ALGUNAS IDEAS EN TORNO A LA VIRTUD DE LA TEMPLANZA Hay frases que por un motivo o por otro, se ponen de moda; la gente va repitiendo, muchas veces sin saber de dónde salieron, y dándoles diversos contenidos, según el propio modo de entender la vida. Una de esas frases populares que uno escucha una y otra vez hoy día es que “Hay que quererse así mismo”. Indudablemente esto es cierto; si uno siente odio o desprecio hacia sí mismo, sería presa de una patología, parece más bien referirse esa frase a darse gusto en esta vida y a que sacrificarse por los demás no tiene sentido, más aún, la capacidad de entrega y de servicio es ahora vista como algo que atenta contra la propia persona, cuando para ello tiene que negarse a sí mismo cualquier gusto o placer. Por otro lado, creo que muchos hemos tenido la oportunidad de experimentar la contradicción, cuando aparecen en nuestras vidas los conflictos ocasionados por el deseo de obtener distintos bienes; distintos, porque unos pertenecen al bien del cuerpo y otros al del alma; o porque una pasión se interpone entre nosotros y el cumplimiento de nuestra palabra dada, de nuestro compromiso; o porque en nuestra lucha hacia el bien, aparece el cansancio, el tedio, el miedo al esfuerzo o al rechazo social. En fin, son muchas las ocasiones en que sentimos estar en la encrucijada, entre quienes somos y quienes quisiéramos ser, o ante la simultaneidad de diversos quereres. La evidencia de estas situaciones hace necesario encontrar un modo de dirimir los conflictos, amándonos a nosotros mismos, con un amor que nos ayude a ser mejores, que nos lleve a una plenitud de vida y no que nos sumerja en un conflicto aún mayor. “La virtud de la templanza perfecciona el apetito concupiscible que se dirige al bien deleitable, moderando los placeres corporales según el orden de la recta razón”.1 Esta definición del profesor Angel Rodríguez Luño sugiere que el bien deleitable no siempre está en la línea de la recta razón que nos lleva a pensar que, como hay bienes de distinto orden, algunas veces uno de esos bienes puede ser parcial y por lo tanto al compararlo con un bien de mayor jerarquía, seguir el primero resultaría un mal para la persona. Esto puede pasar entre unos bienes del cuerpo y otros, o entre éstos y los bienes del alma, o entre los bienes personales y los sociales, etc… Es por esto que hace falta una virtud que regule la tendencia al placer, para que sirva al bien real de la persona y al bien común; ya que el llamado a la perfección humana, a la plenitud de la naturaleza, implica el crecimiento total y armónico. ahora bien, ese crecimiento conlleva a que “el cuerpo y nuestros sentidos encuentren el puesto exacto que les corresponde en nuestro ser humano"2, para esto hemos de desarrollar un señorío sobre nosotros mismos, que nos permita ordenar nuestros gustos y placeres hacia el fin personal; de otro modo caeríamos en la dispersión. Las virtudes que regulan los apetitos básicos del hombre son la fortaleza que mejora el apetito irascible, y la templanza que modera y perfecciona el concupiscible, para que pueda haber orden interior y con él aparezca la tranquilidad de espíritu. La Templanza implica un recto amor a sí mismo por el cual se regulan las propias fuerzas, para lograr que ellas colaboren en el proceso de autoconstrucción evitando que el egoísmo y la búsqueda del placer 1 RODRÍGUEZ LUÑO, Angel: Ética. Eunsa, Pamplona desordenado puedan atentar contra la propia integridad; es también importante a la hora de ser justos y de la acción, pues quien no es temperante puede fácilmente equivocarse en su lucha por alcanzar el bien; al respecto dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco: “es indiferente que sea joven de edad o de carácter, pues el defecto no está en el tiempo, sino en vivir y procurar todas las cosas de acuerdo con la pasión. Para tales personas, el conocimiento resulta inútil, como para los intemperantes; en cambio para los que encauzan sus deseos y acciones según la razón, el saber acerca de estas cosas será muy provechoso”3 para no caer en un servilismo a las pasiones. Las pasiones en sí mismas son buenas, ya que sin ellas sería imposible la búsqueda del bien, la lucha por superar las dificultades que en el camino hacia el mismo se presenten, o para defendernos ante la agresión o la injusticia; sin ellas tampoco sería fácil el alimentarnos, probablemente tampoco se daría la procreación, y el mismo afán de saber quedaría sin el concurso del cuerpo. De ahí que, tanto el apetito irascible, como el concupiscible sean buenos e importantes en la propia vida; pero es pertinente aclarar que en el hombre esa vida instintiva no es “automática” ni perfecta como en los animales irracionales que tienen el sentido interno de la estimativa que los regula. En el hombre la estimativa requiere de la guía de la razón; de allí que, para distinguirla, los filósofos la hayan llamado cogitativa. Por tanto, en la medida que esos apetitos vayan en la línea de la recta razón, que los ordena hacia el bien de la persona, serán pasiones buenas, pero en la medida en que dificulten la consecución del fin último, serán desordenadas; Aristóteles afirma que “hay tres clases de 2 3 JUAN PABLO II. Sobre la Templanza. Alocución del 22 de Noviembre, 1988 ARISTÓTELES. Ética a Nicómaco. Centro de Estudios Constitucionales. 1985. Libro condiciones morales que se deben rehuir: el vicio, la incontinencia y la brutalidad”4 PARTES DE LA VIRTUD DE LA TEMPLANZA En sentido escrito, se considera que la virtud de la templanza modera los apetitos del comer, del beber y del deleite sexual; en sentido amplio, se considera que modera todas las inclinaciones al placer para que colaboren en la vida del hombre en la consecución de su último fin, de la perfección que le lleva a la felicidad. Las fuerzas más potentes que actúan en la conservación de la vida humana son aquellas que nos llevan al comer, al beber y a la procreación, pero cuando estas se desordenan atentan contra el sano equilibrio humano. El exceso en la comida, recibe el nombre de gula, lleva a una disminución de las facultades intelectuales y muchas veces a una obsesión por los alimentos que termina en que no se coma para vivir sino que se viva para comer; la virtud que ordena este apetito es la abstinencia. A la recta ordenación en el beber, especialmente evitando el abuso de las bebidas embriagantes, y por extensión a evitar todas aquellas sustancias alucinógenas que llevan a perder el control sobre la propia conducta se le da el nombre de sobriedad. Las virtudes que regulan el apetito genésico son: la de la castidad, que atañe al uso natural del sexo y la de la pureza que se refiere a las “acciones complementarias, como los besos, los abrazos, las caricias, etc.” 4 Idem. Libro VI tendientes a las excitación sexual.5 Con relación a estas virtudes, es importante dejar claro que las tendencias o apetitos son buenos: sin ellos no se daría la conservación de la propia vida ni la generación de la especie. Sólo se presenta problema cuando se desordenan, cuando obnubilan la razón y llevan a la persona a emplear sus fuerzas vitales en la satisfacción de esos placeres que pertenecen al sentido del tacto. Considerarlos malos sería caer en una actitud maniquea; al respecto dice Pieper: “El error de que hablamos arriba y que sirve de base a la supervaloración de la templanza en cuanto castidad, es la opinión, abierta o encubierta, de que la realidad del mundo en su conjunto, entendida como el reino de lo sensible, y por consiguiente, incluida la parte no espiritual del hombre, proviene del principio del mal. Con otras palabras, esa “base falsa”, causante del desenfoque, es un maniqueísmo solapado, que puede ser inconsciente y, en consecuencia, involuntario”. Eso de que el hombre tenga que comer y dormir, que la venida al mundo de otros seres humanos haya de ser por la unión corporal de un hombre y una mujer, es (…) un mal necesario, y quizá ni aún eso; pero en todo caso algo indigno, tanto de Dios como del hombre. Por consiguiente, lo realmente humano en opinión de los maniqueos – “sería dejar el mundo sensible abandonado a su suerte y elevarse, por medio de la ascética, a una vida totalmente espiritual” (Pieper, p. 250). Este error fue muy difundido por Tertuliano quien consideraba que “La forma original en que apareció el pecado fue la de la lujuria”6 5 GARCÍA LÓPEZ, Jesús: El sistema de las virtudes humanas Ed. de Revista, S.A. de C.U. México, 1986, p.369 6 PIEPER, J.: Las Virtudes Fundamentales. Ed. Rialp y Quinto Centenario. Bogotá, 1988. p. 251 Es también parte de la virtud de la templanza, en cuanto regula el apetito genésico, la virginidad que “como virtud esta constituida en su esencia por la decisión, plasmada con toda propiedad en el voto religioso, de abstenerse para siempre del trato sexual y del deleite que éste lleva consigo”7 y el motivo detrás no es el de considerar al sexo como malo, sino el de liberarse de todo para servir a Dios y a las cosas divinas. Guardando las necesarias distancias, es pertinente aclarar aquí que ese es el sentido de la virtud del ayuno como abstenerse de comer ciertos alimentos o durante cierto tiempo, con el fin de lograr un mayor control sobre el propio cuerpo para ser más libres de amar a Dios, y de evitar el embotamiento producido por mucho comer y beber, colaborando así en la pureza de corazón. Con relación al adulterio y a la fornicación, es pertinente aclarar que no sólo atenta contra la templanza (“es propio del hombre morigerado, no cometer adulterio, ni comportarse con insolencia”8), sino también contra la justicia: sobre la simple fornicación, en la que, a diferencia del adulterio, no se lesiona el derecho de un tercero por ser trato sexual entre no casados, no la libertad de otra persona como es el caso de la violencia, a pesar de ellos leemos en la Summa Theologica: “Es grave todo pecado que va dirigido directamente contra la vida del hombre. La simple fornicación lleva consigo un desorden, que equivale al daño perpetrado contra la vida de una persona, que es aquella que nacerá de tales relaciones sexuales. . . La fornicación simple atenta contra los derechos del niño. Por eso es pecado grave”9. 7 8 9 Idem, p. 262 ARISTÓTELES, op.cit.Libro VI. PIEPER, op. cit. p. 238. También podemos señalar en el hombre el instinto a sobresalir, a demostrar superioridad y preeminencia sobre lo demás. La templanza, bajo la forma de humilda, pretende ordenar esa inclinación para que el hombre se sitúe en el lugar real que ocupa en la sociedad y con relación a sus congéneres, con el fin de ayudarlo a que “se tenga por lo que realmente es”10, por tanto no se la puede confundir con una “actitud de autoreproche, con la depreciación del propio ser y de los méritos o con una conciencia de inferioridad”11. Considera Santo Tomás que la magnanimidad es hermana de la humildad, ya que ambas “están a mitad de camino, igualmente distintas de la soberbia y de la pusilanimidad. . . Es el compromiso que el espíritu voluntariamente se impone de tender a lo sublime. Magnánimo es aquel que se cree llamado o capaz de aspirar a lo extraordinario y se hace digno de ello. . . no se deja distraer por cualquier cosa, sino que se dedica únicamente a lo grande. . . Tiene sobre todo una sensibilidad despierta para ver donde esta el honor”12. El magnánimo es sincero y honrado, y evita la adulación, implica una fuerte esperanza y confianza, y “no se doblega ante el destino: únicamente es siervo de Dios”13. El Soberbio por el contrario es aquel que no se doblega ante los mandatos de Dios. 10 11 12 13 Idem. Idem. Idem. Idem. p. p. p. p. 276. 277. 277 278 Existe una particular ligazón entre la soberbia y la lujuria, ya que ambas constituyen dos modos particulares de amarse a sí mismos, de estar dispuestos a pasar por encima de los demás y de Dios mismo para conseguir el placer espiritual o corporal que cada una de ellas otorga, además de que obnubilan el pensamiento e impiden tomar decisiones realmente libres. Aunque la pasión de la ira es regulada por la fortaleza, hay sin embargo un aspecto de ella que toca con la templanza. Es importante aclarar que, así como la búsqueda del placer no es mala, tampoco lo es la ira, en la medida en que nos permite superar los obstáculos, perseverar en la búsqueda del bien arduo, sentirse airado ante la injusticia personal o ajena. Será mala en la medida en que trastorne el orden de la razón e impida al hombre acercarse hacia su fin o en la medida en que le lleve a atender contra el bien ajeno o común. “Las explosiones de indignación, el rencor y el deseo de venganza manifiestan una ira viciosa y constituyen en sí las tres formas de ira carentes de templanza. La cólera turba la mirada del espíritu, antes de que éste haya sido capaz de captar la situación y de formar un juicio. El rencor y el ánimo vengativo se cierra con el gozo siniestro de no dar entrada a una palabra de reconciliación y de amor y envenenan de ese modo el alma, como una herida que se ha cerrado en falso. Finalmente hay que calificar como ira mala la que no tiene una motivación justa”14. La virtud que regula estas formas es la mansedumbre. Santo Tomás relaciona el apetito irascible con la humildad y la magnanimidad como dos caras de una misma moneda: “el bien arduo tiene algo que atrae el apetito, a saber, la misma dificultad de conseguirlo; por lo segundo, nace en nosotros el movimiento de la esperanza, más por lo segundo, el de la desesperación. Pues, bien, acerca de los movimientos apetitivos que tienen carácter de impulso, es necesaria una virtud moral que los modere y refrene; y en cambio, acerca de los movimientos apetitivos que tienen carácter de retraimiento, se necesita una virtud moral que vigorice e impele. Por tanto, en el apetito del bien arduo (el apetito irascible) debe haber dos virtudes: una que atempere y refrene el ánimo para que no tienda inmoderadamente a las cosas grandes, y esto pertenece a la virtud de la humildad; y otra que robustezca el ánimo contra la desesperación y lo impulse a la prosecución de las cosas grandes según la recta razón, y ésta es la magnanimidad”15. 14 15 Idem. p. 284. GARCÍA LÓPEZ, op. cit. p. 379. En el libro primero de la metafísica, Aristóteles afirma que todos los hombres tienen por naturaleza el saber, y es una experiencia común que a través del conocimiento nos situamos en el mundo, lo interpretamos, sabemos a que atenernos con relación al mundo circundante, al mundo cultural, al social y con nosotros mismos. También hemos podido experimentar el placer que acompaña al saber; pues bien, este deseo natural de saber puede ser también ordenado o no. El ansia desmesurada y desordenada de saber lo llamó Santos Tomás curiositas y es una forma de pereza porque se tiende a saber un poco de todo, sin emplearse a fondo en ningún tema; es una especie de inquietud del espíritu que puede llevar a la desesperación y a la incapacidad de estar consigo mismo. La virtud que modera este apetito es la studiositas que “reprime el deseo inmoderado en el orden sensible como en el intelectual; pero por otra parte vigoriza y refuerza ese deseo para que no desista del conocimiento de la verdad por las dificultades que el estudio entraña. . . por ello la estudiosidad es una virtud compleja”16 ya que radica tanto en el apetito concupiscible como el irascible, es decir, radican en la voluntad donde no se da esa distinción entre ambos. 16 Idem, p. 380 Como prolongación de la virtud de la estudiosidad podemos mencionar a la laboriosidad que implica un conocer, un superar los obstáculos ante las dificultades que se presenten y un saber las cosas hasta el final, no dejándolas por el camino cuando se pierde lo que hoy se llama “motivación”. refiriéndose a las ganas o gusto que se tiene en la labor realizada. Conviene aclarar que para el ser humano no bastan las motivaciones sensibles y placenteras: es importante tener convicciones profundas y un acendado sentido del deber, que permita seguir con el trabajo iniciado y los productos adquiridos aún en los momentos en que desaparezca el placer por la tarea realizada. A través de la perseverancia se podrá lograr un goce mucho más profundo, cual es el de la labor terminada, el deber cumplido, esa satisfacción por poner las últimas piedras. Pero como en la vida humana, no todo puede ser esfuerzo mental y físico, porque llegaríamos al agotamiento, es también necesario tener unos ratos de juego, de esparcimiento, que interrumpan ese esfuerzo. “Pues bien, del mismo modo que se requiere una virtud moral para ordenar y moderar el estudio y el trabajo humano, así se requiere también otra virtud para moderar el descanso, la distracción y el juego. llamada por Aristóteles eutrapelia, y nosotros Esta última virtud fue podemos llamarla jocundidad o también buen humor”17. Es interesante saber que el Estagirita al hablar de ella señala que es distinta de las bromas de mal gusto o de la burla. Finalmente es necesario señalar la virtud de la sencillez como justo medio entre la pobretonería y la dejadez por un lado, y el lujo y la obstentación poe el otro18. Esta virtud se refiere al modo de vestir, a la casa de habitación, lugar de trabajo, joyas, transporte, etc. . . Vale la pena tenerla en cuenta en una sociedad de consumo como en la que estamos viviendo, Aristóteles señalaba en la Ética a Nocómaco que el exceso en el ornato personal era propio de los dineros habidos de manera fácil. Conviene señalar que en la medida en que desarrollamos la virtud de la templanza en todas sus formas, se va logrando un dominio sobre el propio ser y un entrenamiento personal para soportar el dolor y la contrariedad cuando esos aprezcan en la propia vida, de tal manera que en vez de sucumbir ante la dificultad, el dolor o la frustración, tengamos suficiente autocontrol para mantener la calma, soportar y buscar los modos de seguir adelante y de proponernos metas altas. 17 18 Idem, p. 382 Cfr. Idem, pp. 382-383 Hoy día consideran los psiquiatras como una de las causas más frecuentes de la drogadicción la ausencia de control sobre los propios gustos y emociones, y la baja tolerancia a la frustración de una generación que ha sido educada alejada del esfuerzo, la disciplina, el autocontrol, y de ideales por los cuales valga la pena vivir y morir. ANA MARÍA ARAÚJO DE VANEGAS Rio de Janeiro Octubre 1997 Congreso Internacional Sobre la Familia Ediciones Palabra Madrid 1997 ISBN 84-8239-220-4