ANTONIO GARRIDO DOMÍNGUEZ EL TEXTO NARRATIVO

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ANTONIO GARRIDO DOMÍNGUEZ
EL TEXTO NARRATIVO
SÍNTESIS, MADRID 1996
INTRODUCCIÓN: LA INVESTIGACIÓN SOBRE EL TEXTO NARRATIVO
1.1. El texto narrativo y las corrientes teórico-literarias
En el ámbito del relato como –en tantos otros del universo literario– la primera gran
reflexión se encuentra en la Poética aristotélica. En ella –bien es cierto que siempre un tanto a
la sombra de la hegemónica tragedia– se ofrece no sólo una definición del arte literario en
general sino también los criterios para diferenciar los distintos géneros. Para Aristóteles, lo
específico del género narrativo es la mímesis de acciones y, secundariamente, la mímesis de
hombres actuantes, presentadas bajo el modo narrativo (aquel en el que el autor aparece como
alguien diferente de sí mismo) (1448a, l449a-l450b).
La definición aristotélica, tan parafraseada e influyente a lo largo de la historia, aparece
plenamente vigente en el siglo XX en el marco de las corrientes formal-estructuralistas. El
Formalismo ruso no sólo recupera la orientación descriptiva de la Poética sino gran parte de
sus conceptos nucleares así como la terminología alusiva a los componentes de la fábula (B.
Tomachevski: 1928, cp.III).
En el campo del Estructuralismo las huellas de Aristóteles son bien palpables en C.
Bremond, sin ir más lejos –especialmente, en su definición del relato como «...discurso que
integra una sucesión de acontecimientos de interés humano en la [-11;12-] unidad de la
misma acción». La apostilla de interés humano añadida por Bremond —en Aristóteles este
hecho parece darse por supuesto –señala con claridad (en un momento en que la fiebre
narratológica se orienta hacia el estudio de los mitos, fábulas, leyendas, lo maravilloso, en
suma) que el paradigma interpretativo corresponde siempre al hombre y se lleva a cabo a la
luz del proyecto humano (1966: 90).
Mucho más técnica y matizada es la definición de T. Todorov, efectuada –no debe
olvidarse– en el marco de la confrontación narración/descripción. En ella el relato aparece como encadenamiento cronológico y a veces causal de unidades discontinuas. Para Todorov –y
ésta es una constante en la mayoría de los narratólogos franceses, cuya fuente remota es una
vez más la Poética aristotélica– lo específico de la narración es que implica una
transformación radical de la situación inicial (frente a la simple sucesión o yuxtaposición de
elementos, propia de la descripción) (1971: 387–409).
Ahora bien, la narración de acciones –el hecho de contar una historia– no se presenta en el
texto aristotélico como algo privativo del relato, sino compartido con el género dramático. Se
trata de una perspectiva recuperada en estudios recientes, según la cual el texto narrativo y el
texto dramático compartirían la misma estructura profunda (contar hechos), difiriendo
únicamente en el tipo de manifestación concreta (variable de acuerdo con el modo específico
de cada género) (M.a C. Bobes: 1987, 176–183).
En una dirección similar parecen orientarse las investigaciones de K. Hamburger y G.
Genette. La autora alemana insiste en que a la luz de la definición aristotélica del arte como
mímesis de acciones es preciso concluir que los únicos géneros literarios «proprie dicte» son
el drama y el relato en tercera persona. Sólo ellos se ajustan a las exigencias de la verosimilitud y constituyen, por consiguiente, formas de ficción en el sentido pleno de la palabra.
En el poema lírico y en el relato en primera persona el sujeto de la enunciación se comporta
como un locutor normal, el cual elabora su enunciado a partir de un material previo
(Hamburger: 1959, 23–40, 275ss).
1
Por su parte, G. Genette –que se inspira en las mismas fuentes de Hamburger— diferencia,
siguiendo la distinción [-12;13-] platónica, dos tipos de relato: relato de hechos (diégesis) y
relato de palabras (mímesis) –ambos integrados dentro del modo narrativo, esto es, de los
procedimientos característicos para suministrar nueva información al relato. Lo que viene a
poner de manifiesto Genette es, en definitiva, la naturaleza heteróclita de los géneros y su
profunda imbricación en la realidad efectiva de los textos (Genette: 1973, 222ss).
Las dificultades para ofrecer una definición adecuada del texto narrativo se complican
todavía más cuando se toman en consideración las producciones del siglo XX. Sabido es que
en ellas –especialmente, en aquellas en que se opera un cambio en los modos de narrar como
Ulises, La montaña mágica o En busca del tiempo perdido —se cumple plenamente el ideal
romántico de la mezcla de géneros y, consiguientemente, se muestran más renuentes a una
definición clara del texto narrativo. En su interior conviven elementos dramáticos, líricos y
argumentativos al lado de los estrictamente narrativos, entrelazados de tal manera que ningún
intento de aislamiento puede prosperar sin atentar contra la propia esencia de este tipo de
relatos.
Se cuenta, además, con una dificultad añadida: la proveniente de la existencia de múltiples
corrientes en el marco de la teoría literaria. Cada una de ellas defiende, como es obvio, una
concepción específica del fenómeno literario y ha elaborado un paradigma con el fin de dar
cuenta de sus peculiaridades. En las páginas que siguen se hace una exposición su–marísima
de las principales corrientes o tradiciones con un doble objetivo: primero, señalar un punto de
referencia que haga más inteligible la comprensión de los fenómenos analizados y, en
segundo lugar, poner de manifiesto lo específico de la aportación de cada corriente. La
cuestión sobre la naturaleza del llamado texto narrativo sólo podrá contestarse –al menos, de
un modo aproximado— al final de este estudio.
Existen en la actualidad diferentes ensayos de clasificación de los movimientos teóricoliterarios. Ninguno de ellos resulta plenamente satisfactorio ya que, a diferencia de lo que
ocurre en otros dominios del conocimiento científico, los paradigmas surgidos en el ámbito de
la teoría literaria no presentan un carácter excluyeme sino complementario (W. Mignolo:
1983, 29–32; W. Iser: 1979, 1-20). [-13;14-]
Los primeros en abordar desde una perspectiva rigurosa los problemas que plantea la
idiosincrasia del relato fueron los formalistas rusos. Como ya se ha dicho, los estudiosos rusos
recuperan toda una tradición terminológica y conceptual (que, en última instancia, se remonta
a Aristóteles), aprovechan las aportaciones de los investigadores del folclore de su país como
Veselovski y proponen un modelo de análisis orientado preferentemente hacia la forma del
relato. Se trata, al igual que en el caso del poema, de aislar los procedimientos técnicos por
medio de los cuales un conjunto de elementos constituyen una estructura narrativa
(procedimientos a través de los cuales se manifiesta la presencia siempre activa de esa
cualidad diferencial de lo literario denominada literariedad), (B. Eichenbaum: 1925; V.
Eriich: 1969, 275-302, 329-359; A. García Berrio: 1973, VI-VII).
Siempre guiados por el método formal –que es un método inmanente–, los estudiosos rusos
se interesan preferentemente por los problemas de la composición del relato, las diferencias
entre los géneros narrativos, la génesis de la novela y, sobre todo, por la estructura de la
narración a la luz del concepto nuclear de motivo (secundado por toda una batería de términos
que, como se ha apuntado, se remontan en última instancia a la Poética de Aristóteles: fábula,
héroe, nudo, desenlace, tiempo, peripecia). Aunque la noción de función (no el término, ya
que recurren habitualmente al de motivo) forma parte del arsenal de conceptos del formalismo
ruso –sobre todo, en la etapa final del movimiento: la que va desde 1921 hasta 1928 (I.
Tinianov: 1923) –su definición y operatividad en el marco del análisis del relato se debe, de
modo especial, a un coetáneo: V. Propp (1928). De él parte el concepto de función que
posteriormente se consagrará como pieza insustituible en el ámbito de los estudios
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narratológicos gracias a su aprovechamiento por parte de A. J. Greimas, Claude Bremond o C.
Lévi-Strauss, entre otros, (A. García Berrio: 1973, 211ss; C. Segre: 1976, 44ss).
El proyecto formalista verá dilatada su perspectiva original al ser acogidos sus
presupuestos por los miembros más sobresalientes del Estructuralismo francés, los cuales
también se hacen eco de las aportaciones del movimiento heredero de ideales de aquéllos –la
Escuela de Praga– así como de las propuesta [-14;15-] de Jakobson en el Congreso de
Bloomington. Los narratólogos franceses representan la implantación del paradigma
semiótico en el ámbito de los estudios sobre el relato, aunque no todos ellos tomen en
consideración sus implicaciones en los respectivos trabajos.
La escuela francesa se preocupa ya desde sus mismos comienzos por elaborar modelos
descriptivos de validez general (ajustados a las máximas exigencias del conocimiento científico). En este empeño los narratólogos franceses se ven influidos por los lógicos y filósofos
del lenguaje y, sobre todo, siguen las huellas de Saussure. Al igual que él los narratólogos se
interesan antes por lo general, por el sistema, que por los textos singulares. Se trata
básicamente de elaborar una gramática del relato que dé cuenta de todos las narraciones (de
igual modo que la lengua debe justificar todas las realizaciones del habla). Las implicaciones
lingüísticas de estos modelos narrativos van mucho más allá –como puede observarse
fácilmente en los trabajos de Greimas, R. Barthes, T. Todorov, G. Genette... –de una simple
inspiración. En el plano explicativo el paralelismo Lingüistica–Poética se mostró enormemente eficaz durante años (como tendremos ocasión de comprobar).
La intensificación del enfoque comunicativo por parte de corrientes como la Estética de la
Recepción, la Lingüística del Texto, la Neorretórica o la Teoría de los Actos de Habla ha dado
como resultado la incorporación al análisis del texto narrativo de factores del esquema de la
comunicación como el autor implícito (distinto tanto del narrador como del autor real) y el
lector implícito o narratorio (también claramente diferenciado del lector externo) en cuanto
elementos instalados en el interior del texto. El interés, por otro lado, de la Pragmática
literaria en la definición del fenómeno literario en términos del tipo de acto de habla
implicado en cada manifestación concreta ha tenido como consecuencia el acrecentamiento de
la atención hacia la categoría de lo imaginario en cuanto responsable último de los diversos
grados de simbolización presentes en el texto literario y, en particular, en el narrativo.
Todo ello ha contribuido a rescatar y a poner de nuevo en circulación uno de los problemas
clásicos de los estudios [-15/16-] literarios: el de las relaciones entre literatura y realidad o, en
otros términos, el del estatuto del la ficción. A su examen han dedicado páginas importantes
A. García Berrio, P. Ricoeur, Th. Pavel, T. Albadalejo, K. Hamburger, F. Martínez Bonati, J.
M. Pozuelo Yvancos, etc. El recuento de las corrientes teóricas no se agota en esta
presentación; existe una serie de personalidades y escuelas de gran relevancia para la comprensión de aspectos generales o específicos del relato. Habría que mencionar en este sentido
el interés de los investigadores norteamericanos, alemanes, rusos o checos por lo que G.
Genette ha denominado modo narrativo (en especial, por la categoría del «punto de vista»: H.
James, P. Lubbock, N. Friedman, F. K. Stanzel, L. Doležel, B. Uspenski). También merece
reseñarse la enorme trascendencia de las aportaciones de M. Bajtín a la comprensión del
discurso de la novela en cuanto realidad polifónica, la importancia de la obra de R. Ingarden –
pionera en un acercamiento ontológico y poliestrático a la obra de arte– o la de K. Hamburger
respecto de los géneros literarios.
Las líneas de investigación abiertas por los autores eslavos tardarán tiempo en fructificar –
hecho al que no son ajenas, como es sabido, las peculiares condiciones políticas del régimen
imperante en la Unión Soviética–. Con la excepción de Lévi-Strauss (que entra en contacto
con esta tradición en la década de los «40»), habrá que esperar hasta los mismos umbrales de
los años «60» para que tanto la doctrina de Propp como la de los formalistas o Bajtín llegue a
Occidente de la mano del propio Lévi–Strauss, T. Todorov y J. Kristeva. Este hecho y la
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asunción del modelo de Poética que sale del Congreso de Bloomington explican en gran
medida el incomparable florecimiento de los estudios narratológicos en Francia (país en el
que la narratología contaba con el precedente de Bédier).
Con todo, las virtualidades del modelo lingüístico en el campo del relato no se agotan con
el estructuralismo, enfoque dominante, sino que se extienden a la Gramática Generativa. Entre
los cultivadores de este enfoque cabe citar algunos trabajos de T. Todorov (la Gramática del
«Decameron», en especial), los de W. O. Hendricks y J. Kristeva. Con esto no quedan más
que esbozadas las líneas más generales de [-16/17-] investigación en el campo del relato sobre
las que se volverá una y otra vez a lo largo de este trabajo.
1.2. La narración y las tradiciones retórica y poética
A pesar de todo, no conviene olvidar que la práctica literaria cuenta con una larguísima
tradición de más de 2.500 años (en lo que se refiere al mundo occidental) y durante este
tiempo se ha ido gestando y codificando un importantísimo volumen doctrinal que debe ser
tenido en cuenta en el momento de abordar un trabajo como el presente. Dentro de esta
extensa tradición el papel más importante respecto del relato lo han desempeñado las dos
disciplinas bajo cuya tutela ha ido desenvolviéndose el rico y complejo mundo de la producción literaria: Poética y Retórica.
Su interés común por un discurso bello –preponderante–mente orientado, según los casos,
hacia la persuasión o hacia el logro del placer estético– determinó, en un primer momento, la
colaboración entre ellas; posteriormente, la convergencia en un paradigma único, y,
finalmente, la absorción de la Retórica por la Poética, que convertida en un simple apéndice
de aquella. A este proceso de simbiosis aluden, entre otros, A. García Berrio (1984: 37), V.
Florescu (1960: 90ss) y G. Morpurgo-Tagliabue (1967: 1-18), calificándolo como
retorización de la Poética o poetización de la Retórica.
En lo que atañe al relato el papel más determinante ha correspondido a la Retórica y por
una razón obvia: la narratio formó parte desde siempre de la dispositio del discurso (en especial, del forense); de ahí el permanente interés a lo largo del tiempo por este componente
del esquema retórico. Con todo, no es nada desdeñable el aporte de la Poética, en especial, en
el caso del autor que, de hecho, establece los fundamentos de ambas disciplinas y sus
respectivas tradiciones: Aristóteles.
En efecto, en la Poética se encuentra –no obstante las confesadas preferencias del autor por
el género dramático– una completa teoría sobre el relato (como se verá posteriormente, no
pocos narratólogos del siglo XX –comenzando por los formalistas rusos– aprovecharán el
acervo terminológico y [-17/18-] conceptual presente en el texto aristotélico). Entre otros,
cabe resaltar la vinculación del relato con el arte literario a través de la definición de éste
como realidad de ficción y el hecho de adjudicarle como objeto la mímesis de acciones y de
hombres actuantes (operación presidida por el signo de la verosimilitud).
Posiblemente entre las aportaciones más relevantes al campo del relato se cuentan las
variadas referencias a la organización del material, esto es, a la fábula. Justamente en la
definición de este concepto se halla implícita la distinción que, por medio de los formalistas
rusos, en primer lugar (I. Tinianov y B. Tomachevski, principalmente), y G. Müller, después
(1968), llegará hasta los narratólogos franceses, consagrándose definitivamente en este
ámbito. Se trata de la separación entre el material (inerte) y su configuración artística o, en
otros términos, de la dicotomía fábula–trama (no conviene olvidar que los formalistas
introducen una modificación significativa, designando el material con el término fábula).
Por lo demás, el ensamblaje de los materiales de la fábula debe regirse, según Aristóteles,
por tres criterios: la verosimilitud, la necesidad (causalidad) y, sobre todo, por el decoro. Este
concepto revela de hecho una concepción estructuralista de la obra de arte, ya que exige no
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sólo una distribución compensada del material sino que afecta incluso a cuestiones técnicas
(obligando, principalmente, a la justa conveniencia entre el asunto y el género y entre éstos y
el discurso artístico, etc.). Así, pues, el concepto de decoro influye activamente en todas las
fases del proceso: inventio, dispositio y elocutio (los formalistas rusos hablarán
posteriormente de: motivo y motivación para aludir a las unidades del material y a la relación
que las une).
También proceden de Aristóteles los componentes de la estructura narrativa: el narrador, la
historia, los actantes, el tiempo, el espacio y el discurso. Por lo demás, la mayor parte del
bagaje conceptual y terminológico empleado en la narratología moderna se encuentra ya en la
Poética (bien es cierto que con diferencias de matiz, a veces, importantes): episodio,
reconocimiento, nudo, desenlace, etc.
Con todo, las aportaciones de Aristóteles no se limitan a la Poética; la doctrina sobre la
narratio que aparece en la [-18/19-] Retórica resulta igualmente importante e inaugura una
larga tradición de estudios. De ella cabe destacar la concepción de la narratio como ars, esto
es, como técnica sometida a las exigencias del orden, el ritmo, y, sobre todo, el decoro. El
autor alude a dos tipos de narrado: la artística –en la que los hechos se integran en el discurso
del narrador, el cual selecciona e impone un orden del material– y la no artística; en ésta se da
una simple sucesión de acontecimientos sin implicación por parte de quien los refiere
(Pozuelo Yvancos: 1988, 143–165).
Para Aristóteles la narración es propia, sobre todo, del género judicial; con todo, resulta de
gran interés –por la vinculación de este género con la literatura– su recomendación sobre el
epidíctico: en él la narración no debe aparecer en bloque sino desmembrada, de modo que
deje al descurbierto los caracteres de los personajes.
En cuanto a la materia objeto de la narración Aristóteles discrimina claramente entre los
dos géneros mencionados. En el judicial el objeto es todo aquello que contribuya a aclarar los
hechos, los cuales deberán presentarse de forma que seduzca al auditorio. En el epidíctico, en
cambio, también son las acciones del personaje alabado o vituperado la materia de la
narración, pero contadas con todo detalle y resaltando las que se quiere poner de relieve.
Finalmente, la narración debe reunir una serie de requisitos: brevedad (ateniéndose a lo
esencial para la causa y eliminando lo accesorio), credibilidad (debe justificarse no sólo lo
verosímil sino incluso lo increíble), carácter ético (ha de reflejar una postura moral) y carácter
patético (es importante que las acciones revelen una notable intensidad de las pasiones con
vistas a despertar la emotividad del auditorio) (Retórica, III, 16, l4l6a-l4l7b).
Como se ve, la doctrina aristotélica sobre la narración constituye un hito de trascendental
importancia no sólo porque representa el punto de partida de una amplísima tradición tanto en
los dominios de la Retórica como de la Poética sino por su propio volumen y entidad. Sobre
ella vuelven, en primer término, los retóricos latinos, cuyas aportaciones serán enormemente
importantes, ya que a través de ellos se achica notablemente la separación entre la narratio
retórica y la narratio literaria. [-19;20-]
Tanto Cicerón como Quintiliano y el autor de la Rhetorica ad Herennium aprovechan para
el análisis de la narratio algunos de los conceptos nucleares de la Poética como la verosimilitud, el decoro y la necesidad. El primero de ellos aparece en la definición de narratio
que ofrecen los tres autores como exposición de hechos realmente acaecidos o presentados
como si hubieran tenido lugar (Quintiliano añade una coletilla que lo aproxima a la
perspectiva aristotélica: la narración es útil para persuadir). Estrechamente vinculado a la verosimilitud se encuentra el concepto del decoro, según el cual lo narrado no sólo ha de ser
creíble sino congruente con la realidad (esto es, han de evitarse contradicciones con el mundo
que sirve de punto de referencia). Finalmente, la necesidad o causalidad funciona como
alternativa al criterio de la verosimilitud, al menos en el plano compositivo: el orden de los
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acontecimientos se fija de acuerdo con el grado de credibilidad de éstos o según lo que exige
la naturaleza (ya mediatizada por el arte) (E. Artaza: 1989, 42-91).
Cicerón y el autor de la Rhetorica ad Herennium aportan una clasificación de los géneros
narrativos en la que queda patente el entronque de la narratio retórica con la narratio literaria: narración de la causa (hechos reales), narración como digresión (hechos creíbles) y,
sobre todo, narración como ejercicio de adiestramiento del futuro orador (dominio de lo
imaginarios). A través de esta última actividad –literaria en sí misma por su carácter ficticio y
tan encarecida por Quintiliano (R. Barthes: 1970, 21)– el estudiante podía ejercitarse tanto
sobre asuntos como sobre personas.
En el primer caso caben tres posibilidades de acercamiento (o distanciamiento, según se
mire) a la realidad: máximo (historia), mínimo (fábula) o intermedio (argumento). Así, pues,
la narratio retórica ingresa en el ámbito de la ficción a través de dos de sus modalidades
básicas: la exposición de hechos verosímiles (argumento) y, de modo especial, los que rehuyen los rasgos de veracidad y verosimilitud (fábula).
El esquema narrativo se completa con los tópicos de la narración de personas –esto es, la
descripción– y los concernientes a las circunstancias de lugar y tiempo. De la vitalidad y
relevancia de estos tópicos para la historia literaria [-20/21-] quedan pocas dudas después del
importante trabajo de Curdus (1948). La galería de tipos y paisajes forjados dentro de la
frenética actividad simuladora de la Retórica terminó convirtiéndose en módulo compositivo
para las creaciones literarias. Es más: en no pocas ocasiones el literato ni siquiera se molesta
en rellenar el molde; se lo apropia directamente con el contenido dispuesto por los retóricos
(Barthes: 1970,57-59).
En lo referente a las personas merece reseñarse la postura de Cicerón: «La narración que
versa sobre las personas —dieces aquélla en que se hace hablar a las personas mismas y se
muestran sus caracteres.» La definición es importante ya que, contrastada con la que tiene
como objeto los asuntos, permite establecer una división entre aquellos relatos en que los hechos son puestos en boca de un narrador y los que son referidos por los propios protagonistas.
Tras esta clasificación no resulta difícil entrever lo que Genette, recogiendo la diferencia
platónica entre diégesis y mímesis, ha denominado relato de hechos y relato de palabras
(Pozuelo Yvancos: 1988, 162-163).
Con todo, quizá sea en Quintiliano donde Retórica y Literatura se dan la mano de un modo
más manifiesto (no en vano las recomendaciones incluidas en su tratado han funcionado a
través de la historia como guía tanto para los oradores como para los literatos), (Barthes:
1970, 20–21). En lo que a la narratio se refiere, el autor aporta consideraciones muy importantes a propósito de una de las figuras más relevantes del tiempo: el orden de los
acontecimientos. En él se encuentra, si bien formulado en otros términos, la distinción
(presente ya en la Poética aristotélica, aunque referida al material objeto de la mímesis que
recibe su configuración en la fábula) entre el ordo naturalis y el ordo artíficialis, cuya
formulación corresponde a la Edad Media y será retomada en el siglo XX. Según el autor, el
orden de los acontecimientos es impuesto por el orador–narrador, el cual manipula el material
de acuerdo con la perspectiva general del discurso valiéndose de una serie de procedimientos:
pretericiones o paralepsis, analepsis, etc. (Pozuelo Yvancos: 1988, 151-152).
Por lo demás, Quintiliano se hace eco de las recomendaciones de Cicerón sobre la
necesidad de que la narración de [-21;22-] entrada a todos aquellos procedimientos –
sorpresas, expectativas, diálogos, patetismo, finales inesperados, etc.– que permitan potenciar
su carácter seductor al tratar del genus admirabile. También alude el autor –y, ciertamente,
por vez primera dentro de la tradición retórica– a dos momentos de particular interés para el
relato: su preparación o comienzo y la culminación (Artaza: 1989, 89-91).
Las referencias a la narratio dentro de la Retórica antigua no estarían completas sin una
alusión –siquiera breve– a Hermógenes. Aunque sus propuestas se encuentran muy cerca de
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Quintiliano, no puede obviarse un rasgo tan característico de su doctrina como es la
amplificatio. Justamente lo que caracteriza la narración, según él, es la amplificación de los
hechos escuetos por medio de ciertos procedimientos, esto es, manipulando el material. Esta
operación puede afectar tanto a la forma como al contenido y se lleva a cabo a través de la
ornamentación y aludiendo a lo hecho y a lo omitido, indagando la causa de los hechos o
dando entrada a los razonamientos (que justifiquen los acontecimientos o el comportamiento
del personaje). Obvio es decir que, aunque desde supuestos claramente diferentes, el relato
literario se ha hecho eco (de forma consciente o inconsciente) de procedimientos dilatorios
muy próximos a la amplificación. Baste pensar en el rasgo de morosidad con que tanto los
formalistas rusos como Ortega y Gasset caracterizan el género novelesco así como en la
afirmación de R. Barthes (1966) de que el relato presenta una estructura de fuga: tiende
siempre a prolongarse a través del poder amplificador de las distorsiones.
Como recuerda E. Artaza (1989: 153ss), las retóricas españolas del siglo XVI se reparten
entre el modelo clásico greco-latino –el objeto de la narratio se enmarca en el ámbito de lo
real o lo verosímil— y el helenístico–bizantino más cercano a Hermógenes y a la doctrina
sobre la amplificatio. Merecería destacarse en este punto la concepción de L. Vives de la naturaleza dinámica de la narración frente a la estática de la descripción. Se trata de dos modos
de representación de la realidad e incluso del mismo objeto (planteamiento realmente
novedoso y, sin duda, moderno).
En el ámbito de la Poética cabe citar, por ceñirnos al caso de España, los ejemplos de A.
López Pinciano y Cáscales. En [-22;23-] la Philosophia Antigua Poética es importante el
volumen de páginas consagrado a todo lo que tiene que ver con la narración y, en general, el
género épico (siempre muy cerca de la doctrina aristotélica en cuanto a las unidades, materia
y cualidades de la narración). El influjo de la tradición clásica le hace preferir asuntos
históricos o verosímiles frente a los de carácter fantástico; de ahí su rechazo de los libros de
caballerías, aunque reconoce que el género inverosímil puede presentar gran perfección y
encanto (III, 165-166).
La condena de los libros de caballerías aparece también en Cáscales, aunque en este caso
sea debida a que la abundancia de elementos episódicos puede atentar contra la unidad de la
fábula. La base doctrinal de Cáscales se encuentra también en Aristóteles y en la tradición
retórica, si bien es preciso reconocer que su modelo inmediato es Minturno. Al igual que el
Pinciano defiende Cáscales la unidad de acción y tiempo (1 año), al menos en el desarrollo de
la historia principal; en cambio, el narrador dispone de mayor libertad en cuanto a los
elementos episódicos. Aquí sí caben, siguiendo a Horacio, las digresiones y, en definitiva, la
amplificario, la morosidad y, por supuesto, el ordo artificialis (A. García Berrio: 1988, 152155, 296-322; F. de Cáscales: 1617, Tablas segunda y sexta).
La Retórica –ahora rebautizada como Neorretórica para distinguirla de su antecesora–
regresa en el siglo XX con un signo muy diferente al que había guiado su secular singladura.
Ahora se cambia de bando: deja de funcionar como auxiliar del escritor durante el proceso de
creación para convertirse en aliado de la teoría y explicación de los textos. El esquema
retórico básico –invendo, dispositio, elocutio– y el arsenal de figuras acumulado a lo largo de
una práctica secular facilitan al estudioso no sólo una concepción global de la constitución del
texto y sus fines sino de los procedimientos singulares que han permitido ponerlo en pie
(Grupo LU 1970, 1977; H. Plett: 1981, 139-176; P. Valesio: 1980; A. García Berrio: 1984, 759; W. Booth: 1961; G. Genette: 1970; R. Barthes: 1970; H. Lausberg: 1966, 1968...).
En el ámbito de la narratología son varios los autores (por atenernos sólo a España) que
han postulado recientemente la conveniencia y utilidad de aprovechar los recursos de la [23;24-] Retórica para dar cuenta de las singularidades tanto del texto narrativo en general
como de aspectos mus concretos ( el papel del narrador, la organización temporal, etc.). Así, J.
Ma. Pozuelo Yvancos (1988: 142-165) ha señalado certeramente la fácil convergencia entre
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categorías retóricas y categorías narratológicas como ordo naturalis/ordo artificialis y la
contraposición formalista (de raigambre aristotélica) entre fábula y trama. Verosimilitud,
necesidad y decoro constituyen otras tantas categorías importantes que aparecen tanto en la
Poética de Aristóteles como en la tradición retórica posterior (en Cicerón y Quintiliano,
principalmente) para hacer referencia no sólo a la naturaleza ficticia del asunto sino a su
coherencia interna y al correcto ensamblaje de los acontecimientos.
Los intereses de la Retórica y la narratología vuelven a confluir al tratar de los géneros
narrativos. En este caso no sólo es interesante para la literatura el género de la narración como
ejercicio sobre causas ficticias sino, sobre todo, la división que aparece en Cicerón y Ad
Herennium: historia, fábula y argumento (cuyo objeto es, respectivamente, las cosas realmente acaeciadas, las que no son reales ni verosímiles y las que sin ser reales se hacen
merecedoras del calificativo de verosímiles). Esta división forma parte de otra de nivel
superior —la que separa la narración de los asuntos de la narración sobre personas (nivel o
enfoque funcional y actancial, según la terminología de V. Propp). Esta última puede
relacionarse fácilmente con las formas básicas del discurso narrativo: discurso del narrador/
discurso del personaje o diégesis/mímesis, de acuerdo con Genette –que encaja perfectamente
con los tres modelos de mundo propuestos por T. Alabadalejo para dar cuenta de las
complejas relaciones entre literatura y realidad en el seno de las obras de ficción (T.
Albadalejo: 1986, 58ss).
El texto narrativo constituye uno de los ámbitos en los que la aplicación del esquema
retórico resulta más fructífera. Es más, aunque la operación reviste no pocas dificultades, es
posible tender –y así se ha hecho tradicionalmente– a una integración de las fases
fundamentales del proceso retórico con uno de los pares de términos antitéticos que surgen en
la última parte de la Epístola horaciana y que, como es sabido, constituyen la aportación más
original del autor latino a la teoría literaria (A. García Berrio: 1977, 51ss). Se trata del [24/25-] doblete res/verba, en el que se sintetiza una de las cuestiones básicas dentro de la
poética tradicional: la que alude a las relaciones –y, cómo no, a la jerarquía–, entre el
contenido y la expresión en el marco de la obra literaria.
Res se correlaciona, en primer lugar, con la inventio, con la constitución del referente del
texto narrativo o, lo que es lo mismo, con el alumbramiento de mundos posibles a través del
poder demiúrgico de la imaginación. Pero, al mismo tiempo, res entra en contacto con
dispositio –la segunda gran operación retórica– puesto que los materiales o mundos que
surgen como resultado de la actividad de la inventio necesitan ser organizados artísticamente
para incorporarse al texto narrativo. En el primer caso res se equipara a la mímesis aristotélica, a la historia narrada; en el segundo, en cambio, el término que mejor traduce el
momento en que los hechos reciben una configuración de acuerdo con las convenciones del
arte es una vez más el aristotélico de fábula (P. Ricoeur: 1983, 83-116).
Por su parte, el segundo componente del par, verba, se corresponde directamente con la
elocutio retórica, esto es, con todo lo que tiene que ver con el discurso (aunque en su
organización concreta vuelve a intervenir nuevamente la dispositio). En suma, res/verba se
correlacionan estrechamente con dos operaciones básicas del esquema retórico, inventio y elocutio, pero tanto en un caso como en el otro tiene una intervención decisiva la dispositio (A.
García Berrio: 1977, 229ss, 411–430; T. Albadalejo: 1986, 117ss; 1992: 34ss; E Chico Rico:
1988,67ss).
Como se ve, pues, una teoría moderna sobre el relato no puede prescindir de todo el enorme y
rico bagaje conceptual y terminológico que las tradiciones retórica y poética han ido
elaborando a través de los siglos al compás de las exigencias que la creación planteaba en sus
respectivos dominios. En esta breve introducción se ha tratado de poner de manifiesto un
hecho tan trascendental –como se verá en el decurso de este libro– y, con frecuencia, tan
olvidado. [-25;27-]
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