Filosofía Social y Política- Enrique González Fernandez

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FILOSOFÍA SOCIAL Y POLÍTICA
Hoy la palabra política se encuentra infravalorada, a veces despreciada. Cada vez son
más frecuentes las personas e instituciones que manifiestan no querer entrar en política, que
se declaran apolíticas. Pero pretender que el hombre no sea político es algo inhumano, contra
naturam según el Humanismo renacentista.
La definición de hombre más conocida es una de las que propuso Aristóteles: animal
racional (zôon logikón). Se ha solido olvidar otra: animal político (zôon politikón), propuesta
también por Aristóteles. Porque la Política era para los griegos una dimensión constitutiva del
hombre. Si todo hombre es sociable por naturaleza, un animal político, entonces adquiere su
máximo perfeccionamiento en la vida social y política.
El nacionalismo y la corrupción que aquejan a algunos gobernantes han contribuido no
poco a considerar la política como algo sucio, indigno o envilecedor. Sin embargo los griegos
no calificaron como política a la mala manera de gobernar. Quizá el matiz peyorativo de esa
palabra se difundiese a partir de Maquiavelo, hasta llegar a casi renegar actualmente de ella.
El pensamiento político de Maquiavelo significó una recaída en el primitivismo. Cuando el
político actúa sin consideración a la Política, a las normas éticas inmanentes de su actividad,
se comporta como un político maquiavélico, es decir: éticamente indiferente o, mejor dicho,
inmoral. Bartolomé de las Casas, en la epístola que escribió a Bartolomé de Carranza el año
1555, manifiesta que si en el gobierno del Nuevo Mundo se pone el provecho de los españoles
como fin, y los indios como medio, este error «será condenado por toda razón natural y
humana, y mucho más por la cristiana Filosofía».
Muchos dan por descontado que no es fácil conciliar ética y política: de hecho el
pensamiento moderno después de Maquiavelo justifica muchas veces la escisión entre moral y
política, de tal manera que todos los medios parecen buenos para conseguir los fines de los
Estados o de los partidos políticos. ¿Pero hasta qué punto puede hablarse de Política, con
mayúscula, cuando no viene acompañada por la Ética?
Para los griegos, los clásicos y también para los humanistas modernos, la política
ajena a la Moral no es Política. Ésta era concebida no sólo formando parte de la Ética, sino
siendo su culminación necesaria porque busca el deber ser de la comunidad social. Según
Aristóteles, la Política es Ciencia arquitectónica respecto de la Ética, en cuanto que el bien
común incluye dentro de sí los bienes individuales. La Ética se subordina a la Política, como
una modalidad de ésta: dirá que la Ética es una cierta forma de Política. El bien aplicado a una
nación y a ciudades es «más bello y más divino», escribe en la Ética a Nicómaco.
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La comunidad política no es algo artificial, sino natural: brota de una inclinación del
hombre. Según Aristóteles, la pólis es una de las realidades que existen por naturaleza, ya que
el hombre es un animal político (Hobbes, Rousseau o Lutero, por el contrario, pensarán que la
comunidad política es artificial). Para Aristóteles la pólis es el culmen de la sociabilidad
natural del hombre, el lugar donde alcanza su mayor perfección, donde se da el desarrollo
pleno de la naturaleza humana; es la obra más excelente que el hombre puede realizar en la
tierra. Porque el fin de la comunidad política son las buenas acciones. Vivir bien y obrar bien
es lo mismo que ser feliz. Por vivir bien no hay que entender sólo la abundancia de bienes
materiales, sino la vida conforme a la virtud. El hombre no puede realizar la virtud y la felicidad sino en la vida social. Por ello la Política es, según Aristóteles, el instrumento más
importante para el perfeccionamiento humano.
En el Renacimiento la Política formaba parte de los Studia Humanitatis. Podría
definirse como el Arte de conseguir el bien común. La palabra Política, etimológicamente,
deriva de la griega pólis, aquel tipo de ciudades-estado que hicieron posible el nacimiento de
la Filosofía. El pensamiento de los filósofos griegos clásicos condicionó lo que en el
Humanismo se entendía por Política, cuyo estudio aparece en los múltiples tratados que
durante el Renacimiento se escribieron para regimiento o educación de Príncipes. Porque todo
futuro Rey llamado a regir una sociedad, a hacer de ella una obra de Arte, debía antes
educarse profunda y convenientemente; este cuidadoso periodo educativo era considerado
como algo casi sagrado, objeto de innumerables deliberaciones.
Tomás de Aquino escribe que la Política es una Ciencia práctica, perfeccionada por la
prudencia, que tiene como finalidad guiar a los hombres hacia la adquisición del bien. Es la
Ciencia más arquitectónica porque rige, coordina y da significado a todas las otras Ciencias
prácticas. En su Comentario a la Política de Aristóteles dice que, teniendo en cuenta el
criterio según el cual es más valiosa la acción que tiene un objeto más noble y elevado, hay
que admitir que entre todas las Ciencias prácticas la Política ocupa el primer puesto, y tiene
una función ordenadora que mira a la consecución del bien último y perfecto en las realidades
humanas.
Según Tomás de Aquino, también la sociabilidad es natural al hombre; algo tan inherente al ser humano como sus propios miembros corporales: si la mano o el pie no pueden
existir sin el hombre, del mismo modo ningún hombre es por sí mismo suficiente para vivir
separado de la sociedad. Aquino, como Aristóteles, escribe repetidamente que el hombre es
por naturaleza un animal social y político. La misma naturaleza exige que el hombre viva en
sociedad; ninguna persona aislada puede atender suficientemente las necesidades de la vida.
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La sociedad política aparece como comunidad perfecta, en cuanto que en ella se encuentra
todo lo necesario para subvenir a las necesidades de la vida humana.
Lutero sostendrá que el Estado o la comunidad política es consecuencia del pecado:
debe existir ante la tremenda corrupción de la naturaleza humana. Para Aquino, de ningún
modo es consecuencia del pecado: aunque éste no existiera, habría Estados o Reinos, que se
originan por la naturaleza social del hombre; a ésta pertenece la vida política.
En los siglos XV, XVI, XVII y XVIII la palabra política tenía mucho más valor y aprecio
en Occidente. Política proviene del griego politiké, terminación femenina de politikós. Según
el Diccionario de la Lengua Española y el Diccionario de Autoridades, de la Real Academia
Española, política significa el arte del gobierno de la República, que trata y ordena las cosas
que tocan a la Policía, conservación y buena conducta de los hombres; política es buena
gobernación de Ciudad, que abraza todos los buenos gobiernos. Hay otra acepción de la
palabra política: cortesía y buen modo de portarse. El adjetivo político significa cortés,
urbano (lo contrario de lo que ahora predomina).
Cometido fundamental del Humanismo fue enseñar a vivir políticamente: conforme a
las Leyes o reglas de la Política. Lo contrario de hombres políticos eran los hombres
bárbaros. Y se consideraba que los gobernantes renacentistas debían poner gobierno político
a sus sociedades para que aprendieran a vivir políticamente. Había que enseñar a los hombres
a vivir en policía: la palabra policía (del griego politeía) significa, según los mismos
Diccionarios, buen orden que se observa y guarda en las Ciudades y Repúblicas, cumpliéndose las Leyes u ordenanzas establecidas para su mejor gobierno; cortesía, buena crianza
y urbanidad en el trato y costumbres; limpieza, aseo.
Uno de quienes trató de comunicar el Humanismo al Nuevo Mundo descubierto en el
Renacimiento fue Bartolomé de las Casas: sus obras se esfuerzan en demostrar que los indios,
por muy brutales y bárbaros que fuesen, podían ser reducidos a buena policía, y hacerse
domésticos, mansos y tratables; según él los indios tenían capacidad para la vida política.
Había que enseñarles a que fuesen políticos.
En su obra Política indiana, de 1646, Juan de Solórzano y Pereyra dice que se puso a
los habitantes del Nuevo Mundo en vida política, desterrando su barbarismo, cambiando sus
actos de antropofagia y sacrificios humanos en buenas costumbres, y enseñándoles la
verdadera estructura de la tierra, edificar casas, juntarse en pueblos, leer y escribir, y otras
muchas artes que desconocían. En el III Concilio Limense se declaraba que los indios no
podían ser enseñados a ser cristianos si primero no se les enseñaba —recuérdese que el
concepto de educación es central en el Humanismo— a que «sepan ser hombres y vivir como
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tales». Ese Concilio pedía que los indios, «dejadas sus fieras y agrestes costumbres antiguas,
se hagan a las de hombres políticos». Tras estas palabras se explicaba qué se entendía por
políticos: estar «aseados y limpios», «tener mesas para comer, y lechos para dormir en alto, y
no en el suelo, como lo hacían, y las casas con tanta limpieza y aliño que parezcan habitación
de hombres, y no chozas o pocilgas». Esto había que enseñarlo «con amor, cuidado y
gravedad paternal».
Incluso el año 1810 Andrés Bello, en su Resumen de la Historia de Venezuela, habla
de la época de la regeneración civil de ese país indiano, cuando —dice— «entró la política a
perfeccionar» su sociedad: reunidos en una sola familia, vieron los venezolanos su
prosperidad gracias al «orden con que la política ha distinguido sus medidas».
Además, a partir del Renacimiento moderno el concepto de político se contrapondrá al
de despótico. Así lo muestra, por ejemplo, en el siglo
XVI,
Matías de Paz, catedrático de la
Universidad de Salamanca, quien en su obra titulada De Dominio Regum Hispaniae super
Indos propugna no un Principado «despótico o tiránico», que mira al bien exclusivo del
gobernante, sino un Principado «Real y político», que mira al bien de los súbditos, en el que
los indios son vasallos libres del Rey. En el siglo siguiente Solórzano y Pereyra escribirá en
su Política indiana que el régimen para gobernar los indios había de ser político, no
despótico. La política se contrapone a la tiranía. Recuérdese el significativo título de la obra
de Quevedo Política de Dios, gobierno de Cristo y tiranía de Satanás. Y ya el mismo Rey
Felipe II, al reconocer los grandes daños, agravios y opresiones recibidos por algunos indios,
declara que eso se ha hecho «contra toda razón cristiana y política»1.
Tal es la situación en que hoy se encuentra el gobierno de muchos pueblos, no exento
de corrupciones, nacionalismos, despotismos o tiranías, de bárbara anteposición de los bienes
particulares al bien común, que urge el Renacimiento de la Política. Porque a veces los
gobiernos no sólo prescinden de ella, sino que incluso actúan contra toda razón política.
Durante el feudalismo se produjo la penosa fragmentación de aquella gran Romania
que había englobado a casi todos los pueblos europeos en una unidad cultural, política y hasta
lingüística. La caída de Roma con la invasión de los bárbaros supuso una grave
incomunicación de las diversas sociedades de Europa, la aparición de fronteras nacionalistas,
el retroceso de la comunidad alcanzada, la germinación —muy valiosa, por otra parte, pero
también con un lado negativo— de las lenguas que se llamarán románicas por proceder del
que fue idioma común a todos: el latín de la Romania.
1
Me he ocupado de ello en mi obra Filosofía política de la Corona en Indias. La Monarquía
Española y América. Fundación Ignacio Larramendi. Madrid, 32010.
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Los humanistas consideraban que el feudalismo fue un régimen sumido en las tinieblas
de la barbarie, y trajo la división, la ruptura de esa Europa que en la Antigüedad había
alcanzado una convivencia unitaria. El Renacimiento del Cuatrocientos y del Quinientos
quiso reformar todo cuanto estaba viciado o en estado ruinoso. Uno de los trabajos
reformistas acometidos fue el que tenía como objetivo articular la sociedad, porque el
feudalismo había creado malos regímenes sociales en los que cundían la injusticia, el
aislamiento y la insolidaridad entre los hombres, precisamente por falta de Política. Y el
Humanismo pretendía formar, con la Política de que hablaron los griegos, Reinos nuevos, es
decir: justos, armónicos, abiertos, comunicativos, no replegados egoístamente, sino solidarios,
en donde el hombre progresara, pudiera ser feliz, se sintiera acogido y ayudado. Toda obra
política se consideraba artística, resplandeciente al ser buena y bella; por algo Jacob
Burckhardt, en su libro La cultura del Renacimiento en Italia, de 1860, tituló el primero de
sus capítulos El Estado como obra de Arte.
En el Renacimiento medieval y moderno se sentía nostalgia de aquella antigua
comunidad europea, dada la cerrazón entre las que habían sido provincias romanas, y que
luego se aislaron unas de otras dándose la espalda. Era necesario derribar las fronteras
creadas; los hombres de cada país debían abrirse, comunicarse, solidarizarse con los demás.
Había que ir más allá, Plus Ultra, de los límites feudales. Porque fue humanamente
empobrecedor el replegamiento de los pueblos europeos.
El humanista romano Lorenzo Valla, en sus Elegantiae linguae latinae, de 1444, al
verse en un mundo latinizado, a pesar de la dispersión política, lo consideraba como propio y
familiar: «Nuestra es Italia, nuestra la Galia, España, Alemania, Panonia, Dalmacia, Iliria y
muchas otras naciones, pues el Imperio Romano está donde quiera que impera la lengua de
Roma». Es decir, el latín es para Valla un sacramento, un vínculo de unión europea: «grande
es el sacramento de la lengua latina», dice.
Los humanistas concebían distintas maneras de cómo podría recuperarse el Imperio
Romano. Dante, que soñaba con una Política que estableciera la paz universal, escribió a
comienzos del siglo XIV un tratado titulado Monarchia, en el que defiende la separación entre
la Iglesia y el Estado. Habla de una Monarquía Universal y postula la unidad del mundo
gobernado por un Emperador. Escribe que «es necesario que sea uno solo el que rija y
gobierne, y éste debe llamarse Monarca o Emperador. Así resulta evidente que, para bien del
mundo, es necesario que exista la Monarquía o Imperio [...] Los Reinos mismos deben estar
ordenados a un solo Príncipe o Principado, es decir, a un Monarca o una Monarquía [...] La
Monarquía es necesaria para que el mundo esté bien ordenado». Este Imperio supondría para
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Dante la solución de todos los males por los que atravesaba Europa, particularmente su
ciudad, Florencia, sumida en la anarquía.
Dante quiere probar que la autoridad del Emperador no le viene conferida por el Papa:
«la autoridad del Imperio no depende en absoluto de la Iglesia [...] La autoridad del Imperio
no depende de la autoridad del Sumo Pontífice». El pensamiento político de Tomás de
Aquino, en cambio, es teocrático: considera que la autoridad de todos los Reyes —sobre los
cuales él no postula un Emperador— les viene del Papa, a quien deben obediencia. En su
tratado De Regno, escrito en torno a 1265, Aquino dice que «todos los Reyes del pueblo
cristiano deben ser súbditos del Romano Pontífice». Dante, en cuanto cristiano, se siente
ligado y obediente al Papa, pero en cuanto ciudadano se proclama libre de la obediencia a él.
Dante se opuso a la teoría hierocrática de Bonifacio VIII, en cuya bula Unam Sanctam,
de 1302, dice que el Papa recibe de Dios el doble poder espiritual y temporal, y que el
Emperador está subordinado al Romano Pontífice: «Hay dos espadas: la espiritual y la
temporal [...] Una y otra espada, pues, están en la potestad de la Iglesia, la espiritual y la
material [...] La potestad espiritual tiene que instituir a la temporal, y juzgarla si no fuere
buena».
En el siglo
XVI
el Emperador Carlos V coincidirá con Dante en sostener que la
autoridad de su Imperio no depende del Papa, a quien juzga e incluso castiga, separándose así
de lo establecido en la bula Unam Sanctam. Pero al mismo tiempo no coincide con la idea de
la Monarquía Universal del Dante porque Carlos V da un paso más. Los humanistas europeos
sintieron una viva admiración por el Emperador renacentista Carlos V; pensaban que él podía
realizar una comunidad de todo el Orbe, una nueva Pax Romana. Erasmo tiene algunos
escritos en su honor, muy poco conocidos, que no cabe duda influyeron en el pensamiento de
Don Carlos, dada la singular relación que existía entre ambos.
En su obra titulada Educación del Príncipe cristiano, de 1516, dedicada «al Ilustrísimo
Príncipe Don Carlos», Erasmo cita a Aristóteles: «siendo así que de suyo es cosa eximia la
sabiduría, oh Carlos, el más aventajado de los Príncipes, opina Aristóteles no haber más
excelente linaje de sabiduría que la que enseña a formar al Príncipe, útil y eficaz para el bien
común». Después hace referencia a Platón: «Por esto Platón, en ninguna otra cosa muestra
diligencia mayor que en formar gobernantes para su República, tales que [...] por su sola
sabiduría se aventajen a los demás. Y aún afirma que jamás hubo Repúblicas prósperas si no
fueron filósofos los que pusieron mano al timón, o si aquellos a quienes la fortuna entregó el
gobierno, abrazaron y profesaron la Filosofía».
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Para Erasmo esta Filosofía no trata de los primeros principios, sino que enseña a
gobernar bien: «Filosofía, digo, no aquella que disputa acerca de los principios, de la primera
materia, del movimiento o del infinito, sino aquella otra que liberando el espíritu de las falsas
opiniones del vulgo o de las pasiones desordenadas, enseña el estilo del buen gobierno, a
ejemplo de la Divinidad». Erasmo desea que Don Carlos aventaje al célebre Alejandro en
Política: «Empero, dado que tú, ínclito Príncipe Carlos, superas en venturas a Alejandro,
esperamos que serás tal, que también le harás ventaja en sabiduría política».
¿Qué pensaba Carlos V de lo que debía ser su Imperio? Las ideas Imperiales adoptadas por Don Carlos son muy distintas de las que le proponían algunas personas, como su
canciller Mercurino Gattinara. Este último y los consejeros flamencos tenían como idea la de
la Monarquía Universal, basada en la avarienta adquisición de territorios, en la ambición
nacionalista por conquistar nuevas tierras para que fueran explotadas: se trataba de un
imperialismo de corte feudalista.
Pero Carlos V quiso otra Política para el Imperio: la Universitas Christiana, basada no
en la ambición por conquistar, sino en la armonía entre los Príncipes cristianos. Es el
cumplimiento de un alto deber moral. El fin de tal Imperio no es someter despóticamente a los
demás Reyes y tratar de eliminarlos, sino coordinar los diversos Reinos y sus Monarcas,
potenciando las particularidades respectivas de tal modo que ninguno atente contra otro, y
todos se respeten mutuamente. Es el Imperio de la Pax Christiana entre las diversas Monarquías, el deseo por conseguir la unidad en un momento en que Europa se fragmentaba y
disgregaba debido a la maquiavélica razón de Estado de cada una de las nacionalidades frente
a toda norma ética.
En el Renacimiento surgió un pensamiento político relativo al Derecho Internacional
de Gentes, cuyo máximo representante es Francisco de Vitoria, al que —junto con el
pensamiento filosófico-político de Bartolomé de las Casas y al estudio de la Legislación
indiana— dedico la porción más extensa de mi asignatura, dado que la mayoría de los
alumnos de este cuarto curso son hispanoamericanos, considerando además el estado de error
que existe sobre Hispanoamérica. Por eso me parece conveniente que esta Facultad ofrezca la
oportunidad de ese estudio. Y aquí podría descubrirse esa verdad a nuestros alumnos
hispanoamericanos, los cuales contribuirían al bien del Mundo Hispánico cuya política y
comprensión resultan absolutamente lamentables. Opina Vitoria que la totalidad de los
hombres, a pesar de verse fragmentada en diversas naciones, debe constituir una Communitas
Orbis: hay que observar ciertos derechos, deberes, alianzas y acuerdos mutuos, a fin de que
las personas puedan ayudarse recíprocamente y mantenerse en paz.
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Cierto que la ignorancia histórica favorece la erupción de nacionalismos, hace posible
la manipulación de pueblos que sustituyen su realidad por una ficción, y se llenan de
resentimientos y rencores. El nacionalismo, que es un fenómeno feudalista, ha solido traer
como consecuencia la discordia y la guerra. La sociedad actual conoce el reverdecimiento de
un provincianismo que parecía superado en épocas pasadas, y que ahora se identifica con el
nacionalismo.
En El tema de nuestro tiempo, Ortega define el provincianismo como un error de
óptica, en virtud del cual el sujeto cree que está en el centro del mundo. En su comentario a
las Meditaciones del Quijote, Marías pone de relieve que el pensamiento orteguiano «excluye
todo provincianismo. Mientras provincial es el que pertenece a una provincia, provinciano es
para Ortega el que cree que su provincia es el mundo». Con gracioso ingenio, Ortega solía
repetir que «el provinciano, a diferencia del provincial, es el que cree que su provincia es el
mundo, y su pueblo una galaxia».
Este provincianismo, identificado con el nacionalismo, ya fue criticado por Ortega el
año 1908, cuando denunció el peligro del imperialismo alemán, construido sobre lo
culturalmente falso. En tal fecha le parece a Ortega que la labor educativa alemana —como
cualquier otra obra educativa nacionalista— es «una fábrica de falsificaciones». Este
fenómeno, que «falsifica hombres» y que llega a considerar ciertos estilos como enemigos de
la patria, es una manifestación del «vicio nacionalista de la intolerancia: en este sentido
merece, como todo nacionalismo, exquisito desprecio».
En otro artículo del mismo año 1908, Ortega escribe que «el nacionalismo significa la
reaparición en atmósferas modernas de la razón de Estado, y ambas cosas suponen la barbarie
y la incultura políticas».
Y en 1947 escribió Ortega que el provincianismo «es uno de los mayores morbos que
padece el Occidente». En esa fecha sigue diciendo que hace «un cuarto de siglo llamé la
atención en La rebelión de las masas sobre este fenómeno que ya se había entonces acusado
bastante. Pero, desde aquella fecha, el proceso ha avanzado pavorosamente. Hace mucho di
una voz de alarma en la Revista de Occidente, avisando de que el mundo se estaba volviendo
estúpido». Y «una de las causas de ello es el universal provincianismo»2. El estado del mundo
actual da la razón a esas palabras proféticas de Ortega.
2
JOSÉ ORTEGA Y GASSET: La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría
deductiva; en Obras completas, tomo IX. Fundación José Ortega y Gasset/Taurus. Madrid,
2009, pág. 1147.
8
El propio Juan Pablo II explicó que para que pueda haber una fraternidad y una
solidaridad humanas, de dimensión cristiana, hay que reconocer los valores elementales que
las sustentan: «el respeto al otro, el sentido del diálogo, la justicia, la ética sana de la vida
personal y comunitaria, la libertad, la igualdad, la paz en la unidad, la promoción de la
dignidad de la persona humana, la capacidad de participación y de compartir. La fraternidad y
la solidaridad superan todo espíritu de clan, de capillita, todo nacionalismo, todo racismo,
todo abuso de poder, todo fanatismo individual, cultural o religioso»3.
Consideraba Juan Pablo II que el viejo continente «se debate entre la integración y la
fragmentación. En efecto, de un lado, Europa posee una red de instituciones pluriestatales,
que deberían permitirle llevar a cabo su noble proyecto comunitario. Pero, de otro, esta misma
Europa está como debilitada por tendencias al particularismo, que van acentuándose y
causando reacciones inspiradas por el racismo y el nacionalismo más primitivos». Y aclara:
«No se trata de amor legítimo a la propia patria o de estima de su identidad, sino de un
rechazo del otro en su diferencia, para imponerse mejor a él. Todos los medios son buenos: la
exaltación de la raza que llega a identificar nación y etnia, la sobrevaloración del Estado, que
piensa y decide por todos; la imposición de un modelo económico uniforme y la nivelación de
las diferencias culturales. Nos hallamos frente a un nuevo paganismo: la divinización de la
nación. La historia ha mostrado que del nacionalismo se pasa muy rápidamente al
totalitarismo y que, cuando los Estados ya no son iguales, las personas terminan por no serlo
tampoco. De esta manera, se anula la solidaridad natural entre los pueblos, se pervierte el
sentido de las proporciones y se desprecia el principio de la unidad del género humano». Por
ello, la «Iglesia católica no puede aceptar esta visión de las cosas. Al ser universal por su
misma naturaleza, está al servicio de todos y no se identifica nunca con una comunidad
nacional particular. Acoge en su seno a todas las naciones, todas las razas y todas las culturas.
Se acuerda, más aún, sabe que es depositaria del proyecto de Dios para la humanidad:
congregar a todos los hombres en una única familia. Esto es así, porque él es el Creador y
Padre de todos. Por eso, cada vez que el Cristianismo, sea en su tradición occidental, sea en la
oriental, se transforma en instrumento de un nacionalismo, recibe una herida en su mismo
corazón y se vuelve estéril»4.
3
JUAN PABLO II: Mensaje para la XXII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales
(15 de mayo de 1988).
4
JUAN PABLO II: Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la
Santa Sede el 15 de enero de 1994.
9
Juan Pablo II había sufrido en su Polonia natal las consecuencias de ese nacionalismo:
«Por amarga experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la “diferencia”, especialmente
cuando se expresa mediante un reductivo y excluyente nacionalismo que niega cualquier
derecho al “otro”, puede conducir a una verdadera pesadilla de violencia y terror». En este
contexto es necesario «aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa de
nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones o culturas, y el patriotismo, que
es, en cambio, el justo amor por el propio país de origen. Un verdadero patriotismo nunca
trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de las otras. En efecto, esto
terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perniciosos
tanto para el agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus expresiones
más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en
hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las
aberraciones del totalitarismo. Es un compromiso que vale, obviamente, incluso cuando se
asume, como fundamento del nacionalismo, el mismo principio religioso, como por desgracia
sucede en ciertas manifestaciones del llamado “fundamentalismo”»5.
A su regreso a Roma después de pronunciar esas palabras en Nueva York, Juan Pablo
II recordó que «no hay que confundir la defensa y la promoción de la propia identidad
nacional con la insana ideología del nacionalismo, que induce al desprecio de los demás. En
efecto, una cosa es el justo amor al propio país, y otra muy diferente el nacionalismo que
enfrenta a los pueblos entre sí. Ese nacionalismo es profundamente injusto, porque es
contrario al deber de la solidaridad, y provoca reacciones y enemistades en las que se
desarrollan los gérmenes de la violencia y la guerra»6.
Hay que darse cuenta de que la «perfecta comunión en el amor preserva a la Iglesia de
cualquier forma de particularismo o de exclusivismo étnico o de prejuicio racial, así como de
cualquier orgullo nacionalista»7.
Ya Pablo VI había llamado la atención sobre los obstáculos que «se oponen a la
formación de un mundo más justo y más estructurado dentro de una solidaridad universal:
queremos hablar del nacionalismo y del racismo». «El nacionalismo aísla a los pueblos en
contra de lo que es su verdadero bien»8.
5
JUAN PABLO II: Discurso a la L Asamblea General de las Naciones Unidas (Nueva York,
5 de octubre de 1995).
6
JUAN PABLO II: Audiencia General del miércoles 11 de octubre de 1995.
7
JUAN PABLO II: Encíclicas Slavorum Apostoli, 11, y Ut unum sint, 19.
8
PABLO VI: Encíclica Populorum progressio, 62.
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