que se desparrama en el agua y se nos pega a las plumitas, haciendo que dejen de ser impermeables, por lo que tenemos que quedarnos en tierra sin alimento, porque no podemos nadar así en el agua fría. Esa explicación sonaba bastante triste, aunque ni mis hermanos ni yo podíamos imaginarnos como se sentía una cosa así. El tiempo pasaba y mamá no volvía con nuestro almuerzo. - ¿Qué habrá pasado?- No dejaba de preguntarse papá, que ya estaba preocupado. Después de mucho pensar, decidió pedirnos que permaneciéramos quietos donde estábamos mientras él buscaba a mamá. Subió a una roca, habló con Pedro, con Chicha la loba marina y algunos amigos más, pero nadie había visto a mi mamita en mucho tiempo. De un momento a otro, mientras yo estaba jugando a “la mancha” con los chicos, escuché a papá gritar “¡NOOO!”, al tiempo que salía corriendo en dirección al mar. Yo no entendía qué sucedía, y uno de mis hermanos me explicó que debía estar por venir una tormenta, porque el océano estaba comenzando a teñirse de negro. Pero esa explicación me parecía muy inocente, porque el cielo estaba completamente despejado. Sin contradecir a mi hermano, miré hacia dónde corría papá, y descubrí que mi mami estaba atascada en una sustancia negra y pegajosa que no le permitía moverse. “Tu papá va a rescatarla”, repetía mi primito, Juanchi para calmarme, pero no pasó mucho hasta que mi papá empezó a atascarse también. Entonces entendí que no podía dejar pasar más tiempo: ya había observado bastante, era mi turno de luchar contra la “marea negra”, como le decía Pedro. No lo dudé más y pedí a nuestra vecina que cuidara de mis hermanos mientras yo ideaba un plan. Con mucho esfuerzo, logré arrancar dos hojas de un arbusto pequeño que crecía entre las rocas, y con cuidado até cada una a mis patitas. Comencé a nadar tanto como pude mar adentro, pero era muy difícil porque yo era muy chiquito todavía y me faltaban muchas lecciones. Sin embargo no tardé en llegar a donde estaban mamá y papá. Al ver que estaba empezando a mancharme de negro, mamá comenzó a llorar, pero yo le expliqué que todavía podía moverme por las hojitas que tenía en las patas. Sin que me diera cuenta, el petróleo le ganó a mi improvisado escudo y pronto mis patitas también estuvieron llenas de petróleo y ya no podía moverme. Al principio, me había abrazado de mis papás y entre los tres habíamos avanzado bastante, pero ahora cualquier esfuerzo era totalmente inútil. Si llegábamos a la orilla, no podríamos volver al agua para buscar comida, porque nuestros cuerpos estaban totalmente bañados de aquel líquido. Me entristecía pensar que nadie alimentaría a mis hermanitos, ni a mis amiguitos. Igual que nosotros, muchísimos de nuestros parientes, vecinos y amigos se veían atascados en medio de aquella mancha gigante que haría que nuestra gran colonia se hiciera una muy pequeñita. Mamá ya había dejado de llorar, y papá cantaba para alegrar a los que demás que estaban cerca de nosotros. Yo no quería ver nada de todo eso, porque todo era triste: había mamás pingüinitas llorando por sus hijos atascados con nosotros, abuelas llorando por sus hijos y nietos y papás pensando en sus hijos, como los míos; y por eso estaba con mis ojitos cerrados abrazado a mamá. Rápidamente me quedé dormido y desperté sobresaltado: unos ojos dulces y tiernos me miraban y sonreían. - ¿Va a salvarse, papi?- dijo un niño. - ¡Claro que sí!- contestó. Y empezó a explicar cómo iban a limpiarme las plumitas y las cosas ricas que iban a darme de comer. Lo primero que recordé fue a mi mamá, mi papá y mis hermanitos. Aunque no podía hablar el mismo idioma que las personas, el niño miró mis ojos, comprendió lo que quería decirle y me llevó con mis papás, que ya estaban alimentándose y completamente limpios. Así pasamos algunos días entre los humanos, mis papás, yo y varios pingüinos más de la colonia que tuvieron la suerte de ser rescatados como nosotros. En ese tiempo llegué a hacerme muy amigo del niño que me despertó: me daba amor, jugábamos juntos y revisaba que mis plumas estuvieran completamente limpias. Una semana más tarde, el niño me dijo “vas a regresar a tu colonia, mis papás y sus amigos la dejaron limpia y rescataron a muchos de tus amigos, no pudieron salvarlos a todos, pero no tenés que estar triste por ellos tenés que alegrarte por todos los que van a contarle esta historia a sus nietitos”, y es el día de hoy que aún recuerdo con cariño su dulce voz y sus suaves manitos al acariciarme la cabecita.” - ¡Es una historia muy triste, abuelito! - Pero tiene un final feliz, cariño…