Fotografía, documento, realidad: una ficción más real que la realidad misma. Por Slavoj Žižek | 04.06.2004 Lo primero que llama la atención a propósito de las fotografías que muestran a los presos iraquíes torturados y humillados por los soldados estadounidenses, que se hicieron públicas a finales de abril de 2004, es el contraste que se da entre la forma “estándar” en que se torturaba a los presos en el anterior régimen de Saddam y las torturas llevadas a cabo por el ejército de Estados Unidos: en el régimen anterior, se cargaban las tintas en el hecho de infligir el dolor directa y brutalmente sobre el prisionero, mientras que los soldados estadounidenses se concentraban casi exclusivamente en la humillación psicológica. Por si fuera poco, la grabación de esas humillaciones por medio de una cámara, incluyendo en las imágenes a quienes perpetraban las torturas, sus rostros absurdamente sonrientes junto a los cuerpos retorcidos y desnudos de los prisioneros, forma parte integral del proceso, en contraste manifiesto con el secretismo con que se llevaron a cabo las torturas en el régimen de Saddam. Cuando vi por vez primera la ya de sobra conocida fotografía en la que aparece un prisionero desnudo con una capucha negra que le cubre la cabeza, con cables eléctricos adheridos a las extremidades, de pie sobre una silla, en una ridícula pose teatral, mi primera reacción fue que se trataba de una instantánea tomada en alguna de las más recientes performances que se exhiben en la zona baja de Manhattan. Las propias posiciones y las vestimentas de los prisioneros recordaban cierta escenificación teatral, una suerte de tableau vivant que por fuerza nos trae a la memoria el arte de la performance norteamericana en toda su amplitud y el “teatro de la crueldad”, las fotografías de Mapplethorpe, las extrañas escenas que aparecen en las películas de David Lynch... A todo el que esté más o menos familiarizado con la realidad de la “american way of life”, las fotos inmediatamente le recuerdan el obsceno submundo de la cultura popular norteamericana, esto es, los ritos iniciáticos de la tortura y la humillación a que uno ha de someterse para que se le acepte en el seno de una comunidad cerrada. No se suelen ver fotografías análogas al menos en intervalos regulares en la prensa estadounidense, cuando estalla algún escándalo en una unidad del ejército o en un campus universitario, donde el ritual iniciático se les va de las manos y ya sean los soldados, ya los estudiantes, resultan perjudicados más allá de un nivel que se pueda considerar tolerable: se les fuerza a adoptar una pose humillante, a realizar gestos degradantes (por ejemplo, penetrarse el orificio anal con una botella de cerveza delante de sus semejantes), soportar el pinchazo de varias agujas... Las torturas de Irak, por consiguiente, no han sido tan sólo un caso más de arrogancia norteamericana ante una población del Tercer Mundo: al someterse a esas torturas humillantes, los prisioneros iraquíes fueron en efecto iniciados en la cultura norteamericana, probaron el sabor de su obsceno submundo, lo cual constituye el suplemento necesario para acceder a esos valores públicos de la dignidad, la democracia y la libertad personal. Lo que percibimos cuando vemos las fotos de los prisioneros iraquíes humillados en nuestras pantallas, en nuestros periódicos, es precisamente una visión privilegiada de los “valores norteamericanos”, del meollo mismo de ese obsceno disfrute que soporta la “american way of life”. Esas fotografías son por consiguiente documentos, sí, pero ¿de qué? De FICCIONES, ni más ni menos: del poder que ejercen las fantasías, del poder que nos impulsa a ESCENIFICAR fantasías. Es uno de los tópicos de la ideología pop de hoy en día: con esa capacidad que tienen los medios de comunicación para invadirlo absolutamente todo, con la digitalización de nuestra vida cotidiana, la línea divisoria que separa la realidad de la ficción tiende a tornarse más y más difusa. Hoy es posible adquirir ordenadores portátiles con un teclado que imita artificialmente la resistencia a los dedos de las antiguas máquinas de escribir, así como emite el ruido de máquina de escribir en el que el tipo golpea el papel. ¿Qué mejor ejemplo de esa reciente necesidad de lo pseudo-concreto? Hoy, cuando no sólo las relaciones sociales, sino también la tecnología, van tornándose cada vez menos transparentes (¿hay alguien capaz de visualizar lo que sucede en el interior de un ordenador personal?), existe una enorme necesidad de recrear una concreción artificial con el fin de permitir a los individuos que se relacionen con la complejidad de su entorno, de un mundo vital cargado de sentido. En la programación de ordenadores, ése fue el paso que dio Apple: la pseudo-concreción de los iconos. La ya antigua fórmula de Guy Debord sobre la “sociedad del espectáculo” adquiere de ese modo un nuevo sesgo: se crean las imágenes con el fin de llenar el hueco que separa el nuevo universo artificial de nuestro antiguo entorno vital, esto es, con el fin de “domesticar” ese universo nuevo. Recuérdese el fenómeno de los “cutters” (sobre todo mujeres que experimentan una irresistible, acuciante necesidad de practicarse incisiones con cuchillas o de autolesionarse), en puridad correlativo a la virtualización de nuestros entornos: representa una estrategia desesperada por regresar a la realidad corporal. En cuanto tal, esa práctica de la autolesión está en acusado contraste con las inscripciones corporales al uso, los tatuajes, que garantizan la inclusión del individuo en el orden simbólico (virtual). En el caso de los “cutters”, el problema es más bien el contrario, esto es, la afirmación de la realidad misma. Lejos de ser fruto de un instinto suicida, lejos de ser síntoma de un deseo de auto-aniquilación, el “cutting” es un intento radical por (re)obtener una cierta apoyatura en lo real, o bien (otro aspecto del mismo fenómeno) de reafirmar con firmeza nuestro ego en nuestra realidad corporal, en contra de la insoportable angustia que supone el percibirse a uno mismo como algo inexistente. La versión habitual que dan los “cutters” de lo que les ocurre es que, tras ver la sangre roja y caliente que mana de la herida que se han autoinfligido, se sienten de nuevo vivos, profundamente enraizados en la realidad. Así pues, aun cuando, desde luego, el “cutting” sea un fenómeno patológico, es a pesar de todo un intento patológico por recuperar en cierto modo la normalidad, por evitar un hundimiento psicótico total. En el mercado de hoy en día hallamos una amplia gama de productos privados de sus propiedades malignas naturales: café sin cafeína, leche sin grasa, cerveza sin alcohol... Y la lista no termina ahí: ¿qué hay del sexo virtual en tanto sexo sin sexo, de la doctrina de Colin Powell sobre la guerra sin víctimas (en nuestro bando, cómo no) en tanto guerra sin guerra, de la redefinición contemporánea de la política en tanto arte de la administración experta, en tanto política despolitizada, e incluso del multiculturalismo tolerante y liberal, en tanto experiencia del Otro privado de su Otredad (el Otro idealizado que ejecuta danzas fascinantes y que tiene un enfoque ecológicamente sólido, holístico, de la realidad, mientras rasgos como la agresión contra la propia esposa quedan fuera de enfoque...)? La Realidad Virtual sencillamente generaliza este procedimiento mediante el ofrecimiento de un producto desprovisto de su sustancia: proporciona una realidad desprovista en sí misma de sustancia, del meollo duro y resistente de lo Real, tal como el café descafeinado huele y sabe igual que el café real pero sin ser café de verdad. La Realidad Virtual se experimenta como realidad sin que necesariamente lo sea. De todos modos, la dialéctica de lo verosímil y lo Real no pueden reducirse al hecho, harto elemental, de que la virtualización de nuestra vida cotidiana, la experiencia de que cada vez de manera más integral vivamos en un universo artificialmente construido, dé pie a la irresistible urgencia de “regresar a lo Real”, de recuperar una sólida apoyatura en alguna “realidad real”. LO REAL QUE RETORNA TIENE EL ESTATUS DE LO (OTRO) VEROSÍMIL: precisamente por ser real, es decir, en función de su carácter traumático/excesivo, somos incapaces de integrarlo en (lo que vivimos como) nuestra realidad, y nos vemos por consiguiente necesitados de experimentarlo como una aparición de pesadilla. Exactamente eso es lo que fue la cautivadora imagen del hundimiento de las Torres Gemelas: una imagen, una apariencia, un “efecto” que, al mismo tiempo, expresaba “la cosa en sí”. Ese “efecto de lo Real” no es el mismo que, allá por los años sesenta, Roland Barthes llamaba l’effet du réel: es más bien todo lo contrario, l’effet du irréel. Dicho de otro modo, en contraste con el barthesiano effet tu réel, en el que el texto nos lleva a aceptar como “real” su producto ficticio, aquí, lo Real mismo, con el fin de sustentarse, ha de percibirse como un espectro irreal y pesadillesco. Por lo común, decimos que no conviene confundir la ficción con la realidad; recuérdese la doxa posmoderna de acuerdo con la cual “realidad” es un producto discursivo, una ficción simbólica que mal percibimos como entidad sustancial autónoma. La lección que aquí aporta el psicoanálisis es justo la contraria: no conviene malinterpretar la realidad como si fuera ficción; es preciso discernir, en lo que experimentamos como ficción, el meollo duro e irreductible de lo Real, que sólo seremos capaces de sustentar si lo ficcionalizamos. En dos palabras, hay que discernir qué parte de la realidad se “transfuncionaliza” mediante la fantasía, de modo que, aun siendo parte de la realidad, se percibe bajo el modo de la ficción. Mucho más difícil que denunciar-desenmascarar (lo que aparece como) la realidad travestida de ficción es reconocer en la realidad “real” el ingrediente de ficción que comporta. (Lo cual, cómo no, nos retrotrae a la antigua idea lacaniana de que, así como los animales pueden engañar mediante la presentación de lo que es falso como si fuera verdadero, sólo el ser humano, entidad habitante del espacio simbólico, puede engañar mediante la presentación de lo verdadero como si fuera falso.) Y esta visión también nos permite retornar al ejemplo de los “cutters”: si lo realmente opuesto a lo Real es la realidad, ¿qué sucedería entonces si aquello de lo que en efecto huyen cuando se infligen los cortes no fuera simplemente la sensación de irrealidad, de virtualidad artificiosa de nuestro mundo vital, sino lo Real en sí mismo, que estalla so capa de alucinaciones descontroladas que comienzan a obsesionarnos cuando perdemos nuestra capacidad de anclaje en la realidad? En un reciente anuncio publicitario inglés de una marca de cerveza, la primera parte escenifica una anécdota de sobra conocida, tomada de un cuento de hadas: una muchacha camina a la orilla de un arroyo, ve una rana, la toma con dulzura, la pone en el regazo, la besa y, por supuesto, la fea rana se transforma milagrosamente en un hermoso joven. Sin embargo, la historia aún no ha terminado: el joven lanza una mirada codiciosa a la muchacha, la atrae hacia sí, la besa... y ella se convierte en una botella de cerveza que el joven sostiene triunfal en la mano. Para la mujer, la cuestión es que su amor (marcado por el beso) convierte a una rana en un hermoso joven, una presencia fálica completa (según los matemas de Lacan, la gran Phi); para el hombre, se trata de reducir a un objeto parcial la causa misma de su deseo (en los matemas de Lacan, una a minúscula). A resultas de esta asimetría, “no existe relación sexual”: nos las vemos bien con una mujer que tiene una rana, bien con un hombre que tiene una botella de cerveza. Lo que nunca tendremos es la pareja “natural” de la bella muchacha y el hermoso joven. ¿Por qué no? Porque del sustento fantasmático de esa “pareja ideal” resultaría la incoherente figura de una rana abrazada a una botella de cerveza. (Obvio es señalar que el punto de vista feminista elemental sería más bien que lo que las mujeres presencian como testigos en su vida amorosa cotidiana es el tránsito contrario: una besa a un hermoso joven y, cuando se le arrima en demasía, es decir, cuando es demasiado tarde, repara en que, en efecto, se trata de una rana.) Esto, así pues, abre la posibilidad de socavar el poder que una fantasía ejerce sobre nosotros por medio precisamente de la desmedida identificación con la misma, es decir, mediante el gesto de abarcar simultáneamente, dentro de un mismo espacio, la profusión de elementos fantasmáticos incoherentes. Dicho de otro modo, cada uno de los dos individuos se ve envuelto en su propio o propia fantasía subjetiva; la fantasía de la muchacha en torno a la rana que es en realidad un joven, la del joven en torno a la muchacha que es en realidad una botella de cerveza. Lo que el arte y la escritura modernos oponen a esto no es la realidad objetiva, sino lo “subjetivo objetivo” que subyace a la fantasía que los dos individuos nunca serán capaces de asumir en profundidad, algo similar a un cuadro al estilo de Magritte en el que una rana abrace una botella de cerveza, sólo que titulado “Hombre y mujer” o “La pareja ideal”. (La asociación con el famoso “cadáver de mula sobre un piano” del surrealismo está aquí plenamente justificada, ya que los surrealistas también practicaban su propia versión de la travesía de la fantasía.) ¿Y no es ése el deber ético del artista de hoy en día, ponernos frente a la rana que abraza la botella de cerveza cuando soñamos con abrazar a nuestra amada? En otros términos, escenificar fantasías que están radicalmente desubjetivizadas, que nunca podrán ser asumidas por el sujeto. ¿No se trata de eso? Así pues, éste es el punto al que tal vez tendemos: es posible que el ciberespacio, con su capacidad de exteriorizar nuestras fantasías más íntimas en toda su incoherencia, abra a la práctica del arte una posibilidad única de escenificar, de “representar” el sostén fantasmático de nuestra existencia, incluida la fantasía fundamentalmente “sadomasoquista”, que nunca podrá subjetivizarse de forma plena. Recuérdese, por ejemplo, Eyes Wide Shut, la película de Stanley Kubrick, recuérdese la conclusión de la película, tan aparentemente vulgar, en la que, después de que Tom Cruise confiese su aventura nocturna a Nicole Kidman, esto es, después de que ambos se vean frente a frente con el exceso de sus fantasías, Kidman, luego de verificar que los dos están completamente despiertos, devueltos al día y, si no para siempre, sí al menos durante mucho tiempo, seguirán manteniendo la fantasía a raya, le dice que tienen que hacer algo cuando antes. “¿Qué?”, pregunta él, y su respuesta es: “Follar”. Fin de la película, títulos de crédito. La naturaleza del paso al acto como salida por una puerta falsa, como manera de evitar la confrontación con el horror del inframundo fantasmático, nunca se había estatuido de manera más brusca en una película; lejos de procurarles a ambos una cierta satisfacción corporal en la vida real, que redujera a la superfluidad lo vacuo de las fantasías, ese paso al acto se presenta más bien como recurso provisional, como medida desesperadamente preventiva y tendente a mantener a raya el inframundo espectral de las fantasías. Es como si su mensaje fuese: follemos cuanto antes mejor con el fin de asfixiar las fantasías desbocadas, antes de que vuelvan a aplastarnos... La ocurrencia de Lacan acerca del despertar a la realidad como huida de una huida de lo real con la que uno se encuentra en el sueño tiene más predicamento que nunca en lo tocante al acto sexual en sí: no soñamos con follar cuando no podemos follar; más bien follamos para huir y ahogar el exceso del sueño, que de lo contrario nos aplastaría. “La verdad tiene la estructura de una ficción”: ¿existe mejor ejemplo de esta tesis que los dibujos animados en los que la verdad en torno al orden social existente se plasma de una manera tan directa como jamás podríamos encontrar en una narración cinematográfica, con actores “reales”? Recordemos la imagen de la sociedad que se obtiene en los dibujos animados agresivos, en los que se plasma una lucha entre animales: una despiadada pugna por la supervivencia, brutales trampas y ataques crueles, la explotación de los demás, su calificación de seres inferiores, agilipollados... Si esa misma historia tuviera que contarse en una película con actores de carne y hueso, sería sin duda víctima de la censura, o bien despreciada por pecar de un ridículo pesimismo excesivo. Por supuesto, también hay que tener en cuenta lo contrario: el potencial utópico que está presente en el universo de los dibujos animados, con su carencia de hondura realista, con la plasticidad de los cuerpos de los “muertos vivientes”, etc. El salto crucial se produce a mediados de los años treinta, cuando los dibujos animados abandonan la antigua plasticidad anárquica, la falta de profundidad, los gags, etc., y pasan al universo más “realista” y emocional de los largometrajes de Disney, una domesticación en toda regla correlativa a la de los Hermanos Marx, que tras el fracaso financiero de Sopa de ganso se prestaron a su reinvención en manos de Irving Thalberg, de la MGM: su agresividad incontrolable y su anárquico espíritu de gags subversivos fue reconvertido en un elemento más de la narración principal centrada en torno a la pareja enamorada, con abundantes y aburridos números musicales; dicho en breve, se ven reducidos al papel de benévolos ayudantes de la pareja en sus muchos y variados contratiempos, hasta el punto de orquestar la unificación final de los dos amantes tras mil bizantinas peripecias. La idea estándar consiste en que huimos a la ficción cuando la confrontación directa con la realidad es insuficiente: ¿no respalda justamente el destino de las descripciones artísticas del Holocausto la visión opuesta? Por espantosos que sean, somos capaces de ver documentales sobre el Holocausto, contemplar los documentos de esa catástrofe, mientras que hay algo falso en todo intento por plasmar una ficción narrativa “realista” sobre los sucesos de un campo de exterminio. Este hecho es más misterioso de lo que podría parecer: ¿cómo es que resulta más fácil ver un documental sobre Auschwitz que producir una película convencional que retrate lo que allí sucedió? ¿A qué se debe que las mejores películas sobre el Holocausto sean comedias? Aquí es preciso corregir a Adorno: no es la poesía, sino más bien la prosa lo que resulta imposible después de Auschwitz: es la prosa realista lo que falla estrepitosamente, mientras que la evocación poética del ambiente insoportable de un campo de concentración hace mucho más al caso. El realismo documental queda, pues, para quienes no pueden soportar la ficción: los excesos de una fantasía que opera en toda la ficción narrativa. Quizá sea aquí de cierta ayuda una referencia al ejemplar análisis de Levi-Strauss, tomado de su Antropología estructuralista, sobre la disposición espacial de los edificios de los Winnebago, una de las tribus de los Grandes Lagos. La tribu se divide en dos subgrupos (o “moietiés”), “los que son de arriba” y “los que son de abajo”; cuando pedimos a un individuo que trace sobre una hoja de papel o sobre la arena el plan de su aldea (la disposición espacial de las casas), obtenemos dos disposiciones harto distintas, según pertenezca a uno u otro de los subgrupos. Ambos perciben la aldea como un círculo, pero para uno de los subgrupos hay dentro de ese círculo otro círculo central de casas, de modo que se trata de dos círculos concéntricos, mientras que para el otro subgrupo el círculo se divide en dos mediante una clara línea divisoria. Dicho de otro modo, un integrante del primer subgrupo (llamémosle “corporativistaconservador”) percibe el plan de la aldea como un anillo de casas dispuestas de manera más o menos simétrica en torno al templo central, mientras que un integrante del segundo subgrupo (“revolucionario-antagonista”) percibe su aldea como dos amontonamientos diferenciados de casas separadas por una frontera invisible... Lo que quiere dejar claro Levi-Strauss es que este ejemplo de ninguna manera debería animarnos al relativismo cultural, de acuerdo con el cual la percepción del espacio social depende de la pertenencia del observador a uno u otro grupo: el mismo desgajarse de las dos percepciones “relativas” implica una referencia oculta a una constante que no es la disposición objetiva y “existente” de los edificios, sino un meollo traumático, un antagonismo fundamental que los habitantes de la aldea no son capaces de simbolizar, de explicar, de “interiorizar”, de aceptar si se quiere; un desequilibrio de las relaciones sociales que impide a la comunidad su propia estabilización en un conjunto armónico. Las dos percepciones del plano de la aldea son sencillamente dos empeños mutuamente excluyentes por convivir con ese antagonismo traumático, sanar su herida por medio de la imposición de una estructura simbólica equilibrada. Es ahí donde se puede ver en qué sentido tan preciso interviene lo Real mediante la anamorfosis. Primero tenemos la disposición “real” u “objetiva” de las casas, y luego hallamos dos simbolizaciones que distorsionan las dos de manera anamórfica la disposición real. Sin embargo, lo “real” aquí no llega a ser siquiera la disposición real, sino el meollo traumático del antagonismo que se produce. Lo Real es por consiguiente la X o tachadura de la negación a cuenta de la cual nuestra visión de la realidad experimenta una distorsión anamórfica. (Por cierto que este dispositivo en tres niveles es estrictamente homólogo del dispositivo en tres niveles que aplica Freud a la interpretación de los sueños: el meollo real del sueño no es el pensamiento latente del mismo, que se desplaza/traduce en la textura explícita del sueño, sino el deseo inconsciente que se inscribe por medio de la propia distorsión del talento latente en la textura explícita.) Por eso mismo, fue la propia fidelidad a lo real lo que obligó a Krzystof Kieslowski a abandonar el realismo documental; en un momento determinado, uno se encuentra algo más real que la realidad misma. El punto de partida de Kieslowski era el mismo que el de todos los cineastas de los países socialistas, a saber, la llamativa brecha que separa la mortecina realidad social de la imagen optimista y brillante que impregna los medios oficiales, fuertemente censurados. La primera reacción al hecho de que en Polonia la realidad social careciera de “representación” o estuviera “irrepresentada”, como decía Kieslowski, fue, cómo no, el paso hacia una representación más adecuada de la vida real en toda su mortecina ambigüedad; dicho en dos palabras, un enfoque documental: “Existía una necesidad, muy excitante para todos nosotros, de describir el mundo. El mundo comunista había descrito cómo debieran ser las cosas, no como eran en realidad. (...) Si algo no se ha descrito, es que oficialmente no existía. Por eso, al comenzar a describirlo le insuflábamos vida”. Baste señalar Hospital, el documental que rodó Kieslowski en 1976, en el que la cámara sigue a una serie de cirujanos de traumatología y ortopedia en un turno de 32 horas seguidas. Los instrumentos se les caen de las manos, la corriente eléctrica falla cada dos por tres, escasean los materiales más elementales, pero los médicos perseveran en el empeño hora tras hora, y no sin humor. Si embargo, la experiencia inversa se instala en el medio: al nivel más radical, es posible plasmar lo Real de la experiencia subjetiva sólo so capa de ficción. Al final del documental titulado Primer amor (1974), en el que la cámara sigue a una pareja de jóvenes solteros durante el embarazo de la muchacha, la boda de ambos y el parto, el padre aparece sosteniendo en brazos al recién nacido y llorando. Kieslowski reaccionó a la obscenidad de esa intromisión sin disculpa posible en la intimidad ajena con el “miedo de las lágrimas de verdad”. Su decisión, de pasar de los documentales a los filmes de ficción, fue en su esencia más radical una decisión ética: “No todo se puede describir. Ése es el gran problema del documental. Cae en su propia trampa. (...) Si al preparar una película sobre el amor, no puedo entrar en el dormitorio cuando dos personas reales están haciendo el amor (...) Me he fijado, cuando hago documentales, en que cuanto más quería acercarme al individuo, más objetos que me interesaban se me cerraban a la mirada. (...) Me asustan las lágrimas de verdad. De hecho, ni siquiera sé si tengo algún derecho a fotografiarlas. En tales momentos, me siento como alguien que se encuentra en un terreno que, de hecho, está más allá de su alcance. Ésa es la principal razón de que abandonase los documentales.” Así pues, existe un dominio de intimidad fantasmática que está jalonado por rótulos que indican “Prohibido el paso”, y que debiera representarse sólo por medio de la ficción, si uno aspira a evitar la obscenidad pornográfica. Confrontamos estas paradojas en su extremo de máxima pureza en lo que parece ser el gesto antiKieslowski por excelencia, esto es, los recientes empeños por salvar una de las prohibiciones fundamentales del cine narrativo combinando la narración misma con una descripción “hardcore” del sexo, esto es, incluyendo escenas de sexo que se representan como si fueran reales (tal como en una película “snuff” vemos el pene erecto, la penetración real) en una narración “seria”. Hasta hace poco, la pornografía “hardcore” respetaba la prohibición de Kieslowski: aunque lo mostraba “todo”, el sexo real, la narración que aportaba el marco para el desarrollo de reiterados encuentros sexuales era por lo común de un anti-realismo ridículo, cuando no era puro estereotipo, estúpida comicidad, escenificando una suerte de regreso a la commedia dell’arte dieciochesca en la que los actores no representan a individuos tomados de la realidad, sino a estereotipos unidimensionales: el avaro, el marido cornudo, la esposa promiscua. ¿No es esta extraña compulsión a ridiculizar la narración una suerte de gesto negativo de respeto? ¿No equivale a decir sí, lo mostramos todo, pero precisamente por esa razón queremos dejar bien claro que todo es un chiste inmenso, que los actores no están de veras implicados en lo que representan? Es ahí, posiblemente, donde resida la razón definitiva de la tensión dialéctica que se da entre realidad documental y ficción: si nuestra propia realidad social tiene sostén en una ficción o fantasía simbólica, el logro definitivo del arte cinematográfico no estriba en recrear la realidad dentro de una ficción narrativa, en seducirnos para tomar (erróneamente) lo ficticio por lo real, sino, muy por el contrario, en hacernos discernir los aspectos ficticios de la realidad misma, en experimentar la propia realidad como si fuera ficción. Vemos en la pantalla una simple toma documental en la que, de improviso, reverbera toda la profundidad fantasmática. Se nos muestra “lo que sucedió en realidad” y, de improviso, percibimos esa realidad en su dimensión más frágil, como resultado contingente, siempre cercado por sus dobles en la sombra. Eso es lo máximo que pueden plasmar los documentales. En todas las partes de la Trilogía de los Colores, la toma final es la del héroe (Julie, Karol, el Juez) llorando; esa toma no escenifica el reingreso del héroe, o de la heroína, del aislamiento dentro del contacto con los demás, sino, más bien, el doloroso acto de adquirir una distancia indicada con respecto a la realidad (social) tras el shock al que le ha expuesto en toda su desnudez el impacto de la realidad. Son capaces de llorar porque no hay riesgo en llorar, porque uno se puede distender lo suficiente para llorar. Por consiguiente, resulta muy indicado que la obra de Kieslowski, cuyos comienzos estuvieron marcados por el miedo de las lágrimas reales, concluya con el estallido de las lágrimas de ficción. Esas lágrimas no son las lágrimas que rompen el muro protector y que dejan a uno expuesto, expresando toda su espontaneidad de sentimiento, sino que son lágrimas teatrales, lágrimas escénicas, lágrimas de distancia recobrada, “lágrimas enlatadas” (como la risa enlatada de los platós de televisión) o, por citar al poeta de la Roma antigua, lacrimae rerum, lágrimas que se derraman en público a causa del gran Otro, precisamente cuando no nos importa nada (e incluso aunque lo odiemos) el difunto cuya desaparición lloramos. El logro de Kieslowski ha de leerse sobre el trasfondo de un fenómeno de sobra conocido, el de las antiguas formas artísticas que pugnan por salirse de sus propios límites movilizando procedimientos que, al menos desde nuestro punto de vista retrospectivo, parecen apuntar hacia una nueva tecnología que será capaz de servir de manera más “natural” y apropiada como “correlato objetivo” a las experiencias vitales que las antiguas formas artísticas se esforzaban por plasmar con sus experimentaciones excesivas. Toda una serie de procedimientos narrativos de las novelas decimonónicas anuncia no sólo el cine narrativo al uso (recuérdese el empleo intrincado de los flashbacks en Emily Bronte, o los “cortes transversales” y los “closeups” de Dickens), sino también el cine modernista (recuérdese el uso del “espacio en off” en Madame Bovary), como si una nueva percepción de la vida ya estuviera en activo, aunque todavía esforzándose por hallar su medio de articulación idóneo, hasta hallarlo en el cine. Es posible afirmar que hoy en día nos acercamos a un umbral homólogo: una nueva “experiencia vital” está en el aire, la percepción de una vida que estalla y revienta la forma de la narrativa lineal y plasma la vida como un flujo multiforme; incluso en el terreno de las ciencias “duras” (la física cuántica y su interpretación de la Realidad Múltiple, o el neo-darwinismo) parecemos estar obsesionados por el azar que rige la vida y por las versiones alternativas de la realidad; citando la tosca formulación de Stephen Jay Gould, que emplea precisamente una metáfora cinematográfica, “rebobinemos la película de la vida y pongámosla otra vez: la historia de la evolución será totalmente distinta”. La vida o bien se experimenta como una serie de destinos paralelos múltiples que interactúan y se ven afectados de manera crucial por toda suerte de encuentros contingentes y carentes de sentido, los puntos en los que cada una de las series tiene su intersección e interactúa o interviene en otra (véase Shortcuts, de Altman), o bien son distintas versiones/resultados de la misma trama las que se ejecutan de manera interminable (los “universos paralelos” o los “mundos alternativos posibles”). Los propios historiadores digamos “serios” han compilado hace poco un volumen de historia virtual, leyendo los acontecimientos cruciales del siglo XX, desde la victoria de Cromwell sobre los Estuardo y la guerra de la Independencia de Estados Unidos hasta la desintegración del comunismo, como si pivotasen sobre una bisagra imprevisible. Estas percepciones de nuestra realidad como uno solo de los resultados posibles, a menudo ni siquiera el más probable, de una situación “abierta”; esta noción de que muchos otros resultados posibles no han quedado lisa y llanamente descartados, sino que siguen rondando de manera obsesiva nuestra realidad “verdadera”, en calidad de espectro de lo que podría haber sido, con lo cual confieren a nuestra realidad ese estatus de fragilidad extrema y de contingencia, implícitamente chocan de frente con las formas narrativas “lineales”, predominantes, de nuestra literatura y nuestro cine; parecen invocar un nuevo medio artístico en el que no fueran un exceso excéntrico, sino su modo “idóneo” de funcionar. Se puede sostener que el hipertexto ciberespacial es uno de esos nuevos medios en los que estas experiencias vitales hallarán su correlato “natural”, más adecuadamente objetivo. Kieslowski es el artista cinematográfico que por antonomasia plasma universos múltiples; ahora bien, sus películas demuestran hasta qué punto es completamente ambiguo el universo de las realidades alternativas. Por una parte, su lección parece consistir en que vivimos en un mundo de realidades alternativas en el que, al igual que en un juego del ciberespacio, cuando una elección desemboca en un resultado catastrófico siempre es posible regresar al punto de partida para tomar otra elección mejor; lo que en principio fue un error suicida, la segunda vez puede hacerse de manera acertada, de modo que la oportunidad no cae en saco roto. En La doble vida de Véronique, Véronique aprende de Weronika, evita la elección suicida de ponerse a cantar y sobrevive; en Rojo, Auguste evita el error del Juez; incluso Blanco termina con la perspectiva de que Karol y su novia francesa tengan una segunda ocasión y se vuelvan a casar. El mismo título del libro que recientemente ha dedicado Annette Insdorf a Kieslowski, Double Lives, Second Chances [Vidas dobles, segundas oportunidades], apunta en esta misma dirección: la otra vida está aquí para darnos una segunda oportunidad, esto es, “la repetición se torna acumulación, con un error previo que es la base de un acto exitoso”. Sin embargo, así como da sustento a la perspectiva de repetir las ocasiones perdidas, este universo también puede interpretarse en sentido opuesto, de manera mucho más siniestra. Hay un rasgo material en las películas de Kieslowski que hace mucho tiempo atrajo la atención de los críticos perspicaces: el empleo de los filtros en Breve película sobre el asesinato: “La ciudad y sus alrededores se muestran de manera específica. El operador de cámara y responsable de la iluminación de esta película, Slawek Idziak, empleó los filtros en los que se ha especializado. Filtros verdes, de modo que la coloración de la película resulta verdosa. El verde, se supone, es el color de la primavera, el color de la esperanza, pero si se rueda con un filtro verde el mundo se torna un sitio mucho más cruel, más aburrido, más vacío.” Por si fuera poco, en Breve película sobre el asesinato los filtros se emplean “como una suerte de máscara, oscureciendo partes de la imagen que Kieslowski e Idziak no desean mostrar”. Este procedimiento por el cual “grandes segmentos de la imagen se nublan del todo”, no como parte de la descripción formularia de un sueño, o de una visión, sino en tomas que plasman la gris realidad del día a día, evoca directamente la idea de los gnósticos de que existe un universo creado de manera imperfecta, que no está por tanto plenamente conformado. Lo máximo que puede uno acercarse a él en realidad es, tal vez, en la campiña de lugares extremos, como Islandia o Tierra del Fuego: trechos de hierba y arbustos silvestres que forman intersecciones con la tierra yerma, con las rocas repletas de grietas por las que asoma el vapor sulfúrico e incluso brota alguna llamarada, como si el caos primordial y pre-ontológico aún fuese capaz de penetrar en las grietas de la realidad imperfectamente constituida/formada. El universo de Kieslowski es un universo gnóstico, un universo no plenamente conformado, creado por un dios perverso y confuso, un dios idiota que mandó al garete la obra de la Creación al producir un mundo imperfecto, y que luego intentó salvar todo lo que pueda salvarse mediante intentos repetidos: todos somos “hijos de un dios menor”. En las películas hollywoodenses más comerciales, esta extraordinaria dimensión intermedia resulta claramente discernible en la que es casi con toda seguridad la escena de máxima eficacia de Alien 4: Resurrección. Ripley, ya clonada (Sigourney Weaver) entra en el laboratorio en el que se despliegan los siete intentos anteriores, abortados, de clonarla: ahí encuentra las versiones ontológicamente fallidas, defectuosas, de su propio ser, hasta la versión casi del todo resuelta, con su propio rostro, aunque con las extremidades distorsionadas, de modo que recuerdan las extremidades del Alien. Esa criatura pide a Ripley que la mate y, en un estallido de rabia virulenta, Ripley efectivamente destruye toda la exposición de los horrores. La “virtualización” de nuestra experiencia vital, la explosión/dehiscencia de la única realidad “verdadera” en una multitud de vidas paralelas, es estrictamente correlativa de la afirmación del abismo protocósmico en que borbotea el magma caótico de esa realidad ontológicamente aún no constituida del todo: esa “materia” primordial, presimbólica, embrionaria, es el medio mismo, el medio neutral en el que la multitud de universos paralelos puede coexistir. En contraste con la noción al uso de una realidad plenamente determinada y ontológicamente conformada, con respecto a la cual todas las demás realidades son meras sombras secundarias, copias, reflejos, la “realidad” misma se multiplica así en la plétora espectral de las realidades virtuales, bajo la cual acecha la proto-realidad pre-ontológica, lo Real de la materia informe y espeluznante. El primero que expresó con toda claridad esa dimensión pre-ontológica fue F. W. J. Schelling en su noción del Terreno Insondable de Dios, algo en Dios que aún no es Dios, que aún no es realidad plenamente conformada. Así pues, esto es lo que uno tiene la tentación de denominar el mínimo o nivel básico del materialismo cinematográfico: esa inercia de un motivo pre-simbólico que insiste en retornar en calidad de lo Real, pero en distintos contextos simbólicos. Lo que en definitiva redime a Andrei Tarkovski de su oscurantismo ideológico es ese materialismo cinematográfico, el impacto físico, directo, de la textura de sus películas: esa textura plasma una actitud de Gelassenheit, de desconexión, de retirada pacífica, que deja en suspenso la urgencia de toda Búsqueda. Lo que impregna las películas de Tarkovski es la pesada gravedad de la Tierra, que parece ejercer incluso su presión sobre el tiempo mismo, con lo cual genera un efecto de anamorfosis temporal, ampliando el arrastrarse del tiempo hasta mucho más allá de lo que nos parecería justificado por los requisitos del movimiento narrativo (aquí habría que conferir al término “Tierra” toda la resonancia que adquirió en el último Heidegger); es posible que Tarkovski sea el ejemplo más claro de lo que Deleuze llamaba la imagen temporal que venía a sustituir a la imagen en movimiento. Ese tiempo de lo Real no es ni el tiempo simbólico del espacio diegético ni el tiempo de la realidad nuestra (la del espectador), el rato en que visualizamos la película, sino un terreno intermedio cuyo equivalente visual quizá sean las manchas prolongadas que “son” el cielo amarillo en el último Van Gogh o el agua sobre la hierba en Munch: esa extraordinaria “solidez” no pertenece ni a la materialidad directa de las manchas de color ni a la materialidad de los objetos representados, sino que habita en una suerte de dominio intermedio del espectro de lo que Schelling llamaba geistige Korperlichkeit, la corporeidad espiritual. Desde el punto de vista lacaniano, es fácil identificar esa “corporeidad espiritual” como jouissance materializada, “jouissance hecha carne”. Lo que significa es que lo Real lacaniano está del lado de la virtualidad opuesta a la “realidad real”. Tomemos por ejemplo el dolor: hay una conexión íntima, estrechísima, entre la virtualización de la realidad y el surgimiento de un dolor corporal infinito y llevado al infinito, mucho más fuerte que el dolor habitual: ¿no se amalgaman la biogenética y la Realidad Virtual al abrir nuevas posibilidades “incrementadas” de TORTURA, nuevos e inauditos horizontes capaces de ampliar nuestra capacidad de resistencia al dolor (mediante el ensanchamiento de nuestra capacidad sensorial de percibir el dolor y, sobre todo, mediante la invención nuevas formas de infligir dolor al atacar directamente los centros cerebrales del dolor, puenteando la percepción sensorial)? Es posible que la definitiva imagen sádica de una víctima “muerta en vida” de la tortura, capaz de soportar un dolor interminable sin tener a su disposición la huida hacia la muerte, también aguarde a hacerse realidad. En semejante constelación, el dolor definitivo, real/imposible, ya no es un dolor del cuerpo mismo, sino el dolor “absoluto”, virtual-real, causado por la realidad virtual en la que me muevo (y obvio es decir que lo mismo reza en el caso del placer sexual). Un enfoque más “real” incluso es el que se abre mediante la perspectiva de la manipulación directa de nuestras neuronas: aunque no sea “real” en el sentido de que forme parte de la realidad en que vivimos, ese dolor es imposible-real. ¿No reza lo mismo en el caso de las emociones? Recuérdese el sueño de Hitchcock de la manipulación directa de las emociones: en el futuro, un director de cine no tendrá que idear intrincadas narraciones y rodarlas de un modo convincente, amén de emocionante, para generar en el espectador la respuesta emocional adecuada; dispondrá de un conjunto de botones directamente conectados al cerebro del espectador, de modo que accionando los botones indicados el espectador pueda experimentar tristeza, terror, simpatía, miedo... y experimentar esas sensaciones de verdad, en una cantidad nunca lograda por las situaciones de la “vida real” con las que se pretendía evocar la tristeza o el miedo. Es particularmente crucial distinguir este procedimiento del que es propio de la realidad virtual: el miedo se suscita no mediante la generación de imágenes y sonidos virtuales que provocaban miedo, sino a través de una intervención directa que puentea por completo el nivel de la percepción. Esto, y no el “retorno a la vida real” desde el entorno artificial y virtual, es lo Real generado por una radicalización virtual en sí misma. Lo que aquí experimentamos en su versión más pura es la brecha que se da entre la realidad y lo Real: lo Real, por ejemplo, del placer sexual generado por la intervención directa de las neuronas no tiene lugar en la realidad de los contactos corporales, si bien es “más real que la realidad misma”, más intenso. Ese “Real” socava de ese modo la división entre los objetos de la realidad y sus simulacros virtuales: si en la realidad virtual escenifico una fantasía imposible, puedo experimentar un disfrute sexual “artificial” que es mucho más “real” que cualquier otra cosa que pueda experimentar en la “realidad real”. Tal como señala Lacan en su Seminar XX: Encore, la jouissance entraña una lógica estrictamente homóloga a la prueba ontológica de la existencia de Dios. En la versión clásica de esta prueba, la de San Anselmo de Canterbury, mi conciencia de mí mismo en tanto ser finito y limitado, da pie al nacimiento de la noción de un ser infinito, perfecto, y como este ser es perfecto, su noción misma contiene su existencia; del mismo modo, nuestra experiencia de la jouissance accesible a nosotros como algo finito, localizado, parcial, “castrado”, da pie de inmediato al nacimiento de la noción de una jouissance plena, redonda, ilimitada, cuya existencia está necesariamente presupuesta en el sujeto que se la imputa a otro sujeto, que es “su sujeto supuesto de disfrute”. Esta cuestión utópica acerca de la jouissance absoluta es la cuestión en la que Lacan señala que la jouissance de l’Autre debiera quedar en suspenso. ¿Qué es esa jouissance de l’Autre? Imaginemos (si bien se trata de un caso clínico real) a dos amantes que se excitan mutuamente mediante la verbalización, mediante el relato recíproco de sus fantasías sexuales más íntimas, a tal extremo que alcanzan el pleno orgasmo sin tocarse siquiera, sólo como efecto de la “mera conversación”. El resultado de tal exceso de intimidad no es difícil de adivinar: tras una exposición mutua al desnudo de carácter tan radical, no serán capaces ninguno de los dos de mantener su vínculo amoroso, pues era demasiado lo que se dijo; mejor dicho, la palabra dicha, el gran Otro, queda inundado de manera demasiado directa por la jouissance, de modo que ambos se sienten inmensamente azorados por la presencia del otro, y por tanto se alejan lentamente, comienzan a evitar la presencia del otro. Éste, y no una orgía perversa, es el verdadero exceso: no consiste tanto en “practicar las fantasías más íntimas y secretas de cada cual en vez de hablar de ellas”, sino más bien, precisamente, en hablar de ellas, en decirlas, permitiendo que invadan el medio del gran Otro hasta tal extremo que uno pueda literalmente “follar con las palabras”, de modo que la frontera elemental y constitutiva entre la lengua y la jouissance se derrumbe y desaparezca. A tenor de este criterio, la “orgía real” más extrema no pasa de ser sino pobre sustitutivo. Recuérdese la famosa escena de Persona, de Bergman, en la que Bibi Andersson relata una orgía en la playa y un apasionado acto amoroso en el que participó: no vemos imágenes que funcionen como flashback, y la escena es sin embargo una de las más eróticas de toda la historia del cine: la excitación radica en su manera de contarlo, y esa excitación que radica en la lengua misma es la jouissance feminine. Y es esa dimensión de la jouissance del Otro la que hoy está amenazada. Imaginemos la situación en la que el dolor (o el placer) deje de estar generado en un sujeto por medio de sus percepciones sensoriales y se genere mediante una excitación directa de los centros neuronales apropiados (mediante drogas o mediante impulsos eléctricos). Lo que el sujeto experimentará en este caso será dolor “puro”, dolor “tal cual”, lo Real del dolor o, por decirlo en términos estrictamente kantianos, el dolor no esquematizado, un dolor que aún no tiene arraigo en la experiencia de la realidad conformada por las categorías trascendentales. (Durante los primeros meses de la independencia de Eslovenia, en 1991, el antiguo dinero yugoslavo dejó de tener validez, y la nueva moneda eslovena no se había puesto en circulación; así pues, a fin de salvar ese abismo momentáneo, las autoridades emitieron una moneda provisional, con unidades de 1 a 5.000, que carecía de nombre: el papel moneda llevaba la firma del banco nacional de Eslovenia, la cifra designaba su valor, pero no figuraba un nombre, no ponía “dinares” ni nada por el estilo. Teníamos unidades puras sin someterse a ninguna esquematización (en el sentido kantiano), sin especificar de qué eran las unidades: el precio por ejemplo de un libro era 350, sí, pero ¿350... qué? Nada, 350 unidades. Lo más curioso es que nadie comentó jamás esa ausencia.) Y... ¿no es ese cortocircuito el rasgo más básico y perturbador del consumo de drogas en la generación de la experiencia del disfrute? Lo que prometen las drogas es una jouissance puramente autista, una jouissance accesible sin el desvío necesario para pasar por el Otro (de orden simbólico), la jouissance generada no mediante representaciones fantasmáticas, sino que ataca directamente nuestros centros cerebrales del placer. En ese sentido preciso, las drogas entrañan la suspensión de la castración simbólica, cuyo significado más elemental es precisamente que la jouissance sólo resulta accesible mediante (o mediatizada por) la representación simbólica. Esa brutalidad Real de la jouissance es justo lo opuesto de la infinita plasticidad de la imaginación, ya no constreñida por las reglas de la realidad. De manera significativa, la experiencia de las drogas abarca ambos extremos: por una parte, lo Real de la jouissance nouménica (no esquematizada) que puentea las representaciones; por otra, la proliferación salvaje de las fantasías (recuérdense los proverbiales informes sobre cómo, tras ingerir una droga, uno imagina escenas a las que jamás supuso que podría acceder: nuevas dimensiones, colores, olores nuevos...). Lo que aquí se pierde no es tanto nuestro sentido de la realidad cuanto nuestro sentido de la realidad simbólica, o la eficacia en el orden simbólico. En una de las películas de los hermanos Marx, Groucho, pillado en una mentira, responde con enojo: “¿Tú a quién crees, a tus ojos o a mis palabras?”. Esta lógica en apariencia absurda plasma a la perfección el funcionamiento del orden simbólico, en el que el mandato o máscara simbólica tiene más importancia que la realidad directa del individuo que lleva la máscara o asume el mandato. Ese funcionamiento implica la estructura de la denegación fetichista: “Conozco muy bien las cosas tal como las veo / que tal o cual persona es débil y corrupta / pero no obstante la trato con respeto, ya que ostenta la insignia del juez, de modo que cuando habla es la Ley misma la que habla por su boca”. Así pues, en cierto modo creo efectivamente en sus palabras, no en mis ojos. Es decir: creo en Otro Espacio (el terreno de la pura autoridad simbólica) que importa más que la realidad de su portavoz... La reducción cínica a la realidad falla de ese modo: cuando habla un juez, hay en cierto modo más verdad en sus palabras (las palabras de la institución de la ley) que en la realidad directa de la persona del juez mismo; si uno se limita a lo que ve, sencillamente pierde de vista lo que importa. Esta paradoja es a lo que tiende Lacan con su “les non-dupes errent”: quienes no se dejan atrapar en el engaño/ficción simbólico y siguen creyendo en sus ojos con los que más yerran. Lo que deja de ver el cínico que “sólo cree en lo que ve” es la eficacia de la ficción simbólica, el modo en que la ficción estructura nuestra experiencia de la realidad. Esa misma brecha está activa en nuestras relaciones más íntimas con nuestros convecinos: nos conducimos COMO SI no supiéramos que también ellos huelen mal, secretan excrementos, etc. La base de nuestra coexistencia es una mínima idealización, el fetichismo de la negativa. Hoy, con las nuevas tecnologías digitalizadas que permiten la creación de imágenes documentales perfectamente falsificadas, por lo hablar de la Realidad Virtual, el lema “cree en mis palabras (argumentación), no en la fascinación de tus ojos” está más vigente que nunca. Dicho de otro modo: aquí, lo crucial es mantener a la vista cómo puede funcionar de dos maneras la lógica del “¿Qué crees, lo que ves o lo que te digo?”, es decir, del “bien lo sé, pero sin embargo creo...”: la manera de la ficción simbólica y la del simulacro imaginario. En el caso de la lógica simbólica eficaz del juez que ostenta su insignia, “sé muy bien que esa persona es corrupta y es débil, pero a pesar de todo la trato como si / creyese / que la lógica simbólica el gran Otro se expresa a través de ella”: deniego lo que ven mis ojos y prefiero creer en la ficción simbólica. En el caso del simulacro de la realidad virtual, por el contrario, “sé muy bien que lo que veo es una ilusión generada por la máquina digital, pero no obstante acepto sumergirme en ello, comportarme como si lo creyera”. Niego lo que mi conocimiento (simbólico) me dice y prefiero creer sólo lo que ven mis ojos... Sólo sobre este trasfondo de desplazamientos es posible captar de una manera adecuada el extraño impacto de la fotografía. La fotografía, el medio de la inmovilización, primero fue percibida como si implicase la muerte del cuerpo vivo, algo análogo a los rayos X, que se percibieron como aquello que plasmaba de manera directamente visible el interior del cuerpo (el esqueleto al menos). Baste recordar el modo en que los medios presentaron el descubrimiento por parte de Roentgen de los rayos X, a finales del siglo XIX: la idea era que los rayos X nos permiten ver a una persona todavía viva como si en verdad estuviera muerta, reducida a la mera osamenta (con la natural idea subyacente de la vanitas: por medio del aparato de Roentgen vemos “lo que en verdad somos” a la luz de la eternidad...). Lo que aquí hallamos es el vínculo negativo que se da entre visibilidad y movimiento: en cuanto a su estatus fenomenológico original, el movimiento se identifica con la ceguera, desdibuja los contornos de lo que percibimos, de modo que para percibir con claridad el objeto éste ha de estar congelado, inmovilizado. La inmovilidad hace que las cosas sean visibles. Este vínculo negativo explica el hecho de que el “hombre invisibles” de la película de Whale así titulada se haga de nuevo visible en el momento mismo de su muerte; como ha dicho Paul Virilio, “la persona que deja de estar viva existe con más plenitud que cuando lo estaba de veras, cuando se movía entre nosotros”. La ontología de Platón y la idea lacaniana de la imagen especular que congela el movimiento como un rollo de película que se encasquilla aquí se solapan: sólo la inmovilidad aporta una existencia visible y sólida. Por contraste con los seres humanos, algunos animales perciben solamente los objetos que se mueven, y son por tanto incapaces de vernos si permanecemos absolutamente inmóviles; lo que aquí hallamos es la oposición entre una forma de vida real y pre-simbólica que sólo percibe el movimiento, y la mirada simbolizada, que sólo percibe objetos petrificados, “muertos”. Sobre ese trasfondo es viable establecer el contraste entre el motivo gótico de una estatua (o imagen) en movimiento y su contrapunto, el procedimiento inverso de los tableaux vivants. En sus Afinidades electivas, Goethe presenta una atinada descripción de la práctica de los tableaux vivants en los círculos aristocráticos del siglo XVIII: famosas escenas de la historia o la literatura se escenificaban para entretenimiento doméstico, con las personas vivas sobre la escena, pero inmóviles o, mejor dicho, resistiéndose a la tentación de moverse. Esta práctica de los tableaux vivants ha de insertarse en la ya dilatada tradición ideológica que concibe la estatua como un cuerpo vivo congelado, inmovilizado, un cuerpo cuyos movimientos se han paralizado (por lo común, debido a un embrujo maligno): la inmovilidad de la estatua de ese modo entraña un dolor infinito; el objet petit engendrado por la rigidez del cuerpo vivo, su congelación en la forma de estatua, es por lo común un síntoma del dolor milagrosamente filtrado por la estatua, desde el goteo de la sangre en la estatua del jardín de las novelas góticas hasta las lágrimas que milagrosamente derrama la estatua de la Virgen en los países católicos. La última figura de esta serie es el performer callejero que se viste de estatua (por lo común, un caballero con su armadura) y que permanece inmóvil durante largos lapsos: sólo se mueve (hace una reverencia) cuando un paseante arroja unas monedas al cesto. Por contraste con esa idea de la estatua como cuerpo congelado e inmovilizado, el cine fue en un principio percibido como “imágenes en movimiento”, imagen muerta que milagrosamente cobra vida. Ahí residía su cualidad espectral. Lo que acecha al fondo de esa percepción es la paradoja dialéctica de la fenomenología de nuestra percepción: la inmovilidad de la estatua se concibe de manera implícita como el estado de un ser vivo congelado en la inmovilidad, en un dolor infinito, mientras que la imagen en movimiento es un objeto muerto, inmóvil, que mágicamente ha cobrado vida. En ambos casos la frontera que separa lo vivo de lo muerto es objeto de una transgresión. El cine es “imagen en movimiento”, un continuum de imágenes muertas que dan la impresión de poseer vida al moverse a la velocidad indicada; la imagen muerta es una “instantánea”, una “imagen congelada”, un movimiento que se ha vuelto rígido. Aquí nos encontramos con los dos casos opuestos de la paradoja, propiamente hegeliana,, de un género con dos especies, esto es, que abarca dos especies, el propio género y la especie en cuanto tal. Es incorrecto afirmar que hay dos clases de especies en las imágenes, unas móviles y otras inmóviles: la imagen “en cuanto tal” es inmóvil, congelada, detenida; la “imagen en movimiento” es mera subespecie, la paradoja mágica de una imagen “muerta” que cobra vida como aparición espectral. Por otra parte, el cuerpo en cuanto tal está vivo, en movimiento, y la estatua es la paradoja de un cuerpo vivo dolorosamente congelado en su inmovilidad estatuaria. Aún cabe hacer otra apreciación lacaniana: la cuestión primordial de la fijación, de la congelación en lo que vemos, es la mirada misma: la mirada no sólo causa la muerte del objeto que se mira, sino que representa el punto de congelación e inmovilización del terreno de lo visual. ¿No ejemplifica la cabeza de Medusa una mirada transfigurada cuando se acercaba en demasía al Objeto y “veía demasiado”? En una serie de películas de Hitchcock, el efecto de la inmovilización momentánea se produce mediante la mirada directa el actor a cámara (Scottie en la secuencia de la pesadilla de Vértigo, el detective Arbogast cuando es asesinado en Psicosis, el infortunado Fane durante su acuación suicida en el trapecio, en Asesinato). El horror circula en ambas direcciones: lo que provoca horror no es sólo el descubrir que lo que tomamos por un ser humano es un muñeco mecánico (la Olimpia de Hoffmann), sino también, de modo quizás más intenso, el descubrimiento traumático de que lo que tomamos por entidad muerta (una casa, la pared de una cueva...) está vivo en realidad. De pronto, empieza a rezumar y a temblar, a moverse y a hablar, a actuar con intenciones perversas. Así pues, por una parte tenemos “la máquina en el fantasma” (un barco que navega solo, sin tripulación; un animal o un ser humano que resultan ser un complejo entramado de articulaciones y engranajes mecánicos); por otra, “el fantasma en la máquina” (algún síntoma de plus-de-juir en la máquina, que da pie al efecto de que “¡está viva!”. La cuestión es que ambos excesos estén desubjetivizados: la máquina “ciega”, así como la sustancias vitales informes, “acéfalas”, forman dos lados de un mismo impulso (unificados en el monstruo Alien, una combinación de máquina y sustancia vital viscosa). En la ficción literaria a menudo encontramos a una persona que parece ser sólo otra persona dentro de su espacio diegético, aunque efectivamente se trate de algo “Inhumano”, el horror desubjetivizado del impulso puro que adopta la apariencia de individuo normal. Numerosos comentaristas, a partir de Kierkegaard, han señalado que el Don Juan de Mozart es en realidad un personaje carente de “carácter”, un puro impulso maquinal de conquistar, que carece de toda la hondura de la personalidad: el horror definitivo de una persona así radica en el hecho de que no sea propiamente una persona. Esta paradoja de las estatuas móviles, de los objetos inertes que cobran vida y/o e objetos vivos que se petrifican, sólo es posible dentro del espacio del impulso de muerte, que según Lacan es el espacio entre las dos muertes, la simbólica y la real. Para un ser humano, estar “vivo a la vez que muerto” equivale a estar colonizado por el orden simbólico de la muerte; estar “vivo a la vez que muerto” es corporeizar el resto de la sustancia vital que ha escapado a la colonización simbólica (“lamella”). Lo que aquí hallamos es, así pues, la hendidura entre A y J, entre el orden simbólico de la muerte que quita la vida al cuerpo y la sustancia vital no simbólica de la jouissance. Estos dos conceptos, en Freud y en Lacan, no son los mismos que en nuestro discurso cotidiano o en nuestro discurso científico al uso: en el psicoanálisis, ambos designan una dimensión propiamente monstruosa: la vida es la horrible palpitación de la “lamella”, del impulso no subjetivo (“acéfalo”) y “muerto en vida” que persiste más allá de la muerte ordinaria. La muerte es el orden simbólico en sí mismo, la estructura que, como parásito, coloniza la entidad viva. Lo que en Lacan define el impulso de muerte es esa doble brecha: no es la mera oposición entre vida y muerte, sino la hendidura de la vida que se cuela en la vida “normal” y en la espeluznante vida del “muerto en vida”, y la hendidura de la muerte que se cuela en la muerte “normal” y la máquina “muerta en vida”. La oposición elemental entre Vida y Muerte tiene de ese modo el suplemento de la máquina simbólica parasitaria (el lenguaje como entidad muerta que “se comporta como si poseyera vida propia”) y su contrapartida, el “muerto viviente” (la monstruosa sustancia vital que persiste en lo Real fuera de lo Simbólico). Esa hendidura que recorre los dominios de la Vida y la Muerte constituye el espacio del impulso de muerte. Esas paradojas se basan en el hecho de que, como recalcó Freud en repetidas ocasiones, no hay concepto o representación de la muerte en el inconsciente: el Todestrieb freudiano no tiene nada que ver con el Sein-zum-Tode de Heidegger. El impulso es inmortal, eterno, “muerto en vida”: la aniquilación hacia la que tiende el impulso de muerte no es a fin de cuentas la muerte en tanto límite insuperable del hombre qua ser finito. Inconscientemente todos creemos ser inmorales: no hay angustia ante la muerte —Todesangst— en nuestro inconsciente, que es la razón de que el fenómeno mismo de la “conciencia” hunda sus raíces en la certeza de nuestra mortalidad. La idea de Kierkegaard de la “enfermedad hacia la muerte” también reposa sobre esta diferencia entre las dos muertes. Dicho de otro modo, esa “enfermedad hacia la muerte” propiamente dicha, esa desesperación, ha de oponerse a la desesperación al uso del individuo que se siente desgarrado entre la certidumbre de que la muerte está a la vuelta de la esquina, de que no existe el Más Allá de la vida eterna, y su deseo implacable de creer que la muerte no puede ser lo último, que hay otra vida preñada de promesas de redención y de bienaventuranza eterna. La “enfermedad hacia la muerte” más bien entraña la paradoja opuesta del sujeto que conoce que la muerte no es el final, que tiene un alma inmortal, etc., pero que no puede hacer frente a las exigencias desorbitadas de esa realidad (la necesidad de abandonar la vanidad de los placeres estéticos y de trabajar con ahínco en pro de su salvación), y así, desesperadamente desea creer que la muerte sí es el final, esto es, que no hay una exigencia divina e incondicional que ejerza ninguna presión sobre él. Aquí se subvierte el religioso je sais bien, mais quand même: no es tanto que “sé muy bien que sólo soy un mero mortal, pero a pesar de todo y desesperadamente quiero creer que hay redención en la vida eterna”, cuanto que se trata de que “sé muy bien que tengo un alma eterna responsable ante los mandamientos incondicionales de Dios, pero quiero creer desesperadamente que no hay nada más allá de la muerte, quiero hallar alivio a la insoportable presión del mandato divino”. Dicho de otro modo, en contraste con el individuo atrapado en la desesperación escéptica al uso, esto es, el individuo que sabe que ha de morir, pero que no puede aceptarlo, y que tiene esperanzas en la vida eterna, aquí, en el caso de la “enfermedad hacia la muerte”, nos las vemos con el individuo cuyo deseo desesperado es morir, desaparecer para siempre, pero que sabe que no puede hacerlo, es decir, que está condenado a la vida eterna. El predicamento del individuo aquejado de la “enfermedad hacia la muerte” es el mismo que el de los héroes wagnerianos, desde el Holandés Errante hasta Amfortas, en Parsifal, quienes se esfuerzan desesperadamente por morir, por la aniquilación final y la desaparición de su propio ser, que les daría alivio del Infierno en que sobrellevan su existencia de “muertos en vida”. La lección definitiva de todo ello quizá se condense mejor en la tensión central de los cuadros de Gerhard Richter. Lo que representa una de sus series es el repentino tránsito del realismo fotográfico (ligeramente traspuesto/difuminado) a la abstracción pura de las manchas de color, o el tránsito contrario de una textura absolutamente desprovista de objetos, de meras manchas, a la representación realista, como si, de súbito, nos hallásemos en la cara opuesta de una banda de Moebius. Richter se concentra en ese momento mistérico en el que emerge una imagen del caos (o, una vez más, tal vez en el momento opuesto, y no menos mistérico, en que una imagen nítida se difumina hasta quedar reducida a manchas carentes de sentido). Y esto nos lleva de nuevo al objet petit lacaniano, que es precisamente esa imponderable incógnita que conforma una representación pictórica coherente a partir de una textura de meras manchas, como en la famosa escena, al final de 2001 Odisea en el espacio, en que un juego surrealista de intensos movimientos visuales se torna en una representación hiperrealista del espacio de la fantasía. Richter invierte la relación al uso: en sus cuadros, el realismo fotográfico nos sorprende por ser algo artificial y manipulado, mientras que hay mucha más “vida natural” en el juego que se da entre las formas “abstractas” y las manchas. Es como si la identidad confusa de las formas no representativas fuese el último residuo de la realidad, de modo que, cuando pasamos de ello a la representación claramente identificable, ingresamos en el espacio de la fantasía, en el éter en el que la realidad se pierde de manera irrecuperable. El desplazamiento es de puro paralaje: no es tanto un desplazamiento del objeto cuando un desplazamiento de nuestra actitud ante el objeto contemplado. Por este motivo, Richter no es tal sólo un artista posmoderno: su obra es, más bien, una suerte de meta-comentario sobre la hendidura misma entre modernismo y posmodernismo, sobre el tránsito de uno al otro. Por decirlo de otro modo: recuérdense las dos obras que sobresalen en calidad de gestos inaugurales del frenazo modernista en las artes visuales, el ready-made de Duchamp que consiste en una bicicleta y el cuadro negro sobre fondo blanco de Malevitch. Esos dos extremos guardan relación de un modo que recuerda la identidad especular de los opuestos hegelianos. ¿Y no se esfuerza Richter precisamente por tratar de captar el tránsito entre esos dos extremos, en su caso del realismo fotográfico a la abstracción de las distinciones puramente formales y minimalistas? (Extracto de la conferencia pronunciada en el Museo del Traje de Madrid el día 14 de junio dentro de los “II Debates en torno a la Fotografía” en los Encuentros PHE04) The Matrix, o las dos Caras de la Perversión Por Slavoj Žižek Cuando vi The Matrix en un cine de barrio de Eslovenia, tuve la oportunidad única de sentarme al lado del espectador ideal para la película, es decir, de un idiota: un hombre que rozaba la treintena, sentado a mi derecha y, tan absorto en la película, que constantemente molestaba a los otros espectadores con exclamaciones como: «¡Dios, la realidad no existe!»... Sin duda prefiero esta ingenua inmersión en la película a las interpretaciones intelectualoides y pseudosofisticadas que proyectan sobre la ella refinados matices filosóficos o psicoanalíticos. Sin embargo, no resulta difícil comprender la atracción que a nivel intelectual ejerce The Matrix: ¿No es una de esas películas que actúan como una especie de test de Rorschach, poniendo en marcha un proceso universal de identificación, como el proverbial retrato de Dios, que parece siempre estar mirándote directamente, lo mires desde dónde lo mires - una de esas películas en las que se sienten reflejadas casi todas las miradas? Mis amigos lacanianos me aseguran que los autores del guión deben haber leído a Lacan; los defensores de la Escuela de Frankfurt ven en la película una encarnación extrapolada de la Kulturindustrie, con el dominio directo de la Sustancia social (del Capital) alienada-reificada que coloniza nuestra vida interior y nos utiliza como fuente de energía; los defensores de la New Age ven en la película una fuente para especular sobre nuestro mundo como un espejismo generado por una Mente global encarnada en la World Wide Web. Esta serie de referencias nos remite a La República de Platón: ¿no calca The Matrix la imagen platónica de la cueva (seres humanos comunes como prisioneros férreamente atados a sus asientos y obligados a ser espectadores de una oscura representación de lo que (engañados) consideran que es la realidad? Una diferencia esencial entre la película y el texto platónico es, por supuesto, que cuando alguna persona se escapa de la cueva, y asciende a la superficie de la tierra, lo que encuentra ya no es la brillante superficie iluminada por los rayos de sol de antaño, el Bien supremo, sino el desolado «desierto de lo real». La principal dicotomía en este caso viene dada por las posturas de la Escuela de Frankfurt y de Lacan: ¿debemos historizar Matrix incorporándola a la metáfora del Capital que colonizó la cultura y la subjetividad, o estamos hablando de la reificación del orden simbólico en sí mismo? Sin embargo, ¿qué ocurre si la alternativa misma que planteamos es falsa? ¿Qué pasa si el carácter virtual del orden simbólico «en sí mismo» es la condición misma de la historicidad? Llegando al fin del mundo Por supuesto, la idea de un héroe habitando un universo artificial completamente manipulado y controlado no es, ni mucho menos, original: The Matrix se limita a radicalizar el tema introduciendo la realidad virtual. En este aspecto, la clave está en la ambigua relación de la realidad virtual con el problema de la iconoclastia. Por un lado, la realidad virtual constituye la reducción radical de nuestra experiencia sensorial en toda su riqueza, ni siquiera a palabras, sino a la mínima serie digital del 0 y el 1 que permite o bloquea la transmisión de la señal eléctrica. Por otra parte, este mismo artefacto digital genera una experiencia «simulada» de realidad que llega a confundirse completamente con la «auténtica» realidad. Esto pone en tela de juicio el concepto mismo de «auténtica» realidad. Como consecuencia, la realidad virtual es, al mismo tiempo, la reafirmación más radical del poder de seducción de las imágenes. ¿La más paranoica de las fantasías americanas no es que una persona que vive en una pequeña e idílica localidad californiana, paraíso del consumismo, de repente empiece a sospechar que el mundo en que vive es un montaje, un espectáculo organizado para hacerle creer que vive en un mundo real, mientras, en realidad, todos los que le rodean no son sino actores y extras de un gigantesco espectáculo? El último ejemplo de esta fantasía es la película de Peter Weir El show de Truman (1998), con Jim Carrey en el papel del oficinista de provincias que gradualmente descubre que es el héroe de una serie de televisión que se transmite las 24 horas. Su ciudad está construida en un enorme estudio de televisión con cámaras que le siguen constantemente. La «esfera» de Sloterdijk aparece aquí literalmente bajo el aspecto de la gigantesca esfera metálica que envuelve y aísla la ciudad entera. La escena final de El Show de Truman podría interpretarse como una representación de la experiencia liberadora de rasgar el tejido ideológico de un universo cerrado y la apertura al exterior, antes invisible desde el interior ideológico. Sin embargo, ¿no es posible que el desenlace «feliz» de la película (no olvidemos que millones de espectadores de todo el mundo aplauden los momentos finales del show), con la liberación del héroe y, según se lleva al espectador a pensar, su reencuentro con su verdadero amor (¡repitiendo la fórmula de la producción de la pareja!) ideología en su más puro estado? ¿No es posible que la ideología se encuentre en la creencia misma de que más allá de los límites del universo finito existe una «auténtica realidad» en la que hay que adentrarse? Entre los predecesores de esta idea cabe mencionar a Phillip Dick, con su Time Out of Joint (1959), en la que el héroe vive una modesta vida en una idílica ciudad californiana a finales de los cincuenta para ir descubriendo que la ciudad es un montaje llevado a cabo para mantenerlo satisfecho.... La experiencia que subyace a Time Out of Joint y El show de Truman es que el paraíso californiano consumista del capitalismo tardío en su propia hiperrealidad (en cierto modo tan irreal) está carente de sustancia, desprovisto de inercia material. Es decir, no se trata sólo de que Hollywood recree la apariencia de una vida real, carente del peso y la inercia de lo material: en la sociedad del capitalismo tardío, una «vida social real» adquiere en sí misma características de una farsa, con nuestros vecinos comportándose en la vida «real» como actores y figurinistas. La verdad final del universo capitalista utilitario y desespiritualizado es la desmaterialización de la propia «vida real», su transformación en un espectáculo espectral. Dentro del campo de la ciencia ficción, es preciso mencionar también el Starship de Brian Aldiss, en el que dentro de una nave espacial gigante miembros de una tribu viven en un mundo cerrado en un túnel. Este túnel está aislado del resto de la nave por abundante vegetación y la tribu permanece ignorante de la existencia de un universo más allá de los límites del túnel; finalmente, unos niños cruzan los arbustos y llegan al mundo exterior, poblado por otras tribus. Entre otros precursores, quizás con un enfoque más ingenuo cabe mencionar la película de George Seaton, 36 Horas, rodada a principios de los sesenta y que narra la historia de un oficial del ejército americano (interpretado por James Garner). El oficial, que conoce los planes del Día D para invasión de Normandía, es apresado accidentalmente por los alemanes unos días antes de que se lleve a cabo la operación. Los alemanes, aprovechando que Garner está inconsciente desde su apresamiento a causa de una explosión, construyen rápidamente una réplica de un pequeño hospital americano, y tratan de convencerlo de que ahora vive en 1950, que América ganó la guerra y que ha perdido la memoria durante los últimos seis años. Todo ello con la intención de que él les revele los planes de invasión con el fin de prepararse. Por supuesto pronto aparecen grietas en el mundo tan cuidadosamente construido…. (¿Lenin mismo no pasó los dos últimos años de su vida en un entorno controlado bastante parecido para el que, como ahora sabemos, Stalin mandaba imprimir una edición especial de Pravda censurando todas las noticias referentes a las luchas políticas y con la justificación de que el camarada Lenin debía descansar y no se debía perturbar su paz con provocaciones innecesarias?) La idea latente en estas cuestiones, es, por supuesto, la noción premoderna de «haber alcanzado el fin del universo»: en aquellos conocidos grabados, los sorprendidos viajeros se acercan a la pantalla / telón del cielo -una superficie plana con estrellas pintadas encima- la agujerean y van más allá: exactamente lo mismo que ocurría al final de El show de Truman. No es sorprendente que la última escena de la película, cuando Truman asciende por las escaleras pegadas a la pared en la que está pintado el horizonte sobre «cielo azul» y abre la puerta tenga un toque definitivamente Magritte: ¿no estará volviendo esta sensibilidad con nuevas ínfulas? ¿No indican obras como el Parsifal de Syberberg, en la que el horizonte infinito también está bloqueado por las proyecciones (claramente falsas) del fondo, que la era de la perspectiva infinita cartesiana está llegando a su fin y que hemos de volver a una especie de preperspectiva medieval renovada del universo? Con gran perspicacia Fred Jameson también señala fenómenos parecidos en algunas de las novelas de Raymond Chandler y en películas de Hitchcock. Por ejemplo, la costa del Pacífico en Farewell, My Lovely funciona como una especie de «final/límite del mundo» más allá del cual yace un abismo desconocido; una función similar tiene el vasto valle que se extiende ante nosotros frente a los bustos del Monte Rushmore en la escena en que Eva-Marie Saint y Cary Grant, huyendo de sus perseguidores, alcanzan la cima del monumento: el valle al que Eva-Marie Saint hubiera caído si Cary Grant no llega a tirar de ella. Resulta tentador hablar también la famosa escena de batalla en un puente en la frontera entre Vietnam y Camboya en Apocalypse Now, en la que el espacio más allá del puente se siente como algo «más allá del universo conocido». Y tampoco podemos olvidarnos de una de las ideas predominantes entre las fantasías pseudocientíficas nazis. Según estas fantasías nuestra Tierra no es un planeta flotando en el espacio infinito, sino una abertura circular, un agujero, dentro de una masa compacta de hielo eterno, en cuyo centro está el sol. Según algunos informes, los nazis estaban incluso considerando la posibilidad de instalar telescopios en las islas Sylt para observar América. El «Verdadero» Gran Otro Entonces, ¿qué es Matrix? Simplemente el «gran otro» lacaniano, el orden simbólico virtual, la red que estructura nuestra realidad. Esta dimensión del «gran Otro» es la de la alienación constitutiva del sujeto dentro del orden simbólico: el «gran Otro» tira de los hilos, mientras que el sujeto es una expresión del orden simbólico. En pocas palabras, este «gran Otro» es el nombre para designar la Sustancia social, para todo aquello por lo que el sujeto nunca está plenamente en control de las consecuencias de sus actos, es decir, por lo que, en última instancia, el resultado de su actividad siempre es algo diferente de lo que había perseguido o anticipado. Sin embargo, llegados a este punto, es esencial recordar las dificultades con que se topa Lacan en los capítulos clave de su seminario XI para delinear el proceso que sigue a la alienación y que constituye, de alguna manera, su contrapunto: la «separación». La alienación DENTRO del gran Otro va seguida de la separación DEL gran Otro. La separación tiene lugar cuando el sujeto se da cuenta de que el gran otro es en sí mismo carente de sustancia, puramente virtual, excluido, privado de la Cosa – y la fantasía intenta llenar estas carencias del Otro y no las del sujeto. Es decir, intenta (re)constituir la sustancia del gran Otro. Por ello, la fantasía y la paranoia están indisolublemente unidos, la paranoia es, a un nivel elemental, la creencia en un «Otro del Otro», un Otro más que, escondido tras el Otro del tejido social explícito, programa los efectos (que a nosotros nos parecen) imprevisibles de la vida social y, de este modo, garantiza su consistencia. Bajo el caos del mercado, la degradación de la moral, etc… yace la estrategia meditada de la trama judía… Esta visión paranoica se ha visto impulsada por la digitalización de nuestra vida cotidiana en la actualidad: a medida que nuestra existencia social al completo se exterioriza y materializa en el gran Otro que es la red informática, es fácil imaginar a un malvado programador borrando nuestra identidad digital, privándonos así de nuestra existencia social, convirtiéndonos en antipersonas. Siguiendo en la misma onda paranoica, la tesis que se expresa en The Matrix es que ese gran Otro se exterioriza en un ente que existe en la realidad: el megaordenador. Hay –TIENE que haber- una Matrix porque «las cosas no van bien, se pierden oportunidades, continuamente hay algo que falla», es decir, la idea detrás de la película es que existe un ente llamado Matrix que confunde la «verdadera» realidad que se esconde detrás de todo. Como consecuencia, el problema de la película es que no lleva su «locura» lo suficientemente lejos, al presuponer que existe una »realidad» auténtica más allá de nuestra realidad cotidiana que depende de Matrix. En todo caso, y para evitar un terrible malentendido, hemos de precisar que la idea contraria, es decir, que «todo lo que existe está generado por Matrix», que NO hay una realidad última, sino sólo una serie infinita de realidades virtuales que se reflejan unas en otras, no es menos ideológica. [En las secuelas de The Matrix probablemente descubriremos que el propio «desierto de lo real» está generado por (otra) Matrix.] Mucho más subversiva que esta multiplicación de universos virtuales hubiera sido la multiplicación de las realidades mismas – algo que reprodujese el paradójico peligro que algunos físicos advierten que entrañan los experimentos sobre alta aceleración que se han llevado a cabo recientemente. Es bien sabido que los científicos están tratando de construir un acelerador capaz de conseguir que los núcleos de átomos muy pesados colisionen casi a la velocidad de la luz. La idea es que esta colisión no sólo divida violentamente el núcleo en los protones y neutrones que lo constituyen, sino que también los pulverice dejando tras de sí un «plasma», una especie de sopa energética constituida por partículas quark y gluon sueltas. Estas partículas, ladrillos a partir de los cuales se construye la realidad, nunca se habían estudiado en ese estado, ya que sólo se ha dado una vez, muy brevemente, después del Big Bang. En todo caso, esta posibilidad ha dado pie a un escenario de pesadilla: ¿qué pasaría si el éxito de este experimento produjese una máquina diabólica, una especie de monstruo que devore el mundo con la necesidad inexorable de aniquilar la materia ordinaria que la rodea acabando así con el mundo tal y como lo conocemos? La ironía sería que este fin del mundo, esta desintegración del universo serían la prueba final e irrefutable de que la teoría que se está poniendo a prueba es cierta, ya que absorbería toda la materia a un agujero negro y generaría un nuevo universo, es decir recrearía perfectamente el escenario del Big Bang. La paradoja es, por lo tanto, que las dos versiones: (1) un sujeto que flota libremente de una realidad virtual a otra como un fantasma, consciente de que todas son falsas y (2) la suposición paranoica de que hay una realidad más allá de Matrix son falsas. Ninguna de las dos versiones capta lo Real. La película no se equivoca al insistir en que hay una realidad tras la simulación de Realidad Virtual; Como le dice Morfeo a Neo cuando le enseña las ruinas del paisaje de Chicago: «Bienvenido al desierto de lo real». Sin embargo, lo real no es la «verdadera realidad» tras la simulación virtual, sino el vacío que hace que la realidad sea incompleta/incoherente, y la función de cada Matrix simbólica es disimular esta incoherencia. Una de las maneras de ocultarla es, precisamente, declarar que detrás de la realidad incompleta e incoherente que conocemos hay otra realidad que no está estructurada alrededor del callejón sin salida de la imposibilidad. «El gran Otro no existe» El «gran Otro» también representa el campo del sentido común al que se llega después de la libre reflexión. Filosóficamente, su última gran versión es la comunidad comunicativa de Habermas con su ideal de consenso regulador. Y es este «gran Otro» el que se desintegra progresivamente hoy en día. Lo que tenemos hoy es una especie de escisión radical. Por un lado el lenguaje objetivo de los expertos y científicos que ya no se puede traducir al idioma común, accesible para todos, pero que está presente como fórmulas fetiche que nadie comprende realmente, pero que dan forma a nuestra imaginería popular y artística (agujero negro, big bang, superstrings, Oscilación cuántica…). No sólo en las ciencias naturales, sino también en la economía y otras ciencias sociales, la jerga del experto se presenta como un conocimiento objetivo con el que no se puede realmente discrepar, y que no se puede traducir en términos de nuestra experiencia normal. En pocas palabras, la distancia entre el conocimiento científico y el sentido común no se puede salvar, y es esta misma distancia la que eleva a los científicos a la categoría de figuras de culto, de «gente que se supone que sabe» (el fenómeno Stephen Hawking). La otra cara de la moneda son la multitud de estilos de vida existentes que no se pueden traducir en términos unos de otros: lo único que podemos hacer es asegurarnos las condiciones para que coexistan en un ambiente de tolerancia dentro de una sociedad pluricultural. El icono representativo del sujeto actual sería quizás un programador de ordenadores indio que, durante el día sobresale en su trabajo y por la noche, al llegar a casa, enciende una vela en honor a la divinidad hindú local y respeta la tradición que considera la vaca un animal sagrado. Esta división está perfectamente reflejada en el fenómeno del ciberespacio. El ciberespacio debía unirnos a todos en una Aldea Global, sin embargo lo que ha ocurrido al final es que nos bombardean una multitud de mensajes procedentes de universos incoherentes e incompatibles. En lugar de la Aldea Global, del gran Otro, lo que tenemos es una multitud de «pequeños otros», de señas de identidad tribales particulares entre las que escoger. Con el fin de evitar otro malentendido hay que aclarar que aquí Lacan no está, ni mucho menos, relativizando la ciencia, convirtiéndola en una narrativa arbitraria más que se encuentra, en último término, a la altura de los mitos de lo Políticamente Correcto, etc..: la ciencia SÍ «toca lo Real», su conocimiento ES «conocimiento de lo Real». La dificultad insalvable es que la ciencia no puede desempeñar el papel de «gran Otro» SIMBÓLICO. La distancia que separa la ciencia moderna de la ontología filosófica aristotélica regida por el sentido común es insalvable: ya surge con Galileo y llega a su culminación con la física cuántica, en la que nos enfrentamos a las reglas/leyes que funcionan, aunque nunca podrán traducirse en términos de nuestra experiencia de la realidad representable. La teoría de la sociedad del riesgo y su reflexivización global acierta al subrayar el hecho de que nos encontramos en las antípodas de la ideología universalista de la Ilustración, que presuponía que, a la larga, las preguntas fundamentales se pueden resolver apelando al «conocimiento objetivo» de los expertos: cuando nos encontramos ante las opiniones diversas sobre las consecuencias de un nuevo producto en el ambiente (pongamos por caso las verduras genéticamente modificadas) buscamos en vano la opinión definitiva del experto. La cuestión no es sólo que los auténticos problemas se confunden como consecuencia de la corrupción de la ciencia derivada de su dependencia financiera de las grandes compañías y de los organismos estatales. Incluso aisladas de toda influencia externa, las ciencias no nos pueden dar la respuesta. Los ecologistas predijeron hace quince años que nuestros bosques morirían, ahora nos enfrentamos a un exceso en el crecimiento de la madera... Donde esta teoría de la sociedad de riesgo se queda corta es al exponer la situación irracional en que todo esto nos deja a los sujetos normales: una y otra vez nos vemos obligados a tomar una decisión, aunque sabemos que no estamos ni mucho capacitados para decidir, que nuestra decisión será arbitraria. Aquí, Ulrich Beck y sus seguidores hacen referencia al debate democrático de todas las opciones y al consenso: sin embargo, esto no resuelve el dilema paralizante: ¿por qué un debate democrático con la participación de la mayoría ha de tener mejores resultados cuando cognitivamente la mayoría sigue en la ignorancia? La frustración política de la mayoría es, pues, comprensible: se les pide que decidan mientras, al mismo tiempo, reciben el mensaje de que no están en posición de para decidir realmente, es decir, para medir los pros y los contras objetivamente. Apelar a las «teorías de conspiración» es buscar una salida desesperada del callejón, un intento de volver a conseguir un mínimo de lo que Fred Jameson llama «mapeado cognitivo». Jodi Dean llamó nuestra atención sobre un fenómeno curioso, claramente observable en el «diálogo de sordos» entre la ciencia oficial («seria», institucionalizada académicamente) y el vasto mundo de las llamadas pseudo ciencias, desde la ciencia de los ovnis, hasta los que quieren desvelar los secretos de las pirámides: uno no puede sino sorprender ante la manera en que los científicos oficiales actúan de una manera dogmática y desdeñosa mientras que los pseudocientíficos apelan a hechos y argumentación sin los prejuicios comunes. La respuesta en este caso está en que los científicos establecidos hablan con la autoridad que les otorga el gran Otro, representado en las instituciones científicas. El problema está en que, precisamente ese gran Otro se nos revela una y otra vez como una ficción simbólica consensual. Así, cuando estamos ante teorías de conspiración, deberíamos seguir paso por paso la correcta interpretación de la novel de Henry James, Otra vuelta de tuerca: no debemos aceptar ni la existencia de fantasmas como parte de la (narrativa) realidad ni reducirlos, de manera pseudofreudiana, a ser una «proyección» de las frustraciones sexuales de una heroína histérica. Las teorías de conspiración no deben, por supuesto, aceptarse como «hechos». Sin embargo no debemos tampoco reducirlas a un fenómeno de histeria de masas. Esta idea sigue basándose en el concepto de un «gran Otro», en el modelo de una percepción «normal» de una realidad social compartida. No tiene en cuenta que es precisamente esta idea de realidad la que está en tela de juicio en nuestro tiempo. El problema no está en que las investigaciones en torno a los ovnis y las teorías de conspiración constituyan una regresión, al adoptar sus defensores una actitud paranoica en la que no pueden aceptar la realidad (social); el problema es que esta misma realidad se está tornando paranoica. La experiencia contemporánea nos enfrenta una y otra vez a situaciones en las que nos vemos forzados a tomar conciencia de hasta qué punto nuestra percepción de la realidad y la actitud normal hacia esta realidad está determinada por ficciones simbólicas, es decir, hasta qué punto el «gran Otro» (que determina qué ha de considerarse como normal y como una verdad aceptada y cuál es el horizonte del significado en una sociedad concreta) no está ni mucho menos fundamentado en «hechos», tal y como estos están representados en el «conocimiento científico dentro de lo real». Tomemos como ejemplo una sociedad tradicional en la que la ciencia moderna aún no se ha convertido en el discurso dominante: si, en este espacio simbólico, un individuo defiende los principios de la ciencia moderna, se le despreciará como a un «loco». El quid de la cuestión es que no basta simplemente con afirmar que no está «realmente loco», que es la sociedad limitada e ignorante la que lo coloca en esta posición. En cierto modo, ser tratado como un loco, ser excluido del gran Otro social, ES estar loco. La «locura» no es una categoría que pueda fundamentarse basándose directamente en «hechos» (en cuanto que un loco no puede percibir las cosas de la manera en que son, ya que está atrapado dentro de proyecciones alucinógenas), sino en la relación que este individuo mantiene con el «gran Otro». Lacan generalmente subraya el lado contrario de esta paradoja: «el loco no es sólo un mendigo que cree ser un rey, también es un rey que cree ser un rey», es decir, la locura representa la eliminación de la distancia entre lo simbólico y lo real, una identificación inmediata con el mandato simbólico. Tomemos otro ejemplo que plantea Lacan, cuando un marido sufre celos patológicos y está obsesionado con la idea de que su mujer se acuesta con otros hombres, su obsesión no deja de ser una manifestación patológica incluso si se demuestra que tenía razón y su mujer, en efecto, se acuesta con otros. Lo que hay que aprender de tales paradojas es evidente: los celos patológicos no dependen de la veracidad de los hechos, sino de la manera en que el individuo integra estos hechos dentro de su economía libidinal. Sin embargo, lo que deberíamos afirmar es que esta misma paradoja también puede interpretarse en la otra dirección: la sociedad (su campo sociosimbólico, el gran Otro) está «cuerda» o «normal» incluso cuando hay pruebas de que se equivoca. (Quizás por ello Lacan se llamaba a sí mismo «psicótico»: era psicótico en cuanto que no era posible integrar su discurso en el campo del gran Otro). Es tentador declarar, a lo Kant, que el error de la teoría de la conspiración es en cierto modo análogo al «paralogismo de la razón pura», a la confusión entre dos niveles: la sospecha (del sentido común científico, social, etc. recibido) como una postura metodológica formal y la positivación de esta sospecha en otra parateoría global que lo explique todo. Aislar lo Real Desde otro punto de vista, Matrix también funciona como la «pantalla» que nos separa de la realidad, que hace que podamos soportar «el desierto de lo real». Sin embargo, llegados a este punto, no debemos olvidar la radical ambigüedad de lo Real en Lacan: no se trata del último referente que ha de ser cubierto/aburguesado/domesticado mediante la pantalla de la fantasía. Lo real es también y primordialmente la pantalla misma, concebida ésta como el obstáculo que desde un principio siempre distorsiona nuestra percepción del referente, es decir, de la realidad exterior. En términos filosóficos, es en este punto en el que reside la diferencia entre Kant y Hegel: para Kant, lo real es el mundo de lo noumenal, que percibimos «esquematizado» gracias a la pantalla que constituyen las categorías trascendentales; por el contrario, para Hegel, como afirma de forma ejemplar en la introducción a su fenomenología, este salto que Kant hace entre el noumenos y las categorías trascendentales no existe. Hegel introduce tres términos: cuando una pantalla nos aísla de lo real, normalmente genera una idea de lo que es en sí mismo, más allá de la pantalla (de la apariencia), de tal manera que la distancia entre apariencia y la cosa en-sí-misma siempre es algo ya dado para nosotros. Como consecuencia, si a la Cosa le restamos la distorsión de la Pantalla, perdemos la Cosa misma (en términos religiosos, la muerte de Cristo es la Muerte del propio Dios, no sólo de su encarnación humana). Es por ello que para Lacan, que en este caso se ajusta a las ideas de Hegel, la Cosa en sí misma es, en última instancia, la mirada, no el objeto que se percibe. Así, volviendo a Matrix: Matrix misma es lo Real que distorsiona nuestra percepción de la realidad. Una referencia al ejemplar análisis de Levi-Strauss sobre la disposición espacial de las edificaciones en Winnebago, una de las tribus de los Grandes Lagos, sacado de su Antropología Estructural, puede ser esclarecedor. La tribu se divide en dos subgrupos («moieties»), «los que vienen de arriba» y «los que vienen de abajo»; cuando pedimos a una persona que dibuje en un pedazo de papel o en la arena un plano esquemático de su aldea (la disposición espacial de las casas) obtenemos dos respuestas muy diferentes dependiendo del grupo al que pertenece el individuo. Los miembros de ambos subgrupos perciben la aldea como un círculo. Sin embargo, para el primer subgrupo, dentro de este círculo hay otro de casas centrales, de modo que tenemos dos círculos concéntricos. Para el otro, sin embargo, el círculo está partido en dos por una clara línea divisoria. Es decir, un miembro del primer subgrupo (llamémoslo «conservador–corporativista») percibe el plano de la aldea como un anillo de casas dispuesto más o menos simétricamente en torno a un templo central, mientras que un miembro del segundo («revolucionario/antagonista») percibe su aldea como dos grupos de casas separados por una frontera invisible… La idea principal de Levi-Strauss es que este ejemplo no debería incitarnos a propugnar un relativismo cultural, según el cual la percepción del espacio social depende del grupo al que pertenece el individuo: esta ruptura entre dos percepciones «relativas» significa una referencia velada a una constante (no a una disposición objetiva «real» de las edificaciones, sino a la simiente de un trauma, de un antagonismo fundamental entre los habitantes de la aldea, que éstos son incapaces de simbolizar, de explicarse, de «interiorizar», de aceptar: un desequilibrio en las relaciones sociales que impide que la comunidad se asiente como un colectivo en armonía. Las dos percepciones del plano son, simplemente maneras no reconciliables de enfrentarse a este antagonismo traumático, de curar la herida mediante la imposición de una estructura simbólica equilibrada. No es necesario afirmar que lo mismo ocurre con la diferencia sexual: ¿no son lo «masculino» y lo «femenino» como las dos configuraciones de casas de la aldea de Levi-Strauss? Con el fin de disipar la ilusión de que nuestro universo «desarrollado» no está dominado por la misma lógica, baste recordar la escisión de nuestro espacio político entre Derecha e Izquierda: una persona de izquierdas y una de derechas se comportan exactamente del mismo modo que miembros de los dos subgrupos de la aldea de Levi-Strauss. No ocupan espacios diferentes dentro del espacio político: cada uno de ellos percibe de manera diferente la disposición del espacio este espacio. Un individuo de izquierdas la percibe como un campo dividido por algún antagonismo fundamental, mientras que uno de derechas la percibe como la unidad orgánica de una comunidad, que sólo ve perturbada su paz por la intrusión de extraños. Sin embargo, Levi-Strauss penetra más en el problema y hace una afirmación fundamental: ya que los dos subgrupos forman, en cualquier caso, una tribu única, que vive en la misma aldea, esta identidad debe inscribirse simbólicamente de alguna manera. ¿Cómo, si la articulación simbólica y todas las instituciones sociales de la tribu son parciales y están excesivamente influidas por esta ruptura fundamental y constitutiva?: Mediante lo que Levi-Strauss ingeniosamente denomina la «institución cero», una especie de equivalente institucional al famoso maná, ese significante vacío que carece de una significación determinada, al tenerla sólo en presencia del significado en sí mismo (esto entendido como lo contrario a la ausencia de significado). Por tanto, la institución cero es una institución específica sin función positiva, determinada: su única función es la puramente negativa de señalar la presencia y actualidad de la institución social como concepto, entendida en oposición a su ausencia, al caos presocial. Es al referirse a esa institución cero que los miembros de la tribu son capaces de percibirse a sí mismos como tal, miembros de una misma tribu. ¿No constituye esta institución, pues, la ideología en su estado más puro, es decir, la encarnación directa de la función ideológica de proporcionar un espacio neutral y que englobe todo y en el que el antagonismo social se borre y todos los miembros de la sociedad se puedan identificar? Y, ¿no es la lucha por la hegemonía sino una lucha por determinar qué sesgos dominarán esta institución cero, qué significación particular predominará? Un ejemplo específico: ¿no es el concepto moderno de nación una de estas instituciones cero que surgió con la disolución de los vínculos sociales basados en el parentesco directo o las matrices simbólicas tradicionales? Es decir, el concepto «nación» surgió cuando la modernización inició su ataque y las instituciones sociales perdieron gradualmente su apoyo en la tradición naturalizada y adquirieron experiencia dentro del «contrato». En este sentido es de especial importancia tener en cuenta el hecho de que la identidad nacional se experimenta como algo, cuando menos, mínimamente «natural», como una manera de pertenecer cimentada en la «sangre y la tierra», es decir, lo opuesto al pertenecer «artificial» a las instituciones sociales establecidas (estado, profesión...): las instituciones premodernas funcionaban como entidades simbólicas «naturalizadas» (basadas en tradiciones incuestionables). En el momento en que las instituciones se empezaron a concebir como artefactos sociales surgió la necesidad de una institución-cero «naturalizada» que sirva de terreno común neutral. Y, volviendo a la diferencia sexual, es tentador arriesgarse a proponer la hipótesis de que, quizás, la misma lógica de la institución cero debería aplicarse no sólo a la sociedad en su unidad, sino también en su escisión antagonista: ¿qué pasaría si la diferencia sexual se redujera en última instancia a una especie de institución cero de la ruptura social de la humanidad, la diferencia mínima cero naturalizada? (Una ruptura que, antes de señalar una diferencia social determinada señala la diferencia en sí). La lucha por la hegemonía es pues, una vez más, la lucha por decidir cómo las otras diferencias sociales específicas determinarán el sesgo de esta diferencia cero. Es este el trasfondo el que uno debe tener en cuenta al interpretar una importante característica (que a menudo se pasa por alto) del esquema lacaniano de significante: Lacan sustituye el esquema tradicional presentado por Saussure (sobre la línea la palabra «arbre» y debajo el dibujo de un árbol) con el siguiente esquema: sobre la línea, dos palabras una al lado de la otra («homme» y «femme») y debajo, dos dibujos idénticos de una puerta. Con el fin de enfatizar el carácter diferencial del significante, Lacan empieza por sustituir el esquema único con la dicotomía hombre/mujer, con la diferencia sexual. Lo verdaderamente sorprendente, sin embargo, es el hecho de que, a nivel del referente imaginario, NO HAY DIFERENCIA (Lacan no nos facilita un índice gráfico de lo que es la diferencia sexual, es decir, un dibujo esquemático de un hombre y de una mujer, como el que aparece en casi todos los lavabos públicos hoy en día, sino la MISMA puerta reproducida dos veces). ¿Es posible establecer más claramente que la diferencia sexual no designa ninguna oposición biológica basada en propiedades «reales», sino una oposición puramente simbólica con la que nada corresponde en los objetos designados: nada excepto lo Real de un x sin identificar que no puede ser captado en la imagen del significante? Volviendo al ejemplo de Levi-Strauss de las dos representaciones del pueblo: es en este ejemplo en el que percibimos precisamente en qué sentido lo Real interviene a través de la anamorfosis. Primero tenemos la ordenación «real» y «objetiva» de las casas, y luego las dos formas de simbolizarla que distorsionan la ordenación de manera anamórfica. Sin embargo, lo «real» no es esta ordenación sino el núcleo traumático del antagonismo social que distorsiona la perspectiva que los miembros de la tribu tienen sobre mismo antagonismo. Lo real es, de esta manera, la X excluida que es responsable de la distorsión anamórfica de nuestra perspectiva sobre la realidad. (Y, curiosamente, este modelo de tres niveles es paralelo al modelo de la interpretación de los sueños de Freud: lo central del sueño no es el pensamiento latente que se desplaza/traduce a la textura explícita del sueño, sino el deseo inconsciente que se inscribe a través de la distorsión misma del pensamiento latente en la textura explícita.) Lo mismo ocurre con el mundo del arte contemporáneo: dentro de este mundo, el retorno más importante de lo REAL NO se produce con la intrusión brutal e impactante de excrementos, cadáveres mutilados, mierda, etc. Estos objetos, sin duda, están fuera de lugar, pero para que estén fuera de lugar, debe existir un espacio (vacío). Es este espacio el que representa el arte minimalista, empezando por Malevitch. Es en este punto en el que reside la complicidad entre los dos iconos contrarios de la cúpula modernista: Kazimir Malevitch y su «The Black Square on the White Surface» («Cuadrado Negro sobre fondo blanco») y Marcel Duchamp con su exposición de objetos prefabricados como si fueran obras de arte. La idea que subyace a la elevación de Malevitch de un objeto ordinario y cotidiano a la categoría de obra de arte no es una virtud innata del objeto: es el propio artista quien, al poner en relieve el (o, más exactamente, CUALQUIER) objeto y situándolo en un espacio concreto, lo convierte en obra de arte. La naturaleza de la obra de arte no es una cuestión de «por qué» sino de «dónde». Por tanto, lo que hace Malevitch con su disposición minimalista es retratar aislar- este espacio en sí, el espacio (o marco) vacío dotado con la propiedad protomágica de transformar todo lo que se encuentre dentro de su campo en una obra de arte. En pocas palabras, no hay Duchamp sin Malevitch: sólo después de que el ejercicio artístico aísle el marco/lugar-en-sí, vacío de todo contenido, puede permitirse pasar a la estrategia de lo prefabricado. Antes de Malevitch, un orinal no hubiera dejado de ser un orinal, aunque lo expusiesen en la más prestigiosa de las galerías. El surgir de los excrementos dislocados es, por tanto, estrictamente correlativo al surgir del espacio exento de objetos, del marco vacío como tal. Como consecuencia, lo Real en el arte contemporáneo posee tres dimensiones que de algún modo reflejan dentro de lo Real la triada de lo Imaginario-Simbólico y Real. Lo Real es, primero de todo, la mancha anamórfica, la distorsión de la imagen directa de la realidad como imagen distorsionada, como semblanza pura que «subjetiviza» la realidad objetiva. Por tanto, lo Real hace las veces en este caso del espacio vacío, de la estructura de una construcción que nunca está, que se percibe como tal pero que sólo puede construirse retroactivamente y debe presuponerse como tal: lo real como construcción simbólica. Finalmente, lo Real es el objeto excrementicio dislocado, lo Real «en sí mismo». Si aislamos lo Real, así concebido, no es más que un mero fetiche cuya presencia fascinante y cautivadora disfraza lo estructural dentro de lo Real, de la misma manera que en el antisemitismo nazi el «judío» era el objeto excrementicio que oculta lo real «estructural» del antagonismo social que resulta intolerable. Estas tres dimensiones de lo Real son el resultado de tres métodos de distanciamiento de la realidad «normal». Un método hace de esta realidad objeto de una distorsión anamórfica, otro introduce un objeto que no tiene lugar en esa realidad, otro resta/borra todo contenido (objeto) de la realidad, de tal modo que lo único que queda es el espacio mismo que estos objetos llenaban, ahora vacío. El toque freudiano La falsedad de Matrix es, quizás, más directamente detectable cuando se designa a Neo como «el Elegido». ¿Quién es «el Elegido»? El espacio que este ocupa es un espacio establecido dentro del vínculo social. Existe, primero el Elegido del significante maestro, la autoridad simbólica. Incluso una de las manifestaciones más terroríficas de la vida social, recogida en los recuerdos de los supervivientes de los campos de concentración, aparece el Elegido, aquel individuo que no se doblegó, que, en las condiciones intolerables que llevaron a los otros a la lucha egoísta por la supervivencia pura, milagrosamente mantuvo e irradió una dignidad y generosidad «irracional». En términos de Lacan, estamos ante la función Y’a de l’Un: incluso en este caso, hubo un Elegido, que sirvió para cimentar un mínimo de solidaridad, mínimo que define el vínculo social propiamente dicho (entendido este vínculo en contraposición con la colaboración dentro del marco de una estrategia de supervivencia pura). Hay dos características esenciales en este caso: primero, este individuo siempre se percibió como uno (nunca hubo una multitud de ellos, como si, obedeciendo a algún tipo de oscura necesidad, este exceso del milagro inexplicable de la solidaridad tuviera que encarnarse en un único ser); Segundo, lo importante no era lo que este ser único hizo por los demás, sino su presencia entre ellos (es decir, lo que permitió a los demás sobrevivir fue la consciencia de que, a pesar de que la mayor parte del tiempo ven reducida su existencia a ser máquinas de supervivencia, hay uno que mantiene una dignidad humana). De manera similar a las risas enlatadas, tenemos en este caso algo así como dignidad enlatada, en la que el Otro (el Elegido) retiene mi dignidad por mí, en mi lugar o, más específicamente, en la que yo mantengo mi dignidad A TRAVÉS del otro: pueden haberme reducido a una lucha cruel por la supervivencia, pero la conciencia misma de que existe este Elegido que mantiene su dignidad, me permite a MI mantener un vínculo mínimo con lo humano. A menudo, cuando este Elegido perdía el control o se destapaba que era un farsante, los otros presos perdían su deseo de sobrevivir y se convertían en muertos vivientes indiferentes. Paradójicamente, su disposición a luchar por la supervivencia más cruda se veía sustentada por esta excepción, por el hecho de que a él no lo habían rebajado a ese nivel. De esta manera, cuando la excepción desaparecía, la lucha perdía su fuerza. Lo que esto significa, por supuesto es que este Elegido no estaba definido exclusivamente por su cualidades «reales» (a este nivel puede haber habido varios individuos como él, o podría ser, incluso, que no se mantuviese realmente entero, sino que fuese una farsa, una actuación): el excepcional papel que representaba era el de la transferencia. Es decir, ocupaba un espacio construido (presupuesto) por los demás. En The Matrix, por el contrario, el Elegido es aquel que es capaz de ver que nuestra realidad cotidiana no es real, sino un universo virtual codificado. Es, por tanto, él quien es capaz de desconectarse de ella, manipularla y suspender sus reglas (volar por el aire, detener las balas...). La virtualización de la realidad es esencial para la función de este Elegido: la realidad es una invención cuyas reglas se pueden poner en suspenso, o al menos reescribirse. Dentro de este concepto reside la idea paranoica de que el Elegido puede suspender la resistencia de lo real («Si decido hacerlo puedo traspasar un muro..»., es decir, la imposibilidad que ello entraña para la mayoría de nosotros no es sino una deficiencia en la voluntad del sujeto). Sin embargo, en este punto la película vuelve a quedarse corta: en la escena memorable en la sala de espera de la profeta que decidirá si Neo es el Elegido se ve a un niño que dobla una cuchara con la mente y le dice al asombrado Neo que la manera de hacerlo no es convencerme de que puedo doblar la cuchara, sino convencerme de que NO HAY UNA CUCHARA.... Sin embargo, ¿qué pasa CONMIGO? ¿El siguiente paso no debería haber sido aceptar el concepto budista de que yo MISMO, el sujeto, no existo? Con el fin de definir lo que es falso en The Matrix, deberíamos distinguir la simple imposibilidad tecnológica de la falsedad fantasmática: viajar en el tiempo es (probablemente) imposible, pero los escenarios fantasmáticos son «verdaderos» en la medida en que representan los callejones sin salida libidinales. Como consecuencia, el problema de The Matrix no es la ingenuidad científica de sus trucos: la idea de pasar de la realidad a la realidad virtual a través del teléfono es bastante lógica ya que sólo necesitamos un espacio/agujero por el que escapar. (Quizás una solución más acertada hubiera sido el inodoro: ¿el reino donde los excrementos desaparecen después de tirar de la cadena no es, al fin y al cabo, una de las metáforas del terroríficamente sublime Más Allá del caos primordial y preontológico en el que desaparecen las cosas? Aunque racionalmente somos conscientes de lo que pasa con los excrementos, el misterio imaginario sigue latente - la mierda no deja de ser un exceso que no tiene un lugar en nuestra realidad cotidiana. Lacan tenía razón cuando afirmaba que la transición de animal a ser humano se produce en el momento en que el animal se pregunta qué hacer con sus excrementos, en el momento en que estos se convierten en un exceso que molesta al animal. Por tanto, lo Real no es en esencia la cosa horriblemente asquerosa que reemerge del lavabo, sino el agujero en sí, el espacio que permite la transición a un orden ontológico diferente: la cavidad topológica o la torsión que «curva» el espacio de nuestra realidad para que percibamos/imaginemos los excrementos desapareciendo adentrándose en una dimensión alternativa que no forma parte de nuestra realidad cotidiana. El problema es una falta de coherencia fantasmática más radical que surge con la mayor claridad cuando Morfeo (el líder afroamericano del grupo de la resistencia que cree que Neo es el Elegido) intenta explicar al todavía perplejo Neo lo que es Matrix: bastante previsiblemente lo relaciona con un fallo en la estructura del universo: «Ha sido así toda tu vida. La sensación de que algo no funciona en el mundo. No sabes lo que es, pero está ahí, como una astilla clavada en tu mente y te está enloqueciendo. [...] Matrix nos rodea, está por todas partes, incluso en esta habitación [...] Es el mundo que ha sido puesto ante tus ojos para ocultarte la verdad. NEO: ¿Qué verdad? MORFEO: Que eres un esclavo, igual que los demás naciste en cautiverio... en una prisión que no puedes oler, saborear ni tocar. La prisión de tu mente». En este punto, surge la principal contradicción en la película: la experiencia de la falta/la inconsistencia/el obstáculo debe actuar como evidencia del hecho de que lo que percibimos como realidad es una farsa. Sin embargo, hacia el final de la película Smith, el agente de Matrix da una explicación diferente, mucho más freudiana: «Sabía que la primera Matrix fue diseñada para ser un perfecto mundo humano donde nadie sufriera, donde todos consiguieran ser felices? Fue un desastre. Nadie aceptó ese programa. Se perdieron cosechas enteras [de humanos funcionando como baterías]. Algunos creían que no teníamos el lenguaje de programación para describir su mundo perfecto. Yo creo que como especie los seres humanos definen su realidad con el sufrimiento y la tristeza. Así que el mundo perfecto era un sueño del que sus primitivos cerebros querían constantemente despertar. Por ese motivo Matrix fue rediseñada así: en el apogeo de su civilización». De ello se deduce que la imperfección de nuestro mundo, es, al mismo tiempo, la marca de su virtualidad y la de su realidad. De hecho, podemos afirmar que el agente Smith (recordemos que no es un ser humano como los otros sino una encarnación virtual directa de Matrix, el gran Otro en sí mismo) ocupa el lugar del analista dentro del universo de la película: la lección que nos enseña es que la experiencia de enfrentarnos a un obstáculo insalvable es la condición óptima para que los humanos podamos percibir algo como realidad. La realidad es, en última instancia, resistencia. Malebranche en Hollywood Una nueva incoherencia en la película se detecta cuando trata el tema de la muerte: ¿Por qué muere uno «realmente» en la realidad virtual regulada por Matrix? La película responde con una respuesta oscurantista: «NEO: Si te matan en Matrix, ¿mueres aquí? [es decir, no sólo en la realidad virtual, sino también en la vida real] MORFEO: El cuerpo no puede vivir sin la mente». La lógica detrás de esta solución es que tu cuerpo «real» sólo puede mantenerse vivo (funcionar) en conjunto con la mente, es decir, con el universo mental en el que estás inmerso: así que si estás en una realidad virtual y te matan dentro de esa realidad, esta muerte afecta a tu cuerpo real... La respuesta alternativa más evidente (sólo puedes morir en la realidad) también es insuficiente. La trampa es decidir si el sujeto está COMPLETAMENTE inmerso en la realidad virtual que controla Matrix o si sabe o SOSPECHA cuál es la verdadera situación. Si la respuesta es SÍ, entonces sólo la regresión a un estado de distanciamiento adánico, anterior a la caída, nos volvería inmortales en el mundo de la realidad virtual. Como consecuencia, Neo, que ya está liberado de la inmersión total en la realidad virtual debería SOBREVIVIR a su lucha contra el agente Smith, lucha que tiene lugar DENTRO DE LA REALIDAD VIRTUAL controlada por la Matriz (de la misma manera en que es capaz de detener balas, debería haber sido capaz de deshacer los golpes que hieren su cuerpo). Esto nos lleva al ocasionalismo de Malebranche: la matrix DEFINITIVA es, más que el dios de Berkeley -de cuya mente depende el mundo-, el dios ocasionalista de Malebranche. Sin duda, Malebranche con su «ocasionalismo» fue el filósofo que ha proporcionado el esqueleto conceptual más adecuado para sostener la idea de la realidad virtual. Malebranche, discípulo de Descartes, abandona la absurda referencia cartesiana a la glándula pineal para explicar la coordinación entre la sustancia material y la espiritual, es decir, entre cuerpo y alma; ¿cómo entonces explicar la coordinación entre los dos, si no hay ningún punto de contacto entre ambos, si no hay ningún momento en que el alma pueda tener una acción causal sobre el cuerpo o viceversa? Ya que estos sistemas causales (el de las ideas en mi mente y el de las interconexiones corporales) son completamente independientes, la única solución es que una tercera sustancia verdadera (Dios) las coordine continuamente y medie entre ellas manteniendo una ilusión de continuidad. Cuando pienso en levantar la mano y mi mano posteriormente se eleva, mi pensamiento es sólo la causa indirecta y «ocasional» de mi movimiento: al percatarse de que mis pensamientos están dirigidos a levantar la mano, Dios pone en funcionamiento la otra cadena causal, la material, que lleva a mi mano a elevarse. Si en el lugar de «Dios» colocamos al gran Otro -el orden simbólico- podemos percibir la similitud del ocasionalismo con la postura de Lacan. Como Lacan argumentó en su polémica contra Aristóteles en televisión, la relación entre el cuerpo y el alma nunca puede ser directa ya que el gran Otro siempre se interpone. El ocasionalismo es, pues, esencialmente un nombre para la naturaleza «arbitraria del significante», para el espacio que separa el sistema de ideas del sistema de causalidad corpórea (real). Es a través del gran Otro que explicamos la coordinación entre los dos sistemas, de tal manera que, cuando mi cuerpo muerde una manzana, mi alma experimenta una sensación de placer. El objetivo del antiguo sacerdote azteca es salvar este mismo espacio cuando organiza sacrificios humanos con el fin de asegurarse de que el sol vuelve a salir. El sacrificio humano es en este caso una petición a Dios para que mantenga la coordinación entre las dos secuencias, la necesidad corporal y la concatenación de eventos simbólicos. A pesar de lo «irracional» que nos puede parecer el sacrificio organizado por el sacerdote azteca, la premisa en la que se basa se acerca mucho más a la verdad que nuestra idea intuitiva de que la coordinación entre el cuerpo y el alma es directa. Es decir, de acuerdo con esta segunda idea, es «natural» que yo experimente una sensación placentera cuando muerdo una manzana, ya que esta sensación está producida directamente por la manzana: lo que se pierde es el papel de mediador del gran Otro que garantiza la coordinación entre la realidad y cómo la experimentamos mentalmente. ¿No ocurre lo mismo con nuestra inmersión en la realidad virtual? Cuando alzo la mano para empujar un objeto hacia el interior del espacio virtual, este objeto, en efecto, se mueve. La ilusión que yo experimento es que fue el movimiento de mi mano el que provocó el cambio de posición del objeto. Es decir, al estar inmerso en este mundo, paso por alto el complicado mecanismo de coordinación informática, paralelo al papel de Dios, que garantiza la coordinación de ambas series en el ocasionalismo. Es bien sabido que el botón de «Cerrar puertas» en casi todos los ascensores no es más que un placebo disfuncional que se coloca allí para dar a las personas la falsa impresión de que de algún modo participan y contribuyen a aumentar la rapidez con que se realiza el viaje en ascensor. Al apretar el botón, la puerta se cierra en el mismo momento en que lo hubiera hecho si sólo hubiéramos apretado el botón del bajo sin intentar «acelerar» el proceso presionando también el botón de «Cerrar las puertas». Este caso claro y extremo de falsa participación es una metáfora adecuada para retratar la falsa participación de los individuos en el proceso político «postmoderno». Se trata del más puro ejemplo de ocasionalismo. Según Malebranche, estamos apretando botones como el de «cerrar las puertas» y sólo la actividad incesante de Dios coordina esta acción con los sucesos que le siguen (las puertas se cierran) mientras nosotros seguimos pensando que sucedió gracias a que apretamos el botón... Por eso es esencial mantener la radical ambigüedad en torno a la manera en que el ciberespacio afectará a nuestras vidas: esto no depende de la tecnología como tal sino de la manera en que esta se inscribe en la sociedad. La inmersión en el ciberespacio puede intensificar nuestras experiencias corporales (una nueva sensualidad, un nuevo cuerpo con más órganos, nuevos sexos...), pero también hace posible a la persona que manipula la maquinaria que controla el ciberespacio robarnos literalmente nuestros cuerpos (virtuales), despojándonos de nuestro control sobre ellos de tal manera que se rompa la relación con ellos como algo «que nos pertenece». Nos encontramos con la ambigüedad característica de la idea de mediatización: originalmente este término designaba el gesto mediante el cual un sujeto se veía despojado de su derecho directo e inmediato de tomar decisiones; el gran maestro de la mediatización política fue Napoleón, que dejaba a los monarcas de las naciones conquistadas la ilusión de poder, mientras que, en realidad, no estaban en posición de ejercitar ese poder en absoluto. A un nivel más general podríamos decir que esta «mediatización» del monarca es lo que define la monarquía constitucional, en la que la función del monarca se reduce a la del gesto simbólico de «poner los puntos sobre las íes»: firmar, dotando así de fuerza performativa a los edictos cuyo contenido determina el gobierno democráticamente elegido. Y ¿no ocurre lo mismo, mutatis mutandis, con la informatización progresiva de nuestra vida cotidiana? En este proceso el sujeto también se «mediatiza» cada vez más, perdiendo sin darse cuenta su poder bajo la falsa ilusión de que éste está aumentando. Cuando nuestro cuerpo se mediatiza (atrapado en la sistema de los medios electrónicos se somete a la vez a la amenaza de una «proletarización» radical: el sujeto se reduce potencialmente a ser puro $, ya que hasta mi experiencia personal puede ser robada, manipulada o regulada por el «Otro» mecánico. Podemos ver, de nuevo, cómo la posibilidad de una virtualización radical coloca al ordenador en una posición que es directamente equivalente a la que ocupa Dios en el ocasionalismo de Malebranche. Al coordinar la relación entre la mente y (lo que yo siento como) el movimiento de mis extremidades (en la realidad virtual, podemos imaginarnos perfectamente un ordenador que se descontrola y empieza a actuar como un Dios Malévolo, alterando la relación entre la mente y mi percepción del cuerpo como parte de mí. En la realidad (virtual) se suspende o, incluso, contradice la orden de mi mente de que levante la mano. Como consecuencia, la experiencia fundamental que es la de mi cuerpo como algo mío, se ve perturbada... Parece, pues, que el ciberespacio hace realidad la fantasía paranoica elaborada por Schreber, el juez alemán cuyas memorias analizó Freud: el «universo interconexo» es psicótico en cuanto que parece la materialización de la alucinación de Schreber sobre los rayos divinos mediante los cuales Dios controla la mente humana. En otras palabras, ¿no explica la externalización del gran Otro y su materialización en el ordenador la dimensión naturalmente paranoica del universo interconectado? O, dicho de otro modo: lo normal es que en el ciberespacio la capacidad de cargar la conciencia en un ordenador finalmente libere a las personas de sus cuerpos, pero también libere a las máquinas de «su» gente... Montaje de la Fantasía Fundamental La última incoherencia que encontramos en la película se refiere a las ambiguas condiciones de la liberación de la humanidad que anuncia Neo en la última escena. Como resultado de su intervención se produce en un ERROR de SISTEMA de Matrix; al mismo tiempo Neo se dirige a las personas que aún se hallan atrapadas en Matrix como el Salvador que les enseñará cómo liberarse de las represiones de Matrix podrán romper las leyes físicas, doblar metales, volar por el aire. Sin embargo, el problema es que todos estos «milagros» sólo serán posibles mientras continuemos DENTRO de la realidad virtual que mantiene Matrix, rompiendo o alterando sus normas: nuestra condición «real» es aún ser esclavos de Matrix. En cierto modo estamos simplemente haciéndonos con poder adicional para alterar las normas de nuestra prisión mental. ¿Qué pasa con la opción de salir de Matrix y adentrarnos en la «auténtica realidad» en la que somos criaturas miserables viviendo en la faz de una tierra asolada? Al modo de Adorno, deberíamos afirmar que estas faltas de coherencia son los momentos de verdad de la película: señalan los antagonismos dentro de nuestra experiencia social del capitalismo tardío, unos antagonismos que se refieren a dicotomías ontológicas básicas como realidad y dolor (realidad como algo que perturba el régimen del principio del placer), libertad y sistema (la libertad es sólo posible dentro del sistema que, a su vez, es un obstáculo para su realización total). Sin embargo, en última instancia el mérito de la película es que está a un nivel diferente. Hace años, una serie de películas de ciencia ficción como Zardoz o La fuga de Logan (Logan’s Run) preconiza la situación posmoderna actual: el grupo aislado que vive una vida aséptica en un lugar apartado añora la experiencia del mundo real de decadencia material. Hasta la llegada del posmodernismo, ‘utopía’ era el esfuerzo por romper con el tiempo histórico y entrar en otra dimensión atemporal. Con la coincidencia en la era posmoderna del «fin de la historia» con la total disponibilidad del pasado en memoria digital, en esta época en que VIVIMOS la utopía atemporal como una experiencia ideológica diaria, la utopía se convierte en una añoranza de la Historia Real en sí misma, de la memoria, de retazos del pasado auténtico. La utopía es pues el esfuerzo por salir de la cúpula cerrada al hedor y la decadencia de la cruda realidad. Matrix exprime esta inversión combinando la utopía con la distopía: la realidad misma en que vivimos, la utopía intemporal que escenifica Matrix está orquestada para que podamos ser reducidos a una condición pasiva como meras baterías vivientes que proporcionen a Matrix energía. El impacto especial de la película no reside, pues, en su tesis central (aquello que experimentamos como realidad es un mundo de realidad virtual artificial generado por «Matrix», el megaordenador que está directamente conectado a nuestras mentes), sino en su imagen central: la de millones de seres humanos que llevan una vida claustrofóbica en cunas llenas de agua y a los que se mantiene vivos con la sola intención de que generen energía (electricidad) para «Matrix». Así que, cuando algunas de las personas «despiertan» de su inmersión en la realidad virtual controlada por Matrix, este despertar no es a un vasto espacio exterior de realidad, sino la consciencia terrible de este encierro en el que cada uno de nosotros es tan sólo un organismo fetal, inmerso en el fluido prenatal... Esta pasividad extrema es la realización de la fantasía que mantiene nuestra experiencia consciente como objetos activos, autoafirmativos, es la fantasía perversa por excelencia, la noción de que somos los instrumentos de la jouissance del Otro (Matrix), que nos chupa la sustancia vital como a pilas. Ahí reside el auténtico enigma libidinal de este dispositivo: ¿Por qué necesita Matrix energía humana? La solución energética pura es, por supuesto, absurda: matrix podría haber encontrado fácilmente otra fuente de energía más fiable que no requiriese la complicada trama de realidad virtual coordinada para millones de individuos humanos (aquí surge otra incongruencia: ¿por qué Matrix no abstrae a cada individuo en su propio universo artificial solipsista?). La única respuesta coherente es la siguiente: Matrix se alimenta de la jouissance humana. Con esto volvemos a la tesis lacaniana fundamental de que el gran Otro mismo, lejos de ser una máquina anónima necesita un flujo constante de jouissance. Es esta la perspectiva en la que tenemos que colocar el estado de cosas que presenta la película: lo que la película representa como la escena de nuestro despertar a la realidad de nuestra situación es, en realidad lo opuesto, la fantasía fundamental que sustenta nuestra existencia. La conexión íntima entre perversión y ciberespacio hoy en día es algo común. Según el punto de vista generalizado, el escenario perverso escenifica el «rechazo de la castración»: la perversión puede percibirse como una defensa contra el motivo de la «muerte y la sexualidad», contra la amenaza de mortalidad así como la imposición contingente de la diferencia sexual, Lo que el pervertido representa es un universo en el que, como en los dibujos animados, un ser humano puede sobrevivir a cualquier catástrofe; un universo en el que nadie está obligado a morir o a escoger entre uno de los dos sexos. Como tal, el universo del pervertido es el universo del orden simbólico puro, del transcurrir del juego del significante, sin las ataduras de finitud de lo Real. En un primer acercamiento, podría parecer que nuestra experiencia del ciberespacio concuerda perfectamente con este universo: ¿no es también el ciberespacio un universo liberado de la inercia de lo real, constreñido sólo por normas autoimpuestas? ¿No ocurre lo mismo con la realidad virtual de Matrix? La «realidad» en la que vivimos pierde su carácter inexorable, se transforma en un mundo de reglas arbitrarias (impuestas por Matrix) que podemos violar si tenemos una Voluntad lo suficientemente fuerte... Sin embargo, según Lacan, lo que esta idea común descuida es la relación única entre el Otro y la jouissance de perversión. ¿Qué significa esto exactamente? En «Le prix du progres», uno de los últimos fragmentos de Dialektik der Aufklärung, Adorno y Horkheimer citan el argumento del fisiólogo francés del siglo XIX, Pierre Flourens, contra la anestesia con cloroformo para uso medico: asegura que no se puede probar que el anestésico no funcione sólo en nuestro sistema neurológico mnemónico. En resumen, mientras nos masacran vivos en la mesa de operaciones sufrimos un dolor terrible sin atenuación, pero, más tarde, al despertar, no lo recordamos.... Para Adorno y Horkheimer esto es, por supuesto, la metáfora perfecta del sino de la Razón basada en la represión de la naturaleza misma: el cuerpo, la parte de la naturaleza dentro del sujeto, siente el dolor sin atenuantes. Sin embargo, debido a la represión, el sujeto no lo recuerda. Es aquí que la naturaleza encuentra la venganza perfecta por nuestro dominio: sin saberlo somos nuestras principales víctimas, masacrándonos vivos.... ¿no es posible interpretar esto como la fantasía perfecta de interpasividad, de la Otra Escena en la que pagamos el precio por nuestra intervención activa en el mundo? NO hay un agente libre activo sin este apoyo fantasmático, sin esta Escena Alternativa en la que el Otro lo manipula totalmente. Un sadomasoquista estaría muy dispuesto a asumir este sufrimiento como el camino a la existencia. Puede que esto nos sirva para entender la obsesión de los biógrafos de Hitler con la relación que éste mantuvo con su sobrina, Geli Raubal, a la que encontraron muerta en el apartamento de Hitler en Munich en 1931, como si las presuntas perversiones sexuales de Hitler fuesen «la clave oculta», el íntimo eslabón perdido, el apoyo fantasmático que explicase el personaje público. Así describe Otto Strasser la escena: «/.../ Hitler la obligaba a desvestirse (mientras) él permanecía tumbado en el suelo. Entonces ella se ponía de cuclillas sobre su cara para que él la examinase de cerca, lo que le provocaba gran excitación. Cuando llegaba a la cima de su excitación, pedía que le orinase encima, y así conseguía su placer». Resulta clave aquí la absoluta pasividad del papel de Hitler en esta escena como el apoyo fantasmático que lo llevó a su actividad política, tan frenéticamente destructiva. No es de extrañar que Geli estuviese desesperada y sintiese repugnancia ante estos rituales. Es ésta la mejor manera de entender Matrix: en esta yuxtaposición entre dos aspectos de la perversión: por un lado la reducción de la realidad al mundo virtual regulado por reglas arbitrarias que se pueden suspender, por otro, la verdad oculta de esta libertad, la reducción del sujeto a una pasividad absoluta e instrumentalizada. Título Original: The Matrix, or, the two sides of Perversion. Philosophy Today; Celina; 1999; Volume: 43. http://www.egs.edu/faculty/zizek/zizek-the-matrix-or-two-sides-of-perversion.html http://www.nettime.org/Lists-Archives/nettime-l-9912/msg00019.html. Traducción: Carolina Díaz. Extraído de Acción Paralela No. 5. http://www.accpar.org/numero5/index.htm ___________ ¿Estado de excepción permanente? SLAVOJ ZIZEK EL PAÍS - Opinión - 20-09-2006 ¿Estado de excepción permanente? La conmemoración del quinto aniversario del 11-S ha coincidido con el estreno de dos películas de Hollywood: United 93, de Paul Greengrass, y World Trade Center, de Oliver Stone. Estas dos películas han intentado distanciarse al máximo del modelo hollywoodiense: se centran en el coraje de la gente ordinaria, sin recurrir a las grandes estrellas, a los efectos especiales o a actos heroicos grandilocuentes, ofreciendo sencillamente una representación realista y lacónica de gente ordinaria en una situación extraordinaria. En estas películas hay, sin duda, un toque de autenticidad, y la mayoría de la crítica ha celebrado la sobriedad y la mesura de su estilo, el hecho de haber renunciado a todo sensacionalismo. Sin embargo, es este toque de realismo auténtico lo que suscita algunas cuestiones controvertidas. La consecuencia de este realismo es que las dos películas no sólo impiden que adoptemos un punto de vista político sobre los hechos que narran, sino también que podamos describir el contexto más amplio en que se sitúan estos hechos. Ni los pasajeros de United 93 ni los policías y bomberos de World Trade Center tienen una visión global de la situación: se encuentran de repente en una situación terrorífica y tienen que salir de ella lo mejor que puedan. Esta ausencia de “cartografía cognitiva” es crucial: las dos películas representan a personas ordinarias afectadas por la intrusión brutal y repentina de la Historia como causa ausente, afectadas por el impacto de lo real invisible. Resulta entonces que el mensaje político de las dos películas radica en el hecho mismo de que se abstienen de dar un mensaje político explícito: lo que transmiten es una confianza tácita en el Gobierno: “Cuando nos atacan, sólo tenemos que cumplir con nuestro deber”. Aquí, sin embargo, empieza el verdadero problema. La amenaza invisible y omnipresente del terror legitima las medidas defensivas demasiado visibles. La guerra contra el terror se distingue de las precedentes luchas mundiales del siglo XX, como la guerra fría, por el hecho de que si en estas últimas el enemigo estaba claramente identificado como el imperio comunista realmente existente, la amenaza terrorista es constitutivamente espectral, está desprovista de centro visible. La potencia que se presenta como estando continuamente amenazada y que afirma estar simplemente defendiéndose de un enemigo invisible corre el peligro de convertirse en un poder manipulador. ¿Podemos realmente confiar en esa potencia o apela a esa amenaza sólo para imponernos una disciplina y para controlarnos? Hay que extraer la siguiente lección: en el combate contra el terror, es más indispensable que nunca el que la política de Estado sea democráticamente transparente. Desgraciadamente, estamos pagando hoy el precio por todas las mentiras y manipulaciones de los Gobiernos norteamericano y británico en estos últimos diez años, que llegaron a su punto culminante con la tragicomedia en torno a las armas de destrucción masiva en Irak. Recordemos la alarma, en el mes de agosto, a propósito del atentado terrorista frustrado que tenía que hacer explotar en pleno vuelo una docena de aviones entre Londres y Estados Unidos: la alarma era sin lugar a dudas real, afirmar lo contrario sería excesivamente paranoico. Sin embargo, no podemos evitar pensar que todo ese asunto era un espectáculo puesto en escena a conciencia para acostumbrarnos al estado de emergencia permanente, al estado de excepción convertido en estilo de vida. ¿Qué margen ofrecen estos acontecimientos a la manipulación, cuando las únicas cosas públicamente visibles son las mismas medidas antiterroristas? ¿No será que piden demasiado a los ciudadanos ordinarios que somos todos, un grado de confianza al que los dirigentes habían renunciado hacía tiempo? ¿Cuál es entonces el sentido histórico del 11-S? Doce años antes, el 9 de noviembre de 1989, caía el muro de Berlín. La debacle del comunismo era vista en todas partes como el fracaso de las utopías políticas: hoy, después de haber aprendido, no sin dolor, que las utopías políticas nobles se convierten en terror totalitario, vivimos en una época posutópica de administración pragmática. Sin embargo, tenemos que señalar de inmediato que a este supuesto fracaso de las utopías le ha sucedido el reinado durante una década de la última gran utopía: la utopía de la democracia liberal capitalista a escala mundial. El 9 de noviembre de 1989 anunciaba los felices años 90, el sueño del fin de la historia previsto por Francis Fukuyama. El 11-S es el gran símbolo del fin de esta utopía, una vuelta a la historia real: los felices años noventa de la presidencia de Clinton ya han pasado; se anuncia una época en la que se levantan nuevos muros por todas partes, entre Israel y la franja de Gaza, alrededor de la Unión Europea, en la frontera entre Estados Unidos y México, entre España y Marruecos, sustituyendo así el muro de Berlín. Una época con nuevas formas de apartheid y de tortura “legal”. Tal como afirmó el presidente George W. Bush inmediatamente después del 11-S, Estados Unidos está en guerra. Ahora bien, el problema está precisamente en que Estados Unidos evidentemente no está en guerra; al menos no en el sentido convencional del término (para la mayoría de la población, la vida cotidiana sigue su curso, y la guerra es asunto exclusivo del ámbito estatal). De este modo, la distinción misma entre el estado de guerra y la paz queda alterada. Entramos en una época en la que la misma paz puede coincidir con el estado de excepción. En su glorificación del deseo ardiente e irrefrenable de libertad en los países poscomunistas, George Bush lo comparó a un “fuego en los espíritus”. La ironía involuntaria de esta afirmación está en que utilizó una frase de Los Demonios de Dostoievski, en la que éste califica de despiadada la acción de los anarquistas radicales que incendiaron un pueblo: “El fuego está en los espíritus, y no en las casas”. Lo que el señor Bush no ha entendido es que el 11 de septiembre de 2001 los habitantes de Nueva York ya veían y olían el humo de este fuego. Slavoj Zizek es filósofo esloveno y autor de Irak. La tetera prestada. Traducción de Martí Sampons. ____________ The Matrix: La verdad de las exageraciones. Por Slavoj Žižek A propósito del psicoanálisis, Theodor W. Adorno afirmaba que nada en él es más verdad que sus exageraciones - y lo mismo puede decirse sobre The Matrix. Ésta es una de las pocas películas que funcionan como una especie de prueba de Rorschach, como la proverbial pintura de Dios que siempre parece mirarnos fija y directamente, desde dondequiera que se le mire: prácticamente cada orientación teórica parece reconocerse en ella. Mis amigos lacanianos me dicen que los autores deben de haber leído a Lacan; los partidarios de la escuela de Frankfurt ven en The Matrix la encarnación extrapolada de la Kulturindustrie, la alineación-reificación de la sustancia social (del Capital) tomando directamente, colonizando nuestra vida interna, usándonos como fuente de energía; la New Age ve en ella la fuente de especulación de cómo nuestro mundo es simplemente un espejismo generado por una mente global encarnada en la World Wide Web... ¿Qué es, entonces, la Matrix? Simplemente lo que Lacan llamó el “gran Otro”, el orden simbólico virtual, la red que estructura la realidad para nosotros. De un modo propiamente paranoico, el film externaliza este orden simbólico virtual en la existencia real de una Mega-computadora. Sin embargo, la fuerza de la película no reside tanto en esta tesis central (lo que nosotros experimentamos como la realidad es una realidad virtual artificial generada por la “Matrix”, una mega-computadora que ha atado directamente a sí todas nuestras mentes), sino en la imagen de los millones de seres humanos que llevan una vida claustrofóbica en las cunas llenas de agua, que son conservados vivos para generar energía (electricidad) para la Matrix. Así que cuando (algunos de) las personas “despiertan” de su inmersión en la realidad virtual controlada por la Matrix, este despertar no es la apertura en el amplio espacio de la realidad externa, sino primeramente, la horrible realización de este encerramiento dónde cada uno de nosotros es efectivamente sólo una especie de feto - un organismo sumergido en el fluido pre-natal... La verdad detrás de esta fantasía puede descubrirse a través de sus mismas inconsistencias. Cuando Morpheus (el líder afroamericano del grupo de resistencia que cree que Neo - Keanu Reeves - es quien los liberará) intenta explicar al perplejo e inmóvil Neo lo que es la Matrix, él lo vincula a una falla en la estructura del universo: «Ha sido así toda tu vida. La sensación de que algo no funciona en el mundo. No sabes lo que es, pero está ahí, como una astilla clavada en tu mente y te está enloqueciendo. /.../ La Matrix nos rodea, está por todas partes, incluso en esta habitación /.../ Es el mundo que ha sido puesto ante tus ojos para ocultarte la verdad. NEO: ¿Qué verdad? MORFEO: Que eres un esclavo, igual que los demás, naciste en cautiverio... en una prisión en la cual no puedes oler, saborear ni tocar. Una prisión de tu mente». Entonces, se supone que la experiencia de la falta/la inconsistencia/el obstáculo debe actuar como evidencia del hecho de que lo que percibimos como realidad es una farsa. Sin embargo, hacia el final de la película, Smith, el agente de la Matrix da una explicación diferente, mucho más freudiana: «¿Sabía que la primera Matrix fue diseñada para ser un mundo humano perfecto donde nadie sufriera, donde todos consiguieran ser felices? Fue un desastre. NADIE aceptó ese programa. Se perdieron cosechas enteras /de humanos funcionando como baterías/. Algunos creían que no teníamos el lenguaje de programación para describir su mundo perfecto. Yo creo que como especie los seres humanos definen su realidad con el sufrimiento y la tristeza. Así que el mundo perfecto era un sueño del que sus primitivos cerebros querían constantemente despertar. Por ese motivo Matrix fue rediseñada así: en el apogeo de su civilización». Aquí el film tropieza con una inconsistencia básica: la imperfección de nuestro mundo es al mismo tiempo la señal de su virtualidad y la señal de su realidad. Unida a esta inconsistencia esta la inconsistencia acerca de la muerte: ¿POR QUÉ uno muere “realmente” cuándo uno sólo muere en la realidad virtual regulada por la Matrix? La película proporciona la respuesta del obscurantista: «NEO: Si te matan en Matrix, ¿mueres aquí /es decir, no sólo en la realidad virtual, sino también en la vida real/? MORFEO: El cuerpo no puede vivir sin la mente». La lógica detrás de esta solución es que el cuerpo «real» sólo puede mantenerse vivo (funcionar) en conjunto con la mente, es decir, con el universo mental en el que está inmerso: así que si estás en una realidad virtual y te matan dentro de esa realidad, esta muerte afecta a tu cuerpo real... La solución opuesta obvia (sólo puedes morir en la realidad) también es insuficiente. La trampa es decidir si el sujeto está COMPLETAMENTE inmerso en la realidad virtual que controla Matrix o si sabe o SOSPECHA cuál es la verdadera situación. Si la respuesta es SÍ, entonces sólo la regresión a un estado de distanciamiento adánico, anterior a la caída, nos volvería inmortales en el mundo de la realidad virtual y, en consecuencia, Neo, que ya está liberado de la inmersión total en la realidad virtual debería SOBREVIVIR a su lucha contra el agente Smith, lucha que tiene lugar DENTRO DE LA REALIDAD VIRTUAL controlada por la Matrix (de la misma manera en que es capaz de detener balas, debería haber sido capaz de deshacer los golpes que hieren su cuerpo). La última incoherencia que encontramos en la película concierne al status ambiguo de la liberación de la humanidad que anuncia Neo en la última escena. Como resultado de su intervención se produce en un “ERROR DEL SISTEMA” de Matrix; al mismo tiempo Neo se dirige a las personas que aún se hallan atrapadas en la Matrix como el Salvador que les enseñará cómo liberarse de las represiones de la Matrix - podrán romper las leyes físicas, doblar metales, volar por el aire. Sin embargo, el problema es que todos estos «milagros» sólo serán posibles mientras continuemos DENTRO de la realidad virtual que mantiene Matrix, rompiendo o alterando sus normas: nuestra condición «real» es aún la de ser esclavos de la Matrix. En cierto modo simplemente estamos haciéndonos de poder adicional para alterar las normas de nuestra prisión mental. ¿Y qué pasa con la opción de salir de Matrix y adentrarnos en la «realidad real» en la que somos criaturas miserables viviendo en la superficie destruida de la tierra? La lección de estas inconsistencias es que es crucial mantener abierta la ambigüedad radical de cómo el ciberespacio afectará nuestras vidas: esto no depende de la tecnología como tal, sino en el modo de su inscripción social. La inmersión en el ciberespacio puede intensificar nuestra experiencia corporal (la nueva sensualidad, el nuevo cuerpo con más órganos, los nuevos sexos...), pero también abre la posibilidad para que alguien manipule la maquinaria que ejecuta el ciberespacio, literalmente para robar nuestro propio cuerpo (virtual), privándonos del control sobre él, de manera que uno ya no relacione al cuerpo de uno con “uno mismo”. Lo qué uno encuentra aquí es la ambigüedad constitutiva de la noción de mediatización: originalmente esta noción designó el gesto por medio del cual un sujeto era despojado de su derecho directo, inmediato para tomar decisiones; el gran amo de la mediatización política fue Napoleón, quien dejaba a los monarcas conquistados con la apariencia de poder, sin que ellos, efectivamente, estuvieran en una posición para ejercerlo. En un nivel más general, uno podría decir que tal “mediatización” del monarca define la monarquía constitucional: en ella, el monarca se reduce al mero punto, al gesto simbólico completamente formal de “poner el punto sobre las i's”, de firmar y conferir la fuerza performativa en los decretos cuyo contenido es determinado por el cuerpo gobernante electo. ¿Y no puede, mutatis mutandis, lo mismo sostenerse para la progresiva computarización de nuestras vidas cotidianas de hoy, con el rumbo que toma el sujeto, quien también se mediatiza cada vez más, imperceptiblemente se despoja de su poder, bajo el falso disfraz de su aumento? Cuando nuestro cuerpo se mediatiza (asido a la red de los medios de comunicación electrónicos), se expone simultáneamente a la amenaza de una “proletarización” radical: el sujeto se reduce potencialmente a la pura nulidad, donde incluso mi propia experiencia personal puede robarse, manipularse, regularse por el Otro mecanizado. Uno puede ver cómo la perspectiva de la radical virtualización concedida por la posición de la computadora es estrictamente homóloga a ese Dios malo /genio maligno/ cartesiano: desde las coordenadas de la computadora la relación entre mi mente y (lo que yo experimento como) el movimiento de mis miembros (en la realidad virtual), uno puede imaginar como una computadora comienza a ejecutar furiosamente funciones y empiece a actuar fácilmente como un Dios malo, perturbando la coordinación entre mi mente y mi propia experiencia corporal - cuando la señal de mi mente para levantar mi mano se suspende o iguala o incluso es contrarrestada en la realidad (virtual), la experiencia más fundamental del cuerpo como mío es socavada... El lugar común es que, en el ciberespacio, la habilidad de transferir la conciencia dentro de una computadora finaliza, hace libres a las personas de sus cuerpos – sin embargo también libera a las máquinas de “sus” personas... De una manera adorniana, uno debe afirmar por consiguiente que las inconsistencias de la película son su momento de verdad: ellas señalan los antagonismos de nuestra experiencia social tardio-capitalista, antagonismos que involucran a las parejas ontológicas básicas como la realidad y el dolor (la realidad como lo que perturba el reino del principio del placer), libertad y sistema (la libertad sólo es posible dentro del sistema que impide su total despliegue). (1) Acerca de esta ambigüedad, vease Paul Virilio, The Art of the Motor, Minneapolis: Minnesota University Press 1995. Título original: The Matrix: The truth of the exaggerations © Copyright LACAN.COM http://www.lacan.com http://www.lacan.com/matrix.html ____________ The Matrix: Ideología Recargada Por Slavoj Žižek | 6.6.2003 Los films implican que aunque la economía sea el sitio real y la política un teatro de sombras, no obstante, la batalla principal será combatida en la política. Hay algo inherentemente ingenuo sobre el tomar en serio el sostén “filosófico” de la saga The Matrix y discutir sus implicaciones. Los hermanos Wachowski que escribieron y dirigieron las películas, no son filósofos, sino simplemente dos tipos que coquetean con y se aprovechan de, a menudo de manera confusa, algunas nociones “posmodernas” y de la New Age puestas al servicio de ciencia ficción. Sin embargo The Matrix es una de esas películas que funcionan como una especie de test de Rorschach, poniendo en movimiento el proceso universal del reconocimiento, como la proverbial pintura de Dios que siempre parece mirarnos directa y fijamente desde donde quiera que se le mire - prácticamente cada orientación parece reconocerse en ella. Mis amigos lacanianos me dicen que los autores debieron de haber leído a Lacan. Los partidarios de la escuela de Frankfurt ven en The Matrix la encarnación extrapolada de la Kulturindustrie, tomando directamente, colonizando nuestra vida interna, usándonos como la fuente de energía. La New Age ve cómo nuestro mundo es simplemente un espejismo generado por una mente global incluida en la World Wide Web. O la serie es vista también como una ilustración barroca de la caverna de Platón, en la que los humanos ordinarios son prisioneros, atados firmemente en sus asientos y obligados a mirar la actuación oscura de (lo que ellos falsamente consideran) la realidad -en corto, la posición de los espectadores cinematográficos. Esta búsqueda por el contenido filosófico de The Matrix es por consiguiente un señuelo, una trampa a ser evitada. Tales lecturas que proyectan en la película refinadas distinciones conceptuales filosóficas o psicoanalíticas son de hecho muy inferiores a una inmersión ingenua de la cual fui testigo cuando vi The Matrix en un cine local en Eslovenia. Tuve la oportunidad única de sentarse cerca de un hombre a punto de cumplir unos treinta años, que estaba tan absorto en la película que no dejaba de molestar a los otros espectadores repetidamente con fuertes exclamaciones del tipo: “¡Dios mío, wow, así que no hay realidad! ¡Así que todos nosotros somos unos títeres!” […] Sin embargo, lo que es interesante no es leer la serie de The Matrix como conteniendo un discurso filosófico consistente, sino como si dieran cuenta, en sus mismas inconsistencias, con los antagonismos de nuestra dificultad ideológica y social. ¿Qué es, entonces, la Matrix? Simplemente lo que Lacan llamó el “gran Otro”, el orden simbólico virtual, la red que estructura la realidad para nosotros. El gran Otro tira los hilos; el sujeto no dice, el sujeto “es dicho” por la estructura simbólica. Este gran Otro es el nombre de la Sustancia social, a causa de ello el sujeto no domina nunca totalmente los efectos de sus actos; su actividad siempre es algo más de lo que había perseguido o anticipado. Y las inconsistencias de la narrativa de la película reflejan perfectamente las dificultades de nuestros intentos de ruptura con las ataduras de la Sustancia social. Cuando Morpheus intenta explicar al inmóvil y perplejo Neo lo que es Matrix, él la vincula a una falla en la estructura del universo: “Lo sabes y no puedes explicarlo. Pero lo sientes. Lo haz sentido toda tu vida entera. Que hay algo malo con el mundo. No sabes lo que es. Pero está allí, como una astilla dentro de tu mente.” Todavía hacia el final de la primera película, Smith, el agente de la Matrix, da una explicación diferente, mucho más Freudiana: “¿sabes que en la primera Matrix se diseñó un mundo perfecto para los humanos? Dónde ninguno sufría, dónde todos estarían contentos. Fue un desastre. Nadie aceptaba el programa... Como especie, los seres humanos definen su realidad a través del sufrimiento y la miseria.” La imperfección de nuestro mundo es así, al mismo tiempo la señal de su virtualidad y la señal de su realidad. Unido a esta inconsistencia, esta el estado ambiguo de la liberación de la humanidad anunciado por Neo en la última escena de la primera película. Como resultado de la intervención de Neo, hay una “falla del sistema” en la Matrix. Al mismo tiempo, Neo todavía se dirige a las personas retenidas como siendo él el Salvador que les enseñará la manera de liberarse de las coerciones de la Matrix; ellos podrán romper sus leyes físicas, torcer metales, volar en el aire. Pero el problema es que todos estos “milagros” sólo son posibles si nosotros permanecemos dentro de la realidad virtual sostenida por la Matrix y nos limitamos meramente a torcer o cambiar sus reglas; nuestro estado “real” todavía es el de esclavos. Estamos, por así decirlo, meramente ganando poder adicional para cambiar nuestras reglas en la prisión mental. ¿Y qué hay sobre la extinción total de la Matrix y de entrar a la “realidad real”, en la qué somos criaturas miserables manteniéndose en la superficie destruida de la tierra? ¿Acaso la solución es una estrategia postmoderna de “resistencia”, de “subvertir” eternamente o “cambiar de sitio” el sistema de poder, o un esfuerzo más radical para aniquilarlo? Otra memorable escena de The Matrix, es aquella en la cual Neo tiene que escoger entre la píldora roja o la azul. Su opción es entre la Verdad y el Placer: el despertar traumático a la realidad, o la persistencia en la ilusión regulada por la Matrix. Neo escoge la Verdad - en contraste al carácter-personaje más despreciable de la película, el agente-informante entre los rebeldes que recoge con su tenedor un pedazo rojo y jugoso de un bistec y dice: “Usted sabe, yo sé que este bistec no existe. Yo sé que la Matrix está diciendo a mi cerebro que es jugoso y delicioso. ¿Después de nueve años, usted sabe lo que yo he comprendido? La ignorancia es la felicidad.” Él sigue el principio de placer que le dice que es preferible quedarse dentro de la ilusión, incluso si uno sabe que es sólo una ilusión. Aún esta opción no es realmente tan simple. ¿Qué es lo que exactamente Neo ofrece a la humanidad al final de la película? No un despertar directo en el “desierto de lo real”, sino la posibilidad de flotar libremente entre la multitud de universos virtuales: En lugar de ser simplemente esclavizados por la Matrix, uno puede liberarse a sí mismo por la vía de aprender a cambiar las reglas de nuestro universo y así volar libremente o violar otras leyes físicas. La opción no está entre la amarga verdad y la agradable ilusión, sino entre los dos modos de ilusión. El traidor se liga a la ilusión de nuestra “realidad”, dominada y manipulada por la Matrix, mientras Neo ofrece a la humanidad la experiencia del universo como un patio de recreo en que nosotros podemos jugar una multitud de juegos, pasando libremente de uno a otro, reformando las reglas que componen nuestra experiencia de la realidad. De una manera adorniana, estas inconsistencias son el momento de verdad de la película: Señalan los antagonismos de nuestra experiencia social en el capitalismo tardío, antagonismos acerca de acoplamientos básicos como el de la realidad y el dolor (la realidad como aquello que perturba el reino del principio de placer), y la libertad y el sistema (la libertad sólo es posible dentro de un sistema que impide su total despliegue). Pero la fuerza última de la película está en un nivel diferente. El impacto único de la película no reside tanto en su tesis central (lo que nosotros experimentamos como la realidad es una realidad virtual artificial generada por la Matrix, una mega-computadora que ha atado directamente a sí todas nuestras mentes), sino en su imagen central de los millones de seres humanos que llevan una vida claustrofóbica en las cunas llenas de agua, y que son conservados vivos para generar electricidad. Así que cuando (algunas de) las personas “despiertan” de su encarcelamiento, este despertar no es la apertura en el ancho espacio de la realidad externa, sino primeramente la horrible realización de este encerramiento dónde cada uno de nosotros es efectivamente sólo un feto – un organismo sumergido en el fluido prenatal. Esta pasividad absoluta es la fantasía que sostiene nuestra experiencia consciente como sujetos activos, autodeterminados; ésta es la fantasía perversa última, la noción de que nosotros somos finalmente instrumentos de jouissance de la Matrix -del Gran Otro-, que absorbe nuestra sustancia vital convirtiéndonos en baterías. Esto nos lleva al verdadero enigma libidinal: ¿Por qué la Matrix necesita la energía humana? La solución completamente energética es, por supuesto, absurda: La Matrix fácilmente podría encontrar otra fuente más fiable de energía que no hubiera exigido un arreglo sumamente complejo de realidad virtual coordinada para millones de unidades humanas. La única respuesta consistente es que la Matrix se alimenta de la jouissance humana. Y, de este modo, regresamos a la tesis lacaniana fundamental de que el gran Otro, lejos de ser una máquina anónima, necesita una entrada, un influjo constante de jouissance de aquellos que vienen a definirlo, incluso a constituirlo. […] The Matrix Reloaded propone - o más bien, juega con una serie de formas de superar las inconsistencias de su antecesor. Pero al hacerlo, se enreda de nuevo en sus propias inconsistencias. El final de la película no sólo está narrativamente abierto e indeciso, sino también lo esta con respecto a su visión subyacente del universo. El tono básico de esas complicaciones adicionales se da en torno a las sospechas de lo problemático que resulta la simple ideología de la liberación de la Matrix a la que apuntala la primera película. El ritual comunal extático del pueblo en la ciudad subterránea de Zion no puede sino hacernos recordar una reunión religiosa fundamentalista. También aparecen las dudas acerca de las dos importantes figuras proféticas. ¿Son las visiones de Morpheus verdaderas, o es él solo un loco paranoico que está cruelmente imponiendo sus alucinaciones? Neo no sabe si él puede confiar en el Oráculo, una mujer que prevé el futuro: ¿Está ella también manipulando a Neo con sus profecías? ¿Es ella representante del aspecto “bueno” de la Matrix, en contraste con el Agente Smith que se convierte en un exceso de la Matrix, un furioso virus, que intenta evitar al ser anulado multiplicándose? ¿Y qué decir sobre las declaraciones secretas del Arquitecto de la Matrix, el programador del software, su Dios? Él informa a Neo que él realmente está viviendo en la sexta versión actualizada de la Matrix: En cada una de ellas, una figura del salvador se ha levantado, pero sus esfuerzos por liberar a la humanidad terminaron en una catástrofe de gran magnitud. ¿La rebelión de Neo es, lejos de un evento único, sólo parte de un ciclo más grande de perturbación y restitución del Orden? Al final de The Matrix Reloaded, todo queda sometido a duda: La pregunta no sólo es si cualquier revolución contra la Matrix puede lograr lo que pretende o si ellos tienen que acabar en una orgía de destrucción, sino si no han sido ellos previsto ya, incluso planeados por la propia Matrix. Incluso aquellos que son liberados de la Matriz ¿son libres para hacer una elección en absoluto? No obstante ¿es esa una solución sincera para arriesgar la rebelión, o para resignarse a jugar los juegos locales de la “resistencia” mientras se permanece dentro de la Matrix, o incluso nos comprometemos a colaborar con las fuerzas “buenas” en la Matrix? Este es el final de The Matrix Reloaded: un fracaso de “cartografía cognoscitiva” que refleja perfectamente la triste dificultad de la izquierda de hoy y su lucha contra el Sistema. Una torcedura suplementaria se proporciona al final de la misma película, cuando Neo detiene mágicamente a los malvados gigantes calamares mecánicos, que atacaban a los humanos, meramente levantando su mano. ¿Cómo él pudo lograr esto en el “desierto del real”, no dentro de la Matrix dónde, por supuesto, él puede hacer sus maravillas? ¿Esta inconsistencia inexplicada indica que “todo esta generado por la Matrix”, que no hay una última realidad? Aunque semejante tentación postmoderna -la manera fácil de considerar una confusión ontológica-, debe ser rechazada, hay una visión correcta en esta complicación de la simple y recta división entre la “realidad real” y el universo generado por la Matrix. Aún cuando la lucha tiene lugar en la “realidad real”, la lucha importante, la batalla clave hay que ganarla en la Matrix, que es por lo cual los rebeldes humanos re-ingresan al universo virtual. Para ponerlo en los términos de la buena y vieja dupla marxista de infraestructura / superestructura: Uno debe tener en cuenta la irreducible dualidad de que, por un lado están los procesos socio-económicos materiales “objetivos” que tienen lugar en la realidad así como, por otro lado, se encuentra su apropiado proceso político-ideológico. ¿Qué pasaría si el dominio de lo político es inherentemente “estéril”, un teatro de sombras, pero no obstante es crucial en la transformación de la realidad? Así que, aunque la economía es el sitio real y la política un teatro de sombras, la batalla principal será luchada en el ámbito de la política y la ideología. Considérese, por ejemplo, la desintegración del poder comunista en Europa Oriental en los últimos años de la década de los ochenta. Aunque el evento principal era la pérdida real de poder estatal por los Comunistas, la ruptura crucial ocurrió en un diferente nivel - en esos momentos mágicos cuando, aunque formalmente los Comunistas todavía estaban en el poder, las personas de repente perdían su miedo y ya no tomaban en serio las amenazas del Estado. Así que, aún cuando las batallas “reales” con la policía continuaban, todos supimos de algún modo que el juego se había terminado. El título The Matrix Reloaded es así bastante apropiado: Si en la primera parte domina el ímpetu por terminar con la Matrix, de liberarse a sí mismos de su sostenimiento, la segunda parte aclara que la batalla tiene que ser ganada dentro de la Matrix, que uno tiene que volver a ella. Los directores han levantado así dramáticamente las apuestas de la serie de The Matrix, confrontándonos con todas las complicaciones y confusiones de las políticas de la liberación. Y se han puesto a sí mismos en un lugar profundamente difícil: Se enfrentan ahora con una tarea casi imposible. Si la tercera parte venidera, The Matrix Revolutions, tiene éxito con un fin feliz, tendrá que producir nada menos que la respuesta apropiada a los dilemas de la política revolucionaria de hoy, un proyectocianotipo para el acto político que la izquierda está buscando desesperadamente. Título Original: Ideology Reloaded. http://inthesetimes.com http://inthesetimes.com/comments.php?id=220_0_4_0_M