[También me acuerdo con nostalgia de mis años en la Universidad de San Marcos, y sobre todo, de dos amigos, Lea y Félix] Nuestras conversaciones duraban hasta tarde. (...) Con mi apasionamiento y exclusivismo de siempre, Félix y Lea se convirtieron en una ocupación a tiempo completo; cuando no estaba con ellos, estaba pensando en lo bueno que era tener amigos así con los que nos entendíamos tan bien y con los que planeábamos un futuro compartido. Pensaba, también, muy en secreto, que no debía enamorarme de Lea, porque sería fatal para el trío. Además, eso de enamorarse, ¿no era una típica debilidad burguesa, inconcebible en un revolucionario? (…)En 1972, con motivo de la visita del presidente Salvador Allende a Lima, me los encontré a ambos, en la embajada de Chile, en una recepción. Entre el gentío, apenas pudimos cambiar unas palabras. Pero tengo presente la broma de Lea, refiriéndose a Conversación en La Catedral —«Esos demonios tuyos...»—, novela en la que, transfigurados, aparecen algunos episodios de nuestros años sanmarquinos El pez en el agua CONVERSACION EN LA CATEDRAL (2) ¿Estaba contento en San Marcos flaco, de veras enseñaban ahí las cabezas del Perú, flaco, por qué se había vuelto tan reservado, flaco? Sí estaba papá, de veras papá, no se había vuelto papá. Entrabas y salías de la casa como un fantasma, Zavalita; te encerrabas en tu cuarto y no le dabas cara a la familia, pareces un oso decía la señora Zoila, y el Chispas te ibas a volver virolo de tanto leer, y la Teté por qué ya no salías nunca con Popeye, supersabio. Porque Jacobo y Aída bastaban, piensa, porque ellos eran la amistad que excluía, enriquecía y compensaba todo. ¿Ahí, piensa, me jodí ahí? Se habían matriculado en los mismos cursos, se sentaban en la misma banca, iban juntos a la Biblioteca de San Marcos o a la Nacional; a duras penas se separaban para dormir. Leían los mismos libros, veían las mismas películas, se enfurecían con los mismos periódicos. Al salir de la Universidad, a mediodía y en las tardes, conversaban horas en "El Palermo” de la Colmena, discutían horas en la pastelería “Los Huérfanos” de Azángaro, comentaban horas las noticias políticas en un café-billar a espaldas del Palacio de Justicia. A veces se zambullían en un cine, a veces recorrían librerías, a veces emprendían como una aventura largas caminatas por la ciudad. Asexuada, fraternal, la amistad parecía también eterna. -Nos importaban las mismas cosas, odiábamos las mismas cosas, y nunca estábamos de acuerdo en nada -dice Santiago-. Eso era formidable, también. -¿Por qué estaba amargado, entonces? -dice Ambrosio-. ¿Por la muchacha? -Nunca la veía a solas -dice Santiago-. No estaba amargado; a ratos un gusanito en el estómago, nada más. -Usted quería enamorarla y no podía, teniendo ahí al otro dice Ambrosio. Sé lo que se siente estando cerca de la mujer que uno quiere y no pudiendo hacer nada. -¿Te pasó eso con Amalia? -dice Santiago. -Vi una película con ese tema -dice Ambrosio. La Universidad era un reflejo del país, decía Jacobo, hacía veinte años esos profesores a lo mejor eran progresistas y leían, después por tener que trabajar en otras cosas y por el ambiente se habían mediocrizado y aburguesado, y ahí, de pronto, viscoso y mínimo en la boca del estómago: el gusanito. También era culpa de los alumnos, decía Aída, les gustaba este sistema, y si todos tenían la culpa no había más remedio que conformarnos decía Santiago, y Jacobo: la solución era la reforma universitaria. Un cuerpo diminuto y ácido en la maleza de las conversaciones, súbito en el calor de las discusiones, interfiriendo, desviando, malogrando la atención con ráfagas de melancolía o nostalgia. Cátedras paralelas, co-gobierno, universidades populares, decía Jacobo: que entrara a enseñar todo el que fuera capaz, que los alumnos pudieran tachar a los malos profesores, y como el pueblo no podía venir a la Universidad que la Universidad fuera al pueblo. ¿Melancolía de esos imposibles diálogos a solas con ella que deseaba, nostalgia de esos paseos a solas con ella que inventaba? Pero si la Universidad era un reflejo del país San Marcos nunca iría bien mientras el Perú fuera tan mal, decía Santiago, y Aída si se quería curar el mal de raíz no había que hablar de reforma universitaria sino de Revolución. Pero ellos eran estudiantes y su campo de acción era la Universidad, decía Jacobo, trabajando por la reforma trabajarían por la Revolución: había que ir por etapas y no ser pesimista. -Estaba usted celoso de su amigo -dice Ambrosio-. Y los celos son lo más venenoso que hay. -A Jacobo le pasaría lo mismo que a mí -dice Santiago-. Pero los dos disimulábamos. El también sentiría ganas de desaparecerlo de una mirada mágica para quedarse solo con la muchacha -se ríe Ambrosio. -Era mi mejor amigo -dice Santiago-. Yo lo odiaba, pero a la vez lo quería y lo admiraba.