I Concurso de relatos de Hislibris SOMOS DEL DOS 2 de junio de 1899, Baler (Filipinas). La tranquilidad del amanecer permitía escuchar el rumor de las olas rompiendo en la playa. En otras circunstancias podría haber sido un destino paradisíaco. Las primeras luces del alba se proyectaban sobre los restos del campanario. Con esta tenue claridad apenas se podía vislumbrar los jirones rojigualda que ondeaban sobre él. En el interior de la sitiada iglesia, como forzados moradores, dormitaban Ramón Buades Tormo y sus compañeros. Ramón era un humilde agricultor valenciano que prestaba su servicio militar en el Batallón Expedicionario de Cazadores nº 2. Era de rostro enjuto, sonrisa alegre, mirada amable y corazón reservado. Había sufrido otra noche de sueños y hambre, y a fuerza de costumbre, ya estaba despierto cuando el cabo Olivares le propinó un leve zarandeo. - Arriba Buades - gruñó Olivares. Ya está bien de descansar que ahí tumbado pareces un Grande de España. - Menos guasa mi cabo que entre el hambre, los piojos y las horas que son no tengo el cuerpo para bromas. - Sustituye a Castro en el altar y no me seas tan melindre que el frescor del amanecer te reavivará el ánimo. Ramón se incorporó y comenzó el ritual matutino para ataviarse con la escasa indumentaria que aún poseía. Hacía ya tiempo que sus borceguíes reglamentarios se habían descompuesto por el clima y el continuo uso así que, como calzado, usaba una especie de zueco fijado con piel de carabao. Era un calzado tosco e incomodo pero al menos le servía para mantener los pies secos en aquel condenado clima donde la humedad lo impregnaba todo. Se levantó y se ajustó el poncho que se había fabricado con una sábana vieja. Aunque el Tag-ulan1 ya había comenzado, la noche había sido apacible y el cielo continuaba despejado. De hecho, los últimos días la luna había brillado con extraordinaria fuerza. Y esta era la razón de que, por azares del destino, aún se encontraran allí. El teniente Saturnino Martín Cerezo había trazado un plan para abandonar la cercada posición al amparo de la noche pero, a causa del magnifico brillo del astro nocturno, había pospuesto la operación hasta que pudieran contar con la complicidad de los elementos. Y había sido en este tiempo de espera cuando, ojeando un periódico español, que días antes le había proporcionado el enemigo, 1 Temporada de lluvia que comienza en junio y finaliza en septiembre. 1 I Concurso de relatos de Hislibris o lo que él pensaba que era tal, se dio cuenta de la cruda verdad. Repentinamente, reparó en una intrascendente crónica sobre traslados militares. Contenía una información que sólo él podía saber ya que se la había confiado un íntimo amigo suyo al principio de la campaña. Por fin comprendió la verdad de la situación en la que se hallaban. Aquello únicamente podía significar una cosa. Todo era cierto. El teniente había pasado otra noche más en duermevela. Sus profundas ojeras reflejaban el pesar de su alma. La responsabilidad le estaba carcomiendo la salud. Hacia ya rato que había tomado una resolución. Inocentemente, había pensado que cuando la tomara hallaría la calma pero aún ahora, con todo resuelto, la duda le seguía atormentando. Observó a Ramón mientras se dirigía a su puesto de guardia y se dijo para sus adentros: - Menos mal que aún tiene el Mauser. Ese fusil es lo único que le salva de parecer un completo pordiosero, seguro que los rebeldes tagalos tienen mejor planta que nosotros. No pudo evitar esbozar una sonrisa cuando contempló a sus subordinados. - Debemos ser la unidad más andrajosa de todos los ejércitos civilizados. Estamos cubiertos de harapos y mugre, nuestro aspecto dista mucho de ser marcial pero, por Dios Todopoderoso que mis hombres han tenido el comportamiento más bizarro que nadie puede recordar. Si las cuentas no me fallan, a día de hoy, llevamos trescientos treinta y siete días defendiendo nuestra sitiada posición. Nos hemos enfrentado a las enfermedades, al hambre, al clima, a la traición y a un enemigo numeroso y todavía flamea nuestra enseña. Este destacamento se ha sobrepuesto a todo pero ha pagado un alto precio, la tropa está consumida y abatida. Hemos sufrido la perdida de diecisiete hombres que descansarán en esta tierra para siempre pero, sin lugar a dudas, podemos decir con la cabeza bien alta que hemos cumplido con nuestro deber. El honor del batallón había sido salvaguardado. Saturnino se encontraba muy cansado y le atenazaban multitud de dudas. Para intentar combatir los fantasmas que le asediaban abrió uno de los periódicos y comenzó a hojearlos una vez más. Allí vio otra vez las evidencias que le habían llevado a tomar aquella decisión. Por muchas vueltas que le diera y por muchas veces que se convenciera la duda seguía estando ahí ¿Y si todo fuera una estratagema del enemigo? Podría ser todo un ardid para provocar que abandonaran la posición. Por otra parte, si lo que decía la prensa era cierto y la guerra había terminado hacia ya meses, todo este sufrimiento que estaban acarreando estaba siendo en balde. Ante esta sinrazón no debía haber lugar para la vacilación. Su obstinación tenía que cesar. Todo estaba decidido. No servía de nada lamentarse. Otros serían los encargados de juzgarle. Ya no estaba en sus manos. A pesar de todos sus titubeos y pesares, el teniente Martín se había 2 I Concurso de relatos de Hislibris percatado de que era la solución correcta pero no por ello la más grata. El tomar esta decisión conllevaba unas consecuencias que le producían un profundo desgarro interior en su, hasta ahora, perseverante alma. Rogelio Vigil de Quiñones, desde las primeras horas de la mañana, mantenía una actividad frenética. Como teniente médico del Cuerpo de Sanidad Militar y a pesar de estar convaleciente de beriberi, estaba pasando revisión a toda la tropa. Había conseguido que remitiera la epidemia pero habían muerto trece hombres a resultas de la enfermedad y el resto de la tropa estaba en unas condiciones físicas lamentables. Las provisiones se había agotado y apenas tenían para comer tallos de calabacera. La situación era crítica. El prolongado sitio había hecho sufrir a los hombres un desgaste que los había llevado hasta la extenuación. Después de tres horas de servicio, la monotonía envolvía a Ramón en una ensoñación en la que evocaba los campos de su Carlet natal. Mientras escudriñaba la calle España en busca de algún movimiento enemigo, no podía evitar distraerse recordando cualquier trivialidad antaño ocurrida. Para escapar de la añoranza que lo abrazaba y eludir sus febriles efectos, Ramón canturreaba una estrofa del himno que había compuesto durante el asedio su compañero y buen amigo Pedro Planas: Somos del dos2 nobles soldados, dignos seremos del Batallón; siempre en la brecha nos encontramos dando la vida por la Nación En estas y otras cosas se entretenía Ramón mientras cumplía con su servicio de guardia en el altar mayor de la pequeña iglesia de San Luis de Tolosa en Baler. Absorto como estaba, se sobresaltó cuando oyó la llamada del corneta tocando atención. El teniente Martín Cerezo convocó a toda la tropa incluyendo a los que estaban de servicio. Tenía una deuda con sus hombres. No era ya tiempo de arengas pero todos tenían que saber la verdad de su situación. La guerra había terminado hacía varios meses y las Filipinas se habían perdido. El suelo que hollaban ahora era tierra extraña. Su deber ya había concluido. Debían rendir la posición y volver al hogar. Izar la bandera blanca y parlamentar con el otrora enemigo. Tarea difícil pero inaplazable. Martín se expresó en una nota remitida al comandante tagalo en los siguientes términos: 2 Se refiere al Batallón Expedicionario de Cazadores número 2. 3 I Concurso de relatos de Hislibris - Capitulamos porque no tenemos víveres, pero deseamos hacerlo honrosamente. Deseamos no quedar prisioneros de guerra y que ustedes admitan otras condiciones que expondremos, de las que levantaremos acta. Si se han de portar con nosotros de mala manera han de decirlo porque en este caso no nos rendiremos. Pelearemos hasta morir y moriremos matando.3 Virgil, participado del fallo con anterioridad por su compañero Martín, sintió, como buen médico que era, un profundo alivio. Sus plegarias habían sido escuchadas. No tendría que perder más hombres. Finalmente podría vencer a la enfermedad. Para un galeno no hay peor tortura que ver morir a sus pacientes de una enfermedad de la que conoce su cura. Por fin, el suplicio de sus pacientes iba a cesar, y con él, también el suyo. Cuando Ramón escuchó la noticia su ánimo se sobrecogió. La noticia harto esperada había llegado por fin. Regresaría a casa. Podría sentir de nuevo el calor de los suyos y el aroma de su tierra. Todo lo que tanto había añorado volvería a ser habitual otra vez. Si bien estaba contento, no podía olvidarse de sus compañeros caídos. No hacia ni un mes que había fallecido su amigo Marcos victima de la disentería. Hasta el último momento le había hablado de todos sus proyectos para después de la campaña. Ahora todos sus sueños y anhelos estaban perdidos y enterrados junto al baptisterio. Sentimientos encontrados afloraban en su interior. Alegría por el fin de la guerra y la vuelta al hogar, nostalgia por los amigos que ya no los acompañarían y tristeza por la derrota. La melancolía se apoderó de Ramón y de sus compañeros. Lo habían dado todo y no había bastado. No alcanzaban a comprender que la derrota tenía otros padres. El teniente Martín se mostraba abatido mientras daba sus últimas órdenes como comandante de la plaza de Baler. Estas postreras disposiciones se le antojaron las más duras de toda su carrera militar. Iba a arriar una bandera que llevaba ondeando sobre aquellas tierras casi cuatro siglos y era consciente de que jamás volvería a hacerlo. No podía evitar sentirse culpable. Una vez hecho esto, mandó al corneta tocar atención y llamada. Formó a sus hombres de tres en fondo y con armas sobre el hombro. Al abrir la puerta de la Iglesia, se encontró a los soldados filipinos haciendo un pasillo en posición de firmes y la emoción lo embargó. En esos momentos, un solo afán dominaba el pensamiento del teniente Martín, que ojalá los españoles sintieran por sus hombres la mitad del orgullo que él sentía. Cuanto menos se habían ganado eso. 3 Comentario textual realizado por el Teniente Martín Cerezo al Teniente Coronel jefe de las fuerzas sitiadoras, Simón Tersón el 2 de junio de 1899. 4 I Concurso de relatos de Hislibris 5