1 Una nueva Teología La fuerza de la fe en Jesucristo, experiencia desde la cual surge y se configura el discurso teológico, sabrá dar una respuesta consistente a las inquietaciones del pueblo de Dios Maria Clara L. Bingemer Río - Con la proximidad de la V Conferencia del Episcopado latinoamericano en Aparecida, Brasil, muchas expectativas en relación al futuro de la Iglesia en el Continente empiezan a salir a flote. Entre ellas, expectativas con respeto a la teología que aquí se elabora. Habiendo conocido un gran protagonismo en la teología mundial con el advenimiento de la Teología de la Liberación en los años ‘60, ‘70 y ‘80, parecería ahora como si América Latina hubiera desistido de elaborar una teología propia y siguiera la corriente mayoritaria y oficial teológica mundial, sin la preocupación de responder más directamente a su contexto. Sin embargo, la teología, que es discurso sobre la fe siempre ha sido contextual, o sea, siempre nació pegada a un contexto y a las cuestiones que este contexto trae. No podría ser diferente ahora, cuando el contexto que vive el continente al sur de Ecuador es tan complejo y desafiador. La Teología de la Liberación no está muerta, apenas ha cambiado de forma y ensanchado su abanico de prioridades. Desde los primordios del Cristianismo, la teología -que es discurso sobre la experiencia de fe- nace inmersa y determinada por un contexto. Es fruto de un feliz casamiento entre la antropología hebrea y la filosofía griega. Con esa reflexión y ese discurso, el cristianismo conseguirá penetrar en las diferentes culturas, decirse a sí mismo y al misterio que lo configura, y ser recibido y entendido en los diferentes contextos culturales. Se ha convertido no solamente en la religión de unos cuantos, pero de muchos y ha adquirido un cariz de fuerza civilizatoria, sin el cual la historia de Occidente hoy no seria comprensible. Sin embargo, los contextos cambian y se reconfiguran diferentemente y la teología es llamada a acompañar ese proceso vivo y cambiante, a fin de poder seguir siendo entendida en diferentes contextos y culturas, y seguir contestando a las preguntas que hacen los hombres y mujeres de ayer y de hoy. Hace más de cuarenta años, la Iglesia reunida en concilio rescata la importancia de eso, que se había ido perdiendo o por lo menos dejando en segundo plano. En su ardiente deseo de dialogar con el ser humano, el mundo y la cultura modernos, la teología cristiana comprende que no puede seguir pensando y hablando con las categorías medievales. Incorpora por lo tanto en su discurso un giro antropocéntrico, poniendo al ser humano en el centro de su reflexión. Asume, además, la historia en cuanto categoría teológica. No hay dos historias sino una sola, que es ya historia de salvación. Vuelve y conclama a volver a las fuentes: a la Escritura, a los Padres de la Iglesia y desde la experiencia de los fieles en contacto con esas fuentes, elabora su pensar y su hablar. Hace poco menos de 40 años, al final de los años sesenta, inicio de los ‘70 -por lo tanto en seguida al Concilio-, la Iglesia en América Latina expresa así su deseo de dar nuevos pasos en su ser Iglesia y en su quehacer teológico y pastoral: dejar de ser una Iglesia reflejo y pasar a ser una Iglesia fuente. La conferencia de Medellín, en 1968, segunda del episcopado latinoamericano, venia al encuentro de ese deseo. 2 Las Conferencias de Medellín (1968) y de Puebla (1979), además de consagrar una metodología de trabajo para la teología y la pastoral -VER-JUZGAR-ACTUAR- articulan tres ejes que serían vitales también después en las décadas siguientes: a) La propagación de la fe inseparable de la lucha por la justicia que será la opción preferencial por los pobres; b) La articulación de las bases comunitarias alrededor de la palabra de Dios creando un nuevo hecho eclesial, las Comunidades Eclesiales de Base; c) Un nuevo modo de hacer teología, que parte de la realidad y la piensa a la luz de la Escritura, posteriormente llamado Teología de la Liberación. La teología hecha en América Latina ganó mundo y fue discutida favorable o negativamente, aunque siempre con interés. Provocó respeto en Europa y Estados Unidos. Y aquí en el continente ganó credibilidad junto a las bases, a los movimientos populares, a otras fuerzas que no siendo eclesiales encontraban lenguaje e ideales comunes al comprometerse con las luchas de los más pobres. No fue, sin embargo, aprobada unánimemente. Suscitó oposición, sospecha y desconfianza, que se agudizaron en los años ‘80, con la caída del muro de Berlín. Los tiempos cambiaban, nuevos vientos soplaban, en el Vaticano y aquí. La democracia parecía florecer de nuevo en Latinoamérica, el muro de Berlín caía en 1989, el socialismo real era ya superado por nuevas propuestas y por un mundo donde las utopías parecían cosas del pasado. La modernidad y la razón potente entraban en crisis y empezaba un nuevo momento histórico, llamado –bien o mal– post-modernidad. El contexto dentro del cual se debía elaborar el discurso teológico pasó muy rápidamente a ser otro y diferente. En los últimos veinte años hemos venido asistiendo y viviendo ese cambio. Sin embargo, es importante constatar y afirmar que el deseo y la convicción fundamental que animaba a la iglesia del Continente en los años ‘60, ‘70 y ‘80 sigue. El problema de la injusticia no ha mejorado en lo más mínimo. Por el contrario, ha aumentado y hoy es mucho más grande el número de esos y esas que gimen bajo el cruel peso de la pobreza, de la miseria, de la violencia, de la exclusión. La cuestión de la justicia sigue primordial para la teología latinoamericana. El contexto donde esta teología se piensa y se dice cambió y se volvió más complejo. Nuevos elementos han sido integrados sin que desaparezcan los antiguos. A la pobreza socioeconómico-política se ha agregado, como cuestión seria e interpelante hacia la teología, la pobreza antropológica, con todas las cuestiones emergentes del género, de la raza, de la etnia, de la ecología Así se ensancha el abanico de elementos que laboran por la exclusión de muchos millares y aún millones de latinoamericanos que entran en una o más de una de esas claves de inferioridad y exclusión. Al mismo tiempo, la teología empieza a escuchar con más atención las interpelaciones que se lanzan al cristianismo histórico sobre la cuestión ecológica. Y empieza entonces a volver su atención y su labor para la estrecha vinculación entre lucha por la justicia y lucha ambiental; para la cercanía de la lucha por una vida más humana y la lucha por un mundo habitable. El campo religioso igualmente se altera. Si en Medellín y Puebla todavía se podía hablar a un Continente más o menos homogéneo, “pobre y creyente”, la Iglesia hoy se defronta con un nuevo estado de cosas. El panorama se ha hecho siempre más plural, reflejando una pérdida de hegemonía del cristianismo histórico en términos de capacidad de influencia y número de 3 adeptos. El Cristianismo histórico -y en él, el catolicismo- se encuentra en medio de esta interpelación y de esta pluralidad. La pertenencia religiosa ya no es un presupuesto conocido, sino que cada persona compone su propia “receta” religiosa, y el campo religioso pasa a asemejarse a un gran supermercado así como también a un “lugar de tránsito”, donde se entra y se sale. La modernidad no liquidó con la religión, pero ésta resurge con nueva fuerza y nueva forma, no más institucionalizada como antes, sino plural y multiforme, salvaje y aún anárquica, sin condiciones de volver al pre-moderno. El ser humano que vivió la crisis de la modernidad, o que ya nació en medio de su clímax, y ya nada en aguas post-modernas, a diferencia del adepto de la religión institucional, que adhiere a una sola religión y en ella permanece; lo mismo el ateo o agnóstico, que niega la pertenencia y la creencia a cualquier religión, es como un “peregrino” que camina por entre los meandros de las diferentes propuestas religiosas que componen el campo religioso, no teniendo problemas en pasar de una a otra, o aún de hacer su propia composición religiosa con elementos de una y otra propuesta. La teología es, por lo tanto, llamada a participar de un proyecto común donde las religiones tendrían un papel importante a desempeñar en beneficio de la humanidad como un todo. Las religiones del mundo entero parecen estar siendo convocadas, en el entendimiento de importantes pensadores de la actualidad, para aportar en la elaboración de una nueva ética mundial y no pueden abstraerse a esa convocación o ignorarla. Pero tampoco no pueden entrar en ella renunciando a aquello que constituye el fondo más profundo de su identidad. La ascensión de la sacralidad plurireligiosa no necesariamente implica en un crepúsculo de la adhesión a una religión tradicional con todas las consecuencias de allí advenidas, pero implica, sí, un constante y agudo discernimiento que hará que la vivencia de la misma fe y la reflexión sobre ella vengan a ser, más que nunca, sometidas a un discernimiento y una reflexión sobre el corazón mismo de su identidad. En ese contexto plural y cambiante, la teología latinoamericana sigue encontrando las interpelaciones y cuestiones tan serias y fundamentales que la hicieron elaborar un discurso nuevo en los años ’60 y ‘70. Pero tiene igualmente el grave deber de escuchar y volver su atención a esos nuevos desafíos, que hacen que el contexto en donde ella elabora su reflexión y su discurso se presente siempre más complejo y plural. La fuerza de la fe en Jesucristo, experiencia desde la cual surge y se configura el discurso teológico, sabrá dar a la teología surgida y elaborada en el contexto de hoy la forma y el tono adecuado para ser una respuesta convincente y consistente a las inquietudes del pueblo de Dios. Ser perita en humanidad es el compromiso que la Iglesia ha tomado después del Concilio. Seguir siéndolo es su compromiso hoy, en ese momento, en ese continente de la esperanza que, sin embargo, necesita muchísimo ver su esperanza reforzada y confirmada. Ojalá éste sea uno de los objetivos de la V Conferencia de Aparecida el próximo mes de mayo. Maria Clara Lucchetti Bingemer Decana del Centro de Teología y Ciencias Humanas de la PUC- Río de Janeiro