El discurso político como discurso retórico

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El discurso político como discurso retórico.
Estado de la cuestión.
David Pujante
Universidad de Valladolid
El marco teórico actual de los estudios sobre el discurso. El lugar de la
retórica.
En estos últimos años nos estamos encontrando, por parte de los estudiosos de cualquiera
de las manifestaciones del lenguaje (desde las variedades estándar a las más sofisticadas
construcciones poéticas), con la renuncia casi generalizada a enunciar teorías que globalicen estos
fenómenos. Posiblemente el exceso formalista del siglo, especialmente poderoso al comienzo de
cada una de sus dos cincuentenas (formalismo y neoformalismo), y el (al parecer de muchos)
escaso provecho de su balance final han inducido a un alejamiento temeroso de cualquier
explicación de tipo general. Han sido tiempos de "pensamiento débil" en Europa y su reflejo en la
América anglosajona se ha dejado notar a través del magisterio de ciertos intelectuales de
pensamiento relativista, trasvasados con éxito al otro lado del Atlántico, como es el notable caso
de Derrida. Este ámbito americano en realidad había sido ajeno a la tradición del pensamiento
teórico y personalidades como la de Chomsky (que surge a finales de los años 50; las Estructuras
sintácticas son de 1957) resultaban sin duda algo singular frente a la habitual postura del estudio
empirista, en la línea de Sapir o de Bloomfield.
La continuación europea de la línea chomskiana, a partir no del propio Chomsky sino del
punto de arranque de algunos de sus continuadores y discípulos americanos, la representó la
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conocida Lingüística textual, que frente a la tradición sentencial tomó como unidad de estudio el
texto, delimitado y definido por la coherencia textual, manifiesta formalmente en una serie de
mecanismos lingüísticos de cohesión. El grado de formalización logrado por esta teoría del texto
nos lo muestran los estudios de Teun van Dijk y J. S. Petöfi (Dijk, 1972; Petöfi, 1975). Esta línea
configura de manera especial la historia de parte de la más reciente teoría literaria en España,
debido a las aportaciones que a la teoría textual y a la teoría crítico-literaria textual han hecho dos
teóricos españoles todavía en activo, Antonio García Berrio (García Berrio, 1977: 119 ss.; PetöfiGarcía Berrio, 1979) y Tomás Albaladejo Mayordomo (Albaladejo Mayordomo, 1981, 1982).
Han sido estos mismos profesores los que han mostrado (dentro del marco de las teorías del
texto), uniéndose a las reflexiones al respecto del propio van Dijk (Dijk, 1983: 109-140), la
capital importancia de la antigua teoría retórica como venero de una actual teoría del discurso
(García Berrio, 1984; Albaladejo Mayordomo, 1989). Ninguno de ellos propone una exhumación
de la vieja teoría retórica, reimplantándola simple y directamente, ni siquiera una
complementación y perfeccionamiento (en la línea practicada por el Grupo  (Grupo , 1977 y
1987)), sino una reinterpretación actualizada de los aspectos todavía valorables de la misma, una
íntima colaboración entre retórica y poética lingüística como vía para la constitución de una
retórica general viable (García Berrio, 1984: 14, 23 ss.). Cuando en el año 84 escribe García
Berrio sus reflexiones sobre los posibles diversos modos o niveles de colaboración de los
inventarios retóricos y las disciplinas de investigación textual-literaria, ya está en plena crisis la
formalización de las ciencias humanas; pero incluso en plena crisis, consciente como es del
hecho, afirma García Berrio que "no puede dudarse de la eficacia con que la Poética formal ha
cubierto los objetivos que ha abordado [...] La clave fundamental a mi juicio de esa eficacia
reside sigue diciendo García Berrio en la profundización de la Lingüística [...] en la naturaleza
formal del lenguaje, y en su capacidad de articularlo, a diferencia de la Retórica y la Gramática
clásicas, en un entendimiento general" (García Berrio, 1984: 24).
Pero los finales años noventa poco tienen que ver con pasados años de confianza en
grandes construcciones teóricas. Si leemos hoy las aportaciones de T. van Dijk (Dijk, 1988: 215254; 1991; 1995: 17-33) podemos comprobar su abandono de aquellas pretensiones teóricas
globales. Se diría que hay una tendencia generalizada a pensar que lo más eficaz es atenerse a los
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números, a las estadísticas, a las aplicaciones. Dentro de los estudios lingüísticos, parece que se
miran entre sí con recelo los que se atienen al dato del laboratorio (fonetistas por ejemplo), al
dato de la estadística (sociolingüistas) o a la aplicación (lingüística computacional) y aquellos
otros que navegan por el etéreo mundo del análisis del discurso, perdidos entre mil disciplinas
distintas, carentes de una poderosa mecánica analítica; reduciendo su trabajo, en muchas
ocasiones, a un comentario de textos impresionista.
En lo que respecta al estudio concreto del discurso político, le es aplicable lo mismo que
acabo de exponer respecto al discurso en general. Pocas son las aportaciones con solidez teórica
que se nos ofrecen en la actualidad, aunque no carecemos de interesantes y sugeridores análisis
parciales (Ehlich, 1989; Wodak-Menz, 1990; Grewenig, 1993): estudios sobre campañas
presidenciales en los EE.UU. o algunos otros llevados a cabo en momentos comprometidos de la
política europea, como es el caso "Waldheim" en Austria (Gruber, 1991; 1993). Las más
interesantes aportaciones que conozco en el terreno de la teorización del discurso político actual y
su inserción en el marco de la recuperación retórica, llevadas a término por lingüistas o
estudiosos de la comunicación, van a ser objeto de atención en este trabajo. Conjuntamente
realizaré un análisis crítico del mecanismo retórico de construcción del discurso según las
clásicas cinco operaciones retóricas, análisis que ofrezco como mi personal aportación reflexiva a
la línea de integración actual de retórica y modernas disciplinas del discurso. Básico resulta
considerar las dificultades a la hora de definir en la actualidad con nitidez dichas operaciones,
por la dificultad de su adaptación y por las contradicciones evidentes en el desarrollo de los
tratados retóricos que han llegado hasta nosotros. Inestinable resulta para un estudio así el tratado
de Quintiliano Instituciones retóricas (Quintiliano, 1970), por su carácter de enciclopedia que
recoge todo el pensamiento de los retóricos de la Antigüedad, frente a la ausencia y carencia que
sufrimos de los textos de los verdaderos sofistas (Jaeger, 1967: 279; Solana, 1996: 15), y frente a
retóricas hechas por filósofos, con historial antirretórico, como es el caso de la Retórica de
Aristóteles (Aristóteles, 1971).
En la necesidad de aunar diferentes disciplinas (lingüística, teoría de la comunicación o
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antropología), a la hora de afrontar el estudio del discurso político, parecen ponerse de acuerdo
estudiosos de una y otra margen del Atlántico. Por una parte, tal planteamiento se muestra como
un deseo de rigor (no queriendo dejar olvidado ningún aspecto del problema), como una labor
colectiva, interdisciplinar de gran futuro; pero, por otra, tal ambición frena constantemente
cualquier intento sectorial (entendido como un atrevimiento) para lograr una explicación
globalizadora, para ofrecer una metodología efectiva.
El renaciente interés por la vieja teoría retórica es un hecho no solo en las universidades
del mundo entero (Gill y Whedbee, 1997) o en los que deberían ser naturales ámbitos de su
tradición, como los del derecho y la política, sino en otros de carácter social, organizaciones no
gubernamentales, escuelas de periodismo y hasta en los ámbitos de la economía ( McCloskey,
1990). Dicho interés podría contribuir a la superación del bache teórico, a la superación de la
incapacidad globalizadora a la que se enfrenta el final de siglo. De hecho múltiples estudios
atomizados sobre discurso político retoman aspectos retóricos como base de su trabajo, trabajo en
el que se nota el deseo de unas conclusiones generales. Son innumerables los estudios sobre
figuras retóricas y tropos en los discursos políticos. Sobre la mecánica metafórica hay importante
bibliografía actual (Chilton-Ilyin, 1993; Chilton-Lakoff, 1995; Musolff, 1995; Schäffner, 1993 y
1995; Thorborrow, 1993). Pero nadie formula una teoría nueva general sobre estos
procedimientos retóricos.
Nadie se ha puesto a elaborar un equivalente a la poderosa mecánica de construcción del
discurso que representó la vieja retórica. En parte por ignorancia: durante siglos se ha limitado el
saber sobre retórica a la operación elocutiva, y los trabajos sobre estos exclusivos aspectos con
los que encontramos en la actualidad son hijos de esa concepción lastrada, reduccionista del
complejo mecanismo retórico. Pero dejando al margen el asunto del reduccionismo secular, hoy
no es deseable hacer una exhumación de esta disciplina antigua para reemplearla tal cual. Sería
absurdo. Los discursos de hoy en día puede que en su construcción textual se asemejen a los de
antaño, pero la compleja situación creada por los medios de comunicación han convertido el
viejo entorno actuativo de los oradores en un foro múltiple, con públicos muy variados
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recibiendo un mismo discurso. Ni el perfil del orador, ni el variado nivel de los públicos que
escuchan, ni la compleja red del mundo de las comunicaciones a distancia, en los distintos países
del mundo, permiten readaptar sin más el viejo mecanismo oratorio.
Pero no sólo la ignorancia o lo inapropiado de la exhumación monumentalista de la vieja
retórica son las causas de la desatención al poderoso mecanismo discursivo-retórico. Pienso que
incluso entre los que creen en el poder de la teoría analítica y confectiva del discurso hay dudas
sobre la realización de una retórica general moderna. Posiblemente lo costoso de su construcción
no compense los logros que se deriven de tan magna tarea. Estamos acostumbrados en este siglo
al desajuste entre idea y objeto dentro de la obra de arte. Todas las vanguardias nos han
acostumbrado a valorar la intención del autor por encima de su realización. Muchas veces la idea
ha sido lo interesante, careciendo de interés llevarla a término (Eco, 1970: 157 y ss.). Esta misma
concepción vanguardista ha inspirado el proceder de los viejos filólogos, convertidos a lo largo
de este siglo más en teórico, en poetólogos, que en críticos. Es el siglo de los formalismos, es el
siglo de la lingüística. Quizás sólo un espíritu así podía propiciar la tarea de la actualización
retórica. Pero semejante espíritu precisamente casi está perdido a finales del siglo XX.
Posiblemente la realización de una nueva retórica general quede también en una magnífica idea
no llevada a término.
Hay otros muchos problemas que impiden hoy una actuación conjunta en pro de una
teoría general. Los trabajos que nos llegan de la América de habla inglesa carecen del carácter
crítico que requiere todo estudio sobre un discurso ideológico, como es el discurso político. La
ausencia en su entorno cultural y universitario de la figura del intelectual los incapacita para ello.
Más bien tendríamos que ceñirnos al ámbito europeo cuando queramos contar con ese importante
factor. Sin embargo, dejando aparte la tradición empirista, en algunas universidades
estadounidenses han realizado su labor importantísimos nombres que lo son sin duda para la
reformulación actual del fenómeno sofista y del significado del homo rhetoricus (Fish, 1992).
Estas aportaciones, nacidas del relativismos cultural encabezado por el filósofo Derrida, no
podríamos obviarlas ni siquiera en un trabajo como éste, de un carácter muy distinto, y ello
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precisamente por la incidencia que tales aportaciones tienen en la redefinición de las operaciones
retóricas.
El discurso político actual y su caracterización retórica.
Según el conocido texto de la Retórica de Aristóteles que clasifica los discursos oratorios
(Aristóteles, 1971:1358a37-1358b8), todo discurso consta de tres elementos básicos, que son el
emisor (la persona que habla), en primer lugar, y otros dos elementos que aparecen considerados
desde el punto de vista de ese primer elemento: el asunto sobre el que habla el emisor y la(s)
persona(s) a quien(es) habla de dicho asunto. Aunque Aristóteles no lo lleve a sus últimas
consecuencias, hemos de decir que aquello sobre lo que se habla y la manera de atender y de
entender al oyente vienen teñidos inevitablemente por el carácter del emisor. Esta relación
dependiente no debemos olvidarla, dada la importancia que adquiere la imposibilidad de
considerar por separado estos elementos del discurso.
Siguiendo con el texto aristotélico (nadie mejor que Aristóteles cuando de construcciones
clasificatorias se trata), el filósofo nos dice que el fin del discurso oratorio se refiere al receptor u
oyente. Y es precisamente fijándose en el receptor u oyente que realiza su división en discurso
deliberativo, discurso demostrativo y discurso judicial. Clasificación que va a aparecer a partir de
entonces en la mayoría de los tratados de retórica que se hagan. Para Aristóteles, si los oyentes
son simplemente espectadores que juzgan sobre la habilidad de un orador, nos encontramos ante
un discurso demostrativo, sea laudatorio o de vituperio. Es el tipo de discurso que prevaleció
cuando el discurso oratorio perdió el sentido político que había tenido en la democracia ateniense
o en la república romana (Marrou, 1985). Desaparecida su relación con el gobierno de la polis, el
discurso reduce su razón de ser a la habilidad que despliega un conferenciante para admirar a su
público a la hora de exponer las excelencias de cualquier tema, literario, cultural en general o
incluso nimio (pues se puso de moda la defensa de pequeños asuntos, algo similar a si hoy
construyéramos un discurso defendiendo las excelencias del pañuelo de papel, la excelencia del
kleenex).
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Cuando los oyentes son árbitros del discurso, puede suceder que juzguen sobre cosas ya
sucedidas, del pasado; o bien que decidan sobre cosas futuras. En el primer caso, cuando nos
encontramos con un discurso realizado con la finalidad de que un juez o unos jueces decidan a
favor de nuestra manera de ver cierto asunto del pasado, estamos realizando un discurso judicial.
Son los discursos que se realizan habitualmente en los tribunales de justicia, los que más
tradición retórica tienen. Es precisamente el tipo de discurso que estudia Quintiliano por extenso
(Quintiliano, 1976: III.9; Quintiliano, 1976a: IV, V; Quintiliano, 1977: VI).
Cuando hay que decidir sobre asuntos futuros que afectan a las sociedades democráticas o
a ciertos individuos que integran esas sociedades en las que discursos de esta índole son posibles,
desde la grave decisión de participar en una guerra a la mínima decisión de subir una peseta la
gasolina, nos encontramos ante lo que Aristóteles llama discurso deliberativo (o también
conocido como discurso suasorio).
Podemos decir a la vista de esto que los discursos políticos pueden ser de los tres tipos.
Tres tipos que no son clasificaciones puras, sino que pueden dar origen a distintos discursos
híbridos. Es la tipología que se seguirá en la tradición retórica y que plasmará en su tratado
recopilador de dicha tradición Quintiliano, siguiendo a Cicerón (Cicerón, 1985-1971 y 1964).
Para Quintiliano los géneros del discurso retórico, genera causarum, son también el género
laudatorio o demostrativo
("quo laus ac uituperatio continetur"; III.4.12), del griego
encomiástico () y epidíctico (); en segundo lugar, el género
deliberativo, y finalmente el género judicial ("alterum est deliberatiuum, tertium iudiciale";
III.4.15). Pero no se plantea en el texto de Quintiliano esta división desde la exclusiva perspectiva
del tipo de oyente, de las especies de oyente; pues nos dice Quintiliano que hay quienes opinan
que alabar es la materia del laudativo; lo útil, la persuasión para conseguir algo bueno, es materia
del deliberativo (también llamado "suasorio"; II.10.1); y lo justo es materia del judicial (Pujante,
1996). Pero todos los géneros se ayudan mutuamente: "Stant enim quodam modo mutuis auxiliis
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omnia; nam et in laude iustitia utilitasque tractatur, et in consiliis honestas, et raro iudicialem
inueneris causam, in cuius non parte aliquid eorum, quae supra diximus, reperiatur" (III.4.16).
Siguiendo a Aristóteles, Albaladejo Mayordomo hace una clasificación retórica de los
discursos políticos actuales. Así pues (teniendo en cuenta el carácter, bien de mero espectador o
bien de juez, que puede tener el oyente, en cosas políticas pasadas o futuras), nos dice que los
discursos electorales y los discursos parlamentarios en general pertenecen al género deliberativo
(los oyentes toman decisiones sobre asuntos futuros). En el caso de los discursos parlamentarios
de carácter conmemorativo, estamos ante discursos del género demostrativo. Pero tampoco
podemos olvidar los discursos parlamentarios en los que los oyentes tienen que decidir a
propósito de cosas pasadas (Albaladejo, 1996). En este último caso nos encontramos ante el más
desarrollado, según la tradición estudiosa, de los géneros retóricos: el judicial. Y en él entrarían
discursos como el anual debate sobre el estado de la nación, donde se enjuicia la actuación
pasada del gobierno. Se puede observar, en el análisis de los discursos que constituyen los
debates sobre el estado de la nación, que suelen seguir el esquema propuesto por la tradición
retórica para los discursos judiciales. Parte del Proyecto de Investigación Análisis del Discurso
Público (ADPA) recogido en Informe sobre Recursos Lingüísticos para el Español (II). Corpus
escritos y orales disponibles y en desarrollo en España, Instituto Cervantes, 1996, p. 74 ,
proyecto que nos ha subvencionado la Xunta de Galicia, durante cuatro años, a unas serie de
profesores de Lingüística y de Teoría de la Literatura de la Universidad de La Coruña (XUGA
10402B96), se ha ocupado del estudio de las estructuras retóricas de los discursos políticos en la
actual democracia española, y ha fraguado en trabajos como "Discurso político en la actual
democracia española" (Pujante-Morales, 1996-97: 39-75), cuya primera versión se presentó en el
5th International Pragmatics Conference, México, julio de 1996.
El carácter complejo del conjunto de oyentes de un discurso político, entre los que se
pueden y se suelen hallar receptores de distinta índole, hace distinguir a Albaladejo entre
persuadir y convencer (Perelman-Olbrechts-Tyteca, 1989; Albaladejo, 1994 y 1996). El orador
procura persuadir a los miembros de las asambleas políticas (para que actúen en consecuencia) y
convencer (hacer creer, sin el inmediato, subsiguiente proceso actuativo, por carecer en ese
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momento de poder decisorio) a los otros miembros de la sociedad que lo escuchan para que
cambien su modo de opinar. Con esta distinción de Albaladejo se atiende al complejo conjunto
de receptores, a ciertas diferencias entre discursos políticos (discurso parlamentario/discurso
electoral) y a ciertas estrategias discursivas que estudiaremos en el último apartado de este
trabajo. Debemos, sin embargo, evitar con esta distinción el peligro de perpetuar la vieja
diferencia, de origen filosófico, entre filósofos y sofistas: los sofistas persuadían con añagazas
sin necesidad de convencer con razones (Romilly, 1997; Romilly, 1997a: 92 ss.; Solana, 1996: 15
ss.). Hay oradores, nos dicen los viejos filósofos, que inducen a actuar sin convencer
razonadamente. Tras este planteamiento filosófico, para el descrédito de los sofistas, se halla el
problema irreductible de la concepción filosófica (homo seriosus) frente a la retórica (homo
rhetoricus) (Fish, 1992: 273 ss.; Pujante, 1996: 30-34). Quintiliano, cuando trata de la definición
de la retórica con base en la persuasión, ya se da cuenta de las limitaciones filosóficas de la
definición aristotélica (Quintiliano, 1976, II: 78, n. 2; Aristóteles, 1971: 10 y n. 20). Dice que la
definición aristotélica de retórica es que "la retórica consiste en inventar razones acomodadas
para persuadir" ( Rhetorice est uis inueniendo omnia in oratione persuasibilia ; II.15.13). Esta
limitación al ámbito inventivo (único lugar del significado) y el propio carácter de la definición
(utilitarista pero no relativizadora) demuestran el punto de vista filosófico con que Aristóteles
afronta la retórica. La reticencia de Quintiliano para con Aristóteles es importante, porque con
ella nos hace ver, por una parte, el conflictivo asunto de la base persuasiva (clave de la lucha
encarnizada de los filósofos contra los sofistas); y por otra, creo que también apunta su
concepción compleja del mecanismo retórico, englobadora de todas las operaciones retóricas en
la consecución del significado; concepción que el propio Quintiliano tenía como la apropiada al
homo rhetoricus que pretendía ser (aunque en contradicción consigo mismo a veces).
Ideología y discurso político. Las complejidades de la operación llamada
inventio.
Si hemos de hacer un estudio sobre el discurso político y su relación con la mecánica
retórica, se impone comenzar por el más peliagudo de los problemas: la ideación del discurso.
Incluido en el complejo problema que entraña redefinir la operación inventio (de lo que me
ocuparé inmediatamente), es fundamental atender a la relación entre ideación e ideología. Ni
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siquiera al ciudadano más ajeno al juego político se le suele escapar que los hechos, cuando
aparecen en el discurso de un político, están teñidos de una interpretación ideológica
inevitablemente. No afronta nadie (político de profesión o no) los hechos del mundo de una
manera neutra, porque no puede. Esta imposibilidad ya quedaba de manifiesto en la retórica
antigua, donde el problema ideológico no aparecía planteado de manera explícita, pero era
deducible del pensamiento relativista del homo rhetoricus, dispuesto siempre a situar el sentido
de las cosas en unos parámetros variables de espacio y tiempo. Para dicha retórica clásica la
razón misma del discurso la constituía la existencia inicial de un vacío (el caótico estado primero
de los hechos), es decir, una necesidad de interpretación; y en la interpretación se inyectaba
inevitablemente una personal manera de ver el mundo. Cuando Quintiliano nos habla del género
judicial, nos dice que las causas a tratar se encuentran en un estado determinado (podemos
dudar de que existan, podemos ignorar qué son, cómo son). Solo la construcción discursiva que
llevan a término las dos operaciones siguientes a la inventiva, la dispositiva y la elocutiva,
permitirá dar un sentido a los hechos, dictaminar sobre la existencia o no de una causa, su
definición y sus condicionantes.
Tratemos primero de la dificultad de redefinir la inventio (de la imposibilidad de entender
la invención como la simple fragmentación de una parcela del mundo a intensionalizar, así como
de la imposible consideración de manera independiente de las tres primeras operaciones retóricas
en una lectura actualizada de la tratadística recepta); tratemos del discurso como construcción
interpretativa de los hechos de origen; y hablemos especialmente de las aportaciones que a este
respecto se han hecho recientemente en los estudios del discurso político, donde se hace
inevitable el estudio sobre la ideología.
Es importante llegar a un acuerdo actual sobre el significado de una operación tan
compleja como la inventio. Lo que tradicionalmente se ha considerado como la búsqueda de
ideas y argumentos apropiados al esclarecimiento de una causa, presuponiendo la existencia de
un referente cuyos elementos constituyen antes de su intensionalización textual una organización
de sentido, no resulta tan evidentemente simple. El traslado desde lo extratextual a lo textual no
es cuestión exclusivamente de reorganización del contenido extensional en contenido textual o
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textualizado, hay un cambio sustancial en el hecho mismo de crear un texto a base de un referente
extratextual; hay un proceso de construcción de significado al confeccionar un texto, porque todo
discurso sobre cualquier aspecto del mundo es una interpretación del mundo. Y elimino cualquier
referencia a mundos imaginarios, porque nos movemos aquí en el discurso práctico de la polis, el
discurso retórico.
Las palabras de Quintiliano al hablar de la operación inventio "in ea modo inuenienda"
(Quintiliano, 1976: III.1.1; Quintiliano, 1976a: V.10.54) son traducidas por Cousin al francés, por
Butler al inglés, por Pérez i Durà al catalán como "método para encontrar" los materiales del
discurso. (Igualmente en la reciente traducción de Ortega Carmona; Quintiliano, 1996: 315).
Efectivamente el término latino inventio significa la acción de encontrar, de descubrir; y también
significa inventar. Una traducción latinizante, directa, llena de escollos es precisamente la de
inventar, pues inventar en castellano es ambiguo. El inventor es una persona que da con el
método para utilizar las leyes de la naturaleza de una manera antes no tenida en cuenta por nadie
(así Edison con la electricidad), pero también se considera inventor a quien crea de la nada
(aunque, es eso posible?).
Nos da luz sobre el sentido de la operación inventio la reflexión del propio Quintiliano
sobre la llamada por algunos sexta parte de la retórica, el iudicium. Relacionado por algunos
rétores con la inventio, porque se comienza por inventar y después se juzga, Quintiliano dice que
no cree que se pueda inventar sin juicio. De los argumentos que son inconsistentes, de doble filo,
estúpidos, se dice que no se han evitado y jamás que se hayan inventado. El juicio no puede
quedar ajeno a la inventio, consiste en la decisión de incluir o eliminar determinados argumentos.
Una decisión de este tipo entraña un diseño interpretativo, una selección de lo que parece
pertinente más bien que un encuentro con las cosas.
Para complicar más el perfil de esta primera operación retórica aparece su inevitable
ligazón con las operaciones dispositio y elocutio. Si los hechos del referente hay que
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interpretarlos haciendo un texto, un discurso que nos ofrezca el sentido de todo eso, la manera en
que iluminemos semejante caos originario, los énfasis que hagamos en unos aspectos o en otros,
pasan por las dos operaciones subiguientes a la inventio.
Si pretendemos aplicar la retórica clásica a un actual estudio del discurso político se hace
inevitable su relación con los estudios sobre ideología. Si construir un texto sobre unos hechos
determinados es constituir un acto interpretativo, los aspectos ideológicos, las creencias
personales no pueden quedar al margen. Pensemos en diferentes aspectos de la sociedad que
conformamos. Un texto científico sobre cualquier asunto químico-físico no puede evitar en
nuestros días fraguarse sobre el átomo, sobre su fisión y su fusión. Un texto sobre astronomía
tendrá en su base el concepto de agujero negro. Un texto sobre medicina se construirá sobre la
actual concepción del cuerpo humano. Cualquier referencia a la piedra filosofal de los
alquimistas, a los distintos cielos de la configuración ptolomeica y a los humores del cuerpo de la
medicina antigua nos hará sonreir. Igualmente resulta fácil comprender la importancia de la
ideología y las creencias en el terreno de la moral.
Cada ciencia, cada moral, cada religión, cada parcela del mundo en suma, se construye en
cada época sobre expresiones típicas, sobre metáforas especiales. Una vez más nos sale al paso el
entrelazado inevitable entre ideación y constitución discursivo-textual. Hablaremos en su
momento de las metáforas arquetípicas. Como nos dice van Dijk: "The semantic operations of
rhetoric, such as hyperbole, understatement, irony and metaphor, among others, have a closer
relation to underlying models and social beliefs" (Dijk, 1995: 29). Esto hace que sea inseparable
el acto inventivo de los actos dispositivo y elocutivo.
Ni Quintiliano ni ningún retórico de la Antigüedad tienen un equivalente a la expresión
"the semantic operations of rhetoric" para referirse a empleos o creaciones tropológicos. La
semántica parece reducirse a la operación inventiva, en una interpretación simplista del proceso
constructivo del discurso retórico (interpretación, por lo demás, apoyada en la larga exégesis que
los siglos posteriores han hecho, de la tratadística recepta, hasta llegar a nuestros días). Como nos
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hacen ver García Berrio y Albaladejo Mayordomo, las operaciones retóricas implicadas en la
consstrucción del texto del discurso (inventio, dispositio, elocutio) son sucesivas en el estudio
teórico de la retórica, pero simultáneas en la realidad constructiva del discurso, en la práctica
discursiva. Habría que añadir que no solamente son simultáneas en el acto confectivo sino que se
interrelacionan inevitablemente, se complementan, se construyen mutuamente. Esa porosidad
hace que lo inventivo sea lo que es, en función de las soluciones elocutivas por las que optemos.
Así, una metáfora racista o machista decide mucho en el ámbito inventivo de un discurso que
trate sobre el problema de los negros o que se desenvuelva en el campo del feminismo. Esas
metáforas amargas, deshumanizadoras, marginadoras son operaciones semánticas, operaciones en
estrecha relación con la inventio. Pero el tratamiento concreto del mecanismo metafórico lo
ampliaremos en el apartado siguiente.
Los recientes estudios sobre retórica que nos llegan del ámbito de la comunicación
inciden en el carácter constructivo del significado por medio del discurso retórico. Hacen
hincapié en el personaje retórico, en la audiencia implicita (de la que hablaremos en el último
apartado de este trabajo), en el entendimiento del contexto y en las ausencias en el texto. Casi
todos estos procedimientos nos los encontramos en la retórica tradicional, con nombres similares
o diversos, pero en un nivel que aparenta ser ajeno a la construcción del significado. Hoy esto es
ya imposible. El problema, contenido globalmente en la reinterpretación del sermo ornatus, va
más allá de la consideración de un lenguaje especial, distinto, transracional, dialecto potenciado
del estándar; porque implica la configuración a través del lenguaje de un modo de entender el
mundo. Lo que está ante nuestros ojos cobra un sentido a través del discurso que nos construimos
para hablar de ello, para saber qué es, cómo es, en qué condiciones está. El status de las cosas nos
lo explica el discurso que las trata. Veamos cómo en los estudios recientes, por una parte, los
procedimientos retóricos constitutivos del discurso difícilmente se pueden adscribir a una sola de
las operaciones retóricas; y por otra, cómo se estudian dichos procedimientos en relación con la
constitución del significado.
El análisis moderno de los textos de carácter retóricos se detiene en la consideración de la
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persona retórica, es decir la creación de un personaje que dice el texto retórico, como sucede en
muchos casos de ficción literaria. Mann cuando crea el Doktor Faustus o Proust cuando crea À la
Recherche configuran unos personajes (Serenus Zeitbloom, Marcel) que cuentan la historia,
siguiendo la tradición de Cervantes en el Quijote. Algo similar sucede en los discursos retóricos.
Se crea un personaje retórico con unas características determinadas que aparece como la boca de
la que sale el discurso, discurso que queda impregnado de dichas características, anulándose así
la persona real que está en la base de todo. No es cuestión de reducir a un juego ficticio esto.
Tampoco se reduce el entendimiento de esta estrategia discursiva a la vieja onomatopeya de
carácter teatral, presente en la tratadística recepta y relacionada con la catarsis. Muchas veces el
personaje creado al constituir la persona retórica no es sino el modo como quiere verse reflejado
en su auditorio el propio emisor del discurso. Tenemos textos de políticos en los que aparecen
ante sus conciudadanos como víctimas de unas circunstancias, en otras ocasiones aparecen como
vigorosos líderes. Este plantel de voces no tiene los mismos registros para todos los seres
humanos. Un presidente de los Estados Unidos tiene una gran gama de posibilidades para
construir su personaje retórico. No así una persona perteneciente a un grupo minoritario,
oprimido, no considerado socialmente. Tiene en su caso gran dificultad para encontrar una voz
reconocible como legítima (Foss, 1987; Gill y Whedbee, 1997: 166). La construcción del
personaje retórico trasciende en ocasiones el ámbito concreto del discurso político,
configurándose como un almohadillado para el mismo. Cuando Clinton se siente acorralado por
el caso Lewinsky, constituye a la contra un personaje amante de lo que se entiende por más
netamente americano, y así lo hemos podido ver últimamente en una imagen entrañable tocando
con cierto encanto el saxo junto a un prestigioso pope del jazz.
Se habla también del entendimiento del contexto como elemento básico del análisis del
texto retórico. Se dice que un tipo de conciencia, como la feminista, se crea en el cuerpo de un
discurso (Carlson, 1992). El texto nombra el contexto, y con ello le da existencia. Existencia en
el sentido de que nada que carezca de nombre existe. De nada de aquello en lo que antes no
hayamos reparado, y en consecuencia nombrado, se tiene conciencia de que exista. Qué duda
cabe que el cuerpo humano es una geografía más rica y llena de matices para un conocedor y
estudioso de la anatomía que para cualquier otra persona. Parcelado el todo continuo de la
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realidad, se tiñe de interpretaciones de todo tipo. Unas partes gustan, otras no. Unas parecen
dignas, otras no. Se construye una manera de ver el cuerpo, sus partes y su nobleza. Con todo es
por igual. Pero la operación de nombramiento del mundo (contexto) puede seguir: puede operarse
una renominación. Con los tiempos cambian las miradas de los humanos.
En esta misma línea podemos hablar de las ausencias en el texto retórico. Los silencios.
Un ejemplo que ha interesado en este sentido en los Estados Unidos ha sido el tratamiento que la
televisión hizo de las informaciones sobre la Guerra del Golfo (Reese y Buckalew, 1995). Los
ejemplos de este tipo aparecen casi todos los días en la televisión. Uno de los más llamativos y
recientes (por poner un ejemplo español) fue el distinto tratamiento que hicieron ciertas cadenas
privadas frente a televisión española (sobre todo la primera de televisión, TVE-1) del conciertohomenaje (10 de septiembre de 1997) a Miguel Ángel Blanco, el joven Diputado del Partido
Popular asesinado en el País Vasco . Mientras que en las informaciones de Canal + y de Antena 3
se destacaban los incidentes fascistoides de dicho concierto: pitadas al cantante Raimon por
utilizar el catalán (variante valenciana), al actor José Sacristán por leer un texto de Brecht, y
también se criticaba la ausencia de ciertas organizaciones que han trabajado mucho sobre este
problema frente al improcedente protagonismo desplegado por el gobierno; en TVE-1 se
silenciaban estos incidentes y las críticas al gobierno, y se ofrecía simplemente la crónica de un
acto reivindicativo por la paz y la libertad.
Los silencios (ausencias) no debemos entenderlos unilateralmente como omisiones. Si no
hablamos de algo, posiblemente se debe a que no lo consideramos relevante y no necesariamente
a un deseo de escamotearlo (aunque sí que sea habitual esto último en los medios de
comunicación). A la inversa y contra el silencio, el texto retórico se erige en el origen de la toma
de conciencia respecto a asuntos que fuera, extratextualmente, no son estimados; con lo que
forzamos al lenguaje a decir lo que hasta entonces o bien simplemente no expresaba o no lo hacía
al menos con nitidez, quizás porque hasta ese momento la sociedad no se había sentido con la
necesidad perentoria de expresarlo (entendimiento del contexto). El texto retórico, pues, no
hemos de considerarlo una vez más, y como en una demasiado larga tradición, simplemente lugar
15
de estrategias manipuladoras. Sin duda encierra las dos caras de la moneda. Pero, con un deseo
esclarecedor o manipulador, lo importante es que el texto retórico construye un convincente
sentido al caos primero ( existe o no existe causa, es de un tipo determinado, hay o no hay culpa
en el ejecutor?) al que nos enfrentamos con el hecho de crear dicho discurso. Sin embargo esa
construcción no puede ser algo puro, pues siempre se parte de unas creencias y de unos valores
sociales con los que nosotros, los constructores de discursos, estamos a nuestra vez construidos:
la episteme de Foucault, las configuraciones que dan lugar a las diferentes formas del
conocimiento empírico (Foucault, 1968: 7). No quiere decir esto que estemos maniatados. Como
manifestó Paul de Man, el discurso retórico precisamente se caracteriza por ser el lugar en el que
se muestran las contradicciones del logocentrismo, un espacio de luces y sombras, de ceguera
pero también de vislumbre, donde se critican los límites que la episteme de una época impone a
los discursos nacidos de ella. El discurso retórico es, frente al resto, un discurso autorreflexivo.
Es el discurso más libre y el más inteligente (Man, 1990: 15 ss.). Por el hecho de ser un discurso
abierto, con una validez temporal sometida siempre a revisión, asomado a la dialéctica, hijo de un
espacio y un tiempo que cambiando modificarán también su validez, es el más interesante de los
discursos, cercano en su labilidad (en el sentido de polivalencia) al discurso literario.
La propia construcción argumentativa (lo que los filósofos metidos a retóricos han
considerado como el mejor modo instrumental para la consecución de la verdad) revela la
existencia en todo discurso de unas creencias y unos valores que son comunes a toda la sociedad
(Eemeren, Grootendorst, Jackson y Jacobs, 1997; Olson y Goodnight, 1994). Es el caso, poe
ejemplo, de los entimemas, los silogismos abreviados (Martin, 1974:101; Pujante, 1996: 80), tal
y como nos lo recuerdan Gill y Whedbee: "It is 'abbreviated' because it omits a premise: the
audience creates coherence in the incomplete argument by consciously or unconsciously
supplying the 'missing link' from the premises in their own belief system" (Gill y Whedbee, 1997:
171).
Cuando estos argumentos incompletos no funcionan, se debe a que la audiencia no asume
la premisa intermedia, ausente, y el argumento es recibido como algo incoherente. Con la
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construcción de entimemas (que implican presuposiciones siempre) muestra un orador los valores
y creencias de la sociedad a la que pertenece o del grupo social en el que está inserto. Pero los
límites epistemológicos dentro de los que los silogismos abreviados funcionan son un sistema de
creencias y valores que precisamente consiguen romperse en el ámbito del discurso retórico, ya
que este tipo de discurso permite crear expectativas distintas respecto a cualquier tipo de sistema
establecido. Quiero decir que se da en todo discurso retórico una asunción de valores y creencias
sociales determinados y a su vez la posibilidad de una crítica sobre los mismos.
Podemos construir un entimema basado en un prejuicio racial contra los gitanos del tipo:
Fulano es gitano.
Por tanto, Fulano es un ladrón.
La premisa omitida, Todos los gitanos son unos ladrones, ya no funciona en ciertos
sectores de la sociedad; si bien es cierto que cualquier español consideraría coherente el
razonamiento y lo entendería (lo compartiera o no), porque dicha premisa aún pertenece al
sistema de valores de nuestra sociedad. Pero hoy en día no resultaría uniforme la respuesta a este
entimema, ya que el valor que representa está en entredicho; y en consecuencia su aparición en un
discurso (aunque siempre sería coherente y cualquier español supliría con facilidad la premisa
omitida) puede entrañar matices muy complejos. Según el uso que se haga de un entimema de
este tipo, de inmediato se sabrá a qué grupo ideológico social pertenece quien hace tal
argumentación. No basta, pues, con considerar la aparición pura y llana del entimema, habría que
valorar también otros aspectos, como los de actio, para que el análisis fuera correcto. Puede, por
ejemplo, emplearse el argumento con socarronería o de manera reticente, dando a entender lo
contrario de lo que en realidad se está diciendo.
Los valores y las creencias varía mucho más en el terreno político que en el moral, en el
religioso o en el social en general, aunque los grupos políticos están relacionados con ideologías
17
siempre. Las muy cambiables apreciaciones que la sociedad hace de las actuaciones diarias de
partidos o líderes permiten construir una serie de entimemas lábiles, es decir, frágiles, caducos,
poco estables, que en cuestión de meses o a lo sumo un año ya no tienen validez alguna. Estos
cambios tan rápidos convierten los análisis políticos de la prensa diaria en discursos igualmente
envejecidos, sin valor e incluso incoherentes en un espacio de tiempo record. Basta asomarse al
caso Marey como culminación actual de la pendulante valoración de la ética socialista para
encontrarse en diarios y revistas, telediarios y tribunas de opinión política con una serie
abundante de ejemplos de estos silogismos abreviados que presuponen valoraciones absolutas
sobre el felipismo que hace unos años eran impensables salvo en posiciones políticas
radicalmente enfrentadas al partido socialista.
La elocutio. Los actuales estudios sobre tropos y figuras retóricas en el
discurso político.
Podemos decir que (fieles a la vieja tradición que reduce lo retórico a la exclusiva
operación elocutiva) aún siguen en la actualidad centrándose gran parte de los estudios sobre
retórica y discurso político en el análisis de los tropos y figuras. Pero no es posible ya por más
tiempo desestimar la dificultad que entraña la neta diferenciación entre las tres primeras
operaciones retóricas. Los más recientes estudios sobre la metáfora (Lakoff, 1987; Lakoff y
Johnson, 1980; Chilton y Lakoff, 1995) sugieren que la metáfora juega un mayor papel en la
retórica que el de mero aditamento ornamental al texto (Gill y Whedbee, 1997: 172-173). Sobre
la crítica al concepto clásico de plus ornamental me extiendo ampliamente en mi libro sobre
Quintiliano, al que remito para la interpretación que nos ha legado la tradición filológica, incluso
la más reciente: la de Cousin, Ullmann y Lausberg entre otros (Pujante, 1996: 123 ss; 145 ss.).
Se centran muchos estudios actuales en el análisis, como decíamos, de los tropos y las
figuras retóricas. Especialmente en el estudio del lenguaje metafórico del discurso político actual.
Son metáforas que se emplean para despreciar al enemigo (así Bush hablando de Saddam
Hussein como un "Hitler"; o ciertos políticos conservadores hablando de los políticos de la
izquierda como "cabezas de chorlito"; Dijk, 1995: 30). En esta misma línea, Campmany, en el
18
ABC del 31 de julio de 1998, se refería al "ectoplasma flotante de Felipe González" (Campmany,
1998: 17). Pero también se estudia el empleo metafórico con otras finalidades: funciones
ideológicas como la construcción de Europa (las metáforas arquitecturales estudiadas por
Schäffner; Schäffner, 1993), los diferentes modos de afrontar los gobiernos y la prensa el
problema de los refugiados y de los inmigrantes (en este contexto se dan habituales metáforas de
fluidos para enfatizar estos movimientos; Dijk, 1988). O bien cuando se hace uso de metáforas
para afrontar temas para los que la sociedad se muestra tan sensible como el de la seguridad en la
calle o la seguridad y las relaciones internacionales (Thornborrow, 1993).
El plantamiento actual de los tropos y figuras en los analistas del discurso se diferencia
profundamente del de la vieja retórica. Para aquélla, el inventario de tropos y figuras retóricas era
un conjunto de procedimientos para embellecer el discurso. Al menos así ha sido considerado en
la tradición interpretativa de lo que, con término acuñado por Albaladejo, podemos denominar la
retorica recepta (Cousin, 1936; Ullmann, 1927; Martin, 1974; Lausberg, 1966-68); a pesar de
que se han alzado voces en busca de una mejor perfiladura de esta grosera interpretación, con
base en el cambio radical que propiciaron los formalismos respecto a la visión de la lengua
literaria (García Berrio, 1973: 111; García Berrio-Hernández, 1988: 71 y ss.; Albaladejo
Mayordomo,1989: 128; Pujante, 1996: 119-124 y 144-150).
Van Dijk habla de operaciones retóricas de carácter semántico considerando así las
hipérboles, los eufemismos, la ironía, la metáfora. Sin duda se refiere al hecho, por todos
reconocido, de su procedencia del estudio retórico. Son retóricas porque proceden del viejo y
consolidado inventario de tropos y figuras retóricas; son retóricas porque la retórica fue la
primera en ponerles nombre y en categorizarlas; pero más allá de esa comunidad, resulta
impensable unir bajo un mismo recuadro el eufemismo y la metáfora. Y también es imposible
hacer cuadrar la denominación "the semantic operations of rhetoric" con las tradicionales
operaciones retóricas. Colocados en la tradición, no sabríamos bien a qué lugar reducir lo
semántico o bien por dónde repartirlo equitativamente. Las operaciones a las que se refiere
denominándolas así son una serie de procedimientos elocutivos según la vieja concepción de la
19
retórica. Procedimientos de ornato; procedimientos desentendidos (si no totalmente, casi) de los
aspectos semánticos. Ciertamente van Dijk las denomina retóricas por no tergiversar la tradición
y lo vemos con toda claridad cuando más adelante, en este mismo trabajo habla de "retórica
contemporánea": "Similar tendencies may be observed in the contemporary rhetoric of the rightwing press when it writes about immigrants, minorities, refugees or white anti-racists" (Dijk,
1995: 29).
Por otra parte van Dijk observa algo que no aparece en los tratados retóricos que han
llegado hasta nosotros. La relación entre esas construcciones retórico-discursivas y los modelos
subyacentes y las creencias sociales de quienes las llevan a cabo. El problema de la
determinación del alcance de la operación inventio se complica. Si la invención, como habíamos
dicho en apartado anterior, unida al juicio, es una selección de argumentos y una coherente
interpretación de los hechos que se refleja en el discurso a través de las operaciones propiamente
discursivas que son la dispositio y la elocutio, el problema de la interpretación de los hechos, del
diseño interpretativo del caos de la realidad, no es algo simple. Tras la interpretación que
pretendemos como camino de comprensión del mundo, como verdad en un tiempo y en un
espacio, existe un inevitable conjunto de modelos subyacentes, de creencias sociales que nos
complican la visión escueta, limpia, neutra de los hechos a interpretar. Lo tratamos ampliamente
en otro lugar de este mismo trabajo.
Es básico, es imprescindible, el estudio de la relación entre ideología y discurso,
porque no es que se inocule una ideología determinada en el discurso, es que el
discurso se construye, de manera inevitable, ideológicamente; y las
manifestaciones tropológicas son un excelente campo de observación al respecto.
Un ejemplo que recuerda van Dijk, y que se ha hecho paradigmático, es el del
lenguaje del fascismo en su vertiente nazi. Uno entre otros. La propaganda nazi
asoció a los comunistas, a los judíos y a otras etnias y minorías sociales con
animales sucios o asquerosos (Ehlich, 1989). Más aún, el lenguaje nazi
desnaturalizó la lengua alemana, como no dudaba en decir Steiner ya en 1959
20
(Steiner, 1990: 133). Según él, el nazismo encontró en el idioma lo que
necesitaba para articular su salvajismo. Naturalmente una lengua se vuelve
máquina perversa no sólo por un uso metafórico del tipo antes señalado, sino
cuando se le da de tal manera la vuelta a la expresión que se utiliza para
denominar luz a la oscuridad y
victoria a lo que es un desastre. No es de
extrañar que luego se hagan imprescindibles poetas como Paul Celan, difícil de
entender fuera de su ámbito y el momento en que escribe su poesía.
Esta tendencia retorizadora explícita del lenguaje ha permanecido vigente en los escritos
de la derecha. T. A. van Dijk los ha estudiado en la prensa conservadora británica de 1985 (Dijk,
1991). Y es posible encontrarla en la derecha española actualmente. Hemos de aclarar que llamo
ahora retorización explícita a la aparición en el discurso de ciertos procedimientos retóricos
evidentes, reconocibles como hijos de la tradición retórica parlamentaria decimonónica. Quizás
con evocar un nombre evite muchas explicaciones: Castelar.
En el discurso de la reciente derecha española podemos observar que se desatiende la
construcción del discurso en sus partes (la articulación en exordio, narración, partes
argumentativas y conclusión) para centrarse en los aspectos elocutivos. Hemos hecho un estudio
comparado entre la intervención de Felipe González y la réplica de José María Aznar, en el
Debate sobre el Estado de la Nación de febrero del 95 (fecha clave, bisagra importante en la
política española actual), y hemos observado que el discurso de González, muy retórico por lo
demás, está sin embargo desprovisto de aparato tropológico y figural, mientras que el de Aznar se
remacha con todo tipo de imágenes y especialmente metáforas (Pujante- Morales, 1996-97: 5158). El discurso de la derecha, en el Parlamento o en los comentarios políticos de la prensa diaria
(remito al artículo antes referido de Campmany), suele estar impregnado de una concepción
decimonónica del parlamentarismo y sus manifestaciones lingüísticas. No se da una adaptación,
una actualización; lo que convierte muchas de sus exposiciones en arcaicas, aunque en ocasiones
consigan cierta brillantez expresiva. No ha comprendido la derecha española que el discurso
retórico es el discurso de la persuasión y que cada época tiene sus particular modo de
conseguirlo. No ha comprendido que la persuasión y la modernidad van siempre de la mano,
21
porque no hay mayor enemigo de la persuasión que el acartonamiento, los arcaísmos o la
impropiedad. No ha comprendido al parecer que las grandilocuencias parlamentarias del siglo
pasado no son el mejor ejemplo retórico que nos ha legado la tradición.
La relación entre ideología y discurso se manifiesta en la metáfora y en general en el uso
de tipos distintos de procedimientos elocutivos. Desmembrar todo esto es un error notorio. Los
hechos son los hechos, pero no todo el mundo los ve, los sabe ver, los interpreta de la misma
manera. La interpretación está ligada a la construcción del discurso y en dicha construcción se
encuentran procedimientos tan importantes como las metáforas, que mostrarán a un judío como
una rata miserable o como un hombre vejado injustamente en un campo nazi; que mostrarán a un
negro como una escoria o como un ser humano sometido a la barbarie blanca; y puede mostrar a
un inmigrado del tercer mundo como un peligro para el equilibrio social de nuestro mundo, como
un peligro infiltrado, como una gotera que acabará anegando y reblandeciendo la techumbre y
dejándonos en desamparo.
Hay críticos que hablan de metáforas arquetípicas (Osborn, 1967; Gill y Whedbee, 1997:
173-174). Son metáforas que se utilizan durante generaciones para emitir el juicio que a una
sociedad le merece cierto tipo de asunto. La mujeres que se ocupan de la igualdad con el hombre
se han interesado mucho en estos usos metafóricos, sobre todo con la intención de darles la vuelta
a las metáforas arquetípicas sexistas. Durante años la mujer ha sido el descanso del guerrero, y,
sin tanto aspaviento, ha sido su sostén. Ese aceptado carácter de segundo plano frente al
protagonismo del hombre es una metáfora poderosísima que ha estado presente en el lenguaje
social durante siglos. El lenguaje político se ha servido de ello, como ahora juega con las
revisiones, con subvertir estas metáforas de fosilización ideológica. En esta línea se muestra la
proliferación de mujeres-ministro en regímenes conservadores. En esta línea también hay que
estudiar todas las actuaciones de los grupos feministas y de homosexuales en sus intervenciones
políticas.
Otros muchos aspectos destacables en el ámbito elocutivo habría que considerar, como
22
todos los relacionados con los aspectos estructural-temporales: los juegos con los tiempos
narrativos, las pausas que crean expectación, todo ello relacionado con la idea saussureana de que
el signo es linal y nosotros lo experimentamos en el tiempo (Medhurst, 1987; Gill y Whdbee,
1997: 170-171). También los aspectos de iconicidad dentro del discurso, que van mucho más allá
de razones estéticas. Una repetición paralelística cuando estamos haciendo una etopeya de
alguien nos ofrece la imagen de una persona minuciosa, sin necesidad de explicitarlo. Existen
interesantes estudios sobre las complejas formas de iconicidad que se crean en los discursos
(Hawkes, 1977; Lakoff y Johnson, 1980; Leech y Short, 1981).
Contexto y discurso. La configuración física del contexto moderno y su
influencia en la construcción del discurso político.
También se hacen necesarias importantes precisiones a la vieja disciplina retórica en lo
que respecta a la relación entre contexto y discurso, ya que el tiempo y el espacio cultural son
elementos clave para la configuración de las estrategias retóricas. En la esencia de la retórica se
encuentra esta relatividad y adaptabilidad a un tiempo y a un espacio distintos.
El contexto en el que se enmarca un determinado discurso retórico crea unas exigencias
en el propio discurso que pasan por establecer su género y los límites de su efectividad.
Igualmente la audiencia (otro básico elemento contextual) y la credibilidad del rétor (político en
nuestro caso) son aspectos a considerar en la relación entre discurso y contexto. Todos ellos han
sido objeto de estudios recientes ( Gill y Whedbee, 1997).
La definición de un texto como retórico pasa por su consideración pragmática. Un texto
retórico responde a asuntos o problemas sociales e interacciona con ellos. Y el carácter retórico
de un texto se obtiene precisamente de acontecimientos o situaciones específicas para las que el
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texto se crea y actúa . En consecuencia, uno de los elementos clave a estudiar, en un texto
retórico, en relación con su contexto, es la finalidad (exigence): "the historical events [...] are
central to understanding the text"( Gill y Whedbee, 1997: 161). De igual modo es clave la
audiencia a la que va dirigido el discurso, una audiencia que no sólo es la presente en ese
momento ante el emisor del discurso, sino que es una audiencia de múltiples niveles, en
diferentes lugares (debido al carácter actual de los medios de comunicación) y, en ocasiones, es
una audiencia proyectada en el tiempo, pues el rétor-político también proyecta su discurso con
visión de futuro, hacia futuros electores o hacia futuras generaciones de conciudadanos o de
ciudadanos del mundo que habrán de juzgarlo. Del carácter complejo de la audiencia en los
foros políticos actuales trataremos a continuación con cierto detenimiento. Audiencia y exigence
(finalidad u objetivo del discurso) interaccionan de un manera también compleja (Lake, 1983).
El género del texto retórico también tiene una marcada relación con el contexto, pues
textos similares, con estrategias configurativas y argumentos similares, responden a similares
situaciones recurrentes (Hofstadter, 1965; Campbell y Jamieson, 1995). Que esto sea así crea ya
unas expectativas en el auditorio, que espera en cada caso un discurso del género que la tradición
establece para tal situación. Una estructura, una sintaxis, un vocabulario determinado, unos
modos argumentativos, una manera de narrar se imponen diferenciadamente en una oración
fúnebre o en una arenga guerrera. La capacidad del emisor para romper esta monotonía genérica
también entra a formar parte de las posibilidades que tiene un discurso para mostrarse nuevo,
sorprendente, interesante y eficaz. El auditorio, dado el motivo del discurso que va a presenciar,
está esperando que se desarrolle por unos cauces conocidos y predice mentalmente cuál será su
estructura composicional e incluso el vocabulario que le es apropiado. La expectativa frustrada
crea un asombro retórico que sería algo similar en retórica a lo que, en teoría literaria, la estética
de la recepción llama distancia estética. Que suceda así, que los diferentes emisores a lo largo de
la historia sorprendan las esperadas evaluaciones de sus auditorios rompiendo las vías
tradicionales de expresión genérica, nos hace pensar en el carácter dinámico de los géneros.
Aunque el poder de esta ruptura no ha llegado a tales extremos que se cree un caos en la
clasificación genérica y que no tengan nada que ver los discursos de la tradición clásica con los
actuales. Parece ser que los parámetros de la ruptura no alcanzan a los aspectos universales del
decir humano.
24
La credibilidad del rétor es otro de los elementos a tener en cuenta a la hora de un
análisis retórico de un texto enfocado desde el contexto. La autoridad de un profesor ante su
clase, la de un politico de trayectoria considerada por todos los grupos del espectro de la política,
incluso los contrarios, como ejemplar (lo que se da sólo en actuaciones extremas; como en una
guerra, por ejemplo), o la poderosa figura moral de una Madre Teresa de Calcuta afectan al poder
que un texto o un discurso de estas personas va a tener, y al interés y a la forma propicia con que
va a ser atendido por su auditorio. La edad de las personas implicadas, su origen, su actuación
social durante su vida conocida, la capacidad de despertar la conmiseración de las audiencias son
elementos que pertenecen al antiguo catálogo retórico y que se siguen estudiando en
actualizaciones como la de Logue y Miller (Logue y Miller, 1995).
Si a veces nos parece que poco tiene que ver el recipendiario de nuestro siglo con
aquellos hombres que componían la vida pública, democrática de Grecia y Roma en los tiempos
florecientes del discurso político, lo que en realidad más parece haber cambiado con respecto a
aquellos tiempos (al fin y al cabo el hombre siempre es el hombre) ha sido la configuración física
del propio ámbito comunicativo.
Los retóricos clásicos tenían en cuenta, ya dentro del tratamiento inventivo, dispositivo y
elocutivo, a las personas a las que iban a dirigir sus exposiciones y sus argumentaciones. No
existe, sin embargo, un sitio especial en los tratados retóricos dedicado al estudio de los lugares
de la comunicación (las diferentes caracteríasticas de los espacios físicos de la comunicación), y
esto es así dado que no existía la variedad con la que ahora nos encontramos y su incidencia en el
tipo de discurso.
Hoy en día, gracias a los medios de comunicación, es posible dirigirse a diferentes
audiencias a un mismo tiempo. Este hecho, denominado en el ámbito germano como Doppelung
(Gruber, 1993: 3) y en el anglosajón como split illocution (Fill, 1986; Clark-Carlson, 1982),
25
conlleva la construcción por parte de los políticos de un discurso que directamente, en primera
instancia, va dirigido a otros políticos (parlamentarios) o a ciertos periodistas (observadores
presentes), pero que, en razón de su transmisión por medios electrónicos, a la vez trata de
convencer a una audiencia con la que no tiene la oportunidad de comunicación directa. Es una
audiencia sin rostro, que el creador del discurso no puede ver, no puede observar, y
consecuentemente reaccionar en un sentido o en otro improvisando nuevas fórmulas en el
tradicional proceso interactivo del foro ateniense o romano. Pero esa audiencia fantasma, sin
embargo, suele ser objeto prioritario de muchos discursos políticos actuales.
Podemos recordar que la intervención de José María Aznar en el Debate sobre el Estado
de la Nación que se celebró en febrero de 1995, y al que ya me he referido con anterioridad, era
un discurso que tenía la doble intención de réplica al entonces presidente Felipe Gozález y a su
vez de mitin político de cara a las próximas elecciones. Y así se observa en la construcción del
mismo cuando se analiza. Las circunstancias sociopolíticas convirtieron el discurso de González,
mejor construido retóricamente, en un discurso con menor proyección que el de Aznar, debido a
que Aznar lo utilizó como importante mitin preelectoral dirigido no a una audiencia de allí y de
aquel momento sino a una audiencia que actuaría en el futuro en las urnas, una audiencia que
vería por la televisión su discurso y que, cansada de la situación política reinante, castigaría la
actuación del Partido Socialista. El discurso del líder conservador, tipificable como
decimonónico, por tener, sin embargo, esas características específicas de mitin electoral y por
saber utilizar perfectamente ciertos ejemplos y ciertos indicios contra el Gobierno, así como
revestir de un carácter populista el juego metafórico que empleaba, pero sobre todo por saberse
proyectar en una audiencia futura que juzgaría en las urnas, acabó resultando un discurso más
eficaz (Pujante- Morales, 1996-97: 51-58).
Ciertamente hoy en día todo acto comunicativo puede ser considerado como un
interconectado triplete de forma, significado y situación; haciendo en tal caso referencia el
término situación a una compleja red de rasgos que pueden a su vez ser divididos en dos
diferentes áreas (no obstante relacionadas entre sí): la situación objetiva y la situación subjetiva.
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La primera comprende todos aquellos aspectos mensurables de la situación y la segunda, todos
aquellos otros que sólo pueden ser reconstruidos con referencia al conocimiento de las personas
implicadas. Esto permite hablar de una comunicación directa y de una comunicación vaga. Esta
última no es equivalente a comunicación imprecisa o de contornos menos nítidos, sino que
consiste en una comunicación cargada de significado inferido. La comunicación directa se
construye sólo con efectivos de la situación objetiva y la vaga, con elementos de ambas áreas.
Considera Gruber cuyas ideas seguimos ahora (Gruber, 1993: 1-3) , que un discurso vago en
política es hoy muy habitual debido al mecanismo ya mencionado de la duplicación (die
Doppelung): "That is, politicians communicate directly in the medium with e. g. another
politician or a journalist but wish at the same time to convince an audience, which has no
opportunity for direct communicative interaction" (Gruber, 1993: 3).
El fenómeno no queda reducido a la duplicación. Quizás por ello sea más apropiado
utilizar la expresión split illocution o divided illocution (ilocución dividida, ilocución múltiple).
Esta ilocución dividida se dio siempre. Como estudian Clark y Carlson, podemos observar que es
un fenómeno conversacional habitual (Clark-Carlson, 1982: 337) y también dramatúrgico (ClarkCarlson, 1982: 351), pero se ha convertido en una estrategia del discurso político básica en la
actualidad. A ello se debe que en presencia de las cámaras le gaste una broma el presidente de los
EE.UU. a su secretaria con la intención de mostrar al público que no está preocupado ante un
grave asunto de estado o ejemplos similares.
Esta multiplicidad intencional tiene su base en una estructura compleja del lugar
comunicativo. Antes el lugar (el foro) era inevitablemente una sala, una plaza pública o
similares. Tenía unas estrictas limitaciones físicas. Inevitablemente el discurso que se emitía en
ese lugar tenía un auditorio con unos papeles sociales muy concretos. Hoy en día, la existencia de
los medios electrónicos: la radio, la televisión (ya en directo o en diferido), de cualquier máquina
grabadora y demás procesos reproductores permiten una variadísima audiencia a la que el
mensaje podrá producirle un efecto. Ha habido una apertura del foro a otros muchos papeles
sociales, al público en general (Fill, 1986: 33). Ello hace que los ejecutores del mensaje no sólo
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estén atendiendo a persuadir a su auditorio presente, sino a ese amplio auditorio ausente que
puede tener unas características totalmente diferentes y por el que el hablante puede sentir un
mayor interés de persuasión. La efectividad de un discurso con intención duplicativa, de uno de
estos discurso de comunicación vaga, pasa por el conocimiento de esa audiencia in absentia.
Puede darse el caso de que un político esté hablando en presencia, directamente a unas personas a
las que la estructura persuasiva de su discurso atiende menos que a los auditores ausentes que
dicho emisor ha tenido y tiene sin embargo in mente. Creo que es el caso mencionado del
discurso de Aznar ante los diputados en febrero de 1995. Un discurso planteado, tal y como he
indicado ya, más bien como mitin preelectoral que como verdadera respuesta del líder de la
oposición al presidente del gobierno.
Si la actio era en la tradición retórica la última operación retórica, según la cual el orador
ponía voz apropiada y gestos convenientes a su discurso y era la que a su vez permitía que el
estudiado discurso del orador cambiara en función de las reacciones del auditorio; en el caso de
ese auditorio fantasma que funciona como "auditorio implícito" -por hacer una equivalencia con
la teoría de la recepción- y al que nos estamos refiriendo como público general, en tal caso no es
posible el desarrollo de toda esa mecánica espontánea que adaptaba, perfilaba y ajustaba el
discurso, previamente construido y memorizado, a la circunstancia concreta actuativa.
El político actual tiene que actuar como el escritor. Pergeñar su público ideal, uno o
varios, al que va destinado su discurso. En última instancia, la estructura del discurso revelará
siempre quién es el doble o múltiple interlocutor. Como nos dicen Gill y Whedbee: we also can
distinguish between a real audience and an implied audience . The implied audience [...] is
fictive because it is created by the text and exists only inside the symbolic world of the text
(Gill y Whedbee, 1997: 167).
Cualquier discurso de carácter independentista de ciertos sectores de los pueblos vasco,
catalán o gallego parte necesariamente de una audiencia implícita, la que no cree en el discurso
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histórico de los últimos siglos, la que no se considera perteneciente al pueblo español. Sin esta
prefiguración de una audiencia, no es posible la construcción de un discurso de ese carácter. La
audiencia implícita puede ser de carácter ficticio, tener una mínima existencia real o constituirse
a raíz de los discursos que la prefiguran. Posiblemente el pueblo español en la época de los Reyes
Católicos se constituyera también a base de una serie de discursos que lo tomaban como
audiencia implicita ante una audiencia real todavía incapaz de entender la consolidación política
del estado español. Una reflexión similar es la que nos trae Charland respecto al peuple
québécois (Charland, 1987).
Si en el fondo todo discurso oral puede definirse como dialógico, porque existe siempre la
respuesta, aunque sea gestual, de quienes están enfrente; el actual discurso político no puede
definirse así. El discurso político actual, debido a este fenómeno de multiplicidad, resulta híbrido:
tiene parte del carácter propio de todo discurso oral (en cuanto que discurso dirigido a unos
diputados o a unos periodistas: a personas presentes ante el orador) y tiene parte del carácter de
toda comunicación escrita, principalmente la literaria, en la que el creador del mensaje imagina
siempre las reacciones de su público, construyendo un público robot en su mente.
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manuscrito no publicado.
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