Subido por Lautaro Raue Peña

Posesiones - Primera parte

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Posesiones
Primera Parte: La comida me habla
No hay disciplina para las bestias que nacen en libertad, pero sí para los
hombres que nacen en cautiverio, y esto, John, lo sabía casi a la perfección.
Se daba el lujo de pronunciar casi con una lentitud rumiante, hasta que las
letras se tornaran insípidas y fáciles de digerir. Cautivo de las libertades de
sus padres, fue un visitante prematuro de los psiquiatras más
experimentados e, dicho sea de paso, inútiles en el campo. Ciertamente fue
prematuro en los consultorios (o laboratorios) por el diagnóstico de
demencia temprano que mamá y papá encontraron y dictaron en él. Una
duda (o, más bien, un prejuicio) que ingresaba junto al pequeño Johny,
sentándose a la vista de los profesionales, era el cómo Mary y Joseph, ama
de casa y albañil, podían aseverar tal condición en la creatura. A lo mejor,
los chismes de la farándula televisivos y las laboriosas opiniones de los
trabajadores cambiaron su impronta, de una vez por todas, y comenzaron a
mediatizar conocimientos de calidad que sirvieran al televidente para
comprender la mente de los demás. Sin embargo, este, y ningún otro, era el
caso.
Quizás, si la cantidad de pastillas recetadas en su niñez hubieran sido
componentes esenciales para instrumentos, y no fármacos, la ciudad de
General Alvear tendría ante sus ojos y oídos a un finísimo lutier y a un
hombre que, sin necesidad de un trágico final, lograría comprender a S…
Bueno, no nos adelantemos a los hechos, o no dejemos que los hechos nos
aventajen. No hicieron falta hostigantes sesiones para dictaminar que John
padecía una rara condición psicológica, condición que le permitía (si se
quiere) escuchar la comida que masticaba. A pesar de que los nutricionistas
se esforzaban en recomendarle dietas de las más variadas y balanceadas
(vaya a saber uno que implica, verdaderamente, que sean balanceadas),
nada detenía los gritos y lamentos que un bife de vaca o pollo, una ensalada
rusa con mayonesa, un salmón a la parrilla, etc., entonaban dentro de su
boca. Por un largo período de tiempo, su trastorno alimenticio le llevó a
ingerir cientos de vitaminas que, al final del día, sólo le provocaban
vómitos y diarreas, los cuales daban como resultado un John famélico
hasta los huesos.
Desesperados por la salud física, y no mental, de su hijo, los Green
buscaron todo tipo de solución que le aliviara o lo hiciera capaz de
sobrellevar el calvario digestivo que, ahora, compartía la familia. Pero,
nada de nada. Si la vida fuera justa, normativamente hablando, por
coacción, los adultos dejarían atrás a la cría que lucha por caminar, cargado
con la hinchazón de su cuerpo pudriéndose. Pero, la vida humana es justa,
dimensionalmente hablando, es decir, vive con lo justo, ni más ni menos,
aunque la naturaleza de la que es parte sea derroche y arrobo sin extremos.
El instinto de supervivencia es castrado cuando el fuerte sacrifica los
riesgos de su buen vivir para auxiliar al débil, sin embargo, eso no pasó por
la mente de Mary y Joseph. En adelante, si algo le sucediera a su pimpollo,
no podrían conciliar el sueño si llevasen noche tras noche la culpa de la
impotencia a la cama.
Una tarde de abril, cuando el sol apenas entibiaba la acera y el panorama se
vestía de ocre, Joseph tuvo una discusión con su capataz por la técnica que
empleaba a la hora de lograr la mezcla para las paredes; el que sabe, sabe, y
el que no, es jefe. El conflicto llevó a que ambos terminaran trenzados en
una superposición de conocimientos (o, en criollo, a las piñas). Los
compañeros de la obra separaron a los púgiles. No había razón alguna para
pelear, aunque para Green las razones sobraran para ello. Finalizada la
jornada laboral, los empleados se dirigieron a sus respectivos hogares,
excepto los camorristas novatos, que aún parecían estar en condiciones para
bailar un round más. La situación se fue de las manos (frase para evadir
responsabilidades) en el momento que el capataz besó una de las paredes
erigidas ese mismo día con la sien, muriendo en el acto, como por arte de
magia (frase para evadir responsabilidades).
La sangre se escurría por la tierra, el acontecimiento se teñía de noche, y el
cuerpo de Joseph se bañaba de traspiración. Como de costumbre, cuando
alguien interpreta las consecuencias de sus actos como pecaminosas y
quiere alejar la culpa de sí, hizo lo posible (pues, hacer todo lo posible es
una ilustración) para disimular la posición desventajosa en la que estaba.
“El empezó, yo me defendí”, pensaba, “¿Cómo sería capaz de matar a
alguien a sangre fría?”. Arrepentirse era tarde, no obstante, era el momento
adecuado y puntual para esconder la evidencia. ¿Dónde colocaría el cuerpo
del capataz? Lo primero que se le ocurrió fue enterrarlo en la construcción,
pero el olor… Luego se tentó en descuartizarlo y desparramar sus partes
por toda la ciudad, pero los vecinos… Reparó en cocinarlo, pero… No
sonó incorrecto cuando, de repente, le sobrevino el recuerdo de la
hambruna de John, sin embargo, ¿Qué clase de monstruo daría de comer un
humano a su hijo, sólo para que cesara su hambre? Además, tarde o
temprano tendría que conseguir otros transeúntes dispuestos a convertirse
en comida. A pesar de ello, ¿Qué otras opciones quedaban? El niño estaba
muriendo a causa del temor que le generaba oír sufrir lo que ingería.
Decidido, tomó un serrucho que se encontraba al lado de la mezcladora,
respiro profundo, posó los dientes afilados por encima de una pierna,
respiró más profundo y comenzó el carneo. De niño, Joseph ayudaba a sus
padres a trocear los cerdos que servirían para sobrellevar la crisis
económica que asolaba los bolsillos de los Green. “Nos faltará dinero, pero
las panzas nunca crujirán”, refrán que solía repetir una y otra vez su madre,
Linda; resignación acertada, pero resignación al fin. Mas, esto era
diferente. Nunca había sentido una rara mezcla de lástima y tristeza por los
animales que despostaba en la finca de la familia, y ahora… La sensación
era insoportable. Sentía el avance y el retroceso de la sierra sobre los
huesos del capataz, sierra que se resbalaba en algunas pasadas por la sangre
que emanaban de las venas. Cuando un hueso se tornaba duro de roer,
palanqueaba con las manos y un pie hasta romperlo, y así continuar con la
ardua labor que se había propuesto.
Terminada la carnicería, agarró una manguera que utilizaban para refrigerar
el revoque colocado y los ladrillos sin usar, y regó la tierra para que lo rojo
se disipara entre el agua y el barro. Tomó una bolsa de consorcio, guardó
las partes del capataz, a excepción de la cabeza que la tiró debajo de una
cuneta antes de retirarse, y se fue de la construcción, camino a su casa. Al
llegar a la puerta, consideró los recaudos necesarios para que nadie se
despierte y, lo más importante, que nadie lo oiga acomodar lo que en un
futuro próximo se llamarían “carne de chanco de primera”. Su hogar
contaba con un freezer donde conservaban hamburguesas sin cocinar, grasa
de vaca y cerdo, embutidos varios, etc., y allí ocultó, ubicando el saco bajo
los chorizos y las morcillas. Cumplida su misión suicida, se dirigió a la
lavandería para quitar los manchones carmesí que adornaban su mameluco
de trabajo. Se desvistió, quedándole un bóxer puesto, colocó su uniforme
(que de uniforme no tenía nada. Dejando el delantal de lado, usaba lo que
tenía a mano para ir a trabajar) en la bacha, giró suavemente las canillas
para que el rechinar de la rosca no levantara sospecha alguna, agarró el
jabón blanco y refregó al dedillo las secciones afectadas.
- Todo pasó muy rápido. No me dio tiempo a sostenerlo y ahorrarle la
molestia de partirse la cabeza. Fue un malentendido… Yo… Yo no quise
esto, tampoco lo busqué, pero la desgracia, finalmente, me encontró -,
repetía en voz baja Joseph mientras continuaba con la limpieza. La ropa y
el delantal quedarían limpios, pero, ¿Qué quitamanchas sería tan bueno
como remover de su mente el recuerdo de lo sucedido? La desesperación se
apoderó de sus movimientos, acelerando el proceso del lavado, aplastando,
prácticamente, el jabón contra la tela, haciendo que uno de sus brazos se
fatigara. A pesar de eso, no se detuvo ni un segundo, La fricción aumentaba
su intensidad cada vez que la escena del tropiezo del capataz se reproducía
en su memoria. Bastaría que un rayo le cayera a centímetros de él para que
perdiera la concentración, sin embargo el ruido que la ropa emitió al
rasgarse lo obligó a detenerse. Al darse cuenta, largó el sabonete entre los
harapos descocidos, cubiertos de espuma, y de un solo envión terminó
tirado en el suelo, rendido ante la situación. Se tomó de las rodillas,
escondió su cabeza entre las piernas, y lloró la cantidad de agua
equiparablemente empleada para regar la tierra de la construcción.
“¿Qué dirán Mary y John si me encontraran en esta lastimosa posición”
pensó Joseph. “No puedo quedarme así. Me levantaré, finalizaré el lavado.
Mañana coceré las partes rasgadas. Eso sí, debería bañarme antes de ir a
dormir. No quiero que me esposa huela el tufo a carne fresca que tengo en
el cuerpo. Trabajo como albañil, no como repostero”. Se recuperó del piso,
regresó al ruedo, higienizó su piel y luego se fue a su cuarto para tratar de
descansar. El ingreso a la pieza se volvía más denso mientras se adentraba
en él. A pesar de la falta de viento en el lugar, parecía que un fortísimo
ventarrón lo empujaba hacia la entrada, impidiendo que mirara
normalmente la cama matrimonial y el espacio que Mary ocupaba en ella.
Ya sentado en el colchón, apoyó su cabeza en la almohada, giró para
toparse con la espalda de su mujer, estiró los brazos y la enredó en un
abrazo preocupantemente desgarrador.
- ¿Qué ocurre, querido? – dijo Mary al percatarse que su marido la estaba
apretando con una fuerza alarmante.
- Tuve un día… Agotador. Creo que mañana no me presentaré a trabajar –
Contestaba, a desgano, Joseph.
- ¿Crees que abrazándome vas a lograr que consienta tal falta de
responsabilidad? Tenes 35 años. Ya no sos el joven que podía ausentarse en
la escuela secundaria, o el novato que migraba de trabajo en trabajo por no
cumplir los horarios que los jefes le imponían -.
- Tengo la oportunidad para hacerlo. Adelantamos mucho con los
muchachos, por eso volví a esta hora -.
- Veo que, aunque el tiempo pase, seguís siendo la misma sabandija que
conocí. Hace lo que quieras, Joseph, estás bastante peludo como para que
alguien, inclusive yo, te hostigue a cumplir con tus obligaciones. Después
no me vengas con el cuento de que “no medí los gastos mensuales”, o que
“sacrifiqué la billetera en un asado con lo compas” -.
- Ahora, la única obligación que quiero priorizar es la de abrazar con
firmeza a mi bella esposa -.
- Joseph Alba Green, ¿Desde cuándo te convertiste en un meloso
romanticón? ¿Viste un fantasma? ¿Mataste a alguien? ¡Ja, ja! -.
- No me creerías si te lo dijera -.
- Entonces, mejor no digas nada y dejame dormir que, a diferencia de vos,
yo sí tengo una labor a la que debo corresponderle -.
- Estoy orgulloso del mujerón que tengo a mi lado -.
- Ronca, viejo chamuyero -.
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