Títulos originales: Harry Potter and the Philosopher’s Stone Harry Potter and the Chamber of Secrets Harry Potter and the Prisoner of Azkaban Harry Potter and the Goblet of Fire Harry Potter and the Order of the Phoenix Harry Potter and the Half-Blood Prince Harry Potter and the Deathly Hallows J. K. Rowling, 1997, 1998, 1999, 2000, 2003, 2005, 2007 Traducción: Alicia Dellepiane Rawson, Adolfo Muñoz García y Nieves Martín Azofra, Gemma Rovira Ortega Ilustraciones: Mary GrandPré Diseños de portadas: Tiago da Silva Editor digital: Titivillus Editor de la compilación: DHa-41 ePub base r1.2 J. K. Rowling Harry Potter saga completa Harry Potter - 0 ePub r1.0 Titivillus y DHa-41 29.03.2018 De J.K. Rowling Una experiencia en Internet única inspirada en los libros de Harry Potter. Comparte las historias y participa en ellas, demuestra tu creatividad en el mundo Potter y descubre más información sobre el mundo de Harry Potter proporcionada por la propia autora. Visita pottermore.com Harry Potter se ha quedado huérfano y vive en casa de sus abominables tíos y del insoportable primo Dudley. Harry se siente muy triste y solo, hasta que un buen día recibe una carta que cambiará su vida para siempre. En ella le comunican que ha sido aceptado como alumno en el colegio interno Hogwarts de magia y hechicería. A partir de ese momento, la suerte de Harry da un vuelco espectacular. En esa escuela tan especial aprenderá encantamientos, trucos fabulosos y tácticas de defensa contra las malas artes. Se convertirá en el campeón escolar de quidditch, especie de fútbol aéreo que se juega montado sobre escobas, y se hará un puñado de buenos amigos… aunque también algunos temibles enemigos. Pero sobre todo, conocerá los secretos que le permitirán cumplir con su destino. Pues, aunque no lo parezca a primera vista, Harry no es un chico común y corriente. ¡Es un mago! Para Jessica, a quien le gustan las historias, para Anne, a quien también le gustaban, y para Di, que oyó ésta primero. CAPÍTULO UNO El niño que sobrevivió E señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente. Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o misterioso, porque no estaban para tales tonterías. El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba taladros. Era un hombre corpulento y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote inmenso. La señora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por encima de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que él. Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también tenían un secreto, y su mayor temor era que lo descubriesen: no habrían soportado que se supiera lo de los Potter. La señora Potter era hermana de la señora Dursley, pero no se veían desde hacía años; tanto era así que la señora Dursley fingía que no tenía hermana, porque su hermana y su marido, un completo inútil, eran lo más L opuesto a los Dursley que se pudiera imaginar. Los Dursley se estremecían al pensar qué dirían los vecinos si los Potter apareciesen por la acera. Sabían que los Potter también tenían un hijo pequeño, pero nunca lo habían visto. El niño era otra buena razón para mantener alejados a los Potter: no querían que Dudley se juntara con un niño como aquél. Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Dursley canturreaba mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba alegremente mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta. Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana. A las ocho y media, el señor Dursley cogió su maletín, besó a la señora Dursley en la mejilla y trató de despedirse de Dudley con un beso, aunque no pudo, ya que el niño tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las paredes. «Tunante», dijo entre dientes el señor Dursley mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó del número 4. Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato estaba mirando un plano de la ciudad. Durante un segundo, el señor Dursley no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí había un gato atigrado en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había estado pensando? Debía de haber sido una ilusión óptica. El señor Dursley parpadeó y contempló al gato. Éste le devolvió la mirada. Mientras el señor Dursley daba la vuelta a la esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo retrovisor: en aquel momento el felino estaba leyendo el rótulo que decía «Privet Drive» (no podía ser, los gatos no saben leer los rótulos ni los planos). El señor Dursley meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos. Mientras iba a la ciudad en coche no pensó más que en los pedidos de taladros que esperaba conseguir aquel día. Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los taladros de su mente. Mientras esperaba en el habitual embotellamiento matutino, no pudo dejar de advertir una gran cantidad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa. El señor Dursley no soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula. ¡Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes! Supuso que debía de ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el volante y su mirada se posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban entre sí, muy excitados. El señor Dursley se enfureció al darse cuenta de que dos de los desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y vestía una capa verde esmeralda! ¡Qué valor! Pero entonces se le ocurrió que debía de ser alguna tontería publicitaria; era evidente que aquella gente hacía una colecta para algo. Sí, tenía que ser eso. El tráfico avanzó y, unos minutos más tarde, el señor Dursley llegó al aparcamiento de Grunnings, pensando nuevamente en los taladros. El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su oficina del noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le habría costado concentrarse en los taladros. No vio las lechuzas que volaban en pleno día, aunque en la calle sí que las veían y las señalaban con la boca abierta, mientras las aves desfilaban una tras otra. La mayoría de aquellas personas no había visto una lechuza ni siquiera de noche. Sin embargo, el señor Dursley tuvo una mañana perfectamente normal, sin lechuzas. Gritó a cinco personas. Hizo llamadas telefónicas importantes y volvió a gritar. Estuvo de muy buen humor hasta la hora de la comida, cuando decidió estirar las piernas y dirigirse a la panadería que estaba en la acera de enfrente. Había olvidado a la gente con capa hasta que pasó cerca de un grupo que estaba al lado de la panadería. Al pasar los miró enfadado. No sabía por qué, pero le ponían nervioso. Aquel grupo también susurraba con agitación y no llevaba ni una hucha. Cuando regresaba con un dónut gigante en una bolsa de papel, alcanzó a oír unas pocas palabras de su conversación. —Los Potter, eso es, eso es lo que he oído… —Sí, su hijo, Harry… El señor Dursley se quedó petrificado. El temor lo invadió. Se volvió hacia los que murmuraban, como si quisiera decirles algo, pero se contuvo. Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta su oficina. Dijo a gritos a su secretaria que no quería que le molestaran, cogió el teléfono y, cuando casi había terminado de marcar los números de su casa, cambió de idea. Dejó el aparato y se atusó los bigotes mientras pensaba… No, se estaba comportando como un estúpido. Potter no era un apellido tan especial. Estaba seguro de que había muchísimas personas que se llamaban Potter y que tenían un hijo llamado Harry. Y pensándolo mejor, ni siquiera estaba seguro de que su sobrino se llamara Harry. Nunca había visto al niño. Podría llamarse Harvey. O Harold. No tenía sentido preocupar a la señora Dursley, siempre se trastornaba mucho ante cualquier mención de su hermana. Y no podía reprochárselo. ¡Si él hubiera tenido una hermana así…! Pero de todos modos, aquella gente de la capa… Aquella tarde le costó concentrarse en los taladros, y cuando dejó el edificio, a las cinco en punto, estaba todavía tan preocupado que, sin darse cuenta, chocó con un hombre que estaba en la puerta. —Perdón —gruñó, mientras el diminuto viejo se tambaleaba y casi caía al suelo. Segundos después, el señor Dursley se dio cuenta de que el hombre llevaba una capa violeta. No parecía disgustado por el empujón. Al contrario, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa, mientras decía con una voz tan chillona que llamaba la atención de los que pasaban: —¡No se disculpe, mi querido señor, porque hoy nada puede molestarme! ¡Hay que alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha ido! ¡Hasta los muggles como usted deberían celebrar este feliz día! Y el anciano abrazó al señor Dursley y se alejó. El señor Dursley se quedó completamente helado. Lo había abrazado un desconocido. Y por si fuera poco le había llamado muggle, no importaba lo que eso fuera. Estaba desconcertado. Se apresuró a subir a su coche y a dirigirse hacia su casa, deseando que todo fueran imaginaciones suyas (algo que nunca había deseado antes, porque no aprobaba la imaginación). Cuando entró en el camino del número 4, lo primero que vio (y eso no mejoró su humor) fue el gato atigrado que se había encontrado por la mañana. En aquel momento estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba seguro de que era el mismo, pues tenía unas líneas idénticas alrededor de los ojos. —¡Fuera! —dijo el señor Dursley en voz alta. El gato no se movió. Sólo le dirigió una mirada severa. El señor Dursley se preguntó si aquélla era una conducta normal en un gato. Trató de calmarse y entró en la casa. Todavía seguía decidido a no decirle nada a su esposa. La señora Dursley había tenido un día bueno y normal. Mientras comían, le informó de los problemas de la señora Puerta Contigua con su hija, y le contó que Dudley había aprendido una nueva frase («¡no lo haré!»). El señor Dursley trató de comportarse con normalidad. Una vez que acostaron a Dudley, fue al salón a tiempo para ver el informativo de la noche. —Y, por último, observadores de pájaros de todas partes han informado de que hoy las lechuzas de la nación han tenido una conducta poco habitual. Pese a que las lechuzas habitualmente cazan durante la noche y es muy difícil verlas a la luz del día, se han producido cientos de avisos sobre el vuelo de estas aves en todas direcciones, desde la salida del sol. Los expertos son incapaces de explicar la causa por la que las lechuzas han cambiado sus horarios de sueño. —El locutor se permitió una mueca irónica —. Muy misterioso. Y ahora, de nuevo con Jim McGuffin y el pronóstico del tiempo. ¿Habrá más lluvias de lechuzas esta noche, Jim? —Bueno, Ted —dijo el meteorólogo—, eso no lo sé, pero no sólo las lechuzas han tenido hoy una actitud extraña. Telespectadores de lugares tan apartados como Kent, Yorkshire y Dundee han telefoneado para decirme que en lugar de la lluvia que prometí ayer ¡tuvieron un chaparrón de estrellas fugaces! Tal vez la gente ha comenzado a celebrar antes de tiempo la Noche de las Hogueras. ¡Es la semana que viene, señores! Pero puedo prometerles una noche lluviosa. El señor Dursley se quedó congelado en su sillón. ¿Estrellas fugaces por toda Gran Bretaña? ¿Lechuzas volando a la luz del día? Y aquel rumor, aquel cuchicheo sobre los Potter… La señora Dursley entró en el comedor con dos tazas de té. Aquello no iba bien. Tenía que decirle algo a su esposa. Se aclaró la garganta con nerviosismo. —Eh… Petunia, querida, ¿has sabido últimamente algo sobre tu hermana? Como había esperado, la señora Dursley pareció molesta y enfadada. Después de todo, normalmente ellos fingían que ella no tenía hermana. —No —respondió en tono cortante—. ¿Por qué? —Hay cosas muy extrañas en las noticias —masculló el señor Dursley —. Lechuzas… estrellas fugaces… y hoy había en la ciudad una cantidad de gente con aspecto raro… —¿Y qué? —interrumpió bruscamente la señora Dursley. —Bueno, pensé… quizá… que podría tener algo que ver con… ya sabes… su grupo. La señora Dursley bebió su té con los labios fruncidos. El señor Dursley se preguntó si se atrevería a decirle que había oído el apellido «Potter». No, no se atrevería. En lugar de eso, dijo, tratando de parecer despreocupado: —El hijo de ellos… debe de tener la edad de Dudley, ¿no? —Eso creo —respondió la señora Dursley con rigidez. —¿Y cómo se llamaba? Howard, ¿no? —Harry. Un nombre vulgar y horrible, si quieres mi opinión. —Oh, sí —dijo el señor Dursley, con una espantosa sensación de abatimiento—. Sí, estoy de acuerdo. No dijo nada más sobre el tema, y subieron a acostarse. Mientras la señora Dursley estaba en el cuarto de baño, el señor Dursley se acercó lentamente hasta la ventana del dormitorio y escudriñó el jardín delantero. El gato todavía estaba allí. Miraba con atención hacia Privet Drive, como si estuviera esperando algo. ¿Se estaba imaginando cosas? ¿O podría todo aquello tener algo que ver con los Potter? Si fuera así… si se descubría que ellos eran parientes de unos… bueno, creía que no podría soportarlo. Los Dursley se fueron a la cama. La señora Dursley se quedó dormida rápidamente, pero el señor Dursley permaneció despierto, con todo aquello dando vueltas por su mente. Su último y consolador pensamiento antes de quedarse dormido fue que, aunque los Potter estuvieran implicados en los sucesos, no había razón para que se acercaran a él y a la señora Dursley. Los Potter sabían muy bien lo que él y Petunia pensaban de ellos y de los de su clase… No veía cómo a él y a Petunia podrían mezclarlos en algo que tuviera que ver (bostezó y se dio la vuelta)… No, no podría afectarlos a ellos… ¡Qué equivocado estaba! El señor Dursley cayó en un sueño intranquilo, pero el gato que estaba sentado en la pared del jardín no mostraba señales de adormecerse. Estaba tan inmóvil como una estatua, con los ojos fijos, sin pestañear, en la esquina de Privet Drive. Apenas tembló cuando se cerró la puerta de un coche en la calle de al lado, ni cuando dos lechuzas volaron sobre su cabeza. La verdad es que el gato no se movió hasta la medianoche. Un hombre apareció en la esquina que el gato había estado observando, y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La cola del gato se agitó y sus ojos se entornaron. En Privet Drive nunca se había visto un hombre así. Era alto, delgado y muy anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, tan largos que podría sujetarlos con el cinturón. Llevaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. Sus ojos azules eran claros, brillantes y centelleaban detrás de unas gafas de cristales de media luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la hubiera fracturado alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus Dumbledore. Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy ocupado revolviendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo observaban porque, de pronto, miró al gato, que todavía lo contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rió entre dientes y murmuró: —Debería haberlo sabido. Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido. Lo encendió otra vez y la siguiente lámpara quedó a oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que quedaron en toda la calle fueron dos alfileres lejanos: los ojos del gato que lo observaba. Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora Dursley con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del gato. No lo miró, pero después de un momento le dirigió la palabra. —Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall. Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la sonrisa a una mujer de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del gato. La mujer también llevaba una capa, de color esmeralda. Su cabello negro estaba recogido en un moño. Parecía claramente disgustada. —¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó. —Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso. —Usted también estaría tieso si llevara todo el día sentado sobre una pared de ladrillo —respondió la profesora McGonagall. —¿Todo el día? ¿Cuando podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por una docena de celebraciones y fiestas en mi camino hasta aquí. La profesora McGonagall resopló enfadada. —Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—. Yo creía que serían un poquito más prudentes, pero no… ¡Hasta los muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las noticias. — Torció la cabeza en dirección a la ventana del oscuro salón de los Dursley —. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces… Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo. Estrellas fugaces cayendo en Kent… Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho sentido común. —No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—. Hemos tenido tan poco que celebrar durante once años… —Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGonagall—. Pero ésa no es una razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia rumores… Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si esperara que éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando. —Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber desaparecido al fin, los muggles lo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se ha ido, ¿no, Dumbledore? —Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mucho que agradecer. ¿Le gustaría tomar un caramelo de limón? —¿Un qué? —Un caramelo de limón. Es una clase de dulces de los muggles que me gusta mucho. —No, muchas gracias —respondió con frialdad la profesora McGonagall, como si considerara que aquél no era un momento apropiado para caramelos—. Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido… —Mi querida profesora, estoy seguro de que una persona sensata como usted puede llamarlo por su nombre, ¿verdad? Toda esa tontería de Quienusted-sabe… Durante once años intenté persuadir a la gente para que lo llamara por su verdadero nombre, Voldemort. —La profesora McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero Dumbledore, ocupado en desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe». Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort. —Sé que usted no tiene ese problema —observó la profesora McGonagall, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es el único al que Quien-usted… Oh, bueno, Voldemort, tenía miedo. —Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía poderes que yo nunca tuve. —Sólo porque usted es demasiado… bueno… noble… para utilizarlos. —Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tanto desde que la señora Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras. La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, antes de hablar. —Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ¿Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo que finalmente lo detuvo? Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más deseosa estaba por discutir, la verdadera razón por la que había esperado todo el día en una fría pared pues, ni como gato ni como mujer, había mirado nunca a Dumbledore con tal intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera «aquello que todos decían», no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era verdad. Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió. —Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada noche Voldemort apareció en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que Lily y James Potter están… están… bueno, que están muertos. Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó boquiabierta. —Lily y James… no puedo creerlo… No quiero creerlo… Oh, Albus… Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda. —Lo sé… lo sé… —dijo con tristeza. La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó. —Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry. Pero no pudo. No pudo matar a ese niño. Nadie sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no pudo matarlo, el poder de Voldemort se rompió… y que ésa es la razón por la que se ha ido. Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado. —¿Es… es verdad? —tartamudeó la profesora McGonagall—. Después de todo lo que hizo… de toda la gente que mató… ¿no pudo matar a un niño? Es asombroso… entre todas las cosas que podrían detenerlo… Pero ¿cómo sobrevivió Harry, en nombre del cielo? —Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo sepamos. La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo examinaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y ningún número; pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo guardó y dijo: —Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no? —Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, tenía que venir precisamente aquí. —He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda ahora. —¿Quiere decir…? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! — gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4—. Dumbledore… no puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen… Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidiendo caramelos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí! —Es el mejor lugar para él —dijo Dumbledore con firmeza—. Sus tíos podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta. —¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall, volviendo a sentarse —. Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ¡Esa gente jamás comprenderá a Harry! ¡Será famoso… una leyenda… no me sorprendería que el día de hoy fuera conocido en el futuro como el día de Harry Potter! Escribirán libros sobre Harry… Todos los niños del mundo conocerán su nombre. —Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy seria por encima de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famoso antes de saber hablar y andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparado para asimilarlo? La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo: —Sí… sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a llegar el niño hasta aquí, Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si pensara que podía tener escondido a Harry. —Hagrid lo traerá. —¿Le parece… sensato… confiar a Hagrid algo tan importante como eso? —A Hagrid, le confiaría mi vida —dijo Dumbledore. —No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene la costumbre de… ¿Qué ha sido eso? Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces una pesada moto cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos. La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el hombre que la conducía parecía un juguete. Era dos veces más alto que un hombre normal y al menos cinco veces más ancho. Se podía decir que era demasiado grande para que lo aceptaran y, además, tan desaliñado… Cabello negro, largo y revuelto, y una barba que le cubría casi toda la cara. Sus manos tenían el mismo tamaño que las tapas del cubo de la basura y sus pies, calzados con botas de cuero, parecían crías de delfín. En sus enormes brazos musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas. —Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Y dónde conseguiste esa moto? —Me la han prestado, profesor Dumbledore —contestó el gigante, bajando con cuidado del vehículo mientras hablaba—. El joven Sirius Black me la dejó. Lo he traído, señor. —¿No ha habido problemas por allí? —No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo saqué antes de que los muggles comenzaran a aparecer. Se quedó dormido mientras volábamos sobre Bristol. Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas se veía un niño pequeño, profundamente dormido. Bajo una mata de pelo negro azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un relámpago. —¿Fue allí…? —susurró la profesora McGonagall. —Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre. —¿No puede hacer nada, Dumbledore? —Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagrama perfecto del metro de Londres. Bueno, déjalo aquí, Hagrid, es mejor que terminemos con esto. Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley. —¿Puedo… puedo despedirme de él, señor? —preguntó Hagrid. Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le dio un beso, raspándolo con la barba. Entonces, súbitamente, Hagrid dejó escapar un aullido, como si fuera un perro herido. —¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a despertar a los muggles! —Lo… siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pañuelo—. Pero no puedo soportarlo… Lily y James muertos… y el pobrecito Harry tendrá que vivir con muggles… —Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos —susurró la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid, mientras Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que había enfrente. Dejó suavemente a Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las mantas del niño y luego volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres contemplaron el pequeño bulto. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora McGonagall parpadeó furiosamente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado. —Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. No tenemos nada que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones. —Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Más vale que me deshaga de esta moto. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore. Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el aire y desapareció en la noche. —Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo Dumbledore, saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz por toda respuesta. Dumbledore se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina y levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez y todas las luces de la calle se encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor anaranjado, y pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por una esquina, en el otro extremo de la calle. También pudo ver el bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4. —Buena suerte, Harry —murmuró. Dio media vuelta y, con un movimiento de su capa, desapareció. Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La calle permanecía silenciosa bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter se dio la vuelta entre las mantas, sin despertarse. Una mano pequeña se cerró sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que era famoso, sin saber que en unas pocas horas le haría despertar el grito de la señora Dursley, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a pasar las próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley… No podía saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: «¡Por Harry Potter… el niño que vivió!» CAPÍTULO 2 El vidrio que se desvaneció H pasado aproximadamente diez años desde el día en que los Dursley se despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero Privet Drive no había cambiado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos jardincitos, iluminaba el número 4 de latón sobre la puerta de los Dursley y avanzaba en su salón, que era casi exactamente el mismo que aquél donde el señor Dursley había oído las ominosas noticias sobre las lechuzas, una noche de hacía diez años. Sólo las fotos de la repisa de la chimenea eran testimonio del tiempo que había pasado. Diez años antes, había una gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada con gorros de diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un niño pequeño, y en aquel momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su primera bicicleta, en un tiovivo en la feria, jugando con su padre en el ordenador, besado y abrazado por su madre… La habitación no ofrecía señales de que allí viviera otro niño. Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel momento, aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su voz chillona era el primer ruido del día. —¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora! Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta. ABÍAN —¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a la cocina, y después el roce de la sartén contra el fogón. El niño se dio la vuelta y trató de recordar el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba. Tenía la curiosa sensación de que había soñado lo mismo anteriormente. Su tía volvió a la puerta. —¿Ya estás levantado? —quiso saber. —Casi —respondió Harry. —Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy. Harry gimió. —¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta. —Nada, nada… El cumpleaños de Dudley… ¿cómo había podido olvidarlo? Harry se levantó lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par debajo de la cama y, después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las arañas, porque la alacena que había debajo de las escaleras estaba llena de ellas, y allí era donde dormía. Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La mesa estaba casi cubierta por los regalos de cumpleaños de Dudley. Parecía que éste había conseguido el ordenador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un misterio para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry era muy rápido. Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero Harry había sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, y su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas huesudas, pelo negro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley le había pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La tenía desde que podía acordarse, y lo primero que recordaba haber preguntado a su tía Petunia era cómo se la había hecho. —En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—. Y no hagas preguntas. «No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería vivir una vida tranquila con los Dursley. Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al tocino. —¡Péinate! —bramó como saludo matinal. Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más veces el pelo que al resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía creciendo de aquella manera, por todos lados. Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con su madre. Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello, ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley parecía un angelito. Harry decía a menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca. Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era difícil porque había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara se ensombreció. —Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos menos que el año pasado. —Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de este grande de mamá y papá. —Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, poniéndose rojo. Harry, que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a comerse el beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa. Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápidamente: —Y vamos a comprarte dos regalos más cuando salgamos hoy. ¿Qué te parece, pichoncito? Dos regalos más. ¿Está todo bien? Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él. Por último, dijo lentamente. —Entonces tendré treinta y… treinta y… —Treinta y nueve, dulzura —dijo tía Petunia. —Oh —Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y cogió el regalo más cercano—. Entonces está bien. Tío Vernon rió entre dientes. —El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre. ¡Bravo, Dudley! —dijo, y revolvió el pelo de su hijo. En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a cogerlo, mientras Harry y tío Vernon miraban a Dudley, que estaba desembalando la bicicleta de carreras, la videocámara, el avión con control remoto, dieciséis juegos nuevos para el ordenador y un vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un reloj de oro, cuando tía Petunia volvió, enfadada y preocupada a la vez. —Malas noticias, Vernon —dijo—. La señora Figg se ha fracturado una pierna. No puede cuidarlo. —Volvió la cabeza en dirección a Harry. La boca de Dudley se abrió con horror, pero el corazón de Harry dio un salto. Cada año, el día del cumpleaños de Dudley, sus padres lo llevaban con un amigo a pasar el día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada año, Harry se quedaba con la señora Figg, una anciana loca que vivía a dos manzanas. Harry no podía soportar ir allí. Toda la casa olía a repollo y la señora Figg le hacía mirar las fotos de todos los gatos que había tenido. —¿Y ahora qué hacemos? —preguntó tía Petunia, mirando con ira a Harry como si él lo hubiera planeado todo. Harry sabía que debería sentir pena por la pierna de la señora Figg, pero no era fácil cuando recordaba que pasaría un año antes de tener que ver otra vez a Tibbles, Snowy, el Señor Paws o Tufty. —Podemos llamar a Marge —sugirió tío Vernon. —No seas tonto, Vernon, ella no aguanta al chico. Los Dursley hablaban a menudo sobre Harry de aquella manera, como si no estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no podía entenderlos, algo así como un gusano. —¿Y qué me dices de… tu amiga… cómo se llama… Yvonne? —Está de vacaciones en Mallorca —respondió enfadada tía Petunia. —Podéis dejarme aquí —sugirió esperanzado Harry. Podría ver lo que quisiera en la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría con el ordenador de Dudley. Tía Petunia lo miró como si se hubiera tragado un limón. —¿Y volver y encontrar la casa en ruinas? —rezongó. —No voy a quemar la casa —dijo Harry, pero no le escucharon. —Supongo que podemos llevarlo al zoológico —dijo en voz baja tía Petunia—… y dejarlo en el coche… —El coche es nuevo, no se quedará allí solo… Dudley comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía años que no lloraba de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara y gritaba, su madre le daría cualquier cosa que quisiera. —Mi pequeñito Dudley, no llores, mamá no dejará que él te estropee tu día especial —exclamó, abrazándolo. —¡Yo… no… quiero… que… él venga! —exclamó Dudley entre fingidos sollozos—. ¡Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca burlona a Harry, desde los brazos de su madre. Justo entonces, sonó el timbre de la puerta. —¡Oh, Dios, ya están aquí! —dijo tía Petunia en tono desesperado y, un momento más tarde, el mejor amigo de Dudley, Piers Polkiss, entró con su madre. Piers era un chico flacucho con cara de rata. Era el que, habitualmente, sujetaba los brazos de los chicos detrás de la espalda mientras Dudley les pegaba. Dudley suspendió su fingido llanto de inmediato. Media hora más tarde, Harry, que no podía creer en su suerte, estaba sentado en la parte de atrás del coche de los Dursley, junto con Piers y Dudley, camino del zoológico por primera vez en su vida. A sus tíos no se les había ocurrido una idea mejor, pero antes de salir tío Vernon se llevó aparte a Harry. —Te lo advierto —dijo, acercando su rostro grande y rojo al de Harry —. Te estoy avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, y te quedarás en la alacena hasta la Navidad. —No voy a hacer nada —dijo Harry—. De verdad… Pero tío Vernon no le creía. Nadie lo hacía. El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extrañas cerca de Harry y no conseguía nada con decir a los Dursley que él no las causaba. En una ocasión, tía Petunia, cansada de que Harry volviera de la peluquería como si no hubiera ido, cogió unas tijeras de la cocina y le cortó el pelo casi al rape, exceptuando el flequillo, que le dejó «para ocultar la horrible cicatriz». Dudley se rió como un tonto, burlándose de Harry, que pasó la noche sin dormir imaginando lo que pasaría en el colegio al día siguiente, donde ya se reían de su ropa holgada y sus gafas remendadas. Sin embargo, a la mañana siguiente, descubrió al levantarse que su pelo estaba exactamente igual que antes de que su tía lo cortara. Como castigo, lo encerraron en la alacena durante una semana, aunque intentó decirles que no podía explicar cómo le había crecido tan deprisa el pelo. Otra vez, tía Petunia había tratado de meterlo dentro de un repugnante jersey viejo de Dudley (marrón, con manchas anaranjadas). Cuanto más intentaba pasárselo por la cabeza, más pequeña se volvía la prenda, hasta que finalmente le habría sentado como un guante a una muñeca, pero no a Harry. Tía Petunia creyó que debía de haberse encogido al lavarlo y, para su gran alivio, Harry no fue castigado. Por otra parte, había tenido un problema terrible cuando lo encontraron en el techo de la cocina del colegio. El grupo de Dudley lo perseguía como de costumbre cuando, tanto para sorpresa de Harry como de los demás, se encontró sentado en la chimenea. Los Dursley recibieron una carta amenazadora de la directora del colegio, diciéndoles que Harry andaba trepando por los techos del colegio. Pero lo único que trataba de hacer (como le gritó a tío Vernon a través de la puerta cerrada de la alacena) fue saltar los grandes cubos que estaban detrás de la puerta de la cocina. Harry suponía que el viento lo había levantado en medio de su salto. Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el día con Dudley y Piers si eso significaba no tener que estar en el colegio, en su alacena, o en el salón de la señora Figg, con su olor a repollo. Mientras conducía, tío Vernon se quejaba a tía Petunia. Le gustaba quejarse de muchas cosas. Harry, el ayuntamiento, Harry, el banco y Harry eran algunos de sus temas favoritos. Aquella mañana le tocó a los motoristas. —… haciendo ruido como locos esos gamberros —dijo, mientras una moto los adelantaba. —Tuve un sueño sobre una moto —dijo Harry, recordando de pronto—. Estaba volando. Tío Vernon casi chocó con el coche que iba delante del suyo. Se dio la vuelta en el asiento y gritó a Harry: —¡LAS MOTOS NO VUELAN! Su rostro era como una gigantesca remolacha con bigotes. Dudley y Piers se rieron disimuladamente. —Ya sé que no lo hacen —dijo Harry—. Fue sólo un sueño. Pero deseó no haber dicho nada. Si había algo que desagradaba a los Dursley aún más que las preguntas que Harry hacía, era que hablara de cualquier cosa que se comportara de forma indebida, no importa que fuera un sueño o un dibujo animado. Parecían pensar que podía llegar a tener ideas peligrosas. Era un sábado muy soleado y el zoológico estaba repleto de familias. Los Dursley compraron a Dudley y a Piers unos grandes helados de chocolate en la entrada, y luego, como la sonriente señora del puesto preguntó a Harry qué quería antes de que pudieran alejarse, le compraron un polo de limón, que era más barato. Aquello tampoco estaba mal, pensó Harry, chupándolo mientras observaban a un gorila que se rascaba la cabeza y se parecía notablemente a Dudley, salvo que no era rubio. Fue la mejor mañana que Harry había pasado en mucho tiempo. Tuvo cuidado de andar un poco alejado de los Dursley, para que Dudley y Piers, que comenzaban a aburrirse de los animales cuando se acercaba la hora de comer, no empezaran a practicar su deporte favorito, que era pegarle a él. Comieron en el restaurante del zoológico, y cuando Dudley tuvo una rabieta porque su bocadillo no era lo suficientemente grande, tío Vernon le compró otro y Harry tuvo permiso para terminar el primero. Más tarde, Harry pensó que debía haber sabido que aquello era demasiado bueno para durar. Después de comer fueron a ver los reptiles. Estaba oscuro y hacía frío, y había vidrieras iluminadas a lo largo de las paredes. Detrás de los vidrios, toda clase de serpientes y lagartos se arrastraban y se deslizaban por las piedras y los troncos. Dudley y Piers querían ver las gigantescas cobras venenosas y las gruesas pitones que estrujaban a los hombres. Dudley encontró rápidamente la serpiente más grande. Podía haber envuelto el coche de tío Vernon y haberlo aplastado como si fuera una lata, pero en aquel momento no parecía tener ganas. En realidad, estaba profundamente dormida. Dudley permaneció con la nariz apretada contra el vidrio, contemplando el brillo de su piel. —Haz que se mueva —le exigió a su padre. Tío Vernon golpeó el vidrio, pero la serpiente no se movió. —Hazlo de nuevo —ordenó Dudley. Tío Vernon golpeó con los nudillos, pero el animal siguió dormitando. —Esto es aburrido —se quejó Dudley. Se alejó arrastrando los pies. Harry se movió frente al vidrio y miró intensamente a la serpiente. Si él hubiera estado allí dentro, sin duda se habría muerto de aburrimiento, sin ninguna compañía, salvo la de gente estúpida golpeando el vidrio y molestando todo el día. Era peor que tener por dormitorio una alacena donde la única visitante era tía Petunia, llamando a la puerta para despertarlo: al menos, él podía recorrer el resto de la casa. De pronto, la serpiente abrió sus ojillos, pequeños y brillantes como cuentas. Lenta, muy lentamente, levantó la cabeza hasta que sus ojos estuvieron al nivel de los de Harry. Guiñó un ojo. Harry la miró fijamente. Luego echó rápidamente un vistazo a su alrededor, para ver si alguien lo observaba. Nadie le prestaba atención. Miró de nuevo a la serpiente y también le guiñó un ojo. La serpiente torció la cabeza hacia tío Vernon y Dudley, y luego levantó los ojos hacia el techo. Dirigió a Harry una mirada que decía claramente: —Me pasa esto constantemente. —Lo sé —murmuró Harry a través del vidrio, aunque no estaba seguro de que la serpiente pudiera oírlo—. Debe de ser realmente molesto. La serpiente asintió vigorosamente. —A propósito, ¿de dónde vienes? —preguntó Harry. La serpiente levantó la cola hacia el pequeño cartel que había cerca del vidrio. Harry miró con curiosidad. «Boa Constrictor, Brasil.» —¿Era bonito aquello? La boa constrictor volvió a señalar con la cola y Harry leyó: «Este espécimen fue criado en el zoológico.» —Oh, ya veo. ¿Entonces nunca has estado en Brasil? Mientras la serpiente negaba con la cabeza, un grito ensordecedor detrás de Harry los hizo saltar. —¡DUDLEY! ¡SEÑOR DURSLEY! ¡VENGAN A VER A LA SERPIENTE! ¡NO VAN A CREER LO QUE ESTÁ HACIENDO! Dudley se acercó contoneándose, lo más rápido que pudo. —Quita de en medio —dijo, golpeando a Harry en las costillas. Cogido por sorpresa, Harry cayó al suelo de cemento. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que nadie supo cómo había pasado: Piers y Dudley estaban inclinados cerca del vidrio, y al instante siguiente saltaron hacia atrás aullando de terror. Harry se incorporó y se quedó boquiabierto: el vidrio que cerraba el cubículo de la boa constrictor había desaparecido. La descomunal serpiente se había desenrollado rápidamente y en aquel momento se arrastraba por el suelo. Las personas que estaban en la casa de los reptiles gritaban y corrían hacia las salidas. Mientras la serpiente se deslizaba ante él, Harry habría podido jurar que una voz baja y sibilante decía: —Brasil, allá voy… Gracias, amigo. El encargado de los reptiles se encontraba totalmente conmocionado. —Pero… ¿y el vidrio? —repetía—. ¿Adónde ha ido el vidrio? El director del zoológico en persona preparó una taza de té fuerte y dulce para tía Petunia, mientras se disculpaba una y otra vez. Piers y Dudley no dejaban de quejarse. Por lo que Harry había visto, la serpiente no había hecho más que darles un golpe juguetón en los pies, pero cuando volvieron al asiento trasero del coche de tío Vernon, Dudley les contó que casi lo había mordido en la pierna, mientras Piers juraba que había intentado estrangularlo. Pero lo peor, para Harry al menos, fue cuando Piers se calmó y pudo decir: —Harry le estaba hablando. ¿Verdad, Harry? Tío Vernon esperó hasta que Piers se hubo marchado, antes de enfrentarse con Harry. Estaba tan enfadado que casi no podía hablar. —Ve… alacena… quédate… no hay comida —pudo decir, antes de desplomarse en una silla. Tía Petunia tuvo que servirle una copa de brandy. Mucho más tarde, Harry estaba acostado en su alacena oscura, deseando tener un reloj. No sabía qué hora era y no podía estar seguro de que los Dursley estuvieran dormidos. Hasta que lo estuvieran, no podía arriesgarse a ir a la cocina a buscar algo de comer. Había vivido con los Dursley casi diez años, diez años desgraciados, hasta donde podía acordarse, desde que era un niño pequeño y sus padres habían muerto en un accidente de coche. No podía recordar haber estado en el coche cuando sus padres murieron. Algunas veces, cuando forzaba su memoria durante las largas horas en su alacena, tenía una extraña visión, un relámpago cegador de luz verde y un dolor como el de una quemadura en su frente. Aquello debía de ser el choque, suponía, aunque no podía imaginar de dónde procedía la luz verde. Y no podía recordar nada de sus padres. Sus tíos nunca hablaban de ellos y, por supuesto, tenía prohibido hacer preguntas. Tampoco había fotos de ellos en la casa. Cuando era más pequeño, Harry soñaba una y otra vez que algún pariente desconocido iba a buscarlo para llevárselo, pero eso nunca sucedió: los Dursley eran su única familia. Pero a veces pensaba (tal vez era más bien que lo deseaba) que había personas desconocidas que se comportaban como si lo conocieran. Eran desconocidos muy extraños. Un hombrecito con un sombrero violeta lo había saludado, cuando estaba de compras con tía Petunia y Dudley. Después de preguntarle con ira si conocía al hombre, tía Petunia se los había llevado de la tienda, sin comprar nada. Una mujer anciana con aspecto estrafalario, toda vestida de verde, también lo había saludado alegremente en un autobús. Un hombre calvo, con un abrigo largo, color púrpura, le había estrechado la mano en la calle y se había alejado sin decir una palabra. Lo más raro de toda aquella gente era la forma en que parecían desaparecer en el momento en que Harry trataba de acercarse. En el colegio, Harry no tenía amigos. Todos sabían que el grupo de Dudley odiaba a aquel extraño Harry Potter, con su ropa vieja y holgada y sus gafas rotas, y a nadie le gustaba estar en contra de la banda de Dudley. CAPÍTULO 3 Las cartas de nadie L fuga de la boa constrictor le acarreó a Harry el castigo más largo de su vida. Cuando le dieron permiso para salir de su alacena ya habían comenzado las vacaciones de verano y Dudley había roto su nueva videocámara, conseguido que su avión con control remoto se estrellara y, en la primera salida que hizo con su bicicleta de carreras, había atropellado a la anciana señora Figg cuando cruzaba Privet Drive con sus muletas. Harry se alegraba de que el colegio hubiera terminado, pero no había forma de escapar de la banda de Dudley, que visitaba la casa cada día. Piers, Dennis, Malcolm y Gordon eran todos grandes y estúpidos, pero como Dudley era el más grande y el más estúpido de todos, era el jefe. Los demás se sentían muy felices de practicar el deporte favorito de Dudley: cazar a Harry. Por esa razón, Harry pasaba tanto tiempo como le resultara posible fuera de la casa, dando vueltas por ahí y pensando en el fin de las vacaciones, cuando podría existir un pequeño rayo de esperanza: en septiembre estudiaría secundaria y, por primera vez en su vida, no iría a la misma clase que su primo. Dudley tenía una plaza en el antiguo colegio de tío Vernon, Smeltings. Piers Polkiss también iría allí. Harry, en cambio, iría A a la escuela secundaria Stonewall, de la zona. Dudley encontraba eso muy divertido. —Allí, en Stonewall, meten las cabezas de la gente en el inodoro el primer día —dijo a Harry—. ¿Quieres venir arriba y ensayar? —No, gracias —respondió Harry—. Los pobres inodoros nunca han tenido que soportar nada tan horrible como tu cabeza y pueden marearse. — Luego salió corriendo antes de que Dudley pudiera entender lo que le había dicho. Un día del mes de julio, tía Petunia llevó a Dudley a Londres para comprarle su uniforme de Smeltings, dejando a Harry en casa de la señora Figg. Aquello no resultó tan terrible como de costumbre. La señora Figg se había fracturado la pierna al tropezar con un gato y ya no parecía tan encariñada con ellos como antes. Dejó que Harry viera la televisión y le dio un pedazo de pastel de chocolate que, por el sabor, parecía que había estado guardado desde hacía años. Aquella tarde, Dudley desfiló por el salón, ante la familia, con su uniforme nuevo. Los muchachos de Smeltings llevaban frac rojo oscuro, pantalones de color naranja y sombrero de paja, rígido y plano. También llevaban bastones con nudos, que utilizaban para pelearse cuando los profesores no los veían. Debían de pensar que aquél era un buen entrenamiento para la vida futura. Mientras miraba a Dudley con sus nuevos pantalones, tío Vernon dijo con voz ronca que aquél era el momento de mayor orgullo de su vida. Tía Petunia estalló en lágrimas y dijo que no podía creer que aquél fuera su pequeño Dudley, tan apuesto y crecido. Harry no se atrevía a hablar. Creyó que se le iban a romper las costillas del esfuerzo que hacía por no reírse. A la mañana siguiente, cuando Harry fue a tomar el desayuno, un olor horrible inundaba toda la cocina. Parecía proceder de un gran cubo de metal que estaba en el fregadero. Se acercó a mirar. El cubo estaba lleno de lo que parecían trapos sucios flotando en agua gris. —¿Qué es eso? —preguntó a tía Petunia. La mujer frunció los labios, como hacía siempre que Harry se atrevía a preguntar algo. —Tu nuevo uniforme del colegio —dijo. Harry volvió a mirar en el recipiente. —Oh —comentó—. No sabía que tenía que estar mojado. —No seas estúpido —dijo con ira tía Petunia—. Estoy tiñendo de gris algunas cosas viejas de Dudley. Cuando termine, quedará igual que los de los demás. Harry tenía serias dudas de que fuera así, pero pensó que era mejor no discutir. Se sentó a la mesa y trató de no imaginarse el aspecto que tendría en su primer día de la escuela secundaria Stonewall. Seguramente parecería que llevaba puestos pedazos de piel de un elefante viejo. Dudley y tío Vernon entraron, los dos frunciendo la nariz a causa del olor del nuevo uniforme de Harry. Tío Vernon abrió, como siempre, su periódico y Dudley golpeó la mesa con su bastón del colegio, que llevaba a todas partes. Todos oyeron el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre el felpudo. —Trae la correspondencia, Dudley —dijo tío Vernon, detrás de su periódico. —Que vaya Harry. —Trae las cartas, Harry. —Que lo haga Dudley. —Pégale con tu bastón, Dudley. Harry esquivó el golpe y fue a buscar la correspondencia. Había tres cartas en el felpudo: una postal de Marge, la hermana de tío Vernon, que estaba de vacaciones en la isla de Wight; un sobre color marrón, que parecía una factura, y una carta para Harry. Harry la recogió y la miró fijamente, con el corazón vibrando como una gigantesca banda elástica. Nadie, nunca, en toda su vida, le había escrito a él. ¿Quién podía ser? No tenía amigos ni otros parientes. Ni siquiera era socio de la biblioteca, así que nunca había recibido notas que le reclamaran la devolución de libros. Sin embargo, allí estaba, una carta dirigida a él de una manera tan clara que no había equivocación posible. Señor H. Potter Alacena Debajo de la Escalera Privet Drive, 4 Little Whinging Surrey El sobre era grueso y pesado, hecho de pergamino amarillento, y la dirección estaba escrita con tinta verde esmeralda. No tenía sello. Con las manos temblorosas, Harry le dio la vuelta al sobre y vio un sello de lacre púrpura con un escudo de armas: un león, un águila, un tejón y una serpiente, que rodeaban una gran letra H. —¡Date prisa, chico! —exclamó tío Vernon desde la cocina—. ¿Qué estás haciendo, comprobando si hay cartas-bomba? —Se rió de su propio chiste. Harry volvió a la cocina, todavía contemplando su carta. Entregó a tío Vernon la postal y la factura, se sentó y lentamente comenzó a abrir el sobre amarillo. Tío Vernon rompió el sobre de la factura, resopló disgustado y echó una mirada a la postal. —Marge está enferma —informó a tía Petunia—. Al parecer comió algo en mal estado. —¡Papá! —dijo de pronto Dudley—. ¡Papá, Harry ha recibido algo! Harry estaba a punto de desdoblar su carta, que estaba escrita en el mismo pergamino que el sobre, cuando tío Vernon se la arrancó de la mano. —¡Es mía! —dijo Harry, tratando de recuperarla. —¿Quién te va a escribir a ti? —dijo con tono despectivo tío Vernon, abriendo la carta con una mano y echándole una mirada. Su rostro pasó del rojo al verde con la misma velocidad que las luces del semáforo. Y no se detuvo ahí. En segundos adquirió el blanco grisáceo de un plato de avena cocida reseca. —¡Pe… Pe… Petunia! —bufó. Dudley trató de coger la carta para leerla, pero tío Vernon la mantenía muy alta, fuera de su alcance. Tía Petunia la cogió con curiosidad y leyó la primera línea. Durante un momento pareció que iba a desmayarse. Se apretó la garganta y dejó escapar un gemido. —¡Vernon! ¡Oh, Dios mío… Vernon! Se miraron como si hubieran olvidado que Harry y Dudley todavía estaban allí. Dudley no estaba acostumbrado a que no le hicieran caso. Golpeó a su padre en la cabeza con el bastón de Smeltings. —Quiero leer esa carta —dijo a gritos. —Yo soy quien quiere leerla —dijo Harry con rabia—. Es mía. —Fuera de aquí, los dos —graznó tío Vernon, metiendo la carta en el sobre. Harry no se movió. —¡QUIERO MI CARTA! —gritó. —¡Déjame verla! —exigió Dudley. —¡FUERA! —gritó tío Vernon y, cogiendo a Harry y a Dudley por el cogote, los arrojó al recibidor y cerró la puerta de la cocina. Harry y Dudley iniciaron una lucha, furiosa pero callada, para ver quién espiaba por el ojo de la cerradura. Ganó Dudley, así que Harry, con las gafas colgando de una oreja, se tiró al suelo para escuchar por la rendija que había entre la puerta y el suelo. —Vernon —decía tía Petunia, con voz temblorosa—, mira el sobre. ¿Cómo es posible que sepan dónde duerme él? No estarán vigilando la casa, ¿verdad? —Vigilando, espiando… Hasta pueden estar siguiéndonos —murmuró tío Vernon, agitado. —Pero ¿qué podemos hacer, Vernon? ¿Les contestamos? Les decimos que no queremos… Harry pudo ver los zapatos negros brillantes de tío Vernon yendo y viniendo por la cocina. —No —dijo finalmente—. No, no les haremos caso. Si no reciben una respuesta… Sí, eso es lo mejor… No haremos nada… —Pero… —¡No pienso tener a uno de ellos en la casa, Petunia! ¿No lo juramos cuando recibimos y destruimos aquella peligrosa tontería? Aquella noche, cuando regresó del trabajo, tío Vernon hizo algo que no había hecho nunca: visitó a Harry en su alacena. —¿Dónde está mi carta? —dijo Harry, en el momento en que tío Vernon pasaba con dificultad por la puerta—. ¿Quién me escribió? —Nadie. Estaba dirigida a ti por error —dijo tío Vernon con tono cortante—. La quemé. —No era un error —dijo Harry enfadado—. Estaba mi alacena en el sobre. —¡SILENCIO! —gritó el tío Vernon, y unas arañas cayeron del techo. Respiró profundamente y luego sonrió, esforzándose tanto por hacerlo que parecía sentir dolor. —Ah, sí, Harry, en lo que se refiere a la alacena… Tu tía y yo estuvimos pensando… Realmente ya eres muy mayor para esto… Pensamos que estaría bien que te mudes al segundo dormitorio de Dudley. —¿Por qué? —dijo Harry. —¡No hagas preguntas! —exclamó—. Lleva tus cosas arriba ahora mismo. La casa de los Dursley tenía cuatro dormitorios: uno para tío Vernon y tía Petunia, otro para las visitas (habitualmente Marge, la hermana de Vernon), en el tercero dormía Dudley y en el último guardaba todos los juguetes y cosas que no cabían en aquél. En un solo viaje Harry trasladó todo lo que le pertenecía, desde la alacena a su nuevo dormitorio. Se sentó en la cama y miró alrededor. Allí casi todo estaba roto. La videocámara estaba sobre un carro de combate que una vez Dudley hizo andar sobre el perro del vecino, y en un rincón estaba el primer televisor de Dudley, al que dio una patada cuando dejaron de emitir su programa favorito. También había una gran jaula que alguna vez tuvo dentro un loro, pero Dudley lo cambió en el colegio por un rifle de aire comprimido, que en aquel momento estaba en un estante con la punta torcida, porque Dudley se había sentado encima. El resto de las estanterías estaban llenas de libros. Era lo único que parecía que nunca había sido tocado. Desde abajo llegaba el sonido de los gritos de Dudley a su madre. —No quiero que esté allí… Necesito esa habitación… Échalo… Harry suspiró y se estiró en la cama. El día anterior habría dado cualquier cosa por estar en aquella habitación. Pero en aquel momento prefería volver a su alacena con la carta a estar allí sin ella. A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos estaban muy callados. Dudley se hallaba en estado de conmoción. Había gritado, había pegado a su padre con el bastón de Smeltings, se había puesto malo a propósito, le había dado una patada a su madre, arrojado la tortuga por el techo del invernadero, y seguía sin conseguir que le devolvieran su habitación. Harry estaba pensando en el día anterior, y con amargura pensó que ojalá hubiera abierto la carta en el vestíbulo. Tío Vernon y tía Petunia se miraban misteriosamente. Cuando llegó el correo, tío Vernon, que parecía hacer esfuerzos por ser amable con Harry, hizo que fuera Dudley. Lo oyeron golpear cosas con su bastón en su camino hasta la puerta. Entonces gritó. —¡Hay otra más! Señor H. Potter, El Dormitorio Más Pequeño, Privet Drive, 4… Con un grito ahogado, tío Vernon se levantó de su asiento y corrió hacia el vestíbulo, con Harry siguiéndolo. Allí tuvo que forcejear con su hijo para quitarle la carta, lo que le resultaba difícil porque Harry le tiraba del cuello. Después de un minuto de confusa lucha, en la que todos recibieron golpes del bastón, tío Vernon se enderezó con la carta de Harry arrugada en su mano, jadeando para recuperar la respiración. —Vete a tu alacena, quiero decir a tu dormitorio —dijo a Harry sin dejar de jadear—. Y Dudley… Vete… Vete de aquí. Harry paseó en círculos por su nueva habitación. Alguien sabía que se había ido de su alacena y también parecía saber que no había recibido su primera carta. ¿Eso significaría que lo intentarían de nuevo? Pues la próxima vez se aseguraría de que no fallaran. Tenía un plan. El reloj despertador arreglado sonó a las seis de la mañana siguiente. Harry lo apagó rápidamente y se vistió en silencio: no debía despertar a los Dursley. Se deslizó por la escalera sin encender ninguna luz. Esperaría al cartero en la esquina de Privet Drive y recogería las cartas para el número 4 antes de que su tío pudiera encontrarlas. El corazón le latía aceleradamente mientras atravesaba el recibidor oscuro hacia la puerta. —¡AAAUUUGGG! Harry saltó en el aire. Había tropezado con algo grande y fofo que estaba en el felpudo… ¡Algo vivo! Las luces se encendieron y, horrorizado, Harry se dio cuenta de que aquella cosa fofa y grande era la cara de su tío. Tío Vernon estaba acostado en la puerta, en un saco de dormir, evidentemente para asegurarse de que Harry no hiciera exactamente lo que intentaba hacer. Gritó a Harry durante media hora y luego le dijo que preparara una taza de té. Harry se marchó arrastrando los pies y, cuando regresó de la cocina, el correo había llegado directamente al regazo de tío Vernon. Harry pudo ver tres cartas escritas en tinta verde. —Quiero… —comenzó, pero tío Vernon estaba rompiendo las cartas en pedacitos ante sus ojos. Aquel día, tío Vernon no fue a trabajar. Se quedó en casa y tapió el buzón. —¿Te das cuenta? —explicó a tía Petunia, con la boca llena de clavos —. Si no pueden entregarlas, tendrán que dejar de hacerlo. —No estoy segura de que esto resulte, Vernon. —Oh, la mente de esa gente funciona de manera extraña, Petunia, ellos no son como tú y yo —dijo tío Vernon, tratando de dar golpes a un clavo con el pedazo de pastel de fruta que tía Petunia le acababa de llevar. El viernes, no menos de doce cartas llegaron para Harry. Como no las podían echar en el buzón, las habían pasado por debajo de la puerta, por entre las rendijas, y unas pocas por la ventanita del cuarto de baño de abajo. Tío Vernon se quedó en casa otra vez. Después de quemar todas las cartas, salió con el martillo y los clavos para asegurar la puerta de atrás y la de delante, para que nadie pudiera salir. Mientras trabajaba, tarareaba De puntillas entre los tulipanes y se sobresaltaba con cualquier ruido. El sábado, las cosas comenzaron a descontrolarse. Veinticuatro cartas para Harry entraron en la casa, escondidas entre dos docenas de huevos, que un muy desconcertado lechero entregó a tía Petunia, a través de la ventana del salón. Mientras tío Vernon llamaba a la oficina de correos y a la lechería, tratando de encontrar a alguien para quejarse, tía Petunia trituraba las cartas en la picadora. —¿Se puede saber quién tiene tanto interés en comunicarse contigo? — preguntaba Dudley a Harry, con asombro. La mañana del domingo, tío Vernon estaba sentado ante la mesa del desayuno, con aspecto de cansado y casi enfermo, pero feliz. —No hay correo los domingos —les recordó alegremente, mientras ponía mermelada en su periódico—. Hoy no llegarán las malditas cartas… Algo llegó zumbando por la chimenea de la cocina mientras él hablaba y le golpeó con fuerza en la nuca. Al momento siguiente, treinta o cuarenta cartas cayeron de la chimenea como balas. Los Dursley se agacharon, pero Harry saltó en el aire, tratando de atrapar una. —¡Fuera! ¡FUERA! Tío Vernon cogió a Harry por la cintura y lo arrojó al recibidor. Cuando tía Petunia y Dudley salieron corriendo, cubriéndose la cara con las manos, tío Vernon cerró la puerta con fuerza. Podían oír el ruido de las cartas, que seguían cayendo en la habitación, golpeando contra las paredes y el suelo. —Ya está —dijo tío Vernon, tratando de hablar con calma, pero arrancándose, al mismo tiempo, parte del bigote—. Quiero que estéis aquí dentro de cinco minutos, listos para irnos. Nos vamos. Coged alguna ropa. ¡Sin discutir! Parecía tan peligroso, con la mitad de su bigote arrancado, que nadie se atrevió a contradecirlo. Diez minutos después se habían abierto camino a través de las puertas tapiadas y estaban en el coche, avanzando velozmente hacia la autopista. Dudley lloriqueaba en el asiento trasero, pues su padre le había pegado en la cabeza cuando lo pilló tratando de guardar el televisor, el vídeo y el ordenador en la bolsa. Condujeron. Y siguieron avanzando. Ni siquiera tía Petunia se atrevía a preguntarle adónde iban. De vez en cuando, tío Vernon daba la vuelta y conducía un rato en sentido contrario. —Quitárnoslos de encima… perderlos de vista… —murmuraba cada vez que lo hacía. No se detuvieron en todo el día para comer o beber. Al llegar la noche Dudley aullaba. Nunca había pasado un día tan malo en su vida. Tenía hambre, se había perdido cinco programas de televisión que quería ver y nunca había pasado tanto tiempo sin hacer estallar un monstruo en su juego de ordenador. Tío Vernon se detuvo finalmente ante un hotel de aspecto lúgubre, en las afueras de una gran ciudad. Dudley y Harry compartieron una habitación con camas gemelas y sábanas húmedas y gastadas. Dudley roncaba, pero Harry permaneció despierto, sentado en el borde de la ventana, contemplando las luces de los coches que pasaban y deseando saber… Al día siguiente, comieron para el desayuno copos de trigo, tostadas y tomates de lata. Estaban a punto de terminar, cuando la dueña del hotel se acercó a la mesa. —Perdonen, ¿alguno de ustedes es el señor H. Potter? Tengo como cien de éstas en el mostrador de entrada. Extendió una carta para que pudieran leer la dirección en tinta verde: Señor H. Potter Habitación 17 Hotel Railview Cokeworth Harry fue a coger la carta, pero tío Vernon le pegó en la mano. La mujer los miró asombrada. —Yo las recogeré —dijo tío Vernon, poniéndose de pie rápidamente y siguiéndola. —¿No sería mejor volver a casa, querido? —sugirió tía Petunia tímidamente, unas horas más tarde, pero tío Vernon no pareció oírla. Qué era lo que buscaba exactamente, nadie lo sabía. Los llevó al centro del bosque, salió, miró alrededor, negó con la cabeza, volvió al coche y otra vez lo puso en marcha. Lo mismo sucedió en medio de un campo arado, en mitad de un puente colgante y en la parte más alta de un aparcamiento de coches. —Papá se ha vuelto loco, ¿verdad? —preguntó Dudley a tía Petunia aquella tarde. Tío Vernon había aparcado en la costa, los había encerrado y había desaparecido. Comenzó a llover. Gruesas gotas golpeaban el techo del coche. Dudley gimoteaba. —Es lunes —dijo a su madre—. Mi programa favorito es esta noche. Quiero ir a algún lugar donde haya un televisor. Lunes. Eso hizo que Harry se acordara de algo. Si era lunes (y habitualmente se podía confiar en que Dudley supiera el día de la semana, por los programas de la televisión), entonces, al día siguiente, martes, era el cumpleaños número once de Harry. Claro que sus cumpleaños nunca habían sido exactamente divertidos: el año anterior, por ejemplo, los Dursley le regalaron una percha y un par de calcetines viejos de tío Vernon. Sin embargo, no se cumplían once años todos los días. Tío Vernon regresó sonriente. Llevaba un paquete largo y delgado y no contestó a tía Petunia cuando le preguntó qué había comprado. —¡He encontrado el lugar perfecto! —dijo—. ¡Vamos! ¡Todos fuera! Hacía mucho frío cuando bajaron del coche. Tío Vernon señalaba lo que parecía una gran roca en el mar. Y, encima de ella, se veía la más miserable choza que uno se pudiera imaginar. Una cosa era segura, allí no había televisión. —¡Han anunciado tormenta para esta noche! —anunció alegremente tío Vernon, aplaudiendo—. ¡Y este caballero aceptó gentilmente alquilarnos su bote! Un viejo desdentado se acercó a ellos, señalando un viejo bote que se balanceaba en el agua grisácea. —Ya he conseguido algo de comida —dijo tío Vernon—. ¡Así que todos a bordo! En el bote hacía un frío terrible. El mar congelado los salpicaba, la lluvia les golpeaba la cabeza y un viento gélido les azotaba el rostro. Después de lo que pareció una eternidad, llegaron al peñasco, donde tío Vernon los condujo hasta la desvencijada casa. El interior era horrible: había un fuerte olor a algas, el viento se colaba por las rendijas de las paredes de madera y la chimenea estaba vacía y húmeda. Sólo había dos habitaciones. La comida de tío Vernon resultó ser cuatro plátanos y un paquete de patatas fritas para cada uno. Trató de encender el fuego con las bolsas vacías, pero sólo salió humo. —Ahora podríamos utilizar una de esas cartas, ¿no? —dijo alegremente. Estaba de muy buen humor. Era evidente que creía que nadie se iba a atrever a buscarlos allí, con una tormenta a punto de estallar. En privado, Harry estaba de acuerdo, aunque el pensamiento no lo alegraba. Al caer la noche, la tormenta prometida estalló sobre ellos. La espuma de las altas olas chocaba contra las paredes de la cabaña y el feroz viento golpeaba contra los vidrios de las ventanas. Tía Petunia encontró unas pocas mantas en la otra habitación y preparó una cama para Dudley en el sofá. Ella y tío Vernon se acostaron en una cama cerca de la puerta, y Harry tuvo que contentarse con un trozo de suelo y taparse con la manta más delgada. La tormenta aumentó su ferocidad durante la noche. Harry no podía dormir. Se estremecía y daba vueltas, tratando de ponerse cómodo, con el estómago rugiendo de hambre. Los ronquidos de Dudley quedaron amortiguados por los truenos que estallaron cerca de la medianoche. El reloj luminoso de Dudley, colgando de su gorda muñeca, informó a Harry de que tendría once años en diez minutos. Esperaba acostado a que llegara la hora de su cumpleaños, pensando si los Dursley se acordarían y preguntándose dónde estaría en aquel momento el escritor de cartas. Cinco minutos. Harry oyó algo que crujía afuera. Esperó que no fuera a caerse el techo, aunque tal vez hiciera más calor si eso ocurría. Cuatro minutos. Tal vez la casa de Privet Drive estaría tan llena de cartas, cuando regresaran, que podría robar una. Tres minutos para la hora. ¿Por qué el mar chocaría con tanta fuerza contra las rocas? Y (faltaban dos minutos) ¿qué era aquel ruido tan raro? ¿Las rocas se estaban desplomando en el mar? Un minuto y tendría once años. Treinta segundos… veinte… diez… nueve… tal vez despertara a Dudley, sólo para molestarlo… tres… dos… uno… BUM. Toda la cabaña se estremeció y Harry se enderezó, mirando fijamente a la puerta. Alguien estaba fuera, llamando. CAPÍTULO 4 El guardián de las llaves B UM. Llamaron otra vez. Dudley se despertó bruscamente. —¿Dónde está el cañón? —preguntó estúpidamente. Se oyó un crujido detrás de ellos y tío Vernon apareció en la habitación. Llevaba un rifle en las manos: ya sabían lo que contenía el paquete alargado que había llevado. —¿Quién está ahí? —gritó—. ¡Le advierto… estoy armado! Hubo una pausa. Luego… ¡UN GOLPE VIOLENTO! La puerta fue empujada con tal fuerza que se salió de los goznes y, con un golpe sordo, cayó al suelo. Un hombre gigantesco apareció en el umbral. Su rostro estaba prácticamente oculto por una larga maraña de pelo y una barba desaliñada, pero podían verse sus ojos, que brillaban como escarabajos negros bajo aquella pelambrera. El gigante se abrió paso doblando la cabeza, que rozaba el techo. Se agachó, cogió la puerta y, sin esfuerzo, la volvió a poner en su lugar. El ruido de la tormenta se apagó un poco. Se volvió para mirarlos. —Podríamos preparar té. No ha sido un viaje fácil… Se desparramó en el sofá donde Dudley estaba petrificado de miedo. —Levántate, bola de grasa —dijo el desconocido. Dudley se escapó de allí y corrió a esconderse junto a su madre, que estaba agazapada detrás de tío Vernon. —¡Ah! ¡Aquí está Harry! —dijo el gigante. Harry levantó la vista ante el rostro feroz y peludo, y vio que los ojos negros le sonreían. —La última vez que te vi eras sólo una criatura —dijo el gigante—. Te pareces mucho a tu padre, pero tienes los ojos de tu madre. Tío Vernon dejó escapar un curioso sonido. —¡Le exijo que se vaya enseguida, señor! —dijo—. ¡Esto es allanamiento de morada! —Bah, cierra la boca, Dursley, grandísimo majadero —dijo el gigante. Se estiró, arrebató el rifle a tío Vernon, lo retorció como si fuera de goma y lo arrojó a un rincón de la habitación. Tío Vernon hizo otro ruido extraño, como si hubieran aplastado a un ratón. —De todos modos, Harry —dijo el gigante, dando la espalda a los Dursley—, te deseo un muy feliz cumpleaños. Tengo algo aquí. Tal vez lo he aplastado un poco, pero tiene buen sabor. Del bolsillo interior de su abrigo negro sacó una caja algo aplastada. Harry la abrió con dedos temblorosos. En el interior había un gran pastel de chocolate pegajoso, con «Feliz Cumpleaños, Harry» escrito en verde. Harry miró al gigante. Iba a darle las gracias, pero las palabras se perdieron en su garganta y, en lugar de eso, dijo: —¿Quién es usted? El gigante rió entre dientes. —Es cierto, no me he presentado. Rubeus Hagrid, Guardián de las Llaves y Terrenos de Hogwarts. Extendió una mano gigantesca y sacudió todo el brazo de Harry. —¿Qué tal ese té, entonces? —dijo, frotándose las manos—. Pero no diría que no si tienen algo más fuerte. Sus ojos se clavaron en el hogar apagado, con las bolsas de patatas fritas arrugadas, y dejó escapar una risa despectiva. Se inclinó ante la chimenea. Los demás no podían ver qué estaba haciendo, pero cuando un momento después se dio la vuelta, había un fuego encendido, que inundó de luz toda la húmeda cabaña. Harry sintió que el calor lo cubría como si estuviera metido en un baño caliente. El gigante volvió a sentarse en el sofá, que se hundió bajo su peso, y comenzó a sacar toda clase de cosas de los bolsillos de su abrigo: una cazuela de cobre, un paquete de salchichas, un atizador, una tetera, varias tazas agrietadas y una botella de un líquido color ámbar, de la que tomó un trago antes de empezar a preparar el té. Muy pronto, la cabaña estaba llena del aroma de las salchichas calientes. Nadie dijo una palabra mientras el gigante trabajaba, pero cuando sacó las primeras seis salchichas jugosas y calientes, Dudley comenzó a impacientarse. Tío Vernon dijo en tono cortante: —No toques nada que él te dé, Dudley. El gigante lanzó una risa sombría. —Ese gordo pastel que es su hijo no necesita engordar más, Dursley, no se preocupe. Le sirvió las salchichas a Harry, el cual estaba tan hambriento que pensó que nunca había probado algo tan maravilloso, pero todavía no podía quitarle los ojos de encima al gigante. Por último, como nadie parecía dispuesto a explicar nada, dijo: —Lo siento, pero todavía sigo sin saber quién es usted. El gigante tomó un sorbo de té y se secó la boca con el dorso de la mano. —Llámame Hagrid —contestó—. Todos lo hacen. Y como te dije, soy el guardián de las llaves de Hogwarts. Ya lo sabrás todo sobre Hogwarts, por supuesto. —Pues… yo no… —dijo Harry. Hagrid parecía impresionado. —Lo lamento —dijo rápidamente Harry. —¿Lo lamento? —preguntó Hagrid, volviéndose a mirar a los Dursley, que retrocedieron hasta quedar ocultos por las sombras—. ¡Ellos son los que tienen que disculparse! Sabía que no estabas recibiendo las cartas, pero nunca pensé que no supieras nada de Hogwarts. ¿Nunca te preguntaste dónde lo habían aprendido todo tus padres? —¿El qué? —preguntó Harry. —¿EL QUÉ? —bramó Hagrid—. ¡Espera un segundo! Se puso de pie de un salto. En su furia parecía llenar toda la habitación. Los Dursley estaban agazapados contra la pared. —¿Me van a decir —rugió a los Dursley— que este muchacho, ¡este muchacho!, no sabe nada… sobre NADA? Harry pensó que aquello iba demasiado lejos. Después de todo, había ido al colegio y sus notas no eran tan malas. —Yo sé algunas cosas —dijo—. Puedo hacer cuentas y todo eso. Pero Hagrid simplemente agitó la mano. —Me refiero a nuestro mundo. Tu mundo. Mi mundo. El mundo de tus padres. —¿Qué mundo? Hagrid lo miró como si fuera a estallar. —¡DURSLEY! —bramó. Tío Vernon, que estaba muy pálido, susurró algo que sonaba como mimblewimble. Hagrid, enfurecido, contempló a Harry. —Pero tú tienes que saber algo sobre tu madre y tu padre —dijo—. Quiero decir, ellos son famosos. Tú eres famoso. —¿Cómo? ¿Mi madre y mi padre… eran famosos? ¿En serio? —No sabías… no sabías… —Hagrid se pasó los dedos por el pelo, clavándole una mirada de asombro—. ¿De verdad no sabes lo que ellos eran? —dijo por último. De pronto, tío Vernon recuperó la voz. —¡Deténgase! —ordenó—. ¡Deténgase ahora mismo, señor! ¡Le prohíbo que le diga nada al muchacho! Un hombre más valiente que Vernon Dursley se habría acobardado ante la mirada furiosa que le dirigió Hagrid. Cuando éste habló, temblaba de rabia. —¿No se lo ha dicho? ¿No le ha hablado sobre el contenido de la carta que Dumbledore le dejó? ¡Yo estaba allí! ¡Vi que Dumbledore la dejaba, Dursley! ¿Y se la ha ocultado durante todos estos años? —¿Qué es lo que me han ocultado? —dijo Harry en tono anhelante. —¡DETÉNGASE! ¡SE LO PROHÍBO! —rugió tío Vernon aterrado. Tía Petunia dejó escapar un gemido de horror. —Voy a romperles la cabeza —dijo Hagrid—. Harry, debes saber que eres un mago. Se produjo un silencio en la cabaña. Sólo podía oírse el mar y el silbido del viento. —¿Que soy qué? —dijo Harry con voz entrecortada. —Un mago —respondió Hagrid, sentándose otra vez en el sofá, que crujió y se hundió—. Y muy bueno, debo añadir, en cuanto te hayas entrenado un poco. Con unos padres como los tuyos ¿qué otra cosa podías ser? Y creo que ya es hora de que leas la carta. Harry extendió la mano para coger, finalmente, el sobre amarillento, dirigido, con tinta verde esmeralda al «Señor H. Potter, El Suelo de la Cabaña en la Roca, El Mar». Sacó la carta y leyó: COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA Director: Albus Dumbledore (Orden de Merlín, Primera Clase, Gran Hechicero, Jefe de Magos, Jefe Supremo, Confederación Internacional de Magos). Querido señor Potter: Tenemos el placer de informarle de que dispone de una plaza en el Colegio Hogwarts de Magia. Por favor, observe la lista del equipo y los libros necesarios. Las clases comienzan el 1 de septiembre. Esperamos su lechuza antes del 31 de julio. Muy cordialmente, Minerva McGonagall Directora adjunta Las preguntas estallaban en la cabeza de Harry como fuegos artificiales, y no sabía cuál era la primera. Después de unos minutos, tartamudeó: —¿Qué quiere decir eso de que esperan mi lechuza? —Gorgonas galopantes, ahora me acuerdo —dijo Hagrid, golpeándose la frente con tanta fuerza como para derribar un caballo. De otro bolsillo sacó una lechuza (una lechuza de verdad, viva y con las plumas algo erizadas), una gran pluma y un rollo de pergamino. Con la lengua entre los dientes, escribió una nota que Harry pudo leer al revés. Querido señor Dumbledore: Entregué a Harry su carta. Lo llevo mañana a comprar sus cosas. El tiempo es horrible. Espero que usted esté bien. Hagrid Hagrid enrolló la nota y se la dio a la lechuza, que la cogió con el pico. Después fue hasta la puerta y lanzó a la lechuza en la tormenta. Entonces volvió y se sentó, como si aquello fuera tan normal como hablar por teléfono. Harry se dio cuenta de que tenía la boca abierta y la cerró rápidamente. —¿Por dónde iba? —dijo Hagrid. Pero en aquel momento tío Vernon, todavía con el rostro color ceniza, pero muy enfadado, se acercó a la chimenea. —Él no irá —dijo. Hagrid gruñó. —Me gustaría ver a un gran muggle como usted deteniéndolo a él — dijo. —¿Un qué? —preguntó interesado Harry. —Un muggle —respondió Hagrid—. Es como llamamos a la gente «nomágica» como ellos. Y tuviste la mala suerte de crecer en una familia de los más grandes muggles que haya visto. —Cuando lo adoptamos, juramos que íbamos a detener toda esa porquería —dijo tío Vernon—. ¡Juramos que la íbamos a sacar de él! ¡Un mago, ni más ni menos! —¿Vosotros lo sabíais? —preguntó Harry—. ¿Vosotros sabíais que yo era… un mago? —¡Saber! —chilló de pronto tía Petunia—. ¡Saber! ¡Por supuesto que lo sabíamos! ¿Cómo no ibas a serlo, siendo lo que era mi condenada hermana? Oh, ella recibió una carta como ésta de ese… ese colegio, y desapareció, y volvía a casa para las vacaciones con los bolsillos llenos de ranas, y convertía las tazas de té en ratas. Yo era la única que la veía tal como era: ¡una monstruosidad! Pero para mi madre y mi padre, oh no, para ellos era «Lily hizo esto» y «Lily hizo esto otro». ¡Estaban orgullosos de tener una bruja en la familia! Se detuvo para respirar profundamente y luego continuó. Parecía que hacía años que deseaba decir todo aquello. —Luego conoció a ese Potter en el colegio y se fueron y se casaron y te tuvieron a ti, y por supuesto que yo sabía que ibas a ser igual, igual de raro, un… un anormal. ¡Y luego, como si no fuera poco, hubo esa explosión y nosotros tuvimos que quedarnos contigo! Harry se había puesto muy pálido. Tan pronto como recuperó la voz, preguntó: —¿Explosión? ¡Me dijisteis que habían muerto en un accidente de coche! —¿ACCIDENTE DE COCHE? —rugió Hagrid dando un salto, tan enfadado que los Dursley volvieron al rincón—. ¿Cómo iban a poder morir Lily y James Potter en un accidente de coche? ¡Eso es un ultraje! ¡Un escándalo! ¡Que Harry Potter no conozca su propia historia, cuando cada chico de nuestro mundo conoce su nombre! —Pero ¿por qué? ¿Qué sucedió? —preguntó Harry con tono de apremio. La furia se desvaneció del rostro de Hagrid. De pronto parecía nervioso. —Nunca habría esperado algo así —dijo en voz baja y con aire preocupado—. No tenía ni idea. Cuando Dumbledore me dijo que podía tener problemas para llegar a ti, no sabía que sería hasta este punto. Ah, Harry, no sé si soy la persona apropiada para decírtelo, pero alguien debe hacerlo. No puedes ir a Hogwarts sin saberlo. Lanzó una mirada despectiva a los Dursley. —Bueno, es mejor que sepas todo lo que yo puedo decirte… porque no puedo decírtelo todo. Es un gran misterio, al menos una parte… Se sentó, miró fijamente al fuego durante unos instantes, y luego continuó. —Comienza, supongo, con… con una persona llamada… pero es increíble que no sepas su nombre, todos en nuestro mundo lo saben… —¿Quién? —Bueno… no me gusta decir el nombre si puedo evitarlo. Nadie lo dice. —¿Por qué no? —Gárgolas galopantes, Harry, la gente todavía tiene miedo. Vaya, esto es difícil. Mira, estaba ese mago que se volvió… malo. Tan malo como te puedas imaginar. Peor. Peor que peor. Su nombre era… Hagrid tragó, pero no le salía la voz. —¿Quiere escribirlo? —sugirió Harry. —No… no sé cómo se escribe. Está bien… Voldemort. —Hagrid se estremeció—. No me lo hagas repetir. De todos modos, este… este mago, hace unos veinte años, comenzó a buscar seguidores. Y los consiguió. Algunos porque le tenían miedo, otros sólo querían un poco de su poder, porque él iba consiguiendo poder. Eran días negros, Harry. No se sabía en quién confiar, uno no se animaba a hacerse amigo de magos o brujas desconocidos… Sucedían cosas terribles. Él se estaba apoderando de todo. Por supuesto, algunos se le opusieron y él los mató. Horrible. Uno de los pocos lugares seguros era Hogwarts. Hay que considerar que Dumbledore era el único al que Quien-tú-sabes temía. No se atrevía a apoderarse del colegio, no entonces, al menos. »Ahora bien, tu madre y tu padre eran la mejor bruja y el mejor mago que yo he conocido nunca. ¡En su época de Hogwarts eran los primeros! Supongo que el misterio es por qué Quien-tú-sabes nunca había tratado de ponerlos de su parte… Probablemente sabía que estaban demasiado cerca de Dumbledore para querer tener algo que ver con el Lado Oscuro. »Tal vez pensó que podía persuadirlos… O quizá simplemente quería quitarlos de en medio. Lo que todos saben es que él apareció en el pueblo donde vosotros vivíais, el día de Halloween, hace diez años. Tú tenías un año. Él fue a vuestra casa y… y… De pronto, Hagrid sacó un pañuelo muy sucio y se sonó la nariz con un sonido como el de una corneta. —Lo siento —dijo—. Pero es tan triste… pensar que tu madre y tu padre, la mejor gente del mundo que podrías encontrar… »Quien-tú-sabes los mató. Y entonces… y ése es el verdadero misterio del asunto… también trató de matarte a ti. Supongo que quería hacer un trabajo limpio, o tal vez, para entonces, disfrutaba matando. Pero no pudo hacerlo. ¿Nunca te preguntaste cómo te hiciste esa marca en la frente? No es un corte común. Sucedió cuando una poderosa maldición diabólica te tocó. Fue la que terminó con tu madre, tu padre y la casa, pero no funcionó contigo, y por eso eres famoso, Harry. Nadie a quien él hubiera decidido matar sobrevivió, nadie excepto tú, y eso que acabó con algunas de las mejores brujas y de los mejores magos de la época (los McKinnons, los Bones, los Prewetts…) y tú eras muy pequeño. Pero sobreviviste. Algo muy doloroso estaba sucediendo en la mente de Harry. Mientras Hagrid iba terminando la historia, vio otra vez la cegadora luz verde con más claridad de lo que la había recordado antes y, por primera vez en su vida, se acordó de algo más, de una risa cruel, aguda y fría. Hagrid lo miraba con tristeza. —Yo mismo te saqué de la casa en ruinas, por orden de Dumbledore. Y te llevé con esta gente… —Tonterías —dijo tío Vernon. Harry dio un respingo. Casi había olvidado que los Dursley estaban allí. Tío Vernon parecía haber recuperado su valor. Miraba con rabia a Hagrid y tenía los puños cerrados. —Ahora escucha esto, chico —gruñó—: acepto que haya algo extraño acerca de ti, probablemente nada que unos buenos golpes no curen. Y todo eso sobre tus padres… Bien, eran raros, no lo niego y, en mi opinión, el mundo está mejor sin ellos… Recibieron lo que buscaban, al mezclarse con esos brujos… Es lo que yo esperaba: siempre supe que iban a terminar mal… Pero en aquel momento Hagrid se levantó del sofá y sacó de su abrigo un paraguas rosado. Apuntando a tío Vernon, como con una espada, dijo: —Le prevengo, Dursley, le estoy avisando, una palabra más y… Ante el peligro de ser alanceado por la punta de un paraguas empuñado por un gigante barbudo, el valor de tío Vernon desapareció otra vez. Se aplastó contra la pared y permaneció en silencio. —Así está mejor —dijo Hagrid, respirando con dificultad y sentándose otra vez en el sofá, que aquella vez se aplastó hasta el suelo. Harry, entre tanto, todavía tenía preguntas que hacer, cientos de ellas. —Pero ¿qué sucedió con Vol… perdón, quiero decir con Quién-ustedsabe? —Buena pregunta, Harry. Desapareció. Se desvaneció. La misma noche que trató de matarte. Eso te hizo aún más famoso. Ése es el mayor misterio, sabes… Se estaba volviendo más y más poderoso… ¿Por qué se fue? »Algunos dicen que murió. No creo que le quede lo suficiente de humano para morir. Otros dicen que todavía está por ahí, esperando el momento, pero no lo creo. La gente que estaba de su lado volvió con nosotros. Algunos salieron como de un trance. No creen que pudieran volver a hacerlo si él regresara. »La mayor parte de nosotros cree que todavía está en alguna parte, pero que perdió sus poderes. Que está demasiado débil para seguir adelante. Porque algo relacionado contigo, Harry, acabó con él. Algo sucedió aquella noche que él no contaba con que sucedería, no sé qué fue, nadie lo sabe… Pero algo relacionado contigo lo confundió. Hagrid miró a Harry con afecto y respeto, pero Harry, en lugar de sentirse complacido y orgulloso, estaba casi seguro de que había una terrible equivocación. ¿Un mago? ¿Él? ¿Cómo era posible? Había estado toda la vida bajo los golpes de Dudley y el miedo que le inspiraban tía Petunia y tío Vernon. Si realmente era un mago, ¿por qué no los había convertido en sapos llenos de verrugas cada vez que lo encerraban en la alacena? Si alguna vez derrotó al más grande brujo del mundo, ¿cómo es que Dudley siempre podía pegarle patadas como si fuera una pelota? —Hagrid —dijo con calma—, creo que está equivocado. No creo que yo pueda ser un mago. Para su sorpresa, Hagrid se rió entre dientes. —No eres un mago, ¿eh? ¿Nunca haces que sucedan cosas cuando estás asustado o enfadado? Harry contempló el fuego. Si pensaba en ello… todas las cosas raras que habían hecho que sus tíos se enfadaran con él, habían sucedido cuando él, Harry, estaba molesto o enfadado: perseguido por la banda de Dudley, de golpe se había encontrado fuera de su alcance; temeroso de ir al colegio con aquel ridículo corte de pelo, éste le había crecido de nuevo y, la última vez que Dudley le pegó, ¿no se vengó de él, aunque sin darse cuenta de que lo estaba haciendo? ¿No le había soltado encima la boa constrictor? Harry miró de nuevo a Hagrid, sonriendo, y vio que el gigante lo miraba radiante. —¿Te das cuenta? —dijo Hagrid—. Conque Harry Potter no es un mago… Ya verás, serás muy famoso en Hogwarts. Pero tío Vernon no iba a rendirse sin luchar. —¿No le hemos dicho que no irá? —dijo con desagrado—. Irá a la escuela secundaria Stonewall y nos dará las gracias por ello. Ya he leído esas cartas y necesitará toda clase de porquerías: libros de hechizos, varitas y… —Si él quiere ir, un gran muggle como usted no lo detendrá —gruñó Hagrid—. ¡Detener al hijo de Lily y James Potter para que no vaya a Hogwarts! Está loco. Su nombre está apuntado casi desde que nació. Irá al mejor colegio de magia del mundo. Siete años allí y no se conocerá a sí mismo. Estará con jóvenes de su misma clase, lo que será un cambio. Y estará con el más grande director que Hogwarts haya tenido: Albus Dumbled… —¡NO VOY A PAGAR PARA QUE ALGÚN CHIFLADO VIEJO TONTO LE ENSEÑE TRUCOS DE MAGIA! —gritó tío Vernon. Pero aquella vez había ido demasiado lejos. Hagrid empuñó su paraguas y lo agitó sobre su cabeza. —¡NUNCA… —bramó— INSULTE-A-ALBUS-DUMBLEDORE-EN-MI-PRESENCIA! Agitó el paraguas en el aire para apuntar a Dudley. Se produjo un relámpago de luz violeta, un sonido como de un petardo, un agudo chillido y, al momento siguiente, Dudley saltaba, con las manos sobre su gordo trasero, mientras gemía de dolor. Cuando les dio la espalda, Harry vio una rizada cola de cerdo que salía a través de un agujero en los pantalones. Tío Vernon rugió. Empujó a tía Petunia y a Dudley a la otra habitación, lanzó una última mirada aterrorizada a Hagrid y cerró con fuerza la puerta detrás de ellos. Hagrid miró su paraguas y se tiró de la barba. —No debería enfadarme —dijo con pesar—, pero a lo mejor no ha funcionado. Quise convertirlo en un cerdo, pero supongo que ya se parece mucho a un cerdo y no había mucho por hacer. Miró de reojo a Harry, bajo sus cejas pobladas. —Te agradecería que no le mencionaras esto a nadie de Hogwarts — dijo—. Yo… bien, no me está permitido hacer magia, hablando estrictamente. Conseguí permiso para hacer un poquito, para que te llegaran las cartas y todo eso… Era una de las razones por las que quería este trabajo… —¿Por qué no le está permitido hacer magia? —preguntó Harry. —Bueno… yo fui también a Hogwarts y, si he de ser franco, me expulsaron. En el tercer año. Me rompieron la varita en dos. Pero Dumbledore dejó que me quedara como guardabosques. Es un gran hombre. —¿Por qué lo expulsaron? —Se está haciendo tarde y tenemos muchas cosas que hacer mañana — dijo Hagrid en voz alta—. Tenemos que ir a la ciudad y conseguirte los libros y todo lo demás. Se quitó su grueso abrigo negro y se lo entregó a Harry. —Puedes taparte con esto —dijo—. No te preocupes si algo se agita. Creo que todavía tengo lirones en un bolsillo. CAPÍTULO 5 El callejón Diagon H se despertó temprano aquella mañana. Aunque sabía que ya era de día, mantenía los ojos muy cerrados. «Ha sido un sueño —se dijo con firmeza—. Soñé que un gigante llamado Hagrid vino a decirme que voy a ir a un colegio de magos. Cuando abra los ojos estaré en casa, en mi alacena.» Se produjo un súbito golpeteo. «Y ésa es tía Petunia llamando a la puerta», pensó Harry con el corazón abrumado. Pero todavía no abrió los ojos. Había sido un sueño tan bonito… Toc. Toc. Toc. —Está bien —rezongó Harry—. Ya me levanto. Se incorporó y se le cayó el pesado abrigo negro de Hagrid. La cabaña estaba iluminada por el sol, la tormenta había pasado, Hagrid estaba dormido en el sofá y había una lechuza golpeando con su pata en la ventana, con un periódico en el pico. Harry se puso de pie, tan feliz como si un gran globo se expandiera en su interior. Fue directamente a la ventana y la abrió. La lechuza bajó en ARRY picado y dejó el periódico sobre Hagrid, que no se despertó. Entonces la lechuza se posó en el suelo y comenzó a atacar el abrigo de Hagrid. —No hagas eso. Harry trató de apartar a la lechuza, pero ésta cerró el pico amenazadoramente y continuó atacando el abrigo. —¡Hagrid! —dijo Harry en voz alta—. Aquí hay una lechuza… —Págala —gruñó Hagrid desde el sofá. —¿Qué? —Quiere que le pagues por traer el periódico. Busca en los bolsillos. El abrigo de Hagrid parecía hecho de bolsillos, con contenidos de todo tipo: manojos de llaves, proyectiles de metal, bombones de menta, saquitos de té… Finalmente Harry sacó un puñado de monedas de aspecto extraño. —Dale cinco knuts —dijo soñoliento Hagrid. —¿Knuts? —Esas pequeñas de bronce. Harry contó las cinco monedas y la lechuza extendió la pata, para que Harry pudiera meter las monedas en una bolsita de cuero que llevaba atada. Y salió volando por la ventana abierta. Hagrid bostezó con fuerza, se sentó y se desperezó. —Es mejor que nos demos prisa, Harry. Tenemos muchas cosas que hacer hoy. Debemos ir a Londres a comprar todas las cosas del colegio. Harry estaba dando la vuelta a las monedas mágicas y observándolas. Acababa de pensar en algo que le hizo sentir que el globo de felicidad en su interior acababa de pincharse. —Mm… ¿Hagrid? —¿Sí? —dijo Hagrid, que se estaba calzando sus colosales botas. —Yo no tengo dinero y ya oíste a tío Vernon anoche, no va a pagar para que vaya a aprender magia. —No te preocupes por eso —dijo Hagrid, poniéndose de pie y golpeándose la cabeza—. ¿No creerás que tus padres no te dejaron nada? —Pero si su casa fue destruida… —¡Ellos no guardaban el oro en la casa, muchacho! No, la primera parada para nosotros es Gringotts. El banco de los magos. Come una salchicha, frías no están mal, y no me negaré a un pedacito de tu pastel de cumpleaños. —¿Los magos tienen bancos? —Sólo uno. Gringotts. Lo dirigen los duendes. Harry dejó caer el pedazo de salchicha que le quedaba. —¿Duendes? —Ajá… Así uno tendría que estar loco para intentar robarlos, puedo decírtelo. Nunca te metas con los duendes, Harry. Gringotts es el lugar más seguro del mundo para lo que quieras guardar, excepto tal vez Hogwarts. Por otra parte, tenía que visitar Gringotts de todos modos. Por Dumbledore. Asuntos de Hogwarts. —Hagrid se irguió con orgullo—. En general, me utiliza para asuntos importantes. Buscarte a ti… sacar cosas de Gringotts… él sabe que puede confiar en mí. ¿Lo tienes todo? Pues vamos. Harry siguió a Hagrid fuera de la cabaña. El cielo estaba ya claro y el mar brillaba a la luz del sol. El bote que tío Vernon había alquilado todavía estaba allí, con el fondo lleno de agua después de la tormenta. —¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Harry, mirando alrededor, buscando otro bote. —Volando —dijo Hagrid. —¿Volando? —Sí… pero vamos a regresar en esto. No debo utilizar la magia, ahora que ya te encontré. Subieron al bote. Harry todavía miraba a Hagrid, tratando de imaginárselo volando. —Sin embargo, me parece una lástima tener que remar —dijo Hagrid, dirigiendo a Harry una mirada de soslayo—. Si yo… apresuro las cosas un poquito, ¿te importaría no mencionarlo en Hogwarts? —Por supuesto que no —respondió Harry, deseoso de ver más magia. Hagrid sacó otra vez el paraguas rosado, dio dos golpes en el borde del bote y salieron a toda velocidad hacia la orilla. —¿Por qué tendría que estar uno loco para intentar robar en Gringotts? —preguntó Harry. —Hechizos… encantamientos —dijo Hagrid, desdoblando su periódico mientras hablaba—… Dicen que hay dragones custodiando las cámaras de máxima seguridad. Y además, hay que saber encontrar el camino. Gringotts está a cientos de kilómetros por debajo de Londres, ¿sabes? Muy por debajo del metro. Te morirías de hambre tratando de salir, aunque hubieras podido robar algo. Harry permaneció sentado pensando en aquello, mientras Hagrid leía su periódico, El Profeta. Harry había aprendido de su tío Vernon que a las personas les gustaba que las dejaran tranquilas cuando hacían eso, pero era muy difícil, porque nunca había tenido tantas preguntas que hacer en su vida. —El Ministerio de Magia está confundiendo las cosas, como de costumbre —murmuró Hagrid, dando la vuelta a la hoja. —¿Hay un Ministerio de Magia? —preguntó Harry, sin poder contenerse. —Por supuesto —respondió Hagrid—. Querían que Dumbledore fuera el ministro, claro, pero él nunca dejará Hogwarts, así que el viejo Cornelius Fudge consiguió el trabajo. Nunca ha existido nadie tan chapucero. Así que envía lechuzas a Dumbledore cada mañana, pidiendo consejos. —Pero ¿qué hace un Ministerio de Magia? —Bueno, su trabajo principal es impedir que los muggles sepan que todavía hay brujas y magos por todo el país. —¿Por qué? —¿Por qué? Vaya, Harry, todos querrían soluciones mágicas para sus problemas. No, mejor que nos dejen tranquilos. En aquel momento, el bote dio un leve golpe contra la pared del muelle. Hagrid dobló su periódico y subieron los escalones de piedra hacia la calle. Los transeúntes miraban mucho a Hagrid, mientras recorrían el pueblecito camino de la estación, y Harry no se lo podía reprochar: Hagrid no sólo era el doble de alto que cualquiera, sino que señalaba cosas totalmente corrientes, como los parquímetros, diciendo en voz alta: —¿Ves eso, Harry? Las cosas que esos muggles inventan, ¿verdad? —Hagrid —dijo Harry, jadeando un poco mientras correteaba para seguirlo—, ¿no dijiste que había dragones en Gringotts? —Bueno, eso dicen —respondió Hagrid—. Me gustaría tener un dragón. —¿Te gustaría tener uno? —Quiero uno desde que era niño… Ya estamos. Habían llegado a la estación. Salía un tren para Londres cinco minutos más tarde. Hagrid, que no entendía «el dinero muggle», como lo llamaba, dio las monedas a Harry para que comprara los billetes. La gente los miraba más que nunca en el tren. Hagrid ocupó dos asientos y comenzó a tejer lo que parecía una carpa de circo color amarillo canario. —¿Todavía tienes la carta, Harry? —preguntó, mientras contaba los puntos. Harry sacó del bolsillo el sobre de pergamino. —Bien —dijo Hagrid—. Hay una lista con todo lo que necesitas. Harry desdobló otra hoja, que no había visto la noche anterior, y leyó: COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA UNIFORME Los alumnos de primer año necesitarán: Tres túnicas sencillas de trabajo (negras). Un sombrero puntiagudo (negro) para uso diario. Un par de guantes protectores (piel de dragón o semejante). Una capa de invierno (negra, con broches plateados). (Todas las prendas de los alumnos deben llevar etiquetas con su nombre.) LIBROS Todos los alumnos deben tener un ejemplar de los siguientes libros: Libro reglamentario de hechizos, primer curso, Miranda Goshawk. Historia de la magia, Bathilda Bagshot. Teoría mágica, Adalbert Waffling. Guía de transformación para principiantes, Emeric Switch. Mil hierbas y hongos mágicos, Phyllida Spore. Filtros y pociones mágicas, Arsenius Jigger. Animales fantásticos y dónde encontrarlos, Newt Scamander. Las Fuerzas Oscuras. Una guía para la autoprotección, Quentin Trimble. RESTO DEL EQUIPO 1 varita. 1 caldero (peltre, medida 2). 1 juego de redomas de vidrio o cristal. 1 telescopio. 1 balanza de latón. Los alumnos también pueden traer una lechuza, un gato o un sapo. SE RECUERDA A LOS PADRES QUE A LOS DE PRIMER AÑO NO SE LES PERMITE TENER ESCOBAS PROPIAS. —¿Podemos comprar todo esto en Londres? —se preguntó Harry en voz alta. —Sí, si sabes dónde ir —respondió Hagrid. Harry no había estado antes en Londres. Aunque Hagrid parecía saber adónde iban, era evidente que no estaba acostumbrado a hacerlo de la forma ordinaria. Se quedó atascado en el torniquete de entrada al metro y se quejó en voz alta porque los asientos eran muy pequeños y los trenes muy lentos. —No sé cómo los muggles se las arreglan sin magia —comentó, mientras subían por una escalera mecánica estropeada que los condujo a una calle llena de tiendas. Hagrid era tan corpulento que separaba fácilmente a la muchedumbre. Lo único que Harry tenía que hacer era mantenerse detrás de él. Pasaron ante librerías y tiendas de música, ante hamburgueserías y cines, pero en ningún lado parecía que vendieran varitas mágicas. Era una calle normal, llena de gente normal. ¿De verdad habría cantidades de oro de magos enterradas debajo de ellos? ¿Había allí realmente tiendas que vendían libros de hechizos y escobas? ¿No sería una broma pesada preparada por los Dursley? Si Harry no hubiera sabido que los Dursley carecían de sentido del humor, podría haberlo pensado. Sin embargo, aunque todo lo que le había dicho Hagrid era increíble, Harry no podía dejar de confiar en él. —Es aquí —dijo Hagrid deteniéndose—. El Caldero Chorreante. Es un lugar famoso. Era un bar diminuto y de aspecto mugriento. Si Hagrid no lo hubiera señalado, Harry no lo habría visto. La gente, que pasaba apresurada, ni lo miraba. Sus ojos iban de la gran librería, a un lado, a la tienda de música, al otro, como si no pudieran ver el Caldero Chorreante. En realidad, Harry tuvo la extraña sensación de que sólo él y Hagrid lo veían. Antes de que pudiera decirlo, Hagrid lo hizo entrar. Para ser un lugar famoso, estaba muy oscuro y destartalado. Unas ancianas estaban sentadas en un rincón, tomando copitas de jerez. Una de ellas fumaba una larga pipa. Un hombre pequeño que llevaba un sombrero de copa hablaba con el viejo cantinero, que era completamente calvo y parecía una nuez blanda. El suave murmullo de las charlas se detuvo cuando ellos entraron. Todos parecían conocer a Hagrid. Lo saludaban con la mano y le sonreían, y el cantinero buscó un vaso diciendo: —¿Lo de siempre, Hagrid? —No puedo, Tom, estoy aquí por asuntos de Hogwarts —respondió Hagrid, poniendo la mano en el hombro de Harry y obligándole a doblar las rodillas. —Buen Dios —dijo el cantinero, mirando atentamente a Harry—. ¿Es éste… puede ser…? El Caldero Chorreante había quedado súbitamente inmóvil y en silencio. —Válgame Dios —susurró el cantinero—. Harry Potter… todo un honor. Salió rápidamente del mostrador, corrió hacia Harry y le estrechó la mano, con los ojos llenos de lágrimas. —Bienvenido, Harry, bienvenido. Harry no sabía qué decir. Todos lo miraban. La anciana de la pipa seguía chupando, sin darse cuenta de que se le había apagado. Hagrid estaba radiante. Entonces se produjo un gran movimiento de sillas y, al minuto siguiente, Harry se encontró estrechando la mano de todos los del Caldero Chorreante. —Doris Crockford, Harry. No puedo creer que por fin te haya conocido. —Estoy orgullosa, Harry, muy orgullosa. —Siempre quise estrechar tu mano… estoy muy complacido. —Encantado, Harry, no puedo decirte cuánto. Mi nombre es Diggle, Dedalus Diggle. —¡Yo lo he visto antes! —dijo Harry, mientras Dedalus Diggle dejaba caer su sombrero a causa de la emoción—. Usted me saludó una vez en una tienda. —¡Me recuerda! —gritó Dedalus Diggle, mirando a todos—. ¿Habéis oído eso? ¡Se acuerda de mí! Harry estrechó manos una y otra vez. Doris Crockford volvió a repetir el saludo. Un joven pálido se adelantó, muy nervioso. Tenía un tic en el ojo. —¡Profesor Quirrell! —dijo Hagrid—. Harry, el profesor Quirrell te dará clases en Hogwarts. —P-P-Potter —tartamudeó el profesor Quirrell, apretando la mano de Harry—. N-no pue-e-do decirte l-lo contento que-e estoy de co-conocerte. —¿Qué clase de magia enseña usted, profesor Quirrell? —D-Defensa Contra las Artes O-Oscuras —murmuró el profesor Quirrell, como si no quisiera pensar en ello—. N-no es al-algo que t-tú nnecesites, ¿verdad, P-Potter? —Soltó una risa nerviosa—. Estás reuniendo el e-equipo, s-supongo. Yo tengo que b-buscar otro l-libro de va-vampiros. —Pareció aterrorizado ante la simple mención. Pero los demás no permitieron que el profesor Quirrell acaparara a Harry. Éste tardó más de diez minutos en despedirse de ellos. Al fin, Hagrid se hizo oír. —Tenemos que irnos. Hay mucho que comprar. Vamos, Harry. Doris Crockford estrechó la mano de Harry una última vez y Hagrid se lo llevó a través del bar hasta un pequeño patio cerrado, donde no había más que un cubo de basura y hierbajos. Hagrid miró sonriente a Harry. —Te lo dije, ¿verdad? Te dije que eras famoso. Hasta el profesor Quirrell temblaba al conocerte, aunque te diré que habitualmente tiembla. —¿Está siempre tan nervioso? —Oh, sí. Pobre hombre. Una mente brillante. Estaba bien mientras estudiaba esos libros de vampiros, pero entonces cogió un año de vacaciones, para tener experiencias directas… Dicen que encontró vampiros en la Selva Negra y que tuvo un desagradable problema con una hechicera… Y desde entonces no es el mismo. Se asusta de los alumnos, tiene miedo de su propia asignatura… Ahora ¿adónde vamos, paraguas? ¿Vampiros? ¿Hechiceras? La cabeza de Harry era un torbellino. Hagrid, mientras tanto, contaba ladrillos en la pared, encima del cubo de basura. —Tres arriba… dos horizontales… —murmuraba—. Correcto. Un paso atrás, Harry. Dio tres golpes a la pared, con la punta de su paraguas. El ladrillo que había tocado se estremeció, se retorció y en el medio apareció un pequeño agujero, que se hizo cada vez más ancho. Un segundo más tarde estaban contemplando un pasaje abovedado lo bastante grande hasta para Hagrid, un paso que llevaba a una calle con adoquines, que serpenteaba hasta quedar fuera de la vista. —Bienvenido —dijo Hagrid— al callejón Diagon. Sonrió ante el asombro de Harry. Entraron en el pasaje. Harry miró rápidamente por encima de su hombro y vio que la pared volvía a cerrarse. El sol brillaba iluminando numerosos calderos, en la puerta de la tienda más cercana. «Calderos - Todos los Tamaños - Latón, Cobre, Peltre, Plata Automáticos - Plegables», decía un rótulo que colgaba sobre ellos. —Sí, vas a necesitar uno —dijo Hagrid— pero mejor que vayamos primero a conseguir el dinero. Harry deseó tener ocho ojos más. Movía la cabeza en todas direcciones mientras iban calle arriba, tratando de mirar todo al mismo tiempo: las tiendas, las cosas que estaban fuera y la gente haciendo compras. Una mujer regordeta negaba con la cabeza en la puerta de una droguería cuando ellos pasaron, diciendo: «Hígado de dragón a dieciséis sickles la onza, están locos…» Un suave ulular llegaba de una tienda oscura que tenía un rótulo que decía: «Emporio de la Lechuza. Color pardo, castaño, gris y blanco.» Varios chicos de la edad de Harry pegaban la nariz contra un escaparate lleno de escobas. «Mirad —oyó Harry que decía uno—, la nueva Nimbus 2000, la más veloz.» Algunas tiendas vendían ropa; otras, telescopios y extraños instrumentos de plata que Harry nunca había visto. Escaparates repletos de bazos de murciélagos y ojos de anguilas, tambaleantes montones de libros de encantamientos, plumas y rollos de pergamino, frascos con pociones, globos con mapas de la luna… —Gringotts —dijo Hagrid. Habían llegado a un edificio, blanco como la nieve, que se alzaba sobre las pequeñas tiendas. Delante de las puertas de bronce pulido, con un uniforme carmesí y dorado, había… —Sí, eso es un duende —dijo Hagrid en voz baja, mientras subían por los escalones de piedra blanca. El duende era una cabeza más bajo que Harry. Tenía un rostro moreno e inteligente, una barba puntiaguda y, Harry pudo notarlo, dedos y pies muy largos. Cuando entraron los saludó. Entonces encontraron otras puertas dobles, esta vez de plata, con unas palabras grabadas encima de ellas. Entra, desconocido, pero ten cuidado Con lo que le espera al pecado de la codicia, Porque aquellos que cogen, pero no se lo han ganado, Deberán pagar en cambio mucho más, Así que si buscas por debajo de nuestro suelo Un tesoro que nunca fue tuyo, Ladrón, te hemos advertido, ten cuidado De encontrar aquí algo más que un tesoro. —Como te dije, hay que estar loco para intentar robar aquí —dijo Hagrid. Dos duendes los hicieron pasar por las puertas plateadas y se encontraron en un amplio vestíbulo de mármol. Un centenar de duendes estaban sentados en altos taburetes, detrás de un largo mostrador, escribiendo en grandes libros de cuentas, pesando monedas en balanzas de cobre y examinando piedras preciosas con lentes. Las puertas de salida del vestíbulo eran demasiadas para contarlas, y otros duendes guiaban a la gente para entrar y salir. Hagrid y Harry se acercaron al mostrador. —Buenos días —dijo Hagrid a un duende desocupado—. Hemos venido a sacar algún dinero de la caja de seguridad del señor Harry Potter. —¿Tiene su llave, señor? —La tengo por aquí —dijo Hagrid, y comenzó a vaciar sus bolsillos sobre el mostrador, desparramando un puñado de galletas de perro sobre el libro de cuentas del duende. Éste frunció la nariz. Harry observó al duende que tenía a la derecha, que pesaba unos rubíes tan grandes como carbones brillantes. —Aquí está —dijo finalmente Hagrid, enseñando una pequeña llave dorada. El duende la examinó de cerca. —Parece estar todo en orden. —Y también tengo una carta del profesor Dumbledore —dijo Hagrid, dándose importancia—. Es sobre lo-que-usted-sabe, en la cámara setecientos trece. El duende leyó la carta cuidadosamente. —Muy bien —dijo, devolviéndosela a Hagrid—. Voy a hacer que alguien los acompañe abajo, a las dos cámaras. ¡Griphook! Griphook era otro duende. Cuando Hagrid guardó todas las galletas de perro en sus bolsillos, él y Harry siguieron a Griphook hacia una de las puertas de salida del vestíbulo. —¿Qué es lo-que-usted-sabe en la cámara setecientos trece? —preguntó Harry. —No te lo puedo decir —dijo misteriosamente Hagrid—. Es algo muy secreto. Un asunto de Hogwarts. Dumbledore me lo confió. Griphook les abrió la puerta. Harry, que había esperado más mármoles, se sorprendió. Estaban en un estrecho pasillo de piedra, iluminado con antorchas. Se inclinaba hacia abajo y había unos raíles en el suelo. Griphook silbó y un pequeño carro llegó rápidamente por los raíles. Subieron (Hagrid con cierta dificultad) y se pusieron en marcha. Al principio fueron rápidamente a través de un laberinto de retorcidos pasillos. Harry trató de recordar, izquierda, derecha, derecha, izquierda, una bifurcación, derecha, izquierda, pero era imposible. El veloz carro parecía conocer su camino, porque Griphook no lo dirigía. A Harry le escocían los ojos de las ráfagas de aire frío, pero los mantuvo muy abiertos. En una ocasión, le pareció ver un estallido de fuego al final del pasillo y se dio la vuelta para ver si era un dragón, pero era demasiado tarde. Iban cada vez más abajo, pasando por un lago subterráneo en el que había gruesas estalactitas y estalagmitas saliendo del techo y del suelo. —Nunca lo he sabido —gritó Harry a Hagrid, para hacerse oír sobre el estruendo del carro—. ¿Cuál es la diferencia entre una estalactita y una estalagmita? —Las estalagmitas tienen una eme —dijo Hagrid—. Y no me hagas preguntas ahora, creo que voy a marearme. Su cara se había puesto verde y, cuando el carro por fin se detuvo, ante la pequeña puerta de la pared del pasillo, Hagrid se bajó y tuvo que apoyarse contra la pared, para que dejaran de temblarle las rodillas. Griphook abrió la cerradura de la puerta. Una oleada de humo verde los envolvió. Cuando se aclaró, Harry estaba jadeando. Dentro había montículos de monedas de oro. Montones de monedas de plata. Montañas de pequeños knuts de bronce. —Todo tuyo —dijo Hagrid sonriendo. Todo de Harry, era increíble. Los Dursley no debían de saberlo, o se habrían apoderado de todo en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cuántas veces se habían quejado de lo que les costaba mantener a Harry? Y durante todo aquel tiempo, una pequeña fortuna enterrada debajo de Londres le pertenecía. Hagrid ayudó a Harry a poner una cantidad en una bolsa. —Las de oro son galeones —explicó—. Diecisiete sickles de plata hacen un galeón y veintinueve knuts equivalen a un sickle, es muy fácil. Bueno, esto será suficiente para un curso o dos, dejaremos el resto guardado para ti. —Se volvió hacia Griphook—. Ahora, por favor, la cámara setecientos trece. ¿Y podemos ir un poco más despacio? —Una sola velocidad —contestó Griphook. Fueron más abajo y a mayor velocidad. El aire se volvió cada vez más frío, mientras doblaban por estrechos recodos. Llegaron entre sacudidas al otro lado de una hondonada subterránea, y Harry se inclinó hacia un lado para ver qué había en el fondo oscuro, pero Hagrid gruñó y lo enderezó, cogiéndolo del cuello. La cámara setecientos trece no tenía cerradura. —Un paso atrás —dijo Griphook, dándose importancia. Tocó la puerta con uno de sus largos dedos y ésta desapareció—. Si alguien que no sea un duende de Gringotts lo intenta, será succionado por la puerta y quedará atrapado —añadió. —¿Cada cuánto tiempo comprueban que no se haya quedado nadie dentro? —quiso saber Harry. —Más o menos cada diez años —dijo Griphook, con una sonrisa maligna. Algo realmente extraordinario tenía que haber en aquella cámara de máxima seguridad, Harry estaba seguro, y se inclinó anhelante, esperando ver por lo menos joyas fabulosas, pero la primera impresión era que estaba vacía. Entonces vio el sucio paquetito, envuelto en papel marrón, que estaba en el suelo. Hagrid lo cogió y lo guardó en las profundidades de su abrigo. A Harry le hubiera gustado conocer su contenido, pero sabía que era mejor no preguntar. —Vamos, regresemos en ese carro infernal y no me hables durante el camino; será mejor que mantengas la boca cerrada —dijo Hagrid. Después de la veloz trayectoria, salieron parpadeando a la luz del sol, fuera de Gringotts. Harry no sabía adónde ir primero con su bolsa llena de dinero. No necesitaba saber cuántos galeones había en una libra, para darse cuenta de que tenía más dinero que nunca, más dinero incluso que el que Dudley tendría jamás. —Tendrías que comprarte el uniforme —dijo Hagrid, señalando hacia «Madame Malkin, túnicas para todas las ocasiones»—. Oye, Harry, ¿te importa que me dé una vuelta por el Caldero Chorreante? Detesto los carros de Gringotts. —Todavía parecía mareado, así que Harry entró solo en la tienda de Madame Malkin, sintiéndose algo nervioso. Madame Malkin era una bruja sonriente y regordeta, vestida de color malva. —¿Hogwarts, guapo? —dijo, cuando Harry empezó a hablar—. Tengo muchos aquí… En realidad, otro muchacho se está probando ahora. En el fondo de la tienda, un niño de rostro pálido y puntiagudo estaba de pie sobre un escabel, mientras otra bruja le ponía alfileres en la larga túnica negra. Madame Malkin puso a Harry en un escabel al lado del otro, le deslizó por la cabeza una larga túnica y comenzó a marcarle el largo apropiado. —Hola —dijo el muchacho—. ¿También Hogwarts? —Sí —respondió Harry. —Mi padre está en la tienda de al lado, comprando mis libros, y mi madre ha ido calle arriba para mirar las varitas —dijo el chico. Tenía voz de aburrido y arrastraba las palabras—. Luego voy a arrastrarlos a mirar escobas de carreras. No sé por qué los de primer año no pueden tener una propia. Creo que voy a fastidiar a mi padre hasta que me compre una y la meteré de contrabando de alguna manera. Harry recordaba a Dudley. —¿Tú tienes escoba propia? —continuó el muchacho. —No —dijo Harry. —¿Juegas al menos al quidditch? —No —dijo de nuevo Harry, preguntándose qué diablos sería el quidditch. —Yo sí. Papá dice que sería un crimen que no me eligieran para jugar por mi casa, y la verdad es que estoy de acuerdo. ¿Ya sabes en qué casa vas a estar? —No —dijo Harry, sintiéndose cada vez más tonto. —Bueno, nadie lo sabrá realmente hasta que lleguemos allí, pero yo sé que seré de Slytherin, porque toda mi familia fue de allí. ¿Te imaginas estar en Hufflepuff? Yo creo que me iría, ¿no te parece? —Mmm —contestó Harry, deseando poder decir algo más interesante. —¡Oye, mira a ese hombre! —dijo súbitamente el chico, señalando hacia la vidriera de delante. Hagrid estaba allí, sonriendo a Harry y señalando dos grandes helados, para que viera por qué no entraba. —Ése es Hagrid —dijo Harry, contento de saber algo que el otro no sabía—. Trabaja en Hogwarts. —Oh —dijo el muchacho—, he oído hablar de él. Es una especie de sirviente, ¿no? —Es el guardabosques —dijo Harry. Cada vez le gustaba menos aquel chico. —Sí, claro. He oído decir que es una especie de salvaje, que vive en una cabaña en los terrenos del colegio y que de vez en cuando se emborracha. Trata de hacer magia y termina prendiendo fuego a su cama. —Yo creo que es estupendo —dijo Harry con frialdad. —¿Eso crees? —preguntó el chico en tono burlón—. ¿Por qué está aquí contigo? ¿Dónde están tus padres? —Están muertos —respondió en pocas palabras. No tenía ganas de hablar de ese tema con él. —Oh, lo siento —dijo el otro, aunque no pareció que le importara—. Pero eran de nuestra clase, ¿no? —Eran un mago y una bruja, si es eso a lo que te refieres. —Realmente creo que no deberían dejar entrar a los otros, ¿no te parece? No son como nosotros, no los educaron para conocer nuestras costumbres. Algunos nunca habían oído hablar de Hogwarts hasta que recibieron la carta, ya te imaginarás. Yo creo que debería quedar todo en las familias de antiguos magos. Y, a propósito, ¿cuál es tu apellido? Pero antes de que Harry pudiera contestar, Madame Malkin dijo: —Ya está listo lo tuyo, guapo. Y Harry, sin lamentar tener que dejar de hablar con el chico, bajó del escabel. —Bien, te veré en Hogwarts, supongo —dijo el muchacho. Harry estaba muy silencioso, mientras comía el helado que Hagrid le había comprado (chocolate y frambuesa con trozos de nueces). —¿Qué sucede? —preguntó Hagrid. —Nada —mintió Harry. Se detuvieron a comprar pergamino y plumas. Harry se animó un poco cuando encontró un frasco de tinta que cambiaba de color al escribir. Cuando salieron de la tienda, preguntó: —Hagrid, ¿qué es el quidditch? —Vaya, Harry, sigo olvidando lo poco que sabes… ¡No saber qué es el quidditch! —No me hagas sentir peor —dijo Harry. Le contó a Hagrid lo del chico pálido de la tienda de Madame Malkin. —… y dijo que la gente de familia de muggles no deberían poder ir… —Tú no eres de una familia muggle. Si hubiera sabido quién eres… Él ha crecido conociendo tu nombre, si sus padres son magos. Ya lo has visto en el Caldero Chorreante. De todos modos, qué sabe él, algunos de los mejores que he conocido eran los únicos con magia en una larga línea de muggles. ¡Mira tu madre! ¡Y mira la hermana que tuvo! —Entonces ¿qué es el quidditch? —Es nuestro deporte. Deporte de magos. Es… como el fútbol en el mundo muggle, todos lo siguen. Se juega en el aire, con escobas, y hay cuatro pelotas… Es difícil explicarte las reglas. —¿Y qué son Slytherin y Hufflepuff? —Casas del colegio. Hay cuatro. Todos dicen que en Hufflepuff son todos inútiles, pero… —Seguro que yo estaré en Hufflepuff —dijo Harry desanimado. —Es mejor Hufflepuff que Slytherin —dijo Hagrid con tono lúgubre—. Las brujas y los magos que se volvieron malos habían estado todos en Slytherin. Quien-tú-sabes fue uno. —¿Vol… perdón… Quien-tú-sabes estuvo en Hogwarts? —Hace muchos años —respondió Hagrid. Compraron los libros de Harry en una tienda llamada Flourish y Blotts, en donde los estantes estaban llenos de libros hasta el techo. Había unos grandiosos forrados en piel, otros del tamaño de un sello, con tapas de seda, otros llenos de símbolos raros y unos pocos sin nada impreso en sus páginas. Hasta Dudley, que nunca leía nada, habría deseado tener alguno de aquellos libros. Hagrid casi tuvo que arrastrar a Harry para que dejara Hechizos y contrahechizos (encante a sus amigos y confunda a sus enemigos con las más recientes venganzas: Pérdida de Cabello, Piernas de Mantequilla, Lengua Atada y más, mucho más), del profesor Vindictus Viridian. —Estaba tratando de averiguar cómo hechizar a Dudley. —No estoy diciendo que no sea una buena idea, pero no puedes utilizar la magia en el mundo muggle, excepto en circunstancias muy especiales — dijo Hagrid—. Y, de todos modos, no podrías hacer ningún hechizo todavía, necesitarás mucho más estudio antes de llegar a ese nivel. Hagrid tampoco dejó que Harry comprara un sólido caldero de oro (en la lista decía de peltre) pero consiguieron una bonita balanza para pesar los ingredientes de las pociones y un telescopio plegable de cobre. Luego visitaron la droguería, tan fascinante como para hacer olvidar el horrible hedor, una mezcla de huevos pasados y repollo podrido. En el suelo había barriles llenos de una sustancia viscosa y botes con hierbas. Raíces secas y polvos brillantes llenaban las paredes, y manojos de plumas e hileras de colmillos y garras colgaban del techo. Mientras Hagrid preguntaba al hombre que estaba detrás del mostrador por un surtido de ingredientes básicos para pociones, Harry examinaba cuernos de unicornio plateados, a veintiún galeones cada uno, y minúsculos ojos negros y brillantes de escarabajos (cinco knuts la cucharada). Fuera de la droguería, Hagrid miró otra vez la lista de Harry. —Sólo falta la varita… Ah, sí, y todavía no te he buscado un regalo de cumpleaños. Harry sintió que se ruborizaba. —No tienes que… —Sé que no tengo que hacerlo. Te diré qué será, te compraré un animal. No un sapo, los sapos pasaron de moda hace años, se burlarán… y no me gustan los gatos, me hacen estornudar. Te voy a regalar una lechuza. Todos los chicos quieren tener una lechuza. Son muy útiles, llevan tu correspondencia y todo lo demás. Veinte minutos más tarde, salieron del Emporio de la Lechuza, que era oscuro y lleno de ojos brillantes, susurros y aleteos. Harry llevaba una gran jaula con una hermosa lechuza blanca, medio dormida, con la cabeza debajo de un ala. Y no dejó de agradecer el regalo, tartamudeando como el profesor Quirrell. —Ni lo menciones —dijo Hagrid con aspereza—. No creo que los Dursley te hagan muchos regalos. Ahora nos queda solamente Ollivander, el único lugar donde venden varitas, y tendrás la mejor. Una varita mágica… Eso era lo que Harry realmente había estado esperando. La última tienda era estrecha y de mal aspecto. Sobre la puerta, en letras doradas, se leía: «Ollivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382 a.C.» En el polvoriento escaparate, sobre un cojín de desteñido color púrpura, se veía una única varita. Cuando entraron, una campanilla resonó en el fondo de la tienda. Era un lugar pequeño y vacío, salvo por una silla larguirucha donde Hagrid se sentó a esperar. Harry se sentía algo extraño, como si hubieran entrado en una biblioteca muy estricta. Se tragó una cantidad de preguntas que se le acababan de ocurrir, y en lugar de eso, miró las miles de estrechas cajas, amontonadas cuidadosamente hasta el techo. Por alguna razón, sintió una comezón en la nuca. El polvo y el silencio parecían hacer que le picara por alguna magia secreta. —Buenas tardes —dijo una voz amable. Harry dio un salto. Hagrid también debió de sobresaltarse porque se oyó un crujido y se levantó rápidamente de la silla. Un anciano estaba ante ellos; sus ojos, grandes y pálidos, brillaban como lunas en la penumbra del local. —Hola —dijo Harry con torpeza. —Ah, sí —dijo el hombre—. Sí, sí, pensaba que iba a verte pronto. Harry Potter. —No era una pregunta—. Tienes los ojos de tu madre. Parece que fue ayer el día en que ella vino aquí, a comprar su primera varita. Veintiséis centímetros de largo, elástica, de sauce. Una preciosa varita para encantamientos. El señor Ollivander se acercó a Harry. El muchacho deseó que el hombre parpadeara. Aquellos ojos plateados eran un poco lúgubres. —Tu padre, por otra parte, prefirió una varita de caoba. Veintiocho centímetros y medio. Flexible. Un poquito más poderosa y excelente para transformaciones. Bueno, he dicho que tu padre la prefirió, pero en realidad es la varita la que elige al mago. El señor Ollivander estaba tan cerca que él y Harry casi estaban nariz contra nariz. Harry podía ver su reflejo en aquellos ojos velados. —Y aquí es donde… El señor Ollivander tocó la luminosa cicatriz de la frente de Harry, con un largo dedo blanco. —Lamento decir que yo vendí la varita que hizo eso —dijo amablemente—. Treinta y cuatro centímetros y cuarto. Una varita poderosa, muy poderosa, y en las manos equivocadas… Bueno, si hubiera sabido lo que esa varita iba a hacer en el mundo… Negó con la cabeza y entonces, para alivio de Harry, fijó su atención en Hagrid. —¡Rubeus! ¡Rubeus Hagrid! Me alegro de verlo otra vez… Roble, cuarenta centímetros y medio, flexible… ¿Era así? —Así era, sí, señor —dijo Hagrid. —Buena varita. Pero supongo que la partieron en dos cuando lo expulsaron —dijo el señor Ollivander, súbitamente severo. —Eh…, sí, eso hicieron, sí —respondió Hagrid, arrastrando los pies—. Sin embargo, todavía tengo los pedazos —añadió con vivacidad. —Pero no los utiliza, ¿verdad? —preguntó en tono severo. —Oh, no, señor —dijo Hagrid rápidamente. Harry se dio cuenta de que sujetaba con fuerza su paraguas rosado. —Mmm —dijo el señor Ollivander, lanzando una mirada inquisidora a Hagrid—. Bueno, ahora, Harry… Déjame ver. —Sacó de su bolsillo una cinta métrica, con marcas plateadas—. ¿Con qué brazo coges la varita? —Eh… bien, soy diestro —respondió Harry. —Extiende tu brazo. Eso es. —Midió a Harry del hombro al dedo, luego de la muñeca al codo, del hombro al suelo, de la rodilla a la axila y alrededor de su cabeza. Mientras medía, dijo—: Cada varita Ollivander tiene un núcleo central de una poderosa sustancia mágica, Harry. Utilizamos pelos de unicornio, plumas de cola de fénix y nervios de corazón de dragón. No hay dos varitas Ollivander iguales, como no hay dos unicornios, dragones o aves fénix iguales. Y, por supuesto, nunca obtendrás tan buenos resultados con la varita de otro mago. De pronto, Harry se dio cuenta de que la cinta métrica, que en aquel momento le medía entre las fosas nasales, lo hacía sola. El señor Ollivander estaba revoloteando entre los estantes, sacando cajas. —Esto ya está —dijo, y la cinta métrica se enrolló en el suelo—. Bien, Harry. Prueba ésta. Madera de haya y nervios de corazón de dragón. Veintitrés centímetros. Bonita y flexible. Cógela y agítala. Harry cogió la varita y (sintiéndose tonto) la agitó a su alrededor, pero el señor Ollivander se la quitó casi de inmediato. —Arce y pluma de fénix. Diecisiete centímetros y cuarto. Muy elástica. Prueba… Harry probó, pero tan pronto como levantó el brazo el señor Ollivander se la quitó. —No, no… Ésta. Ébano y pelo de unicornio, veintiún centímetros y medio. Elástica. Vamos, vamos, inténtalo. Harry lo intentó. No tenía ni idea de lo que estaba buscando el señor Ollivander. Las varitas ya probadas, que estaban sobre la silla, aumentaban por momentos, pero cuantas más varitas sacaba el señor Ollivander, más contento parecía estar. —Qué cliente tan difícil, ¿no? No te preocupes, encontraremos a tu pareja perfecta por aquí, en algún lado. Me pregunto… sí, por qué no, una combinación poco usual, acebo y pluma de fénix, veintiocho centímetros, bonita y flexible. Harry tocó la varita. Sintió un súbito calor en los dedos. Levantó la varita sobre su cabeza, la hizo bajar por el aire polvoriento, y una corriente de chispas rojas y doradas estallaron en la punta como fuegos artificiales, arrojando manchas de luz que bailaban en las paredes. Hagrid lo vitoreó y aplaudió y el señor Ollivander dijo: —¡Oh, bravo! Oh, sí, oh, muy bien. Bien, bien, bien… Qué curioso… Realmente qué curioso… Puso la varita de Harry en su caja y la envolvió en papel de embalar, todavía murmurando: «Curioso… muy curioso.» —Perdón —dijo Harry—. Pero ¿qué es tan curioso? El señor Ollivander fijó en Harry su mirada pálida. —Recuerdo cada varita que he vendido, Harry Potter. Cada una de las varitas. Y resulta que la cola de fénix de donde salió la pluma que está en tu varita dio otra pluma, sólo una más. Y realmente es muy curioso que estuvieras destinado a esa varita, cuando fue su hermana la que te hizo esa cicatriz. Harry tragó, sin poder hablar. —Sí, veintiocho centímetros. Ajá. Realmente curioso cómo suceden estas cosas. La varita escoge al mago, recuérdalo… Creo que debemos esperar grandes cosas de ti, Harry Potter… Después de todo, El-que-nodebe-ser-nombrado hizo grandes cosas… Terribles, sí, pero grandiosas. Harry se estremeció. No estaba seguro de que el señor Ollivander le gustara mucho. Pagó siete galeones de oro por su varita y el señor Ollivander los acompañó hasta la puerta de su tienda. Al atardecer, con el sol muy bajo en el cielo, Harry y Hagrid emprendieron su camino otra vez por el callejón Diagon, a través de la pared, y de nuevo por el Caldero Chorreante, ya vacío. Harry no habló mientras salían a la calle y ni siquiera notó la cantidad de gente que se quedaba con la boca abierta al verlos en el metro, cargados con una serie de paquetes de formas raras y con la lechuza dormida en el regazo de Harry. Subieron por la escalera mecánica y entraron en la estación de Paddington. Harry acababa de darse cuenta de dónde estaban cuando Hagrid le golpeó el hombro. —Tenemos tiempo para que comas algo antes de que salga el tren — dijo. Le compró una hamburguesa a Harry y se sentaron a comer en unas sillas de plástico. Harry miró a su alrededor. De alguna manera, todo le parecía muy extraño. —¿Estás bien, Harry? Te veo muy silencioso —dijo Hagrid. Harry no estaba seguro de poder explicarlo. Había tenido el mejor cumpleaños de su vida y, sin embargo, masticó su hamburguesa, intentando encontrar las palabras. —Todos creen que soy especial —dijo finalmente—. Toda esa gente del Caldero Chorreante, el profesor Quirrell, el señor Ollivander… Pero yo no sé nada sobre magia. ¿Cómo pueden esperar grandes cosas? Soy famoso y ni siquiera puedo recordar por qué soy famoso. No sé qué sucedió cuando Vol… Perdón, quiero decir, la noche en que mis padres murieron. Hagrid se inclinó sobre la mesa. Detrás de la barba enmarañada y las espesas cejas había una sonrisa muy bondadosa. —No te preocupes, Harry. Aprenderás muy rápido. Todos son principiantes cuando empiezan en Hogwarts. Vas a estar muy bien. Sencillamente sé tú mismo. Sé que es difícil. Has estado lejos y eso siempre es duro. Pero vas a pasarlo muy bien en Hogwarts, yo lo pasé y, en realidad, todavía lo paso. Hagrid ayudó a Harry a subir al tren que lo llevaría hasta la casa de los Dursley y luego le entregó un sobre. —Tu billete para Hogwarts —dijo—. El uno de septiembre, en Kings Cross. Está todo en el billete. Cualquier problema con los Dursley y me envías una carta con tu lechuza, ella sabrá encontrarme… Te veré pronto, Harry. El tren arrancó de la estación. Harry deseaba ver a Hagrid hasta que se perdiera de vista. Se levantó del asiento y apretó la nariz contra la ventanilla, pero parpadeó y Hagrid ya no estaba. CAPÍTULO 6 El viaje desde el andén nueve y tres cuartos E último mes de Harry con los Dursley no fue divertido. Es cierto que Dudley le tenía miedo y no se quedaba con él en la misma habitación, y que tía Petunia y tío Vernon no lo encerraban en la alacena ni lo obligaban a hacer nada ni le gritaban. En realidad, ni siquiera le dirigían la palabra. Mitad aterrorizados, mitad furiosos, se comportaban como si la silla que Harry ocupaba estuviera vacía. Aunque aquello significaba una mejora en muchos aspectos, después de un tiempo resultaba un poco deprimente. Harry se quedaba en su habitación, con su nueva lechuza por compañía. Decidió llamarla Hedwig, un nombre que encontró en Una historia de la magia. Los libros del colegio eran muy interesantes. Por la noche leía en la cama hasta tarde, mientras Hedwig entraba y salía a su antojo por la ventana abierta. Era una suerte que tía Petunia ya no entrara en la habitación, porque Hedwig llevaba ratones muertos. Cada noche, antes de dormir, Harry marcaba otro día en la hoja de papel que tenía en la pared, hasta el uno de septiembre. L El último día de agosto pensó que era mejor hablar con sus tíos para poder ir a la estación de King's Cross, al día siguiente. Así que bajó al salón, donde estaban viendo la televisión. Se aclaró la garganta, para que supieran que estaba allí, y Dudley gritó y salió corriendo. —Hum… ¿Tío Vernon? Tío Vernon gruñó, para demostrar que lo escuchaba. —Hum… necesito estar mañana en King's Cross para… para ir a Hogwarts. Tío Vernon gruñó otra vez. —¿Podría ser que me lleves hasta allí? Otro gruñido. Harry interpretó que quería decir sí. —Muchas gracias. Estaba a punto de volver a subir la escalera, cuando tío Vernon finalmente habló. —Qué forma curiosa de ir a una escuela de magos, en tren. ¿Las alfombras mágicas estarán todas pinchadas? Harry no contestó nada. —¿Y dónde queda ese colegio, de todos modos? —No lo sé —dijo Harry, dándose cuenta de eso por primera vez. Sacó del bolsillo el billete que Hagrid le había dado—. Tengo que coger el tren que sale del andén nueve y tres cuartos, a las once de la mañana —leyó. Sus tíos lo miraron asombrados. —¿Andén qué? —Nueve y tres cuartos. —No digas estupideces —dijo tío Vernon—. No hay ningún andén nueve y tres cuartos. —Eso dice mi billete. —Equivocados —dijo tío Vernon—. Totalmente locos, todos ellos. Ya lo verás. Tú espera. Muy bien, te llevaremos a King's Cross. De todos modos, tenemos que ir a Londres mañana. Si no, no me molestaría. —¿Por qué vais a Londres? —preguntó Harry, tratando de mantener el tono amistoso. —Llevamos a Dudley al hospital —gruñó tío Vernon—. Para que le quiten esa maldita cola antes de que vaya a Smeltings. A la mañana siguiente, Harry se despertó a las cinco, tan emocionado e ilusionado que no pudo volver a dormir. Se levantó y se puso los tejanos: no quería andar por la estación con su túnica de mago, ya se cambiaría en el tren. Miró otra vez su lista de Hogwarts para estar seguro de que tenía todo lo necesario, se ocupó de meter a Hedwig en su jaula y luego se paseó por la habitación, esperando que los Dursley se levantaran. Dos horas más tarde, el pesado baúl de Harry estaba cargado en el coche de los Dursley y tía Petunia había hecho que Dudley se sentara con Harry, para poder marchar. Llegaron a King's Cross a las diez y media. Tío Vernon cargó el baúl de Harry en un carrito y lo llevó por la estación. Harry pensó que era una rara amabilidad, hasta que tío Vernon se detuvo, mirando los andenes con una sonrisa perversa. —Bueno, aquí estás, muchacho. Andén nueve, andén diez… Tu andén debería estar en el medio, pero parece que aún no lo han construido, ¿no? Tenía razón, por supuesto. Había un gran número nueve, de plástico, sobre un andén, un número diez sobre el otro y, en el medio, nada. —Que tengas un buen curso —dijo tío Vernon con una sonrisa aún más torva. Se marchó sin decir una palabra más. Harry se volvió y vio que los Dursley se alejaban. Los tres se reían. Harry sintió la boca seca. ¿Qué haría? Estaba llamando la atención, a causa de Hedwig. Tendría que preguntarle a alguien. Detuvo a un guarda que pasaba, pero no se atrevió a mencionar el andén nueve y tres cuartos. El guarda nunca había oído hablar de Hogwarts, y cuando Harry no pudo decirle en qué parte del país quedaba, comenzó a molestarse, como si pensara que Harry se hacía el tonto a propósito. Sin saber qué hacer, Harry le preguntó por el tren que salía a las once, pero el guarda le dijo que no había ninguno. Al final, el guarda se alejó, murmurando algo sobre la gente que hacía perder el tiempo. Según el gran reloj que había sobre la tabla de horarios de llegada, tenía diez minutos para coger el tren a Hogwarts y no tenía idea de qué podía hacer. Estaba en medio de la estación con un baúl que casi no podía transportar, un bolsillo lleno de monedas de mago y una jaula con una lechuza. Hagrid debió de olvidar decirle algo que tenía que hacer, como dar un golpe al tercer ladrillo de la izquierda para entrar en el callejón Diagon. Se preguntó si debería sacar su varita y comenzar a golpear la taquilla, entre los andenes nueve y diez. En aquel momento, un grupo de gente pasó por su lado y captó unas pocas palabras. —… lleno de muggles, por supuesto… Harry se volvió para verlos. La que hablaba era una mujer regordeta, que se dirigía a cuatro muchachos, todos con pelo de llameante color rojo. Cada uno empujaba un baúl, como Harry, y llevaban una lechuza. Con el corazón palpitante, Harry empujó el carrito detrás de ellos. Se detuvieron y los imitó, parándose lo bastante cerca para escuchar lo que decían. —Y ahora, ¿cuál es el número del andén? —dijo la madre. —¡Nueve y tres cuartos! —dijo la voz aguda de una niña, también pelirroja, que iba de la mano de la madre—. Mamá, ¿no puedo ir…? —No tienes edad suficiente, Ginny. Ahora estáte quieta. Muy bien, Percy, tú primero. El que parecía el mayor de los chicos se dirigió hacia los andenes nueve y diez. Harry observaba, procurando no parpadear para no perderse nada. Pero justo cuando el muchacho llegó a la división de los dos andenes, una larga caravana de turistas pasó frente a él y, cuando se alejaron, el muchacho había desaparecido. —Fred, eres el siguiente —dijo la mujer regordeta. —No soy Fred, soy George —dijo el muchacho—. ¿De veras, mujer, puedes llamarte nuestra madre? ¿No te das cuenta de que yo soy George? —Lo siento, George, cariño. —Estaba bromeando, soy Fred —dijo el muchacho, y se alejó. Debió pasar, porque un segundo más tarde ya no estaba. Pero ¿cómo lo había hecho? Su hermano gemelo fue tras él: el tercer hermano iba rápidamente hacia la taquilla (estaba casi allí) y luego, súbitamente, no estaba en ninguna parte. No había nadie más. —Discúlpeme —dijo Harry a la mujer regordeta. —Hola, querido —dijo—. Primer año en Hogwarts, ¿no? Ron también es nuevo. Señaló al último y menor de sus hijos varones. Era alto, flacucho y pecoso, con manos y pies grandes y una larga nariz. —Sí —dijo Harry—. Lo que pasa es que… es que no sé cómo… —¿Como entrar en el andén? —preguntó bondadosamente, y Harry asintió con la cabeza. —No te preocupes —dijo—. Lo único que tienes que hacer es andar recto hacia la barrera que está entre los dos andenes. No te detengas y no tengas miedo de chocar, eso es muy importante. Lo mejor es ir deprisa, si estás nervioso. Ve ahora, ve antes que Ron. —Hum… De acuerdo —dijo Harry. Empujó su carrito y se dirigió hacia la barrera. Parecía muy sólida. Comenzó a andar. La gente que andaba a su alrededor iba al andén nueve o al diez. Fue más rápido. Iba a chocar contra la taquilla y tendría problemas. Se inclinó sobre el carrito y comenzó a correr (la barrera se acercaba cada vez más). Ya no podía detenerse (el carrito estaba fuera de control), ya estaba allí… Cerró los ojos, preparado para el choque… Pero no llegó. Siguió rodando. Abrió los ojos. Una locomotora de vapor, de color escarlata, esperaba en el andén lleno de gente. Un rótulo decía: «Expreso de Hogwarts, 11 h.» Harry miró hacia atrás y vio una arcada de hierro donde debía estar la taquilla, con las palabras «Andén Nueve y Tres Cuartos». Lo había logrado. El humo de la locomotora se elevaba sobre las cabezas de la ruidosa multitud, mientras que gatos de todos los colores iban y venían entre las piernas de la gente. Las lechuzas se llamaban unas a otras, con un malhumorado ulular, por encima del ruido de las charlas y el movimiento de los pesados baúles. Los primeros vagones ya estaban repletos de estudiantes, algunos asomados por las ventanillas para hablar con sus familiares, otros discutiendo sobre los asientos que iban a ocupar. Harry empujó su carrito por el andén, buscando un asiento vacío. Pasó al lado de un chico de cara redonda que decía: —Abuelita, he vuelto a perder mi sapo. —Oh, Neville —oyó que suspiraba la anciana. Un muchacho de pelos tiesos estaba rodeado por un grupo. —Déjanos mirar, Lee, vamos. El muchacho levantó la tapa de la caja que llevaba en los brazos, y los que lo rodeaban gritaron cuando del interior salió una larga cola peluda. Harry se abrió paso hasta que encontró un compartimiento vacío, cerca del final del tren. Primero puso a Hedwig y luego comenzó a empujar el baúl hacia la puerta del vagón. Trató de subirlo por los escalones, pero sólo lo pudo levantar un poco antes de que se cayera golpeándole un pie. —¿Quieres que te eche una mano? —Era uno de los gemelos pelirrojos, a los que había seguido a través de la barrera de los andenes. —Sí, por favor —jadeó Harry. —¡Eh, Fred! ¡Ven a ayudar! Con la ayuda de los gemelos, el baúl de Harry finalmente quedó en un rincón del compartimiento. —Gracias —dijo Harry, quitándose de los ojos el pelo húmedo. —¿Qué es eso? —dijo de pronto uno de los gemelos, señalando la brillante cicatriz de Harry. —Vaya —dijo el otro gemelo—. ¿Eres tú…? —Es él —dijo el primero—. Eres tú, ¿no? —se dirigió a Harry. —¿Quién? —preguntó Harry. —Harry Potter —respondieron a coro. —Oh, él —dijo Harry—. Quiero decir, sí, soy yo. Los dos muchachos lo miraron boquiabiertos y Harry sintió que se ruborizaba. Entonces, para su alivio, una voz llegó a través de la puerta abierta del compartimiento. —¿Fred? ¿George? ¿Estáis ahí? —Ya vamos, mamá. Con una última mirada a Harry, los gemelos saltaron del vagón. Harry se sentó al lado de la ventanilla. Desde allí, medio oculto, podía observar a la familia de pelirrojos en el andén y oír lo que decían. La madre acababa de sacar un pañuelo. —Ron, tienes algo en la nariz. El menor de los varones trató de esquivarla, pero la madre lo sujetó y comenzó a frotarle la punta de la nariz. —Mamá, déjame —exclamó apartándose. —¿Ah, el pequeñito Ronnie tiene algo en su naricita? —dijo uno de los gemelos. —Cállate —dijo Ron. —¿Dónde está Percy? —preguntó la madre. —Ahí viene. El mayor de los muchachos se acercaba a ellos. Ya se había puesto la ondulante túnica negra de Hogwarts, y Harry notó que tenía una insignia dorada y roja en el pecho, con la letra P. —No me puedo quedar mucho, mamá —dijo—. Estoy delante, los prefectos tenemos dos compartimientos… —Oh, ¿tú eres un prefecto, Percy? —dijo uno de los gemelos, con aire de gran sorpresa—. Tendrías que habérnoslo dicho, no teníamos idea. —Espera, creo que recuerdo que nos dijo algo —dijo el otro gemelo—. Una vez… —O dos… —Un minuto… —Todo el verano… —Oh, callaos —dijo Percy, el prefecto. —Y, de todos modos, ¿por qué Percy tiene túnica nueva? —dijo uno de los gemelos. —Porque él es un prefecto —dijo afectuosamente la madre—. Muy bien, cariño, que tengas un buen año. Envíame una lechuza cuando llegues allá. Besó a Percy en la mejilla y el muchacho se fue. Luego se volvió hacia los gemelos. —Ahora, vosotros dos… Este año os tenéis que portar bien. Si recibo una lechuza más diciéndome que habéis hecho… estallar un inodoro o… —¿Hacer estallar un inodoro? Nosotros nunca hemos hecho nada de eso. —Pero es una gran idea, mamá. Gracias. —No tiene gracia. Y cuidad de Ron. —No te preocupes, el pequeño Ronnie estará seguro con nosotros. —Cállate —dijo otra vez Ron. Era casi tan alto como los gemelos y su nariz todavía estaba rosada, en donde su madre la había frotado. —Eh, mamá, ¿adivinas a quién acabamos de ver en el tren? Harry se agachó rápidamente para que no lo descubrieran. —¿Os acordáis de ese muchacho de pelo negro que estaba cerca de nosotros, en la estación? ¿Sabéis quién es? —¿Quién? —¡Harry Potter! Harry oyó la voz de la niña. —Mamá, ¿puedo subir al tren para verlo? ¡Oh, mamá, por favor…! —Ya lo has visto, Ginny y, además, el pobre chico no es algo para que lo mires como en el zoológico. ¿Es él realmente, Fred? ¿Cómo lo sabes? —Se lo pregunté. Vi su cicatriz. Está realmente allí… como iluminada. —Pobrecillo… No es raro que esté solo. Fue tan amable cuando me preguntó cómo llegar al andén… —Eso no importa. ¿Crees que él recuerda cómo era Quien-tú-sabes? La madre, súbitamente, se puso muy seria. —Te prohíbo que le preguntes, Fred. No, no te atrevas. Como si necesitara que le recuerden algo así en su primer día de colegio. —Está bien, quédate tranquila. Se oyó un silbido. —Daos prisa —dijo la madre, y los tres chicos subieron al tren. Se asomaron por la ventanilla para que los besara y la hermanita menor comenzó a llorar. —No llores, Ginny, vamos a enviarte muchas lechuzas. —Y un inodoro de Hogwarts. —¡George! —Era una broma, mamá. El tren comenzó a moverse. Harry vio a la madre de los muchachos agitando la mano y a la hermanita, mitad llorando, mitad riendo, corriendo para seguir al tren, hasta que éste comenzó a acelerar y entonces se quedó saludando. Harry observó a la madre y la hija hasta que desaparecieron, cuando el tren giró. Las casas pasaban a toda velocidad por la ventanilla. Harry sintió una ola de excitación. No sabía lo que iba a pasar… pero sería mejor que lo que dejaba atrás. La puerta del compartimiento se abrió y entró el menor de los pelirrojos. —¿Hay alguien sentado ahí? —preguntó, señalando el asiento opuesto a Harry—. Todos los demás vagones están llenos. Harry negó con la cabeza y el muchacho se sentó. Lanzó una mirada a Harry y luego desvió la vista rápidamente hacia la ventanilla, como si no lo hubiera estado observando. Harry notó que todavía tenía una mancha negra en la nariz. —Eh, Ron. Los gemelos habían vuelto. —Mira, nosotros nos vamos a la mitad del tren, porque Lee Jordan tiene una tarántula gigante y vamos a verla. —De acuerdo —murmuró Ron. —Harry —dijo el otro gemelo—, ¿te hemos dicho quiénes somos? Fred y George Weasley. Y él es Ron, nuestro hermano. Nos veremos después, entonces. —Hasta luego —dijeron Harry y Ron. Los gemelos salieron y cerraron la puerta. —¿Eres realmente Harry Potter? —dejó escapar Ron. Harry asintió. —Oh… bien, pensé que podía ser una de las bromas de Fred y George —dijo Ron—. ¿Y realmente te hiciste eso… ya sabes…? Señaló la frente de Harry. Harry se levantó el flequillo para enseñarle la luminosa cicatriz. Ron la miró con atención. —¿Así que eso es lo que Quien-tú-sabes…? —Sí —dijo Harry—, pero no puedo recordarlo. —¿Nada? —dijo Ron en tono anhelante. —Bueno… recuerdo una luz verde muy intensa, pero nada más. —Vaya —dijo Ron. Contempló a Harry durante unos instantes y luego, como si se diera cuenta de lo que estaba haciendo, con rapidez volvió a mirar por la ventanilla. —¿Sois una familia de magos? —preguntó Harry, ya que encontraba a Ron tan interesante como Ron lo encontraba a él. —Oh, sí, eso creo —respondió Ron—. Me parece que mamá tiene un primo segundo que es contable, pero nunca hablamos de él. —Entonces ya debes de saber mucho sobre magia. Era evidente que los Weasley eran una de esas antiguas familias de magos de las que había hablado el pálido muchacho del callejón Diagon. —Oí que te habías ido a vivir con muggles —dijo Ron—. ¿Cómo son? —Horribles… Bueno, no todos ellos. Mi tía, mi tío y mi primo sí lo son. Me hubiera gustado tener tres hermanos magos. —Cinco —corrigió Ron. Por alguna razón parecía deprimido—. Soy el sexto en nuestra familia que va a asistir a Hogwarts. Podrías decir que tengo el listón muy alto. Bill y Charlie ya han terminado. Bill era delegado de clase y Charlie era capitán de quidditch. Ahora Percy es prefecto. Fred y George son muy revoltosos, pero a pesar de eso sacan muy buenas notas y todos los consideran muy divertidos. Todos esperan que me vaya tan bien como a los otros, pero si lo hago tampoco será gran cosa, porque ellos ya lo hicieron primero. Además, nunca tienes nada nuevo, con cinco hermanos. Me dieron la túnica vieja de Bill, la varita vieja de Charles y la vieja rata de Percy. Ron buscó en su chaqueta y sacó una gorda rata gris, que estaba dormida. —Se llama Scabbers y no sirve para nada, casi nunca se despierta. A Percy, papá le regaló una lechuza, porque lo hicieron prefecto, pero no podían comp… Quiero decir, por eso me dieron a Scabbers. Las orejas de Ron enrojecieron. Parecía pensar que había hablado demasiado, porque otra vez miró por la ventanilla. Harry no creía que hubiera nada malo en no poder comprar una lechuza. Después de todo, él nunca había tenido dinero en toda su vida, hasta un mes atrás, así que le contó a Ron que había tenido que llevar la ropa vieja de Dudley y que nunca le hacían regalos de cumpleaños. Eso pareció animar a Ron. —… y hasta que Hagrid me lo contó, yo no tenía idea de que era mago, ni sabía nada de mis padres o Voldemort… Ron bufó. —¿Qué? —dijo Harry. —Has pronunciado el nombre de Quien-tú-sabes —dijo Ron, tan conmocionado como impresionado—. Yo creí que tú, entre todas las personas… —No estoy tratando de hacerme el valiente, ni nada por el estilo, al decir el nombre —dijo Harry—. Es que no sabía que no debía decirlo. ¿Ves lo que te decía? Tengo muchísimas cosas que aprender… Seguro —añadió, diciendo por primera vez en voz alta algo que últimamente lo preocupaba mucho—, seguro que seré el peor de la clase. —No será así. Hay mucha gente que viene de familias muggles y aprende muy deprisa. Mientras conversaban, el tren había pasado por campos llenos de vacas y ovejas. Se quedaron mirando un rato, en silencio, el paisaje. A eso de las doce y media se produjo un alboroto en el pasillo, y una mujer de cara sonriente, con hoyuelos, se asomó y les dijo: —¿Queréis algo del carrito, guapos? Harry, que no había desayunado, se levantó de un salto, pero las orejas de Ron se pusieron otra vez coloradas y murmuró que había llevado bocadillos. Harry salió al pasillo. Cuando vivía con los Dursley nunca había tenido dinero para comprarse golosinas y, puesto que tenía los bolsillos repletos de monedas de oro, plata y bronce, estaba listo para comprarse todas las barras de chocolate que pudiera llevar. Pero la mujer no tenía Mars. En cambio, tenía Grageas Bertie Bott de Todos los Sabores, chicle, ranas de chocolate, empanada de calabaza, pasteles en forma de caldero, varitas de regaliz y otra cantidad de cosas extrañas que Harry no había visto en su vida. Como no deseaba perderse nada, compró un poco de todo y pagó a la mujer once sickles de plata y siete knuts de bronce. Ron lo miraba asombrado, mientras Harry depositaba sus compras sobre un asiento vacío. —Tenías hambre, ¿verdad? —Muchísima —dijo Harry, dando un mordisco a una empanada de calabaza. Ron había sacado un arrugado paquete, con cuatro bocadillos. Separó uno y dijo: —Mi madre siempre se olvida de que no me gusta la carne en conserva. —Te la cambio por uno de éstos —dijo Harry, alcanzándole un pastel —. Sírvete… —No te va a gustar, está seca —dijo Ron—. Ella no tiene mucho tiempo —añadió rápidamente—… Ya sabes, con nosotros cinco. —Vamos, sírvete un pastel —dijo Harry, que nunca había tenido nada que compartir o, en realidad, nadie con quien compartir nada. Era una agradable sensación, estar sentado allí con Ron, comiendo pasteles y dulces (los bocadillos habían quedado olvidados). —¿Qué son éstos? —preguntó Harry a Ron, cogiendo un envase de ranas de chocolate—. No son ranas de verdad, ¿no? —Comenzaba a sentir que nada podía sorprenderlo. —No —dijo Ron—. Pero mira qué cromo tiene. A mí me falta Agripa. —¿Qué? —Oh, por supuesto, no debes saber… Las ranas de chocolate llevan cromos, ya sabes, para coleccionar, de brujas y magos famosos. Yo tengo como quinientos, pero no consigo ni a Agripa ni a Ptolomeo. Harry desenvolvió su rana de chocolate y sacó el cromo. En él estaba impreso el rostro de un hombre. Llevaba gafas de media luna, tenía una nariz larga y encorvada, cabello plateado suelto, barba y bigotes. Debajo de la foto estaba el nombre: Albus Dumbledore. —¡Así que éste es Dumbledore! —dijo Harry. —¡No me digas que nunca has oído hablar de Dumbledore! —dijo Ron —. ¿Puedo servirme una rana? Podría encontrar a Agripa… Gracias… Harry dio la vuelta a la tarjeta y leyó: Albus Dumbledore, actualmente director de Hogwarts. Considerado por casi todo el mundo como el más grande mago del tiempo presente, Dumbledore es particularmente famoso por derrotar al mago tenebroso Grindelwald en 1945, por el descubrimiento de las doce aplicaciones de la sangre de dragón, y por su trabajo en alquimia con su compañero Nicolás Flamel. El profesor Dumbledore es aficionado a la música de cámara y a los bolos. Harry dio la vuelta otra vez al cromo y vio, para su asombro, que el rostro de Dumbledore había desaparecido. —¡Ya no está! —Bueno, no iba a estar ahí todo el día —dijo Ron—. Ya volverá. Vaya, me ha salido otra vez Morgana y ya la tengo seis veces repetida… ¿No la quieres? Puedes empezar a coleccionarlos. Los ojos de Ron se perdieron en las ranas de chocolate, que esperaban que las desenvolvieran. —Sírvete —dijo Harry—. Pero oye, en el mundo de los muggles la gente se queda en las fotos. —¿Eso hacen? Cómo, ¿no se mueven? —Ron estaba atónito—. ¡Qué raro! Harry miró asombrado, mientras Dumbledore regresaba al cromo y le dedicaba una sonrisita. Ron estaba más interesado en comer las ranas de chocolate que en buscar magos y brujas famosos, pero Harry no podía apartar la vista de ellos. Muy pronto tuvo no sólo a Dumbledore y Morgana, sino también a Ramón Llull, al rey Salomón, Circe, Paracelso y Merlín. Hasta que finalmente apartó la vista de la druida Cliodna, que se rascaba la nariz, para abrir una bolsa de grageas de todos los sabores. —Tienes que tener cuidado con ésas —lo previno Ron—. Cuando dice «todos los sabores», es eso lo que quiere decir. Ya sabes, tienes todos los comunes, como chocolate, menta y naranja, pero también puedes encontrar espinacas, hígado y callos. George dice que una vez encontró una con sabor a duende. Ron eligió una verde, la observó con cuidado y mordió un pedacito. —Puaj… ¿Ves? Coles. Pasaron un buen rato comiendo las grageas de todos los sabores. Harry encontró tostadas, coco, judías cocidas, fresa, curry, hierbas, café, sardinas y fue lo bastante valiente para morder la punta de una gris, que Ron no quiso tocar y resultó ser pimienta. En aquel momento, el paisaje que se veía por la ventanilla se hacía más agreste. Habían desaparecido los campos cultivados y aparecían bosques, ríos serpenteantes y colinas de color verde oscuro. Se oyó un golpe en la puerta del compartimiento, y entró el muchacho de cara redonda que Harry había visto al pasar por el andén nueve y tres cuartos. Parecía muy afligido. —Perdón —dijo—. ¿Por casualidad no habréis visto un sapo? Cuando los dos negaron con la cabeza, gimió. —¡Lo he perdido! ¡Se me escapa todo el tiempo! —Ya aparecerá —dijo Harry. —Sí —dijo el muchacho apesadumbrado—. Bueno, si lo veis… Se fue. —No sé por qué está tan triste —comentó Ron—. Si yo hubiera traído un sapo, lo habría perdido lo más rápidamente posible. Aunque en realidad he traído a Scabbers, así que no puedo hablar. La rata seguía durmiendo en las rodillas de Ron. —Podría estar muerta y no notarías la diferencia —dijo Ron con disgusto—. Ayer traté de volverla amarilla para hacerla más interesante, pero el hechizo no funcionó. Te lo voy a enseñar, mira… Revolvió en su baúl y sacó una varita muy gastada. En algunas partes estaba astillada y, en la punta, brillaba algo blanco. —Los pelos de unicornio casi se salen. De todos modos… Acababa de coger la varita cuando la puerta del compartimiento se abrió otra vez. Había regresado el chico del sapo, pero llevaba a una niña con él. La muchacha ya llevaba la túnica de Hogwarts. —¿Alguien ha visto un sapo? Neville perdió uno —dijo. Tenía voz de mandona, mucho pelo color castaño y los dientes de delante bastante largos. —Ya le hemos dicho que no —dijo Ron, pero la niña no lo escuchaba. Estaba mirando la varita que tenía en la mano. —Oh, ¿estás haciendo magia? Entonces vamos a verlo. Se sentó. Ron pareció desconcertado. —Eh… de acuerdo. —Se aclaró la garganta—. «Rayo de sol, margaritas, volved amarilla a esta tonta ratita.» Agitó la varita, pero no sucedió nada. Scabbers siguió durmiendo, tan gris como siempre. —¿Estás seguro de que es el hechizo apropiado? —preguntó la niña—. Bueno, no es muy efectivo, ¿no? Yo probé unos pocos sencillos, sólo para practicar, y funcionaron. Nadie en mi familia es mago, fue toda una sorpresa cuando recibí mi carta, pero también estaba muy contenta, por supuesto, ya que ésta es la mejor escuela de magia, por lo que sé. Ya me he aprendido todos los libros de memoria, desde luego, espero que eso sea suficiente… Yo soy Hermione Granger. ¿Y vosotros quiénes sois? Dijo todo aquello muy rápidamente. Harry miró a Ron y se calmó al ver en su rostro aturdido que él tampoco se había aprendido todos los libros de memoria. —Yo soy Ron Weasley —murmuró Ron. —Harry Potter —dijo Harry. —¿Eres tú realmente? —dijo Hermione—. Lo sé todo sobre ti, por supuesto, conseguí unos pocos libros extra para prepararme más y tú figuras en Historia de la magia moderna, Defensa contra las Artes Oscuras y Grandes eventos mágicos del siglo XX. —¿Estoy yo? —dijo Harry, sintiéndose mareado. —Dios mío, no lo sabes. Yo en tu lugar habría buscado todo lo que pudiera —dijo Hermione—. ¿Sabéis a qué casa vais a ir? Estuve preguntando por ahí y espero estar en Gryffindor, parece la mejor de todas. Oí que Dumbledore estuvo allí, pero supongo que Ravenclaw no será tan mala… De todos modos, es mejor que sigamos buscando el sapo de Neville. Y vosotros dos deberíais cambiaros ya, vamos a llegar pronto. Y se marchó, llevándose al chico sin sapo. —Cualquiera que sea la casa que me toque, espero que ella no esté — dijo Ron. Arrojó su varita al baúl—. Qué hechizo más estúpido, me lo dijo George. Seguro que era falso. —¿En qué casa están tus hermanos? —preguntó Harry. —Gryffindor —dijo Ron. Otra vez parecía deprimido—. Mamá y papá también estuvieron allí. No sé qué van a decir si yo no estoy. No creo que Ravenclaw sea tan mala, pero imagina si me ponen en Slytherin. —¿Ésa es la casa en la que Vol… quiero decir Quien-tú-sabes… estaba? —Ajá —dijo Ron. Se echó hacia atrás en el asiento, con aspecto abrumado. —¿Sabes? Me parece que las puntas de los bigotes de Scabbers están un poco más claras —dijo Harry, tratando de apartar la mente de Ron del tema de las casas—. Y, a propósito, ¿qué hacen ahora tus hermanos mayores? Harry se preguntaba qué hacía un mago, una vez que terminaba el colegio. —Charlie está en Rumania, estudiando dragones, y Bill está en África, ocupándose de asuntos para Gringotts —explicó Ron—. ¿Te enteraste de lo que pasó en Gringotts? Salió en El Profeta, pero no creo que las casas de los muggles lo reciban: trataron de robar en una cámara de alta seguridad. Harry se sorprendió. —¿De verdad? ¿Y qué les ha sucedido? —Nada, por eso son noticias tan importantes. No los han atrapado. Mi padre dice que tiene que haber un poderoso mago tenebroso para entrar en Gringotts, pero lo que es raro es que parece que no se llevaron nada. Por supuesto, todos se asustan cuando sucede algo así, ante la posibilidad de que Quien-tú-sabes esté detrás de ello. Harry repasó las noticias en su cabeza. Había comenzado a sentir una punzada de miedo cada vez que mencionaban a Quien-tú-sabes. Suponía que aquello era una parte de entrar en el mundo mágico, pero era mucho más agradable poder decir «Voldemort» sin preocuparse. —¿Cuál es tu equipo de quidditch? —preguntó Ron. —Eh… no conozco ninguno —confesó Harry. —¿Cómo? —Ron pareció atónito—. Oh, ya verás, es el mejor juego del mundo… —Y se dedicó a explicarle todo sobre las cuatro pelotas y las posiciones de los siete jugadores, describiendo famosas jugadas que había visto con sus hermanos y la escoba que le gustaría comprar si tuviera el dinero. Le estaba explicando los mejores puntos del juego, cuando otra vez se abrió la puerta del compartimiento, pero esta vez no era Neville, el chico sin sapo, ni Hermione Granger. Entraron tres muchachos, y Harry reconoció de inmediato al del medio: era el chico pálido de la tienda de túnicas de Madame Malkin. Miraba a Harry con mucho más interés que el que había demostrado en el callejón Diagon. —¿Es verdad? —preguntó—. Por todo el tren están diciendo que Harry Potter está en este compartimento. Así que eres tú, ¿no? —Sí —respondió Harry. Observó a los otros muchachos. Ambos eran corpulentos y parecían muy vulgares. Situados a ambos lados del chico pálido, parecían guardaespaldas. —Oh, éste es Crabbe y éste Goyle —dijo el muchacho pálido con despreocupación, al darse cuenta de que Harry los miraba—. Y mi nombre es Malfoy, Draco Malfoy. Ron dejó escapar una débil tos, que podía estar ocultando una risita. Draco (dragón) Malfoy lo miró. —Te parece que mi nombre es divertido, ¿no? No necesito preguntarte quién eres. Mi padre me dijo que todos los Weasley son pelirrojos, con pecas y más hijos que los que pueden mantener. Se volvió hacia Harry. —Muy pronto descubrirás que algunas familias de magos son mucho mejores que otras, Potter. No querrás hacerte amigo de los de la clase indebida. Yo puedo ayudarte en eso. Extendió la mano, para estrechar la de Harry, pero Harry no la aceptó. —Creo que puedo darme cuenta solo de cuáles son los indebidos, gracias —dijo con frialdad. Draco Malfoy no se ruborizó, pero un tono rosado apareció en sus pálidas mejillas. —Yo tendría cuidado, si fuera tú, Potter —dijo con calma—. A menos que seas un poco más amable, vas a ir por el mismo camino que tus padres. Ellos tampoco sabían lo que era bueno para ellos. Tú sigue con gentuza como los Weasley y ese Hagrid y terminarás como ellos. Harry y Ron se levantaron al mismo tiempo. El rostro de Ron estaba tan rojo como su pelo. —Repite eso —dijo. —Oh, vais a pelear con nosotros, ¿eh? —se burló Malfoy. —Si no os vais ahora mismo… —dijo Harry, con más valor que el que sentía, porque Crabbe y Goyle eran mucho más fuertes que él y Ron. —Pero nosotros no tenemos ganas de irnos, ¿no es cierto, muchachos? Nos hemos comido todo lo que llevábamos y vosotros parece que todavía tenéis algo. Goyle se inclinó para coger una rana de chocolate del lado de Ron. El pelirrojo saltó hacia él, pero antes de que pudiera tocar a Goyle, el muchacho dejó escapar un aullido terrible. Scabbers, la rata, colgaba del dedo de Goyle, con los agudos dientes clavados profundamente en sus nudillos. Crabbe y Malfoy retrocedieron mientras Goyle agitaba la mano para desprenderse de la rata, gritando de dolor, hasta que, finalmente, Scabbers salió volando, chocó contra la ventanilla y los tres muchachos desaparecieron. Tal vez pensaron que había más ratas entre las golosinas, o quizás oyeron los pasos porque, un segundo más tarde, Hermione Granger volvió a entrar. —¿Qué ha pasado? —preguntó, mirando las golosinas tiradas por el suelo y a Ron que cogía a Scabbers por la cola. —Creo que se ha desmayado —dijo Ron a Harry. Miró más de cerca a la rata—. No, no puedo creerlo, ya se ha vuelto a dormir. Y era así. —¿Conocías ya a Malfoy? Harry le explicó el encuentro en el callejón Diagon. —Oí hablar sobre su familia —dijo Ron en tono lúgubre—. Son algunos de los primeros que volvieron a nuestro lado después de que Quientú-sabes desapareció. Dijeron que los habían hechizado. Mi padre no se lo cree. Dice que el padre de Malfoy no necesita una excusa para pasarse al Lado Oscuro. —Se volvió hacia Hermione—. ¿Podemos ayudarte en algo? —Mejor que os apresuréis y os cambiéis de ropa. Acabo de ir a la locomotora, le pregunté al conductor y me dijo que ya casi estamos llegando. No os estaríais peleando, ¿verdad? ¡Os vais a meter en líos antes de que lleguemos! —Scabbers se estuvo peleando, no nosotros —dijo Ron, mirándola con rostro severo—. ¿Te importaría salir para que nos cambiemos? —Muy bien… Vine aquí porque fuera están haciendo chiquilladas y corriendo por los pasillos —dijo Hermione en tono despectivo—. A propósito, ¿te has dado cuenta de que tienes sucia la nariz? Ron le lanzó una mirada de furia mientras ella salía. Harry miró por la ventanilla. Estaba oscureciendo. Podía ver montañas y bosques, bajo un cielo de un profundo color púrpura. El tren parecía aminorar la marcha. Él y Ron se quitaron las camisas y se pusieron las largas túnicas negras. La de Ron era un poco corta para él, y se le podían ver los pantalones de gimnasia. Una voz retumbó en el tren. —Llegaremos a Hogwarts dentro de cinco minutos. Por favor, dejen su equipaje en el tren, se lo llevarán por separado al colegio. El estómago de Harry se retorcía de nervios y Ron, podía verlo, estaba pálido debajo de sus pecas. Llenaron sus bolsillos con lo que quedaba de las golosinas y se reunieron con el resto del grupo que llenaba los pasillos. El tren aminoró la marcha, hasta que finalmente se detuvo. Todos se empujaban para salir al pequeño y oscuro andén. Harry se estremeció bajo el frío aire de la noche. Entonces apareció una lámpara moviéndose sobre las cabezas de los alumnos, y Harry oyó una voz conocida: —¡Primer año! ¡Los de primer año por aquí! ¿Todo bien por ahí, Harry? La gran cara peluda de Hagrid rebosaba alegría sobre el mar de cabezas. —Venid, seguidme… ¿Hay más de primer año? Mirad bien dónde pisáis. ¡Los de primer año, seguidme! Resbalando y a tientas, siguieron a Hagrid por lo que parecía un estrecho sendero. Estaba tan oscuro que Harry pensó que debía de haber árboles muy tupidos a ambos lados. Nadie hablaba mucho. Neville, el chico que había perdido su sapo, lloriqueaba de vez en cuando. —En un segundo, tendréis la primera visión de Hogwarts —exclamó Hagrid por encima del hombro—, justo al doblar esta curva. Se produjo un fuerte ¡ooooooh! El sendero estrecho se abría súbitamente al borde de un gran lago negro. En la punta de una alta montaña, al otro lado, con sus ventanas brillando bajo el cielo estrellado, había un impresionante castillo con muchas torres y torrecillas. —¡No más de cuatro por bote! —gritó Hagrid, señalando a una flota de botecitos alineados en el agua, al lado de la orilla. Harry y Ron subieron a uno, seguidos por Neville y Hermione. —¿Todos habéis subido? —continuó Hagrid, que tenía un bote para él solo—. ¡Venga! ¡ADELANTE! Y la pequeña flota de botes se movió al mismo tiempo, deslizándose por el lago, que era tan liso como el cristal. Todos estaban en silencio, contemplando el gran castillo que se elevaba sobre sus cabezas mientras se acercaban cada vez más al risco donde se erigía. —¡Bajad las cabezas! —exclamó Hagrid, mientras los primeros botes alcanzaban el peñasco. Todos agacharon la cabeza y los botecitos los llevaron a través de una cortina de hiedra, que escondía una ancha abertura en la parte delantera del peñasco. Fueron por un túnel oscuro que parecía conducirlos justo por debajo del castillo, hasta que llegaron a una especie de muelle subterráneo, donde treparon por entre las rocas y los guijarros. —¡Eh, tú, el de allí! ¿Es éste tu sapo? —dijo Hagrid, mientras vigilaba los botes y la gente que bajaba de ellos. —¡Trevor! —gritó Neville, muy contento, extendiendo las manos. Luego subieron por un pasadizo en la roca, detrás de la lámpara de Hagrid, saliendo finalmente a un césped suave y húmedo, a la sombra del castillo. Subieron por unos escalones de piedra y se reunieron ante la gran puerta de roble. —¿Estáis todos aquí? Tú, ¿todavía tienes tu sapo? Hagrid levantó un gigantesco puño y llamó tres veces a la puerta del castillo. CAPÍTULO 7 El sombrero seleccionador L puerta se abrió de inmediato. Una bruja alta, de cabello negro y túnica verde esmeralda, esperaba allí. Tenía un rostro muy severo, y el primer pensamiento de Harry fue que se trataba de alguien con quien era mejor no tener problemas. —Los de primer año, profesora McGonagall —dijo Hagrid. —Muchas gracias, Hagrid. Yo los llevaré desde aquí. Abrió bien la puerta. El vestíbulo de entrada era tan grande que hubieran podido meter toda la casa de los Dursley en él. Las paredes de piedra estaban iluminadas con resplandecientes antorchas como las de Gringotts, el techo era tan alto que no se veía y una magnífica escalera de mármol, frente a ellos, conducía a los pisos superiores. Siguieron a la profesora McGonagall a través de un camino señalado en el suelo de piedra. Harry podía oír el ruido de cientos de voces, que salían de un portal situado a la derecha (el resto del colegio debía de estar allí), pero la profesora McGonagall llevó a los de primer año a una pequeña A habitación vacía, fuera del vestíbulo. Se reunieron allí, más cerca unos de otros de lo que estaban acostumbrados, mirando con nerviosismo a su alrededor. —Bienvenidos a Hogwarts —dijo la profesora McGonagall—. El banquete de comienzo de año se celebrará dentro de poco, pero antes de que ocupéis vuestros lugares en el Gran Comedor deberéis ser seleccionados para vuestras casas. La Selección es una ceremonia muy importante porque, mientras estéis aquí, vuestras casas serán como vuestra familia en Hogwarts. Tendréis clases con el resto de la casa que os toque, dormiréis en los dormitorios de vuestras casas y pasaréis el tiempo libre en la sala común de la casa. »Las cuatro casas se llaman Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Cada casa tiene su propia noble historia y cada una ha producido notables brujas y magos. Mientras estéis en Hogwarts, vuestros triunfos conseguirán que las casas ganen puntos, mientras que cualquier infracción de las reglas hará que los pierdan. Al finalizar el año, la casa que obtenga más puntos será premiada con la Copa de las Casas, un gran honor. Espero que todos vosotros seréis un orgullo para la casa que os toque. »La Ceremonia de Selección tendrá lugar dentro de pocos minutos, frente al resto del colegio. Os sugiero que, mientras esperáis, os arregléis lo mejor posible. Los ojos de la profesora se detuvieron un momento en la capa de Neville, que estaba atada bajo su oreja izquierda, y en la nariz manchada de Ron. Con nerviosismo, Harry trató de aplastar su cabello. —Volveré cuando lo tengamos todo listo para la ceremonia —dijo la profesora McGonagall—. Por favor, esperad tranquilos. Salió de la habitación. Harry tragó con dificultad. —¿Cómo se las arreglan exactamente para seleccionarnos? —preguntó a Ron. —Creo que es una especie de prueba. Fred dice que duele mucho, pero creo que era una broma. El corazón de Harry dio un terrible salto. ¿Una prueba? ¿Delante de todo el colegio? Pero él no sabía nada de magia todavía… ¿Qué haría? No esperaba algo así, justo en el momento en que acababan de llegar. Miró temblando a su alrededor y vio que los demás también parecían aterrorizados. Nadie hablaba mucho, salvo Hermione Granger, que susurraba muy deprisa todos los hechizos que había aprendido y se preguntaba cuál necesitaría. Harry intentó no escucharla. Nunca había estado tan nervioso, nunca, ni siquiera cuando tuvo que llevar a los Dursley un informe del colegio que decía que él, de alguna manera, había vuelto azul la peluca de su maestro. Mantuvo los ojos fijos en la puerta. En cualquier momento, la profesora McGonagall regresaría y lo llevaría a su juicio final. Entonces sucedió algo que le hizo dar un salto en el aire… Muchos de los que estaban atrás gritaron. —¿Qué es…? Resopló. Lo mismo hicieron los que estaban alrededor. Unos veinte fantasmas acababan de pasar a través de la pared de atrás. De un color blanco perla y ligeramente transparentes, se deslizaban por la habitación, hablando unos con otros, casi sin mirar a los de primer año. Por lo visto, estaban discutiendo. El que parecía un monje gordo y pequeño, decía: —Perdonar y olvidar. Yo digo que deberíamos darle una segunda oportunidad… —Mi querido Fraile, ¿no le hemos dado a Peeves todas las oportunidades que merece? Nos ha dado mala fama a todos y, usted lo sabe, ni siquiera es un fantasma de verdad… ¿Y qué estáis haciendo todos vosotros aquí? El fantasma, con gorguera y medias, se había dado cuenta de pronto de la presencia de los de primer año. Nadie respondió. —¡Alumnos nuevos! —dijo el Fraile Gordo, sonriendo a todos—. Estáis esperando la selección, ¿no? Algunos asintieron. —¡Espero veros en Hufflepuff —continuó el Fraile—. Mi antigua casa, ya sabéis. —En marcha —dijo una voz aguda—. La Ceremonia de Selección va a comenzar. La profesora McGonagall había vuelto. Uno a uno, los fantasmas flotaron a través de la pared opuesta. —Ahora formad una hilera —dijo la profesora a los de primer año— y seguidme. Con la extraña sensación de que sus piernas eran de plomo, Harry se puso detrás de un chico de pelo claro, con Ron tras él. Salieron de la habitación, volvieron a cruzar el vestíbulo, pasaron por unas puertas dobles y entraron en el Gran Comedor. Harry nunca habría imaginado un lugar tan extraño y espléndido. Estaba iluminado por miles y miles de velas, que flotaban en el aire sobre cuatro grandes mesas, donde los demás estudiantes ya estaban sentados. En las mesas había platos, cubiertos y copas de oro. En una tarima, en la cabecera del comedor, había otra gran mesa, donde se sentaban los profesores. La profesora McGonagall condujo allí a los alumnos de primer año y los hizo detener y formar una fila delante de los otros alumnos, con los profesores a sus espaldas. Los cientos de rostros que los miraban parecían pálidas linternas bajo la luz brillante de las velas. Situados entre los estudiantes, los fantasmas tenían un neblinoso brillo plateado. Para evitar todas las miradas, Harry levantó la vista y vio un techo de terciopelo negro, salpicado de estrellas. Oyó susurrar a Hermione: «Es un hechizo para que parezca como el cielo de fuera, lo leí en Historia de Hogwarts». Era difícil creer que allí hubiera techo y que el Gran Comedor no se abriera directamente a los cielos. Harry bajó la vista rápidamente, mientras la profesora McGonagall ponía en silencio un taburete de cuatro patas frente a los de primer año. Encima del taburete puso un sombrero puntiagudo de mago. El sombrero estaba remendado, raído y muy sucio. Tía Petunia no lo habría admitido en su casa. Tal vez tenían que intentar sacar un conejo del sombrero, pensó Harry algo irreflexivamente, eso era lo típico de… Al darse cuenta de que todos los del comedor contemplaban el sombrero, Harry también lo hizo. Durante unos pocos segundos, se hizo un silencio completo. Entonces el sombrero se movió. Una rasgadura cerca del borde se abrió, ancha como una boca, y el sombrero comenzó a cantar: Oh, podrás pensar que no soy bonito, pero no juzgues por lo que ves. Me comeré a mí mismo si puedes encontrar un sombrero más inteligente que yo. Puedes tener bombines negros, sombreros altos y elegantes. Pero yo soy el Sombrero Seleccionador de Hogwarts y puedo superar a todos. No hay nada escondido en tu cabeza que el Sombrero Seleccionador no pueda ver. Así que pruébame y te diré dónde debes estar. Puedes pertenecer a Gryffindor, donde habitan los valientes. Su osadía, temple y caballerosidad ponen aparte a los de Gryffindor. Puedes pertenecer a Hufflepuff, donde son justos y leales. Esos perseverantes Hufflepuff de verdad no temen el trabajo pesado. O tal vez a la antigua sabiduría de Ravenclaw, si tienes una mente dispuesta, porque los de inteligencia y erudición siempre encontrarán allí a sus semejantes. O tal vez en Slytherin harás tus verdaderos amigos. Esa gente astuta utiliza cualquier medio para lograr sus fines. ¡Así que pruébame! ¡No tengas miedo! ¡Y no recibirás una bofetada! Estás en buenas manos (aunque yo no las tenga). Porque soy el Sombrero Pensante. Todo el comedor estalló en aplausos cuando el sombrero terminó su canción. Éste se inclinó hacia las cuatro mesas y luego se quedó rígido otra vez. —¡Entonces sólo hay que probarse el sombrero! —susurró Ron a Harry —. Voy a matar a Fred. Harry sonrió débilmente. Sí, probarse el sombrero era mucho mejor que tener que hacer un encantamiento, pero habría deseado no tener que hacerlo en presencia de todos. El sombrero parecía exigir mucho, y Harry no se sentía valiente ni ingenioso ni nada de eso, por el momento. Si el sombrero hubiera mencionado una casa para la gente que se sentía un poco indispuesta, ésa habría sido la suya. La profesora McGonagall se adelantaba con un gran rollo de pergamino. —Cuando yo os llame, deberéis poneros el sombrero y sentaros en el taburete para que os seleccionen —dijo—. ¡Abbott, Hannah! Una niña de rostro rosado y trenzas rubias salió de la fila, se puso el sombrero, que la tapó hasta los ojos, y se sentó. Un momento de pausa. —¡HUFFLEPUFF! —gritó el sombrero. La mesa de la derecha aplaudió mientras Hannah iba a sentarse con los de Hufflepuff. Harry vio al fantasma del Fraile Gordo saludando con alegría a la niña. —¡Bones, Susan! —¡HUFFLEPUFF! —gritó otra vez el sombrero, y Susan se apresuró a sentarse al lado de Hannah. —¡Boot, Terry! —¡RAVENCLAW! La segunda mesa a la izquierda aplaudió esta vez. Varios Ravenclaws se levantaron para estrechar la mano de Terry, mientras se reunía con ellos. Brocklehurst, Mandy también fue a Ravenclaw, pero Brown, Lavender resultó la primera nueva Gryffindor, en la mesa más alejada de la izquierda, que estalló en vivas. Harry pudo ver a los hermanos gemelos de Ron, silbando. Bulstrode, Millicent fue a Slytherin. Tal vez era la imaginación de Harry, después de todo lo que había oído sobre Slytherin, pero le pareció que era un grupo desagradable. Comenzaba a sentirse decididamente mal. Recordó lo que pasaba en las clases de gimnasia de su antiguo colegio, cuando se escogían a los jugadores para los equipos. Siempre había sido el último en ser elegido, no porque fuera malo, sino porque nadie deseaba que Dudley pensara que lo querían. —¡Finch-Fletchley, Justin! —¡HUFFLEPUFF! Harry notó que, algunas veces, el sombrero gritaba el nombre de la casa de inmediato, pero otras tardaba un poco en decidirse. —Finnigan, Seamus. —El muchacho de cabello arenoso, que estaba al lado de Harry en la fila, estuvo sentado un minuto entero, antes de que el sombrero lo declarara un Gryffindor. —Granger, Hermione. Hermione casi corrió hasta el taburete y se puso el sombrero, muy nerviosa. —¡GRYFFINDOR! —gritó el sombrero. Ron gruñó. Un horrible pensamiento atacó a Harry, uno de aquellos horribles pensamientos que aparecen cuando uno está muy intranquilo. ¿Y si a él no lo elegían para ninguna casa? ¿Y si se quedaba sentado con el sombrero sobre los ojos, durante horas, hasta que la profesora McGonagall se lo quitara de la cabeza para decirle que era evidente que se habían equivocado y que era mejor que volviera en el tren? Cuando Neville Longbottom, el chico que perdía su sapo, fue llamado, se tropezó con el taburete. El sombrero tardó un largo rato en decidirse. Cuando finalmente gritó: ¡GRYFFINDOR!, Neville salió corriendo, todavía con el sombrero puesto, y tuvo que devolverlo, entre las risas de todos, a MacDougal, Morag. Malfoy se adelantó al oír su nombre y de inmediato obtuvo su deseo: el sombrero apenas tocó su cabeza y gritó: ¡SLYTHERIN! Malfoy fue a reunirse con sus amigos Crabbe y Goyle, con aire de satisfacción. Ya no quedaba mucha gente. Moon… Nott… Parkinson… Después unas gemelas, Patil y Patil… Más tarde Perks, Sally-Anne… y, finalmente: —¡Potter, Harry! Mientras Harry se adelantaba, los murmullos se extendieron súbitamente como fuegos artificiales. —¿Ha dicho Potter? —¿Ese Harry Potter? Lo último que Harry vio, antes de que el sombrero le tapara los ojos, fue el comedor lleno de gente que trataba de verlo bien. Al momento siguiente, miraba el oscuro interior del sombrero. Esperó. —Mm —dijo una vocecita en su oreja—. Difícil. Muy difícil. Lleno de valor, lo veo. Tampoco la mente es mala. Hay talento, oh vaya, sí, y una buena disposición para probarse a sí mismo, esto es muy interesante… Entonces, ¿dónde te pondré? Harry se aferró a los bordes del taburete y pensó: «En Slytherin no, en Slytherin no.» —En Slytherin no, ¿eh? —dijo la vocecita—. ¿Estás seguro? Podrías ser muy grande, sabes, lo tienes todo en tu cabeza y Slytherin te ayudaría en el camino hacia la grandeza. No hay dudas, ¿verdad? Bueno, si estás seguro, mejor que seas ¡GRYFFINDOR! Harry oyó al sombrero gritar la última palabra a todo el comedor. Se quitó el sombrero y anduvo, algo mareado, hacia la mesa de Gryffindor. Estaba tan aliviado de que lo hubiera elegido y no lo hubiera puesto en Slytherin, que casi no se dio cuenta de que recibía los saludos más calurosos hasta el momento. Percy el prefecto se puso de pie y le estrechó la mano vigorosamente, mientras los gemelos Weasley gritaban: «¡Tenemos a Potter! ¡Tenemos a Potter!» Harry se sentó en el lado opuesto al fantasma que había visto antes. Éste le dio una palmada en el brazo, dándole la horrible sensación de haberlo metido en un cubo de agua helada. Podía ver bien la mesa de los profesores. En la punta, cerca de él, estaba Hagrid, que lo miró y levantó los pulgares. Harry le sonrió. Y allí, en el centro de la mesa, en una gran silla de oro, estaba sentado Albus Dumbledore. Harry lo reconoció de inmediato, por el cromo de las ranas de chocolate. El cabello plateado de Dumbledore era lo único que brillaba tanto como los fantasmas. Harry también vio al profesor Quirrell, el nervioso joven del Caldero Chorreante. Estaba muy extravagante, con un gran turbante púrpura. Y ya quedaban solamente tres alumnos para seleccionar. A Turpin, Lisa le tocó Ravenclaw, y después le llegó el turno a Ron. Tenía una palidez verdosa y Harry cruzó los dedos debajo de la mesa. Un segundo más tarde, el sombrero gritó: ¡GRYFFINDOR! Harry aplaudió con fuerza, junto con los demás, mientras que Ron se desplomaba en la silla más próxima. —Bien hecho, Ron, excelente —dijo pomposamente Percy Weasley, por encima de Harry, mientras que Zabini, Blaise era seleccionado para Slytherin. La profesora McGonagall enrolló el pergamino y se llevó el Sombrero Seleccionador. Harry miró su plato de oro vacío. Acababa de darse cuenta de lo hambriento que estaba. Los pasteles le parecían algo del pasado. Albus Dumbledore se había puesto de pie. Miraba con expresión radiante a los alumnos, con los brazos muy abiertos, como si nada pudiera gustarle más que verlos allí. —¡Bienvenidos! —dijo—. ¡Bienvenidos a un año nuevo en Hogwarts! Antes de comenzar nuestro banquete, quiero deciros unas pocas palabras. Y aquí están, ¡Papanatas! ¡Llorones! ¡Baratijas! ¡Pellizco!… ¡Muchas gracias! Se volvió a sentar. Todos aplaudieron y vitorearon. Harry no sabía si reír o no. —Está… un poquito loco, ¿no? —preguntó con aire inseguro a Percy. —¿Loco? —dijo Percy con frivolidad—. ¡Es un genio! ¡El mejor mago del mundo! Pero está un poco loco, sí. ¿Patatas, Harry? Harry se quedó con la boca abierta. Los platos que había frente a él de pronto estuvieron llenos de comida. Nunca había visto tantas cosas que le gustara comer sobre una mesa: carne asada, pollo asado, chuletas de cerdo y de ternera, salchichas, tocino y filetes, patatas cocidas, asadas y fritas, pudín, guisantes, zanahorias, salsa de carne, salsa de tomate y, por alguna extraña razón, bombones de menta. Los Dursley nunca habían matado de hambre a Harry, pero tampoco le habían permitido comer todo lo que quería. Dudley siempre se servía lo que Harry deseaba, aunque no le gustara. Harry llenó su plato con un poco de todo, salvo los bombones de menta, y comenzó a comer. Todo estaba delicioso. —Eso tiene muy buen aspecto —dijo con tristeza el fantasma de la gola, observando a Harry mientras éste cortaba su filete. —¿No puede…? —No he comido desde hace unos quinientos años —dijo el fantasma—. No lo necesito, por supuesto, pero uno lo echa de menos. Creo que no me he presentado, ¿verdad? Sir Nicholas de Mimsy-Porpington a su servicio. Fantasma Residente de la Torre de Gryffindor. —¡Yo sé quién es usted! —dijo súbitamente Ron—. Mi hermano me lo contó. ¡Usted es Nick Casi Decapitado! —Yo preferiría que me llamaran Sir Nicholas de Mimsy… —comenzó a decir el fantasma con severidad, pero lo interrumpió Seamus Finnigan, el del pelo color arena. —¿Casi Decapitado? ¿Cómo se puede estar casi decapitado? Sir Nicholas pareció muy molesto, como si su conversación no resultara como la había planeado. —Así —dijo enfadado. Se agarró la oreja izquierda y tiró. Toda su cabeza se separó de su cuello y cayó sobre su hombro, como si tuviera una bisagra. Era evidente que alguien había tratado de decapitarlo, pero que no lo había hecho bien. Pareció complacido ante las caras de asombro y volvió a ponerse la cabeza en su sitio, tosió y dijo—: ¡Así que nuevos Gryffindors! Espero que este año nos ayudéis a ganar el campeonato para la casa. Gryffindor nunca ha estado tanto tiempo sin ganar. ¡Slytherin ha ganado la copa seis veces seguidas! El Barón Sanguinario se ha vuelto insoportable… Él es el fantasma de Slytherin. Harry miró hacia la mesa de Slytherin y vio un fantasma horrible sentado allí, con ojos fijos y sin expresión, un rostro demacrado y las ropas manchadas de sangre plateada. Estaba justo al lado de Malfoy que, como Harry vio con mucho gusto, no parecía muy contento con su presencia. —¿Cómo es que está todo lleno de sangre? —preguntó Seamus con gran interés. —Nunca se lo he preguntado —dijo con delicadeza Nick Casi Decapitado. Cuando hubieron comido todo lo que quisieron, los restos de comida desaparecieron de los platos, dejándolos tan limpios como antes. Un momento más tarde aparecieron los postres. Trozos de helados de todos los gustos que uno se pudiera imaginar, pasteles de manzana, tartas de melaza, relámpagos de chocolate, rosquillas de mermelada, bizcochos borrachos, fresas, jalea, arroz con leche… Mientras Harry se servía una tarta, la conversación se centró en las familias. —Yo soy mitad y mitad —dijo Seamus—. Mi padre es muggle. Mamá no le dijo que era una bruja hasta que se casaron. Fue una sorpresa algo desagradable para él. Los demás rieron. —¿Y tú, Neville? —dijo Ron. —Bueno, mi abuela me crió y ella es una bruja —dijo Neville—, pero la familia creyó que yo era todo un muggle, durante años. Mi tío abuelo Algie trataba de sorprenderme descuidado y forzarme a que saliera algo de magia de mí. Una vez casi me ahoga, cuando quiso tirarme al agua en el puerto de Blackpool, pero no pasó nada hasta que cumplí ocho años. El tío abuelo Algie había ido a tomar el té y me tenía cogido de los tobillos y colgando de una ventana del piso de arriba, cuando mi tía abuela Enid le ofreció un merengue y él, accidentalmente, me soltó. Pero yo reboté, todo el camino, en el jardín y la calle. Todos se pusieron muy contentos. Mi abuela estaba tan feliz que lloraba. Y tendríais que haber visto sus caras cuando vine aquí. Creían que no sería tan mágico como para venir. El tío abuelo Algie estaba tan contento que me compró mi sapo. Al otro lado de Harry, Percy Weasley y Hermione estaban hablando de las clases. («Espero que empiecen en seguida, hay mucho que aprender, yo estoy particularmente interesada en Transformaciones, ya sabes, convertir algo en otra cosa, por supuesto parece ser que es muy difícil. Hay que empezar con cosas pequeñas, como cerillas en agujas y todo eso…») Harry, que comenzaba a sentirse reconfortado y soñoliento, miró otra vez hacia la mesa de los profesores. Hagrid bebía copiosamente de su copa. McGonagall hablaba con el profesor Dumbledore. El profesor Quirrell, con su absurdo turbante, conversaba con un profesor de grasiento pelo negro, nariz ganchuda y piel cetrina. Todo sucedió muy rápidamente. El profesor de nariz ganchuda miró por encima del turbante de Quirrell, directamente a los ojos de Harry… y un dolor agudo golpeó a Harry en la cicatriz de la frente. —¡Ay! —Harry se llevó una mano a la cabeza. —¿Qué ha pasado? —preguntó Percy. —N-nada. El dolor desapareció tan súbitamente como había aparecido. Era difícil olvidar la sensación que tuvo Harry cuando el profesor lo miró, una sensación que no le gustó en absoluto. —¿Quién es el que está hablando con el profesor Quirrell? —preguntó a Percy. —Oh, ¿ya conocías a Quirrell, entonces? No es raro que parezca tan nervioso, ése es el profesor Snape. Su materia es Pociones, pero no le gusta… Todo el mundo sabe que quiere el puesto de Quirrell. Snape sabe muchísimo sobre las Artes Oscuras. Harry vigiló a Snape durante un rato, pero el profesor no volvió a mirarlo. Por último, también desaparecieron los postres, y el profesor Dumbledore se puso nuevamente de pie. Todo el salón permaneció en silencio. —Ejem… sólo unas pocas palabras más, ahora que todos hemos comido y bebido. Tengo unos pocos anuncios que haceros para el comienzo del año. »Los de primer año debéis tener en cuenta que los bosques del área del castillo están prohibidos para todos los alumnos. Y unos pocos de nuestros antiguos alumnos también deberán recordarlo. Los ojos relucientes de Dumbledore apuntaron en dirección a los gemelos Weasley. —El señor Filch, el celador, me ha pedido que os recuerde que no debéis hacer magia en los recreos ni en los pasillos. »Las pruebas de quidditch tendrán lugar en la segunda semana del curso. Los que estén interesados en jugar para los equipos de sus casas, deben ponerse en contacto con la señora Hooch. »Y por último, quiero deciros que este año el pasillo del tercer piso, del lado derecho, está fuera de los límites permitidos para todos los que no deseen una muerte muy dolorosa. Harry rió, pero fue uno de los pocos que lo hizo. —¿Lo decía en serio? —murmuró a Percy. —Eso creo —dijo Percy, mirando ceñudo a Dumbledore—. Es raro, porque habitualmente nos dice el motivo por el que no podemos ir a algún lugar. Por ejemplo, el bosque está lleno de animales peligrosos, todos lo saben. Creo que, al menos, debió avisarnos a nosotros, los prefectos. —¡Y ahora, antes de que vayamos a acostarnos, cantemos la canción del colegio! —exclamó Dumbledore. Harry notó que las sonrisas de los otros profesores se habían vuelto algo forzadas. Dumbledore agitó su varita, como si tratara de atrapar una mosca, y una larga tira dorada apareció, se elevó sobre las mesas, se agitó como una serpiente y se transformó en palabras. —¡Que cada uno elija su melodía favorita! —dijo Dumbledore—. ¡Y allá vamos! Y todo el colegio vociferó: Hogwarts, Hogwarts, Hogwarts, enséñanos algo, por favor. Aunque seamos viejos y calvos o jóvenes con rodillas sucias, nuestras mentes pueden ser llenadas con algunas materias interesantes. Porque ahora están vacías y llenas de aire, pulgas muertas y un poco de pelusa. Así que enséñanos cosas que valga la pena saber, haz que recordemos lo que olvidamos, hazlo lo mejor que puedas, nosotros haremos el resto, y aprenderemos hasta que nuestros cerebros se consuman. Cada uno terminó la canción en tiempos diferentes. Al final, sólo los gemelos Weasley seguían cantando, con la melodía de una lenta marcha fúnebre. Dumbledore los dirigió hasta las últimas palabras, con su varita y, cuando terminaron, fue uno de los que aplaudió con más entusiasmo. —¡Ah, la música! —dijo, enjugándose los ojos—. ¡Una magia más allá de todo lo que hacemos aquí! Y ahora, es hora de ir a la cama. ¡Salid al trote! Los de primer año de Gryffindor siguieron a Percy a través de grupos bulliciosos, salieron del Gran Comedor y subieron por la escalera de mármol. Las piernas de Harry otra vez parecían de plomo, pero sólo por el exceso de cansancio y comida. Estaba tan dormido que ni se sorprendió al ver que la gente de los retratos, a lo largo de los pasillos, susurraba y los señalaba al pasar, o cuando Percy en dos oportunidades los hizo pasar por puertas ocultas detrás de paneles corredizos y tapices que colgaban de las paredes. Subieron más escaleras, bostezando y arrastrando los pies y, cuando Harry comenzaba a preguntarse cuánto tiempo más deberían seguir, se detuvieron súbitamente. Unos bastones flotaban en el aire, por encima de ellos, y cuando Percy se acercó comenzaron a caer contra él. —Peeves —susurró Percy a los de primer año—. Es un poltergeist. — Levantó la voz—: Peeves, aparece. La respuesta fue un ruido fuerte y grosero, como si se desinflara un globo. —¿Quieres que vaya a buscar al Barón Sanguinario? Se produjo un chasquido y un hombrecito, con ojos oscuros y perversos y una boca ancha, apareció, flotando en el aire con las piernas cruzadas y empuñando los bastones. —¡Oooooh! —dijo, con un maligno cacareo—. ¡Los horribles novatos! ¡Qué divertido! De pronto se abalanzó sobre ellos. Todos se agacharon. —Vete, Peeves, o el Barón se enterará de esto. ¡Lo digo en serio! — gritó enfadado Percy. Peeves hizo sonar su lengua y desapareció, dejando caer los bastones sobre la cabeza de Neville. Lo oyeron alejarse con un zumbido, haciendo resonar las armaduras al pasar. —Tenéis que tener cuidado con Peeves —dijo Percy, mientras seguían avanzando—. El Barón Sanguinario es el único que puede controlarlo, ni siquiera nos escucha a los prefectos. Ya llegamos. Al final del pasillo colgaba un retrato de una mujer muy gorda, con un vestido de seda rosa. —¿Santo y seña? —preguntó. —Caput draconis —dijo Percy, y el retrato se balanceó hacia delante y dejó ver un agujero redondo en la pared. Todos se amontonaron para pasar (Neville necesitó ayuda) y se encontraron en la sala común de Gryffindor, una habitación redonda y acogedora, llena de cómodos sillones. Percy condujo a las niñas a través de una puerta, hacia sus dormitorios, y a los niños por otra puerta. Al final de una escalera de caracol (era evidente que estaban en una de las torres) encontraron, por fin, sus camas, cinco camas con cuatro postes cada una y cortinas de terciopelo rojo oscuro. Sus baúles ya estaban allí. Demasiado cansados para conversar, se pusieron sus pijamas y se metieron en la cama. —Una comida increíble, ¿no? —murmuró Ron a Harry, a través de las cortinas—. ¡Fuera, Scabbers! Te estás comiendo mis sábanas. Harry estaba a punto de preguntar a Ron si le quedaba alguna tarta de melaza, pero se quedó dormido de inmediato. Tal vez Harry había comido demasiado, porque tuvo un sueño muy extraño. Tenía puesto el turbante del profesor Quirrell, que le hablaba y le decía que debía pasarse a Slytherin de inmediato, porque ése era su destino. Harry contestó al turbante que no quería estar en Slytherin y el turbante se volvió cada vez más pesado. Harry intentó quitárselo, pero le apretaba dolorosamente, y entonces apareció Malfoy, que se burló de él mientras luchaba para quitarse el turbante. Luego Malfoy se convirtió en el profesor de nariz ganchuda, Snape, cuya risa se volvía cada vez más fuerte y fría… Se produjo un estallido de luz verde y Harry se despertó, temblando y empapado en sudor. Se dio la vuelta y se volvió a dormir. Al día siguiente, cuando se despertó, no recordaba nada de aquel sueño. CAPÍTULO 8 El profesor de pociones —A LLÍ, mira. —¿Dónde? —Al lado del chico alto y pelirrojo. —¿El de gafas? —¿Has visto su cara? —¿Has visto su cicatriz? Los murmullos siguieron a Harry desde el momento en que, al día siguiente, salió del dormitorio. Los alumnos que esperaban fuera de las aulas se ponían de puntillas para mirarlo, o se daban la vuelta en los pasillos, observándolo con atención. Harry deseaba que no lo hicieran, porque intentaba concentrarse para encontrar el camino de su clase. En Hogwarts había 142 escaleras, algunas amplias y despejadas, otras estrechas y destartaladas. Algunas llevaban a un lugar diferente los viernes. Otras tenían un escalón que desaparecía a mitad de camino y había que recordarlo para saltar. Después, había puertas que no se abrían, a menos que uno lo pidiera con amabilidad o les hiciera cosquillas en el lugar exacto, y puertas que, en realidad, no eran sino sólidas paredes que fingían ser puertas. También era muy difícil recordar dónde estaba todo, ya que parecía que las cosas cambiaban de lugar continuamente. Las personas de los retratos seguían visitándose unos a otros, y Harry estaba seguro de que las armaduras podían andar. Los fantasmas tampoco ayudaban. Siempre era una desagradable sorpresa que alguno se deslizara súbitamente a través de la puerta que se intentaba abrir. Nick Casi Decapitado siempre se sentía contento de señalar el camino indicado a los nuevos Gryffindors, pero Peeves el poltergeist se encargaba de poner puertas cerradas y escaleras con trampas en el camino de los que llegaban tarde a clase. También les tiraba papeleras a la cabeza, corría las alfombras debajo de los pies del que pasaba, les tiraba tizas o, invisible, se deslizaba por detrás, cogía la nariz de alguno y gritaba: ¡TENGO TU NARIZ! Pero aún peor que Peeves, si eso era posible, era el celador, Argus Filch. Harry y Ron se las arreglaron para chocar con él, en la primera mañana. Filch los encontró tratando de pasar por una puerta que, desgraciadamente, resultó ser la entrada al pasillo prohibido del tercer piso. No les creyó cuando dijeron que estaban perdidos, estaba convencido de que querían entrar a propósito y los amenazó con encerrarlos en los calabozos, hasta que el profesor Quirrell, que pasaba por allí, los rescató. Filch tenía una gata llamada Señora Norris, una criatura flacucha y de color polvoriento, con ojos saltones como linternas, iguales a los de Filch. Patrullaba sola por los pasillos. Si uno infringía una regla delante de ella, o ponía un pie fuera de la línea permitida, se escabullía para buscar a Filch, el cual aparecía dos segundos más tarde. Filch conocía todos los pasadizos secretos del colegio mejor que nadie (excepto tal vez los gemelos Weasley), y podía aparecer tan súbitamente como cualquiera de los fantasmas. Todos los estudiantes lo detestaban, y la más soñada ambición de muchos era darle una buena patada a la Señora Norris. Y después, cuando por fin habían encontrado las aulas, estaban las clases. Había mucho más que magia, como Harry descubrió muy pronto, mucho más que agitar la varita y decir unas palabras graciosas. Tenían que estudiar los cielos nocturnos con sus telescopios, cada miércoles a medianoche, y aprender los nombres de las diferentes estrellas y los movimientos de los planetas. Tres veces por semana iban a los invernaderos de detrás del castillo a estudiar Herbología, con una bruja pequeña y regordeta llamada profesora Sprout, y aprendían a cuidar de todas las plantas extrañas y hongos y a descubrir para qué debían utilizarlas. Pero la asignatura más aburrida era Historia de la Magia, la única clase dictada por un fantasma. El profesor Binns ya era muy viejo cuando se quedó dormido frente a la chimenea del cuarto de profesores y se levantó a la mañana siguiente para dar clase, dejando atrás su cuerpo. Binns hablaba monótonamente, mientras escribía nombres y fechas, y hacía que Elmerico el Malvado y Ulrico el Chiflado se confundieran. El profesor Flitwick, el de la clase de Encantamientos, era un brujo diminuto que tenía que subirse a unos cuantos libros para ver por encima de su escritorio. Al comenzar la primera clase, sacó la lista y, cuando llegó al nombre de Harry, dio un chillido de excitación y desapareció de la vista. La profesora McGonagall era siempre diferente. Harry había tenido razón al pensar que no era una profesora con quien se pudiera tener problemas. Estricta e inteligente, les habló en el primer momento en que se sentaron, el día de su primera clase. —Transformaciones es una de las magias más complejas y peligrosas que aprenderéis en Hogwarts —dijo—. Cualquiera que pierda el tiempo en mi clase tendrá que irse y no podrá volver. Ya estáis prevenidos. Entonces transformó un escritorio en un cerdo y luego le devolvió su forma original. Todos estaban muy impresionados y no aguantaban las ganas de empezar, pero muy pronto se dieron cuenta de que pasaría mucho tiempo antes de que pudieran transformar muebles en animales. Después de hacer una cantidad de complicadas anotaciones, les dio a cada uno una cerilla para que intentaran convertirla en una aguja. Al final de la clase, sólo Hermione Granger había hecho algún cambio en la cerilla. La profesora McGonagall mostró a todos cómo se había vuelto plateada y puntiaguda, y dedicó a la niña una excepcional sonrisa. La clase que todos esperaban era Defensa Contra las Artes Oscuras, pero las lecciones de Quirrell resultaron ser casi una broma. Su aula tenía un fuerte olor a ajo, y todos decían que era para protegerse de un vampiro que había conocido en Rumania y del que tenía miedo de que volviera a buscarlo. Su turbante, les dijo, era un regalo de un príncipe africano como agradecimiento por haberlo liberado de un molesto zombi, pero ninguno creía demasiado en su historia. Por un lado, porque cuando Seamus Finnigan se mostró deseoso de saber cómo había derrotado al zombi, el profesor Quirrell se ruborizó y comenzó a hablar del tiempo, y por el otro, porque habían notado que el curioso olor salía del turbante, y los gemelos Weasley insistían en que estaba lleno de ajo, para proteger a Quirrell cuando el vampiro apareciera. Harry se sintió muy aliviado al descubrir que no estaba mucho más atrasado que los demás. Muchos procedían de familias muggles y, como él, no tenían ni idea de que eran brujas y magos. Había tantas cosas por aprender que ni siquiera un chico como Ron tenía mucha ventaja. El viernes fue un día importante para Harry y Ron. Por fin encontraron el camino hacia el Gran Comedor a la hora del desayuno, sin perderse ni una vez. —¿Qué tenemos hoy? —preguntó Harry a Ron, mientras echaba azúcar en sus cereales. —Pociones Dobles con los de Slytherin —respondió Ron—. Snape es el jefe de la casa Slytherin. Dicen que siempre los favorece a ellos… Ahora veremos si es verdad. —Ojalá McGonagall nos favoreciera a nosotros —dijo Harry. La profesora McGonagall era la jefa de la casa Gryffindor, pero eso no le había impedido darles una gran cantidad de deberes el día anterior. Justo en aquel momento llegó el correo. Harry ya se había acostumbrado, pero la primera mañana se impresionó un poco cuando unas cien lechuzas entraron súbitamente en el Gran Comedor durante el desayuno, volando sobre las mesas hasta encontrar a sus dueños, para dejarles caer encima cartas y paquetes. Hedwig no le había llevado nada hasta aquel día. Algunas veces volaba para mordisquearle una oreja y conseguir una tostada, antes de volver a dormir en la lechucería, con las otras lechuzas del colegio. Sin embargo, aquella mañana pasó volando entre la mermelada y la azucarera y dejó caer un sobre en el plato de Harry. Éste lo abrió de inmediato. Querido Harry (decía con letra desigual), sé que tienes las tardes del viernes libres, así que ¿te gustaría venir a tomar una taza de té conmigo, a eso de las tres? Quiero que me cuentes todo lo de tu primera semana. Envíame la respuesta con Hedwig. Hagrid Harry cogió prestada la pluma de Ron y contestó: «Sí, gracias, nos veremos más tarde», en la parte de atrás de la nota, y la envió con Hedwig. Fue una suerte que Hagrid hubiera invitado a Harry a tomar el té, porque la clase de Pociones resultó ser la peor cosa que le había ocurrido allí, hasta entonces. Al comenzar el banquete de la primera noche, Harry había pensado que no le caía bien al profesor Snape. Pero al final de la primera clase de Pociones supo que no se había equivocado. No era sólo que a Snape no le gustara Harry: lo detestaba. Las clases de Pociones se daban abajo, en un calabozo. Hacía mucho más frío allí que arriba, en la parte principal del castillo, y habría sido igualmente tétrico sin todos aquellos animales conservados, flotando en frascos de vidrio, por todas las paredes. Snape, como Flitwick, comenzó la clase pasando lista y, como Flitwick, se detuvo ante el nombre de Harry. —Ah, sí —murmuró—. Harry Potter. Nuestra nueva… celebridad. Draco Malfoy y sus amigos Crabbe y Goyle rieron tapándose la boca. Snape terminó de pasar lista y miró a la clase. Sus ojos eran tan negros como los de Hagrid, pero no tenían nada de su calidez. Eran fríos y vacíos y hacían pensar en túneles oscuros. —Vosotros estáis aquí para aprender la sutil ciencia y el arte exacto de hacer pociones —comenzó. Hablaba casi en un susurro, pero se le entendía todo. Como la profesora McGonagall, Snape tenía el don de mantener a la clase en silencio, sin ningún esfuerzo—. Aquí habrá muy poco de estúpidos movimientos de varita y muchos de vosotros dudaréis que esto sea magia. No espero que lleguéis a entender la belleza de un caldero hirviendo suavemente, con sus vapores relucientes, el delicado poder de los líquidos que se deslizan a través de las venas humanas, hechizando la mente, engañando los sentidos… Puedo enseñaros cómo embotellar la fama, preparar la gloria, hasta detener la muerte… si sois algo más que los alcornoques a los que habitualmente tengo que enseñar. Más silencio siguió a aquel pequeño discurso. Harry y Ron intercambiaron miradas con las cejas levantadas. Hermione Granger estaba sentada en el borde de la silla, y parecía desesperada por empezar a demostrar que ella no era un alcornoque. —¡Potter! —dijo de pronto Snape—. ¿Qué obtendré si añado polvo de raíces de asfódelo a una infusión de ajenjo? ¿Raíz en polvo de qué a una infusión de qué? Harry miró de reojo a Ron, que parecía tan desconcertado como él. La mano de Hermione se agitaba en el aire. —No lo sé, señor —contestó Harry. Los labios de Snape se curvaron en un gesto burlón. —Bah, bah… es evidente que la fama no lo es todo. No hizo caso de la mano de Hermione. —Vamos a intentarlo de nuevo, Potter. ¿Dónde buscarías si te digo que me encuentres un bezoar? Hermione agitaba la mano tan alta en el aire que no necesitaba levantarse del asiento para que la vieran, pero Harry no tenía la menor idea de lo que era un bezoar. Trató de no mirar a Malfoy y a sus amigos, que se desternillaban de risa. —No lo sé, señor. —Parece que no has abierto ni un libro antes de venir. ¿No es así, Potter? Harry se obligó a seguir mirando directamente aquellos ojos fríos. Sí había mirado sus libros en casa de los Dursley, pero ¿cómo esperaba Snape que se acordara de todo lo que había en Mil hierbas mágicas y hongos? Snape seguía haciendo caso omiso de la mano temblorosa de Hermione. —¿Cuál es la diferencia, Potter, entre acónito y luparia? Ante eso, Hermione se puso de pie, con el brazo extendido hacia el techo de la mazmorra. —No lo sé —dijo Harry con calma—. Pero creo que Hermione lo sabe. ¿Por qué no se lo pregunta a ella? Unos pocos rieron. Harry captó la mirada de Seamus, que le guiñó un ojo. Snape, sin embargo, no estaba complacido. —Siéntate —gritó a Hermione—. Para tu información, Potter, asfódelo y ajenjo producen una poción para dormir tan poderosa que es conocida como Filtro de Muertos en Vida. Un bezoar es una piedra sacada del estómago de una cabra y sirve para salvarte de la mayor parte de los venenos. En lo que se refiere a acónito y luparia, es la misma planta. Bueno, ¿por qué no lo estáis apuntando todo? Se produjo un súbito movimiento de plumas y pergaminos. Por encima del ruido, Snape dijo: —Y se le restará un punto a la casa Gryffindor por tu descaro, Potter. Las cosas no mejoraron para los Gryffindors a medida que continuaba la clase de Pociones. Snape los puso en parejas, para que mezclaran una poción sencilla para curar forúnculos. Se paseó con su larga capa negra, observando cómo pesaban ortiga seca y aplastaban colmillos de serpiente, criticando a todo el mundo salvo a Malfoy, que parecía gustarle. En el preciso momento en que les estaba diciendo a todos que miraran la perfección con que Malfoy había cocinado a fuego lento los pedazos de cuernos, multitud de nubes de un ácido humo verde y un fuerte silbido llenaron la mazmorra. De alguna forma, Neville se las había ingeniado para convertir el caldero de Seamus en un engrudo hirviente que se derramaba sobre el suelo, quemando y haciendo agujeros en los zapatos de los alumnos. En segundos, toda la clase estaba subida a sus taburetes, mientras que Neville, que se había empapado en la poción al volcarse sobre él el caldero, gemía de dolor; por sus brazos y piernas aparecían pústulas rojas. —¡Chico idiota! —dijo Snape con enfado, haciendo desaparecer la poción con un movimiento de su varita—. Supongo que añadiste las púas de erizo antes de sacar el caldero del fuego, ¿no? Neville lloriqueaba, mientras las pústulas comenzaban a aparecer en su nariz. —Llévelo a la enfermería —ordenó Snape a Seamus. Luego se acercó a Harry y Ron, que habían estado trabajando cerca de Neville. —Tú, Harry Potter. ¿Por qué no le dijiste que no pusiera las púas? Pensaste que si se equivocaba quedarías bien, ¿no es cierto? Éste es otro punto que pierdes para Gryffindor. Aquello era tan injusto que Harry abrió la boca para discutir, pero Ron le dio una patada por debajo del caldero. —No lo provoques —murmuró—. He oído decir que Snape puede ser muy desagradable. Una hora más tarde, cuando subían por la escalera para salir de las mazmorras, la mente de Harry era un torbellino y su ánimo estaba por los suelos. Había perdido dos puntos para Gryffindor en su primera semana… ¿Por qué Snape lo odiaba tanto? —Anímate —dijo Ron—. Snape siempre le quitaba puntos a Fred y a George. ¿Puedo ir a ver a Hagrid contigo? Salieron del castillo cinco minutos antes de las tres y cruzaron los terrenos que lo rodeaban. Hagrid vivía en una pequeña casa de madera, en el borde del bosque prohibido. Una ballesta y un par de botas de goma estaban al lado de la puerta delantera. Cuando Harry llamó a la puerta, oyeron unos frenéticos rasguños y varios ladridos. Luego se oyó la voz de Hagrid, diciendo: —Atrás, Fang, atrás. La gran cara peluda de Hagrid apareció al abrirse la puerta. —Entrad —dijo—. Atrás, Fang. Los dejó entrar, tirando del collar de un imponente perro negro. Había una sola estancia. Del techo colgaban jamones y faisanes, una cazuela de cobre hervía en el fuego y en un rincón había una cama enorme con una manta hecha de remiendos. —Estáis en vuestra casa —dijo Hagrid, soltando a Fang, que se lanzó contra Ron y comenzó a lamerle las orejas. Como Hagrid, Fang era evidentemente mucho menos feroz de lo que parecía. —Éste es Ron —dijo Harry a Hagrid, que estaba volcando el agua hirviendo en una gran tetera y sirviendo pedazos de pastel. —Otro Weasley, ¿verdad? —dijo Hagrid, mirando de reojo las pecas de Ron—. Me he pasado la mitad de mi vida ahuyentando a tus hermanos gemelos del bosque. El pastel casi les rompió los dientes, pero Harry y Ron fingieron que les gustaba, mientras le contaban a Hagrid todo lo referente a sus primeras clases. Fang tenía la cabeza apoyada sobre la rodilla de Harry y babeaba sobre su túnica. Harry y Ron se quedaron fascinados al oír que Hagrid llamaba a Filch «ese viejo bobo». —Y en lo que se refiere a esa gata, la Señora Norris, me gustaría presentársela un día a Fang. ¿Sabéis que cada vez que voy al colegio me sigue todo el tiempo? No me puedo librar de ella. Filch la envía a hacerlo. Harry le contó a Hagrid lo de la clase de Snape. Hagrid, como Ron, le dijo a Harry que no se preocupara, que a Snape no le gustaba ninguno de sus alumnos. —Pero realmente parece que me odie. —¡Tonterías! —dijo Hagrid—. ¿Por qué iba a hacerlo? Sin embargo, Harry no podía dejar de pensar en que Hagrid había mirado hacia otro lado cuando dijo aquello. —¿Y cómo está tu hermano Charlie? —preguntó Hagrid a Ron—. Me gustaba mucho, era muy bueno con los animales. Harry se preguntó si Hagrid no estaba cambiando de tema a propósito. Mientras Ron le hablaba a Hagrid del trabajo de Charles con los dragones, Harry miró el recorte del periódico que estaba sobre la mesa. Era de El Profeta. RECIENTE ASALTO EN GRINGOTTS Continúan las investigaciones del asalto que tuvo lugar en Gringotts el 31 de julio. Se cree que se debe al trabajo de oscuros magos y brujas desconocidos. Los duendes de Gringotts insisten en que no se han llevado nada. La cámara que se registró había sido vaciada aquel mismo día. «Pero no vamos a decirles qué había allí, así que mantengan las narices fuera de esto, si saben lo que les conviene», declaró esta tarde un duende portavoz de Gringotts. Harry recordó que Ron le había contado en el tren que alguien había tratado de robar en Gringotts, pero su amigo no había mencionado la fecha. —¡Hagrid! —dijo Harry—. ¡Ese robo en Gringotts sucedió el día de mi cumpleaños! ¡Pudo haber sucedido mientras estábamos allí! Aquella vez no tuvo dudas: Hagrid decididamente evitó su mirada. Gruñó y le ofreció más pastel. Harry volvió a leer la nota. «La cámara que se registró había sido vaciada aquel mismo día.» Hagrid había vaciado la cámara setecientos trece, si puede llamarse vaciarla a sacar un paquetito arrugado. ¿Sería eso lo que estaban buscando los ladrones? Mientras Harry y Ron regresaban al castillo para cenar, con los bolsillos llenos del pétreo pastel que fueron demasiado amables para rechazar, Harry pensaba que ninguna de las clases le había hecho reflexionar tanto como aquella merienda con Hagrid. ¿Hagrid habría sacado el paquete justo a tiempo? ¿Dónde podía estar? ¿Sabría algo sobre Snape que no quería decirle? CAPÍTULO 9 El duelo a medianoche H nunca había creído que pudiera existir un chico al que detestara más que a Dudley, pero eso era antes de haber conocido a Draco Malfoy. Sin embargo, los de primer año de Gryffindor sólo compartían con los de Slytherin la clase de Pociones, así que no tenía que encontrarse mucho con él. O, al menos, así era hasta que apareció una noticia en la sala común de Gryffindor, que los hizo protestar a todos. Las lecciones de vuelo comenzarían el jueves… y Gryffindor y Slytherin aprenderían juntos. —Perfecto —dijo en tono sombrío Harry—. Justo lo que siempre he deseado. Hacer el ridículo sobre una escoba delante de Malfoy. Deseaba aprender a volar más que ninguna otra cosa. —No sabes aún si vas a hacer un papelón —dijo razonablemente Ron —. De todos modos, sé que Malfoy siempre habla de lo bueno que es en quidditch, pero seguro que es pura palabrería. La verdad es que Malfoy hablaba mucho sobre volar. Se quejaba en voz alta porque los de primer año nunca estaban en los equipos de quidditch y contaba largas y jactanciosas historias, que siempre acababan con él escapando de helicópteros pilotados por muggles. Pero no era el único: por ARRY la forma de hablar de Seamus Finnigan, parecía que había pasado toda la infancia volando por el campo con su escoba. Hasta Ron podía contar a quien quisiera oírlo que una vez casi había chocado contra un planeador con la vieja escoba de Charles. Todos los que procedían de familias de magos hablaban constantemente de quidditch. Ron ya había tenido una gran discusión con Dean Thomas, que compartía el dormitorio con ellos, sobre fútbol. Ron no podía ver qué tenía de excitante un juego con una sola pelota, donde nadie podía volar. Harry había descubierto a Ron tratando de animar un cartel de Dean en que aparecía el equipo de fútbol de West Ham, para hacer que los jugadores se movieran. Neville no había tenido una escoba en toda su vida, porque su abuela no se lo permitía. Harry pensó que ella había actuado correctamente, dado que Neville se las ingeniaba para tener un número extraordinario de accidentes, incluso con los dos pies en tierra. Hermione Granger estaba casi tan nerviosa como Neville con el tema del vuelo. Eso era algo que no se podía aprender de memoria en los libros, aunque lo había intentado. En el desayuno del jueves, aburrió a todos con estúpidas notas sobre el vuelo que había encontrado en un libro de la biblioteca, llamado Quidditch a través de los tiempos. Neville estaba pendiente de cada palabra, desesperado por encontrar algo que lo ayudara más tarde con su escoba, pero todos los demás se alegraron mucho cuando la lectura de Hermione fue interrumpida por la llegada del correo. Harry no había recibido una sola carta desde la nota de Hagrid, algo que Malfoy ya había notado, por supuesto. La lechuza de Malfoy siempre le llevaba de su casa paquetes con golosinas, que el muchacho abría con perversa satisfacción en la mesa de Slytherin. Un lechuzón entregó a Neville un paquetito de parte de su abuela. Lo abrió excitado y les enseñó una bola de cristal, del tamaño de una gran canica, que parecía llena de humo blanco. —¡Es una recordadora! —explicó—. La abuela sabe que olvido cosas y esto te dice si hay algo que te has olvidado de hacer. Mirad, uno la sujeta así, con fuerza, y si se vuelve roja… oh… —se puso pálido, porque la recordadora súbitamente se tiñó de un brillo escarlata—… es que has olvidado algo… Neville estaba tratando de recordar qué era lo que había olvidado, cuando Draco Malfoy, que pasaba al lado de la mesa de Gryffindor, le quitó la recordadora de las manos. Harry y Ron saltaron de sus asientos. En realidad, deseaban tener un motivo para pelearse con Malfoy, pero la profesora McGonagall, que detectaba problemas más rápido que ningún otro profesor del colegio, ya estaba allí. —¿Qué sucede? —Malfoy me ha quitado mi recordadora, profesora. Con aire ceñudo, Malfoy dejó rápidamente la recordadora sobre la mesa. —Sólo la miraba —dijo, y se alejó, seguido por Crabbe y Goyle. Aquella tarde, a las tres y media, Harry, Ron y los otros Gryffindors bajaron corriendo los escalones delanteros, hacia el parque, para asistir a su primera clase de vuelo. Era un día claro y ventoso. La hierba se agitaba bajo sus pies mientras marchaban por el terreno inclinado en dirección a un prado que estaba al otro lado del bosque prohibido, cuyos árboles se agitaban tenebrosamente en la distancia. Los Slytherins ya estaban allí, y también las veinte escobas, cuidadosamente alineadas en el suelo. Harry había oído a Fred y a George Weasley quejarse de las escobas del colegio, diciendo que algunas comenzaban a vibrar si uno volaba muy alto, o que siempre volaban ligeramente torcidas hacia la izquierda. Entonces llegó la profesora, la señora Hooch. Era baja, de pelo canoso y ojos amarillos como los de un halcón. —Bueno ¿qué estáis esperando? —bramó—. Cada uno al lado de una escoba. Vamos, rápido. Harry miró su escoba. Era vieja y algunas de las ramitas de paja sobresalían formando ángulos extraños. —Extended la mano derecha sobre la escoba —les indicó la señora Hooch— y decid «arriba». —¡ARRIBA! —gritaron todos. La escoba de Harry saltó de inmediato en sus manos, pero fue uno de los pocos que lo consiguió. La de Hermione Granger no hizo más que rodar por el suelo y la de Neville no se movió en absoluto. «A lo mejor las escobas saben, como los caballos, cuándo tienes miedo», pensó Harry, y había un temblor en la voz de Neville que indicaba, demasiado claramente, que deseaba mantener sus pies en la tierra. Luego, la señora Hooch les enseñó cómo montarse en la escoba, sin deslizarse hasta la punta, y recorrió la fila, corrigiéndoles la forma de sujetarla. Harry y Ron se alegraron muchísimo cuando la profesora dijo a Malfoy que lo había estado haciendo mal durante todos esos años. —Ahora, cuando haga sonar mi silbato, dais una fuerte patada —dijo la señora Hooch—. Mantened las escobas firmes, elevaos un metro o dos y luego bajad inclinándoos suavemente. Preparados… tres… dos… Pero Neville, nervioso y temeroso de quedarse en tierra, dio la patada antes de que sonara el silbato. —¡Vuelve, muchacho! —gritó, pero Neville subía en línea recta, como el corcho de una botella… Cuatro metros… seis metros… Harry le vio la cara pálida y asustada, mirando hacia el terreno que se alejaba, lo vio jadear, deslizarse hacia un lado de la escoba y… BUM… Un ruido horrible y Neville quedó tirado en la hierba. Su escoba seguía subiendo, cada vez más alto, hasta que comenzó a torcer hacia el bosque prohibido y desapareció de la vista. La señora Hooch se inclinó sobre Neville, con el rostro tan blanco como el del chico. —La muñeca fracturada —la oyó murmurar Harry—. Vamos, muchacho… Está bien… A levantarse. Se volvió hacia el resto de la clase. —No debéis moveros mientras llevo a este chico a la enfermería. Dejad las escobas donde están o estaréis fuera de Hogwarts más rápido de lo que tardéis en decir quidditch. Vamos, hijo. Neville, con la cara surcada de lágrimas y agarrándose la muñeca, cojeaba al lado de la señora Hooch, que lo sostenía. Casi antes de que pudieran marcharse, Malfoy ya se estaba riendo a carcajadas. —¿Habéis visto la cara de ese gran zoquete? Los otros Slytherins le hicieron coro. —¡Cierra la boca, Malfoy! —dijo Parvati Patil en tono cortante. —Oh, ¿estás enamorada de Longbottom? —dijo Pansy Parkinson, una chica de Slytherin de rostro duro—. Nunca pensé que te podían gustar los gorditos llorones, Parvati. —¡Mirad! —dijo Malfoy, agachándose y recogiendo algo de la hierba —. Es esa cosa estúpida que le mandó la abuela a Longbottom. La recordadora brillaba al sol cuando la cogió. —Trae eso aquí, Malfoy —dijo Harry con calma. Todos dejaron de hablar para observarlos. Malfoy sonrió con malignidad. —Creo que voy a dejarla en algún sitio para que Longbottom la busque… ¿Qué os parece… en la copa de un árbol? —¡Tráela aquí! —rugió Harry, pero Malfoy había subido a su escoba y se alejaba. No había mentido, sabía volar. Desde las ramas más altas de un roble lo llamó: —¡Ven a buscarla, Potter! Harry cogió su escoba. —¡No! —gritó Hermione Granger—. La señora Hooch dijo que no nos moviéramos. Nos vas a meter en un lío. Harry no le hizo caso. Le ardían las orejas. Se montó en su escoba, pegó una fuerte patada y subió. El aire agitaba su pelo y su túnica, silbando tras él y, en un relámpago de feroz alegría, se dio cuenta de que había descubierto algo que podía hacer sin que se lo enseñaran. Era fácil, era maravilloso. Empujó su escoba un poquito más, para volar más alto, y oyó los gritos y gemidos de las chicas que lo miraban desde abajo, y una exclamación admirada de Ron. Dirigió su escoba para enfrentarse a Malfoy en el aire. Éste lo miró asombrado. —¡Déjala —gritó Harry— o te bajaré de esa escoba! —Ah, ¿sí? —dijo Malfoy, tratando de burlarse, pero con tono preocupado. Harry sabía, de alguna manera, lo que tenía que hacer. Se inclinó hacia delante, cogió la escoba con las dos manos y se lanzó sobre Malfoy como una jabalina. Malfoy pudo apartarse justo a tiempo, Harry dio la vuelta y mantuvo firme la escoba. Abajo, algunos aplaudían. —Aquí no están Crabbe y Goyle para salvarte, Malfoy —exclamó Harry. Parecía que Malfoy también lo había pensado. —¡Atrápala si puedes, entonces! —gritó. Tiró la bola de cristal hacia arriba y bajó a tierra con su escoba. Harry vio, como si fuera a cámara lenta, que la bola se elevaba en el aire y luego comenzaba a caer. Se inclinó hacia delante y apuntó el mango de la escoba hacia abajo. Al momento siguiente, estaba ganando velocidad en la caída, persiguiendo a la bola, con el viento silbando en sus orejas mezclándose con los gritos de los que miraban. Extendió la mano y, a unos metros del suelo, la atrapó, justo a tiempo para enderezar su escoba y descender suavemente sobre la hierba, con la recordadora a salvo. —¡HARRY POTTER! Su corazón latió más rápido que nunca. La profesora McGonagall corría hacia ellos. Se puso de pie, temblando. —Nunca… en todos mis años en Hogwarts… La profesora McGonagall estaba casi muda de la impresión, y sus gafas centelleaban de furia. —¿Cómo te has atrevido…? Podrías haberte roto el cuello… —No fue culpa de él, profesora… —Silencio, Parvati. —Pero Malfoy… —Ya es suficiente, Weasley. Harry Potter, ven conmigo. En aquel momento, Harry pudo ver el aire triunfal de Malfoy, Crabbe y Goyle, mientras andaba inseguro tras la profesora McGonagall, de vuelta al castillo. Lo iban a expulsar, lo sabía. Quería decir algo para defenderse, pero no podía controlar su voz. La profesora McGonagall andaba muy rápido, sin siquiera mirarlo. Tenía que correr para alcanzarla. Esta vez sí que lo había hecho. No había durado ni dos semanas. En diez minutos estaría haciendo su maleta. ¿Qué dirían los Dursley cuando lo vieran llegar a la puerta de su casa? Subieron por los peldaños delanteros y después por la escalera de mármol. La profesora McGonagall seguía sin hablar. Abría puertas y andaba por los pasillos, con Harry corriendo tristemente tras ella. Tal vez lo llevaba ante Dumbledore. Pensó en Hagrid, expulsado, pero con permiso para quedarse como guardabosque. Quizá podría ser el ayudante de Hagrid. Se le revolvió el estómago al imaginarse observando a Ron y los otros convirtiéndose en magos, mientras él andaba por ahí, llevando la bolsa de Hagrid. La profesora McGonagall se detuvo ante un aula. Abrió la puerta y asomó la cabeza. —Discúlpeme, profesor Flitwick. ¿Puedo llevarme a Wood un momento? «¿Wood? —pensó Harry aterrado—. ¿Wood sería el encargado de aplicar los castigos físicos?» Pero Wood era sólo un muchacho corpulento de quinto año, que salió de la clase de Flitwick con aire confundido. —Seguidme los dos —dijo la profesora McGonagall. Avanzaron por el pasillo, Wood mirando a Harry con curiosidad. —Aquí. La profesora McGonagall señaló un aula en la que sólo estaba Peeves, ocupado en escribir groserías en la pizarra. —¡Fuera, Peeves! —dijo con ira la profesora. Peeves tiró la tiza en un cubo y se marchó maldiciendo. La profesora McGonagall cerró la puerta y se volvió para encararse con los muchachos. —Potter, éste es Oliver Wood. Wood, te he encontrado un buscador. La expresión de intriga de Wood se convirtió en deleite. —¿Está segura, profesora? —Totalmente —dijo la profesora con vigor—. Este chico tiene un talento natural. Nunca vi nada parecido. ¿Ésta ha sido tu primera vez con la escoba, Potter? Harry asintió con la cabeza en silencio. No tenía una explicación para lo que estaba sucediendo, pero le parecía que no lo iban a expulsar y comenzaba a sentirse más seguro. —Atrapó esa cosa con la mano, después de un vuelo de quince metros —explicó la profesora a Wood—. Ni un rasguño. Charlie Weasley no lo habría hecho mejor. Wood parecía pensar que todos sus sueños se habían hecho realidad. —¿Alguna vez has visto un partido de quidditch, Potter? —preguntó excitado. —Wood es el capitán del equipo de Gryffindor —aclaró la profesora McGonagall. —Y tiene el cuerpo indicado para ser buscador —dijo Wood, paseando alrededor de Harry y observándolo con atención—. Ligero, veloz… Vamos a tener que darle una escoba decente, profesora, una Nimbus 2000 o una Barredora 7. —Hablaré con el profesor Dumbledore para ver si podemos suspender la regla del primer año. Los cielos saben que necesitamos un equipo mejor que el del año pasado. Fuimos aplastados por Slytherin en ese último partido. No pude mirar a la cara a Severus Snape en varias semanas… La profesora McGonagall observó con severidad a Harry, por encima de sus gafas. —Quiero oír que te entrenas mucho, Potter, o cambiaré de idea sobre tu castigo. Luego, súbitamente, sonrió. —Tu padre habría estado orgulloso —dijo—. Era un excelente jugador de quidditch. —Es una broma. Era la hora de la cena. Harry había terminado de contarle a Ron todo lo sucedido cuando dejó el parque con la profesora McGonagall. Ron tenía un trozo de pastel de carne y riñones en el tenedor, pero se olvidó de llevárselo a la boca. —¿Buscador? —dijo—. Pero los de primer año nunca… Serías el jugador más joven en… —Un siglo —terminó Harry, metiéndose un trozo de pastel en la boca. Tenía muchísima hambre después de toda la excitación de la tarde—. Wood me lo dijo. Ron estaba tan sorprendido e impresionado que se quedó mirándolo boquiabierto. —Tengo que empezar a entrenarme la semana que viene —dijo Harry —. Pero no se lo digas a nadie, Wood quiere mantenerlo en secreto. Fred y George Weasley aparecieron en el comedor, vieron a Harry y se acercaron rápidamente. —Bien hecho —dijo George en voz baja—. Wood nos lo contó. Nosotros también estamos en el equipo. Somos golpeadores. —Te lo aseguro, vamos a ganar la copa de quidditch este curso —dijo Fred—. No la ganamos desde que Charlie se fue, pero el equipo de este año será muy bueno. Tienes que hacerlo bien, Harry. Wood casi saltaba cuando nos lo contó. —Bueno, tenemos que irnos. Lee Jordan cree que ha descubierto un nuevo pasadizo secreto, fuera del colegio. —Seguro que es el que hay detrás de la estatua de Gregory el Pelota, que nosotros encontramos en nuestra primera semana. Fred y George acababan de desaparecer, cuando se presentaron unos visitantes mucho menos agradables. Malfoy, flanqueado por Crabbe y Goyle. —¿Comiendo la última cena, Potter? ¿Cuándo coges el tren para volver con los muggles? —Eres mucho más valiente ahora que has vuelto a tierra firme y tienes a tus «amiguitos» —dijo fríamente Harry. Por supuesto que en Crabbe y Goyle no había nada que justificara el diminutivo, pero como la mesa de los profesores estaba llena, no podían hacer más que crujir los nudillos y mirarlo con el ceño fruncido. —Nos veremos cuando quieras —dijo Malfoy—. Esta noche, si quieres. Un duelo de magos. Sólo varitas, nada de contacto. ¿Qué pasa? Nunca has oído hablar de duelos de magos, ¿verdad? —Por supuesto que sí —dijo Ron, interviniendo—. Yo soy su padrino. ¿Cuál es el tuyo? Malfoy miró a Crabbe y Goyle, valorándolos. —Crabbe —respondió—. A medianoche, ¿de acuerdo? Nos encontraremos en el salón de los trofeos, nunca se cierra con llave. Cuando Malfoy se fue, Ron y Harry se miraron. —¿Qué es un duelo de magos? —preguntó Harry—. ¿Y qué quiere decir que seas mi padrino? —Bueno, un padrino es el que se hace cargo, si te matan —dijo Ron sin darle importancia. Al ver la expresión de Harry, añadió rápidamente—: Pero la gente sólo muere en los duelos reales, ya sabes, con magos de verdad. Lo máximo que podéis hacer Malfoy y tú es mandaros chispas uno al otro. Ninguno sabe suficiente magia para hacer verdadero daño. De todos modos, seguro que él esperaba que te negaras. —¿Y si levanto mi varita y no sucede nada? —La tiras y le das un puñetazo en la nariz —le sugirió Ron. —Disculpad. Los dos miraron. Era Hermione Granger. —¿No se puede comer en paz en este lugar? —dijo Ron. Hermione no le hizo caso y se dirigió a Harry. —No pude dejar de oír lo que tú y Malfoy estabais diciendo… —No esperaba otra cosa —murmuró Ron. —… y no debes andar por el colegio de noche. Piensa en los puntos que perderás para Gryffindor si te atrapan, y lo harán. La verdad es que es muy egoísta de tu parte. —Y la verdad es que no es asunto tuyo —respondió Harry. —Adiós —añadió Ron. De todos modos, pensó Harry, aquello no era lo que llamaría un perfecto final para el día. Estaba acostado, despierto, oyendo dormir a Seamus y a Dean (Neville no había regresado de la enfermería). Ron había pasado toda la velada dándole consejos del tipo de: «Si trata de maldecirte, será mejor que te escapes, porque no recuerdo cómo se hace para pararlo.» Tenían grandes probabilidades de que los atraparan Filch o la Señora Norris, y Harry sintió que estaba abusando de su suerte al transgredir otra regla del colegio en un mismo día. Por otra parte, el rostro burlón de Malfoy se le aparecía en la oscuridad, y aquélla era la gran oportunidad de vencerlo frente a frente. No podía perderla. —Once y media —murmuró finalmente Ron—. Mejor nos vamos ya. Se pusieron las batas, cogieron sus varitas y se lanzaron a través del dormitorio de la torre. Bajaron la escalera de caracol y entraron en la sala común de Gryffindor. Todavía brillaban algunas brasas en la chimenea, haciendo que todos los sillones parecieran sombras negras. Ya casi habían llegado al retrato, cuando una voz habló desde un sillón cercano. —No puedo creer que vayas a hacer esto, Harry. Una luz brilló. Era Hermione Granger, con el rostro ceñudo y una bata rosada. —¡Tú! —dijo Ron furioso—. ¡Vuelve a la cama! —Estuve a punto de decírselo a tu hermano —contestó enfadada Hermione—. Percy es el prefecto y puede deteneros. Harry no podía creer que alguien fuera tan entrometido. —Vamos —dijo a Ron. Empujó el retrato de la Dama Gorda y se metió por el agujero. Hermione no iba a rendirse tan fácilmente. Siguió a Ron a través del agujero, gruñendo como una gansa enfadada. —No os importa Gryffindor, ¿verdad? Sólo os importa lo vuestro. Yo no quiero que Slytherin gane la copa de las casas y vosotros vais a perder todos los puntos que yo conseguí de la profesora McGonagall por conocer los encantamientos para cambios. —Vete. —Muy bien, pero os he avisado. Recordad todo lo que os he dicho cuando estéis en el tren volviendo a casa mañana. Sois tan… Pero lo que eran no lo supieron. Hermione había retrocedido hasta el retrato de la Dama Gorda, para volver, y descubrió que la tela estaba vacía. La Dama Gorda se había ido a una visita nocturna y Hermione estaba encerrada, fuera de la torre de Gryffindor. —¿Y ahora qué voy a hacer? —preguntó con tono agudo. —Ése es tu problema —dijo Ron—. Nosotros tenemos que irnos o llegaremos tarde. No habían llegado al final del pasillo cuando Hermione los alcanzó. —Voy con vosotros —dijo. —No lo harás. —¿No creeréis que me voy a quedar aquí, esperando a que Filch me atrape? Si nos encuentra a los tres, yo le diré la verdad, que estaba tratando de deteneros, y vosotros me apoyaréis. —Eres una caradura —dijo Ron en voz alta. —Callaos los dos —dijo Harry en tono cortante—. He oído algo. Era una especie de respiración. —¿La Señora Norris? —resopló Ron, tratando de ver en la oscuridad. No era la Señora Norris. Era Neville. Estaba enroscado en el suelo, medio dormido, pero se despertó súbitamente al oírlos. —¡Gracias a Dios que me habéis encontrado! Hace horas que estoy aquí. No podía recordar el nuevo santo y seña para irme a la cama. —No hables tan alto, Neville. El santo y seña es «hocico de cerdo», pero ahora no te servirá, porque la Dama Gorda se ha ido no sé dónde. —¿Cómo está tu muñeca? —preguntó Harry. —Bien —contestó, enseñándosela—. La señora Pomfrey me la arregló en un minuto. —Bueno, mira, Neville, tenemos que ir a otro sitio. Nos veremos más tarde… —¡No me dejéis! —dijo Neville, tambaleándose—. No quiero quedarme aquí solo. El Barón Sanguinario ya ha pasado dos veces. Ron miró su reloj y luego echó una mirada furiosa a Hermione y Neville. —Si nos atrapan por vuestra culpa, no descansaré hasta aprender esa Maldición de los Demonios, de la que nos habló Quirrell, y la utilizaré contra vosotros. Hermione abrió la boca, tal vez para decir a Ron cómo utilizar la Maldición de los Demonios, pero Harry susurró que se callara y les hizo señas para que avanzaran. Se deslizaron por pasillos iluminados por el claro de luna, que entraba por los altos ventanales. En cada esquina, Harry esperaba chocar con Filch o la Señora Norris, pero tuvieron suerte. Subieron rápidamente por una escalera hasta el tercer piso y entraron de puntillas en el salón de los trofeos. Malfoy y Crabbe todavía no habían llegado. Las vitrinas con trofeos brillaban cuando las iluminaba la luz de la luna. Copas, escudos, bandejas y estatuas, oro y plata reluciendo en la oscuridad. Fueron bordeando las paredes, vigilando las puertas en cada extremo del salón. Harry empuñó su varita, por si Malfoy aparecía de golpe. Los minutos pasaban. —Se está retrasando, tal vez se ha acobardado —susurró Ron. Entonces un ruido en la habitación de al lado los hizo saltar. Harry ya había levantado su varita cuando oyeron unas voces. No era Malfoy. —Olfatea por ahí, mi tesoro. Pueden estar escondidos en un rincón. Era Filch, hablando con la Señora Norris. Aterrorizado, Harry gesticuló salvajemente para que los demás lo siguieran lo más rápido posible. Se escurrieron silenciosamente hacia la puerta más alejada de la voz de Filch. Neville acababa de pasar, cuando oyeron que Filch entraba en el salón de los trofeos. —Tienen que estar en algún lado —lo oyeron murmurar—. Probablemente se han escondido. —¡Por aquí! —señaló Harry a los otros y, aterrados, comenzaron a atravesar una larga galería, llena de armaduras. Podían oír los pasos de Filch, acercándose a ellos. Súbitamente, Neville dejó escapar un chillido de miedo y empezó a correr, tropezó, se aferró a la muñeca de Ron y se golpearon contra una armadura. Los ruidos eran suficientes para despertar a todo el castillo. —¡CORRED! —exclamó Harry, y los cuatro se lanzaron por la galería, sin darse la vuelta para ver si Filch los seguía. Pasaron por el quicio de la puerta y corrieron de un pasillo a otro, Harry delante, sin tener ni idea de dónde estaban o adónde iban. Se metieron a través de un tapiz y se encontraron en un pasadizo oculto, lo siguieron y llegaron cerca del aula de Encantamientos, que sabían que estaba a kilómetros del salón de trofeos. —Creo que lo hemos despistado —dijo Harry, apoyándose contra la pared fría y secándose la frente. Neville estaba doblado en dos, respirando con dificultad. —Te… lo… dije —añadió Hermione, apretándose el pecho—. Te… lo… dije. —Tenemos que regresar a la torre Gryffindor —dijo Ron— lo más rápido posible. —Malfoy te engañó —dijo Hermione a Harry—. Te has dado cuenta, ¿no? No pensaba venir a encontrarse contigo. Filch sabía que iba a haber gente en el salón de los trofeos. Malfoy debió de avisarle. Harry pensó que probablemente tenía razón, pero no iba a decírselo. —Vamos. No sería tan sencillo. No habían dado más de una docena de pasos, cuando se movió un pestillo y alguien salió de un aula que estaba frente a ellos. Era Peeves. Los vio y dejó escapar un grito de alegría. —Cállate, Peeves, por favor… Nos vas a delatar. Peeves cacareó. —¿Vagabundeando a medianoche, novatos? No, no, no. Malitos, malitos, os agarrarán del cuellecito. —No, si no nos delatas, Peeves, por favor. —Debo decírselo a Filch, debo hacerlo —dijo Peeves, con voz de santurrón, pero sus ojos brillaban malévolamente—. Es por vuestro bien, ya lo sabéis. —Quítate de en medio —ordenó Ron, y le dio un golpe a Peeves. Aquello fue un gran error. —¡ALUMNOS FUERA DE LA CAMA! —gritó Peeves—. ¡ALUMNOS FUERA DE LA CAMA, EN EL PASILLO DE LOS ENCANTAMIENTOS! Pasaron debajo de Peeves y corrieron como para salvar sus vidas, recto hasta el final del pasillo, donde chocaron contra una puerta… que estaba cerrada. —¡Estamos listos! —gimió Ron, mientras empujaban inútilmente la puerta—. ¡Esto es el final! Podían oír las pisadas: Filch corría lo más rápido que podía hacia el lugar de donde procedían los gritos de Peeves. —Oh, muévete —ordenó Hermione. Cogió la varita de Harry, golpeó la cerradura y susurró—: ¡Alohomora! El pestillo hizo un clic y la puerta se abrió. Pasaron todos, la cerraron rápidamente y se quedaron escuchando. —¿Adónde han ido, Peeves? —decía Filch—. Rápido, dímelo. —Di «por favor». —No me fastidies, Peeves. Dime adónde fueron. —Te diré algo si me lo pides por favor —dijo Peeves, con su molesta vocecita. —Muy bien…, por favor. —¡ALGO! Ja, ja. Te dije que te diría algo si me lo pedías por favor. ¡Ja, ja! —Y oyeron a Peeves alejándose y a Filch maldiciendo enfurecido. —Él cree que esta puerta está cerrada —susurró Harry—. Creo que nos vamos a escapar. ¡Suéltame, Neville! —Porque Neville le tiraba de la manga desde hacia un minuto—. ¿Qué pasa? Harry se dio la vuelta y vio, claramente, lo que pasaba. Durante un momento, pensó que estaba en una pesadilla: aquello era demasiado, después de todo lo que había sucedido. No estaban en una habitación, como él había pensado. Era un pasillo. El pasillo prohibido del tercer piso. Y ya sabían por qué estaba prohibido. Estaban mirando directamente a los ojos de un perro monstruoso, un perro que llenaba todo el espacio entre el suelo y el techo. Tenía tres cabezas, seis ojos enloquecidos, tres narices que olfateaban en dirección a ellos y tres bocas chorreando saliva entre los amarillentos colmillos. Estaba casi inmóvil, con los seis ojos fijos en ellos, y Harry supo que la única razón por la que no los había matado ya era porque la súbita aparición lo había cogido por sorpresa. Pero se recuperaba rápidamente: sus profundos gruñidos eran inconfundibles. Harry abrió la puerta. Entre Filch y la muerte, prefería a Filch. Retrocedieron y Harry cerró la puerta tras ellos. Corrieron, casi volaron por el pasillo. Filch debía de haber ido a buscarlos a otro lado, porque no lo vieron. Pero no les importaba: lo único que querían era alejarse del monstruo. No dejaron de correr hasta que alcanzaron el retrato de la Señora Gorda en el séptimo piso. —¿Dónde os habíais metido? —les preguntó, mirando sus rostros sudorosos y rojos y sus batas desabrochadas, colgando de sus hombros. —No importa… «Hocico de cerdo, hocico de cerdo» —jadeó Harry, y el retrato se movió para dejarlos pasar. Se atropellaron para entrar en la sala común y se desplomaron en los sillones. Pasó un rato antes de que nadie hablara. Neville, por otra parte, parecía que nunca más podría decir una palabra. —¿Qué pretenden, teniendo una cosa así encerrada en el colegio? — dijo finalmente Ron—. Si algún perro necesita ejercicio, es ése. Hermione había recuperado el aliento y el mal carácter. —¿Es que no tenéis ojos en la cara? —dijo enfadada—. ¿No visteis lo que había debajo de él? —¿El suelo? —sugirió Harry—. No miré sus patas, estaba demasiado ocupado observando sus cabezas. —No, el suelo no. Estaba encima de una trampilla. Es evidente que está vigilando algo. Se puso de pie, mirándolos indignada. —Espero que estéis satisfechos. Nos podía haber matado. O peor, expulsado. Ahora, si no os importa, me voy a la cama. Ron la contempló boquiabierto. —No, no nos importa —dijo—. Nosotros no la hemos arrastrado, ¿no? Pero Hermione le había dado a Harry algo más para pensar, mientras se metía en la cama. El perro vigilaba algo… ¿Qué había dicho Hagrid? Gringotts era el lugar más seguro del mundo para cualquier cosa que uno quisiera ocultar… excepto tal vez Hogwarts. Parecía que Harry había descubierto dónde estaba el paquetito arrugado de la cámara setecientos trece. CAPÍTULO 10 Halloween M no podía creer lo que veían sus ojos, cuando vio que Harry y Ron todavía estaban en Hogwarts al día siguiente, con aspecto cansado pero muy alegres. En realidad, por la mañana Harry y Ron pensaron que el encuentro con el perro de tres cabezas había sido una excelente aventura, y ya estaban preparados para tener otra. Mientras tanto, Harry le habló a Ron del paquete que había sido llevado de Gringotts a Hogwarts, y pasaron largo rato preguntándose qué podía ser aquello para necesitar una protección así. —Es algo muy valioso, o muy peligroso —dijo Ron. —O las dos cosas —opinó Harry. Pero como lo único que sabían con seguridad del misterioso objeto era que tenía unos cinco centímetros de largo, no tenían muchas posibilidades de adivinarlo sin otras pistas. Ni Neville ni Hermione demostraron el menor interés en lo que había debajo del perro y la trampilla. Lo único que le importaba a Neville era no volver a acercarse nunca más al animal. Hermione se negaba a hablar con Harry y Ron, pero como era una sabihonda mandona, los chicos lo consideraron como un premio. Lo que realmente deseaban en aquel momento era poder vengarse de Malfoy y, ALFOY para su gran satisfacción, la posibilidad llegó una semana más tarde, por correo. Mientras las lechuzas volaban por el Gran Comedor, como de costumbre, la atención de todos se fijó de inmediato en un paquete largo y delgado, que llevaban seis lechuzas blancas. Harry estaba tan interesado como los demás en ver qué contenía, y se sorprendió mucho cuando las lechuzas bajaron y dejaron el paquete frente a él, tirando al suelo su tocino. Se estaban alejando, cuando otra lechuza dejó caer una carta sobre el paquete. Harry abrió el sobre para leer primero la carta y fue una suerte, porque decía: NO ABRAS EL PAQUETE EN LA MESA. Contiene tu nueva Nimbus 2000, pero no quiero que todos sepan que te han comprado una escoba, porque también querrán una. Oliver Wood te esperará esta noche en el campo de quidditch a las siete, para tu primera sesión de entrenamiento. Profesora McGonagall Harry tuvo dificultades para ocultar su alegría, mientras le alcanzaba la nota a Ron. —¡Una Nimbus 2000! —gimió Ron con envidia—. Yo nunca he tocado ninguna. Salieron rápidamente del comedor para abrir el paquete en privado, antes de la primera clase, pero a mitad de camino se encontraron con Crabbe y Goyle, que les cerraban el camino. Malfoy le quitó el paquete a Harry y lo examinó. —Es una escoba —dijo, devolviéndoselo bruscamente, con una mezcla de celos y rencor en su cara—. Esta vez lo has hecho, Potter. Los de primer año no tienen permiso para tener una. Ron no pudo resistirse. —No es ninguna escoba vieja —dijo—. Es una Nimbus 2000. ¿Cuál dijiste que tenías en casa, Malfoy, una Cometa 260? —Ron rió con aire burlón—. Las Cometa parecen veloces, pero no tienen nada que hacer con las Nimbus. —¿Qué sabes tú, Weasley, si no puedes comprar ni la mitad del palo? —replicó Malfoy—. Supongo que tú y tus hermanos tenéis que ir reuniendo la escoba ramita a ramita. Antes de que Ron pudiera contestarle, el profesor Flitwick apareció detrás de Malfoy. —No os estaréis peleando, ¿verdad, chicos? —preguntó con voz chillona. —A Potter le han enviado una escoba, profesor —dijo rápidamente Malfoy. —Sí, sí, está muy bien —dijo el profesor Flitwick, mirando radiante a Harry—. La profesora McGonagall me habló de las circunstancias especiales, Potter. ¿Y qué modelo es? —Una Nimbus 2000, señor —dijo Harry, tratando de no reír ante la cara de horror de Malfoy—. Y realmente es gracias a Malfoy que la tengo. Harry y Ron subieron por la escalera, conteniendo la risa ante la evidente furia y confusión de Malfoy. —Bueno, es verdad —continuó Harry cuando llegaron al final de la escalera de mármol—. Si él no hubiera robado la recordadora de Neville, yo no estaría en el equipo… —¿Así que crees que es un premio por quebrantar las reglas? —Se oyó una voz irritada a sus espaldas. Hermione subía la escalera, mirando con aire de desaprobación el paquete de Harry. —Pensaba que no nos hablabas —dijo Harry. —Sí, continúa así —dijo Ron—. Es mucho mejor para nosotros. Hermione se alejó con la nariz hacia arriba. Durante aquel día, Harry tuvo que esforzarse por atender a las clases. Su mente volvía al dormitorio, donde su escoba nueva estaba debajo de la cama, o se iba al campo de quidditch, donde aquella misma noche aprendería a jugar. Durante la cena comió sin darse cuenta de lo que tragaba, y luego se apresuró a subir con Ron, para sacar, por fin, a la Nimbus 2000 de su paquete. —Oh —suspiró Ron, cuando la escoba rodó sobre la colcha de la cama de Harry. Hasta Harry, que no sabía nada sobre las diferencias en las escobas, pensó que parecía maravillosa. Pulida y brillante, con el mango de caoba, tenía una larga cola de ramitas rectas y, escrito en letras doradas: «Nimbus 2000.» Cerca de las siete, Harry salió del castillo y se encaminó hacia el campo de quidditch. Nunca había estado en aquel estadio deportivo. Había cientos de asientos elevados en tribunas alrededor del terreno de juego, para que los espectadores estuvieran a suficiente altura para ver lo que ocurría. En cada extremo del campo había tres postes dorados con aros en la punta. Le recordaron los palitos de plástico con los que los niños muggles hacían burbujas, sólo que éstos eran de quince metros de alto. Demasiado deseoso de volver a volar antes de que llegara Wood, Harry montó en su escoba y dio una patada en el suelo. Qué sensación. Subió hasta los postes dorados y luego bajó con rapidez al terreno de juego. La Nimbus 2000 iba donde él quería con sólo tocarla. —¡Eh, Potter, baja! Había llegado Oliver Wood. Llevaba una caja grande de madera debajo del brazo. Harry aterrizó cerca de él. —Muy bonito —dijo Wood, con los ojos brillantes—. Ya veo lo que quería decir McGonagall, realmente tienes un talento natural. Voy a enseñarte las reglas esta noche y luego te unirás al equipo, para el entrenamiento, tres veces por semana. Abrió la caja. Dentro había cuatro pelotas de distinto tamaño. —Bueno —dijo Wood—. El quidditch es fácil de entender, aunque no tan fácil de jugar. Hay siete jugadores en cada equipo. Tres se llaman cazadores. —Tres cazadores —repitió Harry, mientras Wood sacaba una pelota rojo brillante, del tamaño de un balón de fútbol. —Esta pelota se llama quaffle —dijo Wood—. Los cazadores se tiran la quaffle y tratan de pasarla por uno de los aros de gol. Obtienen diez puntos cada vez que la quaffle pasa por un aro. ¿Me sigues? —Los cazadores tiran la quaffle y la pasan por los aros de gol —recitó Harry—. Entonces es una especie de baloncesto, pero con escobas y seis canastas. —¿Qué es el baloncesto? —preguntó Wood. —Olvídalo —respondió rápidamente Harry. —Hay otro jugador en cada lado, que se llama guardián. Yo soy guardián de Gryffindor. Tengo que volar alrededor de nuestros aros y detener los lanzamientos del otro equipo. —Tres cazadores y un guardián —dijo Harry, decidido a recordarlo todo —. Y juegan con la quaffle. Perfecto, ya lo tengo. ¿Y para qué son ésas? — Señaló las tres pelotas restantes. —Ahora te lo enseñaré —dijo Wood—. Toma esto. Dio a Harry un pequeño palo, parecido a un bate de béisbol. —Voy a enseñarte para qué son —dijo Wood—. Esas dos son las bludgers. Enseñó a Harry dos pelotas idénticas, pero negras y un poco más pequeñas que la roja quaffle. Harry notó que parecían querer escapar de las tiras que las sujetaban dentro de la caja. —Quédate atrás —previno Wood a Harry. Se inclinó y soltó una de las bludgers. De inmediato, la pelota negra se elevó en el aire y se lanzó contra la cara de Harry. Harry la rechazó con el bate, para impedir que le rompiera la nariz, y la mandó volando por el aire. Pasó zumbando alrededor de ellos y luego se tiró contra Wood, que se las arregló para sujetarla contra el suelo. —¿Ves? —dijo Wood jadeando, metiendo la pelota en la caja a la fuerza y asegurándola con las tiras—. Las bludgers andan por ahí, tratando de derribar a los jugadores de las escobas. Por eso hay dos golpeadores en cada equipo (los gemelos Weasley son los nuestros). Su trabajo es proteger a su equipo de las bludgers y desviarlas hacia el equipo contrario. ¿Lo has entendido? —Tres cazadores tratan de hacer puntos con la quaffle, el guardián vigila los aros y los golpeadores mantienen alejadas las bludgers de su equipo —resumió Harry. —Muy bien —dijo Wood. —Hum… ¿han matado las bludgers alguna vez a alguien? —preguntó Harry, deseando que no se le notara la preocupación. —Nunca en Hogwarts. Hemos tenido algunas mandíbulas rotas, pero nada peor hasta ahora. Bueno, el último miembro del equipo es el buscador. Ése eres tú. Y no tienes que preocuparte por la quaffle o las bludgers… —A menos que me rompan la cabeza. —Tranquilo, los Weasley son los oponentes perfectos para las bludgers. Quiero decir que ellos son como una pareja de bludgers humanos. Wood buscó en la caja y sacó la última pelota. Comparada con las otras, era pequeña, del tamaño de una nuez grande. Era de un dorado brillante y con pequeñas alas plateadas. —Esta dorada —continuó Wood— es la snitch. Es la pelota más importante de todas. Cuesta mucho de atrapar por lo rápida y difícil de ver que es. El trabajo del buscador es atraparla. Tendrás que ir y venir entre cazadores, golpeadores, la quaffle y las bludgers, antes de que la coja el otro buscador, porque cada vez que un buscador la atrapa, su equipo gana ciento cincuenta puntos extra, así que prácticamente acaba siendo el ganador. Por eso molestan tanto a los buscadores. Un partido de quidditch sólo termina cuando se atrapa la snitch, así que puede durar muchísimo. Creo que el récord fue tres meses. Tenían que traer sustitutos para que los jugadores pudieran dormir… Bueno, eso es todo. ¿Alguna pregunta? Harry negó con la cabeza. Entendía muy bien lo que tenía que hacer, el problema era conseguirlo. —Todavía no vamos a practicar con la snitch —dijo Wood, guardándola con cuidado en la caja—. Está demasiado oscuro y podríamos perderla. Vamos a probar con unas pocas de éstas. Sacó una bolsa con pelotas de golf de su bolsillo y, unos pocos minutos más tarde, Wood y Harry estaban en el aire. Wood tiraba las pelotas de golf lo más fuertemente que podía en todas las direcciones, para que Harry las atrapara. Éste no perdió ni una y Wood estaba muy satisfecho. Después de media hora se hizo de noche y no pudieron continuar. —La copa de quidditch llevará nuestro nombre este año —dijo Wood lleno de alegría mientras regresaban al castillo—. No me sorprendería que resultaras ser mejor jugador que Charles Weasley. Él podría jugar en el equipo de Inglaterra si no se hubiera ido a cazar dragones. Tal vez fue porque estaba ocupado tres noches a la semana con las prácticas de quidditch, además de todo el trabajo del colegio, la razón por la que Harry se sorprendió al comprobar que ya llevaba dos meses en Hogwarts. El castillo era mucho más su casa de lo que nunca había sido Privet Drive. Sus clases, también, eran cada vez más interesantes, una vez aprendidos los principios básicos. En la mañana de Halloween se despertaron con el delicioso aroma de calabaza asada flotando por todos los pasillos. Pero lo mejor fue que el profesor Flitwick anunció en su clase de Encantamientos que pensaba que ya estaban listos para empezar a hacer volar objetos, algo que todos se morían por hacer, desde que vieron cómo hacía volar el sapo de Neville. El profesor Flitwick puso a la clase por parejas para que practicaran. La pareja de Harry era Seamus Finnigan (lo que fue un alivio, porque Neville había tratado de llamar su atención). Ron, sin embargo, tuvo que trabajar con Hermione Granger. Era difícil decir quién estaba más enfadado de los dos. La muchacha no les hablaba desde el día en que Harry recibió su escoba. —Y ahora no os olvidéis de ese bonito movimiento de muñeca que hemos estado practicando —dijo con voz aguda el profesor, subido a sus libros, como de costumbre—. Agitar y golpear, recordad, agitar y golpear. Y pronunciar las palabras mágicas correctamente es muy importante también, no os olvidéis nunca del mago Baruffio, que dijo «ese» en lugar de «efe» y se encontró tirado en el suelo con un búfalo en el pecho. Era muy difícil. Harry y Seamus agitaron y golpearon, pero la pluma que debía volar hasta el techo no se movía del pupitre. Seamus se puso tan impaciente que la pinchó con su varita y le prendió fuego, y Harry tuvo que apagarlo con su sombrero. Ron, en la mesa próxima, no estaba teniendo mucha más suerte. —¡Wingardium leviosa! —gritó, agitando sus largos brazos como un molino. —Lo estás diciendo mal. —Harry oyó que Hermione lo reñía—. Es Win-gar-dium levi-o-sa, pronuncia gar más claro y más largo. —Dilo tú, entonces, si eres tan inteligente —dijo Ron con rabia. Hermione se arremangó las mangas de su túnica, agitó la varita y dijo las palabras mágicas. La pluma se elevó del pupitre y llegó hasta más de un metro por encima de sus cabezas. —¡Oh, bien hecho! —gritó el profesor Flitwick, aplaudiendo—. ¡Mirad, Hermione Granger lo ha conseguido! Al finalizar la clase, Ron estaba de muy mal humor. —No es raro que nadie la aguante —dijo a Harry, cuando se abrían paso en el pasillo—. Es una pesadilla, te lo digo en serio. Alguien chocó contra Harry. Era Hermione. Harry pudo ver su cara y le sorprendió ver que estaba llorando. —Creo que te ha oído. —¿Y qué? —dijo Ron, aunque parecía un poco incómodo—. Ya debe de haberse dado cuenta de que no tiene amigos. Hermione no apareció en la clase siguiente y no la vieron en toda la tarde. De camino al Gran Comedor, para la fiesta de Halloween, Harry y Ron oyeron que Parvati Patil le decía a su amiga Lavender que Hermione estaba llorando en el cuarto de baño de las niñas y que deseaba que la dejaran sola. Ron pareció más molesto aún, pero un momento más tarde habían entrado en el Gran Comedor, donde las decoraciones de Halloween les hicieron olvidar a Hermione. Mil murciélagos aleteaban desde las paredes y el techo, mientras que otro millar más pasaba entre las mesas, como nubes negras, haciendo temblar las velas de las calabazas. El festín apareció de pronto en los platos dorados, como había ocurrido en el banquete de principio de año. Harry se estaba sirviendo una patata con su piel, cuando el profesor Quirrell llegó rápidamente al comedor, con el turbante torcido y cara de terror. Todos lo contemplaron mientras se acercaba al profesor Dumbledore, se apoyaba sobre la mesa y jadeaba: —Un trol… en las mazmorras… Pensé que debía saberlo. Y se desplomó en el suelo. Se produjo un tumulto. Para que se hiciera el silencio, el profesor Dumbledore tuvo que hacer salir varios fuegos artificiales de su varita. —Prefectos —exclamó—, conducid a vuestros grupos a los dormitorios, de inmediato. Percy estaba en su elemento. —¡Seguidme! ¡Los de primer año, manteneos juntos! ¡No necesitáis temer al trol si seguís mis órdenes! Ahora, venid conmigo. Haced sitio, tienen que pasar los de primer año. ¡Perdón, soy un prefecto! —¿Cómo ha podido entrar aquí un trol? —preguntó Harry, mientras subían por la escalera. —No tengo ni idea, parece ser que son realmente estúpidos —dijo Ron —. Tal vez Peeves lo dejó entrar, como broma de Halloween. Pasaron entre varios grupos de alumnos que corrían en distintas direcciones. Mientras se abrían camino entre un tumulto de confundidos Hufflepuffs, Harry súbitamente se aferró al brazo de Ron. —¡Acabo de acordarme… Hermione! —¿Qué pasa con ella? —No sabe nada del trol. Ron se mordió el labio. —Oh, bueno —dijo enfadado—. Pero que Percy no nos vea. Se agacharon y se mezclaron con los Hufflepuffs que iban hacia el otro lado, se deslizaron por un pasillo desierto y corrieron hacia el cuarto de baño de las niñas. Acababan de doblar una esquina cuando oyeron pasos rápidos a sus espaldas. —¡Percy! —susurró Ron, empujando a Harry detrás de un gran buitre de piedra. Sin embargo, al mirar, no vieron a Percy, sino a Snape. Cruzó el pasillo y desapareció de la vista. —¿Qué es lo que está haciendo? —murmuró Harry—. ¿Por qué no está en las mazmorras, con el resto de los profesores? —No tengo la menor idea. Lo más silenciosamente posible, se arrastraron por el otro pasillo, detrás de los pasos apagados del profesor. —Se dirige al tercer piso —dijo Harry, pero Ron levantó la mano. —¿No sientes un olor raro? Harry olfateó y un aroma especial llegó a su nariz, una mezcla de calcetines sucios y baño público que nadie limpia. Y lo oyeron, un gruñido y las pisadas inseguras de unos pies gigantescos. Ron señaló al fondo del pasillo, a la izquierda. Algo enorme se movía hacia ellos. Se ocultaron en las sombras y lo vieron surgir a la luz de la luna. Era una visión horrible. Más de tres metros y medio de alto y tenía la piel de color gris piedra, un descomunal cuerpo deforme y una pequeña cabeza pelada. Tenía piernas cortas, gruesas como troncos de árbol, y pies achatados y deformes. El olor que despedía era increíble. Llevaba un gran bastón de madera que arrastraba por el suelo, porque sus brazos eran muy largos. El monstruo se detuvo en una puerta y miró hacia el interior. Agitó sus largas orejas, tomando decisiones con su minúsculo cerebro, y luego entró lentamente en la habitación. —La llave está en la cerradura —susurró Harry—. Podemos encerrarlo allí. —Buena idea —respondió Ron con voz agitada. Se acercaron hacia la puerta abierta con la boca seca, rezando para que el trol no decidiera salir. De un gran salto, Harry pudo empujar la puerta y echarle la llave. —¡Sí! Animados con la victoria, comenzaron a correr por el pasillo para volver, pero al llegar a la esquina oyeron algo que hizo que sus corazones se detuvieran: un grito agudo y aterrorizado, que procedía del lugar que acababan de cerrar con llave. —Oh, no —dijo Ron, tan pálido como el Barón Sanguinario. —¡Es el cuarto de baño de las chicas! —bufó Harry. —¡Hermione! —dijeron al unísono. Era lo último que querían hacer, pero ¿qué opción les quedaba? Volvieron a toda velocidad hasta la puerta y dieron la vuelta a la llave, resoplando de miedo. Harry empujó la puerta y entraron corriendo. Hermione Granger estaba agazapada contra la pared opuesta, con aspecto de estar a punto de desmayarse. El personaje deforme avanzaba hacia ella, chocando contra los lavamanos. —¡Distráelo! —gritó Harry desesperado y, tirando de un grifo, lo arrojó con toda su fuerza contra la pared. El trol se detuvo a pocos pasos de Hermione. Se balanceó, parpadeando con aire estúpido, para ver quién había hecho aquel ruido. Sus ojitos malignos detectaron a Harry. Vaciló y luego se abalanzó sobre él, levantando su bastón. —¡Eh, cerebro de guisante! —gritó Ron desde el otro extremo, tirándole una cañería de metal. El ser deforme no pareció notar que la cañería lo golpeaba en la espalda, pero sí oyó el aullido y se detuvo otra vez, volviendo su horrible hocico hacia Ron y dando tiempo a Harry para correr. —¡Vamos, corre, corre! —Harry gritó a Hermione, tratando de empujarla hacia la puerta, pero la niña no se podía mover. Seguía agazapada contra la pared, con la boca abierta de miedo. Los gritos y los golpes parecían haber enloquecido al trol. Se volvió y se enfrentó con Ron, que estaba más cerca y no tenía manera de escapar. Entonces Harry hizo algo muy valiente y muy estúpido: corrió, dando un gran salto y se colgó, por detrás, del cuello de aquel monstruo. La atroz criatura no se daba cuenta de que Harry colgaba de su espalda, pero hasta un ser así podía sentirlo si uno le clavaba un palito de madera en la nariz, pues la varita de Harry todavía estaba en su mano cuando saltó y se había introducido directamente en uno de los orificios nasales del trol. Chillando de dolor, el trol se agitó y sacudió su bastón, con Harry colgado de su cuello y luchando por su vida. En cualquier momento el monstruo lo destrozaría, o le daría un golpe terrible con el bastón. Hermione estaba tirada en el suelo, aterrorizada. Ron empuñó su propia varita, sin saber qué iba a hacer, y se oyó gritar el primer hechizo que se le ocurrió: —¡Wingardium leviosa! El bastón salió volando de las manos del trol, se elevó, muy arriba, y luego dio la vuelta y se dejó caer con fuerza sobre la cabeza de su dueño. El trol se balanceó y cayó boca abajo con un ruido que hizo temblar la habitación. Harry se puso de pie. Le faltaba el aire. Ron estaba allí, con la varita todavía levantada, contemplando su obra. Hermione fue la que habló primero. —¿Está… muerto? —No lo creo —dijo Harry—. Supongo que está desmayado. Se inclinó y retiró su varita de la nariz del trol. Estaba cubierta por una gelatina gris. —Puaj… qué asco. La limpió en la piel del trol. Un súbito portazo y fuertes pisadas hicieron que los tres se sobresaltaran. No se habían dado cuenta de todo el ruido que habían hecho, pero, por supuesto, abajo debían haber oído los golpes y los gruñidos del trol. Un momento después, la profesora McGonagall entraba apresuradamente en la habitación, seguida por Snape y Quirrell, que cerraban la marcha. Quirrell dirigió una mirada al monstruo, se le escapó un gemido y se dejó caer en un inodoro, apretándose el pecho. Snape se inclinó sobre el trol. La profesora McGonagall miraba a Ron y Harry. Nunca la habían visto tan enfadada. Tenía los labios blancos. Las esperanzas de ganar cincuenta puntos para Gryffindor se desvanecieron rápidamente de la mente de Harry. —¿En qué estabais pensando, por todos los cielos? —dijo la profesora McGonagall, con una furia helada. Harry miró a Ron, todavía con la varita levantada—. Tenéis suerte de que no os haya matado. ¿Por qué no estabais en los dormitorios? Snape dirigió a Harry una mirada aguda e inquisidora. Harry clavó la vista en el suelo. Deseó que Ron pudiera esconder la varita. Entonces, una vocecita surgió de las sombras. —Por favor, profesora McGonagall… Me estaban buscando a mí. —¡Hermione Granger! Hermione finalmente se había puesto de pie. —Yo vine a buscar al trol porque yo… yo pensé que podía vencerlo, porque, ya sabe, había leído mucho sobre el tema. Ron dejó caer su varita. ¿Hermione Granger diciendo una mentira a su profesora? —Si ellos no me hubieran encontrado, yo ahora estaría muerta. Harry le clavó su varita en la nariz y Ron lo hizo golpearse con su propio bastón. No tuvieron tiempo de ir a buscar ayuda. Estaba a punto de matarme cuando ellos llegaron. Harry y Ron trataron de no poner cara de asombro. —Bueno… en ese caso —dijo la profesora McGonagall, contemplando a los tres niños—… Hermione Granger, eres una tonta. ¿Cómo creías que ibas a derrotar a un trol gigante tú sola? Hermione bajó la cabeza. Harry estaba mudo. Hermione era la última persona que haría algo contra las reglas, y allí estaba, fingiendo una infracción para librarlos a ellos del problema. Era como si Snape empezara a repartir golosinas. —Hermione Granger, por esto Gryffindor perderá cinco puntos —dijo la profesora McGonagall—. Estoy muy desilusionada por tu conducta. Si no te ha hecho daño, mejor que vuelvas a la torre Gryffindor. Los alumnos están terminando la fiesta en sus casas. Hermione se marchó. La profesora McGonagall se volvió hacia Harry y Ron. —Bueno, sigo pensando que tuvisteis suerte, pero no muchos de primer año podrían derrumbar a esta montaña. Habéis ganado cinco puntos cada uno para Gryffindor. El profesor Dumbledore será informado de esto. Podéis iros. Salieron rápidamente y no hablaron hasta subir dos pisos. Era un alivio estar fuera del alcance del olor del trol, además del resto. —Tendríamos que haber obtenido más de diez puntos —se quejó Ron. —Cinco, querrás decir, una vez que se descuenten los de Hermione. —Se portó muy bien al sacarnos de este lío —admitió Ron—. Claro que nosotros la salvamos. —No habría necesitado que la salváramos si no hubiéramos encerrado esa cosa con ella —le recordó Harry. Habían llegado al retrato de la Señora Gorda. —«Hocico de cerdo» —dijeron, y entraron. La sala común estaba llena de gente y ruidos. Todos comían lo que les habían subido. Hermione, sin embargo, estaba sola, cerca de la puerta, esperándolos. Se produjo una pausa muy incómoda. Luego, sin mirarse, todos dijeron: «Gracias» y corrieron a buscar platos para comer. Pero desde aquel momento Hermione Granger se convirtió en su amiga. Hay algunas cosas que no se pueden compartir sin terminar unidos, y derrumbar un trol de tres metros y medio es una de esas cosas. CAPÍTULO 11 Quidditch C empezó el mes de noviembre, el tiempo se volvió muy frío. Las montañas cercanas al colegio adquirieron un tono gris de hielo y el lago parecía de acero congelado. Cada mañana, el parque aparecía cubierto de escarcha. Por las ventanas de arriba veían a Hagrid descongelando las escobas en el campo de quidditch, enfundado en un enorme abrigo de piel de topo, guantes de pelo de conejo y enormes botas de piel de castor. Iba a comenzar la temporada de quidditch. Aquel sábado, Harry jugaría su primer partido, después de semanas de entrenamiento: Gryffindor contra Slytherin. Si Gryffindor ganaba, pasarían a ser segundos en el campeonato de las casas. Casi nadie había visto jugar a Harry, porque Wood había decidido que sería su arma secreta. Harry también debía mantenerlo en secreto. Pero la noticia de que iba a jugar como buscador se había filtrado, y Harry no sabía qué era peor: que le dijeran que lo haría muy bien o que sería un desastre. Era realmente una suerte que Harry tuviera a Hermione como amiga. No sabía cómo habría terminado todos sus deberes sin la ayuda de ella, con todo el entrenamiento de quidditch que Wood le exigía. La niña también le UANDO había prestado Quidditch a través de los tiempos, que resultó ser un libro muy interesante. Harry se enteró de que había setecientas formas de cometer una falta y de que todas se habían consignado durante los Mundiales de 1473; que los buscadores eran habitualmente los jugadores más pequeños y veloces, y que los accidentes más graves les sucedían a ellos; que, aunque la gente no moría jugando al quidditch, se sabía de árbitros que habían desaparecido, para reaparecer meses después en el desierto del Sahara. Hermione se había vuelto un poco más flexible en lo que se refería a quebrantar las reglas, desde que Harry y Ron la salvaron del monstruo, y era mucho más agradable. El día anterior al primer partido de Harry los tres estaban fuera, en el patio helado, durante un recreo, y la muchacha había hecho aparecer un brillante fuego azul, que podían llevar con ellos, en un frasco de mermelada. Estaban de espaldas al fuego para calentarse cuando Snape cruzó el patio. De inmediato, Harry se dio cuenta de que Snape cojeaba. Los tres chicos se apiñaron para tapar el fuego, ya que no estaban seguros de que aquello estuviera permitido. Por desgracia, algo en sus rostros culpables hizo detener a Snape. Se dio la vuelta, arrastrando la pierna. No había visto el fuego, pero parecía buscar una razón para regañarlos. —¿Qué tienes ahí, Potter? Era el libro sobre quidditch. Harry se lo enseñó. —Los libros de la biblioteca no pueden sacarse fuera del colegio —dijo Snape—. Dámelo. Cinco puntos menos para Gryffindor. —Seguro que se ha inventado esa regla —murmuró Harry con furia, mientras Snape se alejaba cojeando—. Me pregunto qué le pasa en la pierna. —No sé, pero espero que le duela mucho —dijo Ron con amargura. En la sala común de Gryffindor había mucho ruido aquella noche. Harry, Ron y Hermione estaban sentados juntos, cerca de la ventana. Hermione estaba repasando los deberes de Harry y Ron sobre Encantamientos. Nunca los dejaba copiar («¿cómo vais a aprender?»), pero si le pedían que revisara los trabajos les explicaba las respuestas correctas. Harry se sentía inquieto. Quería recuperar su libro sobre quidditch, para mantener la mente ocupada y no estar nervioso por el partido del día siguiente. ¿Por qué iba a temer a Snape? Se puso de pie y dijo a Ron y Hermione que le preguntaría a Snape si podía devolverle el libro. —Yo no lo haría —dijeron al mismo tiempo, pero Harry pensaba que Snape no se iba a negar, si había otros profesores presentes. Bajó a la sala de profesores y llamó. No hubo respuesta. Llamó otra vez. Nada. ¿Tal vez Snape había dejado el libro allí? Valía la pena intentarlo. Empujó un poco la puerta, miró antes de entrar… y sus ojos captaron una escena horrible. Snape y Filch estaban allí, solos. Snape tenía la túnica levantada por encima de las rodillas. Una de sus piernas estaba magullada y llena de sangre. Filch le estaba alcanzando unas vendas. —Esa cosa maldita… —decía Snape—. ¿Cómo puede uno vigilar a tres cabezas al mismo tiempo? Harry intentó cerrar la puerta sin hacer ruido, pero… —¡POTTER! El rostro de Snape estaba crispado de furia y dejó caer su túnica rápidamente, para ocultar la pierna herida. Harry tragó saliva. —Me preguntaba si me podía devolver mi libro —dijo. —¡FUERA! ¡FUERA DE AQUÍ! Harry se fue, antes de que Snape pudiera quitarle puntos para Gryffindor. Subió corriendo la escalera. —¿Lo has conseguido? —preguntó Ron, cuando se reunió con ellos—. ¿Qué ha pasado? Entre susurros, Harry les contó lo que había visto. —¿Sabéis lo que quiere decir? —terminó sin aliento—. ¡Que trató de pasar por donde estaba el perro de tres cabezas, en Halloween! Allí se dirigía cuando lo vimos… ¡Iba a buscar lo que sea que tengan guardado allí! ¡Y apuesto mi escoba a que fue él quien dejó entrar al monstruo, para distraer la atención! Hermione tenía los ojos muy abiertos. —No, no puede ser —dijo—. Sé que no es muy bueno, pero no iba a tratar de robar algo que Dumbledore está custodiando. —De verdad, Hermione, tú crees que todos los profesores son santos o algo parecido —dijo enfadado Ron—. Yo estoy con Harry. Creo que Snape es capaz de cualquier cosa. Pero ¿qué busca? ¿Qué es lo que guarda el perro? Harry se fue a la cama con aquellas preguntas dando vueltas en su cabeza. Neville roncaba con fuerza, pero Harry no podía dormir. Trató de no pensar en nada (necesitaba dormir, debía hacerlo, tenía su primer partido de quidditch en pocas horas) pero la expresión de la cara de Snape cuando Harry vio su pierna era difícil de olvidar. La mañana siguiente amaneció muy brillante y fría. El Gran Comedor estaba inundado por el delicioso aroma de las salchichas fritas y las alegres charlas de todos, que esperaban un buen partido de quidditch. —Tienes que comer algo para el desayuno. —No quiero nada. —Aunque sea un pedazo de tostada —suplicó Hermione. —No tengo hambre. Harry se sentía muy mal. En cualquier momento echaría a andar hacia el terreno de juego. —Harry, necesitas fuerza —dijo Seamus Finnigan—. Los únicos que el otro equipo marca son los buscadores. —Gracias, Seamus —respondió Harry, observando cómo llenaba de salsa de tomate sus salchichas. A las once de la mañana, todo el colegio parecía estar reunido alrededor del campo de quidditch. Muchos alumnos tenían prismáticos. Los asientos podían elevarse pero, incluso así, a veces era difícil ver lo que estaba sucediendo. Ron y Hermione se reunieron con Seamus y Dean en la grada más alta. Para darle una sorpresa a Harry, habían transformado en pancarta una de las sábanas que Scabbers había estropeado. Decía: «Potter, presidente», y Dean, que dibujaba bien, había trazado un gran león de Gryffindor. Luego Hermione había realizado un pequeño hechizo y la pintura brillaba, cambiando de color. Mientras tanto, en los vestuarios, Harry y el resto del equipo se estaban cambiando para ponerse las túnicas color escarlata de quidditch (Slytherin jugaba de verde). Wood se aclaró la garganta para pedir silencio. —Bueno, chicos —dijo. —Y chicas —añadió la cazadora Angelina Johnson. —Y chicas —dijo Wood—. Éste es… —El grande —dijo Fred Weasley. —El que estábamos esperando —dijo George. —Nos sabemos de memoria el discurso de Oliver —dijo Fred a Harry —. Estábamos en el equipo el año pasado. —Callaos los dos —ordenó Wood—. Éste es el mejor equipo que Gryffindor ha tenido en muchos años. Y vamos a ganar. Les lanzó una mirada que parecía decir: «Si no…» —Bien. Ya es la hora. Buena suerte a todos. Harry siguió a Fred y George fuera del vestuario y, esperando que las rodillas no le temblaran, pisó el terreno de juego entre vítores y aplausos. La señora Hooch hacía de árbitro. Estaba en el centro del campo, esperando a los dos equipos, con su escoba en la mano. —Bien, quiero un partido limpio y sin problemas, por parte de todos — dijo cuando estuvieron reunidos a su alrededor. Harry notó que parecía dirigirse especialmente al capitán de Slytherin, Marcus Flint, un muchacho de quinto año. Le pareció que tenía un cierto parentesco con el trol gigante. Con el rabillo del ojo, vio el estandarte brillando sobre la muchedumbre: «Potter, presidente.» Se le aceleró el corazón. Se sintió más valiente. —Montad en vuestras escobas, por favor. Harry subió a su Nimbus 2000. La señora Hooch dio un largo pitido con su silbato de plata. Quince escobas se elevaron, alto, muy alto en el aire. Y estaban muy lejos. —Y la quaffle es atrapada de inmediato por Angelina Johnson de Gryffindor… Qué excelente cazadora es esta joven y, a propósito, también es muy guapa… —¡JORDAN! —Lo siento, profesora. El amigo de los gemelos Weasley, Lee Jordan, era el comentarista del partido, vigilado muy de cerca por la profesora McGonagall. —Y realmente golpea bien, un buen pase a Alicia Spinnet, el gran descubrimiento de Oliver Wood, ya que el año pasado estaba en reserva… Otra vez Johnson y… No, Slytherin ha cogido la quaffle, el capitán de Slytherin, Marcus Flint se apodera de la quaffle y allá va… Flint vuela como un águila… está a punto de… no, lo detiene una excelente jugada del guardián Wood de Gryffindor y Gryffindor tiene la quaffle… Aquí está la cazadora Katie Bell de Gryffindor, buen vuelo rodeando a Flint, vuelve a elevarse del terreno de juego y… ¡Aaayyyy!, eso ha tenido que dolerle, un golpe de bludger en la nuca… La quaffle en poder de Slytherin… Adrian Pucey cogiendo velocidad hacia los postes de gol, pero lo bloquea otra bludger, enviada por Fred o George Weasley, no sé cuál de los dos… bonita jugada del golpeador de Gryffindor, y Johnson otra vez en posesión de la quaffle, el campo libre y allá va, realmente vuela, evita una bludger, los postes de gol están ahí… vamos, ahora Angelina… el guardián Bletchley se lanza… no llega… ¡GOL DE GRYFFINDOR! Los gritos de los de Gryffindor llenaron el aire frío, junto con los silbidos y quejidos de Slytherin. —Venga, dejadme sitio. —¡Hagrid! Ron y Hermione se juntaron para dejarle espacio a Hagrid. —Estaba mirando desde mi cabaña —dijo Hagrid, enseñando el largo par de binoculares que le colgaban del cuello—. Pero no es lo mismo que estar con toda la gente. Todavía no hay señales de la snitch, ¿no? —No —dijo Ron—. Harry todavía no tiene mucho que hacer. —Mantenerse fuera de los problemas ya es algo —dijo Hagrid, cogiendo sus binoculares y fijándolos en la manchita que era Harry. Por encima de ellos, Harry volaba sobre el juego, esperando alguna señal de la snitch. Eso era parte del plan que tenían con Wood. —Manténte apartado hasta que veas la snitch —le había dicho Wood—. No queremos que ataques antes de que tengas que hacerlo. Cuando Angelina anotó un punto, Harry dio unas volteretas para aflojar la tensión, y volvió a vigilar la llegada de la snitch. En un momento vio un resplandor dorado, pero era el reflejo del reloj de uno de los gemelos Weasley; en otro, una bludger decidió perseguirlo, como si fuera una bala de cañón, pero Harry la esquivó y Fred Weasley salió a atraparla. —¿Está todo bien, Harry? —tuvo tiempo de gritarle, mientras lanzaba la bludger con furia hacia Marcus Flint. —Slytherin toma posesión —decía Lee Jordan—. El cazador Pucey esquiva dos bludgers, a los dos Weasley y a la cazadora Bell, y acelera… esperen un momento… ¿No es la snitch? Un murmullo recorrió la multitud, mientras Adrian Pucey dejaba caer la quaffle, demasiado ocupado en mirar por encima del hombro el relámpago dorado, que había pasado al lado de su oreja izquierda. Harry la vio. En un arrebato de excitación se lanzó hacia abajo, detrás del destello dorado. El buscador de Slytherin, Terence Higgs, también la había visto. Nariz con nariz, se lanzaron hacia la snitch… Todos los cazadores parecían haber olvidado lo que debían hacer y estaban suspendidos en el aire para mirar. Harry era más veloz que Higgs. Podía ver la pequeña pelota, agitando sus alas, volando hacia delante. Aumentó su velocidad y… ¡PUM! Un rugido de furia resonó desde los Gryffindors de las tribunas… Marcus Flint había cerrado el paso de Harry, para desviarle la dirección de la escoba, y éste se aferraba para no caer. —¡Falta! —gritaron los Gryffindors. La señora Hooch le gritó enfadada a Flint, y luego ordenó tiro libre para Gryffindor, en el poste de gol. Pero con toda la confusión, la snitch dorada, como era de esperar, había vuelto a desaparecer. Abajo en las tribunas, Dean Thomas gritaba. —¡Eh, árbitro! ¡Tarjeta roja! —Esto no es el fútbol, Dean —le recordó Ron—. No se puede echar a los jugadores en quidditch… ¿Y qué es una tarjeta roja? Pero Hagrid estaba de parte de Dean. —Deberían cambiar las reglas. Flint ha podido derribar a Harry en el aire. A Lee Jordan le costaba ser imparcial. —Entonces… después de esta obvia y desagradable trampa… —¡Jordan! —lo regañó la profesora McGonagall. —Quiero decir, después de esta evidente y asquerosa falta… —¡Jordan, no digas que no te aviso…! —Muy bien, muy bien. Flint casi mata al buscador de Gryffindor, cosa que le podría suceder a cualquiera, estoy seguro, así que penalti para Gryffindor, la coge Spinnet, que tira, no sucede nada, y continúa el juego, Gryffindor todavía en posesión de la pelota. Cuando Harry esquivó otra bludger, que pasó peligrosamente cerca de su cabeza, ocurrió. Su escoba dio una súbita y aterradora sacudida. Durante un segundo pensó que iba a caer. Se aferró con fuerza a la escoba con ambas manos y con las rodillas. Nunca había experimentado nada semejante. Sucedió de nuevo. Era como si la escoba intentara derribarlo. Pero las Nimbus 2000 no decidían súbitamente tirar a sus jinetes. Harry trató de dirigirse hacia los postes de Gryffindor para decirle a Wood que pidiera una suspensión del partido, y entonces se dio cuenta de que su escoba estaba completamente fuera de control. No podía dar la vuelta. No podía dirigirla de ninguna manera. Iba en zigzag por el aire y, de vez en cuando, daba violentas sacudidas que casi lo hacían caer. Lee seguía comentando el partido. —Slytherin en posesión… Flint con la quaffle… la pasa a Spinnet, que la pasa a Bell… una bludger le da con fuerza en la cara, espero que le rompa la nariz (era una broma, profesora), Slytherin anota un tanto, oh, no… Los de Slytherin vitoreaban. Nadie parecía haberse dado cuenta de la conducta extraña de la escoba de Harry. Lo llevaba cada vez más alto, lejos del juego, sacudiéndose y retorciéndose. —No sé qué está haciendo Harry —murmuró Hagrid. Miró con los binoculares—. Si no lo conociera bien, diría que ha perdido el control de su escoba… pero no puede ser… De pronto, la gente comenzó a señalar hacia Harry por encima de las gradas. Su escoba había comenzado a dar vueltas y él apenas podía sujetarse. Entonces la multitud jadeó. La escoba de Harry dio un salto feroz y Harry quedó colgando, sujeto sólo con una mano. —¿Le sucedió algo cuando Flint le cerró el paso? —susurró Seamus. —No puede ser —dijo Hagrid, con voz temblorosa—. Nada puede interferir en una escoba, excepto la poderosa magia tenebrosa… Ningún chico le puede hacer eso a una Nimbus 2000. Ante esas palabras, Hermione cogió los binoculares de Hagrid, pero en lugar de enfocar a Harry comenzó a buscar frenéticamente entre la multitud. —¿Qué haces? —gimió Ron, con el rostro grisáceo. —Lo sabía —resopló Hermione—. Snape… Mira. Ron cogió los binoculares. Snape estaba en el centro de las tribunas frente a ellos. Tenía los ojos clavados en Harry y murmuraba algo sin detenerse. —Está haciendo algo… Mal de ojo a la escoba —dijo Hermione. —¿Qué podemos hacer? —Déjamelo a mí. Antes de que Ron pudiera decir nada más, Hermione había desaparecido. Ron volvió a enfocar a Harry. La escoba vibraba tanto que era casi imposible que pudiera seguir colgado durante mucho más tiempo. Todos miraban aterrorizados, mientras los Weasley volaban hacia él, tratando de poner a salvo a Harry en una de las escobas. Pero aquello fue peor: cada vez que se le acercaban, la escoba saltaba más alto. Se dejaron caer y comenzaron a volar en círculos, con el evidente propósito de atraparlo si caía. Marcus Flint cogió la quaffle y marcó cinco tantos sin que nadie lo advirtiera. —Vamos, Hermione —murmuraba desesperado Ron. Hermione había cruzado las gradas hacia donde se encontraba Snape y en aquel momento corría por la fila de abajo. Ni se detuvo para disculparse cuando atropelló al profesor Quirrell y, cuando llegó donde estaba Snape, se agachó, sacó su varita y susurró unas pocas y bien elegidas palabras. Unas llamas azules salieron de su varita y saltaron a la túnica de Snape. El profesor tardó unos treinta segundos en darse cuenta de que se incendiaba. Un súbito aullido le indicó a la chica que había hecho su trabajo. Atrajo el fuego, lo guardó en un frasco dentro de su bolsillo y se alejó gateando por la tribuna. Snape nunca sabría lo que le había sucedido. Fue suficiente. Allí arriba, súbitamente, Harry pudo subir de nuevo a su escoba. —¡Neville, ya puedes mirar! —dijo Ron. Neville había estado llorando dentro de la chaqueta de Hagrid aquellos últimos cinco minutos. Harry iba a toda velocidad hacia el terreno de juego cuando vieron que se llevaba la mano a la boca, como si fuera a marearse. Tosió y algo dorado cayó en su mano. —¡Tengo la snitch! —gritó, agitándola sobre su cabeza; el partido terminó en una confusión total. —No es que la haya atrapado, es que casi se la traga —todavía gritaba Flint veinte minutos más tarde. Pero aquello no cambió nada. Harry no había faltado a ninguna regla y Lee Jordan seguía proclamando alegremente el resultado. Gryffindor había ganado por ciento setenta puntos a sesenta. Pero Harry no oía nada. Tomaba una taza de té fuerte, en la cabaña de Hagrid, con Ron y Hermione. —Era Snape —explicaba Ron—. Hermione y yo lo vimos. Estaba maldiciendo tu escoba. Murmuraba y no te quitaba los ojos de encima. —Tonterías —dijo Hagrid, que no había oído una palabra de lo que había sucedido—. ¿Por qué iba a hacer algo así Snape? Harry, Ron y Hermione se miraron, preguntándose qué le iban a decir. Harry decidió contarle la verdad. —Descubrimos algo sobre él —dijo a Hagrid—. Trató de pasar ante ese perro de tres cabezas, en Halloween. Y el perro lo mordió. Nosotros pensamos que trataba de robar lo que ese perro está guardando. Hagrid dejó caer la tetera. —¿Qué sabéis de Fluffy? —dijo. —¿Fluffy? —Ajá… Es mío… Se lo compré a un griego que conocí en el bar el año pasado… y se lo presté a Dumbledore para guardar… —¿Sí? —dijo Harry con nerviosismo. —Bueno, no me preguntéis más —dijo con rudeza Hagrid—. Es un secreto. —Pero Snape trató de robarlo. —Tonterías —repitió Hagrid—. Snape es un profesor de Hogwarts, nunca haría algo así. —Entonces ¿por qué trató de matar a Harry? —gritó Hermione. Los acontecimientos de aquel día parecían haber cambiado su idea sobre Snape. —Yo conozco un maleficio cuando lo veo, Hagrid. Lo he leído todo sobre ellos. ¡Hay que mantener la vista fija y Snape ni pestañeaba, yo lo vi! —Os digo que estáis equivocados —dijo ofuscado Hagrid—. No sé por qué la escoba de Harry reaccionó de esa manera… ¡Pero Snape no iba a tratar de matar a un alumno! Ahora, escuchadme los tres, os estáis metiendo en cosas que no os conciernen y eso es peligroso. Olvidaos de ese perro y olvidad lo que está vigilando. En eso sólo tienen un papel el profesor Dumbledore y Nicolás Flamel… —¡Ah! —dijo Harry—. Entonces hay alguien llamado Nicolás Flamel que está involucrado en esto, ¿no? Hagrid pareció enfurecerse consigo mismo. CAPÍTULO 12 El espejo de Oesed S acercaba la Navidad. Una mañana de mediados de diciembre Hogwarts se descubrió cubierto por dos metros de nieve. El lago estaba sólidamente congelado y los gemelos Weasley fueron castigados por hechizar varias bolas de nieve para que siguieran a Quirrell y lo golpearan en la parte de atrás de su turbante. Las pocas lechuzas que habían podido llegar a través del cielo tormentoso para dejar el correo tuvieron que quedar al cuidado de Hagrid hasta recuperarse, antes de volar otra vez. Todos estaban impacientes de que empezaran las vacaciones. Mientras que la sala común de Gryffindor y el Gran Comedor tenían las chimeneas encendidas, los pasillos, llenos de corrientes de aire, se habían vuelto helados, y un viento cruel golpeaba las ventanas de las aulas. Lo peor de todo eran las clases del profesor Snape, abajo en las mazmorras, en donde la respiración subía como niebla y los hacía mantenerse lo más cerca posible de sus calderos calientes. E —Me da mucha lástima —dijo Draco Malfoy, en una de las clases de Pociones— toda esa gente que tendrá que quedarse a pasar la Navidad en Hogwarts, porque no los quieren en sus casas. Mientras hablaba, miraba en dirección a Harry. Crabbe y Goyle lanzaron risitas burlonas. Harry, que estaba pesando polvo de espinas de pez león, no les hizo caso. Después del partido de quidditch, Malfoy se había vuelto más desagradable que nunca. Disgustado por la derrota de Slytherin, había tratado de hacer que todos se rieran diciendo que un sapo con una gran boca podía reemplazar a Harry como buscador. Pero entonces se dio cuenta de que nadie lo encontraba gracioso, porque estaban muy impresionados por la forma en que Harry se había mantenido en su escoba. Así que Malfoy, celoso y enfadado, había vuelto a fastidiar a Harry por no tener una familia apropiada. Era verdad que Harry no iría a Privet Drive para las fiestas. La profesora McGonagall había pasado la semana antes, haciendo una lista de los alumnos que iban a quedarse allí para Navidad, y Harry puso su nombre de inmediato. Y no se sentía triste, ya que probablemente ésa sería la mejor Navidad de su vida. Ron y sus hermanos también se quedaban, porque el señor y la señora Weasley se marchaban a Rumania, a visitar a Charles. Cuando abandonaron las mazmorras, al finalizar la clase de Pociones, encontraron un gran abeto que ocupaba el extremo del pasillo. Dos enormes pies aparecían por debajo del árbol y un gran resoplido les indicó que Hagrid estaba detrás de él. —Hola, Hagrid. ¿Necesitas ayuda? —preguntó Ron, metiendo la cabeza entre las ramas. —No, va todo bien. Gracias, Ron. —¿Te importaría quitarte de en medio? —La voz fría y gangosa de Malfoy llegó desde atrás—. ¿Estás tratando de ganar algún dinero extra, Weasley? Supongo que quieres ser guardabosques cuando salgas de Hogwarts… Esa choza de Hagrid debe de parecerte un palacio, comparada con la casa de tu familia. Ron se lanzó contra Malfoy, justo cuando aparecía Snape en lo alto de las escaleras. —¡WEASLEY! Ron soltó el cuello de la túnica de Malfoy. —Lo han provocado, profesor Snape —dijo Hagrid, sacando su gran cabeza peluda por encima del árbol—. Malfoy estaba insultando a su familia. —Lo que sea, pero pelear está contra las reglas de Hogwarts, Hagrid — dijo Snape con voz amable—. Cinco puntos menos para Gryffindor, Weasley, y agradece que no sean más. Y ahora marchaos todos. Malfoy, Crabbe y Goyle pasaron bruscamente, sonriendo con presunción. —Voy a atraparlo —dijo Ron, sacando los dientes ante la espalda de Malfoy—. Uno de estos días lo atraparé… —Los detesto a los dos —añadió Harry—. A Malfoy y a Snape. —Vamos, arriba el ánimo, ya es casi Navidad —dijo Hagrid—. Os voy a decir qué haremos: venid conmigo al Gran Comedor, está precioso. Así que los tres siguieron a Hagrid y su abeto hasta el Gran Comedor, donde la profesora McGonagall y el profesor Flitwick estaban ocupados en la decoración. El salón estaba espectacular. Guirnaldas de muérdago y acebo colgaban de las paredes, y no menos de doce árboles de Navidad estaban distribuidos por el lugar, algunos brillando con pequeños carámbanos, otros con cientos de velas. —¿Cuántos días os quedan para las vacaciones? —preguntó Hagrid. —Sólo uno —respondió Hermione—. Y eso me recuerda… Harry, Ron, nos queda media hora para el almuerzo, deberíamos ir a la biblioteca. —Sí, claro, tienes razón —dijo Ron, obligándose a apartar la vista del profesor Flitwick, que sacaba burbujas doradas de su varita, para ponerlas en las ramas del árbol nuevo. —¿La biblioteca? —preguntó Hagrid, acompañándolos hasta la puerta —. ¿Justo antes de las fiestas? Un poco triste, ¿no creéis? —Oh, no es un trabajo —explicó alegremente Harry—. Desde que mencionaste a Nicolás Flamel, estamos tratando de averiguar quién es. —¿Qué? —Hagrid parecía impresionado—. Escuchadme… Ya os lo dije… No os metáis. No tiene nada que ver con vosotros lo que custodia ese perro. —Nosotros queremos saber quién es Nicolás Flamel, eso es todo —dijo Hermione. —Salvo que quieras ahorrarnos el trabajo —añadió Harry—. Ya hemos buscado en miles de libros y no hemos podido encontrar nada… Si nos das una pista… Yo sé que leí su nombre en algún lado. —No voy a deciros nada —dijo Hagrid con firmeza. —Entonces tendremos que descubrirlo nosotros —dijo Ron. Dejaron a Hagrid malhumorado y fueron rápidamente a la biblioteca. Habían estado buscando el nombre de Flamel desde que a Hagrid se le escapó, porque ¿de qué otra manera podían averiguar lo que quería robar Snape? El problema era la dificultad de buscar, sin saber qué podía haber hecho Flamel para figurar en un libro. No estaba en Grandes magos del siglo XX, ni en Notables nombres de la magia de nuestro tiempo; tampoco figuraba en Importantes descubrimientos en la magia moderna ni en Un estudio del reciente desarrollo de la hechicería. Y además, por supuesto, estaba el tamaño de la biblioteca, miles y miles de libros, miles de estantes, cientos de estrechas filas… Hermione sacó una lista de títulos y temas que había decidido investigar, mientras Ron se paseaba entre una fila de libros y los sacaba al azar. Harry se acercó a la Sección Prohibida. Se había preguntado si Flamel no estaría allí. Pero por desgracia, hacía falta un permiso especial, firmado por un profesor, para mirar alguno de los libros de aquella sección, y sabía que no iba a conseguirlo. Allí estaban los libros con la poderosa Magia del Lado Oscuro, que nunca se enseñaba en Hogwarts y que sólo leían los alumnos mayores, que estudiaban cursos avanzados de Defensa Contra las Artes Oscuras. —¿Qué estás buscando, muchacho? —Nada —respondió Harry. La señora Pince, la bibliotecaria, empuñó un plumero ante su cara. —Entonces, mejor que te vayas. ¡Vamos, fuera! Harry salió de la biblioteca, deseando haber sido más rápido en inventarse algo. Él, Ron y Hermione se habían puesto de acuerdo en que era mejor no consultar a la señora Pince sobre Flamel. Estaban seguros de que ella podría decírselo, pero no podían arriesgarse a que Snape se enterara de lo que estaban buscando. Harry los esperó en el pasillo, para ver si los otros habían encontrado algo, pero no tenía muchas esperanzas. Después de todo, buscaban sólo desde hacía quince días y en los pocos momentos libres, así que no era raro que no encontraran nada. Lo que realmente necesitaban era una buena investigación, sin la señora Pince pegada a sus nucas. Cinco minutos más tarde, Ron y Hermione aparecieron negando con la cabeza. Se marcharon a almorzar. —Vais a seguir buscando cuando yo no esté, ¿verdad? —dijo Hermione —. Si encontráis algo, enviadme una lechuza. —Y tú podrás preguntar a tus padres si saben quién es Flamel —dijo Ron—. Preguntarles a ellos no tendrá riesgos. —Ningún riesgo, ya que ambos son dentistas —respondió Hermione. Cuando comenzaron las vacaciones, Ron y Harry tuvieron mucho tiempo para pensar en Flamel. Tenían el dormitorio para ellos y la sala común estaba mucho más vacía que de costumbre, así que podían elegir los mejores sillones frente al fuego. Se quedaban comiendo todo lo que podían pinchar en un tenedor de tostar (pan, buñuelos, melcochas) y planeaban formas de hacer que expulsaran a Malfoy, muy divertidas, pero imposibles de llevar a cabo. Ron también comenzó a enseñar a Harry a jugar al ajedrez mágico. Era igual que el de los muggles, salvo que las piezas estaban vivas, lo que lo hacía muy parecido a dirigir un ejército en una batalla. El juego de Ron era muy antiguo y estaba gastado. Como todo lo que tenía, había pertenecido a alguien de su familia, en este caso a su abuelo. Sin embargo, las piezas de ajedrez viejas no eran una desventaja. Ron las conocía tan bien que nunca tenía problemas en hacerles hacer lo que quería. Harry jugó con el ajedrez que Seamus Finnigan le había prestado, y las piezas no confiaron en él. Él todavía no era muy buen jugador, y las piezas le daban distintos consejos y lo confundían, diciendo, por ejemplo: «No me envíes a mí. ¿No ves el caballo? Muévelo a él, podemos permitirnos perderlo.» En la víspera de Navidad, Harry se fue a la cama, deseoso de que llegara el día siguiente, pensando en toda la diversión y comida que lo aguardaban, pero sin esperar ningún regalo. Cuando al día siguiente se despertó temprano, lo primero que vio fue unos cuantos paquetes a los pies de su cama. —¡Feliz Navidad! —lo saludó medio dormido Ron, mientras Harry saltaba de la cama y se ponía la bata. —Para ti también —contestó Harry—. ¡Mira esto! ¡Me han enviado regalos! —¿Qué esperabas, nabos? —dijo Ron, volviéndose hacia sus propios paquetes, que eran más numerosos que los de Harry. Harry cogió el paquete que estaba más arriba. Estaba envuelto en papel de embalar y tenía escrito: «Para Harry, de Hagrid.» Contenía una flauta de madera, toscamente trabajada. Era evidente que Hagrid la había hecho. Harry sopló y la flauta emitió un sonido parecido al canto de la lechuza. El segundo, muy pequeño, contenía una nota. «Recibimos tu mensaje y te mandamos tu regalo de Navidad. De tío Vernon y tía Petunia.» Pegada a la nota estaba una moneda de cincuenta peniques. —Qué detalle —comentó Harry. Ron estaba fascinado con los cincuenta peniques. —¡Qué raro! —dijo—. ¡Qué forma! ¿Esto es dinero? —Puedes quedarte con ella —dijo Harry, riendo ante el placer de Ron —. Hagrid, mis tíos… ¿Quién me ha enviado éste? —Creo que sé de quién es ése —dijo Ron, algo rojo y señalando un paquete deforme—. Mi madre. Le dije que creías que nadie te regalaría nada y… oh, no —gruñó—, te ha hecho un jersey Weasley. Harry abrió el paquete y encontró un jersey tejido a mano, grueso y color verde esmeralda, y una gran caja de pastel de chocolate casero. —Cada año nos teje un jersey —dijo Ron, desenvolviendo su paquete— y el mío siempre es rojo oscuro. —Es muy amable de parte de tu madre —dijo Harry, probando el pastel, que era delicioso. El siguiente regalo también tenía golosinas, una gran caja de ranas de chocolate, de parte de Hermione. Le quedaba el último. Harry lo cogió y notó que era muy ligero. Lo desenvolvió. Algo fluido y de color gris plateado se deslizó hacia el suelo y se quedó brillando. Ron bufó. —Había oído hablar de esto —dijo con voz ronca, dejando caer la caja de grageas de todos los sabores, regalo de Hermione—. Si es lo que pienso, es algo verdaderamente raro y valioso. —¿Qué es? Harry cogió el género brillante y plateado. El tocarlo producía una sensación extraña, como si fuera agua convertida en tejido. —Es una capa invisible —dijo Ron, con una expresión de temor reverencial—. Estoy seguro… Pruébatela. Harry se puso la capa sobre los hombros y Ron lanzó un grito. —¡Lo es! ¡Mira abajo! Harry se miró los pies, pero ya no estaban. Se dirigió al espejo. Efectivamente: su reflejo lo miraba, pero sólo su cabeza suspendida en el aire, porque su cuerpo era totalmente invisible. Se puso la capa sobre la cabeza y su imagen desapareció por completo. —¡Hay una nota! —dijo de pronto Ron—. ¡Ha caído una nota! Harry se quitó la capa y cogió la nota. La caligrafía, fina y llena de curvas, era desconocida para él. Decía: Tu padre dejó esto en mi poder antes de morir. Ya es tiempo de que te sea devuelto. Utilízalo bien. Una muy Feliz Navidad para ti. No tenía firma. Harry contempló la nota. Ron admiraba la capa. —Yo daría cualquier cosa por tener una —dijo—. Lo que sea. ¿Qué te sucede? —Nada —dijo Harry. Se sentía muy extraño. ¿Quién le había enviado la capa? ¿Realmente había pertenecido a su padre? Antes de que pudiera decir o pensar algo, la puerta del dormitorio se abrió de golpe y Fred y George Weasley entraron. Harry escondió rápidamente la capa. No se sentía con ganas de compartirla con nadie más. —¡Feliz Navidad! —¡Eh, mira! ¡A Harry también le han regalado un jersey Weasley! Fred y George llevaban jerséis azules, uno con una gran letra F y el otro con la G. —El de Harry es mejor que el nuestro —dijo Fred cogiendo el jersey de Harry—. Es evidente que se esmera más cuando no es para la familia. —¿Por qué no te has puesto el tuyo, Ron? —quiso saber George—. Vamos, pruébatelo, son bonitos y abrigan. —Detesto el rojo oscuro —se quejó Ron, mientras se lo pasaba por la cabeza. —No tenéis la inicial en los vuestros —observó George—. Supongo que ella piensa que no os vais a olvidar de vuestros nombres. Pero nosotros no somos estúpidos… Sabemos muy bien que nos llamamos Gred y Feorge. —¿Qué es todo ese ruido? Percy Weasley asomó la cabeza a través de la puerta, con aire de desaprobación. Era evidente que había ido desenvolviendo sus regalos por el camino, porque también tenía un jersey bajo el brazo, que Fred vio. —¡P de prefecto! Pruébatelo, Percy, vamos, todos nos lo hemos puesto, hasta Harry tiene uno. —Yo… no… quiero —dijo Percy, con firmeza, mientras los gemelos le metían el jersey por la cabeza, tirándole las gafas al suelo. —Y hoy no te sentarás con los prefectos —dijo George—. La Navidad es para pasarla en familia. Cogieron a Percy y se lo llevaron de la habitación, con los brazos sujetos por el jersey. Harry no había celebrado en su vida una comida de Navidad como aquélla. Un centenar de pavos asados, montañas de patatas cocidas y asadas, soperas llenas de guisantes con mantequilla, recipientes de plata con una grasa riquísima y salsa de moras, y muchos huevos sorpresa esparcidos por todas las mesas. Estos fantásticos huevos no tenían nada que ver con los flojos artículos de los muggles, que Dudley habitualmente compraba, ni con juguetitos de plástico ni gorritos de papel. Harry tiró uno al suelo y no sólo hizo ¡pum!, sino que estalló como un cañonazo y los envolvió en una nube azul, mientras del interior salían una gorra de contraalmirante y varios ratones blancos, vivos. En la mesa de los profesores, Dumbledore había reemplazado su sombrero cónico de mago por un bonete floreado, y se reía de un chiste del profesor Flitwick. A los pavos les siguieron los pudines de Navidad, flameantes. Percy casi se rompió un diente al morder un sickle de plata que estaba en el trozo que le tocó. Harry observaba a Hagrid, que cada vez se ponía más rojo y bebía más vino, hasta que finalmente besó a la profesora McGonagall en la mejilla y, para sorpresa de Harry, ella se ruborizó y rió, con el sombrero medio torcido. Cuando Harry finalmente se levantó de la mesa, estaba cargado de cosas de las sorpresas navideñas, y que incluían globos luminosos que no estallaban, un juego de Haga Crecer Sus Propias Verrugas y piezas nuevas de ajedrez. Los ratones blancos habían desaparecido, y Harry tuvo el horrible presentimiento de que iban a terminar siendo la cena de Navidad de la Señora Norris. Harry y los Weasley pasaron una velada muy divertida, con una batalla de bolas de nieve en el parque. Más tarde, helados, húmedos y jadeantes, regresaron a la sala común de Gryffindor para sentarse al lado del fuego. Allí Harry estrenó su nuevo ajedrez y perdió espectacularmente con Ron. Pero sospechaba que no habría perdido de aquella manera si Percy no hubiera tratado de ayudarlo tanto. Después de un té con bocadillos de pavo, buñuelos, bizcocho borracho y pastel de Navidad, todos se sintieron tan hartos y soñolientos que no podían hacer otra cosa que irse a la cama; no obstante, permanecieron sentados y observaron a Percy, que perseguía a Fred y George por toda la torre Gryffindor porque le habían robado su insignia de prefecto. Fue el mejor día de Navidad de Harry. Sin embargo, algo daba vueltas en un rincón de su mente. En cuanto se metió en la cama, pudo pensar libremente en ello: la capa invisible y quién se la había enviado. Ron, ahíto de pavo y pastel y sin ningún misterio que lo preocupara, se quedó dormido en cuanto corrió las cortinas de su cama. Harry se inclinó a un lado de la cama y sacó la capa. De su padre… Aquello había sido de su padre. Dejó que el género corriera por sus manos, más suave que la seda, ligero como el aire. «Utilízalo bien», decía la nota. Tenía que probarla. Se deslizó fuera de la cama y se envolvió en la capa. Miró hacia abajo y vio sólo la luz de la luna y las sombras. Era una sensación muy curiosa. «Utilízalo bien.» De pronto, Harry se sintió muy despierto. Con aquella capa, todo Hogwarts estaba abierto para él. Mientras estaba allí, en la oscuridad y el silencio, la excitación se apoderó de él. Podía ir a cualquier lado con ella, a cualquier lado, y Filch nunca lo sabría. Ron gruñó entre sueños. ¿Debía despertarlo? Algo lo detuvo. La capa de su padre… Sintió que aquella vez (la primera vez) quería utilizarla solo. Salió cautelosamente del dormitorio, bajó la escalera, cruzó la sala común y pasó por el agujero del retrato. —¿Quién está ahí? —chilló la Dama Gorda. Harry no dijo nada. Anduvo rápidamente por el pasillo. ¿Adónde iría? De pronto se detuvo, con el corazón palpitante, y pensó. Y entonces lo supo. La Sección Prohibida de la biblioteca. Iba a poder leer todo lo que quisiera, para descubrir quién era Flamel. Se ajustó la capa y se dirigió hacia allí. La biblioteca estaba oscura y fantasmal. Harry encendió una lámpara para ver la fila de libros. La lámpara parecía flotar sola en el aire y hasta el mismo Harry, que sentía su brazo llevándola, tenía miedo. La Sección Prohibida estaba justo en el fondo de la biblioteca. Pasando con cuidado sobre la soga que separaba aquellos libros de los demás, Harry levantó la lámpara para leer los títulos. No le decían mucho. Las letras doradas formaban palabras en lenguajes que Harry no conocía. Algunos no tenían títulos. Un libro tenía una mancha negra que parecía sangre. A Harry se le erizaron los pelos de la nuca. Tal vez se lo estaba imaginando, tal vez no, pero le pareció que un murmullo salía de los libros, como si supieran que había alguien que no debía estar allí. Tenía que empezar por algún lado. Dejó la lámpara con cuidado en el suelo y miró en una estantería buscando un libro de aspecto interesante. Le llamó la atención un volumen grande, negro y plateado. Lo sacó con dificultad, porque era muy pesado y, balanceándolo sobre sus rodillas, lo abrió. Un grito desgarrador, espantoso, cortó el silencio… ¡El libro gritaba! Harry lo cerró de golpe, pero el aullido continuaba, en una nota aguda, ininterrumpida. Retrocedió y chocó con la lámpara, que se apagó de inmediato. Aterrado, oyó pasos que se acercaban por el pasillo, metió el volumen en el estante y salió corriendo. Pasó al lado de Filch casi en la puerta, y los ojos del celador, muy abiertos, miraron a través de Harry. El chico se agachó, pasó por debajo del brazo de Filch y siguió por el pasillo, con los aullidos del libro resonando en sus oídos. Se detuvo de pronto frente a unas armaduras. Había estado tan ocupado en escapar de la biblioteca que no había prestado atención al camino. Tal vez era porque estaba oscuro, pero no reconoció el lugar donde estaba. Había armaduras cerca de la cocina, eso lo sabía, pero debía de estar cinco pisos más arriba. —Usted me pidió que le avisara directamente, profesor, si alguien andaba dando vueltas durante la noche, y alguien estuvo en la biblioteca, en la Sección Prohibida. Harry sintió que se le iba la sangre de la cara. Filch debía de conocer un atajo para llegar a donde él estaba, porque el murmullo de su voz se acercaba cada vez más y, para su horror, el que le contestaba era Snape. —¿La Sección Prohibida? Bueno, no pueden estar lejos, ya los atraparemos. Harry se quedó petrificado, mientras Filch y Snape se acercaban. No podían verlo, por supuesto, pero el pasillo era estrecho y, si se acercaban mucho, iban a chocar contra él. La capa no ocultaba su materialidad. Retrocedió lo más silenciosamente que pudo. A la izquierda había una puerta entreabierta. Era su única esperanza. Se deslizó, conteniendo la respiración y tratando de no hacer ruido. Para su alivio, entró en la habitación sin que lo notaran. Pasaron por delante de él y Harry se apoyó contra la pared, respirando profundamente, mientras escuchaba los pasos que se alejaban. Habían estado cerca, muy cerca. Transcurrieron unos pocos segundos antes de que se fijara en la habitación que lo había ocultado. Parecía un aula en desuso. Las sombras de sillas y pupitres amontonados contra las paredes, una papelera invertida y apoyada contra la pared de enfrente… Había algo que parecía no pertenecer allí, como si lo hubieran dejado para quitarlo de en medio. Era un espejo magnífico, alto hasta el techo, con un marco dorado muy trabajado, apoyado en unos soportes que eran como garras. Tenía una inscripción grabada en la parte superior: Oesed lenoz aro cut edon isara cut se onotse. Ya no oía ni a Filch ni a Snape, y Harry no tenía tanto miedo. Se acercó al espejo, deseando mirar para no encontrar su imagen reflejada. Se detuvo frente a él. Tuvo que llevarse las manos a la boca para no gritar. Giró en redondo. El corazón le latía más furiosamente que cuando el libro había gritado… Porque no sólo se había visto en el espejo, sino que había mucha gente detrás de él. Pero la habitación estaba vacía. Respirando agitadamente, volvió a mirar el espejo. Allí estaba él, reflejado, blanco y con mirada de miedo y allí, reflejados detrás de él, había al menos otros diez. Harry miró por encima del hombro, pero no había nadie allí. ¿O también eran todos invisibles? ¿Estaba en una habitación llena de gente invisible y la trampa del espejo era que los reflejaba, invisibles o no? Miró otra vez al espejo. Una mujer, justo detrás de su reflejo, le sonreía y agitaba la mano. Harry levantó una mano y sintió el aire que pasaba. Si ella estaba realmente allí, debía de poder tocarla, sus reflejos estaban tan cerca… Pero sólo sintió aire: ella y los otros existían sólo en el espejo. Era una mujer muy guapa. Tenía el cabello rojo oscuro y sus ojos… «Sus ojos son como los míos», pensó Harry, acercándose un poco más al espejo. Verde brillante, exactamente la misma forma, pero entonces notó que ella estaba llorando, sonriendo y llorando al mismo tiempo. El hombre alto, delgado y de pelo negro que estaba al lado de ella le pasó el brazo por los hombros. Llevaba gafas y el pelo muy desordenado. Y se le ponía tieso en la nuca, igual que a Harry. Harry estaba tan cerca del espejo que su nariz casi tocaba su reflejo. —¿Mamá? —susurró—. ¿Papá? Entonces lo miraron, sonriendo. Y, lentamente, Harry fue observando los rostros de las otras personas, y vio otro par de ojos verdes como los suyos, otras narices como la suya, incluso un hombre pequeño que parecía tener las mismas rodillas nudosas de Harry. Estaba mirando a su familia por primera vez en su vida. Los Potter sonrieron y agitaron las manos, y Harry permaneció mirándolos anhelante, con las manos apretadas contra el espejo, como si esperara poder pasar al otro lado y alcanzarlos. En su interior sentía un poderoso dolor, mitad alegría y mitad tristeza terrible. No supo cuánto tiempo estuvo allí. Los reflejos no se desvanecían y Harry miraba y miraba, hasta que un ruido lejano lo hizo volver a la realidad. No podía quedarse allí, tenía que encontrar el camino hacia el dormitorio. Apartó los ojos de los de su madre y susurró: «Volveré.» Salió apresuradamente de la habitación. —Podías haberme despertado —dijo malhumorado Ron. —Puedes venir esta noche. Yo voy a volver, quiero enseñarte el espejo. —Me gustaría ver a tu madre y a tu padre —dijo Ron con interés. —Y yo quiero ver a toda tu familia, todos los Weasley. Podrás enseñarme a tus otros hermanos y a todos. —Puedes verlos cuando quieras —dijo Ron—. Ven a mi casa este verano. De todos modos, a lo mejor sólo muestra gente muerta. Pero qué lástima que no encontraste a Flamel. ¿No quieres tocino o alguna otra cosa? ¿Por qué no comes nada? Harry no podía comer. Había visto a sus padres y los vería otra vez aquella noche. Casi se había olvidado de Flamel. Ya no le parecía tan importante. ¿A quién le importaba lo que custodiaba el perro de tres cabezas? ¿Y qué más daba si Snape lo robaba? —¿Estás bien? —preguntó Ron—. Te veo raro. Lo que Harry más temía era no poder encontrar la habitación del espejo. Aquella noche, con Ron también cubierto por la capa, tuvieron que andar con más lentitud. Trataron de repetir el camino de Harry desde la biblioteca, vagando por oscuros pasillos durante casi una hora. —Estoy congelado —se quejó Ron—. Olvidemos esto y volvamos. —¡No! —susurró Harry—. Sé que está por aquí. Pasaron al lado del fantasma de una bruja alta, que se deslizaba en dirección opuesta, pero no vieron a nadie más. Justo cuando Ron se quejaba de que tenía los pies helados, Harry divisó la pareja de armaduras. —Es allí… justo allí… ¡sí! Abrieron la puerta. Harry dejó caer la capa de sus hombros y corrió al espejo. Allí estaban. Su madre y su padre sonrieron felices al verlo. —¿Ves? —murmuró Harry. —No puedo ver nada. —¡Mira! Míralos a todos… Son muchos… —Sólo puedo verte a ti. —Pero mira bien, vamos, ponte donde estoy yo. Harry dio un paso a un lado, pero con Ron frente al espejo ya no podía ver a su familia, sólo a Ron con su pijama de colores. Sin embargo, Ron parecía fascinado con su imagen. —¡Mírame! —dijo. —¿Puedes ver a toda tu familia contigo? —No… estoy solo… pero soy diferente… mayor… ¡y soy delegado! —¿Cómo? —Tengo… tengo un distintivo como el de Bill y estoy levantando la Copa de las Casas y la copa de quidditch… ¡Y también soy capitán de quidditch! Ron apartó los ojos de aquella espléndida visión y miró excitado a Harry. —¿Crees que este espejo muestra el futuro? —¿Cómo puede ser? Si toda mi familia está muerta… déjame mirar de nuevo… —Lo has tenido toda la noche, déjame un ratito más. —Pero si estás sosteniendo la copa de quidditch, ¿qué tiene eso de interesante? Quiero ver a mis padres. —No me empujes. Un súbito ruido en el pasillo puso fin a la discusión. No se habían dado cuenta de que hablaban en voz alta. —¡Rápido! Ron tiró la capa sobre ellos justo cuando los luminosos ojos de la Señora Norris aparecieron en la puerta. Ron y Harry permanecieron inmóviles, los dos pensando lo mismo: ¿la capa funcionaba con los gatos? Después de lo que pareció una eternidad, la gata dio la vuelta y se marchó. —No estamos seguros… Puede haber ido a buscar a Filch, seguro que nos ha oído. Vamos. Y Ron empujó a Harry para que salieran de la habitación. La nieve todavía no se había derretido a la mañana siguiente. —¿Quieres jugar al ajedrez, Harry? —preguntó Ron. —No. —¿Por qué no vamos a visitar a Hagrid? —No… ve tú… —Sé en qué estás pensando, Harry, en ese espejo. No vuelvas esta noche. —¿Por qué no? —No lo sé. Pero tengo un mal presentimiento y, de todos modos, ya has tenido muchos encuentros. Filch, Snape y la Señora Norris andan vigilando por ahí ¿Qué importa si no te ven? ¿Y si tropiezan contigo? ¿Y si chocas con algo? —Pareces Hermione. —Te lo digo en serio, Harry, no vayas. Pero Harry sólo tenía un pensamiento en su mente, volver a mirar en el espejo. Y Ron no lo detendría. La tercera noche encontró el camino más rápidamente que las veces anteriores. Andaba más rápido de lo que habría sido prudente, porque sabía que estaba haciendo ruido, pero no se encontró con nadie. Y allí estaban su madre y su padre, sonriéndole otra vez, y uno de sus abuelos lo saludaba muy contento. Harry se dejó caer al suelo para sentarse frente al espejo. Nadie iba a impedir que pasara la noche con su familia. Nadie. Excepto… —Entonces de vuelta otra vez, ¿no, Harry? Harry sintió como si se le helaran las entrañas. Miró para atrás. Sentado en un pupitre, contra la pared, estaba nada menos que Albus Dumbledore. Harry debió de haber pasado justo por su lado, y estaba tan desesperado por llegar hasta el espejo que no había notado su presencia. —No… no lo había visto, señor. —Es curioso lo miope que se puede volver uno al ser invisible —dijo Dumbledore, y Harry se sintió aliviado al ver que le sonreía—. Entonces — continuó Dumbledore, bajando del pupitre para sentarse en el suelo con Harry—, tú, como cientos antes que tú, has descubierto las delicias del espejo de Oesed. —No sabía que se llamaba así, señor. —Pero espero que te habrás dado cuenta de lo que hace, ¿no? —Bueno… me mostró a mi familia y… —Y a tu amigo Ron lo reflejó como capitán. —¿Cómo lo sabe…? —No necesito una capa para ser invisible —dijo amablemente Dumbledore—. Y ahora ¿puedes pensar qué es lo que nos muestra el espejo de Oesed a todos nosotros? Harry negó con la cabeza. —Déjame explicarte. El hombre más feliz de la tierra puede utilizar el espejo de Oesed como un espejo normal, es decir, se mirará y se verá exactamente como es. ¿Eso te ayuda? Harry pensó. Luego dijo lentamente: —Nos muestra lo que queremos… lo que sea que queramos… —Sí y no —dijo con calma Dumbledore—. Nos muestra ni más ni menos que el más profundo y desesperado deseo de nuestro corazón. Para ti, que nunca conociste a tu familia, verlos rodeándote. Ronald Weasley, que siempre ha sido sobrepasado por sus hermanos, se ve solo y el mejor de todos ellos. Sin embargo, este espejo no nos dará conocimiento o verdad. Hay hombres que se han consumido ante esto, fascinados por lo que han visto. O han enloquecido, al no saber si lo que muestra es real o siquiera posible. Continuó: —El espejo será llevado a una nueva casa mañana, Harry, y te pido que no lo busques otra vez. Y si alguna vez te cruzas con él, deberás estar preparado. No es bueno dejarse arrastrar por los sueños y olvidarse de vivir, recuérdalo. Ahora ¿por qué no te pones de nuevo esa magnífica capa y te vas a la cama? Harry se puso de pie. —Señor… profesor Dumbledore… ¿Puedo preguntarle algo? —Es evidente que ya lo has hecho —sonrió Dumbledore—. Sin embargo, puedes hacerme una pregunta más. —¿Qué es lo que ve, cuando se mira en el espejo? —¿Yo? Me veo sosteniendo un par de gruesos calcetines de lana. Harry lo miró asombrado. —Uno nunca tiene suficientes calcetines —explicó Dumbledore—. Ha pasado otra Navidad y no me han regalado ni un solo par. La gente sigue insistiendo en regalarme libros. En cuanto Harry estuvo de nuevo en su cama, se le ocurrió pensar que tal vez Dumbledore no había sido sincero. Pero es que, pensó mientras sacaba a Scabbers de su almohada, había sido una pregunta muy personal. CAPÍTULO 13 Nicolás Flamel D había convencido a Harry de que no buscara otra vez el espejo de Oesed, y durante el resto de las vacaciones de Navidad la capa invisible permaneció doblada en el fondo de su baúl. Harry deseaba poder olvidar lo que había visto en el espejo, pero no pudo. Comenzó a tener pesadillas. Una y otra vez, soñaba que sus padres desaparecían en un rayo de luz verde, mientras una voz aguda se reía. —¿Te das cuenta? Dumbledore tenía razón. Ese espejo te puede volver loco —dijo Ron, cuando Harry le contó sus sueños. Hermione, que volvió el día anterior al comienzo de las clases, consideró las cosas de otra manera. Estaba dividida entre el horror de la idea de Harry vagando por el colegio tres noches seguidas («¡Si Filch te hubiera atrapado!») y desilusionada porque finalmente no hubieran descubierto quién era Nicolás Flamel. Ya casi habían abandonado la esperanza de descubrir a Flamel en un libro de la biblioteca, aunque Harry estaba seguro de haber leído el nombre en algún lado. Cuando empezaron las clases, volvieron a buscar en los libros durante diez minutos durante los recreos. Harry tenía menos tiempo UMBLEDORE que ellos, porque los entrenamientos de quidditch habían comenzado también. Wood los hacía trabajar más duramente que nunca. Ni siquiera la lluvia constante que había reemplazado a la nieve podía doblegar su ánimo. Los Weasley se quejaban de que Wood se había convertido en un fanático, pero Harry estaba de acuerdo con Wood. Si ganaban el próximo partido contra Hufflepuff, podrían alcanzar a Slytherin en el campeonato de las casas, por primera vez en siete años. Además de que deseaba ganar, Harry descubrió que tenía menos pesadillas cuando estaba cansado por el ejercicio. Entonces, durante un entrenamiento en un día especialmente húmedo y lleno de barro, Wood les dio una mala noticia. Se había enfadado mucho con los Weasley, que se tiraban en picado y fingían caerse de las escobas. —¡Dejad de hacer tonterías! —gritó—. ¡Ésas son exactamente las cosas que nos harán perder el partido! ¡Esta vez el árbitro será Snape, y buscará cualquier excusa para quitar puntos a Gryffindor! George Weasley, al oír esas palabras, casi se cayó de verdad de su escoba. —¿Snape va a ser el árbitro? —Escupió un puñado de barro—. ¿Cuándo ha sido árbitro en un partido de quidditch? No será imparcial, si nosotros podemos sobrepasar a Slytherin. El resto del equipo se acercó a George para quejarse. —No es culpa mía —dijo Wood—. Lo que tenemos que hacer es estar seguros de jugar limpio, así no le daremos excusa a Snape para marcarnos faltas. Todo aquello estaba muy bien, pensó Harry, pero él tenía otra razón para no querer estar cerca de Snape mientras jugaba a quidditch. Los demás jugadores se quedaron, como siempre, para charlar entre ellos al finalizar el entrenamiento, pero Harry se dirigió directamente a la sala común de Gryffindor, donde encontró a Ron y Hermione jugando al ajedrez. El ajedrez era la única cosa a la que Hermione había perdido, algo que Harry y Ron consideraban muy beneficioso para ella. —No me hables durante un momento —dijo Ron, cuando Harry se sentó al lado—. Necesito concen… —vio el rostro de Harry—. ¿Qué te sucede? Tienes una cara terrible. En tono bajo, para que nadie más los oyera, Harry les explicó el súbito y siniestro deseo de Snape de ser árbitro de quidditch. —No juegues —dijo de inmediato Hermione. —Diles que estás enfermo —añadió Ron. —Finge que se te ha roto una pierna —sugirió Hermione. —Rómpete una pierna de verdad —dijo Ron. —No puedo —dijo Harry—. No hay un buscador suplente. Si no juego, Gryffindor tampoco puede jugar. En aquel momento Neville cayó en la sala común. Nadie se explicó cómo se las había arreglado para pasar por el agujero del retrato, porque sus piernas estaban pegadas juntas, con lo que reconocieron de inmediato el Maleficio de las Piernas Unidas. Había tenido que ir saltando todo el camino hasta la torre Gryffindor. Todos empezaron a reírse, salvo Hermione, que se puso de pie e hizo el contramaleficio. Las piernas de Neville se separaron y pudo ponerse de pie, temblando. —¿Qué ha sucedido? —preguntó Hermione, ayudándolo a sentarse junto a Harry y Ron. —Malfoy —respondió Neville temblando—. Lo encontré fuera de la biblioteca. Dijo que estaba buscando a alguien para practicarlo. —¡Ve a hablar con la profesora McGonagall! —lo instó Hermione—. ¡Acúsalo! Neville negó con la cabeza. —No quiero tener más problemas —murmuró. —¡Tienes que hacerle frente, Neville! —dijo Ron—. Está acostumbrado a llevarse a todo el mundo por delante, pero ésa no es una razón para echarse al suelo a su paso y hacerle las cosas más fáciles. —No es necesario que me digas que no soy lo bastante valiente para pertenecer a Gryffindor, eso ya me lo dice Malfoy —dijo Neville, atragantándose. Harry buscó en los bolsillos de su túnica y sacó una rana de chocolate, la última de la caja que Hermione le había regalado para Navidad. Se la dio a Neville, que parecía estar a punto de llorar. —Tú vales por doce Malfoys —dijo Harry—. ¿Acaso no te eligió para Gryffindor el Sombrero Seleccionador? ¿Y dónde está Malfoy? En la apestosa Slytherin. Neville dejó escapar una débil sonrisa, mientras desenvolvía el chocolate. —Gracias, Harry… Creo que me voy a la cama… ¿Quieres el cromo? Tú los coleccionas, ¿no? Mientras Neville se alejaba, Harry miró el cromo de los Magos Famosos. —Dumbledore otra vez —dijo—. Él fue el primero que… Bufó. Miró fijamente la parte de atrás de la tarjeta. Luego levantó la vista hacia Ron y Hermione. —¡Lo encontré! —susurró—. ¡Encontré a Flamel! Os dije que había leído ese nombre antes. Lo leí en el tren, viniendo hacia aquí. Escuchad lo que dice: «El profesor Dumbledore es particularmente famoso por derrotar al mago tenebroso Grindelwald, en 1945, por el descubrimiento de las doce aplicaciones de la sangre de dragón ¡y por su trabajo en alquimia con su compañero Nicolás Flamel!» Hermione dio un salto. No estaba tan excitada desde que le dieron la nota de su primer trabajo. —¡Esperad aquí! —dijo, y se lanzó por la escalera hacia el dormitorio de las chicas. Harry y Ron casi no tuvieron tiempo de intercambiar una mirada de asombro y ya estaba allí de nuevo, con un enorme libro entre los brazos. —¡Nunca pensé en buscar aquí! —susurró excitada—. Lo saqué de la biblioteca hace semanas, para tener algo ligero para leer. —¿Ligero? —dijo Ron, pero Hermione le dijo que esperara, que tenía que buscar algo y comenzó a dar la vuelta a las páginas, enloquecida, murmurando para sí misma. Al fin encontró lo que buscaba. —¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —¿Podemos hablar ahora? —dijo Ron con malhumor. Hermione hizo caso omiso de él. —Nicolás Flamel —susurró con tono teatral— es el único descubridor conocido de la Piedra Filosofal. Aquello no tuvo el efecto que ella esperaba. —¿La qué? —dijeron Harry y Ron. —¡Oh, no lo entiendo! ¿No sabéis leer? Mirad, leed aquí. Empujó el libro hacia ellos, y Harry y Ron leyeron: El antiguo estudio de la alquimia está relacionado con el descubrimiento de la Piedra Filosofal, una sustancia legendaria que tiene poderes asombrosos. La piedra puede transformar cualquier metal en oro puro. También produce el Elixir de la Vida, que hace inmortal al que lo bebe. Se ha hablado mucho de la Piedra Filosofal a través de los siglos, pero la única Piedra que existe actualmente pertenece al señor Nicolás Flamel, el notable alquimista y amante de la ópera. El señor Flamel, que cumplió seiscientos sesenta y cinco años el año pasado, lleva una vida tranquila en Devon con su esposa Perenela (de seiscientos cincuenta y ocho años). —¿Veis? —dijo Hermione, cuando Harry y Ron terminaron—. El perro debe de estar custodiando la Piedra Filosofal de Flamel. Seguro que le pidió a Dumbledore que se la guardase, porque son amigos y porque debe de saber que alguien la busca. ¡Por eso quiso que sacaran la Piedra de Gringotts! —¡Una piedra que convierte en oro y hace que uno nunca muera! —dijo Harry—. ¡No es raro que Snape la busque! Cualquiera la querría. —Y no es raro que no pudiéramos encontrar a Flamel en ese Estudio del reciente desarrollo de la hechicería —dijo Ron—. Él no es exactamente reciente si tiene seiscientos sesenta y cinco años, ¿verdad? A la mañana siguiente, en la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, mientras copiaban las diferentes formas de tratar las mordeduras de hombre lobo, Harry y Ron seguían discutiendo qué harían con la Piedra Filosofal si tuvieran una. Hasta que Ron dijo que él se compraría su propio equipo de quidditch y Harry recordó el partido en que tendría a Snape de árbitro. —Jugaré —informó a Ron y Hermione—. Si no lo hago, todos los Slytherins pensarán que tengo miedo de enfrentarme con Snape. Les voy a demostrar… les voy a borrar la sonrisa de la cara si ganamos. —Siempre y cuando no te borren a ti del terreno de juego —dijo Hermione. Sin embargo, a medida que se acercaba el día del partido, Harry se ponía más nervioso, pese a todo lo que les había dicho a sus amigos. El resto del equipo tampoco estaba demasiado tranquilo. La idea de alcanzar a Slytherin en el torneo de la casa era maravillosa, nadie lo había conseguido en siete años, pero ¿podrían hacerlo con aquel árbitro tan parcial? Harry no sabía si se lo imaginaba o no, pero veía a Snape por todas partes. Por momentos, hasta se preguntaba si Snape no lo estaría siguiendo para atraparlo. Las clases de Pociones se convirtieron en torturas semanales para Harry, por la forma en que lo trataba Snape. ¿Era posible que Snape supiera que ellos habían averiguado lo de la Piedra Filosofal? Harry no se imaginaba cómo podía saberlo… aunque algunas veces tenía la horrible sensación de que Snape podía leer los pensamientos. Harry supo, cuando le desearon suerte en la puerta de los vestuarios, la tarde siguiente, que Ron y Hermione se preguntaban si volverían a verlo con vida. Aquello no era lo que uno llamaría reconfortante. Harry casi no oyó las palabras de Wood, mientras se ponía la túnica de quidditch y cogía su Nimbus 2000. Ron y Hermione, entre tanto, encontraron un sitio en las gradas, cerca de Neville, que no podía entender por qué estaban tan preocupados, ni por qué llevaban sus varitas al partido. Lo que Harry no sabía era que Ron y Hermione habían estado practicando en secreto el Maleficio de las Piernas Unidas. Se les ocurrió la idea cuando Malfoy lo utilizó con Neville, y estaban listos para utilizarlo con Snape, si daba alguna señal de querer hacer daño a Harry. —No te olvides, es locomotor mortis —murmuró Hermione, mientras Ron deslizaba su varita en la manga de la túnica. —Ya lo sé —respondió enfadado—. No me des la lata. Mientras tanto, en el vestuario, Wood había llevado aparte a Harry. —No quiero presionarte, Potter, pero si alguna vez necesitamos que se capture en seguida la snitch, es ahora. Necesitamos terminar el partido antes de que Snape pueda favorecer demasiado a Hufflepuff. —¡Todo el colegio está allí fuera! —dijo Fred Weasley, espiando a través de la puerta—. Hasta… ¡Vaya, Dumbledore ha venido al partido! El corazón de Harry dio un brinco. —¿Dumbledore? —dijo, corriendo hasta la puerta para asegurarse. Fred tenía razón. Aquella barba plateada era inconfundible. Harry tenía ganas de reírse a carcajadas, del alivio que sentía. Estaba a salvo. No había forma de que Snape se animara a hacerle algo si Dumbledore estaba mirando. Tal vez por eso Snape parecía tan enfadado mientras los equipos desfilaban por el terreno de juego, algo que Ron también notó. —Nunca vi a Snape con esa cara de malo —dijo a Hermione—. Mira, ya salen. ¡Eh! Alguien había golpeado a Ron en la parte de atrás de la cabeza. Era Malfoy. —Oh, perdón, Weasley, no te había visto. Malfoy sonrió burlonamente a Crabbe y Goyle. —Me pregunto cuánto tiempo durará Potter en su escoba esta vez. ¿Alguien quiere apostar? ¿Qué me dices, Weasley? Ron no le respondió: Snape acababa de pitar un penalti a favor de Hufflepuff, porque George Weasley le había tirado una bludger. Hermione, que tenía los dedos cruzados sobre la falda, observaba sin cesar a Harry, que circulaba sobre el juego como un halcón, buscando la snitch. —¿Sabéis por qué creo que eligen a la gente para la casa de Gryffindor? —dijo Malfoy en voz alta unos minutos más tarde, mientras Snape daba otro penalti a Hufflepuff, sin ningún motivo—. Es gente a la que le tienen lástima. Por ejemplo, está Potter, que no tiene padres, luego los Weasley, que no tienen dinero… Y tú, Longbottom, que no tienes cerebro. Neville se puso rojo y se volvió en su asiento para encararse con Malfoy. —Yo valgo por doce como tú, Malfoy —tartamudeó. Malfoy, Crabbe y Goyle estallaron en carcajadas, pero Ron, sin quitar los ojos del partido, intervino. —Así se habla, Neville. —Longbottom, si tu cerebro fuera de oro serías más pobre que Weasley, y con eso te digo todo. La preocupación por Harry estaba a punto de acabar con los nervios de Ron. —Te prevengo, Malfoy… Una palabra más… —¡Ron! —dijo de pronto Hermione—. ¡Harry…! —¿Qué? ¿Dónde? Harry había salido en un espectacular vuelo, que arrancó gritos de asombro y vivas entre los espectadores. Hermione se puso de pie, con los dedos cruzados en la boca, mientras Harry se lanzaba velozmente hacia el campo, como una bala. —Tenéis suerte, Weasley, es evidente que Potter ha visto alguna moneda en el campo —dijo Malfoy. Ron estalló. Antes de que Malfoy supiera lo que estaba pasando, Ron estaba encima de él, tirándolo al suelo. Neville vaciló, pero luego se encaramó al respaldo de su silla para ayudar. —¡Vamos, Harry! —gritaba Hermione, subiéndose al asiento para ver bien a Harry, sin darse cuenta de que Malfoy y Ron rodaban bajo su asiento y sin oír los gritos y golpes de Neville, Crabbe y Goyle. En el aire, Snape puso en marcha su escoba justo a tiempo para ver algo escarlata que pasaba a su lado, y que no chocó con él por sólo unos centímetros. Al momento siguiente Harry subía con el brazo levantado en gesto de triunfo y la mano apretando la snitch. Las tribunas bullían. Aquello era un récord, nadie recordaba que se hubiera atrapado tan rápido la snitch. —¡Ron! ¡Ron! ¿Dónde estás? ¡El partido ha terminado! ¡Hemos ganado! ¡Gryffindor es el primero! —Hermione bailaba en su asiento y se abrazaba con Parvati Patil, de la fila de delante. Harry saltó de su escoba, a centímetros del suelo. No podía creerlo. Lo había conseguido… El partido había terminado y apenas había durado cinco minutos. Mientras los de Gryffindor se acercaban al terreno de juego, vio que Snape aterrizaba cerca, con el rostro blanco y los labios tirantes. Entonces Harry sintió una mano en su hombro y, al darse la vuelta, se encontró con el rostro sonriente de Dumbledore. —Bien hecho —dijo Dumbledore en voz baja, para que sólo Harry lo oyera—. Muy bueno que no buscaras ese espejo… que te mantuvieras ocupado… excelente… Snape escupió con amargura en el suelo. Un rato después, Harry salió del vestuario para dejar su Nimbus 2000 en la escobera. No recordaba haberse sentido tan contento. Había hecho algo de lo que podía sentirse orgulloso. Ya nadie podría decir que era sólo un nombre célebre. El aire del anochecer nunca había sido tan dulce. Anduvo por la hierba húmeda, reviviendo la última hora en su mente, en una feliz nebulosa: los Gryffindors corriendo para llevarlo en andas, Ron y Hermione en la distancia, saltando como locos, Ron vitoreando en medio de una gran hemorragia nasal… Harry llegó a la cabaña. Se apoyó contra la puerta de madera y miró hacia Hogwarts, cuyas ventanas despedían un brillo rojizo en la puesta del sol. Gryffindor a la cabeza. Él lo había hecho, le había demostrado a Snape… Y hablando de Snape… Una figura encapuchada bajó sigilosamente los escalones delanteros del castillo. Era evidente que no quería ser visto dirigiéndose a toda prisa hacia el bosque prohibido. La victoria se apagó en la mente de Harry mientras observaba. Reconoció a la figura que se alejaba. Era Snape, escabulléndose en el bosque, mientras todos estaban en la cena… ¿Qué sucedía? Harry saltó sobre su Nimbus 2000 y se elevó. Deslizándose silenciosamente sobre el castillo, vio a Snape entrando en el bosque. Lo siguió. Los árboles eran tan espesos que no podía ver adónde había ido Snape. Voló en círculos, cada vez más bajos, rozando las copas de los árboles, hasta que oyó voces. Se deslizó hacia allí y se detuvo sin ruido, sobre un haya. Con cuidado se detuvo en una rama, sujetando su escoba y tratando de ver a través de las hojas. Abajo, en un espacio despejado y sombrío, vio a Snape. Pero no estaba solo. Quirrell también estaba allí. Harry no podía verle la cara, pero tartamudeaba como nunca. Harry se esforzó por oír lo que decían. —… n-no sé p-por qué querías ver-verme j-justo a-aquí, de entre t-todos los l-lugares, Severus… —Oh, pensé que íbamos a mantener esto en privado —dijo Snape con voz gélida—. Después de todo, los alumnos no deben saber nada sobre la Piedra Filosofal. Harry se inclinó hacia delante. Quirrell tartamudeaba algo y Snape lo interrumpió. —¿Ya has averiguado cómo burlar a esa bestia de Hagrid? —P-p-pero Severus, y-yo… —Tú no querrás que yo sea tu enemigo, Quirrell —dijo Snape, dando un paso hacia él. —Y-yo no s-sé qué… —Tú sabes perfectamente bien lo que quiero decir. Una lechuza dejó escapar un grito y Harry casi se cae del árbol. Se enderezó a tiempo para oír a Snape decir: —… tu pequeña parte del abracadabra. Estoy esperando. —P-pero y-yo no… —Muy bien —lo interrumpió Snape—. Vamos a tener otra pequeña charla muy pronto, cuando hayas tenido tiempo de pensar y decidir dónde están tus lealtades. Se echó la capa sobre la cabeza y se alejó del claro. Ya estaba casi oscuro, pero Harry pudo ver a Quirrell inmóvil, como si estuviera petrificado. —¿Harry, dónde estabas? —preguntó Hermione con voz aguda. —¡Ganamos! ¡Ganamos! ¡Ganamos! —gritaba Ron al tiempo que daba palmadas a Harry en la espalda—. ¡Y yo le puse un ojo negro a Malfoy y Neville trató de vencer a Crabbe y Goyle él solo! Todavía está inconsciente, pero la señora Pomfrey dice que se pondrá bien. Todos te están esperando en la sala común, vamos a celebrar una fiesta, Fred y George robaron unos pasteles y otras cosas de la cocina… —Ahora eso no importa —dijo Harry sin aliento—. Vamos a buscar una habitación vacía, ya veréis cuando oigáis esto… Se aseguró de que Peeves no estuviera dentro antes de cerrar la puerta, y entonces les contó lo que había visto y oído. —Así que teníamos razón, es la Piedra Filosofal y Snape trata de obligar a Quirrell a que lo ayude a conseguirla. Le preguntó si sabía cómo pasar ante Fluffy y dijo algo sobre el «abracadabra» de Quirrell… Eso significa que hay otras cosas custodiando la Piedra, además de Fluffy, probablemente cantidades de hechizos, y Quirrell puede haber hecho algunos encantamientos anti-Artes Oscuras que Snape necesita romper… —¿Quieres decir que la Piedra estará segura mientras Quirrell se oponga a Snape? —preguntó alarmada Hermione. —En ese caso no durará mucho —dijo Ron. CAPÍTULO 14 Norberto, el ridgeback noruego S embargo, Quirrell debía de ser más valiente de lo que habían pensado. En las semanas que siguieron se fue poniendo cada vez más delgado y pálido, pero no parecía que su voluntad hubiera cedido. Cada vez que pasaban por el pasillo del tercer piso, Harry, Ron y Hermione apoyaban las orejas contra la puerta, para ver si Fluffy estaba gruñendo, allí dentro. Snape seguía con su habitual mal carácter, lo que seguramente significaba que la Piedra estaba a salvo. Cada vez que Harry se cruzaba con Quirrell, le dirigía una sonrisa para darle ánimo, y Ron les decía a todos que no se rieran del tartamudeo del profesor. Hermione, sin embargo, tenía en su mente otras cosas, además de la Piedra Filosofal. Había comenzado a hacer horarios para repasar y a subrayar con diferentes colores sus apuntes. A Harry y Ron eso no les habría importado, pero los fastidiaba todo el tiempo para que hicieran lo mismo. —Hermione, faltan siglos para los exámenes. —Diez semanas —replicó Hermione—. Eso no son siglos, es un segundo para Nicolás Flamel. IN —Pero nosotros no tenemos seiscientos años —le recordó Ron—. De todos modos, ¿para qué repasas si ya te lo sabes todo? —¿Que para qué estoy repasando? ¿Estás loco? ¿Te has dado cuenta de que tenemos que pasar estos exámenes para entrar en segundo año? Son muy importantes, tendría que haber empezado a estudiar hace un mes, no sé lo que me pasó… Pero desgraciadamente, los profesores parecían pensar lo mismo que Hermione. Les dieron tantos deberes que las vacaciones de Pascua no resultaron tan divertidas como las de Navidad. Era difícil relajarse con Hermione al lado, recitando los doce usos de la sangre de dragón o practicando movimientos con la varita. Quejándose y bostezando, Harry y Ron pasaban la mayor parte de su tiempo libre en la biblioteca con ella, tratando de hacer todo el trabajo suplementario. —Nunca podré acordarme de esto —estalló Ron una tarde, arrojando la pluma y mirando por la ventana de la biblioteca con nostalgia. Era realmente el primer día bueno desde hacía meses. El cielo era claro, y las nomeolvides azules y el aire anunciaban el verano. Harry, que estaba buscando «díctamo» en Mil hierbas mágicas y hongos no levantó la cabeza hasta que oyó que Ron decía: —¡Hagrid! ¿Qué estás haciendo en la biblioteca? Hagrid apareció con aire desmañado, escondiendo algo detrás de la espalda. Parecía muy fuera de lugar, con su abrigo de piel de topo. —Estaba mirando —dijo con una voz evasiva que les llamó la atención —. ¿Y vosotros qué hacéis? —De pronto pareció sospechar algo—. No estaréis buscando todavía a Nicolás Flamel, ¿no? —Oh, lo encontramos hace siglos —dijo Ron con aire grandilocuente —. Y también sabemos lo que custodia el perro, es la Piedra Fi… —¡¡Shhh!! —Hagrid miró alrededor para ver si alguien los escuchaba —. No podéis ir por ahí diciéndolo a gritos. ¿Qué os pasa? —En realidad, hay unas pocas cosas que queremos preguntarte —dijo Harry— sobre qué cosas más custodian la Piedra, además de Fluffy… —¡SHHHH! —dijo Hagrid otra vez—. Mirad, venid a verme más tarde, no os prometo que os vaya a decir algo, pero no andéis por ahí hablando, los alumnos no deben saber nada. Van a pensar que yo os lo he contado… —Te vemos más tarde, entonces —dijo Harry. Hagrid se escabulló. —¿Qué escondía detrás de la espalda? —dijo Hermione con aire pensativo. —¿Creéis que tiene que ver con la Piedra? —Voy a ver en qué sección estaba —dijo Ron, cansado de sus trabajos. Regresó un minuto más tarde, con muchos libros en los brazos. Los desparramó sobre la mesa. —¡Dragones! —susurró—. ¡Hagrid estaba buscando cosas sobre dragones! Mirad estos dos: Especies de dragones en Gran Bretaña e Irlanda y Del huevo al infierno, guía para guardianes de dragones… —Hagrid siempre quiso tener un dragón, me lo dijo el día que lo conocí —dijo Harry. —Pero va contra nuestras leyes —dijo Ron—. Criar dragones fue prohibido por la Convención de Magos de 1709, todos lo saben. Era difícil que los muggles no nos detectaran si teníamos dragones en nuestros jardines. De todos modos, no se puede domesticar un dragón, es peligroso. Tendríais que ver las quemaduras que Charlie se hizo con esos dragones salvajes de Rumania. —Pero no hay dragones salvajes en Inglaterra, ¿verdad? —preguntó Harry. —Por supuesto que hay —respondió Ron—. Verdes en Gales y negros en Escocia. Al ministro de Magia le ha costado trabajo silenciar ese asunto, te lo aseguro. Los nuestros tienen que hacerles encantamientos a los muggles que los han visto para que los olviden. —Entonces ¿en qué está metido Hagrid? —dijo Hermione. Cuando llamaron a la puerta de la cabaña del guardabosques, una hora más tarde, les sorprendió ver todas las cortinas cerradas. Hagrid preguntó «¿quién es?» antes de dejarlos entrar, y luego cerró rápidamente la puerta tras ellos. En el interior, el calor era sofocante. Pese a que era un día cálido, en la chimenea ardía un buen fuego. Hagrid les preparó el té y les ofreció bocadillos de comadreja, que ellos no aceptaron. —Entonces ¿queríais preguntarme algo? —Sí —dijo Harry. No tenía sentido dar más vueltas—. Nos preguntábamos si podías decirnos si hay algo más que custodie a la Piedra Filosofal, además de Fluffy. Hagrid lo miró con aire adusto. —Por supuesto que no puedo —dijo—. En primer lugar, no lo sé. En segundo lugar, vosotros ya sabéis demasiado, así que tampoco os lo diría si lo supiera. Esa Piedra está aquí por un buen motivo. Casi la roban de Gringotts… Aunque eso ya lo sabíais, ¿no? Me gustaría saber cómo averiguasteis lo de Fluffy. —Oh, vamos, Hagrid, puedes no querer contarnos, pero debes saberlo, tú sabes todo lo que sucede por aquí —dijo Hermione, con voz afectuosa y lisonjera. La barba de Hagrid se agitó y vieron que sonreía. Hermione continuó—: Nos preguntábamos en quién más podía confiar Dumbledore lo suficiente para pedirle ayuda, además de ti. Con esas últimas palabras, el pecho de Hagrid se ensanchó. Harry y Ron miraron a Hermione con orgullo. —Bueno, supongo que no tiene nada de malo deciros esto… Dejadme ver… Yo le presté a Fluffy… luego algunos de los profesores hicieron encantamientos… la profesora Sprout, el profesor Flitwick, la profesora McGonagall —contó con los dedos—, el profesor Quirrell y el mismo Dumbledore, por supuesto. Esperad, me he olvidado de alguien. Oh, claro, el profesor Snape. —¿Snape? —Ajá… No seguiréis con eso todavía, ¿no? Mirad, Snape ayudó a proteger la Piedra, no quiere robarla. Harry sabía que Ron y Hermione estaban pensando lo mismo que él. Si Snape había formado parte de la protección de la Piedra, le resultaría fácil descubrir cómo la protegían los otros profesores. Es probable que supiera todos los encantamientos, salvo el de Quirrell, y cómo pasar ante Fluffy. —Tú eres el único que sabe cómo pasar ante Fluffy, ¿no, Hagrid? — preguntó Harry con ansiedad—. Y no se lo dirás a nadie, ¿no es cierto? ¿Ni siquiera a un profesor? —Ni un alma lo sabe, salvo Dumbledore y yo —dijo Hagrid con orgullo. —Bueno, eso es algo —murmuró Harry a los demás—. Hagrid, ¿podríamos abrir una ventana? Me estoy asando. —No puedo, Harry, lo siento —respondió Hagrid. Harry notó que miraba de reojo hacia el fuego. Harry también miró. —Hagrid… ¿Qué es eso? Pero ya sabía lo que era. En el centro de la chimenea, debajo de la cazuela, había un enorme huevo negro. —Ah —dijo Hagrid, tirándose con nerviosismo de la barba—. Eso… eh… —¿Dónde lo has conseguido, Hagrid? —preguntó Ron, agachándose ante la chimenea para ver de cerca el huevo—. Debe de haberte costado una fortuna. —Lo gané —explicó Hagrid—. La otra noche. Estaba en la aldea, tomando unas copas y me puse a jugar a las cartas con un desconocido. Creo que se alegró mucho de librarse de él, si he de ser sincero. —Pero ¿qué vas a hacer cuando salga del cascarón? —preguntó Hermione. —Bueno, estuve leyendo un poco —dijo Hagrid, sacando un gran libro de debajo de su almohada—. Lo conseguí en la biblioteca: Crianza de dragones para placer y provecho. Está un poco anticuado, por supuesto, pero sale todo. Mantener el huevo en el fuego, porque las madres respiran fuego sobre ellos y, cuando salen del cascarón, alimentarlos con brandy mezclado con sangre de pollo, cada media hora. Y mirad, dice cómo reconocer los diferentes huevos. El que tengo es un ridgeback noruego. Y son muy raros. Parecía muy satisfecho de sí mismo, pero Hermione no. —Hagrid, tú vives en una casa de madera —dijo. Pero Hagrid no la escuchaba. Canturreaba alegremente mientras alimentaba el fuego. Así que ya tenían algo más de qué preocuparse: lo que podía sucederle a Hagrid si alguien descubría que ocultaba un dragón ilegal en su cabaña. —Me pregunto cómo será tener una vida tranquila —suspiró Ron, mientras noche tras noche luchaban con todo el trabajo extra que les daban los profesores. Hermione había comenzado ya a hacer horarios de repaso para Harry y Ron. Los estaba volviendo locos. Entonces, durante un desayuno, Hedwig entregó a Harry otra nota de Hagrid. Sólo decía: «Está a punto de salir.» Ron quería faltar a la clase de Herbología e ir directamente a la cabaña. Hermione no quería ni oír hablar de eso. —Hermione, ¿cuántas veces en nuestra vida veremos a un dragón saliendo de su huevo? —Tenemos clases, nos vamos a meter en líos y no vamos a poder hacer nada cuando alguien descubra lo que Hagrid está haciendo… —¡Cállate! —susurró Harry. Malfoy estaba cerca de ellos y se había quedado inmóvil para escucharlos. ¿Cuánto había oído? A Harry no le gustó la expresión de su cara. Ron y Hermione discutieron durante todo el camino hacia la clase de Herbología y, al final, Hermione aceptó ir a la cabaña de Hagrid con ellos durante el recreo de la mañana. Cuando al final de las clases sonó la campana del castillo, los tres dejaron sus trasplantadores y corrieron por el parque hasta el borde del bosque. Hagrid los recibió, excitado y radiante. —Ya casi está fuera —dijo cuando entraron. El huevo estaba sobre la mesa. Tenía grietas en la cáscara. Algo se movía en el interior y un curioso ruido salía de allí. Todos acercaron las sillas a la mesa y esperaron, respirando con agitación. De pronto se oyó un ruido y el huevo se abrió. La cría de dragón aleteó en la mesa. No era exactamente bonito. Harry pensó que parecía un paraguas negro arrugado. Sus alas puntiagudas eran enormes, comparadas con su cuerpo flacucho. Tenía un hocico largo con anchas fosas nasales, las puntas de los cuernos ya le salían y tenía los ojos anaranjados y saltones. Estornudó. Volaron unas chispas. —¿No es precioso? —murmuró Hagrid. Alargó una mano para acariciar la cabeza del dragón. Éste le dio un mordisco en los dedos, enseñando unos colmillos puntiagudos. —¡Bendito sea! Mirad, conoce a su mamá —dijo Hagrid. —Hagrid —dijo Hermione—. ¿Cuánto tardan en crecer los ridgebacks noruegos? Hagrid iba a contestarle, cuando de golpe su rostro palideció. Se puso de pie de un salto y corrió hacia la ventana. —¿Qué sucede? —Alguien estaba mirando por una rendija de la cortina… Era un chico… Va corriendo hacia el colegio. Harry fue hasta la puerta y miró. Incluso a distancia, era inconfundible: Malfoy había visto el dragón. ••• Algo en la sonrisa burlona de Malfoy durante la semana siguiente ponía nerviosos a Harry, Ron y Hermione. Pasaban la mayor parte de su tiempo libre en la oscura cabaña de Hagrid, tratando de hacerlo entrar en razón. —Déjalo ir —lo instaba Harry—. Déjalo en libertad. —No puedo —decía Hagrid—. Es demasiado pequeño. Se morirá. Miraron el dragón. Había triplicado su tamaño en sólo una semana. Ya le salía humo de las narices. Hagrid no cumplía con sus deberes de guardabosques porque el dragón ocupaba todo su tiempo. Había botellas vacías de brandy y plumas de pollo por todo el suelo. —He decidido llamarlo Norberto —dijo Hagrid, mirando al dragón con ojos húmedos—. Ya me reconoce, mirad. ¡Norberto! ¡Norberto! ¿Dónde está mamá? —Ha perdido el juicio —murmuró Ron a Harry. —Hagrid —dijo Harry en voz muy alta—, espera dos semanas y Norberto será tan grande como tu casa. Malfoy se lo contará a Dumbledore en cualquier momento. Hagrid se mordió el labio. —Yo… yo sé que no puedo quedarme con él para siempre, pero no puedo echarlo, no puedo. Harry se volvió hacia Ron súbitamente. —Charlie —dijo. —Tú también estás mal de la cabeza —dijo Ron—. Yo soy Ron, ¿recuerdas? —No… Charlie, tu hermano. En Rumania. Estudiando dragones. Podemos enviarle a Norberto. ¡Charlie lo cuidará y luego lo dejará vivir en libertad! —¡Genial! —dijo Ron—. ¿Qué piensas de eso, Hagrid? Y al final, Hagrid aceptó que enviaran una lechuza para pedirle ayuda a Charlie. La semana siguiente pareció alargarse. La noche del miércoles encontró a Harry y Hermione sentados solos en la sala común, mucho después de que todos se fueran a acostar. El reloj de la pared acababa de dar doce campanadas cuando el agujero de la pared se abrió de golpe. Ron surgió de la nada, al quitarse la capa invisible de Harry. Había estado en la cabaña de Hagrid, ayudándolo a alimentar a Norberto, que ya comía ratas muertas. —¡Me ha mordido! —dijo, enseñándoles la mano envuelta en un pañuelo ensangrentado—. No podré escribir en una semana. Os aseguro que los dragones son los animales más horribles que conozco, pero para Hagrid es como si fuera un osito de peluche. Cuando me mordió, me hizo salir porque, según él, yo lo había asustado. Y cuando me fui le estaba cantando una canción de cuna. Se oyó un golpe en la ventana oscura. —¡Es Hedwig! —dijo Harry, corriendo para dejarla entrar—. ¡Debe de traer la respuesta de Charlie! Los tres juntaron las cabezas para leer la carta. Querido Ron: ¿Cómo estás? Gracias por tu carta. Estaré encantado de quedarme con el ridgeback noruego, pero no será fácil traerlo aquí. Creo que lo mejor será hacerlo con unos amigos que vienen a visitarme la semana que viene. El problema es que no deben verlos llevando un dragón ilegal. ¿Podríais llevar al ridgeback noruego a la torre más alta, la medianoche del sábado? Ellos se encontrarán contigo allí y se lo llevarán mientras dure la oscuridad. Envíame la respuesta lo antes posible. Besos, Charlie Se miraron. —Tenemos la capa invisible —dijo Harry—. No será tan difícil… creo que la capa es suficientemente grande para cubrir a Norberto y a dos de nosotros. La prueba de lo mala que había sido aquella semana para ellos fue que aceptaron de inmediato. Cualquier cosa para liberarse de Norberto… y de Malfoy. Se encontraron con un obstáculo. A la mañana siguiente, la mano mordida de Ron se había inflamado y tenía dos veces su tamaño normal. No sabía si convenía ir a ver a la señora Pomfrey. ¿Reconocería una mordedura de dragón? Sin embargo, por la tarde no tuvo elección. La herida se había convertido en una horrible cosa verde. Parecía que los colmillos de Norberto tenían veneno. Al finalizar el día, Harry y Hermione fueron corriendo hasta el ala de la enfermería para visitar a Ron y lo encontraron en un estado terrible. —No es sólo mi mano —susurró— aunque parece que se me vaya a caer a trozos. Malfoy le dijo a la señora Pomfrey que quería pedirme prestado un libro, y vino y se estuvo riendo de mí. Me amenazó con decirle a ella quién me había mordido (yo le había dicho que era un perro, pero creo que no me creyó). No debí pegarle en el partido de quidditch. Por eso se está portando así. Harry y Hermione trataron de calmarlo. —Todo habrá terminado el sábado a medianoche —dijo Hermione, pero eso no lo tranquilizó. Al contrario, se sentó en la cama y comenzó a temblar. —¡La medianoche del sábado! —dijo con voz ronca—. Oh, no, oh, no… acabo de acordarme… la carta de Charlie estaba en el libro que se llevó Malfoy, se enterará de la forma en que nos libraremos de Norberto. Harry y Hermione no tuvieron tiempo de contestarle. Apareció la señora Pomfrey y los hizo salir, diciendo que Ron necesitaba dormir. —Es muy tarde para cambiar los planes —dijo Harry a Hermione—. No tenemos tiempo de enviar a Charlie otra lechuza y ésta puede ser nuestra única oportunidad de librarnos de Norberto. Tendremos que arriesgarnos. Y tenemos la capa invisible y Malfoy no lo sabe. Encontraron a Fang, el perro jabalinero, sentado afuera, con la cola vendada, cuando fueron a avisar a Hagrid. Éste les habló a través de la ventana. —No os hago entrar —jadeó— porque Norberto está un poco molesto. No es nada importante, ya me ocuparé de él. Cuando le contaron lo que decía Charlie, se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque tal vez fuera porque Norberto acababa de morderle la pierna. —¡Aaay! Está bien, sólo me ha cogido la bota… está jugando… después de todo es sólo un cachorro. El cachorro golpeó la pared con su cola, haciendo temblar las ventanas. Harry y Hermione regresaron al castillo con la sensación de que el sábado no llegaría lo bastante rápido. Tendrían que haber sentido pena por Hagrid, cuando llegó el momento de la despedida, si no hubieran estado tan preocupados por lo que tenían que hacer. Era una noche oscura y llena de nubes y llegaron un poquito tarde a la cabaña de Hagrid, porque tuvieron que esperar a que Peeves saliera del vestíbulo, donde jugaba a tenis contra las paredes. Hagrid tenía a Norberto listo y encerrado en una gran jaula. —Tiene muchas ratas y algo de brandy para el viaje —dijo Hagrid con voz amable—. Y le puse su osito de peluche por si se siente solo. Del interior de la jaula les llegaron unos sonidos, que hicieron pensar a Harry que Norberto le estaba arrancando la cabeza al osito. —¡Adiós, Norberto! —sollozó Hagrid, mientras Harry y Hermione cubrían la jaula con la capa invisible y se metían dentro ellos también—. ¡Mamá nunca te olvidará! Cómo se las arreglaron para llevar la jaula hasta la torre del castillo fue algo que nunca supieron. Era casi medianoche cuando trasladaron la jaula de Norberto por las escaleras de mármol del castillo y siguieron por pasillos oscuros. Subieron una escalera, luego otra… Ni siquiera uno de los atajos de Harry hizo el trabajo más fácil. —¡Ya casi llegamos! —resopló Harry, mientras alcanzaban el pasillo que había bajo la torre más alta. Entonces, un súbito movimiento por encima de ellos casi les hizo soltar la jaula. Olvidando que eran invisibles, se encogieron en las sombras, contemplando las siluetas oscuras de dos personas que discutían a unos tres metros de ellos. Una lámpara brilló. La profesora McGonagall, con una bata de tejido escocés y una redecilla en el pelo, tenía sujeto a Malfoy por la oreja. —¡Castigo! —gritaba—. ¡Y veinte puntos menos para Slytherin! Vagando en medio de la noche… ¿Cómo te atreves…? —Usted no lo entiende, profesora, Harry Potter vendrá. ¡Y con un dragón! —¡Qué absurda tontería! ¿Cómo te atreves a decir esas mentiras? Vamos, hablaré de ti con el profesor Snape… ¡Vamos, Malfoy! Después de aquello, la escalera de caracol hacia la torre más alta les pareció lo más fácil del mundo. Cuando salieron al frío aire de la noche, donde se quitaron la capa, felices de poder respirar bien, Hermione dio una especie de salto. —¡Malfoy está castigado! ¡Podría ponerme a cantar! —No lo hagas —la previno Harry. Riéndose de Malfoy, esperaron, con Norberto moviéndose en su jaula. Diez minutos más tarde, cuatro escobas aterrizaron en la oscuridad. Los amigos de Charlie eran muy simpáticos. Enseñaron a Harry y Hermione los arneses que habían preparado para poder suspender a Norberto entre ellos. Todos ayudaron a colocar a Norberto para que estuviera muy seguro, y luego Harry y Hermione estrecharon las manos de los amigos y les dieron las gracias. Por fin. Norberto se iba… se iba… se había ido. Bajaron rápidamente por la escalera de caracol, con los corazones tan libres como sus manos, que ya no llevaban la jaula con Norberto. Sin el dragón, y con Malfoy castigado, ¿qué podía estropear su felicidad? La respuesta los esperaba al pie de la escalera. Cuando llegaron al pasillo, el rostro de Filch apareció súbitamente en la oscuridad. —Bien, bien, bien —susurró Harry—. Tenemos problemas. Habían dejado la capa invisible en la torre. CAPÍTULO 15 El bosque prohibido L cosas no podían haber salido peor. Filch los llevó al despacho de la profesora McGonagall, en el primer piso, donde se sentaron a esperar, sin decir una palabra. Hermione temblaba. Excusas, disculpas y locas historias cruzaban la mente de Harry, cada una más débil que la otra. No podía imaginar cómo se iban a librar del problema aquella vez. Estaban atrapados. ¿Cómo podían haber sido tan estúpidos para olvidar la capa? No había razón en el mundo para que la profesora McGonagall aceptara que habían estado vagando durante la noche, para no mencionar la torre más alta de Astronomía, que estaba prohibida, salvo para las clases. Si añadía a todo eso Norberto y la capa invisible, ya podían empezar a hacer las maletas. ¿Harry pensaba que las cosas no podían estar peor? Estaba equivocado. Cuando la profesora McGonagall apareció, llevaba a Neville. —¡Harry! —estalló Neville en cuanto los vio—. Estaba tratando de encontrarte para prevenirte, oí que Malfoy decía que iba a atraparte, dijo que tenías un drag… AS Harry negó violentamente con la cabeza, para que Neville no hablara más, pero la profesora McGonagall lo vio. Lo miró como si echara fuego igual que Norberto y se irguió, amenazadora, sobre los tres. —Nunca lo habría creído de ninguno de vosotros. El señor Filch dice que estabais en la torre de Astronomía. Es la una de la mañana. Quiero una explicación. Ésa fue la primera vez que Hermione no pudo contestar a una pregunta de un profesor. Miraba fijamente sus zapatillas, tan rígida como una estatua. —Creo que tengo idea de lo que sucedió —dijo la profesora McGonagall—. No hace falta ser un genio para descubrirlo. Te inventaste una historia sobre un dragón para que Draco Malfoy saliera de la cama y se metiera en líos. Te he atrapado. Supongo que te habrá parecido divertido que Longbottom oyera la historia y también la creyera, ¿no? Harry captó la mirada de Neville y trató de decirle, sin palabras, que aquello no era verdad, porque Neville parecía asombrado y herido. Pobre mete-patas Neville, Harry sabía lo que debía de haberle costado buscarlos en la oscuridad, para prevenirlos. —Estoy disgustada —dijo la profesora McGonagall—. Cuatro alumnos fuera de la cama en una noche. ¡Nunca he oído una cosa así! Tú, Hermione Granger, pensé que tenías más sentido común. Y tú, Harry Potter… Creía que Gryffindor significaba más para ti. Los tres sufriréis castigos… Sí, tú también, Longbottom, nada te da derecho a dar vueltas por el colegio durante la noche, en especial en estos días: es muy peligroso y se os descontarán cincuenta puntos de Gryffindor. —¿Cincuenta? —resopló Harry. Iban a perder el primer puesto, lo que había ganado en el último partido de quidditch. —Cincuenta puntos cada uno —dijo la profesora McGonagall, resoplando a través de su nariz puntiaguda. —Profesora… por favor… —Usted, usted no… —No me digas lo que puedo o no puedo hacer, Harry Potter. Ahora, volved a la cama, todos. Nunca me he sentido tan avergonzada de alumnos de Gryffindor. Ciento cincuenta puntos perdidos. Eso situaba a Gryffindor en el último lugar. En una noche, habían acabado con cualquier posibilidad de que Gryffindor ganara la copa de la casa. Harry sentía como si le retorcieran el estómago. ¿Cómo podrían arreglarlo? Harry no durmió aquella noche. Podía oír el llanto de Neville, que duró horas. No se le ocurría nada que decir para consolarlo. Sabía que Neville, como él mismo, tenía miedo de que amaneciera. ¿Qué sucedería cuando el resto de los de Gryffindor descubrieran lo que ellos habían hecho? Al principio, los Gryffindors que pasaban por el gigantesco reloj de arena, que informaba de la puntuación de la casa, pensaron que había un error. ¿Cómo iban a tener, súbitamente, ciento cincuenta puntos menos que el día anterior? Y luego, se propagó la historia. Harry Potter, el famoso Harry Potter, el héroe de dos partidos de quidditch, les había hecho perder todos esos puntos, él y otros dos estúpidos de primer año. De ser una de las personas más populares y admiradas del colegio, Harry súbitamente era el más detestado. Hasta los de Ravenclaw y Hufflepuff le giraban la cara, porque todos habían deseado ver a Slytherin perdiendo la copa. Por dondequiera que Harry pasara, lo señalaban con el dedo y no se molestaban en bajar la voz para insultarlo. Los de Slytherin, por su parte, lo aplaudían y lo vitoreaban, diciendo: «¡Gracias, Potter, te debemos una!» Sólo Ron lo apoyaba. —Se olvidarán en unas semanas. Fred y George han perdido puntos muchas veces desde que están aquí y la gente los sigue apreciando. —Pero nunca perdieron ciento cincuenta puntos de una vez, ¿verdad? —dijo Harry tristemente. —Bueno… no —admitió Ron. Era un poco tarde para reparar los daños, pero Harry se juró que, de ahí en adelante, no se metería en cosas que no eran asunto suyo. Todo había sido por andar averiguando y espiando. Se sentía tan avergonzado que fue a ver a Wood y le ofreció su renuncia. —¿Renunciar? —exclamó Wood—. ¿Qué ganaríamos con eso? ¿Cómo vamos a recuperar puntos si no podemos jugar al quidditch? Pero hasta el quidditch había perdido su atractivo. El resto del equipo no le hablaba durante el entrenamiento, y si tenían que hablar de él lo llamaban «el buscador». Hermione y Neville también sufrían. No pasaban tantos malos ratos como Harry porque no eran tan conocidos, pero nadie les hablaba. Hermione había dejado de llamar la atención en clase, y se quedaba con la cabeza baja, trabajando en silencio. Harry casi estaba contento de que se aproximaran los exámenes. Las lecciones que tenía que repasar alejaban sus desgracias de su mente. Él, Ron y Hermione se quedaban juntos, trabajando hasta altas horas de la noche, tratando de recordar los ingredientes de complicadas pociones, aprendiendo de memoria hechizos y encantamientos y repitiendo las fechas de descubrimientos mágicos y rebeliones de los gnomos. Y entonces, una semana antes de que empezaran los exámenes, las nuevas resoluciones de Harry de no interferir en nada que no le concerniera sufrieron una prueba inesperada. Una tarde que salía solo de la biblioteca oyó que alguien gemía en un aula que estaba delante de él. Mientras se acercaba, oyó la voz de Quirrell. —No… no… otra vez no, por favor… Parecía que alguien lo estaba amenazando. Harry se acercó. —Muy bien… muy bien. —Oyó que Quirrell sollozaba. Al segundo siguiente, Quirrell salió apresuradamente del aula, enderezándose el turbante. Estaba pálido y parecía a punto de llorar. Desapareció de su vista y Harry pensó que ni siquiera lo había visto. Esperó hasta que dejaron de oírse los pasos de Quirrell y entonces inspeccionó el aula. Parecía vacía, pero la puerta del otro extremo estaba entreabierta. Harry estaba a mitad de camino, cuando recordó que se había prometido no meterse en lo que no le correspondía. Al mismo tiempo, habría apostado doce Piedras Filosofales a que Snape acababa de salir del aula y, por lo que Harry había escuchado, Snape debería estar de mejor humor… Quirrell parecía haberse rendido finalmente. Harry regresó a la biblioteca, en donde Hermione estaba repasándole Astronomía a Ron. Harry les contó lo que había oído. —¡Entonces Snape lo hizo! —dijo Ron—. Si Quirrell le dijo cómo romper su encantamiento anti-Fuerzas Oscuras… —Pero todavía queda Fluffy —dijo Hermione. —Tal vez Snape descubrió cómo pasar ante él sin preguntarle a Hagrid —dijo Ron, mirando a los miles de libros que los rodeaban—. Seguro que por aquí hay un libro que dice cómo burlar a un perro gigante de tres cabezas. ¿Qué vamos a hacer, Harry? La luz de la aventura brillaba otra vez en los ojos de Ron, pero Hermione respondió antes de que Harry lo hiciera. —Ir a ver a Dumbledore. Eso es lo que debimos hacer hace tiempo. Si se nos ocurre algo a nosotros solos, con seguridad vamos a perder. —¡Pero no tenemos pruebas! —exclamó Harry—. Quirrell está demasiado atemorizado para respaldarnos. Snape sólo tiene que decir que no sabía cómo entró el trol en Halloween y que él no estaba cerca del tercer piso en ese momento. ¿A quién pensáis que van a creer, a él o a nosotros? No es exactamente un secreto que lo detestamos. Dumbledore creerá que nos lo hemos inventado para hacer que lo echen. Filch no nos ayudaría aunque su vida dependiera de ello, es demasiado amigo de Snape y, mientras más alumnos pueda echar, mejor para él. Y no olvidéis que se supone que no sabemos nada sobre la Piedra o Fluffy. Serían muchas explicaciones. Hermione pareció convencida, pero Ron no. —Si investigamos sólo un poco… —No —dijo Harry en tono terminante—: ya hemos investigado demasiado. Acercó un mapa de Júpiter a su mesa y comenzó a aprender los nombres de sus lunas. A la mañana siguiente, llegaron notas para Harry, Hermione y Neville, en la mesa del desayuno. Eran todas iguales. Vuestro castigo tendrá lugar a las once de la noche. El señor Filch os espera en el vestíbulo de entrada. Prof. M. McGonagall En medio del furor que sentía por los puntos perdidos, Harry había olvidado que todavía les quedaban los castigos. De alguna manera esperaba que Hermione se quejara por tener que perder una noche de estudio, pero la muchacha no dijo una palabra. Como Harry, sentía que se merecían lo que les tocara. A las once de aquella noche, se despidieron de Ron en la sala común y bajaron al vestíbulo de entrada con Neville. Filch ya estaba allí y también Malfoy. Harry también había olvidado que a Malfoy lo habían condenado a un castigo. —Seguidme —dijo Filch, encendiendo un farol y conduciéndolos hacia fuera—. Seguro que os lo pensaréis dos veces antes de faltar a otra regla de la escuela, ¿verdad? —dijo, mirándolos con aire burlón—. Oh, sí… trabajo duro y dolor son los mejores maestros, si queréis mi opinión… es una lástima que hayan abandonado los viejos castigos… colgaros de las muñecas, del techo, unos pocos días. Yo todavía tengo las cadenas en mi oficina, las mantengo engrasadas por si alguna vez se necesitan… Bien, allá vamos, y no penséis en escapar, porque será peor para vosotros si lo hacéis. Marcharon cruzando el oscuro parque. Neville comenzó a respirar con dificultad. Harry se preguntó cuál sería el castigo que les esperaba. Debía de ser algo verdaderamente horrible, o Filch no estaría tan contento. La luna brillaba, pero las nubes la tapaban, dejándolos en la oscuridad. Delante, Harry pudo ver las ventanas iluminadas de la cabaña de Hagrid. Entonces oyeron un grito lejano. —¿Eres tú, Filch? Date prisa, quiero empezar de una vez. El corazón de Harry se animó: si iban a estar con Hagrid, no podía ser tan malo. Su alivio debió aparecer en su cara, porque Filch dijo: —Supongo que crees que vas a divertirte con ese papanatas, ¿no? Bueno, piénsalo mejor, muchacho… es al bosque adonde iréis y mucho me habré equivocado si volvéis todos enteros. Al oír aquello, Neville dejó escapar un gemido y Malfoy se detuvo de golpe. —¿El bosque? —repitió, y no parecía tan indiferente como de costumbre—. Hay toda clase de cosas allí… dicen que hay hombres lobo. Neville se aferró de la manga de la túnica de Harry y dejó escapar un ruido ahogado. —Eso es problema vuestro, ¿no? —dijo Filch, con voz radiante—. Tendríais que haber pensado en los hombres lobo antes de meteros en líos. Hagrid se acercó hacia ellos, con Fang pegado a los talones. Llevaba una gran ballesta y un carcaj con flechas en la espalda. —Menos mal —dijo—. Estoy esperando hace media hora. ¿Todo bien, Harry, Hermione? —Yo no sería tan amistoso con ellos, Hagrid —dijo con frialdad Filch —. Después de todo, están aquí por un castigo. —Por eso llegáis tarde, ¿no? —dijo Hagrid, mirando con rostro ceñudo a Filch—. ¿Has estado dándoles sermones? Eso no es lo que tienes que hacer. A partir de ahora, me hago cargo yo. —Volveré al amanecer —dijo Filch— para recoger lo que quede de ellos —añadió con malignidad. Se dio la vuelta y se encaminó hacia el castillo, agitando el farol en la oscuridad. Entonces Malfoy se volvió hacia Hagrid. —No iré a ese bosque —dijo, y Harry tuvo el gusto de notar miedo en su voz. —Lo harás, si quieres quedarte en Hogwarts —dijo Hagrid con severidad—. Hicisteis algo mal y ahora lo vais a pagar. —Pero eso es para los empleados, no para los alumnos. Yo pensé que nos harían escribir unas líneas, o algo así. Si mi padre supiera que hago esto, él… —Te dirá que es así como se hace en Hogwarts —gruñó Hagrid—. ¡Escribir unas líneas! ¿Y a quién le serviría eso? Haréis algo que sea útil, o si no os iréis. Si crees que tu padre prefiere que te expulsen, entonces vuelve al castillo y coge tus cosas. ¡Vete! Malfoy no se movió. Miró con ira a Hagrid, pero luego bajó la mirada. —Bien, entonces —dijo Hagrid—. Escuchad con cuidado, porque lo que vamos a hacer esta noche es peligroso y no quiero que ninguno se arriesgue. Seguidme por aquí, un momento. Los condujo hasta el límite del bosque. Levantando su farol, señaló hacia un estrecho sendero de tierra, que desaparecía entre los espesos árboles negros. Una suave brisa les levantó el cabello, mientras miraban en dirección al bosque. —Mirad allí —dijo Hagrid—. ¿Veis eso que brilla en la tierra? ¿Eso plateado? Es sangre de unicornio. Hay por aquí un unicornio que ha sido malherido por alguien. Es la segunda vez en una semana. Encontré uno muerto el último miércoles. Vamos a tratar de encontrar a ese pobrecito herido. Tal vez tengamos que evitar que siga sufriendo. —¿Y qué sucede si el que hirió al unicornio nos encuentra a nosotros primero? —dijo Malfoy, incapaz de ocultar el miedo de su voz. —No hay ningún ser en el bosque que os pueda herir si estáis conmigo o con Fang —dijo Hagrid—. Y seguid el sendero. Ahora vamos a dividirnos en dos equipos y seguiremos la huella en distintas direcciones. Hay sangre por todo el lugar, debieron herirlo ayer por la noche, por lo menos. —Yo quiero ir con Fang —dijo rápidamente Malfoy, mirando los largos colmillos del perro. —Muy bien, pero te informo de que es un cobarde —dijo Hagrid—. Entonces yo, Harry y Hermione iremos por un lado y Draco, Neville y Fang, por el otro. Si alguno encuentra al unicornio, debe enviar chispas verdes, ¿de acuerdo? Sacad vuestras varitas y practicad ahora… está bien… Y si alguno tiene problemas, las chispas serán rojas y nos reuniremos todos… así que tened cuidado… en marcha. El bosque estaba oscuro y silencioso. Después de andar un poco, vieron que el sendero se bifurcaba. Harry, Hermione y Hagrid fueron hacia la izquierda y Malfoy, Neville y Fang se dirigieron a la derecha. Anduvieron en silencio, con la vista clavada en el suelo. De vez en cuando, un rayo de luna a través de las ramas iluminaba una mancha de sangre azul plateada entre las hojas caídas. Harry vio que Hagrid parecía muy preocupado. —¿Podría ser un hombre lobo el que mata los unicornios? —preguntó Harry. —No son bastante rápidos —dijo Hagrid—. No es tan fácil cazar un unicornio, son criaturas poderosamente mágicas. Nunca había oído que hubieran hecho daño a ninguno. Pasaron por un tocón con musgo. Harry podía oír el agua que corría: debía de haber un arroyo cerca. Todavía había manchas de sangre de unicornio en el serpenteante sendero. —¿Estás bien, Hermione? —susurró Hagrid—. No te preocupes, no puede estar muy lejos si está tan malherido, y entonces podremos… ¡PONEOS DETRÁS DE ESE ÁRBOL! Hagrid cogió a Harry y Hermione y los arrastró fuera del sendero, detrás de un grueso roble. Sacó una flecha, la puso en su ballesta y la levantó, lista para disparar. Los tres escucharon. Alguien se deslizaba sobre las hojas secas. Parecía como una capa que se arrastrara por el suelo. Hagrid miraba hacia el sendero oscuro pero, después de unos pocos segundos, el sonido se alejó. —Lo sabía —murmuró—. Aquí hay alguien que no debería estar. —¿Un hombre lobo? —sugirió Harry. —Eso no era un hombre lobo, ni tampoco un unicornio —dijo Hagrid con gesto sombrío—. Bien, seguidme, pero tened cuidado. Anduvieron más lentamente, atentos a cualquier ruido. De pronto, en un claro un poco más adelante, algo se movió visiblemente. —¿Quién está ahí? —gritó Hagrid—. ¡Déjese ver… estoy armado! Y apareció en el claro… ¿era un hombre o un caballo? De la cintura para arriba, un hombre, con pelo y barba rojizos, pero por debajo, el cuerpo de pelaje zaino de un caballo, con una cola larga y rojiza. Harry y Hermione se quedaron boquiabiertos. —Oh, eres tú, Ronan —dijo aliviado Hagrid—. ¿Cómo estás? Se acercó y estrechó la mano del centauro. —Que tengas buenas noches, Hagrid —dijo Ronan. Tenía una voz profunda y acongojada—. ¿Ibas a dispararme? —Nunca se es demasiado cuidadoso —dijo Hagrid, tocando su ballesta —. Hay alguien muy malvado, perdido en este bosque. Ah, éste es Harry Potter y ella es Hermione Granger. Ambos son alumnos del colegio. Y él es Ronan. Es un centauro. —Nos hemos dado cuenta —dijo débilmente Hermione. —Buenas noches —los saludó Ronan—. ¿Estudiantes, no? ¿Y aprendéis mucho en el colegio? —Eh… —Un poquito —dijo con timidez Hermione. —Un poquito. Bueno, eso es algo. —Ronan suspiró. Torció la cabeza y miró hacia el cielo—. Esta noche, Marte está brillante. —Ajá —dijo Hagrid, lanzándole una mirada—. Escucha, me alegro de haberte encontrado, Ronan, porque hay un unicornio herido. ¿Has visto algo? Ronan no respondió de inmediato. Se quedó con la mirada clavada en el cielo, sin pestañear, y suspiró otra vez. —Siempre los inocentes son las primeras víctimas —dijo—. Ha sido así durante los siglos pasados y lo es ahora. —Sí —dijo Hagrid—. Pero ¿has visto algo, Ronan? ¿Algo desacostumbrado? —Marte brilla mucho esta noche —repitió Ronan, mientras Hagrid lo miraba con impaciencia—. Está inusualmente brillante. —Sí, claro, pero yo me refería a algo inusual que esté un poco más cerca de nosotros —dijo Hagrid—. Entonces ¿no has visto nada extraño? Otra vez, Ronan se tomó su tiempo para contestar. Hasta que, finalmente, dijo: —El bosque esconde muchos secretos. Un movimiento en los árboles detrás de Ronan hizo que Hagrid levantara de nuevo su ballesta, pero era sólo un segundo centauro, de cabello y cuerpo negro y con aspecto más salvaje que Ronan. —Hola, Bane —saludó Hagrid—. ¿Qué tal? —Buenas noches, Hagrid, espero que estés bien. —Sí, gracias. Mira, le estaba preguntando a Ronan si había visto algo extraño últimamente. Han herido a un unicornio. ¿Sabes algo sobre eso? Bane se acercó a Ronan. Miró hacia el cielo. —Esta noche Marte brilla mucho —dijo simplemente. —Eso dicen —dijo Hagrid de malhumor—. Bueno, si alguno ve algo, me avisáis, ¿de acuerdo? Bueno, nosotros nos vamos. Harry y Hermione lo siguieron, saliendo del claro y mirando por encima del hombro a Ronan y Bane, hasta que los árboles los taparon. —Nunca —dijo irritado Hagrid— tratéis de obtener una respuesta directa de un centauro. Son unos malditos astrólogos. No se interesan por nada más cercano que la luna. —¿Y hay muchos de ellos aquí? —preguntó Hermione. —Oh, unos pocos más… Se mantienen apartados la mayor parte del tiempo, pero siempre aparecen si quiero hablar con ellos. Los centauros tienen una mente profunda… saben cosas… pero no dicen mucho. —¿Crees que era un centauro el que oímos antes? —dijo Harry. —¿Te pareció que era ruido de cascos? No, en mi opinión, eso era lo que está matando a los unicornios… Nunca he oído algo así. Pasaron a través de los árboles oscuros y tupidos. Harry seguía mirando por encima de su hombro, con nerviosismo. Tenía la desagradable sensación de que los vigilaban. Estaba muy contento de que Hagrid y su ballesta fueran con ellos. Acababan de pasar una curva en el sendero cuando Hermione se aferró al brazo de Hagrid. —¡Hagrid! ¡Mira! ¡Chispas rojas, los otros tienen problemas! —¡Vosotros esperad aquí! —gritó Hagrid—. ¡Quedaos en el sendero, volveré a buscaros! Lo oyeron alejarse y se miraron uno al otro, muy asustados, hasta que ya no oyeron más que las hojas que se movían alrededor. —¿Crees que les habrá pasado algo? —susurró Hermione. —No me importará si le ha pasado algo a Malfoy, pero si le sucede algo a Neville… está aquí por nuestra culpa. Los minutos pasaban lentamente. Les parecía que sus oídos eran más agudos que nunca. Harry detectaba cada ráfaga de viento, cada ramita que se rompía. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Dónde estaban los otros? Por fin, un ruido de pisadas crujientes les anunció el regreso de Hagrid. Malfoy, Neville y Fang estaban con él. Hagrid estaba furioso. Malfoy se había escondido detrás de Neville y, en broma, lo había cogido. Neville se aterró y envió las chispas. —Vamos a necesitar mucha suerte para encontrar algo, después del alboroto que habéis hecho. Bueno, ahora voy a cambiar los grupos… Neville, tú te quedas conmigo y Hermione. Harry, tú vas con Fang y este idiota. Lo siento —añadió en un susurro dirigiéndose a Harry— pero a él le va a costar mucho asustarte y tenemos que terminar con esto. Así que Harry se internó en el corazón del bosque, con Malfoy y Fang. Anduvieron cerca de media hora, internándose cada vez más profundamente, hasta que el sendero se volvió casi imposible de seguir, porque los árboles eran muy gruesos. Harry pensó que la sangre también parecía más espesa. Había manchas en las raíces de los árboles, como si la pobre criatura se hubiera arrastrado en su dolor. Harry pudo ver un claro, más adelante, a través de las enmarañadas ramas de un viejo roble. —Mira… —murmuró, levantando un brazo para detener a Malfoy. Algo de un blanco brillante relucía en la tierra. Se acercaron más. Sí, era el unicornio y estaba muerto. Harry nunca había visto nada tan hermoso y tan triste. Sus largas patas delgadas estaban dobladas en ángulos extraños por su caída y su melena color blanco perla se desparramaba sobre las hojas oscuras. Harry había dado un paso hacia el unicornio, cuando un sonido de algo que se deslizaba lo hizo congelarse en donde estaba. Un arbusto que estaba en el borde del claro se agitó… Entonces, de entre las sombras, una figura encapuchada se acercó gateando, como una bestia al acecho. Harry, Malfoy y Fang permanecieron paralizados. La figura encapuchada llegó hasta el unicornio, bajó la cabeza sobre la herida del animal y comenzó a beber su sangre. —¡AAAAAAAAAAAAAH! Malfoy dejó escapar un terrible grito y huyó… lo mismo que Fang. La figura encapuchada levantó la cabeza y miró directamente a Harry. La sangre del unicornio le chorreaba por el pecho. Se puso de pie y se acercó rápidamente hacia él… Harry estaba paralizado de miedo. Entonces, un dolor le perforó la cabeza, algo que nunca había sentido, como si la cicatriz estuviera incendiándose. Casi sin poder ver, retrocedió. Oyó cascos galopando a sus espaldas, y algo saltó limpiamente y atacó a la figura. El dolor de cabeza era tan fuerte que Harry cayó de rodillas. Pasaron unos minutos antes de que se calmara. Cuando levantó la vista, la figura se había ido. Un centauro estaba ante él. No era ni Ronan ni Bane: éste parecía más joven, tenía cabello rubio muy claro, cuerpo pardo y cola blanca. —¿Estás bien? —dijo el centauro, ayudándolo a ponerse de pie. —Sí… gracias… ¿qué ha sido eso? El centauro no contestó. Tenía ojos asombrosamente azules, como pálidos zafiros. Observó a Harry con cuidado, fijando la mirada en la cicatriz, que se veía amoratada en la frente de Harry. —Tú eres el chico Potter —dijo—. Es mejor que regreses con Hagrid. El bosque no es seguro en esta época… en especial para ti. ¿Puedes cabalgar? Así será más rápido… Mi nombre es Firenze —añadió, mientras bajaba sus patas delanteras, para que Harry pudiera montar en su lomo. Del otro lado del claro llegó un súbito ruido de cascos al galope. Ronan y Bane aparecieron velozmente entre los árboles, resoplando y con los flancos sudados. —¡Firenze! —rugió Bane—. ¿Qué estás haciendo? ¡Tienes un humano sobre el lomo! ¿No te da vergüenza? ¿Es que eres una vulgar mula? —¿Te das cuenta de quién es? —dijo Firenze—. Es el chico Potter. Mientras más rápido se vaya del bosque, mejor. —¿Qué le has estado diciendo? —gruñó Bane—. Recuerda, Firenze, juramos no oponernos a los cielos. ¿No has leído en el movimiento de los planetas lo que sucederá? Ronan dio una patada en el suelo con nerviosismo. —Estoy seguro de que Firenze pensó que estaba obrando lo mejor posible —dijo, con voz sombría. También Bane dio una patada, enfadado. —¡Lo mejor posible! ¿Qué tiene eso que ver con nosotros? ¡Los centauros debemos ocuparnos de lo que está vaticinado! ¡No es asunto nuestro el andar como burros buscando humanos extraviados en nuestro bosque! De pronto, Firenze levantó las patas con furia y Harry tuvo que aferrarse para no caer. —¿No has visto ese unicornio? —preguntó Firenze a Bane—. ¿No comprendes por qué lo mataron? ¿O los planetas no te han dejado saber ese secreto? Yo me lanzaré contra el que está al acecho en este bosque, con humanos sobre mi lomo si tengo que hacerlo. Y Firenze partió rápidamente, con Harry sujetándose lo mejor que podía, y dejó atrás a Ronan y Bane, que se internaron entre los árboles. Harry no entendía lo sucedido. —¿Por qué Bane está tan enfadado? —preguntó—. Y a propósito, ¿qué era esa cosa de la que me salvaste? Firenze redujo el paso y previno a Harry que tuviera la cabeza agachada, a causa de las ramas, pero no contestó. Siguieron andando entre los árboles y en silencio, durante tanto tiempo que Harry creyó que Firenze no volvería a hablarle. Sin embargo, cuando llegaron a un lugar particularmente tupido, Firenze se detuvo. —Harry Potter, ¿sabes para qué se utiliza la sangre de unicornio? —No —dijo Harry, asombrado por la extraña pregunta—. En la clase de Pociones solamente utilizamos los cuernos y el pelo de la cola de unicornio. —Eso es porque matar un unicornio es algo monstruoso —dijo Firenze —. Sólo alguien que no tenga nada que perder y todo para ganar puede cometer semejante crimen. La sangre de unicornio te mantiene con vida, incluso si estás al borde de la muerte, pero a un precio terrible. Si uno mata algo puro e indefenso para salvarse a sí mismo, conseguirá media vida, una vida maldita, desde el momento en que la sangre toque sus labios. Harry clavó la mirada en la nuca de Firenze, que parecía de plata a la luz de la luna. —Pero ¿quién estaría tan desesperado? —se preguntó en voz alta—. Si te van a maldecir para siempre, la muerte es mejor, ¿no? —Es así —dijo Firenze— a menos que lo único que necesites sea mantenerte vivo el tiempo suficiente para beber algo más, algo que te devuelva toda tu fuerza y poder, algo que haga que nunca mueras. ¿Harry Potter, sabes qué está escondido en el colegio en este preciso momento? —¡La Piedra Filosofal! ¡Por supuesto… el Elixir de Vida! Pero no entiendo quién… —¿No puedes pensar en nadie que haya esperado muchos años para regresar al poder, que esté aferrado a la vida, esperando su oportunidad? Fue como si un puño de hierro cayera súbitamente sobre la cabeza de Harry. Por encima del ruido del follaje, le pareció oír una vez más lo que Hagrid le había dicho la noche en que se conocieron: «Algunos dicen que murió. En mi opinión, son tonterías. No creo que le quede lo suficiente de humano como para morir.» —¿Quieres decir —dijo con voz ronca Harry— que era Vol…? —¡Harry! Harry, ¿estás bien? Hermione corría hacia ellos por el sendero, con Hagrid resoplando detrás. —Estoy bien —dijo Harry, casi sin saber lo que contestaba—. El unicornio está muerto, Hagrid, está en ese claro de atrás. —Aquí es donde te dejo —murmuró Firenze, mientras Hagrid corría a examinar al unicornio—. Ya estás a salvo. Harry se deslizó de su lomo. —Buena suerte, Harry Potter —dijo Firenze—. Los planetas ya se han leído antes equivocadamente, hasta por centauros. Espero que ésta sea una de esas veces. Se volvió y se internó en lo más profundo del bosque, dejando a Harry temblando. Ron se había quedado dormido en la oscuridad de la sala común, esperando a que volvieran. Cuando Harry lo sacudió para despertarlo, gritó algo sobre una falta en quidditch. Sin embargo, en unos segundos estaba con los ojos muy abiertos, mientras Harry les contaba, a él y a Hermione, lo que había sucedido en el bosque. Harry no podía sentarse. Se paseaba de un lado al otro, ante la chimenea. Todavía temblaba. —Snape quiere la piedra para Voldemort… y Voldemort está esperando en el bosque… ¡Y todo el tiempo pensábamos que Snape sólo quería ser rico! —¡Deja de decir el nombre! —dijo Ron, en un aterrorizado susurro, como si pensara que Voldemort pudiera oírlos. Harry no lo escuchó. —Firenze me salvó, pero no debía haberlo hecho… Bane estaba furioso… Hablaba de interferir en lo que los planetas dicen que sucederá… Deben decir que Voldemort ha vuelto… Bane piensa que Firenze debió dejar que Voldemort me matara. Supongo que eso también está escrito en las estrellas. —¿Quieres dejar de repetir el nombre? —dijo Ron. —Así que lo único que tengo que hacer es esperar que Snape robe la Piedra —continuó febrilmente Harry—. Entonces Voldemort podrá venir y terminar conmigo… Bueno, supongo que Bane estará contento. Hermione parecía muy asustada, pero tuvo una palabra de consuelo. —Harry, todos dicen que Dumbledore es el único al que Quien-tú-sabes siempre ha temido. Con Dumbledore por aquí, Quien-tú-sabes no te tocará. De todos modos, ¿quién puede decir que los centauros tienen razón? A mí me parecen adivinos y la profesora McGonagall dice que ésa es una rama de la magia muy inexacta. El cielo ya estaba claro cuando terminaron de hablar. Se fueron a la cama agotados, con las gargantas secas. Pero las sorpresas de aquella noche no habían terminado. Cuando Harry abrió la cama encontró su capa invisible, cuidadosamente doblada. Tenía sujeta una nota: Por las dudas. CAPÍTULO 16 A través de la trampilla E años venideros, Harry nunca pudo recordar cómo se las había arreglado para hacer sus exámenes, cuando una parte de él esperaba que Voldemort entrara por la puerta en cualquier momento. Sin embargo, los días pasaban y no había dudas de que Fluffy seguía bien y con vida, detrás de la puerta cerrada. Hacía mucho calor, en especial en el aula grande donde se examinaban por escrito. Les habían entregado plumas nuevas, especiales, que habían sido hechizadas con un encantamiento antitrampa. También tenían exámenes prácticos. El profesor Flitwick los llamó uno a uno al aula, para ver si podían hacer que una piña bailara claqué encima del escritorio. La profesora McGonagall los observó mientras convertían un ratón en una caja de rapé. Ganaban puntos las cajas más bonitas, pero los perdían si tenían bigotes. Snape los puso nerviosos a todos, respirando sobre sus nucas mientras trataban de recordar cómo hacer una poción para olvidar. N Harry lo hizo todo lo mejor que pudo, tratando de hacer caso omiso de las punzadas que sentía en la frente, un dolor que le molestaba desde la noche que había estado en el bosque. Neville pensaba que Harry era un caso grave de nerviosismo, porque no podía dormir por las noches. Pero la verdad era que Harry se despertaba por culpa de su vieja pesadilla, que se había vuelto peor, porque la figura encapuchada aparecía chorreando sangre. Tal vez porque ellos no habían visto lo que Harry vio en el bosque, o porque no tenían cicatrices ardientes en la frente, Ron y Hermione no parecían tan preocupados por la Piedra como Harry. La idea de Voldemort los atemorizaba, desde luego, pero no los visitaba en sueños y estaban tan ocupados repasando que no les quedaba tiempo para inquietarse por lo que Snape o algún otro estuvieran tramando. El último examen era Historia de la Magia. Una hora respondiendo preguntas sobre viejos magos chiflados que habían inventado calderos que revolvían su contenido, y estarían libres, libres durante toda una maravillosa semana, hasta que recibieran los resultados de los exámenes. Cuando el fantasma del profesor Binns les dijo que dejaran sus plumas y enrollaran sus pergaminos, Harry no pudo dejar de alegrarse con el resto. —Esto ha sido mucho más fácil de lo que pensé —dijo Hermione, cuando se reunieron con los demás en el parque soleado—. No necesitaba haber estudiado el Código de Conducta de los Hombres Lobo de 1637 o el levantamiento de Elfrico el Vehemente. A Hermione siempre le gustaba volver a repetir los exámenes, pero Ron dijo que iba a ponerse malo, así que se fueron hacia el lago y se dejaron caer bajo un árbol. Los gemelos Weasley y Lee Jordan se dedicaban a pinchar los tentáculos de un calamar gigante que tomaba el sol en la orilla. —Basta de repasos —suspiró aliviado Ron, estirándose en la hierba—. Puedes alegrarte un poco, Harry, aún falta una semana para que sepamos lo mal que nos fue, no hace falta preocuparse ahora. Harry se frotaba la frente. —¡Me gustaría saber qué significa esto! —estalló enfadado—. Mi cicatriz sigue doliéndome. Me ha sucedido antes, pero nunca tanto tiempo seguido como ahora. —Ve a ver a la señora Pomfrey —sugirió Hermione. —No estoy enfermo —dijo Harry—. Creo que es un aviso… significa que se acerca el peligro… Ron no podía agitarse, hacía demasiado calor. —Harry, relájate, Hermione tiene razón, la Piedra está segura mientras Dumbledore esté aquí. De todos modos, nunca hemos tenido pruebas de que Snape encontrara la forma de burlar a Fluffy. Casi le arrancó la pierna una vez, no va a intentarlo de nuevo. Y Neville jugará al quidditch en el equipo de Inglaterra antes de que Hagrid traicione a Dumbledore. Harry asintió, pero no pudo evitar la furtiva sensación de que se había olvidado de hacer algo, algo importante. Cuando trató de explicarlo, Hermione dijo: —Eso son los exámenes. Yo me desperté anoche y estuve a punto de mirar mis apuntes de Transformación, cuando me acordé de que ya habíamos hecho ese examen. Pero Harry estaba seguro de que aquella sensación inquietante nada tenía que ver con los exámenes. Vio una lechuza que volaba hacia el colegio, por el brillante cielo azul, con una nota en el pico. Hagrid era el único que le había enviado cartas. Hagrid nunca traicionaría a Dumbledore. Hagrid nunca le diría a nadie cómo pasar ante Fluffy… nunca… Pero… Harry, súbitamente, se puso de pie de un salto. —¿Adónde vas? —preguntó Ron con aire soñoliento. —Acabo de pensar en algo —dijo Harry. Se había puesto pálido—. Tenemos que ir a ver a Hagrid ahora. —¿Por qué? —suspiró Hermione, levantándose. —¿No os parece un poco raro —dijo Harry, subiendo por la colina cubierta de hierba— que lo que más deseara Hagrid fuera un dragón, y que de pronto aparezca un desconocido que casualmente tiene un huevo en el bolsillo? ¿Cuánta gente anda por ahí con huevos de dragón, que están prohibidos por las leyes de los magos? Qué suerte tuvo al encontrar a Hagrid, ¿verdad? ¿Por qué no se me ocurrió antes? —¿En qué estás pensando? —preguntó Ron, pero Harry echó a correr por los terrenos que iban hacia el bosque, sin contestarle. Hagrid estaba sentado en un sillón, fuera de la casa, con los pantalones y las mangas de la camisa arremangados, y desgranaba guisantes en un gran recipiente. —Hola —dijo sonriente—. ¿Habéis terminado los exámenes? ¿Tenéis tiempo para beber algo? —Sí, por favor —dijo Ron, pero Harry lo interrumpió. —No, tenemos prisa, Hagrid, pero tengo que preguntarte algo ¿Te acuerdas de la noche en que ganaste a Norberto? ¿Cómo era el desconocido con el que jugaste a las cartas? —No lo sé —dijo Hagrid sin darle importancia—. No se quitó la capa. Vio que los tres chicos lo miraban asombrados y levantó las cejas. —No es tan inusual, hay mucha gente rara en el Cabeza de Puerco, uno de los bares de la aldea. Podría ser un traficante de dragones, ¿no? No llegué a verle la cara porque no se quitó la capucha. Harry se dejó caer cerca del recipiente de los guisantes. —¿De qué hablaste con él, Hagrid? ¿Mencionaste Hogwarts? —Puede ser —dijo Hagrid, con rostro ceñudo, tratando de recordar—. Sí… Me preguntó qué hacía y le dije que era guardabosques aquí… Me preguntó de qué tipo de animales me ocupaba… se lo expliqué… y le conté que siempre había querido tener un dragón… y luego… no puedo recordarlo bien, porque me invitó a muchas copas. Déjame ver… ah sí, me dijo que tenía el huevo de dragón y que podía jugarlo a las cartas si yo quería… pero que tenía que estar seguro de que iba a poder con él, no quería dejarlo en cualquier lado… Así que le dije que, después de Fluffy, un dragón era algo fácil. —¿Y él… pareció interesado en Fluffy? —preguntó Harry, tratando de conservar la calma. —Bueno… sí… es normal. ¿Cuántos perros con tres cabezas has visto? Entonces le dije que Fluffy era buenísimo si uno sabía calmarlo: tocando música se dormía en seguida… De pronto Hagrid pareció horrorizado. —¡No debí decir eso! —estalló—. ¡Olvidad que lo dije! Eh… ¿adónde vais? Harry, Ron y Hermione no se hablaron hasta llegar al vestíbulo de entrada, que parecía frío y sombrío, después de haber estado en el parque. —Tenemos que ir a ver a Dumbledore —dijo Harry—. Hagrid le dijo al desconocido cómo pasar ante Fluffy, y sólo podía ser Snape o Voldemort, debajo de la capa… No fue difícil, después de emborrachar a Hagrid. Sólo espero que Dumbledore nos crea. Firenze nos respaldará, si Bane no lo detiene. ¿Dónde está el despacho de Dumbledore? Miraron alrededor, como si esperaran que alguna señal se lo indicara. Nunca les habían dicho dónde vivía Dumbledore, ni conocían a nadie a quien hubieran enviado a verlo. —Tendremos que… —empezó a decir Harry, pero súbitamente una voz cruzó el vestíbulo. —¿Qué estáis haciendo los tres aquí dentro? Era la profesora McGonagall, que llevaba muchos libros. —Queremos ver al profesor Dumbledore —dijo Hermione con valentía, según les pareció a Ron y Harry. —¿Ver al profesor Dumbledore? —repitió la profesora, como si pensara que era algo inverosímil—. ¿Por qué? Harry tragó: «¿Y ahora qué?» —Es algo secreto —dijo, pero de inmediato deseó no haberlo hecho, porque la profesora McGonagall se enfadó. —El profesor Dumbledore se fue hace diez minutos —dijo con frialdad —. Recibió una lechuza urgente del ministro de Magia y salió volando para Londres de inmediato. —¿Se fue? —preguntó Harry con aire desesperado—. ¿Ahora? —El profesor Dumbledore es un gran mago, Potter, y tiene muchos compromisos… —Pero esto es importante. —¿Algo que tú tienes que decir es más importante que el ministro de Magia, Potter? —Mire —dijo Harry, dejando de lado toda precaución—, profesora, se trata de la Piedra Filosofal… Fue evidente que la profesora McGonagall no esperaba aquello. Los libros que llevaba se deslizaron al suelo y no se molestó en recogerlos. —¿Cómo es que sabes…? —farfulló. —Profesora, creo… sé… que Sna… que alguien va a tratar de robar la Piedra. Tengo que hablar con el profesor Dumbledore. La profesora lo miró entre impresionada y suspicaz. —El profesor Dumbledore regresará mañana —dijo finalmente—. No sé cómo habéis descubierto lo de la Piedra, pero quedaos tranquilos. Nadie puede robarla, está demasiado bien protegida. —Pero profesora… —Harry, sé de lo que estoy hablando —dijo en tono cortante. Se inclinó y recogió sus libros—. Os sugiero que salgáis y disfrutéis del sol. Pero no lo hicieron. —Será esta noche —dijo Harry, una vez que se aseguraron de que la profesora McGonagall no podía oírlos—. Snape pasará por la trampilla esta noche. Ya ha descubierto todo lo que necesitaba saber y ahora ha conseguido quitar de en medio a Dumbledore. Él envió esa nota, seguro que el ministro de Magia tendrá una verdadera sorpresa cuando aparezca Dumbledore. —Pero ¿qué podemos…? Hermione tosió. Harry y Ron se volvieron. Snape estaba allí. —Buenas tardes —dijo amablemente. Lo miraron sin decir nada. —No deberíais estar dentro en un día así —dijo con una rara sonrisa torcida. —Nosotros… —comenzó Harry, sin idea de lo que diría. —Debéis ser más cuidadosos —dijo Snape—. Si os ven andando por aquí, pueden pensar que vais a hacer alguna cosa mala. Y Gryffindor no puede perder más puntos, ¿no es cierto? Harry se ruborizó. Se dieron media vuelta para irse, pero Snape los llamó. —Ten cuidado, Potter, otra noche de vagabundeos y yo personalmente me encargaré de que te expulsen. Que pases un buen día. Se alejó en dirección a la sala de profesores. Una vez fuera, en la escalera de piedra, Harry se volvió hacia sus amigos. —Bueno, esto es lo que tenemos que hacer —susurró con prisa—. Uno de nosotros tiene que vigilar a Snape, esperar fuera de la sala de profesores y seguirlo si sale. Hermione, mejor que eso lo hagas tú. —¿Por qué yo? —Es obvio —intervino Ron—. Puedes fingir que estás esperando al profesor Flitwick, ya sabes cómo —la imitó con voz aguda—: «Oh, profesor Flitwick, estoy tan preocupada, creo que tengo mal la pregunta catorce b…» —Oh, cállate —dijo Hermione, pero estuvo de acuerdo en ir a vigilar a Snape. —Y nosotros iremos a vigilar el pasillo del tercer piso —dijo Harry a Ron—. Vamos. Pero aquella parte del plan no funcionó. Tan pronto como llegaron a la puerta que separaba a Fluffy del resto del colegio, la profesora McGonagall apareció otra vez, salvo que ya había perdido la paciencia. —Supongo que creeréis que sois los mejores para vencer todos los encantamientos —dijo con rabia—. ¡Ya son suficientes tonterías! Si me entero de que habéis vuelto por aquí, os quitaré otros cincuenta puntos para Gryffindor. ¡Sí, Weasley, de mi propia casa! Harry y Ron regresaron a la sala común. Justo cuando Harry acababa de decir: «Al menos Hermione está detrás de Snape», el retrato de la Dama Gorda se abrió y apareció la muchacha. —¡Lo siento, Harry! —se quejó—. Snape apareció y me preguntó qué estaba haciendo, así que le dije que esperaba al profesor Flitwick. Snape fue a buscarlo, yo tuve que irme y no sé adónde habrá ido Snape. —Bueno, no queda otro remedio, ¿verdad? Los otros dos lo miraron asombrados. Estaba pálido y los ojos le brillaban. —Iré esta noche y trataré de llegar antes y conseguir la Piedra. —¡Estás loco! —dijo Ron. —¡No puedes! —dijo Hermione—. ¿Después de todo lo que han dicho Snape y McGonagall? ¡Te van a expulsar! —¿Y qué? —gritó Harry—. ¿No comprendéis? ¡Si Snape consigue la Piedra, es la vuelta de Voldemort! ¿No habéis oído cómo eran las cosas cuando él trataba de apoderarse de todo? ¡Ya no habrá ningún colegio para que nos expulsen! ¡Lo destruirá o lo convertirá en un colegio para las Artes Oscuras! ¿No os dais cuenta de que perder puntos ya no importa? ¿Creéis que él dejará que vosotros y vuestras familias estéis tranquilos, si Gryffindor gana la Copa de las Casas? Si me atrapan antes de que consiga la Piedra, bueno, tendré que volver con los Dursley y esperar a que Voldemort me encuentre allí. Será sólo morir un poquito más tarde de lo que debería haber muerto, porque nunca me pasaré al lado tenebroso. Voy a entrar por esa trampilla, esta noche, y nada de lo que digáis me detendrá. Voldemort mató a mis padres, ¿lo recordáis? Los miró con furia. —Tienes razón, Harry —dijo Hermione, casi sin voz. —Voy a llevar la capa invisible —dijo Harry—. Es una suerte haberla recuperado. —Pero ¿nos cubrirá a los tres? —preguntó Ron. —¿A… nosotros tres? —Oh, vamos, ¿no pensarás que te vamos a dejar ir solo? —Por supuesto que no —dijo Hermione con voz enérgica—. ¿Cómo crees que vas a conseguir la Piedra sin nosotros? Será mejor que vaya a buscar en mis libros, tiene que haber algo que nos sirva… —Pero si nos atrapan, también os expulsarán a vosotros. —No, si yo puedo evitarlo —dijo Hermione con severidad—. Flitwick me dijo en secreto que en su examen tengo ciento doce sobre cien. No me van a expulsar después de eso. Tras la cena, los tres se sentaron en la sala común, lejos de todos. Nadie los molestó: después de todo, ninguno de los de Gryffindor hablaba con Harry, pero ésa fue la primera noche que no le importó. Hermione revisaba sus apuntes, confiando en encontrar algunos de los encantamientos que deberían conjurar. Harry y Ron no hablaban mucho. Ambos pensaban en lo que harían. Poco a poco, la sala se fue vaciando y todos se fueron a acostar. —Será mejor que vayas a buscar la capa —murmuró Ron, mientras Lee Jordan finalmente se iba, bostezando y desperezándose. Harry corrió por las escaleras hasta su dormitorio oscuro. Sacó la capa y entonces su mirada se fijó en la flauta que Hagrid le había regalado para Navidad. La guardó para utilizarla con Fluffy: no tenía muchas ganas de cantar… Regresó a la sala común. —Es mejor que nos pongamos la capa aquí y nos aseguremos de que nos cubra a los tres… si Filch descubre a uno de nuestros pies andando solo por ahí… —¿Qué vais a hacer? —dijo una voz desde un rincón. Neville apareció detrás de un sillón, aferrado al sapo Trevor, que parecía haber intentado otro viaje a la libertad. —Nada, Neville, nada —dijo Harry, escondiendo la capa detrás de la espalda. Neville observó sus caras de culpabilidad. —Vais a salir de nuevo —dijo. —No, no, no —aseguró Hermione—. No, no haremos nada. ¿Por qué no te vas a la cama, Neville? Harry miró al reloj de pie que había al lado de la puerta. No podían perder más tiempo, Snape ya debía de estar haciendo dormir a Fluffy. —No podéis iros —insistió Neville—. Os volverán a atrapar. Gryffindor tendrá más problemas. —Tú no lo entiendes —dijo Harry—. Esto es importante. Pero era evidente que Neville haría algo desesperado. —No dejaré que lo hagáis —dijo, corriendo a ponerse frente al agujero del retrato—. ¡Voy… voy a pelear con vosotros! —¡Neville! —estalló Ron—. ¡Apártate de ese agujero y no seas idiota! —¡No me llames idiota! —dijo Neville—. ¡No me parece bien que sigáis faltando a las reglas! ¡Y tú fuiste el que me dijo que hiciera frente a la gente! —Sí, pero no a nosotros —dijo irritado Ron—. Neville, no sabes lo que estás haciendo. Dio un paso hacia Neville y el chico dejó caer al sapo Trevor, que desapareció de la vista. —¡Ven entonces, intenta pegarme! —dijo Neville, levantando los puños —. ¡Estoy listo! Harry se volvió hacia Hermione. —Haz algo —dijo desesperado. Hermione dio un paso adelante. —Neville —dijo—, de verdad, siento mucho, mucho, esto. Levantó la varita. —¡Petrificus totalus! —gritó, señalando a Neville. Los brazos de Neville se pegaron a su cuerpo. Sus piernas se juntaron. Todo el cuerpo se le puso rígido, se balanceó y luego cayó bocabajo, rígido como un tronco. Hermione corrió a darle la vuelta. Neville tenía la mandíbula rígida y no podía hablar. Sólo sus ojos se movían, mirándolos horrorizado. —¿Qué le has hecho? —susurró Harry. —Es la Inmovilización Total —dijo Hermione angustiada—. Oh, Neville, lo siento tanto… —Lo comprenderás después, Neville —dijo Ron, mientras se alejaban para cubrirse con la capa invisible. Pero dejar a Neville inmóvil en el suelo no parecía un buen augurio. En aquel estado de nervios, cada sombra de una estatua les parecía que era Filch, y cada silbido lejano del viento les parecía Peeves que los perseguía. Al pie de la primera escalera, divisaron a la Señora Norris. —Oh, vamos a darle una patada, sólo una vez —murmuró Ron en el oído de Harry, que negó con la cabeza. Mientras pasaban con cuidado al lado de la gata, ésta volvió la cabeza con sus ojos como linternas, pero no los vio. No se encontraron con nadie más, hasta que llegaron a la escalera que iba al tercer piso. Peeves estaba flotando a mitad de camino, aflojando la alfombra para que la gente tropezara. —¿Quién anda por ahí? —dijo súbitamente, mientras subían hacia él. Entornó sus malignos ojos negros—. Sé que estáis aquí, aunque no pueda veros. ¿Aparecidos, fantasmas o estudiantillos detestables? Se elevó en el aire y flotó, mirándolos de soslayo. —Llamaré a Filch, debo hacerlo, si algo anda por ahí y es invisible. Harry tuvo súbitamente una idea. —Peeves —dijo en un ronco susurro—, el Barón Sanguinario tiene sus propias razones para ser invisible. Peeves casi se cayó del aire de la impresión. Se sostuvo a tiempo y quedó a unos centímetros de la escalera. —Lo siento mucho, sanguinaria señoría —dijo en tono meloso—. Fue por mi culpa, ha sido una equivocación… no lo vi… por supuesto que no, usted es invisible, perdone al viejo Peeves por su broma, señor. —Tengo asuntos aquí, Peeves —gruñó Harry—. Manténte lejos de este lugar esta noche. —Lo haré, señoría, desde luego que lo haré —dijo Peeves, elevándose otra vez en el aire—. Espero que los asuntos del señor barón salgan a pedir de boca, yo no lo molestaré. Y desapareció. —¡Genial, Harry! —susurró Ron. Unos pocos segundos más tarde estaban allí, en el pasillo del tercer piso. La puerta ya estaba entreabierta. —Bueno, ya lo veis —dijo Harry con calma—. Snape ya ha pasado ante Fluffy. Ver la puerta abierta les hizo tomar plena conciencia de aquello a lo que tenían que enfrentarse. Por debajo de la capa, Harry se volvió hacia los otros dos. —Si queréis regresar, no os lo reprocharé —dijo—. Podéis llevaros la capa, no la voy a necesitar. —No seas estúpido —dijo Ron. —Vamos contigo —dijo Hermione. Harry empujó la puerta. Cuando la puerta crujió, oyeron unos gruñidos. Los tres hocicos del perro olfateaban en dirección a ellos, aunque no podía verlos. —¿Qué tiene en los pies? —susurró Hermione. —Parece un arpa —dijo Ron—. Snape debe de haberla dejado ahí. —Debe despertarse en el momento en que se deja de tocar —dijo Harry —. Bueno, empecemos… Se llevó a los labios la flauta de Hagrid y sopló. No era exactamente una melodía, pero desde la primera nota los ojos de la bestia comenzaron a cerrarse. Harry casi ni respiraba. Poco a poco, los gruñidos se fueron apagando, se balanceó, cayó de rodillas y luego se derrumbó en el suelo, profundamente dormido. —Sigue tocando —advirtió Ron a Harry, mientras salía de la capa y se arrastraba hasta la trampilla. Podía sentir la respiración caliente y olorosa del perro, mientras se aproximaba a las gigantescas cabezas. —Creo que podemos abrir la trampilla —dijo Ron, espiando por encima del lomo del perro—. ¿Quieres ir delante, Hermione? —¡No, no quiero! —Muy bien. —Ron apretó los dientes y anduvo con cuidado sobre las patas del perro. Se inclinó y tiró de la argolla de la trampilla, que se levantó y abrió. —¿Qué puedes ver? —preguntó Hermione con ansiedad. —Nada… sólo oscuridad… no hay forma de bajar, hay que dejarse caer. Harry, que seguía tocando la flauta, hizo un gesto para llamar la atención de Ron y se señaló a sí mismo. —¿Quieres ir primero? ¿Estás seguro? —dijo Ron—. No sé cómo es de profundo ese lugar. Dale la flauta a Hermione, para que pueda seguir haciéndolo dormir. Harry le entregó la flauta y, en esos segundos de silencio, el perro gruñó y se estiró, pero en cuanto Hermione comenzó a tocar volvió a su sueño profundo. Harry se acercó y miró hacia abajo. No se veía el fondo. Se descolgó por la abertura y quedó suspendido de los dedos. Miró a Ron y dijo: —Si algo me sucede, no sigáis. Id directamente a la lechucería y enviad a Hedwig a Dumbledore. ¿De acuerdo? —De acuerdo —respondió Ron. —Nos veremos en un minuto, espero… Y Harry se dejó caer. Frío, aire húmedo mientras caía, caía, caía y… Aterrizó en algo mullido, con un ruido suave y extraño. Se incorporó y miró alrededor, con ojos desacostumbrados a la penumbra. Parecía que estaba sentado sobre una especie de planta. —¡Todo bien! —gritó al cuadradito de luz del tamaño de un sello, que era la abertura de la trampilla—. ¡Fue un aterrizaje suave, puedes saltar! Ron lo siguió de inmediato. Aterrizó al lado de Harry. —¿Qué es esta cosa? —fueron sus primeras palabras. —No sé, alguna clase de planta. Supongo que está aquí para detener la caída. ¡Vamos, Hermione! La música lejana se detuvo. Se oyó un fuerte ladrido, pero Hermione ya había saltado. Cayó al otro lado de Harry. —Debemos de estar a kilómetros debajo del colegio —dijo la niña. —Me alegro de que esta planta esté aquí —dijo Ron. —¿Te alegras? —gritó Hermione—. ¡Miraos! Hermione saltó y chocó contra una pared húmeda. Tuvo que luchar porque, en el momento en que cayó, la planta comenzó a extenderse como una serpiente para sujetarle los tobillos. Harry y Ron, mientras tanto, ya tenían las piernas totalmente cubiertas, sin que se hubieran dado cuenta. Hermione pudo liberarse antes de que la planta la atrapara. En aquel momento miraba horrorizada, mientras los chicos luchaban para quitarse la planta de encima, pero mientras más luchaban, la planta los envolvía con más rapidez. —¡Dejad de moveros! —ordenó Hermione—. Sé lo que es esto. ¡Es un lazo del diablo! —Oh, me alegro mucho de saber cómo se llama, es de gran ayuda — gruñó Ron, tratando de evitar que la planta trepara por su cuello. —¡Calla, estoy tratando de recordar cómo matarla! —dijo Hermione. —¡Bueno, date prisa, no puedo respirar! —jadeó Harry, mientras la planta le oprimía el pecho. —Lazo del diablo, lazo del diablo… ¿Qué dijo la profesora Sprout?… Le gusta la oscuridad y la humedad… —¡Entonces enciende un fuego! —dijo Harry. —Sí… por supuesto… ¡pero no tengo madera! —gimió Hermione, retorciéndose las manos. ¡PAF! —¿TE HAS VUELTO LOCA? —preguntó Ron—. ¿ERES UNA BRUJA O NO? —¡Oh, de acuerdo! —dijo Hermione. Agitó su varita, murmuró algo y envió a la planta unas llamas azules como las que había utilizado con Snape. En segundos, los dos muchachos sintieron que se aflojaban las ligaduras, mientras la planta se retiraba a causa de la luz y el calor. Retorciéndose y alejándose, se desprendió de sus cuerpos y pudieron moverse. —Me alegro de que hayas aprendido bien Herbología, Hermione —dijo Harry, mientras se acercaba a la pared, secándose el sudor de la cara. —Sí —dijo Ron—, y yo me alegro de que Harry no pierda la cabeza en las crisis. Porque eso de «no tengo madera»… francamente… —Por aquí —dijo Harry, señalando un pasadizo de piedra que era el único camino. Lo único que podían oír, además de sus pasos, era el goteo del agua en las paredes. El pasadizo bajaba oblicuamente y Harry se acordó de Gringotts. Con un desagradable sobresalto, recordó a los dragones que decían que custodiaban las cámaras, en el banco de los magos. Si encontraban un dragón, un dragón más grande… Con Norberto ya habían tenido suficiente… —¿Oyes algo? —susurró Ron. Harry escuchó. Un leve tintineo y un crujido, que parecían proceder de delante. —¿Crees que será un fantasma? —No lo sé… a mí me parecen alas. Llegaron hasta el final del pasillo y vieron ante ellos una habitación brillantemente iluminada, con el techo curvándose sobre ellos. Estaba llena de pajaritos brillantes que volaban por toda la habitación. En el lado opuesto, había una pesada puerta de madera. —¿Crees que nos atacarán si cruzamos la habitación? —preguntó Ron. —Es probable —contestó Harry—. No parecen muy malos, pero supongo que si se tiran todos juntos… Bueno, no hay nada que hacer… voy a correr. Respiró profundamente, se cubrió la cara con los brazos y cruzó corriendo la habitación. Esperaba sentir picos agudos y garras desgarrando su cuerpo, pero no sucedió nada. Alcanzó la puerta sin que lo tocaran. Movió la manija, pero estaba cerrada con llave. Los otros dos lo imitaron. Tiraron y empujaron, pero la puerta no se movía, ni siquiera cuando Hermione probó con su hechizo de Alohomora. —¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Ron. —Esos pájaros… no pueden estar sólo por decoración —dijo Hermione. Observaron los pájaros, que volaban sobre sus cabezas, brillando… ¿Brillando? —¡No son pájaros! —dijo de pronto Harry—. ¡Son llaves! Llaves aladas, mirad bien. Entonces eso debe significar… —Miró alrededor de la habitación, mientras los otros observaban la bandada de llaves—. Sí… mirad ahí. ¡Escobas! ¡Tenemos que conseguir la llave de la puerta! —¡Pero hay cientos de llaves! Ron examinó la cerradura de la puerta. —Tenemos que buscar una llave grande, antigua, de plata, probablemente, como la manija. Cada uno cogió una escoba y de una patada estuvieron en el aire, remontándose entre la nube de llaves. Trataban de atraparlas, pero las llaves hechizadas se movían tan rápidamente que era casi imposible sujetarlas. Pero no por nada Harry era el más joven buscador del siglo. Tenía un don especial para detectar cosas que la otra gente no veía. Después de unos minutos moviéndose entre el remolino de plumas de todos los colores, detectó una gran llave de plata, con un ala torcida, como si ya la hubieran atrapado y la hubieran introducido con brusquedad en la cerradura. —¡Es ésa! —gritó a los otros—. Esa grande… allí… no, ahí… Con alas azul brillante… las plumas están aplastadas por un lado. Ron se lanzó a toda velocidad en aquella dirección, chocó contra el techo y casi se cae de la escoba. —¡Tenemos que encerrarla! —gritó Harry, sin quitar los ojos de la llave con el ala estropeada—. Ron, ven desde arriba, Hermione, quédate abajo y no la dejes descender. Yo trataré de atraparla. Bien: ¡AHORA! Ron se lanzó en picado, Hermione subió en vertical, la llave los esquivó a ambos, y Harry se lanzó tras ella. Iban a toda velocidad hacia la pared, Harry se inclinó hacia delante y, con un ruido desagradable, la aplastó contra la piedra con una sola mano. Los vivas de Ron y Hermione retumbaron por la habitación. Aterrizaron rápidamente y Harry corrió a la puerta, con la llave retorciéndose en su mano. La metió en la cerradura y le dio la vuelta… Funcionaba. En el momento en que se abrió la cerradura, la llave salió volando otra vez, con aspecto de derrotada, pues ya la habían atrapado dos veces. —¿Listos? —preguntó Harry a los otros dos, con la mano en la manija de la puerta. Asintieron. Abrió la puerta. La habitación siguiente estaba tan oscura que no pudieron ver nada. Pero cuando estuvieron dentro la luz súbitamente inundó el lugar, para revelar un espectáculo asombroso. Estaban en el borde de un enorme tablero de ajedrez, detrás de las piezas negras, que eran todas tan altas como ellos y construidas en lo que parecía piedra. Frente a ellos, al otro lado de la habitación, estaban las piezas blancas. Harry, Ron y Hermione se estremecieron: las piezas blancas no tenían rostros. —¿Ahora qué hacemos? —susurró Harry. —Está claro, ¿no? —dijo Ron—. Tenemos que jugar para cruzar la habitación. Detrás de las piezas blancas pudieron ver otra puerta. —¿Cómo? —dijo Hermione con nerviosismo. —Creo —contestó Ron— que vamos a tener que ser piezas. Se acercó a un caballero negro y levantó la mano para tocar el caballo. De inmediato, la piedra cobró vida. El caballo dio una patada en el suelo y el caballero se levantó la visera del casco, para mirar a Ron. —¿Tenemos que… unirnos a ustedes para poder cruzar? El caballero negro asintió con la cabeza. Ron se volvió a los otros dos. —Esto hay que pensarlo… —dijo—. Supongo que tenemos que ocupar el lugar de tres piezas negras. Harry y Hermione esperaron en silencio, mientras Ron pensaba. Por fin dijo: —Bueno, no os ofendáis, pero ninguno de vosotros es muy bueno en ajedrez… —No nos ofendemos —dijo rápidamente Harry—. Simplemente dinos qué tenemos que hacer. —Bueno, Harry, tú ocupa el lugar de ese alfil y tú, Hermione, ponte ahí, en lugar de esa torre. —¿Y qué pasa contigo? —Yo seré un caballo. Las piezas parecieron haber escuchado porque, ante esas palabras, un caballo, un alfil y una torre dieron la espalda a las piezas blancas y salieron del tablero, dejando libres tres cuadrados que Harry, Ron y Hermione ocuparon. —Las blancas siempre juegan primero en el ajedrez —dijo Ron, mirando al otro lado del tablero—. Sí… mirad. Un peón blanco se movió hacia delante. Ron comenzó a dirigir a las piezas negras. Se movían silenciosamente cuando los mandaba. A Harry le temblaban las rodillas. ¿Y si perdían? —Harry… muévete en diagonal, cuatro casillas a la derecha. La primera verdadera impresión llegó cuando el otro caballo fue capturado. La reina blanca lo golpeó contra el tablero y lo arrastró hacia fuera, donde se quedó inmóvil, bocabajo. —Tuve que dejar que sucediera —dijo Ron, conmovido—. Te deja libre para coger ese alfil. Vamos, Hermione. Cada vez que uno de sus hombres perdía, las piezas blancas no mostraban compasión. Muy pronto, hubo un grupo de piezas negras desplomadas a lo largo de la pared. Dos veces, Ron se dio cuenta justo a tiempo para salvar a Harry y Hermione del peligro. Él mismo jugó por todo el tablero, atrapando casi tantas piezas blancas como las negras que habían perdido. —Ya casi estamos —murmuró de pronto—. Dejadme pensar… dejadme pensar. La reina blanca volvió su cara sin rostro hacia Ron. —Sí… —murmuró Ron—. Es la única forma… tengo que dejar que me cojan. —¡NO! —gritaron Harry y Hermione. —¡Esto es ajedrez! —dijo enfadado Ron—. ¡Hay que hacer algunos sacrificios! Yo haré mi movimiento y ella me cogerá… Eso te dejará libre para hacer jaque mate al rey, Harry. —Pero… —¿Quieres detener a Snape o no? —Ron… —¡Si no os dais prisa va a conseguir la Piedra! No había nada que hacer. —¿Listo? —preguntó Ron, con el rostro pálido pero decidido—. Allá voy, y no os quedéis una vez que hayáis ganado. Se movió hacia delante y la reina blanca saltó. Golpeó a Ron con fuerza en la cabeza con su brazo de piedra y el chico se derrumbó en el suelo. Hermione gritó, pero se quedó en su casillero. La reina blanca arrastró a Ron a un lado. Parecía desmayado. Muy conmovido, Harry se movió tres casilleros a la izquierda. El rey blanco se quitó la corona y la arrojó a los pies de Harry. Habían ganado. Las piezas saludaron y se fueron, dejando libre la puerta. Con una última mirada de desesperación hacia Ron, Harry y Hermione corrieron hacia la salida y subieron por el siguiente pasadizo. —¿Y si él está…? —Él estará bien —dijo Harry, tratando de convencerse a sí mismo—. ¿Qué crees que nos queda? —Tuvimos a Sprout en el lazo del diablo, Flitwick debe de haber hechizado las llaves, y McGonagall transformó a las piezas de ajedrez. Eso nos deja el hechizo de Quirrell y el de Snape… Habían llegado a otra puerta. —¿Todo bien? —susurró Harry. —Adelante. Harry empujó y abrió. Un tufo desagradable los invadió, haciendo que se taparan la nariz con la túnica. Con ojos que lagrimeaban debido al olor, vieron, aplastado en el suelo frente a ellos, un trol más grande que el que habían derribado, inconsciente y con un bulto sangrante en la cabeza. —Me alegro de que no tengamos que pelear con éste —susurró Harry, mientras pasaban con cuidado sobre una de las enormes piernas—. Vamos, no puedo respirar. Abrió la próxima puerta, los dos casi sin atreverse a ver lo que seguía… Pero no había nada terrorífico allí, sólo una mesa con siete botellas de diferente tamaño puestas en fila. —Snape —dijo Harry—. ¿Qué tenemos que hacer? Pasaron el umbral y de inmediato un fuego se encendió detrás de ellos. No era un fuego común, era púrpura. Al mismo tiempo, llamas negras se encendieron delante. Estaban atrapados. —¡Mira! —Hermione cogió un rollo de papel, que estaba cerca de las botellas. Harry miró por encima de su hombro para leerlo: El peligro yace ante ti, mientras la seguridad está detrás, dos queremos ayudarte, cualquiera que encuentres, una entre nosotras siete te dejará adelantarte, otra llevará al que lo beba para atrás, dos contienen sólo vino de ortiga, tres son mortales, esperando escondidos en la fila. Elige, a menos que quieras quedarte para siempre, para ayudarte en tu elección, te damos cuatro claves: Primera, por más astucia que tenga el veneno para ocultarse siempre encontrarás alguno al lado izquierdo del vino de ortiga; Segunda, son diferentes las que están en los extremos, pero si quieres moverte hacia delante, ninguna es tu amiga; Tercera, como claramente ves, todas tenemos tamaños diferentes: Ni el enano ni el gigante guardan la muerte en su interior; Cuarta, la segunda a la izquierda y la segunda a la derecha son gemelas una vez que las pruebes, aunque a primera vista sean diferentes. Hermione dejó escapar un gran suspiro y Harry, sorprendido, vio que sonreía, lo último que había esperado que hiciera. —Muy bueno —dijo Hermione—. Esto no es magia… es lógica… es un acertijo. Muchos de los más grandes magos no han tenido una gota de lógica y se quedarían aquí para siempre. —Pero nosotros también, ¿no? —Por supuesto que no —dijo Hermione—. Lo único que necesitamos está en este papel. Siete botellas: tres con veneno, dos con vino, una nos llevará a salvo a través del fuego negro y la otra hacia atrás, por el fuego púrpura. —Pero ¿cómo sabremos cuál beber? —Dame un minuto. Hermione leyó el papel varias veces. Luego paseó de un lado al otro de la fila de botellas, murmurando y señalándolas. Al fin, se golpeó las manos. —Lo tengo —dijo—. La más pequeña nos llevará por el fuego negro, hacia la Piedra. Harry miró a la diminuta botella. —Aquí hay sólo para uno de nosotros —dijo—. No hay más que un trago. Se miraron. —¿Cuál nos hará volver por entre las llamas púrpura? Hermione señaló una botella redonda del extremo derecho de la fila. —Tú bebe de ésa —dijo Harry—. No: vuelve, busca a Ron y coge las escobas del cuarto de las llaves voladoras. Con ellas podréis salir por la trampilla sin que os vea Fluffy. Id directamente a la lechucería y enviad a Hedwig a Dumbledore, lo necesitamos. Puede ser que yo detenga un poco a Snape, pero la verdad es que no puedo igualarlo. —Pero Harry… ¿y si Quien-tú-sabes está con él? —Bueno, ya tuve suerte una vez, ¿no? —dijo Harry, señalando su cicatriz—. Puede ser que la tenga de nuevo. Los labios de Hermione temblaron, y de pronto se lanzó sobre Harry y lo abrazó. —¡Hermione! —Harry… Eres un gran mago, ya lo sabes. —No soy tan bueno como tú —contestó muy incómodo, mientras ella lo soltaba. —¡Yo! —exclamó Hermione—. ¡Libros! ¡Inteligencia! Hay cosas mucho más importantes, amistad y valentía y… ¡Oh, Harry, ten cuidado! —Bebe primero —dijo Harry—. Estás segura de cuál es cuál, ¿no? —Totalmente —dijo Hermione. Se tomó de un trago el contenido de la botellita redondeada y se estremeció. —No es veneno, ¿verdad? —dijo Harry con voz anhelante. —No… pero parece hielo. —Rápido, vete, antes de que se termine el efecto. —Buena suerte… ten cuidado… —¡VETE! Hermione giró en redondo y pasó directamente a través del fuego púrpura. Harry respiró profundamente y cogió la más pequeña de las botellas. Se enfrentó a las llamas negras. —Allá voy —dijo, y se bebió el contenido de un trago. Era realmente como si tragara hielo. Dejó la botella y fue hacia delante. Se dio ánimo al ver que las llamas negras lamían su cuerpo pero no lo quemaban. Durante un momento no pudo ver más que fuego oscuro. Luego se encontró al otro lado, en la última habitación. Ya había alguien allí. Pero no era Snape. Y tampoco era Voldemort. CAPÍTULO 17 El hombre con dos caras E Quirrell. —¡Usted! —exclamó Harry. Quirrell sonrió. Su rostro no tenía ni sombra del tic. —Yo —dijo con calma— me preguntaba si me iba a encontrar contigo aquí, Potter. —Pero yo pensé… Snape… —¿Severus? —Quirrell rió, y no fue con su habitual sonido tembloroso y entrecortado, sino con una risa fría y aguda—. Sí, Severus parecía ser el indicado, ¿no? Fue muy útil tenerlo dando vueltas como un murciélago enorme. Al lado de él ¿quién iba a sospechar del po-pobre tar-tamudo pprofesor Quirrell? Harry no podía aceptarlo. Aquello no podía ser verdad, no podía ser. —¡Pero Snape trató de matarme! —No, no, no. Yo traté de matarte. Tu amiga, la señorita Granger, accidentalmente me atropelló cuando corría a prenderle fuego a Snape, en ese partido de quidditch. Y rompió el contacto visual que yo tenía contigo. Unos segundos más y te habría hecho caer de esa escoba. Y ya lo habría RA conseguido, si Snape no hubiera estado murmurando un contramaleficio, tratando de salvarte. —¿Snape trataba de salvarme a mí? —Por supuesto —dijo fríamente Quirrell—. ¿Por qué crees que quiso ser árbitro en el siguiente partido? Estaba tratando de asegurarse de que yo no pudiera hacerlo otra vez. Gracioso, en realidad… no necesitaba molestarse. No podía hacer nada con Dumbledore mirando. Todos los otros profesores creyeron que Snape trataba de impedir que Gryffindor ganase, se ha hecho muy impopular… Y qué pérdida de tiempo cuando, después de todo eso, voy a matarte esta noche. Quirrell chasqueó los dedos. Unas sogas cayeron del aire y se enroscaron en el cuerpo de Harry, sujetándolo con fuerza. —Eres demasiado molesto para vivir, Potter. Deslizándote por el colegio, como en Halloween, porque me descubriste cuando iba a ver qué era lo que vigilaba la Piedra. —¿Usted fue el que dejó entrar al trol? —Claro. Yo tengo un don especial con esos monstruos. ¿No viste lo que le hice al que estaba en la otra habitación? Desgraciadamente, cuando todos andaban corriendo por ahí para buscarte, Snape, que ya sospechaba de mí, fue directamente al tercer piso para ganarme de mano, y no sólo hizo que mi monstruo no pudiera matarte, sino que ese perro de tres cabezas no mordió la pierna de Snape de la manera en que debería haberlo hecho… Hizo una pausa: —Ahora, espera tranquilo, Potter. Necesito examinar este interesante espejo. De pronto, Harry vio lo que estaba detrás de Quirrell. Era el espejo de Oesed. —Este espejo es la llave para poder encontrar la Piedra —murmuró Quirrell, dando golpecitos alrededor del marco—. Era de esperar que Dumbledore hiciera algo así… pero él está en Londres… Cuando pueda volver, yo ya estaré muy lejos. Lo único que se le ocurrió a Harry fue tratar de que Quirrell siguiera hablando y dejara de concentrarse en el espejo. —Los vi a usted y a Snape en el bosque… —dijo de golpe. —Sí —dijo Quirrell, sin darle importancia, paseando alrededor del espejo para ver la parte posterior—. Me estaba siguiendo, tratando de averiguar hasta dónde había llegado. Siempre había sospechado de mí. Trató de asustarme… Como si pudiera, cuando yo tengo a lord Voldemort de mi lado… Quirrell salió de detrás del espejo y se miró en él con enfado. —Veo la Piedra… se la presento a mi maestro… pero ¿dónde está? Harry luchó con las sogas que lo ataban, pero no se aflojaron. Tenía que evitar que Quirrell centrara toda su atención en el espejo. —Pero Snape siempre pareció odiarme mucho. —Oh, sí —dijo Quirrell, con aire casual—, claro que sí. Estaba en Hogwarts con tu padre, ¿no lo sabías? Se detestaban. Pero nunca quiso que estuvieras muerto. —Pero hace unos días yo lo oí a usted, llorando… Pensé que Snape lo estaba amenazando… Por primera vez, un espasmo de miedo cruzó el rostro de Quirrell. —Algunas veces —dijo— me resulta difícil seguir las instrucciones de mi maestro… Él es un gran mago y yo soy débil… —¿Quiere decir que él estaba en el aula con usted? —preguntó Harry. —Él está conmigo dondequiera que vaya —dijo con calma Quirrell—. Lo conocí cuando viajaba por el mundo. Yo era un joven tonto, lleno de ridículas ideas sobre el mal y el bien. Lord Voldemort me demostró lo equivocado que estaba. No hay ni mal ni bien, sólo hay poder y personas demasiado débiles para buscarlo… Desde entonces le he servido fielmente, aunque muchas veces le he fallado. Tuvo que ser muy severo conmigo. — Quirrell se estremeció súbitamente—. No perdona fácilmente los errores. Cuando fracasé en robar esa Piedra de Gringotts, se disgustó mucho. Me castigó… decidió que tenía que vigilarme muy de cerca… La voz de Quirrell se apagó. Harry recordó su viaje al callejón Diagon… ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Había visto a Quirrell aquel mismo día y se habían estrechado las manos en el Caldero Chorreante. Quirrell maldijo entre dientes. —No comprendo… ¿La Piedra está dentro del espejo? ¿Tengo que romperlo? La mente de Harry funcionaba a toda máquina. «Lo que más deseo en el mundo en este momento —pensó— es encontrar la Piedra antes de que lo haga Quirrell. Entonces, si miro en el espejo, podría verme encontrándola… ¡Lo que quiere decir que veré dónde está escondida! Pero ¿cómo puedo mirar sin que Quirrell se dé cuenta de lo que quiero hacer? Trató de torcerse hacia la izquierda, para ponerse frente al espejo sin que Quirrell lo notara, pero las sogas que tenía alrededor de los tobillos estaban tan tensas que lo hicieron caer. Quirrell no le prestó atención. Seguía hablando para sí mismo. —¿Qué hace este espejo? ¿Cómo funciona? ¡Ayúdame, Maestro! Y, para el horror de Harry, una voz le respondió, una voz que parecía salir del mismo Quirrell. —Utiliza al muchacho… Utiliza al muchacho… Quirrell se volvió hacia Harry. —Sí… Potter… ven aquí. Hizo sonar las manos una vez y las sogas cayeron. Harry se puso lentamente de pie. —Ven aquí —repitió Quirrell—. Mira en el espejo y dime lo que ves. Harry se aproximó. «Tengo que mentir —pensó, desesperado—, tengo que mirar y mentir sobre lo que veo, eso es todo.» Quirrell se le acercó por detrás. Harry respiró el extraño olor que parecía salir del turbante de Quirrell. Cerró los ojos, se detuvo frente al espejo y los volvió a abrir. Se vio reflejado, muy pálido y con cara de asustado. Pero un momento más tarde, su reflejo le sonrió. Puso la mano en el bolsillo y sacó una piedra de color sangre. Le guiñó un ojo y volvió a guardar la Piedra en el bolsillo y, cuando lo hacía, Harry sintió que algo pesado caía en su bolsillo real. De alguna manera (era algo increíble) había conseguido la Piedra. —¿Bien? —dijo Quirrell con impaciencia—. ¿Qué es lo que ves? Harry, haciendo de tripas corazón, contestó: —Me veo con Dumbledore, estrechándonos las manos —inventó—. Yo… he ganado la Copa de las Casas para Gryffindor. Quirrell maldijo otra vez. —Quítate de ahí —dijo. Cuando Harry se hizo a un lado, sintió la Piedra Filosofal contra su pierna. ¿Se atrevería a escapar? Pero no había dado cinco pasos cuando una voz aguda habló, aunque Quirrell no movía los labios. —Él miente… él miente… —¡Potter, vuelve aquí! —gritó Quirrell—. ¡Dime la verdad! ¿Qué es lo que has visto? La voz aguda se oyó otra vez. —Déjame hablar con él… cara a cara… —¡Maestro, no está lo bastante fuerte todavía! —Tengo fuerza suficiente… para esto. Harry sintió como si el lazo del diablo lo hubiera clavado en el suelo. No podía mover ni un músculo. Petrificado, observó a Quirrell, que empezaba a desenvolver su turbante. ¿Qué iba a suceder? El turbante cayó. La cabeza de Quirrell parecía extrañamente pequeña sin él. Entonces, Quirrell se dio la vuelta lentamente. Harry hubiera querido gritar, pero no podía dejar salir ningún sonido. Donde tendría que haber estado la nuca de Quirrell, había un rostro, la cara más terrible que Harry hubiera visto en su vida. Era de color blanco tiza, con brillantes ojos rojos y ranuras en vez de fosas nasales, como las serpientes. —Harry Potter… —susurró. Harry trató de retroceder, pero sus piernas no le respondían. —¿Ves en lo que me he convertido? —dijo la cara—. No más que en sombra y quimera… Tengo forma sólo cuando puedo compartir el cuerpo de otro… Pero siempre ha habido seres deseosos de dejarme entrar en sus corazones y en sus mentes… La sangre de unicornio me ha dado fuerza en estas semanas pasadas… tú viste al leal Quirrell bebiéndola para mí en el bosque… y una vez que tenga el Elixir de la Vida seré capaz de crear un cuerpo para mí… Ahora… ¿por qué no me entregas la Piedra que tienes en el bolsillo? Entonces él lo sabía. La idea hizo que de pronto las piernas de Harry se tambalearan. —No seas tonto —se burló el rostro—. Mejor que salves tu propia vida y te unas a mí… o tendrás el mismo final que tus padres… Murieron pidiéndome misericordia… —¡MENTIRA! —gritó de pronto Harry. Quirrell andaba hacia atrás, para que Voldemort pudiera mirarlo. La cara maligna sonreía. —Qué conmovedor —dijo—. Siempre consideré la valentía… Sí, muchacho, tus padres eran valientes… Maté primero a tu padre y luchó con valor… Pero tu madre no tenía que morir… ella trataba de protegerte… Ahora, dame esa Piedra, a menos que quieras que tu madre haya muerto en vano. —¡NUNCA! Harry se movió hacia la puerta en llamas, pero Voldemort gritó: ¡ATRÁPALO! y, al momento siguiente, Harry sintió la mano de Quirrell sujetando su muñeca. De inmediato, un dolor agudo atravesó su cicatriz y sintió como si la cabeza fuera a partírsele en dos. Gritó, luchando con todas sus fuerzas y, para su sorpresa, Quirrell lo soltó. El dolor en la cabeza amainó… Miró alrededor para ver dónde estaba Quirrell y lo vio doblado de dolor, mirándose los dedos, que se ampollaban ante sus ojos. —¡ATRÁPALO! ¡Atrápalo! —rugía otra vez Voldemort, y Quirrell arremetió contra Harry, haciéndolo caer al suelo y apretándole el cuello con las dos manos… La cicatriz de Harry casi lo enceguecía de dolor y, sin embargo, pudo ver a Quirrell chillando desesperado. —Maestro, no puedo sujetarlo… ¡Mis manos… mis manos! Y Quirrell, aunque mantenía sujeto a Harry aplastándolo con las rodillas, le soltó el cuello y contempló, aterrorizado, sus manos. Harry vio que estaban quemadas, en carne viva, con ampollas rojas y brillantes. —¡Entonces mátalo, idiota, y termina de una vez! —exclamó Voldemort. Quirrell levantó la mano para lanzar un maleficio mortal, pero Harry, instintivamente, se incorporó y se aferró a la cara de Quirrell. —¡AAAAAAH! Quirrell se apartó, con el rostro también quemado, y entonces Harry se dio cuenta: Quirrell no podía tocar su piel sin sufrir un dolor terrible. Su única oportunidad era sujetar a Quirrell, que sintiera tanto dolor como para impedir que hiciera el maleficio… Harry se puso de pie de un salto, cogió a Quirrell de un brazo y lo apretó con fuerza. Quirrell gritó y trató de empujar a Harry. El dolor de cabeza de éste aumentaba y el muchacho no podía ver, solamente podía oír los terribles gemidos de Quirrell y los aullidos de Voldemort: ¡MÁTALO! ¡MÁTALO!, y otras voces, tal vez sólo en su cabeza, gritando: «¡Harry! ¡Harry!». Sintió que el brazo de Quirrell se iba soltando, supo que estaba perdido, sintió que todo se oscurecía y que caía… caía… caía… Algo dorado brillaba justo encima de él. ¡La snitch! Trató de atraparla, pero sus brazos eran muy pesados. Pestañeó. No era la snitch. Eran un par de gafas. Qué raro. Pestañeó otra vez. El rostro sonriente de Albus Dumbledore se agitaba ante él. —Buenas tardes, Harry —dijo Dumbledore. Harry lo miró asombrado. Entonces recordó. —¡Señor! ¡La Piedra! ¡Era Quirrell! ¡Él tiene la Piedra! Señor, rápido… —Cálmate, querido muchacho, estás un poco atrasado —dijo Dumbledore—. Quirrell no tiene la Piedra. —¿Entonces quién la tiene? Señor, yo… —Harry, por favor, cálmate, o la señora Pomfrey me echará de aquí. Harry tragó y miró alrededor. Se dio cuenta de que debía de estar en la enfermería. Estaba acostado en una cama, con sábanas blancas de hilo, y cerca había una mesa, con una enorme cantidad de paquetes, que parecían la mitad de la tienda de golosinas —Regalos de tus amigos y admiradores —dijo Dumbledore, radiante—. Lo que sucedió en las mazmorras entre tú y el profesor Quirrell es completamente secreto, así que, naturalmente, todo el colegio lo sabe. Creo que tus amigos, los señores Fred y George Weasley, son responsables de tratar de enviarte un inodoro. No dudo que pensaron que eso te divertiría. Sin embargo, la señora Pomfrey consideró que no era muy higiénico y lo confiscó. —¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí? —Tres días. El señor Ronald Weasley y la señorita Granger estarán muy aliviados al saber que has recuperado el conocimiento. Han estado sumamente preocupados. —Pero señor, la Piedra… —Veo que no quieres que te distraiga. Muy bien, la Piedra. El profesor Quirrell no te la pudo quitar. Yo llegué a tiempo para evitarlo, aunque debo decir que lo estabas haciendo muy bien. —¿Usted llegó? ¿Recibió la lechuza que envió Hermione? —Nos debimos cruzar en el aire. En cuanto llegué a Londres, me di cuenta de que el lugar en donde debía estar era el que había dejado. Llegué justo a tiempo para quitarte a Quirrell de encima… —Fue usted. —Tuve miedo de haber llegado demasiado tarde. —Casi fue así, no habría podido aguantar mucho más sin que me quitara la Piedra… —No por la Piedra, muchacho, por ti… El esfuerzo casi te mata. Durante un terrible momento tuve miedo de que fuera así. En lo que se refiere a la Piedra, fue destruida. —¿Destruida? —dijo Harry sin entender—. Pero su amigo… Nicolás Flamel… —¡Oh, sabes lo de Nicolás! —dijo contento Dumbledore—. Hiciste bien los deberes, ¿no es cierto? Bien, Nicolás y yo tuvimos una pequeña charla y estuvimos de acuerdo en que era lo mejor. —Pero eso significa que él y su mujer van a morir, ¿no? —Tienen suficiente Elixir guardado para poner sus asuntos en orden y luego, sí, van a morir. Dumbledore sonrió ante la expresión de desconcierto que se veía en el rostro de Harry. —Para alguien tan joven como tú, estoy seguro de que parecerá increíble, pero para Nicolás y Perenela será realmente como irse a la cama, después de un día muy, muy largo. Después de todo, para una mente bien organizada, la muerte no es más que la siguiente gran aventura. Sabes, la Piedra no era realmente algo tan maravilloso. ¡Todo el dinero y la vida que uno pueda desear! Las dos cosas que la mayor parte de los seres humanos elegirían… El problema es que los humanos tienen el don de elegir precisamente las cosas que son peores para ellos. Harry yacía allí, sin saber qué decir. Dumbledore canturreó durante un minuto y después sonrió hacia el techo. —¿Señor? —dijo Harry—. Estuve pensando… Señor, aunque la Piedra ya no esté, Vol… quiero decir Quién-usted-sabe… —Llámalo Voldemort, Harry. Utiliza siempre el nombre correcto de las cosas. El miedo a un nombre aumenta el miedo a la cosa que se nombra. —Sí, señor. Bien, Voldemort intentará volver de nuevo, ¿no? Quiero decir… No se ha ido, ¿verdad? —No, Harry, no se ha ido. Está por ahí, en algún lugar, tal vez buscando otro cuerpo para compartir… Como no está realmente vivo, no se le puede matar. Él dejó morir a Quirrell, muestra tan poca misericordia con sus seguidores como con sus enemigos. De todos modos, Harry, tú tal vez has retrasado su regreso al poder. La próxima vez hará falta algún otro preparado para luchar y, si lo detienen otra vez y otra vez, bueno, puede ser que nunca vuelva al poder. Harry asintió, pero se detuvo rápidamente, porque eso hacía que le doliera más la cabeza. Luego dijo: —Señor, hay algunas cosas más que me gustaría saber, si me las puede decir… cosas sobre las que quiero saber la verdad… —La verdad —Dumbledore suspiró—. Es una cosa terrible y hermosa, y por lo tanto debe ser tratada con gran cuidado. Sin embargo, contestaré tus preguntas a menos que tenga una muy buena razón para no hacerlo. Y en ese caso te pido que me perdones. Por supuesto, no voy a mentirte. —Bien… Voldemort dijo que sólo mató a mi madre porque ella trató de evitar que me matara. Pero ¿por qué iba a querer matarme a mí en primer lugar? Aquella vez, Dumbledore suspiró profundamente. —Vaya, la primera cosa que me preguntas y no puedo contestarte. No hoy. No ahora. Lo sabrás, un día… Quitátelo de la cabeza por ahora, Harry. Cuando seas mayor… ya sé que eso es odioso… bueno, cuando estés listo, lo sabrás. Y Harry supo que no sería bueno discutir. —¿Y por qué Quirrell no podía tocarme? —Tu madre murió para salvarte. Si hay algo que Voldemort no puede entender es el amor. No se dio cuenta de que un amor tan poderoso como el de tu madre hacia ti deja marcas poderosas. No una cicatriz, no un signo visible… Haber sido amado tan profundamente, aunque esa persona que nos amó no esté, nos deja para siempre una protección. Eso está en tu piel. Quirrell, lleno de odio, codicia y ambición, compartiendo su alma con Voldemort, no podía tocarte por esa razón. Era una agonía el tocar a una persona marcada por algo tan bueno. Entonces Dumbledore se mostró muy interesado en un pájaro que estaba cerca de la cortina, lo que le dio tiempo a Harry para secarse los ojos con la sábana. Cuando pudo hablar de nuevo, Harry dijo: —¿Y la capa invisible… sabe quién me la mandó? —Ah… Resulta que tu padre me la había dejado y pensé que te gustaría tenerla. —Los ojos de Dumbledore brillaron—. Cosas útiles… Tu padre la utilizaba sobre todo para robar comida en la cocina, cuando estaba aquí. —Y hay algo más… —Dispara. —Quirrell dijo que Snape… —El profesor Snape, Harry. —Sí, él… Quirrell dijo que me odia, porque odiaba a mi padre. ¿Es verdad? —Bueno, ellos se detestaban uno al otro. Como tú y el señor Malfoy. Y entonces, tu padre hizo algo que Snape nunca pudo perdonarle. —¿Qué? —Le salvó la vida. —¿Qué? —Sí… —dijo Dumbledore, con aire soñador—. Es curiosa la forma en que funciona la mente de la gente, ¿no es cierto? El profesor Snape no podía soportar estar en deuda con tu padre… Creo que se esforzó tanto para protegerte este año porque sentía que así estaría en paz con él. Así podría seguir odiando la memoria de tu padre, en paz… Harry trató de entenderlo, pero le hacía doler la cabeza, así que lo dejó. —Y, señor, hay una cosa más… —¿Sólo una? —¿Cómo pude hacer que la Piedra saliera del espejo? —Ah, bueno, me alegro de que me preguntes eso. Fue una de mis más brillantes ideas y, entre tú y yo, eso es decir mucho. Sabes, sólo alguien que quisiera encontrar la Piedra, encontrarla, pero no utilizarla, sería capaz de conseguirla. De otra forma, se verían haciendo oro o bebiendo el Elixir de la Vida. Mi mente me sorprende hasta a mí mismo… Bueno, suficientes preguntas. Te sugiero que comiences a comer esas golosinas. Ah, las grageas de todos los sabores. En mi juventud tuve la mala suerte de encontrar una con gusto a vómito y, desde entonces, me temo que dejaron de gustarme. Pero creo que no tendré problema con esta bonita gragea, ¿no te parece? Sonrió y se metió en la boca una gragea de color dorado. Luego se atragantó y dijo: —¡Ay de mí! ¡Cera del oído! La señora Pomfrey era una mujer buena, pero muy estricta. —Sólo cinco minutos —suplicó Harry. —Ni hablar. —Usted dejó entrar al profesor Dumbledore… —Bueno, por supuesto, es el director, es muy diferente. Necesitas descansar. —Estoy descansando, mire, acostado y todo lo demás. Oh, vamos, señora Pomfrey… —Oh, está bien —dijo—. Pero sólo cinco minutos. Y dejó entrar a Ron y Hermione. —¡Harry! Hermione parecía lista para lanzarse en sus brazos, pero Harry se alegró de que se contuviera, porque le dolía la cabeza. —Oh, Harry, estábamos seguros de que te… Dumbledore estaba tan preocupado… —Todo el colegio habla de ello —dijo Ron—. ¿Qué es lo que realmente pasó? Fue una de esas raras ocasiones en que la verdadera historia era aún más extraña y apasionante que los más extraños rumores. Harry les contó todo: Quirrell, el espejo, la Piedra y Voldemort. Ron y Hermione eran muy buen público, jadeaban en los momentos apropiados y, cuando Harry les dijo lo que había debajo del turbante de Quirrell, Hermione gritó muy fuerte. —¿Entonces la Piedra no existe? —dijo por último Ron—. ¿Flamel morirá? —Eso es lo que yo dije, pero Dumbledore piensa que… ¿cómo era? Ah, sí: «Para las mentes bien organizadas, la muerte es la siguiente gran aventura.» —Siempre dije que era un chiflado —dijo Ron, muy impresionado por lo loco que estaba su héroe. —¿Y qué os pasó a vosotros dos? —preguntó Harry. —Bueno, yo volví —dijo Hermione—, desperté a Ron (tardé un rato largo) y, cuando íbamos a la lechucería para comunicarnos con Dumbledore, lo encontramos en el vestíbulo de entrada, y él ya lo sabía, porque nos dijo: «Harry se fue a buscarlo, ¿no?», y subió al tercer piso. —¿Crees que él quería que lo hicieras? —dijo Ron—. ¿Enviándote la capa de tu padre y todo eso? —Bueno —estalló Hermione—. Si lo hizo… eso es terrible… te podían haber matado. —No, no fue así —dijo Harry con aire pensativo—. Dumbledore es un hombre muy especial. Yo creo que quería darme una oportunidad. Creo que él sabe, más o menos, todo lo que sucede aquí. Acepto que debía de saber lo que íbamos a intentar y, en lugar de detenernos, nos enseñó lo suficiente para ayudarnos. No creo que fuera por accidente que me dejó encontrar el espejo y ver cómo funcionaba. Es casi como si él pensara que yo tenía derecho a enfrentarme a Voldemort, si podía… —Bueno, sí, está bien —dijo Ron—. Escucha, debes estar levantado para mañana, es la fiesta de fin de curso. Ya están todos los puntos y Slytherin ganó, por supuesto. Te perdiste el último partido de quidditch. Sin ti, nos ganó Ravenclaw, pero la comida será buena. En aquel momento, entró la señora Pomfrey. —Ya habéis estado quince minutos, ahora FUERA —dijo con severidad. Después de una buena noche de sueño, Harry se sintió casi bien. —Quiero ir a la fiesta —dijo a la señora Pomfrey, mientras ella le ordenaba todas las cajas de golosinas—. Podré ir, ¿verdad? —El profesor Dumbledore dice que tienes permiso para ir —dijo con desdén, como si considerara que el profesor Dumbledore no se daba cuenta de lo peligrosas que eran las fiestas—. Y tienes otra visita. —Oh, bien —dijo Harry—. ¿Quién es? Mientras hablaba, entró Hagrid. Como siempre que estaba dentro de un lugar, Hagrid parecía demasiado grande. Se sentó cerca de Harry, lo miró y se puso a llorar. —¡Todo… fue… por mi maldita culpa! —gimió, con la cara entre las manos—. Yo le dije al malvado cómo pasar ante Fluffy. ¡Se lo dije! ¡Podías haber muerto! ¡Todo por un huevo de dragón! ¡Nunca volveré a beber! ¡Deberían echarme y obligarme a vivir como un muggle! —¡Hagrid! —dijo Harry, impresionado al ver la pena y el remordimiento de Hagrid, y las lágrimas que mojaban su barba—. Hagrid, lo habría descubierto igual, estamos hablando de Voldemort, lo habría sabido igual aunque no le dijeras nada. —¡Podrías haber muerto! —sollozó Hagrid—. ¡Y no digas ese nombre! —¡VOLDEMORT! —gritó Harry, y Hagrid se impresionó tanto que dejó de llorar—. Me encontré con él y lo llamo por su nombre. Por favor, alégrate, Hagrid, salvamos la Piedra, ya no está, no la podrá usar. Toma una rana de chocolate, tengo muchísimas… Hagrid se secó la nariz con el dorso de la mano y dijo: —Eso me hace recordar… Te he traído un regalo. —No será un bocadillo de comadreja, ¿verdad? —dijo preocupado Harry, y finalmente Hagrid se rió. —No. Dumbledore me dio libre el día de ayer para hacerlo. Por supuesto tendría que haberme echado… Bueno, aquí tienes… Parecía un libro con una hermosa cubierta de cuero. Harry lo abrió con curiosidad… Estaba lleno de fotos mágicas. Sonriéndole y saludándolo desde cada página, estaban su madre y su padre… —Envié lechuzas a todos los compañeros de colegio de tus padres, pidiéndoles fotos… Sabía que tú no tenías… ¿Te gusta? Harry no podía hablar, pero Hagrid entendió. Harry bajó solo a la fiesta de fin de curso de aquella noche. Lo había ayudado a levantarse la señora Pomfrey, insistiendo en examinarlo una vez más, así que, cuando llegó, el Gran Comedor ya estaba lleno. Estaba decorado con los colores de Slytherin, verde y plata, para celebrar el triunfo de aquella casa al ganar la copa durante siete años seguidos. Un gran estandarte, que cubría la pared detrás de la mesa de los profesores, mostraba la serpiente de Slytherin. Cuando Harry entró se produjo un súbito murmullo y todos comenzaron a hablar al mismo tiempo. Se deslizó en una silla, entre Ron y Hermione, en la mesa de Gryffindor, y trató de hacer caso omiso del hecho de que todos se ponían de pie para mirarlo. Por suerte, Dumbledore llegó unos momentos después. Las conversaciones cesaron. —¡Otro año se va! —dijo alegremente Dumbledore—. Y voy a fastidiaros con la charla de un viejo, antes de que podáis empezar con los deliciosos manjares. ¡Qué año hemos tenido! Esperamos que vuestras cabezas estén un poquito más llenas que cuando llegasteis… Ahora tenéis todo el verano para dejarlas bonitas y vacías antes de que comience el próximo año… Bien, tengo entendido que hay que entregar la Copa de las Casas y los puntos ganados son: en cuarto lugar, Gryffindor, con trescientos doce puntos; en tercer lugar, Hufflepuff, con trescientos cincuenta y dos; Ravenclaw tiene cuatrocientos veintiséis, y Slytherin, cuatrocientos setenta y dos. Una tormenta de vivas y aplausos estalló en la mesa de Slytherin. Harry pudo ver a Draco Malfoy golpeando la mesa con su copa. Era una visión repugnante. —Sí, sí, bien hecho, Slytherin —dijo Dumbledore—. Sin embargo, los acontecimientos recientes deben ser tenidos en cuenta. Todos se quedaron inmóviles. Las sonrisas de los Slytherin se apagaron un poco. —Así que —dijo Dumbledore— tengo algunos puntos de última hora para agregar. Dejadme ver. Sí… Primero, para el señor Ronald Weasley… Ron se puso tan colorado que parecía un rábano con insolación. —… por ser el mejor jugador de ajedrez que Hogwarts haya visto en muchos años, premio a la casa Gryffindor con cincuenta puntos. Las hurras de Gryffindor llegaron hasta el techo encantado, y las estrellas parecieron estremecerse. Se oyó que Percy les decía a los otros prefectos: «Es mi hermano, ¿sabéis? ¡Mi hermano menor! ¡Consiguió pasar en el juego de ajedrez gigante de McGonagall!» Por fin se hizo el silencio otra vez. —Segundo… a la señorita Hermione Granger… por el uso de la fría lógica al enfrentarse con el fuego, premio a la casa Gryffindor con cincuenta puntos. Hermione enterró la cara entre los brazos. Harry tuvo la casi seguridad de que estaba llorando. Los cambios en la tabla de puntuaciones pasaban ante ellos: Gryffindor estaba cien puntos más arriba. —Tercero… al señor Harry Potter… —continuó Dumbledore. La sala estaba mortalmente silenciosa—… por todo su temple y sobresaliente valor, premio a la casa Gryffindor con sesenta puntos. El estrépito fue total. Los que pudieron sumar, además de gritar y aplaudir, se dieron cuenta de que Gryffindor tenía los mismos puntos que Slytherin, cuatrocientos setenta y dos. Si Dumbledore le hubiera dado un punto más a Harry… Pero así no llegaban a ganar. Dumbledore levantó el brazo. La sala fue recuperando la calma. —Hay muchos tipos de valentía —dijo sonriendo Dumbledore—. Hay que tener un gran coraje para oponerse a nuestros enemigos, pero hace falta el mismo valor para hacerlo con los amigos. Por lo tanto, premio con diez puntos al señor Neville Longbottom. Alguien que hubiera estado en la puerta del Gran Comedor habría creído que se había producido una explosión, tan fuertes eran los gritos que salieron de la mesa de Gryffindor. Harry, Ron y Hermione se pusieron de pie y vitorearon a Neville, que, blanco de la impresión, desapareció bajo la gente que lo abrazaba. Nunca había ganado más de un punto para Gryffindor. Harry, sin dejar de vitorear, dio un codazo a Ron y señaló a Malfoy, que no podía haber estado más atónito y horrorizado si le hubieran echado la maldición de la inmovilidad total. —Lo que significa —gritó Dumbledore sobre la salva de aplausos, porque Ravenclaw y Hufflepuff estaban celebrando la derrota de Slytherin —, que hay que hacer un cambio en la decoración. Dio una palmada. En un instante, los adornos verdes se volvieron escarlata; los de plata, dorados, y la gran serpiente se desvaneció para dar paso al león de Gryffindor. Snape estrechaba la mano de la profesora McGonagall, con una horrible sonrisa forzada en su cara. Captó la mirada de Harry y el muchacho supo de inmediato que los sentimientos de Snape hacia él no habían cambiado en absoluto. Aquello no lo preocupaba. Parecía que la vida iba a volver a la normalidad en el año próximo, o a la normalidad típica de Hogwarts. Aquélla fue la mejor noche de la vida de Harry, mejor que ganar un partido de quidditch, o que la Navidad, o que hacer que se desmayara el monstruo gigante… Nunca, jamás, olvidaría aquella noche. Harry casi no recordaba ya que tenían que recibir los resultados de los exámenes, pero éstos llegaron. Para su gran sorpresa, tanto él como Ron pasaron con buenas notas. Hermione, por supuesto, fue la mejor del año. Hasta Neville pasó a duras penas, pues sus buenas notas en Herbología compensaron los desastres en Pociones. Ellos confiaban en que suspendieran a Goyle, que era casi tan estúpido como malo, pero él también aprobó. Era una lástima, pero como dijo Ron, no se puede tener todo en la vida. Y de pronto, sus armarios se vaciaron, sus equipajes estuvieron listos, el sapo de Neville apareció en un rincón del cuarto de baño… Todos los alumnos recibieron notas en las que los prevenían para que no utilizaran la magia durante las vacaciones («Siempre espero que se olviden de darnos esas notas», dijo con tristeza Fred Weasley). Hagrid estaba allí para llevarlos en los botes que cruzaban el lago. Subieron al expreso de Hogwarts, charlando y riendo, mientras el paisaje campestre se volvía más verde y menos agreste. Comieron las grageas de todos los sabores, pasaron a toda velocidad por las ciudades de los muggles, se quitaron la ropa de magos y se pusieron camisas y abrigos… Y bajaron en el andén nueve y tres cuartos de la estación King's Cross. Tardaron un poco en salir del andén. Un viejo y enjuto guarda estaba al otro lado de la taquilla, dejándolos pasar de dos en dos o de tres en tres, para que no llamaran la atención saliendo de golpe de una pared sólida, pues alarmarían a los muggles. —Tenéis que venir y pasar el verano conmigo —dijo Ron—, los dos. Os enviaré una lechuza. —Gracias —dijo Harry—. Voy a necesitar alguna perspectiva agradable. La gente los empujaba mientras se movían hacia la estación, volviendo al mundo muggle. Algunos le decían. —¡Adiós, Harry! —¡Nos vemos, Potter! —Sigues siendo famoso —dijo Ron, con sonrisa burlona. —No allí adonde voy, eso te lo aseguro —respondió Harry. Él, Ron y Hermione pasaron juntos a la estación. —¡Allí está él, mamá, allí está, míralo! Era Ginny Weasley, la hermanita de Ron, pero no señalaba a su hermano. —¡Harry Potter! —chilló—. ¡Mira, mamá! Puedo ver… —Tranquila, Ginny. Es de mala educación señalar con el dedo. La señora Weasley les sonrió. —¿Un año movido? —les preguntó. —Mucho —dijo Harry—. Muchas gracias por el jersey y el pastel, señora Weasley. —Oh, no fue nada. —¿Ya estás listo? Era tío Vernon, todavía con el rostro púrpura, todavía con bigotes y todavía con aire furioso ante la audacia de Harry, llevando una lechuza en una jaula, en una estación llena de gente común. Detrás, estaban tía Petunia y Dudley, con aire aterrorizado ante la sola presencia de Harry. —¡Usted debe de ser de la familia de Harry! —dijo la señora Weasley. —Por decirlo así —dijo tío Vernon—. Date prisa, muchacho, no tenemos todo el día. —Dio la vuelta para ir hacia la puerta. Harry esperó para despedirse de Ron y Hermione. —Nos veremos durante el verano, entonces. —Espero que… que tengas unas buenas vacaciones —dijo Hermione, mirando insegura a tío Vernon, impresionada de que alguien pudiera ser tan desagradable. —Oh, lo serán —dijo Harry, y sus amigos vieron, con sorpresa, la sonrisa burlona que se extendía por su cara—. Ellos no saben que no nos permiten utilizar magia en casa. Voy a divertirme mucho este verano con Dudley… Tras derrotar una vez más a lord Voldemort, su siniestro enemigo en Harry Potter y la piedra filosofal, Harry espera impaciente en casa de sus insoportables tíos el inicio del segundo curso del Colegio Hogwarts de Magia y hechicería. Sin embargo, la espera dura poco, pues un elfo aparece en su habitación y le advierte que una amenaza mortal se cierne sobre la escuela. Así pues, Harry no se lo piensa dos veces y, acompañado de Ron, su mejor amigo, se dirige a Hogwarts en un coche volador. Pero ¿puede un aprendiz de mago defender la escuela de los malvados que pretenden destruirla? Sin saber que alguien ha abierto la Cámara de los Secretos, dejando escapar una serie de monstruos peligrosos, Harry y sus amigos Ron y Hermione tendrán que enfrentarse con arañas gigantes, serpientes encantadas, fantasmas enfurecidos y, sobre todo, con la mismísima reencarnación de su más temible adversario. Para Séan P. F. Harris, guía en la escapada y amigo en los malos tiempos. CAPÍTULO UNO El peor cumpleaños N era la primera vez que en el número 4 de Privet Drive estallaba una discusión durante el desayuno. A primera hora de la mañana, había despertado al señor Vernon Dursley un sonoro ulular procedente del dormitorio de su sobrino Harry. —¡Es la tercera vez esta semana! —se quejó, sentado a la mesa—. ¡Si no puedes dominar a esa lechuza, tendrá que irse a otra parte! Harry intentó explicarse una vez más. —Es que se aburre. Está acostumbrada a dar una vuelta por ahí. Si pudiera dejarla salir aunque sólo fuera de noche… —¿Acaso tengo cara de idiota? —gruñó tío Vernon, con restos de huevo frito en el poblado bigote—. Ya sé lo que ocurriría si saliera la lechuza. Cambió una mirada sombría con su esposa, Petunia. Harry quería seguir discutiendo, pero un eructo estruendoso y prolongado de Dudley, el hijo de los Dursley, ahogó sus palabras. —¡Quiero más beicon! —Queda más en la sartén, ricura —dijo tía Petunia, volviendo los ojos a su robusto hijo—. Tenemos que alimentarte bien mientras podamos… No me gusta la pinta que tiene la comida del colegio… O —No digas tonterías, Petunia, yo nunca pasé hambre en Smeltings — dijo con énfasis tío Vernon—. Dudley come lo suficiente, ¿verdad que sí, hijo? Dudley, que estaba tan gordo que el trasero le colgaba por los lados de la silla, hizo una mueca y se volvió hacia Harry. —Pásame la sartén. —Se te han olvidado las palabras mágicas —repuso Harry de mal talante. El efecto que esta simple frase produjo en la familia fue increíble: Dudley ahogó un grito y se cayó de la silla con un batacazo que sacudió la cocina entera; la señora Dursley profirió un débil alarido y se tapó la boca con las manos, y el señor Dursley se puso de pie de un salto, con las venas de las sienes palpitándole. —¡Me refería a «por favor»! —dijo Harry inmediatamente—. No me refería a… —¿QUÉ TE TENGO DICHO —bramó el tío, rociando saliva por toda la mesa — ACERCA DE PRONUNCIAR LA PALABRA CON «M» EN ESTA CASA? —Pero yo… —¡CÓMO TE ATREVES A ASUSTAR A DUDLEY! —dijo furioso tío Vernon, golpeando la mesa con el puño. —Yo sólo… —¡TE LO ADVERTÍ! ¡BAJO ESTE TECHO NO TOLERARÉ NINGUNA MENCIÓN A TU ANORMALIDAD! Harry miró el rostro encarnado de su tío y la cara pálida de su tía, que trataba de levantar a Dudley del suelo. —De acuerdo —dijo Harry—, de acuerdo… Tío Vernon volvió a sentarse, resoplando como un rinoceronte al que le faltara el aire y vigilando estrechamente a Harry por el rabillo de sus ojos pequeños y penetrantes. Desde que Harry había vuelto a casa para pasar las vacaciones de verano, tío Vernon lo había tratado como si fuera una bomba que pudiera estallar en cualquier momento; porque Harry no era un muchacho normal. De hecho, no podía ser menos normal de lo que era. Harry Potter era un mago…, un mago que acababa de terminar el primer curso en el Colegio Hogwarts de Magia. Y si a los Dursley no les gustaba que Harry pasara con ellos las vacaciones, su desagrado no era nada comparado con el de su sobrino. Añoraba tanto Hogwarts que estar lejos de allí era como tener un dolor de estómago permanente. Añoraba el castillo, con sus pasadizos secretos y sus fantasmas; las clases (aunque quizá no a Snape, el profesor de Pociones); las lechuzas que llevaban el correo; los banquetes en el Gran Comedor; dormir en su cama con dosel en el dormitorio de la torre; visitar a Hagrid, el guardabosques, que vivía en una cabaña en las inmediaciones del bosque prohibido; y, sobre todo, añoraba el quidditch, el deporte más popular en el mundo mágico, que se jugaba con seis altos postes que hacían de porterías, cuatro balones voladores y catorce jugadores montados en escobas. En cuanto Harry llegó a la casa, tío Vernon le guardó en un baúl bajo llave, en la alacena que había bajo la escalera, todos sus libros de hechizos, la varita mágica, las túnicas, el caldero y la escoba de primerísima calidad, la Nimbus 2.000. ¿Qué les importaba a los Dursley si Harry perdía su puesto en el equipo de quidditch de Gryffindor por no haber practicado en todo el verano? ¿Qué más les daba a los Dursley si Harry volvía al colegio sin haber hecho los deberes? Los Dursley eran lo que los magos llamaban muggles, es decir, que no tenían ni una gota de sangre mágica en las venas, y para ellos tener un mago en la familia era algo completamente vergonzoso. Tío Vernon había incluso cerrado con candado la jaula de Hedwig, la lechuza de Harry, para que no pudiera llevar mensajes a nadie del mundo mágico. Harry no se parecía en nada al resto de la familia. Tío Vernon era corpulento, carecía de cuello y llevaba un gran bigote negro; tía Petunia tenía cara de caballo y era huesuda; Dudley era rubio, sonrosado y gordo. Harry, en cambio, era pequeño y flacucho, con ojos de un verde brillante y un pelo negro azabache siempre alborotado. Llevaba gafas redondas y en la frente tenía una delgada cicatriz en forma de rayo. Era esta cicatriz lo que convertía a Harry en alguien muy especial, incluso entre los magos. La cicatriz era el único vestigio del misterioso pasado de Harry y del motivo por el que lo habían dejado, hacía once años, en la puerta de los Dursley. A la edad de un año, Harry había sobrevivido milagrosamente a la maldición del hechicero tenebroso más importante de todos los tiempos, lord Voldemort, cuyo nombre muchos magos y brujas aún temían pronunciar. Los padres de Harry habían muerto en el ataque de Voldemort, pero Harry se había librado, quedándole la cicatriz en forma de rayo. Por alguna razón desconocida, Voldemort había perdido sus poderes en el mismo instante en que había fracasado en su intento de matar a Harry. De forma que Harry se había criado con sus tíos maternos. Había pasado diez años con ellos sin comprender por qué motivo sucedían cosas raras a su alrededor, sin que él hiciera nada, y creyendo la versión de los Dursley, que le habían dicho que la cicatriz era consecuencia del accidente de automóvil que se había llevado la vida de sus padres. Pero más adelante, hacía exactamente un año, Harry había recibido una carta de Hogwarts y así se había enterado de toda la verdad. Ocupó su plaza en el colegio de magia, donde tanto él como su cicatriz se hicieron famosos…; pero el curso escolar había acabado y él se encontraba otra vez pasando el verano con los Dursley, quienes lo trataban como a un perro que se hubiera revolcado en estiércol. Los Dursley ni siquiera se habían acordado de que aquel día Harry cumplía doce años. No es que él tuviera muchas esperanzas, porque nunca le habían hecho un regalo como Dios manda, y no digamos una tarta… Pero de ahí a olvidarse completamente… En aquel instante, tío Vernon se aclaró la garganta con afectación y dijo: —Bueno, como todos sabemos, hoy es un día muy importante. Harry levantó la mirada, incrédulo. —Puede que hoy sea el día en que cierre el trato más importante de toda mi vida profesional —dijo tío Vernon. Harry volvió a concentrar su atención en la tostada. Por supuesto, pensó con amargura, tío Vernon se refería a su estúpida cena. No había hablado de otra cosa en los últimos quince días. Un rico constructor y su esposa irían a cenar, y tío Vernon esperaba obtener un pedido descomunal. La empresa de tío Vernon fabricaba taladros. —Creo que deberíamos repasarlo todo otra vez —dijo tío Vernon—. Tendremos que estar en nuestros puestos a las ocho en punto. Petunia, ¿tú estarás…? —En el salón —respondió enseguida tía Petunia—, esperando para darles la bienvenida a nuestra casa. —Bien, bien. ¿Y Dudley? —Estaré esperando para abrir la puerta. —Dudley esbozó una sonrisa idiota—. ¿Me permiten sus abrigos, señor y señora Mason? —¡Les va a parecer adorable! —exclamó embelesada tía Petunia. —Excelente, Dudley —dijo tío Vernon. A continuación, se volvió hacia Harry—. ¿Y tú? —Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que estoy —dijo Harry, con voz inexpresiva. —Exacto —corroboró con crueldad tío Vernon—. Yo los haré pasar al salón, te los presentaré, Petunia, y les serviré algo de beber. A las ocho quince… —Anunciaré que está lista la cena —dijo tía Petunia—. Y tú, Dudley, dirás… —¿Me permite acompañarla al comedor, señora Mason? —dijo Dudley, ofreciendo su grueso brazo a una mujer invisible. —¡Mi caballerito ideal! —suspiró tía Petunia. —¿Y tú? —preguntó tío Vernon a Harry con brutalidad. —Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que estoy —recitó Harry. —Exacto. Bien, tendríamos que tener preparados algunos cumplidos para la cena. Petunia, ¿sugieres alguno? —Vernon me ha asegurado que es usted un jugador de golf excelente, señor Mason… Dígame dónde ha comprado ese vestido, señora Mason… —Perfecto… ¿Dudley? —¿Qué tal: «En el colegio nos han mandado escribir una redacción sobre nuestro héroe preferido, señor Mason, y yo la he hecho sobre usted»? Esto fue más de lo que tía Petunia y Harry podían soportar. Tía Petunia rompió a llorar de la emoción y abrazó a su hijo, mientras Harry escondía la cabeza debajo de la mesa para que no lo vieran reírse. —¿Y tú, niño? Al enderezarse, Harry hizo un esfuerzo por mantener serio el semblante. —Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que estoy —repitió. —Eso espero —dijo el tío duramente—. Los Mason no saben nada de tu existencia y seguirán sin saber nada. Al terminar la cena, tú, Petunia, volverás al salón con la señora Mason para tomar el café y yo abordaré el tema de los taladros. Con un poco de suerte, cerraremos el trato, y el contrato estará firmado antes del telediario de las diez. Y mañana mismo nos iremos a comprar un apartamento en Mallorca. A Harry aquello no le emocionaba mucho. No creía que los Dursley fueran a quererlo más en Mallorca que en Privet Drive. —Bien…, voy a ir a la ciudad a recoger los esmóquines para Dudley y para mí. Y tú —gruñó a Harry—, manténte fuera de la vista de tu tía mientras limpia. Harry salió por la puerta de atrás. Era un día radiante, soleado. Cruzó el césped, se dejó caer en el banco del jardín y canturreó entre dientes: «Cumpleaños feliz…, cumpleaños feliz…, me deseo yo mismo…» No había recibido postales ni regalos, y tendría que pasarse la noche fingiendo que no existía. Abatido, fijó la vista en el seto. Nunca se había sentido tan solo. Antes que ninguna otra cosa de Hogwarts, antes incluso que jugar al quidditch, lo que de verdad echaba de menos era a sus mejores amigos, Ron Weasley y Hermione Granger. Pero ellos no parecían acordarse de él. Ninguno de los dos le había escrito en todo el verano, a pesar de que Ron le había dicho que lo invitaría a pasar unos días en su casa. Un montón de veces había estado a punto de emplear la magia para abrir la jaula de Hedwig y enviarla a Ron y a Hermione con una carta, pero no valía la pena correr el riesgo. A los magos menores de edad no les estaba permitido emplear la magia fuera del colegio. Harry no se lo había dicho a los Dursley; sabía que la única razón por la que no lo encerraban en la alacena debajo de la escalera junto con su varita mágica y su escoba voladora era porque temían que él pudiera convertirlos en escarabajos. Durante las dos primeras semanas, Harry se había divertido murmurando entre dientes palabras sin sentido y viendo cómo Dudley escapaba de la habitación todo lo deprisa que le permitían sus gordas piernas. Pero el prolongado silencio de Ron y Hermione le había hecho sentirse tan apartado del mundo mágico, que incluso el burlarse de Dudley había perdido la gracia…, y ahora Ron y Hermione se habían olvidado de su cumpleaños. ¡Lo que habría dado en aquel momento por recibir un mensaje de Hogwarts, de un mago o una bruja! Casi le habría alegrado ver a su mortal enemigo, Draco Malfoy, para convencerse de que aquello no había sido solamente un sueño… Aunque no todo el curso en Hogwarts resultó divertido. Al final del último trimestre, Harry se había enfrentado cara a cara nada menos que con el mismísimo lord Voldemort. Aun cuando no fuera más que una sombra de lo que había sido en otro tiempo, Voldemort seguía resultando terrorífico, era astuto y estaba decidido a recuperar el poder perdido. Por segunda vez, Harry había logrado escapar de las garras de Voldemort, pero por los pelos, y aún ahora, semanas más tarde, continuaba despertándose en mitad de la noche, empapado en un sudor frío, preguntándose dónde estaría Voldemort, recordando su rostro lívido, sus ojos muy abiertos, furiosos… De pronto, Harry se irguió en el banco del jardín. Se había quedado ensimismado mirando el seto… y el seto le devolvía la mirada. Entre las hojas habían aparecido dos grandes ojos verdes. Una voz burlona resonó detrás de él en el jardín y Harry se puso de pie de un salto. —Sé qué día es hoy —canturreó Dudley, acercándosele con andares de pato. Los ojos grandes se cerraron y desaparecieron. —¿Qué? —preguntó Harry, sin apartar la vista del lugar por donde habían desaparecido. —Sé qué día es hoy —repitió Dudley a su lado. —Enhorabuena —respondió Harry—. ¡Por fin has aprendido los días de la semana! —Hoy es tu cumpleaños —dijo con sorna—. ¿Cómo es que no has recibido postales de felicitación? ¿Ni siquiera en aquel monstruoso lugar has hecho amigos? —Procura que tu mamá no te oiga hablar sobre mi colegio —contestó Harry con frialdad. Dudley se subió los pantalones, que no se le sostenían en la ancha cintura. —¿Por qué miras el seto? —preguntó con recelo. —Estoy pensando cuál sería el mejor conjuro para prenderle fuego — dijo Harry. Al oírlo, Dudley trastabilló hacia atrás y el pánico se reflejó en su cara gordita. —No…, no puedes… Papá dijo que no harías ma-magia… Ha dicho que te echará de casa…, y no tienes otro sitio donde ir…, no tienes amigos con los que quedarte… —¡Abracadabra! —dijo Harry con voz enérgica—. ¡Pata de cabra! ¡Patatum, patatam! —¡Mamaaaaaaá! —vociferó Dudley, dando traspiés al salir a toda pastilla hacia la casa—, ¡mamaaaaaaá! ¡Harry está haciendo lo que tú sabes! Harry pagó caro aquel instante de diversión. Como Dudley y el seto estaban intactos, tía Petunia sabía que Harry no había hecho magia en realidad, pero aun así intentó pegarle en la cabeza con la sartén que tenía a medio enjabonar y Harry tuvo que esquivar el golpe. Luego le dio tareas que hacer, asegurándole que no comería hasta que hubiera acabado. Mientras Dudley no hacía otra cosa que mirarlo y comer helados, Harry limpió las ventanas, lavó el coche, cortó el césped, recortó los arriates, podó y regó los rosales y dio una capa de pintura al banco del jardín. El sol ardiente le abrasaba la nuca. Harry sabía que no tenía que haber picado el anzuelo de Dudley, pero éste le había dicho exactamente lo mismo que él estaba pensando…, que quizá tampoco en Hogwarts tuviera amigos. «Tendrían que ver ahora al famoso Harry Potter», pensaba sin compasión, echando abono a los arriates, con la espalda dolorida y el sudor goteándole por la cara. Eran las siete de la tarde cuando finalmente, exhausto, oyó que lo llamaba tía Petunia. —¡Entra! ¡Y pisa sobre los periódicos! Fue un alivio para Harry entrar en la sombra de la reluciente cocina. Encima del frigorífico estaba el pudín de la cena: un montículo de nata montada con violetas de azúcar. Una pieza de cerdo asado chisporroteaba en el horno. —¡Come deprisa! ¡Los Mason no tardarán! —le dijo con brusquedad tía Petunia, señalando dos rebanadas de pan y un pedazo de queso que había en la mesa. Ella ya llevaba puesto el vestido de noche de color salmón. Harry se lavó las manos y engulló su miserable cena. No bien hubo terminado, tía Petunia le quitó el plato. —¡Arriba! ¡Deprisa! Al cruzar la puerta de la sala de estar, Harry vio a su tío Vernon y a Dudley con esmoquin y pajarita. Acababa de llegar al rellano superior cuando sonó el timbre de la puerta y al pie de la escalera apareció la cara furiosa de tío Vernon. —Recuerda, muchacho: un solo ruido y… Harry entró de puntillas en su dormitorio, cerró la puerta y se echó en la cama. El problema era que ya había alguien sentado en ella. CAPÍTULO 2 La advertencia de Dobby H no gritó, pero estuvo a punto. La pequeña criatura que yacía en la cama tenía unas grandes orejas, parecidas a las de un murciélago, y unos ojos verdes y saltones del tamaño de pelotas de tenis. En aquel mismo instante, Harry tuvo la certeza de que aquella cosa era lo que le había estado vigilando por la mañana desde el seto del jardín. La criatura y él se quedaron mirando uno al otro, y Harry oyó la voz de Dudley proveniente del recibidor. —¿Me permiten sus abrigos, señor y señora Mason? Aquel pequeño ser se levantó de la cama e hizo una reverencia tan profunda que tocó la alfombra con la punta de su larga y afilada nariz. Harry se dio cuenta de que iba vestido con lo que parecía un almohadón viejo con agujeros para sacar los brazos y las piernas. —Esto…, hola —saludó Harry, azorado. ARRY —Harry Potter —dijo la criatura con una voz tan aguda que Harry estaba seguro de que se había oído en el piso de abajo—, hace mucho tiempo que Dobby quería conocerle, señor… Es un gran honor… —Gra-gracias —respondió Harry, que avanzando pegado a la pared alcanzó la silla del escritorio y se sentó. A su lado estaba Hedwig, dormida en su gran jaula. Quiso preguntarle «¿Qué es usted?», pero pensó que sonaría demasiado grosero, así que dijo: —¿Quién es usted? —Dobby, señor. Dobby a secas. Dobby, el elfo doméstico —contestó la criatura. —¿De verdad? —dijo Harry—. Bueno, no quisiera ser descortés, pero no me conviene precisamente ahora recibir en mi dormitorio a un elfo doméstico. De la sala de estar llegaban las risitas falsas de tía Petunia. El elfo bajó la cabeza. —Estoy encantado de conocerlo —se apresuró a añadir Harry—. Pero, en fin, ¿ha venido por algún motivo en especial? —Sí, señor —contestó Dobby con franqueza—. Dobby ha venido a decirle, señor…, no es fácil, señor… Dobby se pregunta por dónde empezar… —Siéntese —dijo Harry educadamente, señalando la cama. Para consternación suya, el elfo rompió a llorar, y además, ruidosamente. —¡Sen-sentarme! —gimió—. Nunca, nunca en mi vida… A Harry le pareció oír que en el piso de abajo hablaban entrecortadamente. —Lo siento —murmuró—, no quise ofenderle. —¡Ofender a Dobby! —repuso el elfo con voz disgustada—. A Dobby ningún mago le había pedido nunca que se sentara…, como si fuera un igual. Harry, procurando hacer «¡chss!» sin dejar de parecer hospitalario, indicó a Dobby un lugar en la cama, y el elfo se sentó hipando. Parecía un muñeco grande y muy feo. Por fin consiguió reprimirse y se quedó con los ojos fijos en Harry, mirándole con devoción. —Se ve que no ha conocido a muchos magos educados —dijo Harry, intentando animarle. Dobby negó con la cabeza. A continuación, sin previo aviso, se levantó y se puso a darse golpes con la cabeza contra la ventana, gritando: «¡Dobby malo! ¡Dobby malo!» —No…, ¿qué está haciendo? —Harry dio un bufido, se acercó al elfo de un salto y tiró de él hasta devolverlo a la cama. Hedwig se acababa de despertar dando un fortísimo chillido y se puso a batir las alas furiosamente contra las barras de la jaula. —Dobby tenía que castigarse, señor —explicó el elfo, que se había quedado un poco bizco—. Dobby ha estado a punto de hablar mal de su familia, señor. —¿Su familia? —La familia de magos a la que sirve Dobby, señor. Dobby es un elfo doméstico, destinado a servir en una casa y a una familia para siempre. —¿Y saben que está aquí? —preguntó Harry con curiosidad. Dobby se estremeció. —No, no, señor, no… Dobby tendría que castigarse muy severamente por haber venido a verle, señor. Tendría que pillarse las orejas en la puerta del horno, si llegaran a enterarse. —Pero ¿no advertirán que se ha pillado las orejas en la puerta del horno? —Dobby lo duda, señor. Dobby siempre se está castigando por algún motivo, señor. Lo dejan de mi cuenta, señor. A veces me recuerdan que tengo que someterme a algún castigo adicional. —Pero ¿por qué no los abandona? ¿Por qué no huye? —Un elfo doméstico sólo puede ser libertado por su familia, señor. Y la familia nunca pondrá en libertad a Dobby… Dobby servirá a la familia hasta el día que muera, señor. Harry lo miró fijamente. —Y yo que me consideraba desgraciado por tener que pasar otras cuatro semanas aquí —dijo—. Lo que me cuenta hace que los Dursley parezcan incluso humanos. ¿Y nadie puede ayudarle? ¿Puedo hacer algo? Casi al instante, Harry deseó no haber dicho nada. Dobby se deshizo de nuevo en gemidos de gratitud. —Por favor —susurró Harry desesperado—, por favor, no haga ruido. Si los Dursley le oyen, si se enteran de que está usted aquí… —Harry Potter pregunta si puede ayudar a Dobby… Dobby estaba al tanto de su grandeza, señor, pero no conocía su bondad… Harry, consciente de que se estaba ruborizando, dijo: —Sea lo que fuere lo que ha oído sobre mi grandeza, no son más que mentiras. Ni siquiera soy el primero de la clase en Hogwarts, es Hermione, ella… Pero se detuvo enseguida, porque le dolía pensar en Hermione. —Harry Potter es humilde y modesto —dijo Dobby, respetuoso. Le resplandecían los ojos grandes y redondos—. Harry Potter no habla de su triunfo sobre El-que-no-debe-ser-nombrado. —¿Voldemort? —preguntó Harry. Dobby se tapó los oídos con las manos y gimió: —¡Señor, no pronuncie ese nombre! ¡No pronuncie ese nombre! —¡Perdón! —se apresuró a decir—. Sé de muchísima gente a la que no le gusta que se diga…, mi amigo Ron… Se detuvo. También era doloroso pensar en Ron. Dobby se inclinó hacia Harry, con los ojos tan abiertos como faros. —Dobby ha oído —dijo con voz quebrada— que Harry Potter tuvo un segundo encuentro con el Señor Tenebroso, hace sólo unas semanas…, y que Harry Potter escapó nuevamente. Harry asintió con la cabeza, y a Dobby se le llenaron los ojos de lágrimas. —¡Ay, señor! —exclamó, frotándose la cara con una punta del sucio almohadón que llevaba puesto—. ¡Harry Potter es valiente y arrojado! ¡Ha afrontado ya muchos peligros! Pero Dobby ha venido a proteger a Harry Potter, a advertirle, aunque más tarde tenga que pillarse las orejas en la puerta del horno, de que Harry Potter no debe regresar a Hogwarts. Hubo un silencio, sólo roto por el tintineo de tenedores y cuchillos que venía del piso inferior, y el distante rumor de la voz de tío Vernon. —¿Que-qué? —tartamudeó Harry—. Pero si tengo que regresar; el curso empieza el 1 de septiembre. Eso es lo único que me ilusiona. Usted no sabe lo que es vivir aquí. Yo no pertenezco a esta casa, pertenezco al mundo de Hogwarts. —No, no, no —chilló Dobby, sacudiendo la cabeza con tanta fuerza que se daba golpes con las orejas—. Harry Potter debe estar donde no peligre su seguridad. Es demasiado importante, demasiado bueno, para que lo perdamos. Si Harry Potter vuelve a Hogwarts, estará en peligro mortal. —¿Por qué? —preguntó Harry sorprendido. —Hay una conspiración, Harry Potter. Una conspiración para hacer que este año sucedan las cosas más terribles en el Colegio Hogwarts de Magia —susurró Dobby, sintiendo un temblor repentino por todo el cuerpo—. Hace meses que Dobby lo sabe, señor. Harry Potter no debe exponerse al peligro: ¡es demasiado importante, señor! —¿Qué cosas terribles? —preguntó inmediatamente Harry—. ¿Quién las está tramando? Dobby hizo un extraño ruido ahogado y acto seguido se empezó a golpear la cabeza furiosamente contra la pared. —¡Está bien! —gritó Harry, sujetando al elfo del brazo para detenerlo —. No puede decirlo, lo comprendo. Pero ¿por qué ha venido usted a avisarme? —Un pensamiento repentino y desagradable lo sacudió—. ¡Un momento! Esto no tiene nada que ver con Vol…, perdón, con Quien-ustedsabe, ¿verdad? Basta con que asiente o niegue con la cabeza —añadió apresuradamente, porque Dobby ya se disponía a golpearse de nuevo contra la pared. Dobby movió lentamente la cabeza de lado a lado. —No, no se trata de Aquel-que-no-debe-ser-nombrado, señor. Pero Dobby tenía los ojos muy abiertos y parecía que trataba de darle una pista. Harry, sin embargo, estaba completamente desorientado. —Él no tiene hermanos, ¿verdad? Dobby negó con la cabeza, con los ojos más abiertos que nunca. —Bueno, siendo así, no puedo imaginar quién más podría provocar que en Hogwarts sucedieran cosas terribles —dijo Harry—. Quiero decir que, además, allí está Dumbledore. ¿Sabe usted quién es Dumbledore? Dobby hizo una inclinación con la cabeza. —Albus Dumbledore es el mejor director que ha tenido Hogwarts. Dobby lo sabe, señor. Dobby ha oído que los poderes de Dumbledore rivalizan con los de Aquel-que-no-debe-ser-nombrado. Pero, señor —la voz de Dobby se transformó en un apresurado susurro—, hay poderes que Dumbledore no…, poderes que ningún mago honesto… Y antes de que Harry pudiera detenerlo, Dobby saltó de la cama, cogió la lámpara de la mesa de Harry y empezó a golpearse con ella en la cabeza lanzando unos alaridos que destrozaban los tímpanos. En el piso inferior se hizo un silencio repentino. Dos segundos después, Harry, con el corazón palpitándole frenéticamente, oyó que tío Vernon se acercaba, explicando en voz alta: —¡Dudley debe de haberse dejado otra vez el televisor encendido, el muy tunante! —¡Rápido! ¡En el ropero! —dijo Harry, empujando a Dobby, cerrando la puerta y echándose en la cama en el preciso instante en que giraba el pomo de la puerta. —¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó tío Vernon rechinando los dientes, su cara espantosamente cerca de la de Harry—. Acabas de arruinar el final de mi chiste sobre el jugador japonés de golf… ¡Un ruido más, y desearás no haber nacido, mocoso! Tío Vernon salió de la habitación pisando fuerte con sus pies planos. Harry, temblando, abrió la puerta del armario y dejó salir a Dobby. —¿Se da cuenta de lo que es vivir aquí? —le dijo—. ¿Ve por qué debo volver a Hogwarts? Es el único lugar donde tengo…, bueno, donde creo que tengo amigos. —¿Amigos que ni siquiera escriben a Harry Potter? —preguntó maliciosamente. —Supongo que habrán estado… ¡Un momento! —dijo Harry, frunciendo el entrecejo—. ¿Cómo sabe usted que mis amigos no me han escrito? Dobby cambió los pies de posición. —Harry Potter no debe enfadarse con Dobby. Dobby pensó que era lo mejor… —¿Ha interceptado usted mis cartas? —Dobby las tiene aquí, señor —dijo el elfo, y escapando ágilmente del alcance de Harry, extrajo un grueso fajo de sobres del almohadón que llevaba puesto. Harry pudo distinguir la esmerada caligrafía de Hermione, los irregulares trazos de Ron, y hasta un garabato que parecía salido de la mano de Hagrid, el guardabosques de Hogwarts. Dobby, inquieto, miró a Harry y parpadeó. —Harry Potter no debe enfadarse… Dobby pensaba… que si Harry Potter creía que sus amigos lo habían olvidado… Harry Potter no querría volver al colegio, señor. Harry no escuchaba. Se abalanzó sobre las cartas, pero Dobby lo esquivó. —Harry Potter las tendrá, señor, si le da a Dobby su palabra de que no volverá a Hogwarts. ¡Señor, es un riesgo que no debe afrontar! ¡Dígame que no irá, señor! —¡Iré! —dijo Harry enojado—. ¡Déme las cartas de mis amigos! —Entonces, Harry Potter no le deja a Dobby otra opción —dijo apenado el elfo. Antes de que Harry pudiera hacer algún movimiento, Dobby se había lanzado como una flecha hacia la puerta del dormitorio, la había abierto y había bajado las escaleras corriendo. Con la boca seca y el corazón en un puño, Harry salió detrás de él, intentando no hacer ruido. Saltó los últimos seis escalones, cayó como un gato sobre la alfombra del recibidor y buscó a Dobby. Del comedor venía la voz de tío Vernon que decía: —… señor Mason, cuéntele a Petunia aquella divertida anécdota de los fontaneros americanos, se muere de ganas de oírla… Harry cruzó el vestíbulo, y al llegar a la cocina, sintió que se le venía el mundo encima. El pudín magistral de tía Petunia, el montículo de nata y violetas de azúcar, flotaba cerca del techo. Dobby estaba en cuclillas sobre el armario que había en un rincón. —No —rogó Harry con voz ronca—. Se lo ruego…, me matarán… —Harry Potter debe prometer que no irá al colegio. —Dobby…, por favor… —Dígalo, señor… —¡No puedo! —Entonces Dobby tendrá que hacerlo, señor, por el bien de Harry Potter. El pudín cayó al suelo con un estrépito capaz de provocar un infarto. El plato se hizo añicos y la nata salpicó ventanas y paredes. Dando un chasquido como el de un látigo, Dobby desapareció. Del comedor llegaron unos alaridos y tío Vernon entró de sopetón en la cocina y halló a Harry paralizado por el susto y cubierto de la cabeza a los pies con los restos del pudín de tía Petunia. Al principio le pareció que tío Vernon aún podría disimular el desastre («nuestro sobrino, ya ven…, está muy mal…, se altera al ver a desconocidos, así que lo tenemos en el piso de arriba…»). Llevó a los impresionados Mason de nuevo al comedor, prometió a Harry que, en cuanto se fueran, lo desollaría vivo, y le puso una fregona en las manos. Tía Petunia sacó helado del congelador y Harry, todavía temblando, se puso a fregar la cocina. Tío Vernon podría haberlo solucionado de esta manera, si no hubiera sido por la lechuza. En el preciso instante en que tía Petunia estaba ofreciendo a sus invitados unos bombones de menta, una lechuza penetró por la ventana del comedor, dejó caer una carta sobre la cabeza de la señora Mason y volvió a salir. La señora Mason gritó como una histérica y huyó de la casa exclamando algo sobre los locos. El señor Mason se quedó sólo lo suficiente para explicarles a los Dursley que su mujer tenía pánico a los pájaros de cualquier tipo y tamaño, y para preguntarles si aquélla era su forma de gastar bromas. Harry estaba en la cocina, agarrado a la fregona para no caerse, cuando tío Vernon avanzó hacia él con un destello demoníaco en sus ojos diminutos. —¡Léela! —dijo hecho una furia y blandiendo la carta que había dejado la lechuza—. ¡Vamos, léela! Harry la cogió. No se trataba de ninguna felicitación por su cumpleaños. Estimado Señor Potter: Hemos recibido la información de que un encantamiento planeador ha sido usado en su lugar de residencia esta misma noche a las nueve y doce minutos. Como usted sabe, a los magos menores de edad no se les permite realizar conjuros fuera del recinto escolar, y reincidir en el uso de la magia podría acarrearle la expulsión del colegio (Decreto para la moderada limitación de la brujería en menores de edad, 1875, artículo tercero). Asimismo le recordamos que se considera falta grave realizar cualquier actividad mágica que entrañe un riesgo de ser advertida por miembros de la comunidad no mágica o muggles (Sección decimotercera de la Confederación Internacional del Estatuto del Secreto de los Brujos). ¡Que disfrute de unas buenas vacaciones! Afectuosamente, Mafalda Hopkirk Oficina Contra el Uso Indebido de la Magia Ministerio de Magia Harry levantó la vista de la carta y tragó saliva. —No nos habías dicho que no se te permitía hacer magia fuera del colegio —dijo tío Vernon, con una chispa de rabia en los ojos—. Olvidaste mencionarlo… Un grave descuido, me atrevería a decir… Se echaba por momentos encima de Harry como un gran buldog, enseñando los dientes. —Bueno, muchacho, ¿sabes qué te digo? Te voy a encerrar… Nunca regresarás a ese colegio… Nunca… Y si utilizas la magia para escaparte, ¡te expulsarán! Y, riéndose como un loco, lo arrastró escaleras arriba. Tío Vernon fue tan duro con Harry como había prometido. A la mañana siguiente, mandó poner una reja en la ventana de su dormitorio e hizo una gatera en la puerta para pasarle tres veces al día una mísera cantidad de comida. Sólo lo dejaban salir por la mañana y por la noche para ir al baño. Aparte de eso, permanecía encerrado en su habitación las veinticuatro horas del día. Al cabo de tres días, no había indicios de que los Dursley se hubieran apiadado de él, y Harry no encontraba la manera de escapar de su situación. Pasaba el tiempo tumbado en la cama, viendo ponerse el sol tras la reja de la ventana y preguntándose entristecido qué sería de él. ¿De qué le serviría utilizar sus poderes mágicos para escapar de la habitación, si luego lo expulsaban de Hogwarts por hacerlo? Por otro lado, la vida en Privet Drive nunca había sido tan penosa. Ahora que los Dursley sabían que no se iban a despertar por la mañana convertidos en murciélagos, había perdido su única defensa. Tal vez Dobby lo había salvado de los horribles sucesos que tendrían lugar en Hogwarts, pero tal como estaban las cosas, lo más probable era que muriese de inanición. Se abrió la gatera y apareció la mano de tía Petunia, que introdujo en la habitación un cuenco de sopa de lata. Harry, a quien las tripas le dolían de hambre, saltó de la cama y se abalanzó sobre el cuenco. La sopa estaba completamente fría, pero se bebió la mitad de un trago. Luego se fue hasta la jaula de Hedwig y le puso en el comedero vacío los trozos de verdura embebidos del caldo que quedaban en el fondo del cuenco. La lechuza erizó las plumas y lo miró con expresión de asco intenso. —No debes despreciarlo, es todo lo que tenemos —dijo Harry con tristeza. Volvió a dejar el cuenco vacío en el suelo, junto a la gatera, y se echó otra vez en la cama, casi con más hambre que la que tenía antes de tomarse la sopa. Suponiendo que siguiera vivo cuatro semanas más tarde, ¿qué sucedería si no se presentaba en Hogwarts? ¿Enviarían a alguien a averiguar por qué no había vuelto? ¿Podrían conseguir que los Dursley lo dejaran ir? La habitación estaba cada vez más oscura. Exhausto, con las tripas rugiéndole y el cerebro dando vueltas a aquellas preguntas sin respuesta, Harry concilió un sueño agitado. Soñó que lo exhibían en un zoo, dentro de una jaula con un letrero que decía «Mago menor de edad». Por entre los barrotes, la gente lo miraba con ojos asombrados mientras él yacía, débil y hambriento, sobre un jergón. Entre la multitud veía el rostro de Dobby y le pedía ayuda a voces, pero Dobby se excusaba diciendo: «Harry Potter está seguro en este lugar, señor», y desaparecía. Luego llegaban los Dursley, y Dudley repiqueteaba los barrotes de la jaula, riéndose de él. —¡Para! —dijo Harry, sintiendo el golpeteo en su dolorida cabeza—. Déjame en paz… Basta ya…, estoy intentando dormir… Abrió los ojos. La luz de la luna brillaba por entre los barrotes de la ventana. Y alguien, con los ojos muy abiertos, lo miraba tras la reja: alguien con la cara llena de pecas, el pelo cobrizo y la nariz larga. Ron Weasley estaba afuera en la ventana. CAPÍTULO 3 La Madriguera ! —exclamó Harry, encaramándose a la ventana y abriéndola para ¡R poder hablar con él a través de la reja—. Ron, ¿cómo has logrado…? ON ¿Qué…? Harry se quedó boquiabierto al darse cuenta de lo que veía. Ron sacaba la cabeza por la ventanilla trasera de un viejo coche de color azul turquesa que estaba detenido ¡ni más ni menos que en el aire! Sonriendo a Harry desde los asientos delanteros, estaban Fred y George, los hermanos gemelos de Ron, que eran mayores que él. —¿Todo bien, Harry? —¿Qué ha pasado? —preguntó Ron—. ¿Por qué no has contestado a mis cartas? Te he pedido unas doce veces que vinieras a mi casa a pasar unos días, y luego mi padre vino un día diciendo que te habían enviado un apercibimiento oficial por utilizar la magia delante de los muggles. —No fui yo. Pero ¿cómo se enteró? —Trabaja en el Ministerio —contestó Ron—. Sabes que no podemos hacer ningún conjuro fuera del colegio. —¡Tiene gracia que tú me lo digas! —repuso Harry, echando un vistazo al coche flotante. —¡Esto no cuenta! —explicó Ron—. Sólo lo hemos cogido prestado. Es de mi padre, nosotros no lo hemos encantado. Pero hacer magia delante de esos muggles con los que vives… —No he sido yo, ya te lo he dicho…, pero es demasiado largo para explicarlo ahora. Mira, puedes decir en Hogwarts que los Dursley me tienen encerrado y que no podré volver al colegio, y está claro que no puedo utilizar la magia para escapar de aquí, porque el ministro pensaría que es la segunda vez que utilizo conjuros en tres días, de forma que… —Deja de decir tonterías —dijo Ron—. Hemos venido para llevarte a casa con nosotros. —Pero tampoco vosotros podéis utilizar la magia para sacarme… —No la necesitamos —repuso Ron, señalando con la cabeza hacia los asientos delanteros y sonriendo—. Recuerda a quién he traído conmigo. —Ata esto a la reja —dijo Fred, arrojándole un cabo de cuerda. —Si los Dursley se despiertan, me matan —comentó Harry, atando la soga a uno de los barrotes. Fred aceleró el coche. —No te preocupes —dijo Fred— y apártate. Harry se retiró al fondo de la habitación, donde estaba Hedwig, que parecía haber comprendido que la situación era delicada y se mantenía inmóvil y en silencio. El coche aceleró más y más, y de pronto, con un sonoro crujido, la reja se desprendió limpiamente de la ventana mientras el coche salía volando hacia el cielo. Harry corrió a la ventana y vio que la reja había quedado colgando a sólo un metro del suelo. Entonces Ron fue recogiendo la cuerda hasta que tuvo la reja dentro del coche. Harry escuchó preocupado, pero no oyó ningún sonido que proviniera del dormitorio de los Dursley. Después de que Ron dejara la reja en el asiento trasero, a su lado, Fred dio marcha atrás para acercarse tanto como pudo a la ventana de Harry. —Entra —dijo Ron. —Pero todas mis cosas de Hogwarts… Mi varita mágica, mi escoba… —¿Dónde están? —Guardadas bajo llave en la alacena de debajo de las escaleras. Y yo no puedo salir de la habitación. —No te preocupes —dijo George desde el asiento del acompañante—. Quítate de ahí, Harry. Fred y George entraron en la habitación de Harry trepando con cuidado por la ventana. «Hay que reconocer que lo hacen muy bien», pensó Harry cuando George se sacó del bolsillo una horquilla del pelo para forzar la cerradura. —Muchos magos creen que es una pérdida de tiempo aprender estos trucos muggles —observó Fred—, pero nosotros opinamos que vale la pena adquirir estas habilidades, aunque sean un poco lentas. Se oyó un ligero «clic» y la puerta se abrió. —Bueno, nosotros bajaremos a buscar tus cosas. Recoge todo lo que necesites de tu habitación y ve dándoselo a Ron por la ventana —susurró George. —Tened cuidado con el último escalón, porque cruje —les susurró Harry mientras los gemelos se internaban en la oscuridad. Harry fue cogiendo sus cosas de la habitación y se las pasaba a Ron a través de la ventana. Luego ayudó a Fred y a George a subir el baúl por las escaleras. Oyó toser al tío Vernon. Una vez en el rellano, llevaron el baúl a través de la habitación de Harry hasta la ventana abierta. Fred pasó al coche para ayudar a Ron a subir el baúl, mientras Harry y George lo empujaban desde la habitación. Centímetro a centímetro, el baúl fue deslizándose por la ventana. Tío Vernon volvió a toser. —Un poco más —dijo jadeando Fred, que desde el coche tiraba del baúl —, empujad con fuerza… Harry y George empujaron con los hombros, y el baúl terminó de pasar de la ventana al asiento trasero del coche. —Estupendo, vámonos —dijo George en voz baja. Pero al subir al alféizar de la ventana, Harry oyó un potente chillido detrás de él, seguido por la atronadora voz de tío Vernon. —¡ESA MALDITA LECHUZA! —¡Me olvidaba de Hedwig! Harry cruzó a toda velocidad la habitación al tiempo que se encendía la luz del rellano. Cogió la jaula de Hedwig, volvió velozmente a la ventana, y se la pasó a Ron. Harry estaba subiendo al alféizar cuando tío Vernon aporreó la puerta, y ésta se abrió de par en par. Durante una fracción de segundo, tío Vernon se quedó inmóvil en la puerta; luego soltó un mugido como el de un toro furioso y, abalanzándose sobre Harry, lo agarró por un tobillo. Ron, Fred y George lo asieron a su vez por los brazos, y tiraban de él todo lo que podían. —¡Petunia! —bramó tío Vernon—. ¡Se escapa! ¡SE ESCAPA! Pero los Weasley tiraron con más fuerza, y el tío Vernon tuvo que soltar la pierna de Harry. Tan pronto como éste se encontró dentro del coche y hubo cerrado la puerta con un portazo, gritó Ron: —¡Fred, aprieta el acelerador! Y el coche salió disparado en dirección a la luna. Harry no podía creérselo: estaba libre. Bajó la ventanilla y, con el aire azotándole los cabellos, volvió la vista para ver alejarse los tejados de Privet Drive. Tío Vernon, tía Petunia y Dudley estaban asomados a la ventana de Harry, alucinados. —¡Hasta el próximo verano! —gritó Harry. Los Weasley se rieron a carcajadas, y Harry se recostó en el asiento, con una sonrisa de oreja a oreja. —Suelta a Hedwig —dijo a Ron— y que nos siga volando. Lleva un montón de tiempo sin poder estirar las alas. George le pasó la horquilla a Ron y, en un instante, Hedwig salía alborozada por la ventanilla y se quedaba planeando al lado del coche, como un fantasma. —Entonces, Harry, ¿por qué…? —preguntó Ron impaciente—. ¿Qué es lo que ha ocurrido? Harry les explicó lo de Dobby, la advertencia que le había hecho y el desastre del pudín de violetas. Cuando terminó, hubo un silencio prolongado. —Muy sospechoso —dijo finalmente Fred. —Me huele mal —corroboró George—. ¿Así que ni siquiera te dijo quién estaba detrás de todo? —Creo que no podía —dijo Harry—, ya os he dicho que cada vez que estaba a punto de irse de la lengua, empezaba a darse golpes contra la pared. Vio que Fred y George se miraban. —¿Creéis que me estaba mintiendo? —preguntó Harry. —Bueno —repuso Fred—, tengamos en cuenta que los elfos domésticos tienen mucho poder mágico, pero normalmente no lo pueden utilizar sin el permiso de sus amos. Me da la impresión de que enviaron al viejo Dobby para impedirte que regresaras a Hogwarts. Una especie de broma. ¿Hay alguien en el colegio que tenga algo contra ti? —Sí —respondieron Ron y Harry al unísono. —Draco Malfoy —dijo Harry—. Me odia. —¿Draco Malfoy? —dijo George, volviéndose—. ¿No es el hijo de Lucius Malfoy? —Supongo que sí, porque no es un apellido muy común —contestó Harry—. ¿Por qué lo preguntas? —He oído a mi padre hablar mucho de él —dijo George—. Fue un destacado partidario de Quien-tú-sabes. —Y cuando desapareció Quien-tú-sabes —dijo Fred, estirando el cuello para hablar con Harry—, Lucius Malfoy regresó negándolo todo. Mentiras… Mi padre piensa que él pertenecía al círculo más próximo a Quien-tú-sabes. Harry ya había oído estos rumores sobre la familia de Malfoy, y no le habían sorprendido en absoluto. En comparación con Malfoy, Dudley Dursley era un muchacho bondadoso, amable y sensible. —No sé si los Malfoy poseerán un elfo —dijo Harry. —Bueno, sea quien sea, tiene que tratarse de una familia de magos de larga tradición, y tienen que ser ricos —observó Fred. —Sí, mamá siempre está diciendo que querría tener un elfo doméstico que le planchase la ropa —dijo George—. Pero lo único que tenemos es un espíritu asqueroso y malvado en el ático, y el jardín lleno de gnomos. Los elfos domésticos están en grandes casas solariegas y en castillos y lugares así, y no en casas como la nuestra. Harry estaba callado. A juzgar por el hecho de que Draco Malfoy tenía normalmente lo mejor de lo mejor, su familia debía de estar forrada de oro mágico. Podía imaginárselo dándose aires en una gran mansión. También parecía encajar con el tipo de cosas que Malfoy podría hacer, el enviar a un criado para que impidiera que Harry volviese a Hogwarts. ¿Había sido un estúpido al dar crédito a Dobby? —De cualquier manera, estoy muy contento de que hayamos podido rescatarte —dijo Ron—. Me estaba preocupando que no respondieras a mis cartas. Al principio le echaba la culpa a Errol… —¿Quién es Errol? —Nuestra lechuza macho. Pero está viejo. No sería la primera vez que le da un colapso al hacer una entrega. Así que intenté pedirle a Percy que me prestara a Hermes… —¿Quién? —La lechuza que nuestros padres compraron a Percy cuando lo nombraron prefecto —dijo Fred desde el asiento delantero. —Pero Percy no me la quiso dejar —añadió Ron—. Dijo que la necesitaba él. —Este verano, Percy se está comportando de forma muy rara —dijo George, frunciendo el entrecejo—. Ha estado enviando montones de cartas y pasando muchísimo tiempo encerrado en su habitación… No puede uno estar todo el día sacando brillo a la insignia de prefecto. Te estás desviando hacia el oeste, Fred —añadió, señalando un indicador en el salpicadero. Fred giró el volante. —¿Vuestro padre sabe que os habéis llevado el coche? —preguntó Harry, adivinando la respuesta. —Esto…, no —contestó Ron—, esta noche tenía que trabajar. Espero que podamos dejarlo en el garaje sin que nuestra madre se dé cuenta de que nos lo hemos llevado. —¿Qué hace vuestro padre en el Ministerio de Magia? —Trabaja en el departamento más aburrido —contestó Ron—: la Oficina Contra el Uso Indebido de Artefactos Muggles. —¿El qué? —Se trata de cosas que han sido fabricadas por los muggles pero que alguien las encanta, y que terminan de nuevo en una casa o una tienda muggle. Por ejemplo, el año pasado murió una bruja vieja, y vendieron su juego de té a un anticuario. Una mujer muggle lo compró, se lo llevó a su casa e intentó servir el té a sus amigos. Fue una pesadilla. Nuestro padre tuvo que trabajar horas extras durante varias semanas. —¿Qué ocurrió? —Pues que la tetera se volvió loca y arrojó un chorro de té hirviendo por toda la sala, y un hombre terminó en el hospital con las tenacillas para coger los terrones de azúcar aferradas a la nariz. Nuestro padre estaba desesperado, en el departamento solamente están él y un viejo brujo llamado Perkins, y tuvieron que hacer encantamientos para borrarles la memoria y otros trucos para que no se acordaran de nada. —Pero vuestro padre…, este coche… Fred se rió. —Sí, le vuelve loco todo lo que tiene que ver con los muggles, tenemos el cobertizo lleno de chismes muggles. Los coge, los hechiza y los vuelve a poner en su sitio. Si viniera a inspeccionar a casa, tendría que arrestarse a sí mismo. A nuestra madre la saca de quicio. —Ahí está la carretera principal —dijo George, mirando hacia abajo a través del parabrisas—. Llegaremos dentro de diez minutos… Menos mal, porque se está haciendo de día. Un tenue resplandor sonrosado aparecía en el horizonte, al este. Fred dejó que el coche fuera perdiendo altura, y Harry vio a la escasa luz del amanecer el mosaico que formaban los campos y los grupos de árboles. —Vivimos un poco apartados del pueblo —explicó George—. En Ottery Saint Catchpole. El coche volador descendía más y más. Entre los árboles destellaba ya el borde de un sol rojo y brillante. —¡Aterrizamos! —exclamó Fred cuando, con una ligera sacudida, tomaron contacto con el suelo. Aterrizaron junto a un garaje en ruinas en un pequeño corral, y Harry vio por vez primera la casa de Ron. Parecía como si en otro tiempo hubiera sido una gran pocilga de piedra, pero aquí y allá habían ido añadiendo tantas habitaciones que ahora la casa tenía varios pisos de altura y estaba tan torcida que parecía sostenerse en pie por arte de magia, y Harry sospechó que así era probablemente. Cuatro o cinco chimeneas coronaban el tejado. Cerca de la entrada, clavado en el suelo, había un letrero torcido que decía «La Madriguera». En torno a la puerta principal había un revoltijo de botas de goma y un caldero muy oxidado. Varias gallinas gordas de color marrón picoteaban a sus anchas por el corral. —No es gran cosa. —Es una maravilla —repuso Harry, contento, acordándose de Privet Drive. Salieron del coche. —Ahora tenemos que subir las escaleras sin hacer el menor ruido — advirtió Fred—, y esperar a que mamá nos llame para el desayuno. Entonces tú, Ron, bajarás las escaleras dando saltos y diciendo: «¡Mamá, mira quién ha llegado esta noche!» Ella se pondrá muy contenta, y nadie tendrá que saber que hemos cogido el coche. —Bien —dijo Ron—. Vamos, Harry, yo duermo en el… De repente, Ron se puso de un color verdoso muy feo y clavó los ojos en la casa. Los otros tres se dieron la vuelta. La señora Weasley iba por el corral espantando a las gallinas, y para tratarse de una mujer pequeña, rolliza y de rostro bondadoso, era sorprendente lo que podía parecerse a un tigre de enormes colmillos. —¡Ah! —musitó Fred. —¡Dios mío! —exclamó George. La señora Weasley se paró delante de ellos, con las manos en las caderas, y paseó la mirada de uno a otro. Llevaba un delantal estampado de cuyo bolsillo sobresalía una varita mágica. —Así que… —dijo. —Buenos días, mamá —saludó George, poniendo lo que él consideraba que era una voz alegre y encantadora. —¿Tenéis idea de lo preocupada que he estado? —preguntó la señora Weasley en un tono aterrador. —Perdona, mamá, pero es que, mira, teníamos que… Aunque los tres hijos de la señora Weasley eran más altos que su madre, se amilanaron cuando descargó su ira sobre ellos. —¡Las camas vacías! ¡Ni una nota! El coche no estaba…, podíais haber tenido un accidente… Creía que me volvía loca, pero no os importa, ¿verdad?… Nunca, en toda mi vida… Ya veréis cuando llegue a casa vuestro padre, un disgusto como éste nunca me lo dieron Bill, ni Charlie, ni Percy… —Percy, el prefecto perfecto —murmuró Fred. —¡PUES PODRÍAS SEGUIR SU EJEMPLO! —gritó la señora Weasley, dándole golpecitos en el pecho con el dedo—. Podríais haberos matado o podría haberos visto alguien, y vuestro padre haberse quedado sin trabajo por vuestra culpa… Les pareció que la reprimenda duraba horas. La señora Weasley enronqueció de tanto gritar y luego se plantó delante de Harry, que retrocedió asustado. —Me alegro de verte, Harry, cielo —dijo—. Pasa a desayunar. La señora Weasley se encaminó hacia la casa y Harry la siguió, después de dirigir una mirada azorada a Ron, que le respondió animándolo con un gesto de la cabeza. La cocina era pequeña y todo en ella estaba bastante apretujado. En el medio había una mesa de madera que se veía muy restregada, con sillas alrededor. Harry se sentó tímidamente, mirando a todas partes. Era la primera vez que estaba en la casa de un mago. El reloj de la pared de enfrente sólo tenía una manecilla y carecía de números. En el borde de la esfera había escritas cosas tales como «Hora del té», «Hora de dar de comer a las gallinas» y «Te estás retrasando». Sobre la repisa de la chimenea había unos libros en montones de tres, libros que tenían títulos como La elaboración de queso mediante la magia, El encantamiento en la repostería o Por arte de magia: cómo preparar un banquete en un minuto. Y, a menos que Harry hubiera escuchado mal, la vieja radio que había al lado del fregadero acababa de anunciar que a continuación emitirían el programa «La hora de las brujas, con la popular cantante hechicera Celestina Warbeck». La señora Weasley preparaba el desayuno sin poner demasiada atención en lo que hacía, y en el rato que tardó en freír las salchichas echó unas cuantas miradas de desaprobación a sus hijos. De vez en cuando murmuraba: «cómo se os pudo ocurrir» o «nunca lo hubiera creído». —Tú no tienes la culpa, cielo —aseguró a Harry, echándole en el plato ocho o nueve salchichas—. Arthur y yo también hemos estado muy preocupados por ti. Anoche mismo estuvimos comentando que si Ron seguía sin tener noticias tuyas el viernes, iríamos a buscarte para traerte aquí. Pero —dijo mientras le servía tres huevos fritos— cualquiera podría haberos visto atravesar medio país volando en ese coche e infringiendo la ley… Entonces, como si fuera lo más natural, dio un golpecito con la varita mágica en el montón de platos sucios del fregadero, y éstos comenzaron a lavarse solos, produciendo un suave tintineo. —¡Estaba nublado, mamá! —dijo Fred. —¡No hables mientras comes! —le interrumpió la señora Weasley. —¡Lo estaban matando de hambre, mamá! —dijo George. —¡Cállate tú también! —atajó la señora Weasley, pero cuando se puso a cortar unas rebanadas de pan para Harry y a untarlas con mantequilla, la expresión se le enterneció. En aquel momento apareció en la cocina una personita bajita y pelirroja, que llevaba puesto un largo camisón y que, dando un grito, se volvió corriendo. —Es Ginny —dijo Ron a Harry en voz baja—, mi hermana. Se ha pasado el verano hablando de ti. —Sí, debe de estar esperando que le firmes un autógrafo, Harry —dijo Fred con una sonrisa, pero se dio cuenta de que su madre lo miraba y hundió la vista en el plato sin decir ni una palabra más. No volvieron a hablar hasta que hubieron terminado todo lo que tenían en el plato, lo que les llevó poquísimo tiempo. —Estoy que reviento —dijo Fred, bostezando y dejando finalmente el cuchillo y el tenedor—. Creo que me iré a la cama y… —De eso nada —interrumpió la señora Weasley—. Si te has pasado toda la noche por ahí, ha sido culpa tuya. Así que ahora vete a desgnomizar el jardín, que los gnomos se están volviendo a desmadrar. —Pero, mamá… —Y vosotros dos, id con él —dijo ella, mirando a Ron y George—. Tú sí puedes irte a la cama, cielo —dijo a Harry—. Tú no les pediste que te llevaran volando en ese maldito coche. Pero Harry, que no tenía nada de sueño, dijo con presteza: —Ayudaré a Ron, nunca he presenciado una desgnomización. —Eres muy amable, cielo, pero es un trabajo aburrido —dijo la señora Weasley—. Pero veamos lo que Lockhart dice sobre el particular. Y cogió un pesado volumen de la repisa de la chimenea. George se quejó. —Mamá, ya sabemos desgnomizar un jardín. Harry echó una mirada a la cubierta del libro de la señora Weasley. Llevaba escritas en letras doradas de fantasía las palabras «Gilderoy Lockhart: Guía de las plagas en el hogar». Ocupaba casi toda la portada una fotografía de un mago muy guapo de pelo rubio ondulado y ojos azules y vivarachos. Como todas las fotografías en el mundo de la magia, ésta también se movía: el mago, que Harry supuso que era Gilderoy Lockhart, guiñó un ojo a todos con descaro. La señora Weasley le sonrió abiertamente. —Es muy bueno —dijo ella—, conoce al dedillo todas las plagas del hogar, es un libro estupendo… —A mamá le gusta —dijo Fred, en voz baja pero bastante audible. —No digas tonterías, Fred —dijo la señora Weasley, ruborizándose—. Muy bien, si crees que sabes más que Lockhart, ponte ya a ello; pero ¡ay de ti si queda un solo gnomo en el jardín cuando yo salga! Entre quejas y bostezos, los Weasley salieron arrastrando los pies, seguidos por Harry. El jardín era grande y a Harry le pareció que era exactamente como tenía que ser un jardín. A los Dursley no les habría gustado; estaba lleno de maleza y el césped necesitaba un recorte, pero había árboles de tronco nudoso junto a los muros, y en los arriates, plantas exuberantes que Harry no había visto nunca, y un gran estanque de agua verde lleno de ranas. —Los muggles también tienen gnomos en sus jardines, ¿sabes? —dijo Harry a Ron mientras atravesaban el césped. —Sí, ya he visto esas cosas que ellos piensan que son gnomos —dijo Ron, inclinándose sobre una mata de peonías—. Como una especie de papás Noel gorditos con cañas de pescar… Se oyó el ruido de un forcejeo, la peonía se sacudió y Ron se levantó, diciendo en tono grave: —Esto es un gnomo. —¡Suéltame! ¡Suéltame! —chillaba el gnomo. Desde luego, no se parecía a papá Noel: era pequeño y de piel curtida, con una cabeza grande y huesuda, parecida a una patata. Ron lo sujetó con el brazo estirado, mientras el gnomo le daba patadas con sus fuertes piececitos. Ron lo cogió por los tobillos y lo puso cabeza abajo. —Esto es lo que tienes que hacer —explicó. Levantó al gnomo en lo alto («¡suéltame!», decía éste) y comenzó a voltearlo como si fuera un lazo. Viendo el espanto en el rostro de Harry, Ron añadió—: No les duele. Pero los tienes que dejar muy mareados para que no puedan volver a encontrar su madriguera. Entonces soltó al gnomo y éste salió volando por el aire y cayó en el campo que había al otro lado del seto, a unos siete metros, con un ruido sordo. —¡De pena! —dijo Fred—. ¿Qué te apuestas a que lanzo el mío más allá de aquel tocón? Harry aprendió enseguida que no había que sentir compasión por los gnomos y decidió lanzar al otro lado del seto al primer gnomo que capturase, pero éste, percibiendo su indecisión, le hundió sus afiladísimos dientes en un dedo, y le costó mucho trabajo sacudírselo… —Caramba, Harry…, eso habrán sido casi veinte metros… Pronto el aire se llenó de gnomos volando. —Ya ves que no son muy listos —observó George, cogiendo cinco o seis gnomos a la vez—. En cuanto se enteran de que estamos desgnomizando, salen a curiosear. Ya deberían haber aprendido a quedarse escondidos en su sitio. Al poco rato vieron que los gnomos que habían aterrizado en el campo, que eran muchos, empezaban a alejarse andando en grupos, con los hombros caídos. —Volverán —dijo Ron, mientras contemplaban cómo se internaban los gnomos en el seto del otro lado del campo—. Les gusta este sitio… Papá es demasiado blando con ellos, porque piensa que son divertidos… En aquel momento se oyó la puerta principal de la casa. —¡Ya ha llegado! —dijo George—. ¡Papá está en casa! Y fueron corriendo a su encuentro. El señor Weasley estaba sentado en una silla de la cocina, con las gafas quitadas y los ojos cerrados. Era un hombre delgado, bastante calvo, pero el escaso pelo que le quedaba era tan rojo como el de sus hijos. Llevaba una larga túnica verde polvorienta y estropeada de viajar. —¡Qué noche! —farfulló, cogiendo la tetera mientras los muchachos se sentaban a su alrededor—. Nueve redadas. ¡Nueve! Y el viejo Mundungus Fletcher intentó hacerme un maleficio cuando le volví la espalda. El señor Weasley tomó un largo sorbo de té y suspiró. —¿Encontraste algo, papá? —preguntó Fred con interés. —Sólo unas llaves que merman y una tetera que muerde —respondió el señor Weasley en un bostezo—. Han ocurrido, sin embargo, algunas cosas bastante feas que no afectaban a mi departamento. A Mortlake lo sacaron para interrogarle sobre unos hurones muy raros, pero eso incumbe al Comité de Encantamientos Experimentales, gracias a Dios. —¿Para qué sirve que unas llaves encojan? —preguntó George. —Para atormentar a los muggles —suspiró el señor Weasley—. Se les vende una llave que merma hasta hacerse diminuta para que no la puedan encontrar nunca cuando la necesitan… Naturalmente, es muy difícil dar con el culpable porque ningún muggle quiere admitir que sus llaves merman; siempre insisten en que las han perdido. ¡Jesús! No sé de lo que serían capaces para negar la existencia de la magia, aunque la tuvieran delante de los ojos… Pero no os creeríais las cosas que a nuestra gente le ha dado por encantar… —¿COMO COCHES, POR EJEMPLO? La señora Weasley había aparecido blandiendo un atizador como si fuera una espada. El señor Weasley abrió los ojos de golpe y dirigió a su mujer una mirada de culpabilidad. —¿Co-coches, Molly, cielo? —Sí, Arthur, coches —dijo la señora Weasley, con los ojos brillándole —. Imagínate que un mago se compra un viejo coche oxidado y le dice a su mujer que quiere llevárselo para ver cómo funciona, cuando en realidad lo está encantando para que vuele. El señor Weasley parpadeó. —Bueno, querida, creo que estarás de acuerdo conmigo en que no ha hecho nada en contra de la ley, aunque quizá debería haberle dicho la verdad a su mujer… Verás, existe una laguna jurídica… siempre y cuando él no utilice el coche para volar. El hecho de que el coche pueda volar no constituye en sí… —¡Señor Weasley, ya se encargó personalmente de que existiera una laguna jurídica cuando usted redactó esa ley! —gritó la señora Weasley—. ¡Sólo para poder seguir jugando con todos esos cachivaches muggles que tienes en el cobertizo! ¡Y, para que lo sepas, Harry ha llegado esta mañana en ese coche en el que tú no volaste! —¿Harry? —dijo el señor Weasley mirando a su esposa sin comprender —. ¿Qué Harry? Al darse la vuelta, vio a Harry y se sobresaltó. —¡Dios mío! ¿Es Harry Potter? Encantado de conocerte. Ron nos ha hablado mucho de ti… —¡Esta noche, tus hijos han ido volando en el coche hasta la casa de Harry y han vuelto! —gritó la señora Weasley—. ¿No tienes nada que comentar al respecto? —¿Es verdad que hicisteis eso? —preguntó el señor Weasley, nervioso —. ¿Fue bien la cosa? Qui-quiero decir —titubeó, al ver que su esposa echaba chispas por los ojos—, que eso ha estado muy mal, muchachos, pero que muy mal… —Dejémosles que lo arreglen entre ellos —dijo Ron a Harry en voz baja, al ver que su madre estaba a punto de estallar—. Venga, quiero enseñarte mi habitación. Salieron sigilosamente de la cocina y, siguiendo un estrecho pasadizo, llegaron a una escalera torcida que subía atravesando la casa en zigzag. En el tercer rellano había una puerta entornada. Antes de que se cerrara de un golpe, Harry pudo ver un instante un par de ojos castaños que estaban espiando. —Ginny —dijo Ron—. No sabes lo raro que es que se muestre así de tímida. Normalmente nunca se esconde. Subieron dos tramos más de escalera hasta llegar a una puerta con la pintura desconchada y una placa pequeña que decía «Habitación de Ronald». Cuando Harry entró, con la cabeza casi tocando el techo inclinado, tuvo que cerrar un instante los ojos. Le pareció que entraba en un horno, porque casi todo en la habitación era de color naranja intenso: la colcha, las paredes, incluso el techo. Luego se dio cuenta de que Ron había cubierto prácticamente cada centímetro del viejo papel pintado con pósteres iguales en que se veía a un grupo de siete magos y brujas que llevaban túnicas de color naranja brillante, sostenían escobas en la mano y saludaban con entusiasmo. —¿Tu equipo de quidditch favorito? —le preguntó Harry. —Los Chudley Cannons —confirmó Ron, señalando la colcha naranja, en la que había estampadas dos letras «C» gigantes y una bala de cañón saliendo disparada—. Van novenos en la liga. Ron tenía los libros de magia del colegio amontonados desordenadamente en un rincón, junto a una pila de cómics que parecían pertenecer todos a la serie Las aventuras de Martin Miggs, el «muggle» loco. Su varita mágica estaba en el alféizar de la ventana, encima de una pecera llena de huevos de rana y al lado de Scabbers, la gorda rata gris de Ron, que dormitaba en la parte donde daba el sol. Harry echó un vistazo por la diminuta ventana, tras pisar involuntariamente una baraja de cartas autobarajables que se hallaba esparcida por el suelo. Abajo, en el campo, podía ver un grupo de gnomos que volvían a entrar de uno en uno, a hurtadillas, en el jardín de los Weasley a través del seto. Luego se volvió hacia Ron, que lo miraba con impaciencia, esperando que Harry emitiera su opinión. —Es un poco pequeña —se apresuró a decir Ron—, a diferencia de la habitación que tenías en casa de los muggles. Además, justo aquí arriba está el espíritu del ático, que se pasa todo el tiempo golpeando las tuberías y gimiendo… Pero Harry le dijo con una amplia sonrisa: —Es la mejor casa que he visto nunca. Ron se ruborizó hasta las orejas. CAPÍTULO 4 En Flourish y Blotts L vida en La Madriguera no se parecía en nada a la de Privet Drive. Los Dursley lo querían todo limpio y ordenado; la casa de los Weasley estaba llena de sorpresas y cosas asombrosas. Harry se llevó un buen susto la primera vez que se miró en el espejo que había sobre la chimenea de la cocina, y el espejo le gritó: «¡Vaya pinta! ¡Métete bien la camisa!» El espíritu del ático aullaba y golpeaba las tuberías cada vez que le parecía que reinaba demasiada tranquilidad en la casa. Y las explosiones en el cuarto de Fred y George se consideraban completamente normales. Lo que Harry encontraba más raro en casa de Ron, sin embargo, no era el espejo parlante ni el espíritu que hacía ruidos, sino el hecho de que allí, al parecer, todos le querían. La señora Weasley se preocupaba por el estado de sus calcetines e intentaba hacerle comer cuatro raciones en cada comida. Al señor Weasley le gustaba que Harry se sentara a su lado en la mesa para someterlo a un A interrogatorio sobre la vida con los muggles, y le preguntaba cómo funcionaban cosas tales como los enchufes o el servicio de correos. —¡Fascinante! —decía, cuando Harry le explicaba cómo se usaba el teléfono—. Son ingeniosas de verdad, las cosas que inventan los muggles para apañárselas sin magia. Una mañana soleada, cuando llevaba más o menos una semana en La Madriguera, Harry les oyó hablar sobre Hogwarts. Cuando Ron y él bajaron a desayunar, encontraron al señor y la señora Weasley sentados con Ginny a la mesa de la cocina. Al ver a Harry, Ginny dio sin querer un golpe al cuenco de las gachas y éste se cayó al suelo con gran estrépito. Ginny solía tirar las cosas cada vez que Harry entraba en la habitación donde ella estaba. Se metió debajo de la mesa para recoger el cuenco y se levantó con la cara tan colorada y brillante como un tomate. Haciendo como que no lo había visto, Harry se sentó y cogió la tostada que le pasaba la señora Weasley. —Han llegado cartas del colegio —dijo el señor Weasley, entregando a Harry y a Ron dos sobres idénticos de pergamino amarillento, con la dirección escrita en tinta verde—. Dumbledore ya sabe que estás aquí, Harry; a ése no se le escapa una. También han llegado cartas para vosotros dos —añadió, al ver entrar tranquilamente a Fred y George, todavía en pijama. Hubo unos minutos de silencio mientras leían las cartas. A Harry le indicaban que cogiera el tren a Hogwarts el 1 de septiembre, como de costumbre, en la estación de King’s Cross. Se adjuntaba una lista de los libros de texto que necesitaría para el curso siguiente: LOS ESTUDIANTES DE SEGUNDO CURSO NECESITARÁN: —Libro reglamentario de hechizos, segundo curso, Miranda Goshawk. —Recreo con la «banshee», Gilderoy Lockhart. —Una vuelta con los espíritus malignos, Gilderoy Lockhart. —Vacaciones con las brujas, Gilderoy Lockhart. —Recorridos con los trols, Gilderoy Lockhart. —Viajes con los vampiros, Gilderoy Lockhart. —Paseos con los hombres lobo, Gilderoy Lockhart. —Un año con el Yeti, Gilderoy Lockhart. Después de leer su lista, Fred echó un vistazo a la de Harry. —¡También a ti te han mandado todos los libros de Lockhart! — exclamó—. El nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras debe de ser un fan suyo; apuesto a que es una bruja. En ese instante, Fred vio que su madre lo miraba severamente, y trató de disimular untándose mermelada en el pan. —Todos estos libros no resultarán baratos —observó George, mirando de reojo a sus padres—. De hecho, los libros de Lockhart son muy caros… —Bueno, ya nos apañaremos —repuso la señora Weasley, aunque parecía preocupada—. Espero que a Ginny le puedan servir muchas de vuestras cosas. —¿Es que ya vas a empezar en Hogwarts este curso? —preguntó Harry a Ginny. Ella asintió con la cabeza, enrojeciendo hasta la raíz del pelo, que era de color rojo encendido, y metió el codo en el plato de la mantequilla. Afortunadamente, el único que se dio cuenta fue Harry, porque Percy, el hermano mayor de Ron, entraba en aquel preciso instante. Ya se había vestido y lucía la insignia de prefecto de Hogwarts en el chaleco de punto. —Buenos días a todos —saludó Percy con voz segura—. Hace un hermoso día. Se sentó en la única silla que quedaba, pero inmediatamente se levantó dando un brinco, y quitó del asiento un plumero gris medio desplumado. O al menos eso es lo que Harry pensó que era, hasta que vio que respiraba. —¡Errol! —exclamó Ron, cogiendo a la maltratada lechuza y sacándole una carta que llevaba debajo del ala—. ¡Por fin! Aquí está la respuesta de Hermione. Le escribí contándole que te íbamos a rescatar de los Dursley. Ron llevó a Errol hasta una percha que había junto a la puerta de atrás e intentó que se sostuviera en ella, pero Errol volvió a caerse, así que Ron lo dejó en el escurridero, exclamando en voz baja «¡Pobre!». Luego rasgó el sobre y leyó la carta de Hermione en voz alta. Querido Ron, y Harry, si estás ahí: Espero que todo saliera bien y que Harry esté estupendamente, y que no hayas tenido que saltarte las normas para sacarlo, Ron, porque eso traería problemas también a Harry. He estado muy preocupada y, si Harry está bien, te ruego que me escribas lo antes posible para contármelo, aunque quizá sería mejor que usaras otra lechuza, porque creo que ésta no aguantará un viaje más. Por supuesto, estoy muy atareada con los deberes escolares («¿Cómo puede ser?», se preguntó Ron horrorizado. «¡Si estamos en vacaciones!»), y el próximo miércoles nos vamos a Londres a comprar los nuevos libros. ¿Por qué no quedamos en el callejón Diagon? Contadme qué ha pasado en cuanto podáis. Un beso de Hermione —Bueno, no estaría mal, podríamos ir también a comprar vuestro material —dijo la señora Weasley, comenzando a quitar las cosas de la mesa—. ¿Qué vais a hacer hoy? Harry, Ron, Fred y George planeaban subir la colina hasta un pequeño prado que tenían los Weasley. Como estaba rodeado de árboles que lo protegían de las miradas indiscretas del pueblo que había abajo, allí podían practicar el quidditch, con tal de que tuvieran cuidado de no volar muy alto. Aunque no podían usar verdaderas pelotas de quidditch, porque si se les escaparan y llegaran a sobrevolar el pueblo, la gente lo vería como un fenómeno de difícil explicación; en su lugar, se arrojaban manzanas. Se turnaban para montar en la Nimbus 2.000 de Harry, que era con mucho la mejor escoba; a la vieja Estrella Fugaz de Ron incluso la adelantaban las mariposas. Cinco minutos después se encontraban subiendo la colina, con las escobas al hombro. Habían preguntado a Percy si quería ir con ellos, pero les había dicho que estaba ocupado. Harry sólo había visto a Percy a las horas de comer; el resto del tiempo lo pasaba encerrado en su cuarto. —Me gustaría saber qué se lleva entre manos —dijo Fred, frunciendo el entrecejo—. No parece el mismo. Recibió los resultados de sus exámenes el día antes de que llegaras tú; tuvo doce M.H.B. y apenas se alegró. —Matrículas de Honor en Brujería —explicó George, viendo la cara de incomprensión de Harry—. Bill también sacó doce. Si no nos andamos con cuidado, tendremos otro delegado en la familia. Creo que no podría soportar la vergüenza. Bill era el mayor de los hermanos Weasley. Él y el segundo, Charlie, habían terminado ya en Hogwarts. Harry no había visto nunca a ninguno de los dos, pero sabía que Charlie estaba en Rumania estudiando a los dragones, y Bill en Egipto, trabajando para Gringotts, el banco de los magos. —No sé cómo se las van a arreglar papá y mamá para comprarnos todo lo que necesitamos este curso —dijo George después de una pausa—. ¡Cinco lotes de los libros de Lockhart! Y Ginny necesitará una túnica y una varita mágica, entre otras cosas. Harry no decía nada. Se sentía un poco incómodo. En una cámara acorazada subterránea de Gringotts, en Londres, tenía guardada una pequeña fortuna que le habían dejado sus padres. Naturalmente, ese dinero sólo servía en el mundo mágico; no se podían utilizar galeones, sickles ni knuts en las tiendas muggles. A los Dursley nunca les había dicho una palabra sobre su cuenta bancaria en Gringotts. Y la verdad es que no creía que su aversión a todo lo relacionado con el mundo de la magia se hiciera extensiva a un buen montón de oro. Al miércoles siguiente, la señora Weasley los despertó a todos temprano. Después de tomarse rápidamente media docena de emparedados de beicon cada uno, se pusieron las chaquetas y la señora Weasley, cogiendo una maceta de la repisa de la chimenea de la cocina, echó un vistazo dentro. —Ya casi no nos queda, Arthur —dijo con un suspiro—. Tenemos que comprar un poco más… ¡bueno, los huéspedes primero! ¡Después de ti, Harry, cielo! Y le ofreció la maceta. Harry vio que todos lo miraban. —¿Qué… qué es lo que tengo que hacer? —tartamudeó. —Él nunca ha viajado con polvos flu —dijo Ron de pronto—. Lo siento, Harry, no me acordaba. —¿Nunca? —le preguntó el señor Weasley—. Pero ¿cómo llegaste al callejón Diagon el año pasado para comprar las cosas que necesitabas? —En metro… —¿De verdad? —inquirió interesado el señor Weasley—. ¿Había escaleras mecánicas? ¿Cómo son exactamente…? —Ahora no, Arthur —le interrumpió la señora Weasley—. Los polvos flu son mucho más rápidos, pero la verdad es que si no los has usado nunca… —Lo hará bien, mamá —dijo Fred—. Harry, primero míranos a nosotros. Cogió de la maceta un pellizco de aquellos polvos brillantes, se acercó al fuego y los arrojó a las llamas. Produciendo un estruendo atronador, las llamas se volvieron de color verde esmeralda y se hicieron más altas que Fred. Éste se metió en la chimenea, gritando: «¡Al callejón Diagon!», y desapareció. —Tienes que pronunciarlo claramente, cielo —dijo a Harry la señora Weasley, mientras George introducía la mano en la maceta—, y ten cuidado de salir por la chimenea correcta. —¿Qué? —preguntó Harry nervioso, al tiempo que la hoguera volvía a tronar y se tragaba a George. —Bueno, ya sabes, hay una cantidad tremenda de chimeneas de magos entre las que escoger, pero con tal de que pronuncies claro… —Lo hará bien, Molly, no te apures —le dijo el señor Weasley, sirviéndose también polvos flu. —Pero, querido, si Harry se perdiera, ¿cómo se lo íbamos a explicar a sus tíos? —A ellos les daría igual —la tranquilizó Harry—. Si yo me perdiera aspirado por una chimenea, a Dudley le parecería una broma estupenda, así que no se preocupe por eso. —Bueno, está bien…, ve después de Arthur —dijo la señora Weasley —. Y cuando entres en el fuego, di adónde vas. —Y mantén los codos pegados al cuerpo —le aconsejó Ron. —Y los ojos cerrados —le dijo la señora Weasley—. El hollín… —Y no te muevas —añadió Ron—. O podrías salir en una chimenea equivocada… —Pero no te asustes y vayas a salir demasiado pronto. Espera a ver a Fred y George. Haciendo un considerable esfuerzo para acordarse de todas estas cosas, Harry cogió un pellizco de polvos flu y se acercó al fuego. Respiró hondo, arrojó los polvos a las llamas y dio unos pasos hacia delante. El fuego se percibía como una brisa cálida. Abrió la boca y un montón de ceniza caliente se le metió en la boca. —Ca-ca-llejón Diagon —dijo tosiendo. Le pareció que lo succionaban por el agujero de un enchufe gigante y que estaba girando a gran velocidad… El bramido era ensordecedor… Harry intentaba mantener los ojos abiertos, pero el remolino de llamas verdes lo mareaba… Algo duro lo golpeó en el codo, así que él se lo sujetó contra el cuerpo, sin dejar de dar vueltas y vueltas… Luego fue como si unas manos frías le pegaran bofetadas en la cara. A través de las gafas, con los ojos entornados, vio una borrosa sucesión de chimeneas y vislumbró imágenes de las salas que había al otro lado… Los emparedados de beicon se le revolvían en el estómago. Cerró los ojos de nuevo deseando que aquello cesara, y entonces… cayó de bruces sobre una fría piedra y las gafas se le rompieron. Mareado, magullado y cubierto de hollín, se puso de pie con cuidado y se quitó las gafas rotas. Estaba completamente solo, pero no tenía ni idea de dónde. Lo único que sabía es que estaba en la chimenea de piedra de lo que parecía ser la tienda de un mago, apenas iluminada, pero no era probable que lo que vendían en ella se encontrara en la lista de Hogwarts. En un estante de cristal cercano había una mano cortada puesta sobre un cojín, una baraja de cartas manchada de sangre y un ojo de cristal que miraba fijamente. Unas máscaras de aspecto diabólico lanzaban miradas malévolas desde lo alto. Sobre el mostrador había una gran variedad de huesos humanos y del techo colgaban unos instrumentos herrumbrosos, llenos de pinchos. Y, lo que era peor, el oscuro callejón que Harry podía ver a través de la polvorienta luna del escaparate no podía ser el callejón Diagon. Cuanto antes saliera de allí, mejor. Con la nariz aún dolorida por el topetazo, Harry se fue rápida y sigilosamente hacia la puerta, pero antes de que hubiera salvado la mitad de la distancia, aparecieron al otro lado del escaparate dos personas, y una de ellas era la última a la que Harry habría querido encontrarse en su situación: perdido, cubierto de hollín y con las gafas rotas. Era Draco Malfoy. Harry repasó apresuradamente con los ojos lo que había en la tienda y encontró a su izquierda un gran armario negro, se metió en él y cerró las puertas, dejando una pequeña rendija para echar un vistazo. Unos segundos más tarde sonó un timbre y Malfoy entró en la tienda. El hombre que iba detrás de él no podía ser sino su padre. Tenía la misma cara pálida y puntiaguda, y los mismos ojos de un frío color gris. El señor Malfoy cruzó la tienda, mirando vagamente los artículos expuestos, y pulsó un timbre que había en el mostrador antes de volverse a su hijo y decirle: —No toques nada, Draco. Malfoy, que estaba mirando el ojo de cristal, le dijo: —Creía que me ibas a comprar un regalo. —Te dije que te compraría una escoba de carreras —le dijo su padre, tamborileando con los dedos en el mostrador. —¿Y para qué la quiero si no estoy en el equipo de la casa? —preguntó Malfoy, enfurruñado—. Harry Potter tenía el año pasado una Nimbus 2.000. Y obtuvo un permiso especial de Dumbledore para poder jugar en el equipo de Gryffindor. Ni siquiera es muy bueno, sólo porque es famoso… Famoso por tener esa ridícula cicatriz en la frente… Malfoy se inclinó para examinar un estante lleno de calaveras. —A todos les parece que Potter es muy inteligente sólo porque tiene esa maravillosa cicatriz en la frente y una escoba mágica… —Me lo has dicho ya una docena de veces por lo menos —repuso su padre dirigiéndole una mirada fulminante—, y te quiero recordar que sería mucho más… prudente dar la impresión de que tú también lo admiras, porque en la clase todos lo ven como el héroe que hizo desaparecer al Señor Tenebroso… ¡Ah, señor Borgin! Tras el mostrador había aparecido un hombre encorvado, alisándose el grasiento cabello. —¡Señor Malfoy, qué placer verle de nuevo! —respondió el señor Borgin con una voz tan pegajosa como su cabello—. ¡Qué honor…! Y ha venido también el señor Malfoy hijo. Encantado. ¿En qué puedo servirles? Precisamente hoy puedo enseñarles, y a un precio muy razonable… —Hoy no vengo a comprar, señor Borgin, sino a vender —dijo el padre de Malfoy. —¿A vender? —La sonrisa desapareció gradualmente de la cara del señor Borgin. —Usted habrá oído, por supuesto, que el ministro está preparando más redadas —empezó el padre de Malfoy, sacando un pergamino del bolsillo interior de la chaqueta y desenrollándolo para que el señor Borgin lo leyera —. Tengo en casa algunos… artículos que podrían ponerme en un aprieto, si el Ministerio fuera a llamar a… El señor Borgin se caló unas gafas y examinó la lista. —Pero me imagino que el Ministerio no se atreverá a molestarle, señor. El padre de Malfoy frunció los labios. —Aún no me han visitado. El apellido Malfoy todavía inspira un poco de respeto, pero el Ministerio cada vez se entromete más. Incluso corren rumores sobre una nueva Ley de defensa de los muggles… Sin duda ese rastrero Arthur Weasley, ese defensor a ultranza de los muggles, anda detrás de todo esto… Harry sintió que lo invadía la ira. —Y, como ve, algunas de estas cosas podrían hacer que saliera a la luz… —¿Puedo quedarme con esto? —interrumpió Draco, señalando la mano cortada que estaba sobre el cojín. —¡Ah, la Mano de la Gloria! —dijo el señor Borgin, olvidando la lista del padre de Malfoy y encaminándose hacia donde estaba Draco—. ¡Si se introduce una vela entre los dedos, alumbrará las cosas sólo para el que la sostiene! ¡El mejor aliado de los ladrones y saqueadores! Su hijo tiene un gusto exquisito, señor. —Espero que mi hijo llegue a ser algo más que un ladrón o un saqueador, Borgin —repuso fríamente el padre de Malfoy. Y el señor Borgin se apresuró a decir: —No he pretendido ofenderle, señor, en absoluto… —Aunque si no mejoran sus notas en el colegio —añadió el padre de Malfoy, aún más fríamente—, puede, claro está, que sólo sirva para eso. —No es culpa mía —replicó Draco—. Todos los profesores tienen alumnos enchufados. Esa Hermione Granger mismo… —Vergüenza debería darte que una chica que no viene de una familia de magos te supere en todos los exámenes —dijo el señor Malfoy bruscamente. —¡Ja! —se le escapó a Harry por lo bajo, encantado de ver a Draco tan avergonzado y furioso. —En todas partes pasa lo mismo —dijo el señor Borgin, con su voz almibarada—. Cada vez tiene menos importancia pertenecer a una estirpe de magos. —No para mí —repuso el señor Malfoy, resoplando de enfado. —No, señor, ni para mí, señor —convino el señor Borgin, con una inclinación. —En ese caso, quizá podamos volver a fijarnos en mi lista —dijo el señor Malfoy, lacónicamente—. Tengo un poco de prisa, Borgin, me esperan importantes asuntos que atender en otro lugar. Se pusieron a regatear. Harry espiaba poniéndose cada vez más nervioso conforme Draco se acercaba a su escondite, curioseando los objetos que estaban a la venta. Se detuvo a examinar un rollo grande de cuerda de ahorcado y luego leyó, sonriendo, la tarjeta que estaba apoyada contra un magnífico collar de ópalos: Cuidado: no tocar. Collar embrujado. Hasta la fecha se ha cobrado las vidas de diecinueve muggles que lo poseyeron. Draco se volvió y reparó en el armario. Se dirigió hacia él, alargó la mano para coger la manilla… —De acuerdo —dijo el señor Malfoy en el mostrador—. ¡Vamos, Draco! Cuando Draco se volvió, Harry se secó el sudor de la frente con la manga. —Que tenga un buen día, señor Borgin. Le espero en mi mansión mañana para recoger las cosas. En cuanto se cerró la puerta, el señor Borgin abandonó sus modales afectados. —Quédese los buenos días, señor Malfoy, y si es cierto lo que cuentan, usted no me ha vendido ni la mitad de lo que tiene oculto en su mansión. Y se metió en la trastienda mascullando. Harry aguardó un minuto por si volvía, y luego, con el máximo sigilo, salió del armario y, pasando por delante de las estanterías de cristal, se fue de la tienda por la puerta delantera. Sujetándose delante de la cara las gafas rotas, miró en torno. Había salido a un lúgubre callejón que parecía estar lleno de tiendas dedicadas a las artes oscuras. La que acababa de abandonar, Borgin y Burkes, parecía la más grande, pero enfrente había un horroroso escaparate con cabezas reducidas y, dos puertas más abajo, tenían expuesta en la calle una jaula plagada de arañas negras gigantes. Dos brujos de aspecto miserable lo miraban desde el umbral y murmuraban algo entre ellos. Harry se apartó asustado, procurando sujetarse bien las gafas y salir de allí lo antes posible. Un letrero viejo de madera que colgaba en la calle sobre una tienda en la que vendían velas envenenadas, le indicó que estaba en el callejón Knockturn. Esto no le podía servir de gran ayuda, dado que Harry no había oído nunca el nombre de aquel callejón. Con la boca llena de cenizas, no debía de haber pronunciado claramente las palabras al salir de la chimenea de los Weasley. Intentó tranquilizarse y pensar qué debía hacer. —¿No estarás perdido, cariño? —le dijo una voz al oído, haciéndole dar un salto. Tenía ante él a una bruja decrépita que sostenía una bandeja de algo que se parecía horriblemente a uñas humanas enteras. Lo miraba de forma malévola, enseñando sus dientes sarrosos. Harry se echó atrás. —Estoy bien, gracias —respondió—. Yo sólo… —¡HARRY! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? El corazón de Harry dio un brinco, y la bruja también, con lo que se le cayeron al suelo casi todas las uñas que llevaba en la bandeja, y le echó una maldición mientras la mole de Hagrid, el guardián de Hogwarts, se acercaba con paso decidido y sus ojos de un negro azabache destellaban sobre la hirsuta barba. —¡Hagrid! —dijo Harry, con la voz ronca por la emoción—. Me perdí…, y los polvos flu… Hagrid cogió a Harry por el pescuezo y le separó de la bruja, con lo que consiguió que a ésta le cayera la bandeja definitivamente al suelo. Los gritos de la bruja les siguieron a lo largo del retorcido callejón hasta que llegaron a un lugar iluminado por la luz del sol. Harry vio en la distancia un edificio que le resultaba conocido, de mármol blanco como la nieve: era el banco de Gringotts. Hagrid lo había conducido hasta el callejón Diagon. —¡No tienes remedio! —le dijo Hagrid de mala uva, sacudiéndole el hollín con tanto ímpetu que casi lo tira contra un barril de excrementos de dragón que había a la entrada de una farmacia—. Merodeando por el callejón Knockturn… No sé, Harry, es un mal sitio… Será mejor que nadie te vea por allí. —Ya me di cuenta —dijo Harry, agachándose cuando Hagrid hizo ademán de volver a sacudirle el hollín—. Ya te he dicho que me había perdido. ¿Y tú, qué hacías? —Buscaba un repelente contra las babosas carnívoras —gruñó Hagrid —. Están echando a perder las berzas. ¿Estás solo? —He venido con los Weasley, pero nos hemos separado —explicó Harry—. Tengo que buscarlos… Bajaron juntos por la calle. —¿Por qué no has respondido a ninguna de mis cartas? —preguntó a Harry, que se veía obligado a trotar a su lado (tenía que dar tres pasos por cada zancada que Hagrid daba con sus grandes botas). Harry se lo explicó todo sobre Dobby y los Dursley. »¡Condenados muggles! —gruñó Hagrid—. Si hubiera sabido… —¡Harry! ¡Harry! ¡Aquí! Harry vio a Hermione Granger en lo alto de las escaleras de Gringotts. Ella bajó corriendo a su encuentro, con su espesa cabellera castaña al viento. —¿Qué les ha pasado a tus gafas? Hola, Hagrid. ¡Cuánto me alegro de volver a veros! ¿Vienes a Gringotts, Harry? —Tan pronto como encuentre a los Weasley —respondió Harry. —No tendréis que esperar mucho —dijo Hagrid con una sonrisa. Harry y Hermione miraron alrededor. Corriendo por la abarrotada calle llegaban Ron, Fred, George, Percy y el señor Weasley. —Harry —dijo el señor Weasley jadeando—. Esperábamos que sólo te hubieras pasado una chimenea. —Se frotó su calva brillante—. Molly está desesperada…, ahora viene. —¿Dónde has salido? —preguntó Ron. —En el callejón Knockturn —respondió Harry con voz triste. —¡Fenomenal! —exclamaron Fred y George a la vez. —A nosotros nunca nos han dejado entrar —añadió Ron, con envidia. —Y han hecho bien —gruñó Hagrid. La señora Weasley apareció en aquel momento a todo correr, agitando el bolso con una mano y sujetando a Ginny con la otra. —¡Ay, Harry… Ay, cielo… Podías haber salido en cualquier parte! Respirando aún con dificultad, sacó del bolso un cepillo grande para la ropa y se puso a quitarle a Harry el hollín con el que no había podido Hagrid. El señor Weasley le cogió las gafas, les dio un golpecito con la varita mágica y se las devolvió como nuevas. —Bueno, tengo que irme —dijo Hagrid, a quien la señora Weasley estaba estrujando la mano en ese instante («¡El callejón Knockturn! ¡Menos mal que usted lo ha encontrado, Hagrid!», le decía)—. ¡Os veré en Hogwarts! —dijo, y se alejó a zancadas, con su cabeza y sus hombros sobresaliendo en la concurrida calle. —¿A que no adivináis a quién he visto en Borgin y Burkes? —preguntó Harry a Ron y Hermione mientras subían las escaleras de Gringotts—. A Malfoy y a su padre. —¿Y compró algo Lucius Malfoy? —preguntó el señor Weasley, con acritud. —No, quería vender. —Así que está preocupado —comentó el señor Weasley con satisfacción, a pesar de todo—. ¡Cómo me gustaría coger a Lucius Malfoy! —Ten cuidado, Arthur —le dijo severamente la señora Weasley mientras entraban en el banco y un duende les hacía reverencias en la puerta —. Esa familia es peligrosa, no vayas a dar un paso en falso. —¿Así que no crees que un servidor esté a la altura de Lucius Malfoy? —preguntó indignado el señor Weasley, pero en aquel momento se distrajo al ver a los padres de Hermione, que estaban ante el mostrador que se extendía a lo largo de todo el gran salón de mármol, esperando nerviosos a que su hija los presentara. »¡Pero ustedes son muggles! —observó encantado el señor Weasley—. ¡Esto tenemos que celebrarlo con una copa! ¿Qué tienen ahí? ¡Ah, están cambiando dinero muggle! ¡Mira, Molly! —dijo, señalando emocionado el billete de diez libras esterlinas que el señor Granger tenía en la mano. —Nos veremos aquí luego —dijo Ron a Hermione, cuando otro duende de Gringotts se disponía a conducir a los Weasley y a Harry a las cámaras acorazadas donde se guardaba el dinero. Para llegar a las cámaras tenían que subir en unos carros pequeños, conducidos por duendes, que circulaban velozmente sobre unos raíles en miniatura por los túneles que había debajo del banco. Harry disfrutó del vertiginoso descenso hasta la cámara acorazada de los Weasley, pero cuando la abrieron se sintió mal, mucho peor que en el callejón Knockturn. Dentro no había más que un montoncito de sickles de plata y un galeón de oro. La señora Weasley repasó los rincones de la cámara antes de echar todas las monedas en su bolso. Harry aún se sintió peor cuando llegaron a la suya. Intentó impedir que vieran el contenido metiendo a toda prisa en una bolsa de cuero unos puñados de monedas. Cuando salieron a las escaleras de mármol, el grupo se separó. Percy musitó vagamente que necesitaba otra pluma. Fred y George habían visto a su amigo de Hogwarts, Lee Jordan. La señora Weasley y Ginny fueron a una tienda de túnicas de segunda mano. Y el señor Weasley insistía en invitar a los Granger a tomar algo en el Caldero Chorreante. —Nos veremos dentro de una hora en Flourish y Blotts para compraros los libros de texto —dijo la señora Weasley, yéndose con Ginny—. ¡Y no os acerquéis al callejón Knockturn! —gritó a los gemelos, que ya se alejaban. Harry, Ron y Hermione pasearon por la tortuosa calle adoquinada. Las monedas de oro, plata y bronce que tintineaban alegremente en la bolsa dentro del bolsillo de Harry estaban pidiendo a gritos que se les diera uso, así que compró tres grandes helados de fresa y mantequilla de cacahuete, que devoraron con avidez mientras subían por el callejón, contemplando los fascinantes escaparates. Ron se quedó mirando un conjunto completo de túnicas de los jugadores del Chudley Cannon en el escaparate de Artículos de calidad para el juego de quidditch, hasta que Hermione se los llevó a rastras a la puerta de al lado, donde debían comprar tinta y pergamino. En la tienda de artículos de broma Gambol y Japes encontraron a Fred, George y Lee Jordan, que se estaban abasteciendo de las «Fabulosas bengalas del doctor Filibuster, que no necesitan fuego porque se prenden con la humedad», y en una tienda muy pequeña de trastos usados, repleta de varitas rotas, balanzas de bronce torcidas y capas viejas llenas de manchas de pociones, encontraron a Percy, completamente absorto en la lectura de un libro aburridísimo que se titulaba Prefectos que conquistaron el poder. —«Estudio sobre los prefectos de Hogwarts y sus trayectorias profesionales» —leyó Ron en voz alta de la contracubierta—. Suena fascinante… —Marchaos —les dijo Percy de mal humor. —Desde luego, Percy es muy ambicioso, lo tiene todo planeado; quiere llegar a ministro de Magia… —dijo Ron a Harry y Hermione en voz baja, cuando salieron dejando allí a Percy. Una hora después, se encaminaban a Flourish y Blotts. No eran, ni mucho menos, los únicos que iban a la librería. Al acercarse, vieron para su sorpresa a una multitud que se apretujaba en la puerta, tratando de entrar. El motivo de tal aglomeración lo proclamaba una gran pancarta colgada de las ventanas del primer piso: GILDEROY LOCKHART firmará hoy ejemplares de su autobiografía EL ENCANTADOR de 12.30 a 16.30 horas —¡Podremos conocerle en persona! —chilló Hermione—. ¡Es el que ha escrito casi todos los libros de la lista! La multitud estaba formada principalmente por brujas de la edad de la señora Weasley. En la puerta había un mago con aspecto abrumado, que decía: —Por favor, señoras, tengan calma…, no empujen…, cuidado con los libros… Harry, Ron y Hermione consiguieron al fin entrar. En el interior de la librería, una larga cola serpenteaba hasta el fondo, donde Gilderoy Lockhart estaba firmando libros. Cada uno cogió un ejemplar de Recreo con la «banshee» y se unieron con disimulo al grupo de los Weasley, que estaban en la cola junto con los padres de Hermione. —¡Qué bien, ya estáis aquí! —dijo la señora Weasley. Parecía que le faltaba el aliento, y se retocaba el cabello con las manos—. Enseguida nos tocará. A medida que la cola avanzaba, podían ver mejor a Gilderoy Lockhart. Estaba sentado a una mesa, rodeado de grandes fotografías con su rostro, fotografías en las que guiñaba un ojo y exhibía su deslumbrante dentadura. El Lockhart de carne y hueso vestía una túnica de color añil, que combinaba perfectamente con sus ojos; llevaba su sombrero puntiagudo de mago desenfadadamente ladeado sobre el pelo ondulado. Un hombre pequeño e irritable merodeaba por allí sacando fotos con una gran cámara negra que echaba humaredas de color púrpura a cada destello cegador del flash. —Fuera de aquí —gruñó a Ron, retrocediendo para lograr una toma mejor—. Es para el diario El Profeta. —¡Vaya cosa! —exclamó Ron, frotándose el pie en el sitio en que el fotógrafo lo había pisado. Gilderoy Lockhart lo oyó y levantó la vista. Vio a Ron y luego a Harry, y se fijó en él. Entonces se levantó de un salto y gritó con rotundidad: —¿No será ése Harry Potter? La multitud se hizo a un lado, cuchicheando emocionada. Lockhart se dirigió hacia Harry y cogiéndolo del brazo lo llevó hacia delante. La multitud aplaudió. Harry se notaba la cara encendida cuando Lockhart le estrechó la mano ante el fotógrafo, que no paraba un segundo de sacar fotos, ahumando a los Weasley. —Y ahora sonríe, Harry —le pidió Lockhart con su sonrisa deslumbrante—. Tú y yo juntos nos merecemos la primera página. Cuando le soltó la mano, Harry tenía los dedos entumecidos. Quiso volver con los Weasley, pero Lockhart le pasó el brazo por los hombros y lo retuvo a su lado. —Señoras y caballeros —dijo en voz alta, pidiendo silencio con un gesto de la mano—. ¡Éste es un gran momento! ¡El momento ideal para que les anuncie algo que he mantenido hasta ahora en secreto! Cuando el joven Harry entró hoy en Flourish y Blotts, sólo pensaba comprar mi autobiografía, que estaré muy contento de regalarle. —La multitud aplaudió de nuevo—. Él no sabía —continuó Lockhart, zarandeando a Harry de tal forma que las gafas le resbalaron hasta la punta de la nariz— que en breve iba a recibir de mí mucho más que mi libro El encantador. Harry y sus compañeros de colegio contarán con mi presencia. ¡Sí, señoras y caballeros, tengo el gran placer y el orgullo de anunciarles que desde este mes de septiembre seré el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras en el Colegio Hogwarts de Magia! La multitud aplaudió y vitoreó al mago, y Harry fue obsequiado con las obras completas de Gilderoy Lockhart. Tambaleándose un poco bajo el peso de los libros, logró abrirse camino desde la mesa de Gilderoy, en que se centraba la atención del público, hasta el fondo de la tienda, donde Ginny aguardaba junto a su caldero nuevo. —Tenlos tú —le farfulló Harry, metiendo los libros en el caldero—. Yo compraré los míos… —¿A que te gusta, eh, Potter? —dijo una voz que Harry no tuvo ninguna dificultad en reconocer. Se puso derecho y se encontró cara a cara con Draco Malfoy, que exhibía su habitual aire despectivo—. El famoso Harry Potter. Ni siquiera en una librería puedes dejar de ser el protagonista. —¡Déjale en paz, él no lo ha buscado! —replicó Ginny. Era la primera vez que hablaba delante de Harry. Estaba fulminando a Malfoy con la mirada. —¡Vaya, Potter, tienes novia! —dijo Malfoy arrastrando las palabras. Ginny se puso roja mientras Ron y Hermione se acercaban, con sendos montones de los libros de Lockhart. —¡Ah, eres tú! —dijo Ron, mirando a Malfoy como se mira un chicle que se le ha pegado a uno en la suela del zapato—. ¿A que te sorprende ver aquí a Harry, eh? —No me sorprende tanto como verte a ti en una tienda, Weasley — replicó Malfoy—. Supongo que tus padres pasarán hambre durante un mes para pagarte esos libros. Ron se puso tan rojo como Ginny. Dejó los libros en el caldero y se fue hacia Malfoy, pero Harry y Hermione lo agarraron de la chaqueta. —¡Ron! —dijo el señor Weasley, abriéndose camino a duras penas con Fred y George—. ¿Qué haces? Vamos afuera, que aquí no se puede estar. —Vaya, vaya…, ¡si es el mismísimo Arthur Weasley! Era el padre de Draco. El señor Malfoy había cogido a su hijo por el hombro y miraba con la misma expresión de desprecio que él. —Lucius —dijo el señor Weasley, saludándolo fríamente. —Mucho trabajo en el Ministerio, me han dicho —comentó el señor Malfoy—. Todas esas redadas… Supongo que al menos te pagarán las horas extras, ¿no? —Se acercó al caldero de Ginny y sacó de entre los libros nuevos de Lockhart un ejemplar muy viejo y estropeado de la Guía de transformación para principiantes—. Es evidente que no —rectificó—. Querido amigo, ¿de qué sirve deshonrar el nombre de mago si ni siquiera te pagan bien por ello? El señor Weasley se puso aún más rojo que Ron y Ginny. —Tenemos una idea diferente de qué es lo que deshonra el nombre de mago, Malfoy —contestó. —Es evidente —dijo Malfoy, mirando de reojo a los padres de Hermione, que lo miraban con aprensión—, por las compañías que frecuentas, Weasley… Creía que ya no podías caer más bajo. Entonces el caldero de Ginny saltó por los aires con un estruendo metálico; el señor Weasley se había lanzado sobre el señor Malfoy, y éste fue a dar de espaldas contra un estante. Docenas de pesados libros de conjuros les cayeron sobre la cabeza. Fred y George gritaban: «¡Dale, papá!», y la señora Weasley exclamaba: «¡No, Arthur, no!» La multitud retrocedió en desbandada, derribando a su vez otros estantes. —¡Caballeros, por favor, por favor! —gritó un empleado. Y luego, más alto que las otras voces, se oyó: —¡Basta ya, caballeros, basta ya! Hagrid vadeaba el río de libros para acercarse a ellos. En un instante, separó a Weasley y Malfoy. El primero tenía un labio partido, y al segundo, una Enciclopedia de setas no comestibles le había dado en un ojo. Malfoy todavía sujetaba en la mano el viejo libro sobre transformación. Se lo entregó a Ginny, con la maldad brillándole en los ojos. —Toma, niña, ten tu libro, que tu padre no tiene nada mejor que darte. Librándose de Hagrid, que lo agarraba del brazo, hizo una seña a Draco y salieron de la librería. —No debería hacerle caso, Arthur —dijo Hagrid, ayudándolo a levantarse del suelo y a ponerse bien la túnica—. En esa familia están podridos hasta las entrañas, lo sabe todo el mundo. Son una mala raza. Vamos, salgamos de aquí. Dio la impresión de que el empleado quería impedirles la salida, pero a Hagrid apenas le llegaba a la cintura, y se lo pensó mejor. Se apresuraron a salir a la calle. Los padres de Hermione todavía temblaban del susto y la señora Weasley, que iba a su lado, estaba furiosa. —¡Qué buen ejemplo para tus hijos…, peleando en público! ¿Que habrá pensado Gilderoy Lockhart? —Estaba encantado —repuso Fred—. ¿No le oísteis cuando salíamos de la librería? Le preguntaba al tío ese de El Profeta si podría incluir la pelea en el reportaje. Decía que todo era publicidad. Los ánimos ya se habían calmado cuando el grupo llegó a la chimenea del Caldero Chorreante, donde Harry, los Weasley y todo lo que habían comprado volvieron a La Madriguera utilizando los polvos flu. Antes se despidieron de los Granger, que abandonaron el bar por la otra puerta, hacia la calle muggle que había al otro lado. El señor Weasley iba a preguntarles cómo funcionaban las paradas de autobús, pero se detuvo en cuanto vio la cara que ponía su mujer. Harry se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo antes de utilizar los polvos flu. Decididamente, aquél no era su medio de transporte favorito. CAPÍTULO 5 El sauce boxeador E final del verano llegó más rápido de lo que Harry habría querido. Estaba deseando volver a Hogwarts, pero por otro lado, el mes que había pasado en La Madriguera había sido el más feliz de su vida. Le resultaba difícil no sentir envidia de Ron cuando pensaba en los Dursley y en la bienvenida que le darían cuando volviera a Privet Drive. La última noche, la señora Weasley hizo aparecer, por medio de un conjuro, una cena suntuosa que incluía todos los manjares favoritos de Harry y que terminó con un suculento pudín de melaza. Fred y George redondearon la noche con una exhibición de las bengalas del doctor Filibuster, y llenaron la cocina con chispas azules y rojas que rebotaban del techo a las paredes durante al menos media hora. Después de esto, llegó el momento de tomar una última taza de chocolate caliente e ir a la cama. A la mañana siguiente, les llevó mucho rato ponerse en marcha. Se levantaron con el canto del gallo, pero parecía que quedaban muchas cosas por preparar. La señora Weasley, de mal humor, iba de aquí para allá como L una exhalación, buscando tan pronto unos calcetines como una pluma. Algunos chocaban en las escaleras, medio vestidos, sosteniendo en la mano un trozo de tostada, y el señor Weasley, al llevar el baúl de Ginny al coche a través del patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una gallina despistada. A Harry no le entraba en la cabeza que ocho personas, seis baúles grandes, dos lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia. Claro que no había contado con las prestaciones especiales que le había añadido el señor Weasley. —No le digas a Molly ni media palabra —susurró a Harry al abrir el maletero y enseñarle cómo lo había ensanchado mágicamente para que pudieran caber los baúles con toda facilidad. Cuando por fin estuvieron todos en el coche, la señora Weasley echó un vistazo al asiento trasero, en el que Harry, Ron, Fred, George y Percy estaban confortablemente sentados, unos al lado de otros, y dijo: —Los muggles saben más de lo que parece, ¿verdad? —Ella y Ginny iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta tal punto que parecía un banco del parque—. Quiero decir que desde fuera uno nunca diría que el coche es tan espacioso, ¿verdad? El señor Weasley arrancó el coche y salieron del patio. Harry se volvió para echar una última mirada a la casa. Apenas le había dado tiempo a preguntarse cuándo volvería a verla, cuando tuvieron que dar la vuelta, porque a George se le había olvidado su caja de bengalas del doctor Filibuster. Cinco minutos después, el coche tuvo que detenerse en el corral para que Fred pudiera entrar a coger su escoba. Y cuando ya estaban en la autopista, Ginny gritó que se había olvidado su diario y tuvieron que retroceder otra vez. Cuando Ginny subió al coche, después de recoger el diario, llevaban muchísimo retraso y los ánimos estaban alterados. El señor Weasley miró primero su reloj y luego a su mujer. —Molly, querida… —No, Arthur. —Nadie nos vería. Este botón de aquí es un accionador de invisibilidad que he instalado. Ascenderíamos en el aire, luego volaríamos por encima de las nubes y llegaríamos en diez minutos. Nadie se daría cuenta… —He dicho que no, Arthur, no a plena luz del día. Llegaron a King’s Cross a las once menos cuarto. El señor Weasley cruzó la calle a toda pastilla para hacerse con unos carritos para cargar los baúles, y entraron todos corriendo en la estación. Harry ya había cogido el expreso de Hogwarts el año anterior. La dificultad estaba en llegar al andén nueve y tres cuartos, que no era visible para los ojos de los muggles. Lo que había que hacer era atravesar caminando la gruesa barrera que separaba el andén nueve del diez. No era doloroso, pero había que hacerlo con cuidado para que ningún muggle notara la desaparición. —Percy primero —dijo la señora Weasley, mirando con inquietud el reloj que había en lo alto, que indicaba que sólo tenían cinco minutos para desaparecer disimuladamente a través de la barrera. Percy avanzó deprisa y desapareció. A continuación fue el señor Weasley. Lo siguieron Fred y George. —Yo pasaré con Ginny, y vosotros dos nos seguís —dijo la señora Weasley a Harry y Ron, cogiendo a Ginny de la mano y empezando a caminar. En un abrir y cerrar de ojos ya no estaban. —Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —dijo Ron a Harry. Harry se aseguró de que la jaula de Hedwig estuviera bien sujeta encima del baúl, y empujó el carrito contra la barrera. No le daba miedo; era mucho más seguro que usar los polvos flu. Se inclinaron sobre la barra de sus carritos y se encaminaron con determinación hacia la barrera, cogiendo velocidad. A un metro de la barrera, empezaron a correr y… ¡PATAPUM! Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron. El baúl de Ron saltó y se estrelló contra el suelo con gran estruendo, Harry se cayó y la jaula de Hedwig, al dar en el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza dentro dando unos terribles chillidos. Todo el mundo los miraba, y un guardia que había allí cerca les gritó: —¿Qué demonios estáis haciendo? —He perdido el control del carrito —dijo Harry entre jadeos, sujetándose las costillas mientras se levantaba. Ron salió corriendo detrás de la jaula de Hedwig, que estaba provocando tal escena que la multitud hacía comentarios sobre la crueldad con los animales. —¿Por qué no hemos podido pasar? —preguntó Harry a Ron. —Ni idea. Ron miró furioso a su alrededor. Una docena de curiosos todavía los estaban mirando. —Vamos a perder el tren —se quejó—. No comprendo por qué se nos ha cerrado el paso. Harry miró el reloj gigante de la estación y sintió náuseas en el estómago. Diez segundos…, nueve segundos… Avanzó con el carrito, con cuidado, hasta que llegó a la barrera, y empujó a continuación con todas sus fuerzas. La barrera permaneció allí, infranqueable. Tres segundos…, dos segundos…, un segundo… —Ha partido —dijo Ron, atónito—. El tren ya ha partido. ¿Qué pasará si mis padres no pueden volver a recogernos? ¿Tienes algo de dinero muggle? Harry soltó una risa irónica. —Hace seis años que los Dursley no me dan la paga semanal. Ron pegó la cabeza a la fría barrera. —No oigo nada —dijo preocupado—. ¿Qué vamos a hacer? No sé cuánto tardarán mis padres en volver por nosotros. Echaron un vistazo a la estación. La gente todavía los miraba, principalmente a causa de los alaridos incesantes de Hedwig. —A lo mejor tendríamos que ir al coche y esperar allí —dijo Harry—. Estamos llamando demasiado la aten… —¡Harry! —dijo Ron, con los ojos refulgentes—. ¡El coche! —¿Qué pasa con él? —¡Podemos llegar a Hogwarts volando! —Pero yo creía… —Estamos en un apuro, ¿verdad? Y tenemos que llegar al colegio, ¿verdad? E incluso a los magos menores de edad se les permite hacer uso de la magia si se trata de una verdadera emergencia, sección decimonovena o algo así de la Restricción sobre Chismes… El pánico que sentía Harry se convirtió de repente en emoción. —¿Sabes hacerlo volar? —Por supuesto —dijo Ron, dirigiendo su carrito hacia la salida—. Venga, vamos, si nos damos prisa podremos seguir al expreso de Hogwarts. Y abriéndose paso a través de la multitud de muggles curiosos, salieron de la estación y regresaron a la calle lateral donde habían aparcado el viejo Ford Anglia. Ron abrió el gran maletero con unos golpes de varita mágica. Metieron dentro los baúles, dejaron a Hedwig en el asiento de atrás y se acomodaron delante. —Comprueba que no nos ve nadie —le pidió Ron, arrancando el coche con otro golpe de varita. Harry sacó la cabeza por la ventanilla; el tráfico retumbaba por la avenida que tenían delante, pero su calle estaba despejada. —Vía libre —dijo Harry. Ron pulsó un diminuto botón plateado que había en el salpicadero y el coche desapareció con ellos. Harry notaba el asiento vibrar debajo de él, oía el motor, sentía sus propias manos en las rodillas y las gafas en la nariz, pero, a juzgar por lo que veía, se había convertido en un par de ojos que flotaban a un metro del suelo en una lúgubre calle llena de coches aparcados. —¡En marcha! —dijo a su lado la voz de Ron. Fue como si el pavimento y los sucios edificios que había a cada lado empezaran a caer y se perdieran de vista al ascender el coche; al cabo de unos segundos, tenían todo Londres bajo sus pies, impresionante y neblinoso. Entonces se oyó un ligero estallido y reaparecieron el coche, Ron y Harry. —¡Vaya! —dijo Ron, pulsando el botón del accionador de invisibilidad —. Se ha estropeado. Los dos se pusieron a darle golpes. El coche desapareció, pero luego empezó a aparecer y desaparecer de forma intermitente. —¡Agárrate! —gritó Ron, y apretó el acelerador. Como una bala, penetraron en las nubes algodonosas y todo se volvió neblinoso y gris. —¿Y ahora qué? —preguntó Harry, pestañeando ante la masa compacta de nubes que los rodeaba por todos lados. —Tendríamos que ver el tren para saber qué dirección seguir —dijo Ron. —Vuelve a descender, rápido. Descendieron por debajo de las nubes, y se asomaron mirando hacia abajo con los ojos entornados. —¡Ya lo veo! —gritó Harry—. ¡Todo recto, por allí! El expreso de Hogwarts corría debajo de ellos, parecido a una serpiente roja. —Derecho hacia el norte —dijo Ron, comprobando el indicador del salpicadero—. Bueno, tendremos que comprobarlo cada media hora más o menos. Agárrate. —Y volvieron a internarse en las nubes. Un minuto después, salían al resplandor de la luz solar. Aquél era un mundo diferente. Las ruedas del coche rozaban el océano de esponjosas nubes y el cielo era una extensión inacabable de color azul intenso bajo un cegador sol blanco. —Ahora sólo tenemos que preocuparnos de los aviones —dijo Ron. Se miraron el uno al otro y rieron. Tardaron mucho en poder parar de reír. Era como si hubieran entrado en un sueño maravilloso. Aquélla, pensó Harry, era seguramente la manera ideal de viajar: pasando copos de nubes que parecían de nieve, en un coche inundado de luz solar cálida y luminosa, con una gran bolsa de caramelos en la guantera e imaginando las caras de envidia que pondrían Fred y George cuando aterrizaran con suavidad en la amplia explanada de césped delante del castillo de Hogwarts. Comprobaban regularmente el rumbo del tren a medida que avanzaban hacia el norte, y cada vez que bajaban por debajo de las nubes veían un paisaje diferente. Londres quedó atrás enseguida y fue reemplazado por campos verdes que dieron paso a brezales de color púrpura, a aldeas con diminutas iglesias en miniatura y a una gran ciudad animada por coches que parecían hormigas de variados colores. Sin embargo, después de varias horas sin sobresaltos, Harry tenía que admitir que parte de la diversión se había esfumado. Los caramelos les habían dado una sed tremenda y no tenían nada que beber. Harry y Ron se habían despojado de sus jerséis, pero al primero se le pegaba la camiseta al respaldo del asiento y a cada momento las gafas le resbalaban hasta la punta de la nariz empapada de sudor. Había dejado de maravillarse con las sorprendentes formas de las nubes y se acordaba todo el tiempo del tren que circulaba miles de metros más abajo, donde se podía comprar zumo de calabaza muy frío del carrito que llevaba una bruja gordita. ¿Por qué motivo no habrían podido entrar en el andén nueve y tres cuartos? —No puede quedar muy lejos ya, ¿verdad? —dijo Ron, con la voz ronca, horas más tarde, cuando el sol se hundía en el lecho de nubes, tiñéndolas de un rosa intenso—. ¿Listo para otra comprobación del tren? Éste continuaba debajo de ellos, abriéndose camino por una montaña coronada de nieve. Se veía mucho más oscuro bajo el dosel de nubes. Ron apretó el acelerador y volvieron a ascender, pero al hacerlo, el motor empezó a chirriar. Harry y Ron se intercambiaron miradas nerviosas. —Seguramente es porque está cansado —dijo Ron—, nunca había hecho un viaje tan largo… Y ambos hicieron como que no se daban cuenta de que el chirrido se hacía más intenso al tiempo que el cielo se oscurecía. Las estrellas iban apareciendo en el firmamento. Se hacía de noche. Harry volvió a ponerse el jersey, tratando de no dar importancia al hecho de que los limpiaparabrisas se movían despacio, como en protesta. —Ya queda poco —dijo Ron, dirigiéndose más al coche que a Harry—, ya queda muy poco —repitió, dando unas palmadas en el salpicadero con aire preocupado. Cuando, un poco más adelante, volvieron a descender por debajo de las nubes, tuvieron que aguzar la vista en busca de algo que pudieran reconocer. —¡Allí! —gritó Harry de forma que Ron y Hedwig dieron un bote—. ¡Allí delante mismo! En lo alto del acantilado que se elevaba sobre el lago, las numerosas torres y atalayas del castillo de Hogwarts se recortaban contra el oscuro horizonte. Pero el coche había empezado a dar sacudidas y a perder velocidad. —¡Vamos! —dijo Ron para animar al coche, dando una ligera sacudida al volante—. ¡Venga, que ya llegamos! El motor chirriaba. Del capó empezaron a salir delgados chorros de vapor. Harry se agarró muy fuerte al asiento cuando se orientaron hacia el lago. El coche osciló de manera preocupante. Mirando por la ventanilla, Harry vio la superficie calma, negra y cristalina del agua, un par de kilómetros por debajo de ellos. Ron aferraba con tanta fuerza el volante, que se le ponían blancos los nudillos de las manos. El coche volvió a tambalearse. —¡Vamos! —dijo Ron. Sobrevolaban el lago. El castillo estaba justo delante de ellos. Ron apretó el pedal a fondo. Oyeron un estruendo metálico, seguido de un chisporroteo, y el motor se paró completamente. —¡Oh! —exclamó Ron, en medio del silencio. El morro del coche se inclinó irremediablemente hacia abajo. Caían, cada vez más rápido, directos contra el sólido muro del castillo. —¡Noooooo! —gritó Ron, girando el volante; esquivaron el muro por unos centímetros cuando el coche viró describiendo un pronunciado arco y planeó sobre los invernaderos y luego sobre la huerta y el oscuro césped, perdiendo altura sin cesar. Ron soltó el volante y se sacó del bolsillo de atrás la varita mágica. —¡ALTO! ¡ALTO! —gritó, dando unos golpes en el salpicadero y el parabrisas, pero todavía estaban cayendo en picado, y el suelo se precipitaba contra ellos… —¡CUIDADO CON EL ÁRBOL! —gritó Harry, cogiendo el volante, pero era demasiado tarde. ¡¡PAF!! Con gran estruendo, chocaron contra el grueso tronco del árbol y se dieron un gran batacazo en el suelo. Del abollado capó salió más humo; Hedwig daba chillidos de terror; a Harry le había salido un doloroso chichón del tamaño de una bola de golf en la cabeza, al golpearse contra el parabrisas; y, a su lado, Ron emitía un gemido ahogado de desesperación. —¿Estás bien? —le preguntó Harry inmediatamente. —¡Mi varita mágica! —dijo Ron con voz temblorosa—. ¡Mira mi varita! Se había partido prácticamente en dos pedazos, y la punta oscilaba, sujeta sólo por unas pocas astillas. Harry abrió la boca para decir que estaba seguro de que podrían recomponerla en el colegio, pero no llegó a decir nada. En aquel mismo momento, algo golpeó contra su lado del coche con la fuerza de un toro que les embistiera y arrojó a Harry sobre Ron, al mismo tiempo que el techo del coche recibía otro golpe igualmente fuerte. —¿Qué ha pasado? Ron ahogó un grito al mirar por el parabrisas, y Harry sacó la cabeza por la ventanilla en el preciso momento en que una rama, gruesa como una serpiente pitón, golpeaba en el coche destrozándolo. El árbol contra el que habían chocado les atacaba. El tronco se había inclinado casi el doble de lo que estaba antes, y azotaba con sus nudosas ramas pesadas como el plomo cada centímetro del coche que tenía a su alcance. —¡Aaaaag! —gritó Ron, cuando una rama retorcida golpeó en su puerta produciendo otra gran abolladura; el parabrisas tembló entonces bajo una lluvia de golpes de ramitas, y una rama gruesa como un ariete aporreó con tal furia el techo, que pareció que éste se hundía. —¡Escapemos! —gritó Ron, empujando la puerta con toda su fuerza, pero inmediatamente el salvaje latigazo de otra rama lo arrojó hacia atrás, contra el regazo de Harry. —¡Estamos perdidos! —gimió, viendo combarse el techo. De repente el suelo del coche comenzó a vibrar: el motor se ponía de nuevo en funcionamiento. —¡Marcha atrás! —gritó Harry, y el coche salió disparado. El árbol aún trataba de golpearles, y pudieron oír crujir sus raíces cuando, en un intento de arremeter contra el coche que escapaba, casi se arranca del suelo. —Por poco —dijo Ron jadeando—. ¡Así se hace, coche! El coche, sin embargo, había agotado sus fuerzas. Con dos golpes secos, las puertas se abrieron y Harry sintió que su asiento se inclinaba hacia un lado y de pronto se encontró sentado en el húmedo césped. Unos ruidos sordos le indicaron que el coche estaba expulsando el equipaje del maletero; la jaula de Hedwig salió volando por los aires y se abrió de golpe, y la lechuza salió emitiendo un fuerte chillido de enojo y voló apresuradamente y sin parar en dirección al castillo. A continuación, el coche, abollado y echando humo, se perdió en la oscuridad, emitiendo un ruido sordo y con las luces de atrás encendidas como en un gesto de enfado. —¡Vuelve! —le gritó Ron, blandiendo la varita rota—. ¡Mi padre me matará! Pero el coche desapareció de la vista con un último bufido del tubo de escape. —¿Es posible que tengamos esta suerte? —preguntó Ron embargado por la tristeza mientras se inclinaba para recoger a Scabbers, la rata—. De todos los árboles con los que podíamos haber chocado, tuvimos que dar contra el único que devuelve los golpes. Se volvió para mirar el viejo árbol, que todavía agitaba sus ramas pavorosamente. —Vamos —dijo Harry, cansado—. Lo mejor que podemos hacer es ir al colegio. No era la llegada triunfal que habían imaginado. Con el cuerpo agarrotado, frío y magullado, cada uno cogió su baúl por la anilla del extremo, y los arrastraron por la ladera cubierta de césped, hacia arriba, donde les esperaban las inmensas puertas de roble de la entrada principal. —Me parece que ya ha comenzado el banquete —dijo Ron, dejando su baúl al principio de los escalones y acercándose sigilosamente para echar un vistazo a través de una ventana iluminada—. ¡Eh, Harry, ven a ver esto… es la Selección! Harry se acercó a toda prisa, y juntos contemplaron el Gran Comedor. Sobre cuatro mesas abarrotadas de gente, se mantenían en el aire innumerables velas, haciendo brillar los platos y las copas. Encima de las cabezas, el techo encantado que siempre reflejaba el cielo exterior estaba cuajado de estrellas. A través de la confusión de los sombreros negros y puntiagudos de Hogwarts, Harry vio una larga hilera de alumnos de primer curso que, con caras asustadas, iban entrando en el comedor. Ginny estaba entre ellos; era fácil de distinguir por el color intenso de su pelo, que revelaba su pertenencia a la familia Weasley. Mientras tanto, la profesora McGonagall, una bruja con gafas y con el pelo recogido en un apretado moño, ponía el famoso Sombrero Seleccionador de Hogwarts sobre un taburete, delante de los recién llegados. Cada año, este sombrero viejo, remendado, raído y sucio, distribuía a los nuevos estudiantes en cada una de las cuatro casas de Hogwarts: Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Harry se acordaba bien de cuando se lo había puesto, un año antes, y había esperado muy quieto la decisión que el sombrero pronunció en voz alta en su oído. Durante unos escasos y horribles segundos, había temido que lo fuera a destinar a Slytherin, la casa que había dado más magos y brujas tenebrosos que ninguna otra, pero había acabado en Gryffindor, con Ron, Hermione y el resto de los Weasley. En el último trimestre, Harry y Ron habían contribuido a que Gryffindor ganara el campeonato de las casas, venciendo a Slytherin por primera vez en siete años. Habían llamado a un chaval muy pequeño, de pelo castaño, para que se pusiera el sombrero. Harry desvió la mirada hacia el profesor Dumbledore, el director, que se hallaba contemplando la Selección desde la mesa de los profesores, con su larga barba plateada y sus gafas de media luna brillando a la luz de las velas. Varios asientos más allá, Harry vio a Gilderoy Lockhart, vestido con una túnica color aguamarina. Y al final estaba Hagrid, grande y peludo, apurando su copa. —Espera… —dijo Harry a Ron en voz baja—. Hay una silla vacía en la mesa de los profesores. ¿Dónde está Snape? Severus Snape era el profesor que menos le gustaba a Harry. Y Harry resultó ser el alumno que menos le gustaba a Snape, que daba clase de Pociones y era cruel, sarcástico y sentía aversión por todos los alumnos que no fueran de Slytherin, la casa a la que pertenecía. —¡A lo mejor está enfermo! —dijo Ron, esperanzado. —¡Quizá se haya ido —dijo Harry—, porque tampoco esta vez ha conseguido el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras! —O quizá lo han echado —dijo Ron con entusiasmo—. Como todo el mundo lo odia… —O tal vez —dijo una voz glacial detrás de ellos— quiera averiguar por qué no habéis llegado vosotros dos en el tren escolar. Harry se dio media vuelta. Allí estaba Severus Snape, con su túnica negra ondeando a la fría brisa. Era un hombre delgado de piel cetrina, nariz ganchuda y pelo negro y grasiento que le llegaba hasta los hombros, y en aquel momento sonreía de tal modo que Ron y Harry comprendieron inmediatamente que se habían metido en un buen lío. —Seguidme —dijo Snape. Sin atreverse a mirarse el uno al otro, Harry y Ron siguieron a Snape escaleras arriba hasta el gran vestíbulo iluminado con antorchas, donde las palabras producían eco. Un delicioso olor de comida flotaba en el Gran Comedor, pero Snape los alejó de la calidez y la luz y los condujo abajo por la estrecha escalera de piedra que llevaba a las mazmorras. —¡Adentro! —dijo, abriendo una puerta que se encontraba a mitad del frío corredor, y señalando su interior. Entraron temblando en el despacho de Snape. Los sombríos muros estaban cubiertos por estantes con grandes tarros de cristal, dentro de los cuales flotaban cosas verdaderamente asquerosas, cuyo nombre en aquel momento a Harry no le interesaba en absoluto. La chimenea estaba apagada y vacía. Snape cerró la puerta y se volvió hacia ellos. —Así que —dijo con voz melosa— el tren no es un medio de transporte digno para el famoso Harry Potter y su fiel compañero Weasley. Queríais hacer una llegada a lo grande, ¿eh, muchachos? —No, señor, fue la barrera en la estación de King’s Cross lo que… —¡Silencio! —dijo Snape con frialdad—. ¿Qué habéis hecho con el coche? Ron tragó saliva. No era la primera vez que a Harry le daba la impresión de que Snape era capaz de leer el pensamiento. Pero enseguida comprendió, cuando Snape desplegó un ejemplar de El Profeta Vespertino de aquel mismo día. —Os han visto —les dijo enfadado, enseñándoles el titular: «MUGGLES» DESCONCERTADOS POR UN FORD ANGLIA VOLADOR Y comenzó a leer en voz alta: —«En Londres, dos muggles están convencidos de haber visto un coche viejo sobrevolando la torre del edificio de Correos (…) al mediodía en Norfolk, la señora Hetty Bayliss, al tender la ropa (…) y el señor Angus Fleet, de Peebles, informaron a la policía, etcétera.» En total, seis o siete muggles. Tengo entendido que tu padre trabaja en la Oficina Contra el Uso Indebido de Artefactos Muggles —dijo, mirando a Ron y sonriendo de manera aún más desagradable—. Vaya, vaya…, su propio hijo… Harry sintió como si una de las ramas más grandes del árbol furioso le acabara de golpear en el estómago. Si alguien averiguara que el señor Weasley había encantado el coche… No se le había ocurrido pensar en eso… —He percibido, en mi examen del parque, que un ejemplar muy valioso de sauce boxeador parece haber sufrido daños considerables —prosiguió Snape. —Ese árbol nos ha hecho más daño a nosotros que nosotros a… —se le escapó a Ron. —¡Silencio! —interrumpió de nuevo Snape—. Por desgracia, vosotros no pertenecéis a mi casa, y la decisión de expulsaros no me corresponde a mí. Voy a buscar a las personas a quienes compete esa grata decisión. Esperad aquí. Ron y Harry se miraron, palideciendo. Harry ya no sentía hambre, sino un tremendo mareo. Trató de no mirar hacia el estante que había detrás del escritorio de Snape, donde en un gran tarro con líquido verde flotaba una cosa muy larga y delgada. Si Snape había ido en busca de la profesora McGonagall, jefa de la casa Gryffindor, su situación no iba a mejorar mucho. Ella podía ser mejor que Snape, pero era muy estricta. Diez minutos después, Snape volvió, y se confirmó que era la profesora McGonagall quien lo acompañaba. Harry había visto en varias ocasiones a la profesora McGonagall enfadada, pero, o bien había olvidado lo tensos que podía poner los labios, o es que nunca la había visto tan enfadada. Ella levantó su varita al entrar. Harry y Ron se estremecieron, pero ella simplemente apuntaba hacia la chimenea, donde las llamas empezaron a brotar al instante. —Sentaos —dijo ella, y los dos se retiraron a dos sillas que había al lado del fuego—. Explicaos —añadió. Sus gafas brillaban inquietantemente. Ron comenzó a narrar toda la historia, empezando por la barrera de la estación, que no les había dejado pasar. —… así que no teníamos otra opción, profesora, no pudimos coger el tren. —¿Y por qué no enviasteis una carta por medio de una lechuza? Imagino que tenéis alguna lechuza —dijo fríamente la profesora McGonagall a Harry. Harry se quedó mirándola con la boca abierta. Ahora que la profesora lo mencionaba, parecía obvio que aquello era lo que tenían que haber hecho. —No-no lo pensé… —Eso —observó la profesora McGonagall— es evidente. Llamaron a la puerta del despacho y Snape la abrió, más contento que unas pascuas. Era el director, el profesor Dumbledore. Harry tenía todo el cuerpo agarrotado. La expresión de Dumbledore era de una severidad inusitada. Miró de tal forma a los dos alumnos que tenía debajo de su gran nariz aguileña, que en aquel momento Harry habría preferido estar con Ron recibiendo los golpes del sauce boxeador. Hubo un prolongado silencio, tras el cual Dumbledore dijo: —Por favor, explicadme por qué lo habéis hecho. Habría sido preferible que hubiera gritado. A Harry le pareció horrible el tono decepcionado que había en su voz. No sabía por qué, pero no podía mirar a Dumbledore a los ojos, y habló con la mirada clavada en sus rodillas. Se lo contó todo a Dumbledore, salvo lo de que el señor Weasley era el propietario del coche encantado, simulando que Ron y él se habían encontrado un coche volador a la salida de la estación. Supuso que Dumbledore les interrogaría inmediatamente al respecto, pero Dumbledore no preguntó nada sobre el coche. Cuando Harry acabó, el director simplemente siguió mirándolos a través de sus gafas. —Iremos a recoger nuestras cosas —dijo Ron en un tono de voz desesperado. —¿Qué quieres decir, Weasley? —bramó la profesora McGonagall. —Bueno, nos van a expulsar, ¿no? —dijo Ron. Harry miró a Dumbledore. —Hoy no, señor Weasley —dijo Dumbledore—. Pero quiero dejar claro que lo que habéis hecho es muy grave. Esta noche escribiré a vuestras familias. He de advertiros también que si volvéis a hacer algo parecido, no tendré más remedio que expulsaros. Por la expresión de Snape, parecía como si sólo se hubieran suprimido las Navidades. Se aclaró la garganta y dijo: —Profesor Dumbledore, estos muchachos han transgredido el decreto para la restricción de la magia en menores de edad, han causado daños graves a un árbol muy antiguo y valioso… Creo que actos de esta naturaleza… —Corresponderá a la profesora McGonagall imponer el castigo a estos muchachos, Severus —dijo Dumbledore con tranquilidad—. Pertenecen a su casa y están por tanto bajo su responsabilidad. —Se volvió hacia la profesora McGonagall—. Tengo que regresar al banquete, Minerva, he de comunicarles unas cuantas cosas. Vamos, Severus, hay una tarta de crema que tiene muy buena pinta y quiero probarla. Al salir del despacho, Snape dirigió a Ron y Harry una mirada envenenada. Se quedaron con la profesora McGonagall, que todavía los miraba como un águila enfurecida. —Lo mejor será que vayas a la enfermería, Weasley, estás sangrando. —No es nada —dijo Ron, frotándose enseguida con la manga la herida que tenía en la ceja—. Profesora, quisiera ver la selección de mi hermana. —La Ceremonia de Selección ya ha concluido —dijo la profesora McGonagall—. Tu hermana está también en Gryffindor. —¡Bien! —dijo Ron. —Y hablando de Gryffindor… —empezó a decir severamente la profesora McGonagall. Pero Harry la interrumpió. —Profesora, cuando nosotros cogimos el coche, el curso aún no había comenzado, así que, en realidad, a Gryffindor no habría que quitarle puntos, ¿no? —dijo, mirándola con temor. La profesora McGonagall le dirigió una mirada penetrante, pero Harry estaba seguro de que había estado a punto de sonreír. Tenía los labios menos tensos, eso era evidente. —No quitaremos puntos a Gryffindor —dijo ella, y Harry se sintió muy aliviado—. Pero vosotros dos seréis castigados. Eso era menos malo de lo que Harry se había temido. En cuanto a que Dumbledore escribiera a los Dursley, le daba lo mismo. Harry sabía perfectamente que los Dursley lamentarían que el sauce boxeador no lo hubiera aplastado. La profesora McGonagall volvió a levantar su varita y apuntó con ella al escritorio de Snape. Sonó un ¡plop! y apareció un gran plato de emparedados, dos copas de plata y una jarra de zumo frío de calabaza. —Comeréis aquí y luego os iréis directamente al dormitorio —indicó —. Yo también tengo que volver al banquete. Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Ron profirió un silbido bajo y prolongado. —Creí que no nos salvábamos —dijo, cogiendo un emparedado. —Y yo también —contestó Harry, haciendo lo mismo. —Pero ¿cómo es posible que tengamos tan mala suerte? —dijo Ron con la boca llena de jamón y pollo—. Fred y George deben de haber volado en ese coche cinco o seis veces y nunca los ha visto ningún muggle. —Tragó y volvió a dar otro bocado—. ¿Y por qué no pudimos atravesar la barrera? Harry se encogió de hombros. —Tendremos que andarnos con mucho cuidado de ahora en adelante — dijo, tomando un refrescante trago de zumo de calabaza—. Si al menos hubiéramos podido subir al banquete… —Ella no quería que hiciéramos ningún alarde —dijo Ron inteligentemente—. No quiere que nadie llegue a pensar que está bien eso de llegar volando en un coche. Cuando hubieron comido todos los emparedados que podían (en el plato iban apareciendo más, conforme los engullían), se levantaron y salieron del despacho, y tomaron el camino que llevaba a la torre de Gryffindor. El castillo estaba en calma, parecía que el banquete había concluido. Pasaron por delante de retratos parlantes y armaduras que chirriaban, y subieron por las escaleras de piedra hasta que llegaron finalmente al corredor donde, oculta detrás de una pintura al óleo que representaba a una mujer gorda vestida con un vestido de seda rosa, estaba la entrada secreta a la torre de Gryffindor. —La contraseña —exigió ella, al verlos acercarse. —Esto… —dijo Harry. No conocían la contraseña del nuevo curso, porque aún no habían visto a ningún prefecto, pero casi al instante les llegó la ayuda; detrás de ellos oyeron unos pasos veloces y al volverse vieron a Hermione que corría a ayudarles. —¡Estáis aquí! ¿Dónde os habíais metido? Corren los rumores más absurdos… Alguien decía que os habían expulsado por haber tenido un accidente con un coche volador. —Bueno, no nos han expulsado —le garantizó Harry. —¿Quieres decir que habéis venido hasta aquí volando? —preguntó Hermione, en un tono de voz casi tan duro como el de la profesora McGonagall. —Ahórrate el sermón —dijo Ron impaciente— y dinos cuál es la nueva contraseña. —Es «somormujo» —dijo Hermione deprisa—, pero ésa no es la cuestión… No pudo terminar lo que estaba diciendo, sin embargo, porque el retrato de la Señora Gorda se abrió y se oyó una repentina salva de aplausos. Al parecer, en la casa de Gryffindor todos estaban despiertos y abarrotaban la sala circular común, de pie sobre las mesas revueltas y las mullidas butacas, esperando a que ellos llegaran. Unos cuantos brazos aparecieron por el hueco de la puerta secreta para tirar de Ron y Harry hacia dentro, y Hermione entró detrás de ellos. —¡Formidable! —gritó Lee Jordan—. ¡Soberbio! ¡Qué llegada! Habéis volado en un coche hasta el sauce boxeador. ¡La gente hablará de esta proeza durante años! —¡Bravo! —dijo un estudiante de quinto curso con quien Harry no había hablado nunca. Alguien le daba palmadas en la espalda como si acabara de ganar una maratón. Fred y George se abrieron camino hasta la primera fila de la multitud y dijeron al mismo tiempo: —¿Por qué no nos llamasteis? Ron estaba azorado y sonreía sin saber qué decir. Harry se fijó en alguien que no estaba en absoluto contento. Al otro lado de la multitud de emocionados estudiantes de primero, vio a Percy que trataba de acercarse para reñirles. Harry le dio a Ron con el codo en las costillas y señaló a Percy con la cabeza. Inmediatamente, Ron entendió lo que le quería decir. —Tenemos que subir…, estamos algo cansados —dijo, y los dos se abrieron paso hacia la puerta que había al otro lado de la estancia, que daba a una escalera de caracol y a los dormitorios. —Buenas noches —dijo Harry a Hermione, volviéndose. Ella tenía la misma cara de enojo que Percy. Consiguieron alcanzar el otro extremo de la sala común, recibiendo palmadas en la espalda, y al fin llegaron a la tranquilidad de la escalera. La subieron deprisa, derechos hasta el final, hasta la puerta de su antiguo dormitorio, que ahora lucía un letrero que indicaba «Segundo curso». Penetraron en la estancia que ya conocían: tenía forma circular, con sus cinco camas adoseladas con terciopelo rojo y sus ventanas elevadas y estrechas. Les habían subido los baúles y los habían dejado a los pies de sus camas respectivas. Ron sonrió a Harry con una expresión de culpabilidad. —Sé que no tendría que haber disfrutado de este recibimiento, pero la verdad es que… La puerta del dormitorio se abrió y entraron los demás chicos del segundo curso de la casa Gryffindor: Seamus Finnigan, Dean Thomas y Neville Longbottom. —¡Increíble! —dijo Seamus sonriendo. —¡Formidable! —dijo Dean. —¡Alucinante! —dijo Neville, sobrecogido. Harry no pudo evitarlo. Él también sonrió. CAPÍTULO 6 Gilderoy Lockhart A día siguiente, sin embargo, Harry apenas sonrió ni una vez. Las cosas fueron de mal en peor desde el desayuno en el Gran Comedor. Bajo el techo encantado, que aquel día estaba de un triste color gris, las cuatro grandes mesas correspondientes a las cuatro casas estaban repletas de soperas con gachas de avena, fuentes de arenques ahumados, montones de tostadas y platos con huevos y beicon. Harry y Ron se sentaron en la mesa de Gryffindor junto a Hermione, que tenía su ejemplar de Viajes con los vampiros abierto y apoyado contra una taza de leche. La frialdad con que ella dijo «buenos días», hizo pensar a Harry que todavía les reprochaba la manera en que habían llegado al colegio. Neville Longbottom, por el L contrario, les saludó alegremente. Neville era un muchacho de cara redonda, propenso a los accidentes, y era la persona con peor memoria de entre todas las que Harry había conocido nunca. —El correo llegará en cualquier momento —comentó Neville—; supongo que mi abuela me enviará las cosas que me he olvidado. Efectivamente, Harry acababa de empezar sus gachas de avena cuando un centenar de lechuzas penetraron con gran estrépito en la sala, volando sobre sus cabezas, dando vueltas por la estancia y dejando caer cartas y paquetes sobre la alborotada multitud. Un gran paquete de forma irregular rebotó en la cabeza de Neville, y un segundo después, una cosa gris cayó sobre la taza de Hermione, salpicándolos a todos de leche y plumas. —¡Errol! —dijo Ron, sacando por las patas a la empapada lechuza. Errol se desplomó, sin sentido, sobre la mesa, con las patas hacia arriba y un sobre rojo y mojado en el pico. »¡No…! —exclamó Ron. —No te preocupes, no está muerto —dijo Hermione, tocando a Errol con la punta del dedo. —No es por eso… sino por esto. Ron señalaba el sobre rojo. A Harry no le parecía que tuviera nada de particular, pero Ron y Neville lo miraban como si pudiera estallar en cualquier momento. —¿Qué pasa? —preguntó Harry. —Me han enviado un vociferador —dijo Ron con un hilo de voz. —Será mejor que lo abras, Ron —dijo Neville, en un tímido susurro—. Si no lo hicieras, sería peor. Mi abuela una vez me envió uno, pero no lo abrí y… —tragó saliva— fue horrible. Harry contempló los rostros aterrorizados y luego el sobre rojo. —¿Qué es un vociferador? —dijo. Pero Ron fijaba toda su atención en la carta, que había empezado a humear por las esquinas. —Ábrela —urgió Neville—. Será cuestión de unos minutos. Ron alargó una mano temblorosa, le quitó a Errol el sobre del pico con mucho cuidado y lo abrió. Neville se tapó los oídos con los dedos. Harry no comprendió por qué lo había hecho hasta una fracción de segundo después. Por un momento, creyó que el sobre había estallado; en el salón se oyó un bramido tan potente que desprendió polvo del techo. —… ROBAR EL COCHE, NO ME HABRÍA EXTRAÑADO QUE TE EXPULSARAN; ESPERA A QUE TE COJA, SUPONGO QUE NO TE HAS PARADO A PENSAR LO QUE SUFRIMOS TU PADRE Y YO CUANDO VIMOS QUE EL COCHE NO ESTABA… Los gritos de la señora Weasley, cien veces más fuertes de lo normal, hacían tintinear los platos y las cucharas en la mesa y reverberaban en los muros de piedra de manera ensordecedora. En el salón, la gente se volvía hacia todos los lados para ver quién era el que había recibido el vociferador, y Ron se encogió tanto en el asiento que sólo se le podía ver la frente colorada. —… ESTA NOCHE LA CARTA DE DUMBLEDORE, CREÍ QUE TU PADRE SE MORÍA DE LA VERGÜENZA, NO TE HEMOS CRIADO PARA QUE TE COMPORTES ASÍ, HARRY Y TÚ PODRÍAIS HABEROS MATADO… Harry se había estado preguntando cuándo aparecería su nombre. Trataba de hacer como que no oía la voz que le estaba perforando los tímpanos. —… COMPLETAMENTE DISGUSTADO, EN EL TRABAJO DE TU PADRE ESTÁN HACIENDO INDAGACIONES, TODO POR CULPA TUYA, Y SI VUELVES A HACER OTRA, POR PEQUEÑA QUE SEA, TE SACAREMOS DEL COLEGIO. Se hizo un silencio en el que resonaban aún las palabras de la carta. El sobre rojo, que había caído al suelo, ardió y se convirtió en cenizas. Harry y Ron se quedaron aturdidos, como si un maremoto les hubiera pasado por encima. Algunos se rieron y, poco a poco, el habitual alboroto retornó al salón. Hermione cerró el libro Viajes con los vampiros y miró a Ron, que seguía encogido. —Bueno, no sé lo que esperabas, Ron, pero tú… —No me digas que me lo merezco —atajó Ron. Harry apartó su plato de gachas. El sentimiento de culpabilidad le revolvía las tripas. El señor Weasley tendría que afrontar una investigación en su trabajo. Después de todo lo que los padres de Ron habían hecho por él durante el verano… Pero Harry no tuvo demasiado tiempo para pensar en aquello, porque la profesora McGonagall recorría la mesa de Gryffindor entregando los horarios. Harry cogió el suyo y vio que tenían en primer lugar dos horas de Herbología con los de la casa de Hufflepuff. Harry, Ron y Hermione abandonaron juntos el castillo, cruzaron la huerta por el camino y se dirigieron a los invernaderos donde crecían las plantas mágicas. El vociferador había tenido al menos un efecto positivo: parecía que Hermione consideraba que ellos ya habían tenido suficiente castigo y volvía a mostrarse amable. Al dirigirse a los invernaderos, vieron al resto de la clase congregada en la puerta, esperando a la profesora Sprout. Harry, Ron y Hermione acababan de llegar cuando la vieron acercarse con paso decidido a través de la explanada, acompañada por Gilderoy Lockhart. La profesora Sprout llevaba un montón de vendas en los brazos, y sintiendo otra punzada de remordimiento, Harry vio a lo lejos que el sauce boxeador tenía varias de sus ramas en cabestrillo. La profesora Sprout era una bruja pequeña y rechoncha que llevaba un sombrero remendado sobre la cabellera suelta. Generalmente, sus ropas siempre estaban manchadas de tierra, y si tía Petunia hubiera visto cómo llevaba las uñas, se habría desmayado. Gilderoy Lockhart, sin embargo, iba inmaculado con su túnica amplia color turquesa y su pelo dorado que brillaba bajo un sombrero igualmente turquesa con ribetes de oro, perfectamente colocado. —¡Hola, qué hay! —saludó Lockhart, sonriendo al grupo de estudiantes —. Estaba explicando a la profesora Sprout la manera en que hay que curar a un sauce boxeador. ¡Pero no quiero que penséis que sé más que ella de botánica! Lo que pasa es que en mis viajes me he encontrado varias de estas especies exóticas y… —¡Hoy iremos al Invernadero 3, muchachos! —dijo la profesora Sprout, que parecía claramente disgustada, lo cual no concordaba en absoluto con el buen humor habitual en ella. Se oyeron murmullos de interés. Hasta entonces, sólo habían trabajado en el Invernadero 1. En el Invernadero 3 había plantas mucho más interesantes y peligrosas. La profesora Sprout cogió una llave grande que llevaba en el cinto y abrió con ella la puerta. A Harry le llegó el olor de la tierra húmeda y el abono mezclados con el perfume intenso de unas flores gigantes, del tamaño de un paraguas, que colgaban del techo. Se disponía a entrar detrás de Ron y Hermione cuando Lockhart lo detuvo sacando la mano rapidísimamente. —¡Harry! Quería hablar contigo… Profesora Sprout, no le importa si retengo a Harry un par de minutos, ¿verdad? A juzgar por la cara que puso la profesora Sprout, sí le importaba, pero Lockhart añadió: —Sólo un momento —y le cerró la puerta del invernadero en las narices. —Harry —dijo Lockhart. Sus grandes dientes blancos brillaban al sol cuando movía la cabeza—. Harry, Harry, Harry. Harry no dijo nada. Estaba completamente perplejo. No tenía ni idea de qué se trataba. Estaba a punto de decírselo, cuando Lockhart prosiguió: —Nunca nada me había impresionado tanto como esto, ¡llegar a Hogwarts volando en un coche! Claro que enseguida supe por qué lo habías hecho. Se veía a la legua. Harry, Harry, Harry. Era increíble cómo se las arreglaba para enseñar todos los dientes incluso cuando no estaba hablando. —Te metí el gusanillo de la publicidad, ¿eh? —dijo Lockhart—. Le has encontrado el gusto. Te viste compartiendo conmigo la primera página del periódico y no pudiste resistir salir de nuevo. —No, profesor, verá… —Harry, Harry, Harry —dijo Lockhart, cogiéndole por el hombro—. Lo comprendo. Es natural querer probar un poco más una vez que uno le ha cogido el gusto. Y me avergüenzo de mí mismo por habértelo hecho probar, porque es lógico que se te subiera a la cabeza. Pero mira, muchacho, no puedes ir volando en coche para convertirte en noticia. Tienes que tomártelo con calma, ¿de acuerdo? Ya tendrás tiempo para estas cosas cuando seas mayor. Sí, sí, ya sé lo que estás pensando: «¡Es muy fácil para él, siendo ya un mago de fama internacional!» Pero cuando yo tenía doce años, era tan poco importante como tú ahora. ¡De hecho, creo que era menos importante! Quiero decir que hay gente que ha oído hablar de ti, ¿no?, por todo ese asunto con El-que-no-debe-ser-nombrado. —Contempló la cicatriz en forma de rayo que Harry tenía en la frente—. Lo sé, lo sé, no es tanto como ganar cinco veces seguidas el Premio a la Sonrisa más Encantadora, concedido por la revista Corazón de bruja, como he hecho yo, pero por algo hay que empezar. Le guiñó un ojo a Harry y se alejó con paso seguro. Harry se quedó atónito durante unos instantes, y luego, recordando que tenía que estar ya en el invernadero, abrió la puerta y entró. La profesora Sprout estaba en el centro del invernadero, detrás de una mesa montada sobre caballetes. Sobre la mesa había unas veinte orejeras. Cuando Harry ocupó su sitio entre Ron y Hermione, la profesora dijo: —Hoy nos vamos a dedicar a replantar mandrágoras. Veamos, ¿quién me puede decir qué propiedades tiene la mandrágora? Sin que nadie se sorprendiera, Hermione fue la primera en alzar la mano. —La mandrágora, o mandrágula, es un reconstituyente muy eficaz — dijo Hermione en un tono que daba la impresión, como de costumbre, de que se había tragado el libro de texto—. Se utiliza para volver a su estado original a la gente que ha sido transformada o encantada. —Excelente, diez puntos para Gryffindor —dijo la profesora Sprout—. La mandrágora es un ingrediente esencial en muchos antídotos. Pero, sin embargo, también es peligrosa. ¿Quién me puede decir por qué? Al levantar de nuevo velozmente la mano, Hermione casi se lleva por delante las gafas de Harry. —El llanto de la mandrágora es fatal para quien lo oye —dijo Hermione instantáneamente. —Exacto. Otros diez puntos —dijo la profesora Sprout—. Bueno, las mandrágoras que tenemos aquí son todavía muy jóvenes. Mientras hablaba, señalaba una fila de bandejas hondas, y todos se echaron hacia delante para ver mejor. Un centenar de pequeñas plantas con sus hojas de color verde violáceo crecían en fila. A Harry, que no tenía ni idea de lo que Hermione había querido decir con lo de «el llanto de la mandrágora», le parecían completamente vulgares. —Poneos unas orejeras cada uno —dijo la profesora Sprout. Hubo un forcejeo porque todos querían coger las únicas que no eran ni de peluche ni de color rosa. —Cuando os diga que os las pongáis, aseguraos de que vuestros oídos quedan completamente tapados —dijo la profesora Sprout—. Cuando os las podáis quitar, levantaré el pulgar. De acuerdo, poneos las orejeras. Harry se las puso rápidamente. Insonorizaban completamente los oídos. La profesora Sprout se puso unas de color rosa, se remangó, cogió firmemente una de las plantas y tiró de ella con fuerza. Harry dejó escapar un grito de sorpresa que nadie pudo oír. En lugar de raíces, surgió de la tierra un niño recién nacido, pequeño, lleno de barro y extremadamente feo. Las hojas le salían directamente de la cabeza. Tenía la piel de un color verde claro con manchas, y se veía que estaba llorando con toda la fuerza de sus pulmones. La profesora Sprout cogió una maceta grande de debajo de la mesa, metió dentro la mandrágora y la cubrió con una tierra abonada, negra y húmeda, hasta que sólo quedaron visibles las hojas. La profesora Sprout se sacudió las manos, levantó el pulgar y se quitó ella también las orejeras. —Como nuestras mandrágoras son sólo plantones pequeños, sus llantos todavía no son mortales —dijo ella con toda tranquilidad, como si lo que acababa de hacer no fuera más impresionante que regar una begonia—. Sin embargo, os dejarían inconscientes durante varias horas, y como estoy segura de que ninguno de vosotros quiere perderse su primer día de clase, aseguraos de que os ponéis bien las orejeras para hacer el trabajo. Ya os avisaré cuando sea hora de recoger. »Cuatro por bandeja. Hay suficientes macetas aquí. La tierra abonada está en aquellos sacos. Y tened mucho cuidado con las Tentacula Venenosa, porque les están saliendo los dientes. Mientras hablaba, dio un fuerte manotazo a una planta roja con espinas, haciéndole que retirara los largos tentáculos que se habían acercado a su hombro muy disimulada y lentamente. Harry, Ron y Hermione compartieron su bandeja con un muchacho de Hufflepuff que Harry conocía de vista, pero con quien no había hablado nunca. —Justin Finch-Fletchley —dijo alegremente, dándole la mano a Harry —. Claro que sé quién eres, el famoso Harry Potter. Y tú eres Hermione Granger, siempre la primera en todo. —Hermione sonrió al estrecharle la mano—. Y Ron Weasley. ¿No era tuyo el coche volador? Ron no sonrió. Obviamente, todavía se acordaba del vociferador. —Ese Lockhart es famoso, ¿verdad? —dijo contento Justin, cuando empezaban a llenar sus macetas con estiércol de dragón—. ¡Qué tío más valiente! ¿Habéis leído sus libros? Yo me habría muerto de miedo si un hombre lobo me hubiera acorralado en una cabina de teléfonos, pero él se mantuvo sereno y ¡zas! Formidable. »Me habían reservado plaza en Eton, pero estoy muy contento de haber venido aquí. Naturalmente, mi madre estaba algo disgustada, pero desde que le hice leer los libros de Lockhart, empezó a comprender lo útil que puede resultar tener en la familia a un mago bien instruido… Después ya no tuvieron muchas posibilidades de charlar. Se habían vuelto a poner las orejeras y tenían que concentrarse en las mandrágoras. Para la profesora Sprout había resultado muy fácil, pero en realidad no lo era. A las mandrágoras no les gustaba salir de la tierra, pero tampoco parecía que quisieran volver a ella. Se retorcían, pataleaban, sacudían sus pequeños puños y rechinaban los dientes. Harry se pasó diez minutos largos intentando meter una algo más grande en la maceta. Al final de la clase, Harry, al igual que los demás, estaba empapado en sudor, le dolían varias partes del cuerpo y estaba lleno de tierra. Volvieron al castillo para lavarse un poco, y los de Gryffindor marcharon corriendo a la clase de Transformaciones. Las clases de la profesora McGonagall eran siempre muy duras, pero aquel primer día resultó especialmente difícil. Todo lo que Harry había aprendido el año anterior parecía habérsele ido de la cabeza durante el verano. Tenía que convertir un escarabajo en un botón, pero lo único que conseguía era cansar al escarabajo, porque cada vez que éste esquivaba la varita mágica, se caía del pupitre. A Ron aún le iba peor. Había recompuesto su varita con un poco de celo que le habían dado, pero parecía que la reparación no había sido suficiente. Crujía y echaba chispas en los momentos más raros, y cada vez que Ron intentaba transformar su escarabajo, quedaba envuelto en un espeso humo gris que olía a huevos podridos. Incapaz de ver lo que hacía, aplastó el escarabajo con el codo sin querer y tuvo que pedir otro. A la profesora McGonagall no le hizo mucha gracia. Harry se sintió aliviado al oír la campana de la comida. Sentía el cerebro como una esponja escurrida. Todos salieron ordenadamente de la clase salvo él y Ron, que todavía estaba dando golpes furiosos en el pupitre con la varita. —¡Chisme inútil, que no sirves para nada! —Pídeles otra a tus padres —sugirió Harry cuando la varita produjo una descarga de disparos, como si fuera una traca. —Ya, y recibiré como respuesta otro vociferador —dijo Ron, metiendo en la bolsa la varita, que en aquel momento estaba silbando— que diga: «Es culpa tuya que se te haya partido la varita.» Bajaron a comer, pero el humor de Ron no mejoró cuando Hermione le enseñó el puñado de botones que había conseguido en la clase de Transformaciones. —¿Qué hay esta tarde? —dijo Harry, cambiando de tema rápidamente. —Defensa Contra las Artes Oscuras —dijo Hermione en el acto. —¿Por qué —preguntó Ron, cogiéndole el horario— has rodeado todas las clases de Lockhart con corazoncitos? Hermione le quitó el horario. Se había puesto roja. Terminaron de comer y salieron al patio. Estaba nublado. Hermione se sentó en un peldaño de piedra y volvió a hundir las narices en Viajes con los vampiros. Harry y Ron se pusieron a hablar de quidditch, y pasaron varios minutos antes de que Harry se diera cuenta de que alguien lo vigilaba estrechamente. Al levantar la vista, vio al muchacho pequeño de pelo castaño que la noche anterior se había puesto el sombrero seleccionador. Lo miraba como paralizado. Tenía en las manos lo que parecía una cámara de fotos muggle normal y corriente, y cuando Harry miró hacia él, se ruborizó en extremo. —¿Me dejas, Harry? Soy… soy Colin Creevey —dijo entrecortadamente, dando un indeciso paso hacia delante—. Estoy en Gryffindor también. ¿Podría…, me dejas… que te haga una foto? —dijo, levantando la cámara esperanzado. —¿Una foto? —repitió Harry sin comprender. —Con ella podré demostrar que te he visto —dijo Colin Creevey con impaciencia, acercándose un poco más, como si no se atreviera—. Lo sé todo sobre ti. Todos me lo han contado: cómo sobreviviste cuando Quientú-sabes intentó matarte y cómo desapareció él, y toda esa historia, y que conservas en la frente la cicatriz en forma de rayo (con los ojos recorrió la línea del pelo de Harry). Y me ha dicho un compañero del dormitorio que si revelo el negativo en la poción adecuada, la foto saldrá con movimiento. — Colin exhaló un soplido de emoción y continuó—: Esto es estupendo, ¿verdad? Yo no tenía ni idea de que las cosas raras que hacía eran magia, hasta que recibí la carta de Hogwarts. Mi padre es lechero y tampoco podía creérselo. Así que me dedico a tomar montones de fotos para enviárselas a casa. Y sería estupendo hacerte una. —Miró a Harry casi rogándole—. Tal vez tu amigo querría sacárnosla para que pudiera salir yo a tu lado. ¿Y me la podrías firmar luego? —¿Firmar fotos? ¿Te dedicas a firmar fotos, Potter? En todo el patio resonó la voz potente y cáustica de Draco Malfoy. Se había puesto detrás de Colin, flanqueado, como siempre en Hogwarts, por Crabbe y Goyle, sus amigotes. —¡Todo el mundo a la cola! —gritó Malfoy a la multitud—. ¡Harry Potter firma fotos! —No es verdad —dijo Harry de mal humor, apretando los puños—. ¡Cállate, Malfoy! —Lo que pasa es que le tienes envidia —dijo Colin, cuyo cuerpo entero no era más grueso que el cuello de Crabbe. —¿Envidia? —dijo Malfoy, que ya no necesitaba seguir gritando, porque la mitad del patio lo escuchaba—. ¿De qué? ¿De tener una asquerosa cicatriz en la frente? No, gracias. ¿Desde cuándo uno es más importante por tener la cabeza rajada por una cicatriz? Crabbe y Goyle se estaban riendo con una risita idiota. —Échate al retrete y tira de la cadena, Malfoy —dijo Ron con cara de malas pulgas. Crabbe dejó de reír y empezó a restregarse de manera amenazadora los nudillos, que eran del tamaño de castañas. —Weasley, ten cuidado —dijo Malfoy con un aire despectivo—. No te metas en problemas o vendrá tu mamá y te sacará del colegio. —Luego imitó un tono de voz chillón y amenazante—. «Si vuelves a hacer otra…» Varios alumnos de quinto curso de la casa de Slytherin que había por allí cerca rieron la gracia a carcajadas. —A Weasley le gustaría que le firmaras una foto, Potter —sonrió Malfoy—. Pronto valdrá más que la casa entera de su familia. Ron sacó su varita reparada con celo, pero Hermione cerró Viajes con los vampiros de un golpe y susurró: —¡Cuidado! —¿Qué pasa aquí? ¿Qué es lo que pasa aquí? —Gilderoy Lockhart caminaba hacia ellos a grandes zancadas, y la túnica color turquesa se le arremolinaba por detrás—. ¿Quién firma fotos? Harry quería hablar, pero Lockhart lo interrumpió pasándole un brazo por los hombros y diciéndole en voz alta y tono jovial: —¡No sé por qué lo he preguntado! ¡Volvemos a las andadas, Harry! Sujeto por Lockhart y muerto de vergüenza, Harry vio que Malfoy se mezclaba sonriente con la multitud. —Vamos, señor Creevey —dijo Lockhart, sonriendo a Colin—. Una foto de los dos será mucho mejor. Y te la firmaremos los dos. Colin buscó la cámara a tientas y sacó la foto al mismo tiempo que la campana señalaba el inicio de las clases de la tarde. —¡Adentro todos, venga, por ahí! —gritó Lockhart a los alumnos, y se dirigió al castillo llevando de los hombros a Harry, que hubiera deseado disponer de un buen hechizo desvanecedor. »Quisiera darte un consejo, Harry —le dijo Lockhart paternalmente al entrar en el edificio por una puerta lateral—. Te he ayudado a pasar desapercibido con el joven Creevey, porque si me fotografiaba también a mí, tus compañeros no pensarían que te querías dar tanta importancia. Sin hacer caso a las protestas de Harry, Lockhart lo llevó por un pasillo lleno de estudiantes que los miraban, y luego subieron por una escalera. —Déjame que te diga que repartir fotos firmadas en este estadio de tu carrera puede que no sea muy sensato. Para serte franco, Harry, parece un poco engreído. Bien puede llegar el día en que necesites llevar un montón de fotos a mano adondequiera que vayas, como me ocurre a mí, pero —rió — no creo que hayas llegado ya a ese punto. Habían alcanzado el aula de Lockhart y éste dejó libre por fin a Harry, que se arregló la túnica y buscó un asiento al final del aula, donde se parapetó detrás de los siete libros de Lockhart, de forma que se evitaba la contemplación del Lockhart de carne y hueso. El resto de la clase entró en el aula ruidosamente, y Ron y Hermione se sentaron a ambos lados de Harry. —Se podía freír un huevo en tu cara —dijo Ron—. Más te vale que Creevey y Ginny no se conozcan, porque fundarían el club de fans de Harry Potter. —Cállate —le interrumpió Harry. Lo único que le faltaba es que a oídos de Lockhart llegaran las palabras «club de fans de Harry Potter». Cuando todos estuvieron sentados, Lockhart se aclaró sonoramente la garganta y se hizo el silencio. Se acercó a Neville Longbottom, cogió el ejemplar de Recorridos con los trols y lo levantó para enseñar la portada, con su propia fotografía que guiñaba un ojo. —Yo —dijo, señalando la foto y guiñando el ojo él también— soy Gilderoy Lockhart, Caballero de la Orden de Merlín, de tercera clase, Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras, y ganador en cinco ocasiones del Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista Corazón de bruja, pero no quiero hablar de eso. ¡No fue con mi sonrisa con lo que me libré de la banshee que presagiaba la muerte! Esperó que se rieran todos, pero sólo hubo alguna sonrisa. —Veo que todos habéis comprado mis obras completas; bien hecho. He pensado que podíamos comenzar hoy con un pequeño cuestionario. No os preocupéis, sólo es para comprobar si los habéis leído bien, cuánto habéis asimilado… Cuando terminó de repartir los folios con el cuestionario, volvió a la cabecera de la clase y dijo: —Disponéis de treinta minutos. Podéis comenzar… ¡ya! Harry miró el papel y leyó: 1. ¿Cuál es el color favorito de Gilderoy Lockhart? 2. ¿Cuál es la ambición secreta de Gilderoy Lockhart? 3. ¿Cuál es, en tu opinión, el mayor logro hasta la fecha de Gilderoy Lockhart? Así seguía y seguía, a lo largo de tres páginas, hasta: 54. ¿Qué día es el cumpleaños de Gilderoy Lockhart, y cuál sería su regalo ideal? Media hora después, Lockhart recogió los folios y los hojeó delante de la clase. —Vaya, vaya. Muy pocos recordáis que mi color favorito es el lila. Lo digo en Un año con el Yeti. Y algunos tenéis que volver a leer con mayor detenimiento Paseos con los hombres lobo. En el capítulo doce afirmo con claridad que mi regalo de cumpleaños ideal sería la armonía entre las comunidades mágica y no mágica. ¡Aunque tampoco le haría ascos a una botella mágnum de whisky envejecido de Ogden! Volvió a guiñarles un ojo pícaramente. Ron miraba a Lockhart con una expresión de incredulidad en el rostro; Seamus Finnigan y Dean Thomas, que se sentaban delante, se convulsionaban en una risa silenciosa. Hermione, por el contrario, escuchaba a Lockhart con embelesada atención y dio un respingo cuando éste mencionó su nombre. —… pero la señorita Hermione Granger sí conoce mi ambición secreta, que es librar al mundo del mal y comercializar mi propia gama de productos para el cuidado del cabello, ¡buena chica! De hecho —dio la vuelta al papel —, ¡está perfecto! ¿Dónde está la señorita Hermione Granger? Hermione alzó una mano temblorosa. —¡Excelente! —dijo Lockhart con una sonrisa—, ¡excelente! ¡Diez puntos para Gryffindor! Y en cuanto a… De debajo de la mesa sacó una jaula grande, cubierta por una funda, y la puso encima de la mesa, para que todos la vieran. —Ahora, ¡cuidado! Es mi misión dotaros de defensas contra las más horrendas criaturas del mundo mágico. Puede que en esta misma aula os tengáis que encarar a las cosas que más teméis. Pero sabed que no os ocurrirá nada malo mientras yo esté aquí. Todo lo que os pido es que conservéis la calma. En contra de lo que se había propuesto, Harry asomó la cabeza por detrás del montón de libros para ver mejor la jaula. Lockhart puso una mano sobre la funda. Dean y Seamus habían dejado de reír. Neville se encogía en su asiento de la primera fila. —Tengo que pediros que no gritéis —dijo Lockhart en voz baja—. Podrían enfurecerse. Cuando toda la clase estaba con el corazón en un puño, Lockhart levantó la funda. —Sí —dijo con entonación teatral—, duendecillos de Cornualles recién cogidos. Seamus Finnigan no pudo controlarse y soltó una carcajada que ni siquiera Lockhart pudo interpretar como un grito de terror. —¿Sí? —Lockhart sonrió a Seamus. —Bueno, es que no son… muy peligrosos, ¿verdad? —se explicó Seamus con dificultad. —¡No estés tan seguro! —dijo Lockhart, apuntando a Seamus con un dedo acusador—. ¡Pueden ser unos seres endemoniadamente engañosos! Los duendecillos eran de color azul eléctrico y medían unos veinte centímetros de altura, con rostros afilados y voces tan agudas y estridentes que era como oír a un montón de periquitos discutiendo. En el instante en que había levantado la funda, se habían puesto a parlotear y a moverse como locos, golpeando los barrotes para meter ruido y haciendo muecas a los que tenían más cerca. —Está bien —dijo Lockhart en voz alta—. ¡Veamos qué hacéis con ellos! —Y abrió la jaula. Se armó un pandemónium. Los duendecillos salieron disparados como cohetes en todas direcciones. Dos cogieron a Neville por las orejas y lo alzaron en el aire. Algunos salieron volando y atravesaron las ventanas, llenando de cristales rotos a los de la fila de atrás. El resto se dedicó a destruir la clase más rápidamente que un rinoceronte en estampida. Cogían los tinteros y rociaban de tinta la clase, hacían trizas los libros y los folios, rasgaban los carteles de las paredes, le daban vuelta a la papelera y cogían bolsas y libros y los arrojaban por las ventanas rotas. Al cabo de unos minutos, la mitad de la clase se había refugiado debajo de los pupitres y Neville se balanceaba colgando de la lámpara del techo. —Vamos ya, rodeadlos, rodeadlos, sólo son duendecillos… —gritaba Lockhart. Se remangó, blandió su varita mágica y gritó: —¡Peskipiski Pestenomi! No sirvió absolutamente de nada; uno de los duendecillos le arrebató la varita y la tiró por la ventana. Lockhart tragó saliva y se escondió debajo de su mesa, a tiempo de evitar ser aplastado por Neville, que cayó al suelo un segundo más tarde, al ceder la lámpara. Sonó la campana y todos corrieron hacia la salida. En la calma relativa que siguió, Lockhart se irguió, vio a Harry, Ron y Hermione y les dijo: —Bueno, vosotros tres meteréis en la jaula los que quedan. —Salió y cerró la puerta. —¿Habéis visto? —bramó Ron, cuando uno de los duendecillos que quedaban le mordió en la oreja haciéndole daño. —Sólo quiere que adquiramos experiencia práctica —dijo Hermione, inmovilizando a dos duendecillos a la vez con un útil hechizo congelador y metiéndolos en la jaula. —¿Experiencia práctica? —dijo Harry, intentando atrapar a uno que bailaba fuera de su alcance sacando la lengua—. Hermione, él no tenía ni idea de lo que hacía. —Mentira —dijo Hermione—. Ya has leído sus libros, fíjate en todas las cosas asombrosas que ha hecho… —Que él dice que ha hecho —añadió Ron. CAPÍTULO 7 Los «sangre sucia» y una voz misteriosa D los días siguientes, Harry pasó bastante tiempo esquivando a Gilderoy Lockhart cada vez que lo veía acercarse por un corredor. Pero más difícil aún era evitar a Colin Creevey, que parecía saberse de memoria el horario de Harry. Nada le hacía tan feliz como preguntar «¿Va todo bien, Harry?» seis o siete veces al día, y oír «Hola, Colin» en respuesta, a pesar de que la voz de Harry en tales ocasiones sonaba irritada. Hedwig seguía enfadada con Harry a causa del desastroso viaje en coche, y la varita de Ron, que todavía no funcionaba correctamente, se superó a sí misma el viernes por la mañana al escaparse de la mano de Ron en la clase de Encantamientos y dispararse contra el profesor Flitwick, que URANTE era viejo y bajito, y golpearle directamente entre los ojos, produciéndole un gran divieso verde y doloroso en el lugar del impacto. Así que, entre unas cosas y otras, Harry se alegró muchísimo cuando llegó el fin de semana, porque Ron, Hermione y él habían planeado hacer una visita a Hagrid el sábado por la mañana. Pero el capitán del equipo de quidditch de Gryffindor, Oliver Wood, despertó a Harry con un zarandeo varias horas antes de lo que él habría deseado. —¿Qué pasa? —preguntó Harry, aturdido. —¡Entrenamiento de quidditch! —respondió Wood—. ¡Vamos! Harry miró por la ventana, entornando los ojos. Una neblina flotaba en el cielo de color rojizo y dorado. Una vez despierto, se preguntó cómo había podido dormir con semejante alboroto de pájaros. —Oliver —observó Harry con voz ronca—, si todavía está amaneciendo… —Exacto —respondió Wood. Era un muchacho alto y fornido de sexto curso y, en aquel momento, tenía los ojos brillantes de entusiasmo—. Forma parte de nuestro nuevo programa de entrenamiento. Venga, coge tu escoba y andando —dijo Wood con decisión—. Ningún equipo ha empezado a entrenar todavía. Este año vamos a ser los primeros en empezar… Bostezando y un poco tembloroso, Harry saltó de la cama e intentó buscar su túnica de quidditch. —¡Así me gusta! —dijo Wood—. Nos veremos en el campo dentro de quince minutos. Encima de la túnica roja del equipo de Gryffindor se puso la capa para no pasar frío, garabateó a Ron una nota en la que le explicaba adónde había ido y bajó a la sala común por la escalera de caracol, con la Nimbus 2.000 sobre el hombro. Al llegar al retrato por el que se salía, oyó tras él unos pasos y vio que Colin Creevey bajaba las escaleras corriendo, con la cámara colgada del cuello, que se balanceaba como loca, y llevaba algo en la mano. —¡Oí que alguien pronunciaba tu nombre en las escaleras, Harry! ¡Mira lo que tengo aquí! La he revelado y te la quería enseñar… Desconcertado, Harry miró la fotografía que Colin sostenía delante de su nariz. Un Lockhart móvil en blanco y negro tiraba de un brazo que Harry reconoció como suyo. Le complació ver que en la fotografía él aparecía ofreciendo resistencia y rehusando entrar en la foto. Al mirarlo Harry, Lockhart soltó el brazo, jadeando, y se desplomó contra el margen blanco de la fotografía con gesto teatral. —¿Me la firmas? —le pidió Colin con fervor. —No —dijo Harry rotundamente, mirando en torno para comprobar que realmente no había nadie en la sala—. Lo siento, Colin, pero tengo prisa. Tengo entrenamiento de quidditch. Y salió por el retrato. —¡Eh, espérame! ¡Nunca he visto jugar al quidditch! Colin se metió apresuradamente por el agujero, detrás de Harry. —Será muy aburrido —dijo Harry enseguida, pero Colin no le hizo caso. Los ojos le brillaban de emoción. —Tú has sido el jugador más joven de la casa en los últimos cien años, ¿verdad, Harry? ¿Verdad que sí? —le preguntó Colin, corriendo a su lado —. Tienes que ser estupendo. Yo no he volado nunca. ¿Es fácil? ¿Ésa es tu escoba? ¿Es la mejor que hay? Harry no sabía cómo librarse de él. Era como tener una sombra habladora, extremadamente habladora. —No sé cómo es el quidditch, en realidad —reconoció Colin, sin aliento—. ¿Es verdad que hay cuatro bolas? ¿Y que dos van por ahí volando, tratando de derribar a los jugadores de sus escobas? —Sí —contestó Harry de mala gana, resignado a explicarle las complicadas reglas del juego del quidditch—. Se llaman bludgers. Hay dos golpeadores en cada equipo, con bates para golpear las bludgers y alejarlas de sus compañeros. Los golpeadores de Gryffindor son Fred y George Weasley. —¿Y para qué sirven las otras pelotas? —preguntó Colin, dando un tropiezo porque iba mirando a Harry con la boca abierta. —Bueno, la quaffle, que es una pelota grande y roja, es con la que se marcan los goles. Tres cazadores en cada equipo se pasan la quaffle de uno a otro e intentan introducirla por los postes que están en el extremo del campo, tres postes largos con aros al final. —¿Y la cuarta bola? —Es la snitch —dijo Harry—, es dorada, muy pequeña, rápida y difícil de atrapar. Ésa es la misión de los buscadores, porque el juego del quidditch no finaliza hasta que se atrapa la snitch. Y el equipo cuyo buscador la haya atrapado gana ciento cincuenta puntos. —Y tú eres el buscador de Gryffindor, ¿verdad? —preguntó Colin emocionado. —Sí —dijo Harry, mientras dejaban el castillo y pisaban el césped empapado de rocío—. También está el guardián, el que guarda los postes. Prácticamente, en eso consiste el quidditch. Pero Colin no descansó un momento y fue haciendo preguntas durante todo el camino ladera abajo, hasta que llegaron al campo de quidditch, y Harry pudo deshacerse de él al entrar en los vestuarios. Colin le gritó en voz alta: —¡Voy a pillar un buen sitio, Harry! —Y se fue corriendo a las gradas. El resto del equipo de Gryffindor ya estaba en los vestuarios. El único que parecía realmente despierto era Wood. Fred y George Weasley estaban sentados, con los ojos hinchados y el pelo sin peinar, junto a Alicia Spinnet, de cuarto curso, que parecía que se estaba quedando dormida apoyada en la pared. Sus compañeras cazadoras, Katie Bell y Angelina Johnson, sentadas una junto a otra, bostezaban enfrente de ellos. —Por fin, Harry, ¿por qué te has entretenido? —preguntó Wood enérgicamente—. Veamos, quiero deciros unas palabras antes de que saltemos al campo, porque me he pasado el verano diseñando un programa de entrenamiento completamente nuevo, que estoy seguro de que nos hará mejorar. Wood sostenía un plano de un campo de quidditch, lleno de líneas, flechas y cruces en diferentes colores. Sacó la varita mágica, dio con ella un golpe en la tabla y las flechas comenzaron a moverse como orugas. En el momento en que Wood se lanzó a soltar el discurso sobre sus nuevas tácticas, a Fred Weasley se le cayó la cabeza sobre el hombro de Alicia Spinnet y empezó a roncar. Le llevó casi veinte minutos a Wood explicar los esquemas de la primera tabla, pero a continuación hubo otra, y después una tercera. Harry se adormecía mientras el capitán seguía hablando y hablando. —Bueno —dijo Wood al final, sacando a Harry de sus fantasías sobre los deliciosos manjares que podría estar desayunando en ese mismo instante en el castillo—. ¿Ha quedado claro? ¿Alguna pregunta? —Yo tengo una pregunta, Oliver —dijo George, que acababa de despertar dando un respingo—. ¿Por qué no nos contaste todo esto ayer cuando estábamos despiertos? A Wood no le hizo gracia. —Escuchadme todos —les dijo, con el entrecejo fruncido—, tendríamos que haber ganado la copa de quidditch el año pasado. Éramos el mejor equipo con diferencia. Pero, por desgracia, y debido a circunstancias que escaparon a nuestro control… Harry se removió en el asiento, con un sentimiento de culpa. Durante el partido final del año anterior, había permanecido inconsciente en la enfermería, con la consecuencia de que Gryffindor había contado con un jugador menos y había sufrido su peor derrota de los últimos trescientos años. Wood tardó un momento en recuperar el dominio. Era evidente que la última derrota todavía lo atormentaba. —De forma que este año entrenaremos más que nunca… ¡Venga, salid y poned en práctica las nuevas teorías! —gritó Wood, cogiendo su escoba y saliendo el primero de los vestuarios. Con las piernas entumecidas y bostezando, le siguió el equipo. Habían permanecido tanto tiempo en los vestuarios, que el sol ya estaba bastante alto, aunque sobre el estadio quedaban restos de niebla. Cuando Harry saltó al terreno de juego, vio a Ron y Hermione en las gradas. —¿Aún no habéis terminado? —preguntó Ron, perplejo. —Aún no hemos empezado —respondió Harry, mirando con envidia las tostadas con mermelada que Ron y Hermione se habían traído del Gran Comedor—. Wood nos ha estado enseñando nuevas estrategias. Montó en la escoba y, dando una patada en el suelo, se elevó en el aire. El frío aire de la mañana le azotaba el rostro, consiguiendo despertarle bastante más que la larga exposición de Wood. Era maravilloso regresar al campo de quidditch. Dio una vuelta por el estadio a toda velocidad, haciendo una carrera con Fred y George. —¿Qué es ese ruido? —preguntó Fred, cuando doblaban la esquina a toda velocidad. Harry miró a las gradas. Colin estaba sentado en uno de los asientos superiores, con la cámara levantada, sacando una foto tras otra, y el sonido de la cámara se ampliaba extraordinariamente en el estadio vacío. —¡Mira hacia aquí, Harry! ¡Aquí! —chilló. —¿Quién es ése? —preguntó Fred. —Ni idea —mintió Harry, acelerando para alejarse lo más posible de Colin. —¿Qué pasa? —dijo Wood frunciendo el entrecejo y volando hacia ellos. ¿Por qué saca fotos aquél? No me gusta. Podría ser un espía de Slytherin que intentara averiguar en qué consiste nuestro programa de entrenamiento. —Es de Gryffindor —dijo rápidamente Harry. —Y los de Slytherin no necesitan espías, Oliver —observó George. —¿Por qué dices eso? —preguntó Wood con irritación. —Porque están aquí en persona —dijo George, señalando hacia un grupo de personas vestidas con túnicas verdes que se dirigían al campo, con las escobas en la mano. —¡No puedo creerlo! —dijo Wood indignado—. ¡He reservado el campo para hoy! ¡Veremos qué pasa! Wood se dirigió velozmente hacia el suelo. Debido al enojo aterrizó más bruscamente de lo que habría querido y al desmontar se tambaleó un poco. Harry, Fred y George lo siguieron. —Flint —gritó Wood al capitán del equipo de Slytherin—, es nuestro turno de entrenamiento. Nos hemos levantado a propósito. ¡Así que ya podéis largaros! Marcus Flint aún era más corpulento que Wood. Con una expresión de astucia digna de un trol, replicó: —Hay bastante sitio para todos, Wood. Angelina, Alicia y Katie también se habían acercado. No había chicas entre los del equipo de Slytherin, que formaban una piña frente a los de Gryffindor y miraban burlonamente a Wood. —¡Pero yo he reservado el campo! —dijo Wood, escupiendo la rabia—. ¡Lo he reservado! —¡Ah! —dijo Flint—, pero nosotros traemos una hoja firmada por el profesor Snape. «Yo, el profesor S. Snape, concedo permiso al equipo de Slytherin para entrenar hoy en el campo de quidditch debido a su necesidad de dar entrenamiento al nuevo buscador.» —¿Tenéis un buscador nuevo? —preguntó Wood, preocupado—. ¿Quién es? Detrás de seis corpulentos jugadores, apareció un séptimo, más pequeño, que sonreía con su cara pálida y afilada: era Draco Malfoy. —¿No eres tú el hijo de Lucius Malfoy? —preguntó Fred, mirando a Malfoy con desagrado. —Es curioso que menciones al padre de Malfoy —dijo Flint, mientras el conjunto de Slytherin sonreía aún más—. Déjame que te enseñe el generoso regalo que ha hecho al equipo de Slytherin. Los siete presentaron sus escobas. Siete mangos muy pulidos, completamente nuevos, y siete placas de oro que decían «Nimbus 2.001» brillaron ante las narices de los de Gryffindor al temprano sol de la mañana. —Ultimísimo modelo. Salió el mes pasado —dijo Flint con un ademán de desprecio, quitando una mota de polvo del extremo de la suya—. Creo que deja muy atrás la vieja serie 2.000. En cuanto a las viejas Barredoras — sonrió mirando desdeñosamente a Fred y George, que sujetaban sendas Barredora 5—, mejor que las utilicéis para borrar la pizarra. Durante un momento, a ningún jugador de Gryffindor se le ocurrió qué decir. Malfoy sonreía con tantas ganas que tenía los ojos casi cerrados. —Mirad —dijo Flint—. Invaden el campo. Ron y Hermione cruzaban el césped para enterarse de qué pasaba. —¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ron a Harry—. ¿Por qué no jugáis? ¿Y qué está haciendo ése aquí? Miraba a Malfoy, vestido con su túnica del equipo de quidditch de Slytherin. —Soy el nuevo buscador de Slytherin, Weasley —dijo Malfoy, con petulancia—. Estamos admirando las escobas que mi padre ha comprado para todo el equipo. Ron miró boquiabierto las siete soberbias escobas que tenía delante. —Son buenas, ¿eh? —dijo Malfoy con sorna—. Pero quizás el equipo de Gryffindor pueda conseguir oro y comprar también escobas nuevas. Podríais subastar las Barredora 5. Cualquier museo pujaría por ellas. El equipo de Slytherin estalló de risa. —Pero en el equipo de Gryffindor nadie ha tenido que comprar su acceso —observó Hermione agudamente—. Todos entraron por su valía. Del rostro de Malfoy se borró su mirada petulante. —Nadie ha pedido tu opinión, asquerosa sangre sucia —espetó él. Harry comprendió enseguida que lo que había dicho Malfoy era algo realmente grave, porque sus palabras provocaron de repente una reacción tumultuosa. Flint tuvo que ponerse rápidamente delante de Malfoy para evitar que Fred y George saltaran sobre él. Alicia gritó «¡Cómo te atreves!», y Ron se metió la mano en la túnica y, sacando su varita mágica, amenazó «¡Pagarás por esto, Malfoy!», y sacando la varita por debajo del brazo de Flint, la dirigió al rostro de Malfoy. Un estruendo resonó en todo el estadio, y del extremo roto de la varita de Ron surgió un rayo de luz verde que, dándole en el estómago, lo derribó sobre el césped. —¡Ron! ¡Ron! ¿Estás bien? —chilló Hermione. Ron abrió la boca para decir algo, pero no salió ninguna palabra. Por el contrario, emitió un tremendo eructo y le salieron de la boca varias babosas que le cayeron en el regazo. El equipo de Slytherin se partía de risa. Flint se desternillaba, apoyado en su escoba nueva. Malfoy, a cuatro patas, golpeaba el suelo con el puño. Los de Gryffindor rodeaban a Ron, que seguía vomitando babosas grandes y brillantes. Nadie se atrevía a tocarlo. —Lo mejor es que lo llevemos a la cabaña de Hagrid, que está más cerca —dijo Harry a Hermione, quien asintió valerosamente, y entre los dos cogieron a Ron por los brazos. —¿Qué ha ocurrido, Harry? ¿Qué ha ocurrido? ¿Está enfermo? Pero podrás curarlo, ¿no? —Colin había bajado corriendo de su puesto e iba dando saltos al lado de ellos mientras salían del campo. Ron tuvo una horrible arcada y más babosas le cayeron por el pecho—. ¡Ah! —exclamó Colin, fascinado y levantando la cámara—, ¿puedes sujetarlo un poco para que no se mueva, Harry? —¡Fuera de aquí, Colin! —dijo Harry enfadado. Entre él y Hermione sacaron a Ron del estadio y se dirigieron al bosque a través de la explanada. —Ya casi llegamos, Ron —dijo Hermione, cuando vieron a lo lejos la cabaña del guardián—. Dentro de un minuto estarás bien. Ya falta poco. Les separaban siete metros de la casa de Hagrid cuando se abrió la puerta. Pero no fue Hagrid el que salió por ella, sino Gilderoy Lockhart, que aquel día llevaba una túnica de color malva muy claro. Se les acercó con paso decidido. —Rápido, aquí detrás —dijo Harry, escondiendo a Ron detrás de un arbusto que había allí. Hermione los siguió, de mala gana. —¡Es muy sencillo si sabes hacerlo! —decía Lockhart a Hagrid en voz alta—. ¡Si necesitas ayuda, ya sabes dónde estoy! Te dejaré un ejemplar de mi libro. Pero me sorprende que no tengas ya uno. Te firmaré un ejemplar esta noche y te lo enviaré. ¡Bueno, adiós! —Y se fue hacia el castillo a grandes zancadas. Harry esperó a que Lockhart se perdiera de vista y luego sacó a Ron del arbusto y lo llevó hasta la puerta principal de la casa de Hagrid. Llamaron a toda prisa. Hagrid apareció inmediatamente, con aspecto de estar de mal humor, pero se le iluminó la cara cuando vio de quién se trataba. —Me estaba preguntando cuándo vendríais a verme… Entrad, entrad. Creía que sería el profesor Lockhart que volvía. Harry y Hermione introdujeron a Ron en la cabaña, donde había una gran cama en un rincón y una chimenea encendida en el otro extremo. Hagrid no pareció preocuparse mucho por el problema de las babosas de Ron, cuyos detalles explicó Harry apresuradamente mientras lo sentaban en una silla. —Es preferible que salgan a que entren —dijo ufano, poniéndole delante una palangana grande de cobre—. Vomítalas todas, Ron. —No creo que se pueda hacer nada salvo esperar a que la cosa acabe — dijo Hermione apurada, contemplando a Ron inclinado sobre la palangana —. Es un hechizo difícil de realizar aun en condiciones óptimas, pero con la varita rota… Hagrid estaba ocupado preparando un té. Fang, su perro jabalinero, llenaba a Harry de babas. —¿Qué quería Lockhart, Hagrid? —preguntó Harry, rascándole las orejas a Fang. —Enseñarme cómo me puedo librar de los duendes del pozo —gruñó Hagrid, quitando de la mesa limpia un gallo a medio pelar y poniendo en su lugar la tetera—. Como si no lo supiera. Y también hablaba sobre una banshee a la que venció. Si en todo eso hay una palabra de cierto, me como la tetera. Era muy raro que Hagrid criticara a un profesor de Hogwarts, y Harry lo miró sorprendido. Hermione, sin embargo, dijo en voz algo más alta de lo normal: —Creo que sois injustos. Obviamente, el profesor Dumbledore ha juzgado que era el mejor para el puesto y… —Era el único para el puesto —repuso Hagrid, ofreciéndoles un plato de caramelos de café con leche, mientras Ron tosía ruidosamente sobre la palangana—. Y quiero decir el único. Es muy difícil encontrar profesores que den Artes Oscuras, porque a nadie le hace mucha gracia. Da la impresión de que la asignatura está maldita. Ningún profesor ha durado mucho. Decidme —preguntó Hagrid, mirando a Ron—, ¿a quién intentaba hechizar? —Malfoy le llamó algo a Hermione —respondió Harry—. Tiene que haber sido algo muy fuerte, porque todos se pusieron furiosos. —Fue muy fuerte —dijo Ron con voz ronca, incorporándose sobre la mesa, con el rostro pálido y sudoroso—. Malfoy la llamó «sangre sucia». Ron se apartó cuando volvió a salirle una nueva tanda de babosas. Hagrid parecía indignado. —¡No! —bramó volviéndose a Hermione. —Sí —dijo ella—. Pero yo no sé qué significa. Claro que podría decir que fue muy grosero… —Es lo más insultante que se le podría ocurrir —dijo Ron, volviendo a incorporarse—. Sangre sucia es un nombre realmente repugnante con el que llaman a los hijos de muggles, ya sabes, de padres que no son magos. Hay algunos magos, como la familia de Malfoy, que creen que son mejores que nadie porque tienen lo que ellos llaman sangre limpia. —Soltó un leve eructo, y una babosa solitaria le cayó en la palma de la mano. La arrojó a la palangana y prosiguió—. Desde luego, el resto de nosotros sabe que eso no tiene ninguna importancia. Mira a Neville Longbottom… es de sangre limpia y apenas es capaz de sujetar el caldero correctamente. —Y no han inventado un conjuro que nuestra Hermione no sea capaz de realizar —dijo Hagrid con orgullo, haciendo que Hermione se pusiera colorada. —Es un insulto muy desagradable de oír —dijo Ron, secándose el sudor de la frente con la mano—. Es como decir «sangre podrida» o «sangre vulgar». Son idiotas. Además, la mayor parte de los magos de hoy día tienen sangre mezclada. Si no nos hubiéramos casado con muggles, nos habríamos extinguido. A Ron le dieron arcadas y volvió a inclinarse sobre la palangana. —Bueno, no te culpo por intentar hacerle un hechizo, Ron —dijo Hagrid con una voz fuerte que ahogaba los golpes de las babosas al caer en la palangana—. Pero quizás haya sido una suerte que tu varita mágica fallara. Si hubieras conseguido hechizarle, Lucius Malfoy se habría presentado en la escuela. Así no tendrás ese problema. Harry quiso decir que el problema no habría sido peor que estar echando babosas por la boca, pero no pudo hacerlo porque el caramelo de café con leche se le había pegado a los dientes y no podía separarlos. —Harry —dijo Hagrid de repente, como acometido por un pensamiento repentino—, tengo que ajustar cuentas contigo. Me han dicho que has estado repartiendo fotos firmadas. ¿Por qué no me has dado una? Harry sintió tanta rabia que al final logró separar los dientes. —No he estado repartiendo fotos —dijo enfadado—. Si Lockhart aún va diciendo eso por ahí… Pero entonces vio que Hagrid se reía. —Sólo bromeaba —explicó, dándole a Harry unas palmadas amistosas en la espalda, que lo arrojaron contra la mesa—. Sé que no es verdad. Le dije a Lockhart que no te hacía falta, que sin proponértelo eras más famoso que él. —Apuesto a que no le hizo ninguna gracia —dijo Harry, levantándose y frotándose la barbilla. —Supongo que no —admitió Hagrid, parpadeando—. Luego le dije que no había leído nunca ninguno de sus libros, y se marchó. ¿Un caramelo de café con leche, Ron? —añadió, cuando Ron volvió a incorporarse. —No, gracias —dijo Ron con debilidad—. Es mejor no correr riesgos. —Venid a ver lo que he estado cultivando —dijo Hagrid cuando Harry y Hermione apuraron su té. En la pequeña huerta situada detrás de la casa de Hagrid había una docena de las calabazas más grandes que Harry hubiera visto nunca. Más bien parecían grandes rocas. —Van bien, ¿verdad? —dijo Hagrid, contento—. Son para la fiesta de Halloween. Deberán haber crecido lo bastante para ese día. —¿Qué les has echado? —preguntó Harry. Hagrid miró hacia atrás para comprobar que estaban solos. —Bueno, les he echado… ya sabes… un poco de ayuda. Harry vio el paraguas rosa estampado de Hagrid apoyado contra la pared trasera de la cabaña. Ya antes, Harry había sospechado que aquel paraguas no era lo que parecía; de hecho, tenía la impresión de que la vieja varita mágica de Hagrid estaba oculta dentro. Según las normas, Hagrid no podía hacer magia, porque lo habían expulsado de Hogwarts en el tercer curso, pero Harry no sabía por qué. Cualquier mención del asunto bastaba para que Hagrid carraspeara sonoramente y sufriera de pronto una misteriosa sordera que le duraba hasta que se cambiaba de tema. —¿Un hechizo fertilizante, tal vez? —preguntó Hermione, entre la desaprobación y el regocijo—. Bueno, has hecho un buen trabajo. —Eso es lo que dijo tu hermana pequeña —observó Hagrid, dirigiéndose a Ron—. Ayer la encontré. —Hagrid miró a Harry de soslayo y vio que le temblaba la barbilla—. Dijo que estaba contemplando el campo, pero me da la impresión de que esperaba encontrarse a alguien más en mi casa. —Guiñó un ojo a Harry—. Si quieres mi opinión, creo que ella no rechazaría una foto fir… —¡Cállate! —dijo Harry. A Ron le dio la risa y llenó la tierra de babosas. —¡Cuidado! —gritó Hagrid, apartando a Ron de sus queridas calabazas. Ya casi era la hora de comer, y como Harry sólo había tomado un caramelo de café con leche en todo el día, tenía prisa por regresar al colegio para la comida. Se despidieron de Hagrid y regresaron al castillo, con Ron hipando de vez en cuando, pero vomitando sólo un par de babosas pequeñas. Apenas habían puesto un pie en el fresco vestíbulo cuando oyeron una voz. —Conque estáis aquí, Potter y Weasley. —La profesora McGonagall caminaba hacia ellos con gesto severo—. Cumpliréis vuestro castigo esta noche. —¿Qué vamos a hacer, profesora? —preguntó Ron, asustado, reprimiendo un eructo. —Tú limpiarás la plata de la sala de trofeos con el señor Filch —dijo la profesora McGonagall—. Y nada de magia, Weasley… ¡frotando! Ron tragó saliva. Argus Filch, el conserje, era detestado por todos los estudiantes del colegio. —Y tú, Potter, ayudarás al profesor Lockhart a responder a las cartas de sus admiradoras —dijo la profesora McGonagall. —Oh, no… ¿no puedo ayudar con la plata? —preguntó Harry desesperado. —Desde luego que no —dijo la profesora McGonagall, arqueando las cejas—. El profesor Lockhart ha solicitado que seas precisamente tú. A las ocho en punto, tanto uno como otro. Harry y Ron pasaron al Gran Comedor completamente abatidos, y Hermione entró detrás de ellos, con su expresión de «no-haber-infringidolas-normas-del-colegio». Harry no disfrutó tanto como esperaba con su pudín de carne y patatas. Tanto Ron como él pensaban que les había tocado la peor parte del castigo. —Filch me tendrá allí toda la noche —dijo Ron apesadumbrado—. ¡Sin magia! Debe de haber más de cien trofeos en esa sala. Y la limpieza muggle no se me da bien. —Te lo cambiaría de buena gana —dijo Harry con voz apagada—. He hecho muchas prácticas con los Dursley. Pero responder a las admiradoras de Lockhart… será una pesadilla. La tarde del sábado pasó en un santiamén, y antes de que se dieran cuenta, eran las ocho menos cinco. Harry se dirigió al despacho de Lockhart por el pasillo del segundo piso, arrastrando los pies. Llamó a la puerta a regañadientes. La puerta se abrió de inmediato. Lockhart le recibió con una sonrisa. —¡Aquí está el pillo! —dijo—. Vamos, Harry, entra. Dentro había un sinfín de fotografías enmarcadas de Lockhart, que relucían en los muros a la luz de las velas. Algunas estaban incluso firmadas. Tenía otro montón grande en la mesa. —¡Tú puedes poner las direcciones en los sobres! —dijo Lockhart a Harry, como si se tratara de un placer irresistible—. El primero es para la adorable Gladys Gudgeon, gran admiradora mía. Los minutos pasaron tan despacio como si fueran horas. Harry dejó que Lockhart hablara sin hacerle ningún caso, diciendo de cuando en cuando «mmm» o «ya» o «vaya». Algunas veces captaba frases del tipo «La fama es una amiga veleidosa, Harry» o «Serás célebre si te comportas como alguien célebre, que no se te olvide». Las velas se fueron consumiendo y la agonizante luz desdibujaba las múltiples caras que ponía Lockhart ante Harry. Éste pasaba su dolorida mano sobre lo que le parecía que tenía que ser el milésimo sobre y anotaba en él la dirección de Verónica Smethley. «Debe de ser casi hora de acabar», pensó Harry, derrotado. «Por favor, que falte poco…» Y en aquel momento oyó algo, algo que no tenía nada que ver con el chisporroteo de las mortecinas velas ni con la cháchara de Lockhart sobre sus admiradoras. Era una voz, una voz capaz de helar la sangre en las venas, una voz ponzoñosa que dejaba sin aliento, fría como el hielo. —Ven…, ven a mí… Deja que te desgarre… Deja que te despedace… Déjame matarte… Harry dio un salto, y un manchón grande de color lila apareció sobre el nombre de la calle de Verónica Smethley. —¿Qué? —gritó. —Pues eso —dijo Lockhart—: ¡seis meses enteros encabezando la lista de los más vendidos! ¡Batí todos los récords! —¡No! —dijo Harry asustado—. ¡La voz! —¿Cómo dices? —preguntó Lockhart, extrañado—. ¿Qué voz? —La… la voz que ha dicho… ¿No la ha oído? Lockhart miró a Harry desconcertado. —¿De qué hablas, Harry? ¿No te estarías quedando dormido? ¡Por Dios, mira la hora que es! ¡Llevamos con esto casi cuatro horas! Ni lo imaginaba… El tiempo vuela, ¿verdad? Harry no respondió. Aguzaba el oído tratando de captar de nuevo la voz, pero no oyó otra cosa que a Lockhart diciéndole que otra vez que lo castigaran, no tendría tanta suerte como aquélla. Harry salió, aturdido. Era tan tarde que la sala común de Gryffindor estaba prácticamente vacía y Harry se fue derecho al dormitorio. Ron no había regresado todavía. Se puso el pijama y se echó en la cama a esperar. Media hora después llegó Ron, con el brazo derecho dolorido y llevando con él un fuerte olor a limpiametales. —Tengo todos los músculos agarrotados —se quejó, echándose en la cama—. Me ha hecho sacarle brillo catorce veces a una copa de quidditch antes de darle el visto bueno. Y vomité otra tanda de babosas sobre el Premio Especial por los Servicios al Colegio. Me llevó un siglo quitar las babas. Bueno, ¿y tú qué tal con Lockhart? En voz baja, para no despertar a Neville, Dean y Seamus, Harry le contó a Ron con toda exactitud lo que había oído. —¿Y Lockhart dijo que no había oído nada? —preguntó Ron. A la luz de la luna, Harry podía verle fruncir el entrecejo—. ¿Piensas que mentía? Pero no lo entiendo… Aunque fuera alguien invisible, tendría que haber abierto la puerta. —Lo sé —dijo Harry, recostándose en la cama y contemplando el dosel —. Yo tampoco lo entiendo. CAPÍTULO 8 El cumpleaños de muerte L octubre y un frío húmedo se extendió por los campos y penetró en el castillo. La señora Pomfrey, la enfermera, estaba atareadísima debido a una repentina epidemia de catarro entre profesores y alumnos. Su poción pimentónica tenía efectos instantáneos, aunque dejaba al que la tomaba echando humo por las orejas durante varias horas. Como Ginny Weasley tenía mal aspecto, Percy le insistió hasta que la probó. El vapor que le salía de debajo del pelo producía la impresión de que toda su cabeza estaba ardiendo. LEGÓ Gotas de lluvia del tamaño de balas repicaron contra las ventanas del castillo durante días y días; el nivel del lago subió, los arriates de flores se transformaron en arroyos de agua sucia y las calabazas de Hagrid adquirieron el tamaño de cobertizos. El entusiasmo de Oliver Wood, sin embargo, no se enfrió, y por este motivo Harry, a última hora de una tormentosa tarde de sábado, cuando faltaban pocos días para Halloween, se encontraba volviendo a la torre de Gryffindor, calado hasta los huesos y salpicado de barro. Aunque no hubiera habido ni lluvia ni viento, aquella sesión de entrenamiento tampoco habría sido agradable. Fred y George, que espiaban al equipo de Slytherin, habían comprobado por sí mismos la velocidad de las nuevas Nimbus 2.001. Dijeron que lo único que podían describir del juego del equipo de Slytherin era que los jugadores cruzaban el aire como centellas y no se les veía de tan rápido como volaban. Harry caminaba por el corredor desierto con los pies mojados, cuando se encontró a alguien que parecía tan preocupado como él. Nick Casi Decapitado, el fantasma de la torre de Gryffindor, miraba por una ventana, murmurando para sí: «No cumplo con las características… Un centímetro… Si eso…» —Hola, Nick —dijo Harry. —Hola, hola —respondió Nick Casi Decapitado, dando un respingo y mirando alrededor. Llevaba un sombrero de plumas muy elegante sobre su largo pelo ondulado, y una túnica con gorguera, que disimulaba el hecho de que su cuello estaba casi completamente seccionado. Tenía la piel pálida como el humo, y a través de él Harry podía ver el cielo oscuro y la lluvia torrencial del exterior. —Parecéis preocupado, joven Potter —dijo Nick, plegando una carta transparente mientras hablaba, y metiéndosela bajo el jubón. —Igual que usted —dijo Harry. —¡Bah! —Nick Casi Decapitado hizo un elegante gesto con la mano—, un asunto sin importancia… No es que realmente tuviera interés en pertenecer… aunque lo solicitara, pero por lo visto «no cumplo con las características». —A pesar de su tono displicente, tenía amargura en el rostro—. Pero cualquiera pensaría, cualquiera —estalló de repente, volviendo a sacar la carta del bolsillo—, que cuarenta y cinco hachazos en el cuello dados con un hacha mal afilada serían suficientes para permitirle a uno pertenecer al Club de Cazadores Sin Cabeza. —Desde luego —dijo Harry, que se dio cuenta de que el otro esperaba que le diera la razón. —Por supuesto, nadie tenía más interés que yo en que todo resultase limpio y rápido, y habría preferido que mi cabeza se hubiera desprendido adecuadamente, quiero decir que eso me habría ahorrado mucho dolor y ridículo. Sin embargo… —Nick Casi Decapitado abrió la carta y leyó indignado: Sólo nos es posible admitir cazadores cuya cabeza esté separada del correspondiente cuerpo. Comprenderá que, en caso contrario, a los miembros del club les resultaría imposible participar en actividades tales como los Juegos malabares de cabeza sobre el caballo o el Cabeza Polo. Lamentándolo profundamente, por tanto, es mi deber informarle de que usted no cumple con las características requeridas para pertenecer al club. Con mis mejores deseos, Sir Patrick Delaney-Podmore Indignado, Nick Casi Decapitado volvió a guardar la carta. —¡Un centímetro de piel y tendón sostiene la cabeza, Harry! La mayoría de la gente pensaría que estoy bastante decapitado, pero no, eso no es suficiente para sir Bien Decapitado-Podmore. Nick Casi Decapitado respiró varias veces y dijo después, en un tono más tranquilo: —Bueno, ¿y a vos qué os pasa? ¿Puedo ayudaros en algo? —No —dijo Harry—. A menos que sepa dónde puedo conseguir siete escobas Nimbus 2.001 gratuitas para nuestro partido contra Sly… El resto de la frase de Harry no se pudo oír porque la ahogó un maullido estridente que llegó de algún lugar cercano a sus tobillos. Bajó la vista y se encontró un par de ojos amarillos que brillaban como luces. Era la Señora Norris, la gata gris y esquelética que el conserje, Argus Filch, utilizaba como una especie de segundo de a bordo en su guerra sin cuartel contra los estudiantes. —Será mejor que os vayáis, Harry —dijo Nick apresuradamente—. Filch no está de buen humor. Tiene gripe y unos de tercero, por accidente, pusieron perdido de cerebro de rana el techo de la mazmorra 5; se ha pasado la mañana limpiando, y si os ve manchando el suelo de barro… —Bien —dijo Harry, alejándose de la mirada acusadora de la Señora Norris. Pero no se dio la prisa necesaria. Argus Filch penetró repentinamente por un tapiz que había a la derecha de Harry, llamado por la misteriosa conexión que parecía tener con su repugnante gata, a buscar como un loco y sin descanso a cualquier infractor de las normas. Llevaba al cuello una gruesa bufanda de tela escocesa, y su nariz estaba de un color rojo que no era el habitual. —¡Suciedad! —gritó, con la mandíbula temblando y los ojos salidos de las órbitas, al tiempo que señalaba el charco de agua sucia que había goteado de la túnica de quidditch de Harry—. ¡Suciedad y mugre por todas partes! ¡Hasta aquí podíamos llegar! ¡Sígueme, Potter! Así que Harry hizo un gesto de despedida a Nick Casi Decapitado y siguió a Filch escaleras abajo, duplicando el número de huellas de barro. Harry no había entrado nunca en la conserjería de Filch. Era un lugar que evitaban la mayoría de los estudiantes, una habitación lóbrega y desprovista de ventanas, iluminada por una solitaria lámpara de aceite que colgaba del techo, y en la cual persistía un vago olor a pescado frito. En las paredes había archivadores de madera. Por las etiquetas, Harry imaginó que contenían detalles de cada uno de los alumnos que Filch había castigado en alguna ocasión. Fred y George Weasley tenían para ellos solos un cajón entero. Detrás de la mesa de Filch, en la pared, colgaba una colección de cadenas y esposas relucientes. Todos sabían que él siempre pedía a Dumbledore que le dejara colgar del techo por los tobillos a los alumnos. Filch cogió una pluma de un bote que había en la mesa y empezó a revolver por allí buscando pergamino. —Cuánta porquería —se quejaba, furioso—: mocos secos de lagarto silbador gigante…, cerebros de rana…, intestinos de ratón… Estoy harto… Hay que dar un escarmiento… ¿Dónde está el formulario? Ajá… Encontró un pergamino en el cajón de la mesa y lo extendió ante sí, y a continuación mojó en el tintero su larga pluma negra. —Nombre: Harry Potter. Delito: … —¡Sólo fue un poco de barro! —dijo Harry. —Sólo es un poco de barro para ti, muchacho, ¡pero para mí es una hora extra fregando! —gritó Filch. Una gota temblaba en la punta de su protuberante nariz—. Delito: ensuciar el castillo. Castigo propuesto: … Secándose la nariz, Filch miró con desagrado a Harry, entornando los ojos. El muchacho aguardaba su sentencia conteniendo la respiración. Pero cuando Filch bajó la pluma, se oyó un golpe tremendo en el techo de la conserjería, que hizo temblar la lámpara de aceite. —¡PEEVES! —bramó Filch, tirando la pluma en un acceso de ira—. ¡Esta vez te voy a pillar, esta vez te pillo! Y, olvidándose de Harry, salió de la oficina corriendo con sus pies planos y con la Señora Norris galopando a su lado. Peeves era el poltergeist del colegio, burlón y volador, que sólo vivía para causar problemas y embrollos. A Harry, Peeves no le gustaba en absoluto, pero en aquella ocasión no pudo evitar sentirse agradecido. Era de esperar que lo que Peeves hubiera hecho (y, a juzgar por el ruido, esta vez debía de haberse cargado algo realmente grande) sería suficiente para que Filch se olvidase de Harry. Pensando que tendría que aguardar a que Filch regresara, Harry se sentó en una silla apolillada que había junto a la mesa. Aparte del formulario a medio rellenar, sólo había otra cosa en la mesa: un sobre grande, rojo y brillante con unas palabras escritas con tinta plateada. Tras echar a la puerta una fugaz mirada para comprobar que Filch no volvía en aquel momento, Harry cogió el sobre y leyó: «EMBRUJORRÁPID» Curso de magia por correspondencia para principiantes Intrigado, Harry abrió el sobre y sacó el fajo de pergaminos que contenía. En la primera página, la misma escritura color de plata con florituras decía: ¿Se siente perdido en el mundo de la magia moderna? ¿Busca usted excusas para no llevar a cabo sencillos conjuros? ¿Ha provocado alguna vez la hilaridad de sus amistades por su torpeza con la varita mágica? ¡Aquí tiene la solución! «Embrujorrápid» es un curso completamente nuevo, infalible, de rápidos resultados y fácil de estudiar. ¡Cientos de brujas y magos se han beneficiado ya del método «Embrujorrápid»! La señora Z. Nettles, de Topsham, nos ha escrito lo siguiente: «¡Me había olvidado de todos los conjuros, y mi familia se reía de mis pociones! ¡Ahora, gracias al curso “Embrujorrápid”, soy el centro de atención en las reuniones, y mis amigos me ruegan que les dé la receta de mi Solución Chispeante!» El brujo D.J. Prod, de Didsbury escribe: «Mi mujer decía que mis encantamientos eran una chapuza, pero después de seguir durante un mes su fabuloso curso “Embrujorrápid”, ¡la he convertido en una vaca! ¡Gracias, “Embrujorrápid”!» Extrañado, Harry hojeó el resto del contenido del sobre. ¿Para qué demonios quería Filch un curso de Embrujorrápid? ¿Quería esto decir que no era un mago de verdad? Harry leía «Lección primera: Cómo sostener la varita. Consejos útiles», cuando un ruido de pasos arrastrados le indicó que Filch regresaba. Metiendo los pergaminos en el sobre, lo volvió a dejar en la mesa y en aquel preciso momento se abrió la puerta. Filch parecía triunfante. —¡Ese armario evanescente era muy valioso! —decía con satisfacción a la Señora Norris—. Esta vez Peeves es nuestro, querida. Sus ojos tropezaron con Harry y luego se dirigieron como una bala al sobre de Embrujorrápid que, como Harry comprendió demasiado tarde, estaba a medio metro de distancia de donde se encontraba antes. La cara pálida de Filch se puso de un rojo subido. Harry se preparó para acometer un maremoto de furia. Filch se acercó a la mesa cojeando, cogió el sobre y lo metió en un cajón. —¿Has… lo has leído? —farfulló. —No —se apresuró a mentir. Filch se retorcía las manos nudosas. —Si has leído mi correspondencia privada…, bueno, no es mía…, es para un amigo…, es que claro…, bueno pues… Harry lo miraba alarmado; nunca había visto a Filch tan alterado. Los ojos se le salían de las órbitas y en una de sus hinchadas mejillas había aparecido un tic que la bufanda de tejido escocés no lograba ocultar. —Muy bien, vete… y no digas una palabra… No es que…, sin embargo, si no lo has leído… Vete, tengo que escribir el informe sobre Peeves… Vete… Asombrado de su buena suerte, Harry salió de la conserjería a toda prisa, subió por el corredor y volvió a las escaleras. Salir de la conserjería de Filch sin haber recibido ningún castigo era seguramente un récord. —¡Harry! ¡Harry! ¿Funcionó? Nick Casi Decapitado salió de un aula deslizándose. Tras él, Harry podía ver los restos de un armario grande, de color negro y dorado, que parecía haber caído de una gran altura. —Convencí a Peeves para que lo estrellara justo encima de la conserjería de Filch —dijo Nick emocionado—; pensé que eso le podría distraer. —¿Ha sido usted? —dijo Harry, agradecido—. Claro que funcionó, ni siquiera me van a castigar. ¡Gracias, Nick! Se fueron andando juntos por el corredor. Nick Casi Decapitado, según notó Harry, sostenía aún la carta con la negativa de sir Patrick. —Me gustaría poder hacer algo para ayudarle en el asunto del club — dijo Harry. Nick Casi Decapitado se detuvo sobre sus huellas, y Harry pasó a través de él. Lamentó haberlo hecho; fue como pasar por debajo de una ducha de agua fría. —Pero hay algo que podríais hacer por mí —dijo Nick emocionado—. Harry, ¿sería mucho pedir…? No, no vais a querer… —¿Qué es? —preguntó Harry. —Bueno, el próximo día de Todos los Santos se cumplen quinientos años de mi muerte —dijo Nick Casi Decapitado, irguiéndose y poniendo aspecto de importancia. —¡Ah! —exclamó Harry, no muy seguro de si tenía que alegrarse o entristecerse—. ¡Bueno! —Voy a dar una fiesta en una de las mazmorras más amplias. Vendrán amigos míos de todas partes del país. Para mí sería un gran honor que vos pudierais asistir. Naturalmente, el señor Weasley y la señorita Granger también están invitados. Pero me imagino que preferiréis ir a la fiesta del colegio. —Miró a Harry con inquietud. —No —dijo Harry enseguida—, iré… —¡Mi estimado muchacho! ¡Harry Potter en mi cumpleaños de muerte! Y… —dudó, emocionado—. ¿Tal vez podríais mencionarle a sir Patrick lo horrible y espantoso que os resulto? —Por supuesto —contestó Harry. Nick Casi Decapitado le dirigió una sonrisa. ••• —¿Un cumpleaños de muerte? —dijo Hermione entusiasmada, cuando Harry se hubo cambiado de ropa y reunido con ella y Ron en la sala común —. Estoy segura de que hay muy poca gente que pueda presumir de haber estado en una fiesta como ésta. ¡Será fascinante! —¿Para qué quiere uno celebrar el día en que ha muerto? —dijo Ron, que iba por la mitad de su deberes de Pociones y estaba de mal humor—. Me suena a aburrimiento mortal. La lluvia seguía azotando las ventanas, que se veían oscuras, aunque dentro todo parecía brillante y alegre. La luz de la chimenea iluminaba las mullidas butacas en que los estudiantes se sentaban a leer, a hablar, a hacer los deberes o, en el caso de Fred y George Weasley, a intentar averiguar qué es lo que sucede si se le da de comer a una salamandra una bengala del doctor Filibuster. Fred había «rescatado» aquel lagarto de color naranja, espíritu del fuego, de una clase de Cuidado de Criaturas Mágicas y ahora ardía lentamente sobre una mesa, rodeado de un corro de curiosos. Harry estaba a punto de comentar a Ron y Hermione el caso de Filch y el curso Embrujorrápid, cuando de pronto la salamandra pasó por el aire zumbando, arrojando chispas y produciendo estallidos mientras daba vueltas por la sala. La imagen de Percy riñendo a Fred y George hasta enronquecer, la espectacular exhibición de chispas de color naranja que salían de la boca de la salamandra, y su caída en el fuego, con acompañamiento de explosiones, hicieron que Harry olvidara por completo a Filch y el curso Embrujorrápid. Cuando llegó Halloween, Harry ya estaba arrepentido de haberse comprometido a ir a la fiesta de cumpleaños de muerte. El resto del colegio estaba preparando la fiesta de Halloween; habían decorado el Gran Comedor con los murciélagos vivos de costumbre; las enormes calabazas de Hagrid habían sido convertidas en lámparas tan grandes que tres hombres habrían podido sentarse dentro, y corrían rumores de que Dumbledore había contratado una compañía de esqueletos bailarines para el espectáculo. —Lo prometido es deuda —recordó Hermione a Harry en tono autoritario—. Y tú le prometiste ir a su fiesta de cumpleaños de muerte. Así que a las siete en punto, Harry, Ron y Hermione atravesaron el Gran Comedor, que estaba lleno a rebosar y donde brillaban tentadoramente los platos dorados y las velas, y dirigieron sus pasos hacia las mazmorras. También estaba iluminado con hileras de velas el pasadizo que conducía a la fiesta de Nick Casi Decapitado, aunque el efecto que producían no era alegre en absoluto, porque eran velas largas y delgadas, de color negro azabache, con una llama azul brillante que arrojaba una luz oscura y fantasmal incluso al iluminar las caras de los vivos. La temperatura descendía a cada paso que daban. Al tiempo que se ajustaba la túnica, Harry oyó un sonido como si mil uñas arañasen una pizarra. —¿A esto le llaman música? —se quejó Ron. Al doblar una esquina del pasadizo, encontraron a Nick Casi Decapitado ante una puerta con colgaduras negras. —Queridos amigos —dijo con profunda tristeza—, bienvenidos, bienvenidos… Os agradezco que hayáis venido… Hizo una floritura con su sombrero de plumas y una reverencia señalando hacia el interior. Lo que vieron les pareció increíble. La mazmorra estaba llena de cientos de personas transparentes, de color blanco perla. La mayoría se movían sin ánimo por una sala de baile abarrotada, bailando el vals al horrible y trémulo son de las treinta sierras de una orquesta instalada sobre un escenario vestido de tela negra. Del techo colgaba una lámpara que daba una luz azul medianoche. Al respirar les salía humo de la boca; aquello era como estar en un frigorífico. —¿Damos una vuelta? —propuso Harry, con la intención de calentarse los pies. —Cuidado no vayas a atravesar a nadie —advirtió Ron, algo nervioso, mientras empezaban a bordear la sala de baile. Pasaron por delante de un grupo de monjas fúnebres, de una figura harapienta que arrastraba cadenas y del Fraile Gordo, un alegre fantasma de Hufflepuff que hablaba con un caballero que tenía clavada una flecha en la frente. Harry no se sorprendió de que los demás fantasmas evitaran al Barón Sanguinario, un fantasma de Slytherin, adusto, de mirada impertinente y que exhibía manchas de sangre plateadas. —Oh, no —dijo Hermione, parándose de repente—. Volvamos, volvamos, no quiero hablar con Myrtle la Llorona. —¿Con quién? —le preguntó Harry, retrocediendo rápidamente. —Ronda siempre los lavabos de chicas del segundo piso —dijo Hermione. —¿Los lavabos? —Sí. No los hemos podido utilizar en todo el curso porque siempre le dan tales llantinas que lo deja todo inundado. De todas maneras, nunca entro en ellos si puedo evitarlo, es horroroso ir al servicio mientras la oyes llorar. —¡Mira, comida! —dijo Ron. Al otro lado de la mazmorra había una mesa larga, cubierta también con terciopelo negro. Se acercaron con entusiasmo, pero ante la mesa se quedaron inmóviles, horrorizados. El olor era muy desagradable. En unas preciosas fuentes de plata había unos pescados grandes y podridos; los pasteles, completamente quemados, se amontonaban en las bandejas; había un pastel de vísceras con gusanos, un queso cubierto de un esponjoso moho verde y, como plato estrella de la fiesta, un gran pastel gris en forma de lápida funeraria, decorado con unas letras que parecían de alquitrán y que componían las palabras: Sir Nicholas de Mimsy-Porpington, fallecido el 31 de octubre de 1492. Harry contempló, asombrado, que un fantasma corpulento se acercaba y, avanzando en cuclillas para ponerse a la altura de la comida, atravesaba la mesa con la boca abierta para ensartar por ella un salmón hediondo. —¿Le encuentras el sabor de esa manera? —le preguntó Harry. —Casi —contestó con tristeza el fantasma, y se alejó sin rumbo. —Supongo que lo habrán dejado podrirse para que tenga más sabor — dijo Hermione con aire de entendida, tapándose la nariz e inclinándose para ver más de cerca el pastel de vísceras podrido. —Vámonos, me dan náuseas —dijo Ron. Pero apenas se habían dado la vuelta cuando un hombrecito surgió de repente de debajo de la mesa y se detuvo frente a ellos, suspendido en el aire. —Hola, Peeves —dijo Harry, con precaución. A diferencia de los fantasmas que había alrededor, Peeves el poltergeist no era ni gris ni transparente. Llevaba sombrero de fiesta de color naranja brillante, pajarita giratoria y exhibía una gran sonrisa en su cara ancha y malvada. —¿Picáis? —invitó amablemente, ofreciéndoles un cuenco de cacahuetes recubiertos de moho. —No, gracias —dijo Hermione. —Os he oído hablar de la pobre Myrtle —dijo Peeves, moviendo los ojos—. No has sido muy amable con la pobre Myrtle. —Tomó aliento y gritó—: ¡EH! ¡MYRTLE! —No, Peeves, no le digas lo que he dicho, le afectará mucho —susurró Hermione, desesperada—. No quise decir eso, no me importa que ella… Eh, hola, Myrtle. Hasta ellos se había deslizado el fantasma de una chica rechoncha. Tenía la cara más triste que Harry hubiera visto nunca, medio oculta por un pelo lacio y basto y unas gruesas gafas de concha. —¿Qué? —preguntó enfurruñada. —¿Cómo estás, Myrtle? —dijo Hermione, fingiendo un tono animado —. Me alegro de verte fuera de los lavabos. Myrtle sollozó. —Ahora mismo la señorita Granger estaba hablando de ti —dijo Peeves a Myrtle al oído, maliciosamente. —Sólo comentábamos…, comentábamos… lo guapa que estás esta noche —dijo Hermione, mirando a Peeves. Myrtle dirigió a Hermione una mirada recelosa. —Te estás burlando de mí —dijo, y unas lágrimas plateadas asomaron inmediatamente a sus ojos pequeños, detrás de las gafas. —No, lo digo en serio… ¿Verdad que estaba comentando lo guapa que está Myrtle esta noche? —dijo Hermione, dándoles fuertemente a Harry y Ron con los codos en las costillas. —Sí, sí. —Claro. —No me mintáis —dijo Myrtle entre sollozos, con las lágrimas cayéndole por la cara, mientras Peeves, que estaba encima de su hombro, se reía entre dientes—. ¿Creéis que no sé cómo me llama la gente a mis espaldas? ¡Myrtle la gorda! ¡Myrtle la fea! ¡Myrtle la desgraciada, la llorona, la triste! —Se te ha olvidado «la granos» —dijo Peeves al oído. Myrtle la Llorona estalló en sollozos angustiados y salió de la mazmorra corriendo. Peeves corrió detrás de ella, tirándole cacahuetes mohosos y gritándole: «¡La granos! ¡La granos!» —¡Dios mío! —dijo Hermione con tristeza. Nick Casi Decapitado iba hacia ellos entre la multitud. —¿Os lo estáis pasando bien? —¡Sí! —mintieron. —Ha venido bastante gente —dijo con orgullo Nick Casi Decapitado—. Mi Desconsolada Viuda ha venido de Kent. Bueno, ya es casi la hora de mi discurso, así que voy a avisar a la orquesta. La orquesta, sin embargo, dejó de tocar en aquel mismo instante. Se había oído un cuerno de caza y todos los que estaban en la mazmorra quedaron en silencio, a la expectativa. —Ya estamos —dijo Nick Casi Decapitado con cierta amargura. A través de uno de los muros de la mazmorra penetraron una docena de caballos fantasma, montados por sendos jinetes sin cabeza. Los asistentes aplaudieron con fuerza; Harry también empezó a aplaudir, pero se detuvo al ver la cara fúnebre de Nick. Los caballos galoparon hasta el centro de la sala de baile y se detuvieron encabritándose; un fantasma grande que iba delante, y que llevaba bajo el brazo su cabeza barbada y soplaba el cuerno, descabalgó de un brinco, levantó la cabeza en el aire para poder mirar por encima de la multitud, con lo que todos se rieron, y se acercó con paso decidido a Nick Casi Decapitado, ajustándose la cabeza en el cuello. —¡Nick! —dijo con voz ronca—, ¿cómo estás? ¿Todavía te cuelga la cabeza? Rompió en una sonora carcajada y dio a Nick Casi Decapitado unas palmadas en el hombro. —Bienvenido, Patrick —dijo Nick con frialdad. —¡Vivos! —dijo sir Patrick, al ver a Harry, Ron y Hermione. Dio un salto tremendo pero fingido de sorpresa y la cabeza volvió a caérsele. La gente se rió otra vez. —Muy divertido —dijo Nick Casi Decapitado con voz apagada. —¡No os preocupéis por Nick! —gritó desde el suelo la cabeza de sir Patrick—. ¡Aunque se enfade, no le dejaremos entrar en el club! Pero quiero decir…, mirad el amigo… —Creo —dijo Harry a toda prisa, en respuesta a una mirada elocuente de Nick— que Nick es terrorífico y esto…, mmm… —¡Ja! —gritó la cabeza de sir Patrick—, apuesto a que Nick te pidió que dijeras eso. —¡Si me conceden su atención, ha llegado el momento de mi discurso! —dijo en voz alta Nick Casi Decapitado, caminando hacia el estrado con paso decidido y colocándose bajo un foco de luz de un azul glacial. »Mis difuntos y afligidos señores y señoras, es para mí una gran tristeza… Pero nadie le prestaba atención. Sir Patrick y el resto del Club de Cazadores Sin Cabeza acababan de comenzar un juego de Cabeza Hockey y la gente se agolpaba para mirar. Nick Casi Decapitado trató en vano de recuperar la atención, pero desistió cuando la cabeza de sir Patrick le pasó al lado entre vítores. Harry sentía mucho frío, y no digamos hambre. —No aguanto más —dijo Ron, con los dientes castañeteando, cuando la orquesta volvió a tocar y los fantasmas volvieron al baile. —Vámonos —dijo Harry. Fueron hacia la puerta, sonriendo e inclinando la cabeza a todo el que los miraba, y un minuto más tarde subían a toda prisa por el pasadizo lleno de velas negras. —Quizás aún quede pudín —dijo Ron con esperanza, abriendo el camino hacia la escalera del vestíbulo. Y entonces Harry lo oyó. —… Desgarrar… Despedazar… Matar… Fue la misma voz, la misma voz fría, asesina, que había oído en el despacho de Lockhart. Trastabilló al detenerse, y tuvo que sujetarse al muro de piedra. Escuchó lo más atentamente que pudo, al tiempo que miraba con los ojos entornados a ambos lados del pasadizo pobremente iluminado. —Harry, ¿qué…? —Es de nuevo esa voz… Callad un momento… —… deseado… durante tanto tiempo… —¡Escuchad! —dijo Harry, y Ron y Hermione se quedaron inmóviles, mirándole. —… matar… Es la hora de matar… La voz se fue apagando. Harry estaba seguro de que se alejaba… hacia arriba. Al mirar al oscuro techo, se apoderó de él una mezcla de miedo y emoción. ¿Cómo podía irse hacia arriba? ¿Se trataba de un fantasma, para quien no era obstáculo un techo de piedra? —¡Por aquí! —gritó, y se puso a correr escaleras arriba hasta el vestíbulo. Allí era imposible oír nada, debido al ruido de la fiesta de Halloween que tenía lugar en el Gran Comedor. Harry apretó el paso para alcanzar rápidamente el primer piso. Ron y Hermione lo seguían. —Harry, ¿qué estamos…? —¡Chssst! Harry aguzó el oído. En la distancia, proveniente del piso superior, y cada vez más débil, oyó de nuevo la voz: … huelo sangre… ¡HUELO SANGRE! El corazón le dio un vuelco. —¡Va a matar a alguien! —gritó, y sin hacer caso de las caras desconcertadas de Ron y Hermione, subió el siguiente tramo saltando los escalones de tres en tres, intentando oír a pesar del ruido de sus propios pasos. Harry recorrió a toda velocidad el segundo piso, y Ron y Hermione lo seguían jadeando. No pararon hasta que doblaron la esquina del último corredor, también desierto. —Harry, ¿qué pasaba? —le preguntó Ron, secándose el sudor de la cara —. Yo no oí nada… Pero Hermione dio de repente un grito ahogado, y señaló al corredor. —¡Mirad! Delante de ellos, algo brillaba en el muro. Se aproximaron, despacio, intentando ver en la oscuridad con los ojos entornados. En el espacio entre dos ventanas, brillando a la luz que arrojaban las antorchas, había en el muro unas palabras pintadas de más de un palmo de altura. LA CÁMARA DE LOS SECRETOS HA SIDO ABIERTA. TEMED, ENEMIGOS DEL HEREDERO. —¿Qué es lo que cuelga ahí debajo? —preguntó Ron, con un leve temblor en la voz. Al acercarse más, Harry casi resbala por un gran charco de agua que había en el suelo. Ron y Hermione lo sostuvieron, y juntos se acercaron despacio a la inscripción, con los ojos fijos en la sombra negra que se veía debajo. Los tres comprendieron a la vez lo que era, y dieron un brinco hacia atrás. La Señora Norris, la gata del conserje, estaba colgada por la cola en una argolla de las que se usaban para sujetar antorchas. Estaba rígida como una tabla, con los ojos abiertos y fijos. Durante unos segundos, no se movieron. Luego dijo Ron: —Vámonos de aquí. —¿No deberíamos intentar…? —comenzó a decir Harry, sin encontrar las palabras. —Hacedme caso —dijo Ron—; mejor que no nos encuentren aquí. Pero era demasiado tarde. Un ruido, como un trueno distante, indicó que la fiesta acababa de terminar. De cada extremo del corredor en que se encontraban, llegaba el sonido de cientos de pies que subían las escaleras y la charla sonora y alegre de gente que había comido bien. Un momento después, los estudiantes irrumpían en el corredor por ambos lados. La charla, el bullicio y el ruido se apagaron de repente cuando vieron la gata colgada. Harry, Ron y Hermione estaban solos, en medio del corredor, cuando se hizo el silencio entre la masa de estudiantes, que presionaban hacia delante para ver el truculento espectáculo. Luego, alguien gritó en medio del silencio: —¡Temed, enemigos del heredero! ¡Los próximos seréis los sangre sucia! Era Draco Malfoy, que había avanzado hasta la primera fila. Tenía una expresión alegre en los ojos, y la cara, habitualmente pálida, se le enrojeció al sonreír ante el espectáculo de la gata que colgaba inmóvil. CAPÍTULO 9 La inscripción en el muro ¿Q pasa aquí? ¿Qué pasa? Atraído sin duda por el grito de Malfoy, Argus Filch se abría paso a empujones. Vio a la Señora Norris y se echó atrás, llevándose horrorizado las manos a la cara. —¡Mi gata! ¡Mi gata! ¿Qué le ha pasado a la Señora Norris? —chilló. Con los ojos fuera de las órbitas, se fijó en Harry—. ¡Tú! —chilló—. ¡Tú! ¡Tú has matado a mi gata! ¡Tú la has matado! ¡Y yo te mataré a ti! ¡Te…! —¡Argus! Había llegado Dumbledore, seguido de otros profesores. En unos segundos, pasó por delante de Harry, Ron y Hermione y sacó a la Señora Norris de la argolla. —Ven conmigo, Argus —dijo a Filch—. Vosotros también, Potter, Weasley y Granger. UÉ Lockhart se adelantó algo asustado. —Mi despacho es el más próximo, director, nada más subir las escaleras. Puede disponer de él. —Gracias, Gilderoy —respondió Dumbledore. La silenciosa multitud se apartó para dejarles paso. Lockhart, nervioso y dándose importancia, siguió a Dumbledore a paso rápido; lo mismo hicieron la profesora McGonagall y el profesor Snape. Cuando entraron en el oscuro despacho de Lockhart, hubo gran revuelo en las paredes; Harry se dio cuenta de que algunas de las fotos de Lockhart se escondían de la vista, porque llevaban los rulos puestos. El Lockhart de carne y hueso encendió las velas de su mesa y se apartó. Dumbledore dejó a la Señora Norris sobre la pulida superficie y se puso a examinarla. Harry, Ron y Hermione intercambiaron tensas miradas y, echando una ojeada a los demás, se sentaron fuera de la zona iluminada por las velas. Dumbledore acercó la punta de su nariz larga y ganchuda a una distancia de apenas dos centímetros de la piel de la Señora Norris. Examinó el cuerpo de cerca con sus lentes de media luna, dándole golpecitos y reconociéndolo con sus largos dedos. La profesora McGonagall estaba casi tan inclinada como él, con los ojos entornados. Snape estaba muy cerca detrás de ellos, con una expresión peculiar, como si estuviera haciendo grandes esfuerzos para no sonreír. Y Lockhart rondaba alrededor del grupo, haciendo sugerencias. —Puede concluirse que fue un hechizo lo que le produjo la muerte…, quizá la Tortura Metamórfica. He visto muchas veces sus efectos. Es una pena que no me encontrara allí, porque conozco el contrahechizo que la habría salvado. Los sollozos sin lágrimas, convulsivos, de Filch acompañaban los comentarios de Lockhart. El conserje se desplomó en una silla junto a la mesa, con la cara entre las manos, incapaz de dirigir la vista a la Señora Norris. Pese a lo mucho que detestaba a Filch, Harry no pudo evitar sentir compasión por él, aunque no tanta como la que sentía por sí mismo. Si Dumbledore creía a Filch, lo expulsarían sin ninguna duda. Dumbledore murmuraba ahora extrañas palabras en voz casi inaudible. Golpeó a la Señora Norris con su varita, pero no sucedió nada; parecía como si acabara de ser disecada. —… Recuerdo que sucedió algo muy parecido en Uagadugú —dijo Lockhart—, una serie de ataques. La historia completa está en mi autobiografía. Pude proveer al poblado de varios amuletos que acabaron con el peligro inmediatamente. Todas las fotografías de Lockhart que había en las paredes movieron la cabeza de arriba abajo confirmando lo que éste decía. A una se le había olvidado quitarse la redecilla del pelo. Finalmente, Dumbledore se incorporó. —No está muerta, Argus —dijo con cautela. Lockhart interrumpió de repente su cálculo del número de asesinatos evitados por su persona. —¿Que no está muerta? —preguntó Filch entre sollozos, mirando por entre los dedos a la Señora Norris—. ¿Y por qué está rígida? —La han petrificado —explicó Dumbledore. —Ah, ya me parecía a mí… —dijo Lockhart. —Pero no podría decir cómo… —¡Pregúntele! —chilló Filch, volviendo a Harry su cara con manchas y llena de lágrimas. —Ningún estudiante de segundo curso podría haber hecho esto —dijo Dumbledore con firmeza—. Es magia oscura muy avanzada. —¡Lo hizo él! —saltó Filch, y su hinchado rostro enrojeció—. ¡Ya ha visto lo que escribió en el muro! Él encontró… en la conserjería… Sabe que soy, que soy un… —Filch hacía unos gestos horribles—. ¡Sabe que soy un squib! —concluyó. —¡No he tocado a la Señora Norris! —dijo Harry con voz potente, sintiéndose incómodo al notar que todos lo miraban, incluyendo los Lockhart que había en las paredes—. Y ni siquiera sé lo que es un squib. —¡Mentira! —gruñó Filch—. ¡Él vio la carta de Embrujorrápid! —Si se me permite hablar, señor director —dijo Snape desde la penumbra, y Harry se asustó aún más, porque estaba seguro de que Snape no diría nada que pudiera beneficiarle—, Potter y sus amigos simplemente podrían haberse encontrado en el lugar menos adecuado en el momento menos oportuno —dijo, aunque con una leve expresión de desprecio en los labios, como si lo pusiera en duda—; sin embargo, aquí tenemos una serie de circunstancias sospechosas: ¿por qué se encontraban en el corredor del piso superior? ¿Por qué no estaban en la fiesta de Halloween? Harry, Ron y Hermione se pusieron a dar a la vez una explicación sobre la fiesta de cumpleaños de muerte. —… había cientos de fantasmas que podrán testificar que estábamos allí. —Pero ¿por qué no os unisteis a la fiesta después? —preguntó Snape. Los ojos negros le brillaban a la luz de las velas—. ¿Por qué subisteis al corredor? Ron y Hermione miraron a Harry. —Porque…, porque… —dijo Harry, con el corazón latiéndole a toda prisa; algo le decía que parecería muy rebuscado si explicaba que lo había conducido hasta allí una voz que no salía de ningún sitio y que nadie sino él había podido oír—, porque estábamos cansados y queríamos ir a la cama — dijo. —¿Sin cenar? —preguntó Snape. Una sonrisa de triunfo había aparecido en su adusto rostro—. No sabía que los fantasmas dieran en sus fiestas comida buena para los vivos. —No teníamos hambre —dijo Ron con voz potente, y las tripas le rugieron en aquel preciso instante. La desagradable sonrisa de Snape se ensanchó más. —Tengo la impresión, señor director, de que Potter no está siendo completamente sincero —dijo—. Podría ser una buena idea privarle de determinados privilegios hasta que se avenga a contarnos toda la verdad. Personalmente, creo que debería ser apartado del equipo de quidditch de Gryffindor hasta que decida no mentir. —Francamente, Severus —dijo la profesora McGonagall bruscamente —, no veo razón para que el muchacho deje de jugar al quidditch. Este gato no ha sido golpeado en la cabeza con el palo de una escoba. No tenemos ninguna prueba de que Potter haya hecho algo malo. Dumbledore miraba a Harry de forma inquisitiva. Ante los vivos ojos azul claro del director, Harry se sentía como si le examinaran por rayos X. —Es inocente hasta que se demuestre lo contrario, Severus —dijo con firmeza. Snape parecía furioso. Igual que Filch. —¡Han petrificado a mi gata! —gritó. Tenía los ojos desorbitados—. ¡Exijo que se castigue a los culpables! —Podremos curarla, Argus —dijo Dumbledore armándose de paciencia —. La profesora Sprout ha conseguido mandrágoras recientemente. En cuanto hayan crecido, haré una poción con la que revivir a la Señora Norris. —La haré yo —acometió Lockhart—. Creo que la he preparado unas cien veces, podría hacerla hasta dormido. —Disculpe —dijo Snape con frialdad—, pero creo que el profesor de Pociones de este colegio soy yo. Hubo un silencio incómodo. —Podéis iros —dijo Dumbledore a Harry, Ron y Hermione. Se fueron deprisa pero sin correr. Cuando estuvieron un piso más arriba del despacho de Lockhart, entraron en un aula vacía y cerraron la puerta con cuidado. Harry miró las caras ensombrecidas de sus amigos. —¿Creéis que tendría que haberles hablado de la voz que oí? —No —dijo Ron sin dudar—. Oír voces que nadie puede oír no es buena señal, ni siquiera en el mundo de los magos. Había algo en la voz de Ron que hizo que Harry le preguntase: —Tú me crees, ¿verdad? —Por supuesto —contestó Ron rápidamente—. Pero… tienes que admitir que parece raro… —Sí, ya sé que parece raro —admitió Harry—. Todo el asunto es muy raro. ¿Qué era lo que estaba escrito en el muro? «La cámara ha sido abierta.» ¿Qué querrá decir? —El caso es que me suena un poco —dijo Ron despacio—. Creo que alguien me contó una vez una historia de que había una cámara secreta en Hogwarts…; a lo mejor fue Bill. —¿Y qué demonios es un squib? —preguntó Harry. Para sorpresa de Harry, Ron ahogó una risita. —Bueno, no es que sea divertido realmente… pero tal como es Filch… —dijo—. Un squib es alguien nacido en una familia de magos, pero que no tiene poderes mágicos. Todo lo contrario a los magos hijos de familia muggle, sólo que los squibs son casos muy raros. Si Filch está tratando de aprender magia mediante un curso de Embrujorrápid, seguro que es un squib. Eso explica muchas cosas, como que odie tanto a los estudiantes. — Ron sonrió con satisfacción—. Es un amargado. De algún lugar llegó el sonido de un reloj. —Es medianoche —señaló Harry—. Es mejor que nos vayamos a dormir antes de que Snape nos encuentre y quiera acusarnos de algo más. Durante unos días, en la escuela no se habló de otra cosa que de lo que le habían hecho a la Señora Norris. Filch mantenía vivo el recuerdo en la memoria de todos haciendo guardia en el punto en que la habían encontrado, como si pensara que el culpable volvería al escenario del crimen. Harry le había visto fregar la inscripción del muro con el Quitamanchas mágico multiusos de la señora Skower, pero no había servido de nada: las palabras seguían tan brillantes como el primer día. Cuando Filch no vigilaba el escenario del crimen, merodeaba por los corredores con los ojos enrojecidos, ensañándose con estudiantes que no tenían ninguna culpa e intentando castigarlos por faltas imaginarias como «respirar demasiado fuerte» o «estar contento». Ginny Weasley parecía muy afectada por el destino de la Señora Norris. Según Ron, era una gran amante de los gatos. —Pero si no conocías a la Señora Norris —le dijo Ron para animarla—. La verdad es que estamos mucho mejor sin ella. —A Ginny le tembló el labio—. Cosas como éstas no suelen suceder en Hogwarts. Atraparán al que haya sido y lo echarán de aquí inmediatamente. Sólo espero que le dé tiempo a petrificar a Filch antes de que lo expulsen. Esto es broma… — añadió apresuradamente, al ver que Ginny se ponía blanca. Aquel acto vandálico también había afectado a Hermione. Ya era habitual en ella pasar mucho tiempo leyendo, pero ahora prácticamente no hacía otra cosa. Cuando le preguntaban qué buscaba, no obtenían respuesta, y tuvieron que esperar al miércoles siguiente para enterarse. Harry se había tenido que quedar después de la clase de Pociones, porque Snape le había mandado limpiar los gusanos de los pupitres. Tras comer apresuradamente, subió para encontrarse con Ron en la biblioteca, donde vio a Justin Finch-Fletchey, el chico de la casa de Hufflepuff con el que coincidían en Herbología, que se le acercaba. Harry acababa de abrir la boca para decir «hola» cuando Justin lo vio, cambió de repente de rumbo y se marchó deprisa en sentido opuesto. Harry encontró a Ron al fondo de la biblioteca, midiendo sus deberes de Historia de la Magia. El profesor Binns les había mandado un trabajo de un metro de largo sobre «La Asamblea Medieval de Magos de Europa». —No puede ser, todavía me quedan veinte centímetros… —dijo furioso Ron soltando el pergamino, que recuperó su forma de rollo— y Hermione ha llegado al metro y medio con su letra diminuta. —¿Dónde está? —preguntó Harry, cogiendo la cinta métrica y desenrollando su trabajo. —En algún lado por allá —respondió Ron, señalando hacia las estanterías—. Buscando otro libro. Creo que quiere leerse la biblioteca entera antes de Navidad. Harry le contó a Ron que Justin Finch-Fletchey lo había esquivado y se había alejado de él a toda prisa. —No sé por qué te preocupa, si siempre has pensado que era un poco idiota —dijo Ron, escribiendo con la letra más grande que podía—. Todas esas tonterías sobre lo maravilloso que es Lockhart… Hermione surgió de entre las estanterías. Parecía disgustada pero dispuesta a hablarles por fin. —No queda ni uno de los ejemplares que había en el colegio; se han llevado la Historia de Hogwarts —dijo, sentándose junto a Harry y Ron—. Y hay una lista de espera de dos semanas. Lamento haberme dejado en casa mi ejemplar, pero con todos los libros de Lockhart, no me cabía en el baúl. —¿Para qué lo quieres? —le preguntó Harry. —Para lo mismo que el resto de la gente —contestó Hermione—: para leer la leyenda de la Cámara de los Secretos. —¿Qué es eso? —preguntó Harry al instante. —Eso quisiera yo saber. Pero no lo recuerdo —contestó Hermione, mordiéndose el labio—. Y no consigo encontrar la historia en ningún otro lado. —Hermione, déjame leer tu trabajo —le pidió Ron desesperado, mirando el reloj. —No, no quiero —dijo Hermione, repentinamente severa—. Has tenido diez días para acabarlo. —Sólo me faltan seis centímetros, venga. Sonó la campana. Ron y Hermione se encaminaron al aula de Historia de la Magia, discutiendo. Historia de la Magia era la asignatura más aburrida de todas. El profesor Binns, que la impartía, era el único profesor fantasma que tenían, y lo más emocionante que sucedía en sus clases era su entrada en el aula, a través de la pizarra. Viejo y consumido, mucha gente decía de él que no se había dado cuenta de que se había muerto. Simplemente, un día se había levantado para ir a dar clase, y se había dejado el cuerpo en una butaca, delante de la chimenea de la sala de profesores. Desde entonces, había seguido la misma rutina sin la más leve variación. Aquel día fue igual de aburrido. El profesor Binns abrió sus apuntes y los leyó con un sonsonete monótono, como el de una aspiradora vieja, hasta que casi toda la clase hubo entrado en un sopor profundo, sólo alterado de vez en cuando el tiempo suficiente para tomar nota de un nombre o de una fecha, y volver a adormecerse. Llevaba una media hora hablando cuando ocurrió algo insólito: Hermione alzó la mano. El profesor Binns, levantando la vista a mitad de una lección horrorosamente aburrida sobre la Convención Internacional de Brujos de 1289, pareció sorprendido. —¿Señorita…? —Granger, profesor. Pensaba que quizá usted pudiera hablarnos sobre la Cámara de los Secretos —dijo Hermione con voz clara. Dean Thomas, que había permanecido boquiabierto, mirando por la ventana, salió de su trance dando un respingo. Lavender Brown levantó la cabeza y a Neville le resbaló el codo de la mesa. El profesor Binns parpadeó. —Mi disciplina es la Historia de la Magia —dijo con su voz seca, jadeante—. Me ocupo de los hechos, señorita Granger, no de los mitos ni de las leyendas. —Se aclaró la garganta con un pequeño ruido que fue como un chirrido de tiza, y prosiguió—: En septiembre de aquel año, un subcomité de hechiceros sardos… Balbució y se detuvo. De nuevo, en el aire, se agitaba la mano de Hermione. —¿Señorita Grant? —Disculpe, señor, ¿no tienen siempre las leyendas una base real? El profesor Binns la miraba con tal estupor, que Harry adivinó que ningún estudiante lo había interrumpido nunca, ni estando vivo ni estando muerto. —Veamos —dijo lentamente el profesor Binns—, sí, creo que eso se podría discutir. —Miró a Hermione como si nunca hubiera visto bien a un estudiante—. Sin embargo, la leyenda por la que usted me pregunta es una patraña hasta tal punto exagerada, yo diría incluso absurda… La clase entera estaba ahora pendiente de las palabras del profesor Binns; éste miró a sus alumnos y vio que todas las caras estaban vueltas hacia él. Harry notó que el profesor se quedaba completamente desconcertado al ver unas muestras de interés tan inusitadas. —Muy bien —dijo despacio—. Veamos… la Cámara de los Secretos… Todos ustedes saben, naturalmente, que Hogwarts fue fundado hace unos mil años (no sabemos con certeza la fecha exacta) por los cuatro brujos más importantes de la época. Las cuatro casas del colegio reciben su nombre de ellos: Godric Gryffindor, Helga Hufflepuff, Rowena Ravenclaw y Salazar Slytherin. Los cuatro juntos construyeron este castillo, lejos de las miradas indiscretas de los muggles, dado que aquélla era una época en que la gente tenía miedo a la magia, y los magos y las brujas sufrían persecución. Se detuvo, miró a la clase con los ojos empañados y continuó: —Durante algunos años, los fundadores trabajaron conjuntamente en armonía, buscando jóvenes que dieran muestras de aptitud para la magia y trayéndolos al castillo para educarlos. Pero luego surgieron desacuerdos entre ellos y se produjo una ruptura entre Slytherin y los demás. Slytherin deseaba ser más selectivo con los estudiantes que se admitían en Hogwarts. Pensaba que la enseñanza de la magia debería reservarse para las familias de magos. Le desagradaba tener alumnos de familia muggle, porque no los creía dignos de confianza. Un día se produjo una seria disputa al respecto entre Slytherin y Gryffindor, y Slytherin abandonó el colegio. El profesor Binns se detuvo de nuevo y frunció la boca, como una tortuga vieja llena de arrugas. —Esto es lo que nos dicen las fuentes históricas fidedignas —dijo—, pero estos simples hechos quedaron ocultos tras la leyenda fantástica de la Cámara de los Secretos. La leyenda nos dice que Slytherin había construido en el castillo una cámara oculta, de la que no sabían nada los otros fundadores. »Slytherin, según la leyenda, selló la Cámara de los Secretos para que nadie la pudiera abrir hasta que llegara al colegio su auténtico heredero. Sólo el heredero podría abrir la Cámara de los Secretos, desencadenar el horror que contiene y usarlo para librar al colegio de todos los que no tienen derecho a aprender magia. Cuando terminó de contar la historia, se hizo el silencio, pero no era el silencio habitual, soporífero, de las clases del profesor Binns. Flotaba en el aire un desasosiego, y todo el mundo le seguía mirando, esperando que continuara. El profesor Binns parecía levemente molesto. —Por supuesto, esta historia es un completo disparate —añadió—. Naturalmente, el colegio entero ha sido registrado varias veces en busca de la cámara, por los magos mejor preparados. No existe. Es un cuento inventado para asustar a los crédulos. Hermione volvió a levantar la mano. —Profesor…, ¿a qué se refiere usted exactamente al decir «el horror que contiene» la cámara? —Se cree que es algún tipo de monstruo, al que sólo podrá dominar el heredero de Slytherin —explicó el profesor Binns con su voz seca y aflautada. La clase intercambió miradas nerviosas. —Pero ya les digo que no existe —añadió el profesor Binns, revolviendo en sus apuntes—. No hay tal cámara ni tal monstruo. —Pero, profesor —comentó Seamus Finnigan—, si sólo el auténtico heredero de Slytherin puede abrir la cámara, nadie más podría encontrarla, ¿no? —Tonterías, O’Flaherty —repuso el profesor Binns en tono algo airado —, si una larga sucesión de directores de Hogwarts no la han encontrado… —Pero, profesor —intervino Parvati Patil—, probablemente haya que emplear magia oscura para abrirla… —El hecho de que un mago no utilice la magia oscura no quiere decir que no pueda emplearla, señorita Patati —le interrumpió el profesor Binns —. Insisto, si los predecesores de Dumbledore… —Pero tal vez sea preciso estar relacionado con Slytherin, y por eso Dumbledore no podría… —apuntó Dean Thomas, pero el profesor Binns ya estaba harto. —Ya basta —dijo bruscamente—. ¡Es un mito! ¡No existe! ¡No hay el menor indicio de que Slytherin construyera semejante cuarto trastero! Me arrepiento de haberles relatado una leyenda tan absurda. Ahora volvamos, por favor, a la historia, a los hechos evidentes, creíbles y comprobables. Y en cinco minutos, la clase se sumergió de nuevo en su sopor habitual. ••• —Ya sabía que Salazar Slytherin era un viejo chiflado y retorcido —dijo Ron a Harry y Hermione, mientras se abrían camino por los abarrotados corredores al término de las clases, para dejar las bolsas en la habitación antes de ir a cenar—. Pero lo que no sabía es que hubiera sido él quien empezó todo este asunto de la limpieza de sangre. No me quedaría en su casa aunque me pagaran. Sinceramente, si el Sombrero Seleccionador hubiera querido mandarme a Slytherin, yo me habría vuelto derecho a casa en el tren. Hermione asintió entusiasmada con la cabeza, pero Harry no dijo nada. Tenía el corazón encogido de la angustia. Harry no había dicho nunca a Ron y Hermione que el Sombrero Seleccionador había considerado seriamente la posibilidad de enviarlo a Slytherin. Recordaba, como si hubiera ocurrido el día anterior, la vocecita que le había hablado al oído cuando, un año antes, se había puesto el Sombrero Seleccionador. Podrías ser muy grande, ¿sabes?, lo tienes todo en tu cabeza y Slytherin te ayudaría en el camino hacia la grandeza. No hay dudas, ¿verdad? Pero Harry, que ya conocía la reputación de la casa de Slytherin por los brujos de magia oscura que salían de ella, había pensado desesperadamente «¡Slytherin no!», y el sombrero había terminado diciendo: Bueno, si estás seguro, mejor que seas ¡GRYFFINDOR! Mientras caminaban empujados por la multitud, pasó Colin Creevey. —¡Eh, Harry! —¡Hola, Colin! —dijo Harry sin darse cuenta. —Harry, Harry…, en mi clase un chaval ha estado diciendo que tú eres… Pero Colin era demasiado pequeño para luchar contra la marea de gente que lo llevaba hacia el Gran Comedor. Le oyeron chillar: —¡Hasta luego, Harry! —Y desapareció. —¿Qué es lo que dice sobre ti un chaval de su clase? —preguntó Hermione. —Que soy el heredero de Slytherin, supongo —dijo Harry, y el corazón se le encogió un poco más al recordar cómo lo había rehuido Justin FinchFletchley a la hora de la comida. —La gente aquí es capaz de creerse cualquier cosa —dijo Ron, con disgusto. La masa de alumnos se aclaró, y consiguieron subir sin dificultad al siguiente rellano. —¿Crees que realmente hay una Cámara de los Secretos? —preguntó Ron a Hermione. —No lo sé —respondió ella, frunciendo el entrecejo—. Dumbledore no fue capaz de curar a la Señora Norris, y eso me hace sospechar que quienquiera que la atacase no debía de ser…, bueno…, humano. Al doblar la esquina se encontraron en un extremo del mismo corredor en que había tenido lugar la agresión. Se detuvieron y miraron. El lugar estaba tal como lo habían encontrado aquella noche, salvo que ningún gato tieso colgaba de la argolla en que se fijaba la antorcha, y que había una silla apoyada contra la pared del mensaje: «La cámara ha sido abierta.» —Aquí es donde Filch ha estado haciendo guardia —dijo Ron. Se miraron unos a otros. El corredor se encontraba desierto. —No hay nada malo en echar un vistazo —dijo Harry, dejando la bolsa en el suelo y poniéndose a gatear en busca de alguna pista. —¡Esto está chamuscado! —dijo—. ¡Aquí… y aquí! —¡Ven y mira esto! —dijo Hermione—. Es extraño. Harry se levantó y se acercó a la ventana más próxima a la inscripción de la pared. Hermione señalaba al cristal superior, por donde una veintena de arañas estaban escabulléndose, según parecía tratando de penetrar por una pequeña grieta en el cristal. Un hilo largo y plateado colgaba como una soga, y daba la impresión de que las arañas lo habían utilizado para salir apresuradamente. —¿Habíais visto alguna vez que las arañas se comportaran así? — preguntó Hermione, perpleja. —Yo no —dijo Harry—. ¿Y tú, Ron? ¿Ron? Volvió la cabeza hacia su amigo. Ron había retrocedido y parecía estar luchando contra el impulso de salir corriendo. —¿Qué pasa? —le preguntó Harry. —No… no me gustan… las arañas —dijo Ron, nervioso. —No lo sabía —dijo Hermione, mirando sorprendida a Ron—. Has usado arañas muchas veces en la clase de Pociones… —Si están muertas no me importa —explicó Ron, quien tenía la precaución de mirar a cualquier parte menos a la ventana—. No soporto la manera en que se mueven. Hermione soltó una risita tonta. —No tiene nada de divertido —dijo Ron impetuosamente—. Si quieres saberlo, cuando yo tenía tres años, Fred convirtió mi… mi osito de peluche en una araña grande y asquerosa porque yo le había roto su escoba de juguete. A ti tampoco te harían gracia si estando con tu osito, le hubieran salido de repente muchas patas y… Dejó de hablar, estremecido. Era evidente que Hermione seguía aguantándose la risa. Pensando que sería mejor cambiar de tema, Harry dijo: —¿Recordáis toda aquella agua en el suelo? ¿De dónde vendría? Alguien ha pasado la fregona. —Estaba por aquí —dijo Ron, recobrándose y caminando unos pasos más allá de la silla de Filch para indicárselo—, a la altura de esta puerta. Asió el pomo metálico de la puerta, pero retiró la mano inmediatamente, como si se hubiera quemado. —¿Qué pasa? —preguntó Harry. —No puedo entrar ahí —dijo Ron bruscamente—, es un aseo de chicas. —Pero Ron, si no habrá nadie dentro —dijo Hermione, poniéndose derecha y acercándose—; aquí es donde está Myrtle la Llorona. Venga, echemos un vistazo. Y sin hacer caso del letrero de «No funciona», Hermione abrió la puerta. Era el cuarto de baño más triste y deprimente en que Harry había puesto nunca los pies. Debajo de un espejo grande, quebrado y manchado, había una fila de lavabos de piedra en muy mal estado. El suelo estaba mojado y reflejaba la luz triste que daban las llamas de unas pocas velas que se consumían en sus palmatorias. Las puertas de los retretes estaban rayadas y rotas, y una colgaba fuera de los goznes. Hermione les pidió silencio con un dedo en los labios y se fue hasta el último retrete. Cuando llegó, dijo: —Hola, Myrtle, ¿qué tal? Harry y Ron se acercaron a ver. Myrtle la Llorona estaba sobre la cisterna del retrete, reventándose un grano de la barbilla. —Esto es un aseo de chicas —dijo, mirando con recelo a Harry y Ron —. Y ellos no son chicas. —No —confirmó Hermione—. Sólo quería enseñarles lo… lo bien que se está aquí. Con la mano, indicó vagamente el espejo viejo y sucio, y el suelo húmedo. —Pregúntale si vio algo —dijo Harry a Hermione, sin pronunciar, para que le leyera en los labios. —¿Qué murmuras? —le preguntó Myrtle, mirándole. —Nada —se apresuró a decir Harry—. Queríamos preguntar… —¡Me gustaría que la gente dejara de hablar a mis espaldas! —dijo Myrtle, con la voz ahogada por las lágrimas—. Tengo sentimientos, ¿sabéis?, aunque esté muerta. —Myrtle, nadie quiere molestarte —dijo Hermione—. Harry sólo… —¡Nadie quiere molestarme! ¡Ésta sí que es buena! —gimió Myrtle—. ¡Mi vida en este lugar no fue más que miseria, y ahora la gente viene aquí a amargarme la muerte! —Queríamos preguntarte si habías visto últimamente algo raro —dijo Hermione dándose prisa—. Porque la noche de Halloween agredieron a un gato justo al otro lado de tu puerta. —¿Viste a alguien por aquí aquella noche? —le preguntó Harry. —No me fijé —dijo Myrtle con afectación—. Me dolió tanto lo que dijo Peeves, que vine aquí e intenté suicidarme. Luego, claro, recordé que estoy…, que estoy… —Muerta ya —dijo Ron, con la intención de ayudar. Myrtle sollozó trágicamente, se elevó en el aire, se volvió y se sumergió de cabeza en la taza del retrete, salpicándoles, y desapareció de la vista; a juzgar por la procedencia de sus sollozos ahogados, debía de estar en algún lugar del sifón. Harry y Ron se quedaron con la boca abierta, pero Hermione, que ya estaba harta, se encogió de hombros, y les dijo: —Tratándose de Myrtle, esto es casi estar alegre. Bueno, vámonos… Harry acababa de cerrar la puerta a los sollozos gorjeantes de Myrtle, cuando una potente voz les hizo dar un respingo a los tres. —¡RON! Percy Weasley, con su resplandeciente insignia de prefecto, se había detenido al final de las escaleras, con una expresión de susto en la cara. —¡Ésos son los aseos de las chicas! —gritó—. ¿Qué estás haciendo? —Sólo echaba un vistazo —dijo Ron, encogiéndose de hombros—. Buscando pistas, ya sabes… Percy parecía a punto de estallar. A Harry le recordó mucho a la señora Weasley. —Marchaos… fuera… de aquí… —dijo, caminando hacia ellos con paso firme y agitando los brazos para echarlos—. ¿No os dais cuenta de lo que podría parecer, volver a este lugar mientras todos están cenando? —¿Por qué no podemos estar aquí? —repuso Ron acaloradamente, parándose de pronto y enfrentándose a Percy—. ¡Escucha, nosotros no le hemos tocado un pelo a ese gato! —Eso es lo que dije a Ginny —dijo Percy con contundencia—, pero ella todavía cree que te van a expulsar. No la he visto nunca tan afectada, llorando amargamente. Podrías pensar un poco en ella, y además, todos los de primero están asustados. —A ti no te preocupa Ginny —replicó Ron, enrojeciendo hasta las orejas—, a ti sólo te preocupa que yo eche a perder tus posibilidades de ser Representante del Colegio. —¡Cinco puntos menos para Gryffindor! —dijo Percy secamente, llevándose una mano a su insignia de prefecto—. ¡Y espero que esto te enseñe la lección! ¡Se acabó el hacer de detective, o de lo contrario escribiré a mamá! Y se marchó con el paso firme y la nuca tan colorada como las orejas de Ron. ••• Aquella noche, en la sala común, Harry, Ron y Hermione escogieron los asientos más alejados del de Percy. Ron estaba todavía de muy mal humor y seguía emborronando sus deberes de Encantamientos. Cuando, sin darse cuenta, cogió su varita mágica para quitar las manchas, el pergamino empezó a arder. Casi echando tanto humo como sus deberes, Ron cerró de golpe Libro reglamentario de hechizos, segundo curso. Para sorpresa de Harry, Hermione lo imitó. —Pero ¿quién podría ser? —dijo con voz tranquila, como si continuara una conversación que hubieran estado manteniendo—. ¿Quién querría echar de Hogwarts a todos los squibs y los de familia muggle? —Pensemos —dijo Harry con simulado desconcierto—. ¿Conocemos a alguien que piense que los que vienen de familia muggle son escoria? Miró a Hermione. Hermione miró hacia atrás, poco convencida. —Si te refieres a Malfoy… —¡Naturalmente! —dijo Ron—. Ya lo oísteis: «¡Los próximos seréis los sangre sucia!» Venga, no hay más que ver su asquerosa cara de rata para saber que es él… —¿Malfoy, el heredero de Slytherin? —dijo escépticamente Hermione. —Fíjate en su familia —dijo Harry, cerrando también sus libros—. Todos han pertenecido a Slytherin, él siempre alardea de ello. Podrían perfectamente ser descendientes del mismo Slytherin. Su padre es un verdadero malvado. —¡Podrían haber conservado durante siglos la llave de la Cámara de los Secretos! —dijo Ron—. Pasándosela de padres a hijos… —Bueno —dijo cautamente Hermione—, supongo que puede ser. —Pero ¿cómo podríamos demostrarlo? —preguntó Harry, en tono de misterio. —Habría una manera —dijo Hermione hablando despacio, bajando aún más la voz y echando una fugaz mirada a Percy—. Por supuesto, sería difícil. Y peligroso, muy peligroso. Calculo que quebrantaríamos unas cincuenta normas del colegio. —Si, dentro de un mes más o menos, te parece que podrías empezar a explicárnoslo, háznoslo saber, ¿vale? —dijo Ron, airado. —De acuerdo —repuso fríamente Hermione—. Lo que tendríamos que hacer es entrar en la sala común de Slytherin y hacerle a Malfoy algunas preguntas sin que sospeche que somos nosotros. —Pero eso es imposible —dijo Harry, mientras Ron se reía. —No, no lo es —repuso Hermione—. Lo único que nos haría falta es una poción multijugos. —¿Qué es eso? —preguntaron a la vez Harry y Ron. —Snape la mencionó en clase hace unas semanas. —¿Piensas que no tenemos nada mejor que hacer en la clase de Pociones que escuchar a Snape? —dijo Ron. —Esa poción lo transforma a uno en otra persona. ¡Pensad en ello! Nos podríamos convertir en tres estudiantes de Slytherin. Nadie nos reconocería. Y seguramente Malfoy nos diría algo. Lo más probable es que ahora mismo esté alardeando de ello en la sala común de Slytherin. —Esto del multijugos me parece un poco peligroso —dijo Ron, frunciendo el entrecejo—. ¿Y si nos quedamos para siempre convertidos en tres de Slytherin? —El efecto se pasa después de un rato —dijo Hermione, haciendo un gesto con la mano como para descartar ese inconveniente—, pero lo realmente difícil será conseguir la receta. Snape dijo que se encontraba en un libro llamado Moste Potente Potions que se encuentra en la Sección Prohibida de la biblioteca. Solamente había una manera de conseguir un libro de la Sección Prohibida: con el permiso por escrito de un profesor. —Será difícil explicar para qué queremos ese libro si no es para hacer alguna de las pociones. —Creo —dijo Hermione— que si consiguiéramos dar la impresión de que estábamos interesados únicamente en la teoría, tendríamos alguna posibilidad… —No te fastidia… ningún profesor se va a tragar eso —dijo Ron—. Tendría que ser muy tonto… CAPÍTULO 10 La bludger loca D del desastroso episodio de los duendecillos de Cornualles, el profesor Lockhart no había vuelto a llevar a clase seres vivos. Por el contrario, se dedicaba a leer a los alumnos pasajes de sus libros, y en ocasiones representaba alguno de los momentos más emocionantes de su biografía. Habitualmente sacaba a Harry para que lo ayudara en aquellas reconstrucciones; hasta el momento, Harry había tenido que representar los papeles de un ingenuo pueblerino transilvano al que Lockhart había curado de una maldición que le hacía tartamudear, un yeti con resfriado y un vampiro que, cuando Lockhart acabó con él, no pudo volver a comer otra cosa que lechuga. En la siguiente clase de Defensa Contra las Artes Oscuras sacó de nuevo a Harry, esta vez para representar a un hombre lobo. Si no hubiera tenido una razón muy importante para no enfadar a Lockhart, se habría negado. —Aúlla fuerte, Harry (eso es…), y en aquel momento, creedme, yo salté (así) tirándolo contra el suelo (así) con una mano, y logré inmovilizarle. Con la otra, le puse la varita en la garganta y, reuniendo las fuerzas que me quedaban, llevé a cabo el dificilísimo hechizo Homorphus; él emitió un gemido lastimero (venga, Harry…, más fuerte…, bien) y la piel ESPUÉS desapareció…, los colmillos encogieron y… se convirtió en hombre. Sencillo y efectivo. Otro pueblo que me recordará siempre como el héroe que les libró de la terrorífica amenaza mensual de los hombres lobo. Sonó el timbre y Lockhart se puso en pie. —Deberes: componer un poema sobre mi victoria contra el hombre lobo Wagga Wagga. ¡El autor del mejor poema será premiado con un ejemplar firmado de El encantador! Los alumnos empezaron a salir. Harry volvió al fondo de la clase, donde lo esperaban Ron y Hermione. —¿Listos? —preguntó Harry. —Espera que se hayan ido todos —dijo Hermione, asustada—. Vale, ahora. Se acercó a la mesa de Lockhart con un trozo de papel en la mano. Harry y Ron iban detrás de ella. —Esto… ¿Profesor Lockhart? —tartamudeó Hermione—. Yo querría… sacar este libro de la biblioteca. Sólo para una lectura preparatoria. —Le entregó el trozo de papel con mano ligeramente temblorosa—. Pero el problema es que está en la Sección Prohibida, así que necesito el permiso por escrito de un profesor. Estoy convencida de que este libro me ayudaría a comprender lo que explica usted en Una vuelta con los espíritus malignos sobre los venenos de efecto retardado. —¡Ah, Una vuelta con los espíritus malignos! —dijo Lockhart, cogiendo la nota de Hermione y sonriéndole francamente—. Creo que es mi favorito. ¿Te gustó? —¡Sí! —dijo Hermione emocionada—. ¡Qué gran idea la suya de atrapar al último con el colador del té…! —Bueno, estoy seguro que a nadie le parecerá mal que ayude un poco a la mejor estudiante del curso —dijo Lockhart afectuosamente, sacando una pluma de pavo real—. Sí, es bonita, ¿verdad? —dijo, interpretando al revés la expresión de desagrado de Ron—. Normalmente la reservo para firmar libros. Garabateó una floreteada firma sobre el papel y se lo devolvió a Hermione. —Así que, Harry —dijo Lockhart, mientras Hermione plegaba la nota con dedos torpes y se la metía en la bolsa—, mañana se juega el primer partido de quidditch de la temporada, ¿verdad? Gryffindor contra Slytherin, ¿no? He oído que eres un jugador fundamental. Yo también fui buscador. Me pidieron que entrara en la selección nacional, pero preferí dedicar mi vida a la erradicación de las Fuerzas Oscuras. De todas maneras, si necesitaras unas cuantas clases particulares de entrenamiento, no dudes en decírmelo. Siempre me satisface dejar algo de mi experiencia a jugadores menos dotados… Harry hizo un ruido indefinido con la garganta y luego salió del aula a toda prisa, detrás de Ron y Hermione. —Es increíble —dijo ella, mientras examinaban los tres la firma en el papel—. Ni siquiera ha mirado de qué libro se trataba. —Porque es un completo imbécil —dijo Ron—. Pero ¿a quién le importa? Ya tenemos lo que necesitábamos. —Él no es un completo imbécil —chilló Hermione, mientras iban hacia la biblioteca a paso ligero. —Ya, porque ha dicho que eres la mejor estudiante del curso… Bajaron la voz al entrar en la envolvente quietud de la biblioteca. La señora Pince, la bibliotecaria, era una mujer delgada e irascible que parecía un buitre mal alimentado. —¿Moste Potente Potions?—repitió recelosa, tratando de coger la nota de Hermione. Pero Hermione no la soltaba. —Desearía poder guardarla —dijo la chica, aguantando la respiración. —Venga —dijo Ron, arrancándole la nota y entregándola a la señora Pince—. Te conseguiremos otro autógrafo. Lockhart firmará cualquier cosa que se esté quieta el tiempo suficiente. La señora Pince levantó el papel a la luz, como dispuesta a detectar una posible falsificación, pero la nota pasó la prueba. Caminó orgullosamente por entre las elevadas estanterías y regresó unos minutos después llevando con ella un libro grande de aspecto mohoso. Hermione se lo metió en la bolsa con mucho cuidado, e intentó no caminar demasiado rápido ni parecer demasiado culpable. Cinco minutos después, se encontraban de nuevo refugiados en los aseos fuera de servicio de Myrtle la Llorona. Hermione había rechazado las objeciones de Ron argumentando que aquél sería el último lugar en el que entraría nadie en su sano juicio, así que allí tenían garantizada la intimidad. Myrtle la Llorona lloraba estruendosamente en su retrete, pero ellos no le prestaban atención, y ella a ellos tampoco. Hermione abrió con cuidado el Moste Potente Potions, y los tres se encorvaron sobre las páginas llenas de manchas de humedad. De un vistazo quedó patente por qué pertenecía a la Sección Prohibida. Algunas de las pociones tenían efectos demasiado horribles incluso para imaginarlos, y había ilustraciones monstruosas, como la de un hombre que parecía vuelto de dentro hacia fuera y una bruja con varios pares de brazos que le salían de la cabeza. —¡Aquí está! —dijo Hermione emocionada, al dar con la página que llevaba por título La poción multijugos. Estaba decorada con dibujos de personas que iban transformándose en otras distintas. Harry imploró que la apariencia de dolor intenso que había en los rostros de aquellas personas fuera fruto de la imaginación del artista. »Ésta es la poción más complicada que he visto nunca —dijo Hermione, al mirar la receta—. Crisopos, sanguijuelas, Descurainia sophia y centinodia —murmuró, pasando el dedo por la lista de los ingredientes—. Bueno, no son difíciles de encontrar, están en el armario de los estudiantes, podemos conseguirlos. ¡Vaya, mirad, polvo de cuerno de bicornio! No sé dónde vamos a encontrarlo…, piel en tiras de serpiente arbórea africana…, eso también será peliagudo… y por supuesto, algo de aquel en quien queramos convertirnos. —Perdona —dijo Ron bruscamente—. ¿Qué quieres decir con «algo de aquel en quien queramos convertirnos»? Yo no me voy a beber nada que contenga las uñas de los pies de Crabbe. Hermione continuó como si no lo hubiera oído. —De momento, todavía no tenemos que preocuparnos porque esos ingredientes los echaremos al final. Sin saber qué decir, Ron se volvió a Harry, que tenía otra preocupación. —¿No te das cuenta de cuántas cosas vamos a tener que robar, Hermione? Piel de serpiente arbórea africana en tiras, desde luego eso no está en el armario de los estudiantes, ¿qué vamos a hacer? ¿Forzar los armarios privados de Snape? No sé si es buena idea… Hermione cerró el libro con un ruido seco. —Bueno, si vais a acobardaros los dos, pues vale —dijo. Tenía las mejillas coloradas y los ojos más brillantes de lo normal—. Yo no quiero saltarme las normas, ya lo sabéis, pero pienso que aterrorizar a los magos de familia muggle es mucho peor que elaborar un poco de poción. Pero si no tenéis interés en averiguar si el heredero es Malfoy, iré derecha a la señora Pince y le devolveré el libro inmediatamente. —No creí que fuera a verte nunca intentando persuadirnos de que incumplamos las normas —dijo Ron—. Está bien, lo haremos, pero nada de uñas de los pies, ¿vale? —Pero ¿cuánto nos llevará hacerlo? —preguntó Harry, cuando Hermione, satisfecha, volvió a abrir el libro. —Bueno, como hay que coger la Descurainia sophia con luna llena, y los crisopos han de cocerse durante veintiún días…, yo diría que podríamos tenerla preparada en un mes, si podemos conseguir todos los ingredientes. —¿Un mes? —dijo Ron—. ¡En ese tiempo, Malfoy puede atacar a la mitad de los hijos de muggles! —Hermione volvió a entornar los ojos amenazadoramente, y él añadió sin vacilar—: Pero es el mejor plan que tenemos, así que adelante a toda máquina. Sin embargo, mientras Hermione comprobaba que no había nadie a la vista para poder salir del aseo, Ron susurró a Harry: —Sería mucho más sencillo que mañana tiraras a Malfoy de la escoba. Harry se despertó pronto el sábado por la mañana y se quedó un rato en la cama pensando en el partido de quidditch. Se ponía nervioso, sobre todo al imaginar lo que diría Wood si Gryffindor perdía, pero también al pensar que tendrían que enfrentarse a un equipo que iría montado en las escobas de carreras más veloces que había en el mercado. Nunca había tenido tantas ganas de vencer a Slytherin. Después de estar tumbado media hora con las tripas revueltas, se levantó, se vistió y bajó temprano a desayunar. Allí encontró al resto del equipo de Gryffindor, apiñado en torno a la gran mesa vacía. Todos estaban nerviosos y apenas hablaban. Cuando faltaba poco para las once, el colegio en pleno empezó a dirigirse hacia el estadio de quidditch. Hacía un día bochornoso que amenazaba tormenta. Cuando Harry iba hacia los vestuarios, Ron y Hermione se acercaron corriendo a desearle buena suerte. Los jugadores se vistieron sus túnicas rojas de Gryffindor y luego se sentaron a recibir la habitual inyección de ánimo que Wood les daba antes de cada partido. —Los de Slytherin tienen mejores escobas que nosotros —comenzó—, eso no se puede negar. Pero nosotros tenemos mejores jugadores sobre las escobas. Hemos entrenado más que ellos y hemos volado bajo todas las circunstancias climatológicas («¡y tanto! —murmuró George Weasley—, no me he secado del todo desde agosto»), y vamos a hacer que se arrepientan del día en que dejaron que ese pequeño canalla, Malfoy, les comprara un puesto en el equipo. Con la respiración agitada por la emoción, Wood se volvió a Harry. —Es misión tuya, Harry, demostrarles que un buscador tiene que tener algo más que un padre rico. Tienes que coger la snitch antes que Malfoy, o perecer en el intento, porque hoy tenemos que ganar. —Así que no te sientas presionado, Harry —le dijo Fred, guiñándole un ojo. Cuando salieron al campo, fueron recibidos con gran estruendo; eran sobre todo aclamaciones de Hufflepuff y de Ravenclaw, cuyos miembros y seguidores estaban deseosos de ver derrotado al equipo de Slytherin, aunque la afición de Slytherin también hizo oír sus abucheos y silbidos. La señora Hooch, que era la profesora de quidditch, hizo que Flint y Wood se dieran la mano, y los dos contrincantes aprovecharon para dirigirse miradas desafiantes y apretar bastante más de lo necesario. —Cuando toque el silbato —dijo la señora Hooch—: tres…, dos…, uno… Animados por el bramido de la multitud que les apoyaba, los catorce jugadores se elevaron hacia el cielo plomizo. Harry ascendió más que ningún otro, aguzando la vista en busca de la snitch. —¿Todo bien por ahí, cabeza rajada? —le gritó Malfoy, saliendo disparado por debajo de él para demostrarle la velocidad de su escoba. Harry no tuvo tiempo de replicar. En aquel preciso instante iba hacia él una bludger negra y pesada; faltó tan poco para que le golpeara, que al pasar le despeinó. —¡Por qué poco, Harry! —le dijo George, pasando por su lado como un relámpago, con el bate en la mano, listo para devolver la bludger contra Slytherin. Harry vio que George daba un fuerte golpe a la bludger dirigiéndola hacia Adrian Pucey, pero la bludger cambió de dirección en medio del aire y se fue directa, otra vez, contra Harry. Harry descendió rápidamente para evitarla, y George logró golpearla fuerte contra Malfoy. Una vez más, la bludger viró bruscamente como si fuera un bumerán y se encaminó como una bala hacia la cabeza de Harry. Harry aumentó la velocidad y salió zumbando hacia el otro extremo del campo. Oía a la bludger silbar a su lado. ¿Qué ocurría? Las bludger nunca se enconaban de aquella manera contra un único jugador, su misión era derribar a todo el que pudieran… Fred Weasley aguardaba en el otro extremo. Harry se agachó para que Fred golpeara la bludger con todas sus fuerzas. —¡Ya está! —gritó Fred contento, pero se equivocaba: como si fuera atraída magnéticamente por Harry, la bludger volvió a perseguirlo y Harry se vio obligado a alejarse a toda velocidad. Había empezado a llover. Harry notaba las gruesas gotas en la cara, que chocaban contra los cristales de las gafas. No tuvo ni idea de lo que pasaba con los otros jugadores hasta que oyó la voz de Lee Jordan, que era el comentarista, diciendo: «Slytherin en cabeza por sesenta a cero.» Estaba claro que la superioridad de las escobas de Slytherin daba sus resultados, y mientras tanto, la bludger loca hacía todo lo que podía para derribar a Harry. Fred y George se acercaban tanto a él, uno a cada lado, que Harry no podía ver otra cosa que sus brazos, que se agitaban sin cesar, y le resultaba imposible buscar la snitch, y no digamos atraparla. —Alguien… está… manipulando… esta… bludger… —gruñó Fred, golpeándola con todas sus fuerzas para rechazar un nuevo ataque contra Harry. —Hay que detener el juego —dijo George, intentando hacerle señas a Wood y al mismo tiempo evitar que la bludger le partiera la nariz a Harry. Wood captó el mensaje. La señora Hooch hizo sonar el silbato y Harry, Fred y George bajaron al césped, todavía tratando de evitar la bludger loca. —¿Qué ocurre? —preguntó Wood, cuando el equipo de Gryffindor se reunió, mientras la afición de Slytherin los abucheaba—. Nos están haciendo papilla. Fred, George, ¿dónde estabais cuando la bludger le impidió marcar a Angelina? —Estábamos ocho metros por encima de ella, Oliver, para evitar que la otra bludger matara a Harry —dijo George enfadado—. Alguien la ha manipulado…, no dejará en paz a Harry, no ha ido detrás de nadie más en todo el tiempo. Los de Slytherin deben de haberle hecho algo. —Pero las bludger han permanecido guardadas en el despacho de la señora Hooch desde nuestro último entrenamiento, y aquel día no les pasaba nada… —dijo Wood, perplejo. La señora Hooch iba hacia ellos. Detrás de ella, Harry veía al equipo de Slytherin que lo señalaban y se burlaban. —Escuchad —les dijo Harry mientras ella se acercaba—, con vosotros dos volando todo el rato a mi lado, la única posibilidad que tengo de atrapar la snitch es que se me meta por la manga. Volved a proteger al resto del equipo y dejadme que me las arregle solo con esa bludger loca. —No seas tonto —dijo Fred—, te partirá en dos. Wood tan pronto miraba a Harry como a los Weasley. —Oliver, esto es una locura —dijo Alicia Spinnet enfadada—, no puedes dejar que Harry se las apañe solo con la bludger. Esto hay que investigarlo. —¡Si paramos ahora, perderemos el partido! —argumentó Harry—. ¡Y no vamos a perder frente a Slytherin sólo por una bludger loca! ¡Venga, Oliver, diles que dejen que me las apañe yo solo! —Esto es culpa tuya —dijo George a Wood, enfadado—. «¡Atrapa la snitch o muere en el intento!» ¡Qué idiotez decir eso! Llegó la señora Hooch. —¿Listos para seguir? —preguntó a Wood. Wood contempló la expresión absolutamente segura del rostro de Harry. —Bien —dijo—. Fred y George, ya lo habéis oído…, dejad que se enfrente él solo a la bludger. La lluvia volvió a arreciar. Al toque de silbato de la señora Hooch, Harry dio una patada en el suelo que lo propulsó por los aires, y enseguida oyó tras él el zumbido de la bludger. Harry ascendió más y más. Giraba, daba vueltas, se trasladaba en espiral, en zigzag, describiendo tirabuzones. Ligeramente mareado, mantenía sin embargo los ojos completamente abiertos. La lluvia le empañaba los cristales de las gafas y se le metió en los agujeros de la nariz cuando se puso boca abajo para evitar otra violenta acometida de la bludger. Podía oír las risas de la multitud; sabía que debía de parecer idiota, pero la bludger loca pesaba mucho y no podía cambiar de dirección tan rápido como él. Inició un vuelo a lo montaña rusa por los bordes del campo, intentando vislumbrar a través de la plateada cortina de lluvia los postes de Gryffindor, donde Adrian Pucey intentaba pasar a Wood… Un silbido en el oído indicó a Harry que la bludger había vuelto a pasarle rozando. Dio media vuelta y voló en la dirección opuesta. —¿Haciendo prácticas de ballet, Potter? —le gritó Malfoy, cuando Harry se vio obligado a hacer una ridícula floritura en el aire para evitar la bludger. Harry escapó, pero la bludger lo seguía a un metro de distancia. Y en el momento en que dirigió a Malfoy una mirada de odio, vio la dorada snitch. Volaba a tan sólo unos centímetros por encima de la oreja izquierda de Malfoy… pero Malfoy, que estaba muy ocupado riéndose de Harry, no la había visto. Durante un angustioso instante, Harry permaneció suspendido en el aire, sin atreverse a dirigirse hacia Malfoy a toda velocidad, para que éste no mirase hacia arriba y descubriera la snitch. ¡PLAM! Se había quedado quieto un segundo de más. La bludger lo alcanzó por fin, le golpeó en el codo, y Harry sintió que le había roto el brazo. Débil, aturdido por el punzante dolor del brazo, desmontó a medias de la escoba empapada por la lluvia, manteniendo una rodilla todavía doblada sobre ella y su brazo derecho colgando inerte. La bludger volvió para atacarle de nuevo, y esta vez se dirigía directa a su cara. Harry cambió bruscamente de dirección, con una idea fija en su mente aturdida: coger a Malfoy. Ofuscado por la lluvia y el dolor, se dirigió hacia aquella cara de expresión desdeñosa, y vio que Malfoy abría los ojos aterrorizado: pensaba que Harry lo estaba atacando. —¿Qué…? —exclamó en un grito ahogado, apartándose del rumbo de Harry. Harry se soltó finalmente de la escoba e hizo un esfuerzo para coger algo; sintió que sus dedos se cerraban en torno a la fría snitch, pero sólo se sujetaba a la escoba con las piernas, y la multitud, abajo, profirió gritos cuando Harry empezó a caer, intentando no perder el conocimiento. Con un golpe seco chocó contra el barro y salió rodando, ya sin la escoba. El brazo le colgaba en un ángulo muy extraño. Sintiéndose morir de dolor, oyó, como si le llegaran de muy lejos, muchos silbidos y gritos. Miró la snitch que tenía en su mano buena. —Ajá —dijo sin fuerzas—, hemos ganado. Y se desmayó. Cuando volvió en sí, todavía estaba tendido en el campo de juego, con la lluvia cayéndole en la cara. Alguien se inclinaba sobre él. Vio brillar unos dientes. —¡Oh, no, usted no! —gimió. —No sabe lo que dice —explicó Lockhart en voz alta a la expectante multitud de Gryffindor que se agolpaba alrededor—. Que nadie se preocupe: voy a inmovilizarle el brazo. —¡No! —dijo Harry—, me gusta como está, gracias. Intentó sentarse, pero el dolor era terrible. Oyó cerca un «¡clic!» que le resultó familiar. —No quiero que hagas fotos, Colin —dijo alzando la voz. —Vuelve a tenderte, Harry —dijo Lockhart, tranquilizador—. No es más que un sencillo hechizo que he empleado incontables veces. —¿Por qué no me envían a la enfermería? —masculló Harry. —Así debería hacerse, profesor —dijo Wood, lleno de barro y sin poder evitar sonreír aunque su buscador estuviera herido—. Fabulosa jugada, Harry, realmente espectacular, la mejor que hayas hecho nunca, yo diría. Por entre la selva de piernas que le rodeaba, Harry vio a Fred y George Weasley forcejeando para meter la bludger loca en una caja. Todavía se resistía. —Apartaos —dijo Lockhart, arremangándose su túnica verde jade. —No… ¡no! —dijo Harry débilmente, pero Lockhart estaba revoleando su varita, y un instante después la apuntó hacia el brazo de Harry. Harry notó una sensación extraña y desagradable que se le extendía desde el hombro hasta las yemas de los dedos. Sentía como si el brazo se le desinflara, pero no se atrevía a mirar qué sucedía. Había cerrado los ojos y vuelto la cara hacia el otro lado, pero vio confirmarse sus más oscuros temores cuando la gente que había alrededor ahogó un grito y Colin Creevey empezó a sacar fotos como loco. El brazo ya no le dolía… pero tampoco le daba la sensación de que fuera un brazo. —¡Ah! —dijo Lockhart—. Sí, bueno, algunas veces ocurre esto. Pero el caso es que los huesos ya no están rotos. Eso es lo que importa. Así que, Harry, ahora debes ir a la enfermería. Ah, señor Weasley, señorita Granger, ¿pueden ayudarle? La señora Pomfrey podrá…, esto…, arreglarlo un poco. Al ponerse en pie, Harry se sintió extrañamente asimétrico. Armándose de valor, miró hacia su lado derecho. Lo que vio casi le hace volver a desmayarse. Por el extremo de la manga de la túnica asomaba lo que parecía un grueso guante de goma de color carne. Intentó mover los dedos. No le respondieron. Lockhart no le había recompuesto los huesos: se los había quitado. A la señora Pomfrey aquello no le hizo gracia. —¡Tendríais que haber venido enseguida aquí! —dijo hecha una furia y levantando el triste y mustio despojo de lo que, media hora antes, había sido un brazo en perfecto estado—. Puedo recomponer los huesos en un segundo…, pero hacerlos crecer de nuevo… —Pero podrá, ¿no? —dijo Harry, desesperado. —Desde luego que podré, pero será doloroso —dijo en tono grave la señora Pomfrey, dando un pijama a Harry—. Tendrás que pasar aquí la noche. Hermione aguardó al otro lado de la cortina que rodeaba la cama de Harry mientras Ron lo ayudaba a vestirse. Les llevó un buen rato embutir en la manga el brazo sin huesos, que parecía de goma. —¿Te atreves ahora a defender a Lockhart, Hermione? —le dijo Ron a través de la cortina mientras hacía pasar los dedos inanimados de Harry por el puño de la manga—. Si Harry hubiera querido que lo deshuesaran, lo habría pedido. —Cualquiera puede cometer un error —dijo Hermione—. Y ya no duele, ¿verdad, Harry? —No —respondió Harry—, ni duele ni sirve para nada. —Al echarse en la cama, el brazo se balanceó sin gobierno. Hermione y la señora Pomfrey cruzaron la cortina. La señora Pomfrey llevaba una botella grande en cuya etiqueta ponía «Crecehuesos». —Vas a pasar una mala noche —dijo ella, vertiendo un líquido humeante en un vaso y entregándoselo—. Hacer que los huesos vuelvan a crecer es bastante desagradable. Lo desagradable fue tomar el crecehuesos. Al pasar, le abrasaba la boca y la garganta, haciéndole toser y resoplar. Sin dejar de criticar los deportes peligrosos y a los profesores ineptos, la señora Pomfrey se retiró, dejando que Ron y Hermione ayudaran a Harry a beber un poco de agua. —¡Pero hemos ganado! —le dijo Ron, sonriendo tímidamente—. Todo gracias a tu jugada. ¡Y la cara que ha puesto Malfoy… Parecía que te quería matar! —Me gustaría saber cómo trucó la bludger —dijo Hermione intrigada. —Podemos añadir ésta a la lista de preguntas que le haremos después de tomar la poción multijugos —dijo Harry, acomodándose en las almohadas—. Espero que sepa mejor que esta bazofia… —¿Con cosas de gente de Slytherin dentro? Estás de broma —observó Ron. En aquel momento, se abrió de golpe la puerta de la enfermería. Sucios y empapados, entraron para ver a Harry los demás jugadores del equipo de Gryffindor. —Un vuelo increíble, Harry —le dijo George—. Acabo de ver a Marcus Flint gritando a Malfoy algo parecido a que tenía la snitch encima de la cabeza y no se daba cuenta. Malfoy no parecía muy contento. Habían llevado pasteles, dulces y botellas de zumo de calabaza; se situaron alrededor de la cama de Harry, y ya estaban preparando lo que prometía ser una fiesta estupenda, cuando se acercó la señora Pomfrey gritando: —¡Este chico necesita descansar, tiene que recomponer treinta y tres huesos! ¡Fuera! ¡FUERA! Y dejaron solo a Harry, sin nadie que lo distrajera de los horribles dolores de su brazo inerte. Horas después, Harry despertó sobresaltado en una total oscuridad, dando un breve grito de dolor: sentía como si tuviera el brazo lleno de grandes astillas. Por un instante pensó que era aquello lo que le había despertado. Pero luego se dio cuenta, con horror, de que alguien, en la oscuridad, le estaba poniendo una esponja en la frente. —¡Fuera! —gritó, y luego, al reconocer al intruso, exclamó—: ¡Dobby! Los ojos del tamaño de pelotas de tenis del elfo doméstico miraban desorbitados a Harry a través de la oscuridad. Una sola lágrima le bajaba por la nariz larga y afilada. —Harry Potter ha vuelto al colegio —susurró triste—. Dobby avisó y avisó a Harry Potter. ¡Ah, señor!, ¿por qué no hizo caso a Dobby? ¿Por qué no volvió a casa Harry Potter cuando perdió el tren? Harry se incorporó con gran esfuerzo y tiró al suelo la esponja de Dobby. —¿Qué hace aquí? —dijo—. ¿Y cómo sabe que perdí el tren? —A Dobby le tembló un labio, y a Harry lo acometió una repentina sospecha—. ¡Fue usted! —dijo despacio—. ¡Usted impidió que la barrera nos dejara pasar! —Sí, señor, claro —dijo Dobby, moviendo vigorosamente la cabeza de arriba abajo y agitando las orejas—. Dobby se ocultó y vigiló a Harry y cerró la entrada, y Dobby tuvo que quemarse después las manos con la plancha. —Enseñó a Harry diez largos dedos vendados—. Pero a Dobby no le importó, señor, porque pensaba que Harry Potter estaba a salvo, ¡pero no se le ocurrió que Harry Potter pudiera llegar al colegio por otro medio! Se balanceaba hacia delante y hacia atrás, agitando su fea cabeza. —¡Dobby se llevó semejante disgusto cuando se enteró de que Harry Potter estaba en Hogwarts, que se le quemó la cena de su señor! Dobby nunca había recibido tales azotes, señor… Harry se desplomó de nuevo sobre las almohadas. —Casi consigue que nos expulsen a Ron y a mí —dijo Harry con dureza—. Lo mejor es que se vaya antes de que mis huesos vuelvan a crecer, Dobby, o podría estrangularle. Dobby sonrió levemente. —Dobby está acostumbrado a las amenazas, señor. Dobby las recibe en casa cinco veces al día. Se sonó la nariz con una esquina del sucio almohadón que llevaba puesto; su aspecto era tan patético que Harry sintió que se le pasaba el enojo, aunque no quería. —¿Por qué lleva puesto eso, Dobby? —le preguntó con curiosidad. —¿Esto, señor? —preguntó Dobby, pellizcándose el almohadón—. Es un símbolo de la esclavitud del elfo doméstico, señor. A Dobby sólo podrán liberarlo sus dueños un día si le dan alguna prenda. La familia tiene mucho cuidado de no pasarle a Dobby ni siquiera un calcetín, porque entonces podría dejar la casa para siempre. —Dobby se secó los ojos saltones y dijo de repente—: ¡Harry Potter debe volver a casa! Dobby creía que su bludger bastaría para hacerle… —¿Su bludger? —dijo Harry, volviendo a enfurecerse—. ¿Qué quiere decir con «su bludger»? ¿Usted es el culpable de que esa bola intentara matarme? —¡No, matarle no, señor, nunca! —dijo Dobby, asustado—. ¡Dobby quiere salvarle la vida a Harry Potter! ¡Mejor ser enviado de vuelta a casa, gravemente herido, que permanecer aquí, señor! ¡Dobby sólo quería ocasionar a Harry Potter el daño suficiente para que lo enviaran a casa! —Ah, ¿eso es todo? —dijo Harry irritado—. Me imagino que no querrá decirme por qué quería enviarme de vuelta a casa hecho pedazos. —¡Ah, si Harry Potter supiera…! —gimió Dobby, mientras le caían más lágrimas en el viejo almohadón—. ¡Si supiera lo que significa para nosotros, los parias, los esclavizados, la escoria del mundo mágico…! Dobby recuerda cómo era todo cuando El-que-no-debe-nombrarse estaba en la cima del poder, señor. ¡A nosotros los elfos domésticos se nos trataba como a alimañas, señor! Desde luego, así es como aún tratan a Dobby, señor —admitió, secándose el rostro en el almohadón—. Pero, señor, en lo principal la vida ha mejorado para los de mi especie desde que usted derrotó al Que-no-debe-ser-nombrado. Harry Potter sobrevivió, y cayó el poder del Señor Tenebroso, surgiendo un nuevo amanecer, señor, y Harry Potter brilló como un faro de esperanza para los que creíamos que nunca terminarían los días oscuros, señor… Y ahora, en Hogwarts, van a ocurrir cosas terribles, tal vez están ocurriendo ya, y Dobby no puede consentir que Harry Potter permanezca aquí ahora que la historia va a repetirse, ahora que la Cámara de los Secretos ha vuelto a abrirse… Dobby se quedó inmóvil, aterrorizado, y luego cogió la jarra de agua de la mesilla de Harry y se dio con ella en la cabeza, cayendo al suelo. Un segundo después reapareció trepando por la cama, bizqueando y murmurando: —Dobby malo, Dobby muy malo… —¿Así que es cierto que hay una Cámara de los Secretos? —murmuró Harry—. Y… ¿dice que se había abierto en anteriores ocasiones? ¡Hable, Dobby! —Sujetó la huesuda muñeca del elfo a tiempo de impedir que volviera a coger la jarra del agua—. Además, yo no soy de familia muggle. ¿Por qué va a suponer la cámara un peligro para mí? —Ah, señor, no me haga más preguntas, no pregunte más al pobre Dobby —tartamudeó el elfo. Los ojos le brillaban en la oscuridad—. Se están planeando acontecimientos terribles en este lugar, pero Harry Potter no debe encontrarse aquí cuando se lleven a cabo. Váyase a casa, Harry Potter. Váyase, porque no debe verse involucrado, es demasiado peligroso… —¿Quién es, Dobby? —le preguntó Harry, manteniéndolo firmemente sujeto por la muñeca para impedirle que volviera a golpearse con la jarra del agua—. ¿Quién la ha abierto? ¿Quién la abrió la última vez? —¡Dobby no puede hablar, señor, no puede, Dobby no debe hablar! — chilló el elfo—. ¡Váyase a casa, Harry Potter, váyase a casa! —¡No me voy a ir a ningún lado! —dijo Harry con dureza—. ¡Mi mejor amiga es de familia muggle, y su vida está en peligro si es verdad que la cámara ha sido abierta! —¡Harry Potter arriesga su propia vida por sus amigos! —gimió Dobby, en una especie de éxtasis de tristeza—. ¡Es tan noble, tan valiente…! Pero tiene que salvarse, tiene que hacerlo, Harry Potter no puede… Dobby se quedó inmóvil de repente, y temblaron sus orejas de murciélago. Harry también lo oyó: eran pasos que se acercaban por el corredor. —¡Dobby tiene que irse! —musitó el elfo, aterrorizado. Se oyó un fuerte ruido, y el puño de Harry se cerró en el aire. Se echó de nuevo en la cama, con los ojos fijos en la puerta de la enfermería, mientras los pasos se acercaban. Dumbledore entró en el dormitorio, vestido con un camisón largo de lana y un gorro de dormir. Acarreaba un extremo de lo que parecía una estatua. La profesora McGonagall apareció un segundo después, sosteniendo los pies. Entre uno y otra, dejaron la estatua sobre una cama. —Traiga a la señora Pomfrey —susurró Dumbledore, y la profesora McGonagall desapareció a toda prisa pasando junto a los pies de la cama de Harry. Harry estaba inmóvil, haciéndose el dormido. Oyó voces apremiantes, y la profesora McGonagall volvió a aparecer, seguida por la señora Pomfrey, que se estaba poniendo un jersey sobre el camisón de dormir. Harry la oyó tomar aire bruscamente. —¿Qué ha ocurrido? —preguntó la señora Pomfrey a Dumbledore en un susurro, inclinándose sobre la estatua. —Otra agresión —explicó Dumbledore—. Minerva lo ha encontrado en las escaleras. —Tenía a su lado un racimo de uvas —dijo la profesora McGonagall—. Suponemos que intentaba llegar hasta aquí para visitar a Potter. A Harry le dio un vuelco el corazón. Lentamente y con cuidado, se alzó unos centímetros para poder ver la estatua que había sobre la cama. Un rayo de luna le caía sobre el rostro. Era Colin Creevey. Tenía los ojos muy abiertos y sus manos sujetaban la cámara de fotos encima del pecho. —¿Petrificado? —susurró la señora Pomfrey. —Sí —dijo la profesora McGonagall—. Pero me estremezco al pensar… Si Albus no hubiera bajado por chocolate caliente, quién sabe lo que podría haber… Los tres miraban a Colin. Dumbledore se inclinó y desprendió la cámara de fotos de las manos rígidas de Colin. —¿Cree que pudo sacar una foto a su atacante? —le preguntó la profesora McGonagall con expectación. Dumbledore no respondió. Abrió la cámara. —¡Por favor! —exclamó la señora Pomfrey. Un chorro de vapor salió de la cámara. A Harry, que se encontraba tres camas más allá, le llegó el olor agrio del plástico quemado. —Derretido —dijo asombrada la señora Pomfrey—. Todo derretido… —¿Qué significa esto, Albus? —preguntó apremiante la profesora McGonagall. —Significa —contestó Dumbledore— que es verdad que han abierto de nuevo la Cámara de los Secretos. La señora Pomfrey se llevó una mano a la boca. La profesora McGonagall miró a Dumbledore fijamente. —Pero, Albus…, ¿quién…? —La cuestión no es quién —dijo Dumbledore, mirando a Colin—; la cuestión es cómo. Y a juzgar por lo que Harry pudo vislumbrar de la expresión sombría de la profesora McGonagall, ella no lo comprendía mejor que él. CAPÍTULO 11 El club de duelo A despertar Harry la mañana del domingo, halló el dormitorio resplandeciente con la luz del sol de invierno, y su brazo otra vez articulado, aunque muy rígido. Se sentó enseguida y miró hacia la cama de Colin, pero estaba oculto tras las largas cortinas que el propio Harry había corrido el día anterior. Al ver que se había despertado, la señora Pomfrey se acercó afanosamente con la bandeja del desayuno, y se puso a flexionarle y estirarle a Harry el brazo y los dedos. —Todo va bien —le dijo, mientras él apuraba torpemente con su mano izquierda las gachas de avena—. Cuando termines de comer, puedes irte. Harry se vistió lo más deprisa que pudo y salió precipitadamente hacia la torre de Gryffindor, deseoso de hablar con Ron y Hermione sobre Colin y Dobby, pero no los encontró allí. Harry dejó de buscarlos, preguntándose adónde podían haber ido y algo molesto de que no parecieran interesados en saber si él había recuperado o no sus huesos. L Cuando pasó por delante de la biblioteca, Percy Weasley precisamente salía de ella, y parecía estar de mucho mejor humor que la última vez que lo habían encontrado. —¡Ah, hola, Harry! —dijo—. Excelente jugada la de ayer, realmente excelente. Gryffindor acaba de ponerse a la cabeza de la copa de las casas: ¡ganaste cincuenta puntos! —¿No has visto a Ron ni a Hermione? —preguntó Harry. —No, no los he visto —contestó Percy, dejando de sonreír—. Espero que Ron no esté otra vez en el aseo de las chicas… Harry forzó una sonrisa, siguió a Percy con la vista hasta que desapareció, y se fue derecho al aseo de Myrtle la Llorona. No encontraba ningún motivo para que Ron y Hermione estuvieran allí, pero después de asegurarse de que no merodeaban por el lugar Filch ni ningún prefecto, abrió la puerta y oyó sus voces provenientes de un retrete cerrado. —Soy yo —dijo, entrando en los lavabos y cerrando la puerta. Oyó un golpe metálico, luego otro como de salpicadura y un grito ahogado, y vio a Hermione mirando por el agujero de la cerradura. —¡Harry! —dijo ella—. Vaya susto que nos has dado. Entra. ¿Cómo está tu brazo? —Bien —dijo Harry, metiéndose en el retrete. Habían puesto un caldero sobre la taza del inodoro, y un crepitar que provenía de dentro le indicó que habían prendido un fuego bajo el caldero. Prender fuegos transportables y sumergibles era la especialidad de Hermione. —Pensamos ir a verte, pero decidimos comenzar a preparar la poción multijugos —le explicó Ron, después de que Harry cerrara de nuevo la puerta del retrete. Hemos pensado que éste es el lugar más seguro para guardarla. Harry empezó a contarles lo de Colin, pero Hermione lo interrumpió. —Ya lo sabemos, oímos a la profesora McGonagall hablar con el profesor Flitwick esta mañana. Por eso pensamos que era mejor darnos prisa. —Cuanto antes le saquemos a Malfoy una declaración, mejor —gruñó Ron—. ¿No piensas igual? Se ve que después del partido de quidditch estaba tan sulfurado que la tomó con Colin. —Hay alguien más —dijo Harry, contemplando a Hermione, que partía manojos de centinodia y los echaba a la poción—. Dobby vino en mitad de la noche a hacerme una visita. Ron y Hermione levantaron la mirada, sorprendidos. Harry les contó todo lo que Dobby le había dicho… y lo que no le había querido decir. Ron y Hermione lo escucharon con la boca abierta. —¿La Cámara de los Secretos ya fue abierta antes? —le preguntó Hermione. —Es evidente —dijo Ron con voz de triunfo—. Lucius Malfoy abriría la cámara en sus tiempos de estudiante y ahora le ha explicado a su querido Draco cómo hacerlo. Está claro. Sin embargo, me gustaría que Dobby te hubiera dicho qué monstruo hay en ella. Me gustaría saber cómo es posible que nadie se lo haya encontrado merodeando por el colegio. —Quizá pueda volverse invisible —dijo Hermione, empujando unas sanguijuelas hacia el fondo del caldero—. O quizá pueda disfrazarse, hacerse pasar por una armadura o algo así. He leído algo sobre fantasmas camaleónicos… —Lees demasiado, Hermione —le dijo Ron, echando crisopos encima de las sanguijuelas. Arrugó la bolsa vacía de los crisopos y miró a Harry—. Así que fue Dobby el que no nos dejó coger el tren y el que te rompió el brazo… —Movió la cabeza—. ¿Sabes qué, Harry? Si no deja de intentar salvarte la vida, te va a matar. La noticia de que habían atacado a Colin Creevey y de que éste yacía como muerto en la enfermería se extendió por todo el colegio durante la mañana del lunes. El ambiente se llenó de rumores y sospechas. Los de primer curso se desplazaban por el castillo en grupos muy compactos, como si temieran que los atacaran si iban solos. Ginny Weasley, que se sentaba junto a Colin Creevey en la clase de Encantamientos, estaba consternada, pero a Harry le parecía que Fred y George se equivocaban en la manera de animarla. Se turnaban para esconderse detrás de las estatuas, disfrazados con una piel, y asustarla cuando pasaba. Pero tuvieron que parar cuando Percy se hartó y les dijo que iba a escribir a su madre para contarle que por su culpa Ginny tenía pesadillas. Mientras tanto, a escondidas de los profesores, se desarrollaba en el colegio un mercado de talismanes, amuletos y otros chismes protectores. Neville Longbottom había comprado una gran cebolla verde, cuyo olor decían que alejaba el mal, un cristal púrpura acabado en punta y una cola podrida de tritón antes de que los demás chicos de Gryffindor le explicaran que él no corría peligro, porque tenía la sangre limpia y por tanto no era probable que lo atacaran. —Fueron primero por Filch —dijo Neville, con el miedo escrito en su cara redonda—, y todo el mundo sabe que yo soy casi un squib. Durante la segunda semana de diciembre, la profesora McGonagall pasó, como de costumbre, a recoger los nombres de los que se quedarían en el colegio en Navidades. Harry, Ron y Hermione firmaron en la lista; habían oído que Malfoy se quedaba, lo cual les pareció muy sospechoso. Las vacaciones serían un momento perfecto para utilizar la poción multijugos e intentar sonsacarle una confesión. Por desgracia, la poción estaba a medio acabar. Aún necesitaban el cuerno de bicornio y la piel de serpiente arbórea africana, y el único lugar del que podrían sacarlos era el armario privado de Snape. A Harry le parecía que preferiría enfrentarse al monstruo legendario de Slytherin a tener que soportar las iras de Snape si lo pillaba robándole en el despacho. —Lo que tenemos que hacer —dijo animadamente Hermione, cuando se acercaba la doble clase de Pociones de la tarde del jueves— es distraerle con algo. Entonces uno de nosotros podrá entrar en el despacho de Snape y coger lo que necesitamos. —Harry y Ron la miraron nerviosos—. Creo que es mejor que me encargue yo misma del robo —continuó Hermione, como si tal cosa—. A vosotros dos os expulsarían si os pillaran en otra, mientras que yo tengo el expediente limpio. Así que no tenéis más que originar un tumulto lo suficientemente importante para mantener ocupado a Snape unos cinco minutos. Harry sonrió tímidamente. Provocar un tumulto en la clase de Pociones de Snape era tan arriesgado como pegarle un puñetazo en el ojo a un dragón dormido. Las clases de Pociones se impartían en una de las mazmorras más espaciosas. Aquella tarde de jueves, la clase se desarrollaba como siempre. Veinte calderos humeaban entre los pupitres de madera, en los que descansaban balanzas de latón y jarras con los ingredientes. Snape rondaba por entre los fuegos, haciendo comentarios envenenados sobre el trabajo de los de Gryffindor, mientras los de Slytherin se reían a cada crítica. Draco Malfoy, que era el alumno favorito de Snape, hacía burla con los ojos a Ron y Harry, que sabían que si le contestaban tardarían en ser castigados menos de lo que se tarda en decir «injusto». A Harry la pócima infladora le salía demasiado líquida, pero en aquel momento le preocupaban otras cosas más importantes. Aguardaba una seña de Hermione, y apenas prestó atención cuando Snape se detuvo a mirar con desprecio su poción aguada. Cuando Snape se volvió y se fue a ridiculizar a Neville, Hermione captó la mirada de Harry, y le hizo con la cabeza un gesto afirmativo. Harry se agachó rápidamente y se escondió detrás de su caldero, se sacó de un bolsillo una de las bengalas del doctor Filibuster que tenía Fred, y le dio un golpe con la varita. La bengala se puso a silbar y echar chispas. Sabiendo que sólo contaba con unos segundos, Harry se levantó, apuntó y la lanzó al aire. La bengala aterrizó dentro del caldero de Goyle. La poción de Goyle estalló, rociando a toda la clase. Los alumnos chillaban cuando los alcanzaba la pócima infladora. A Malfoy le salpicó en toda la cara, y la nariz se le empezó a hinchar como un balón; Goyle andaba a ciegas tapándose los ojos con las manos, que se le pusieron del tamaño de platos soperos, mientras Snape trataba de restablecer la calma y de entender qué había sucedido. Harry vio a Hermione aprovechar la confusión para salir discretamente por la puerta. —¡Silencio! ¡SILENCIO! —gritaba Snape—. Los que hayan sido salpicados por la poción, que vengan aquí para ser curados. Y cuando averigüe quién ha hecho esto… Harry intentó contener la risa cuando vio a Malfoy apresurarse hacia la mesa del profesor, con la cabeza caída a causa del peso de la nariz, que había llegado a alcanzar el tamaño de un pequeño melón. Mientras la mitad de la clase se apiñaba en torno a la mesa de Snape, unos quejándose de sus brazos del tamaño de grandes garrotes, y otros sin poder hablar debido a la hinchazón de sus labios, Harry vio que Hermione volvía a entrar en la mazmorra, con un bulto debajo de la túnica. Cuando todo el mundo se hubo tomado un trago de antídoto y las diversas hinchazones remitieron, Snape se fue hasta el caldero de Goyle y extrajo los restos negros y retorcidos de la bengala. Se produjo un silencio repentino. —Si averiguo quién ha arrojado esto —susurró Snape—, me aseguraré de que lo expulsen. Harry puso una cara que esperaba que fuera de perplejidad. Snape lo miraba a él, y la campana que sonó al cabo de diez minutos no pudo ser mejor bienvenida. —Sabe que fui yo —dijo Harry a Ron y Hermione, mientras iban deprisa a los aseos de Myrtle la Llorona—. Podría jurarlo. Hermione echó al caldero los nuevos ingredientes y removió con brío. —Estará lista dentro de dos semanas —dijo contenta. —Snape no tiene ninguna prueba de que hayas sido tú —dijo Ron a Harry, tranquilizándolo—. ¿Qué puede hacer? —Conociendo a Snape, algo terrible —dijo Harry, mientras la poción levantaba borbotones y espuma. Una semana más tarde, Harry, Ron y Hermione cruzaban el vestíbulo cuando vieron a un puñado de gente que se agolpaba delante del tablón de anuncios para leer un pergamino que acababan de colgar. Seamus Finnigan y Dean Thomas les hacían señas, entusiasmados. —¡Van a abrir un club de duelo! —dijo Seamus—. ¡La primera sesión será esta noche! No me importaría recibir unas clases de duelo, podrían ser útiles en estos días… —¿Por qué? ¿Acaso piensas que se va a batir el monstruo de Slytherin? —preguntó Ron, pero lo cierto es que también él leía con interés el cartel. —Podría ser útil —les dijo a Harry y Hermione cuando se dirigían a cenar—. ¿Vamos? Harry y Hermione se mostraron completamente a favor, así que aquella noche, a las ocho, se dirigieron deprisa al Gran Comedor. Las grandes mesas de comedor habían desaparecido, y adosada a lo largo de una de las paredes había una tarima dorada, iluminada por miles de velas que flotaban en el aire. El techo volvía a ser negro, y la mayor parte de los alumnos parecían haberse reunido debajo de él, portando sus varitas mágicas y aparentemente entusiasmados. —Me pregunto quién nos enseñará —dijo Hermione, mientras se internaban en la alborotada multitud—. Alguien me ha dicho que Flitwick fue campeón de duelo cuando era joven, quizá sea él. —Con tal de que no sea… —Harry empezó una frase que terminó en un gemido: Gilderoy Lockhart se encaminaba a la tarima, resplandeciente en su túnica color ciruela oscuro, y lo acompañaba nada menos que Snape, con su usual túnica negra. Lockhart rogó silencio con un gesto del brazo y dijo: —¡Venid aquí, acercaos! ¿Me ve todo el mundo? ¿Me oís todos? ¡Estupendo! El profesor Dumbledore me ha concedido permiso para abrir este modesto club de duelo, con la intención de prepararos a todos vosotros por si algún día necesitáis defenderos tal como me ha pasado a mí en incontables ocasiones (para más detalles, consultad mis obras). »Permitidme que os presente a mi ayudante, el profesor Snape —dijo Lockhart, con una amplia sonrisa—. Él dice que sabe un poquito sobre el arte de batirse, y ha accedido desinteresadamente a ayudarme en una pequeña demostración antes de empezar. Pero no quiero que os preocupéis los más jóvenes: no os quedaréis sin profesor de Pociones después de esta demostración, ¡no temáis! —¿No estaría bien que se mataran el uno al otro? —susurró Ron a Harry al oído. En el labio superior de Snape se apreciaba una especie de mueca de desprecio. Harry se preguntaba por qué Lockhart continuaba sonriendo; si Snape lo hubiera mirado como miraba a Lockhart, habría huido a todo correr en la dirección opuesta. Lockhart y Snape se encararon y se hicieron una reverencia. O, por lo menos, la hizo Lockhart, con mucha floritura de la mano, mientras Snape movía la cabeza de mal humor. Luego alzaron sus varitas mágicas frente a ellos, como si fueran espadas. —Como veis, sostenemos nuestras varitas en la posición de combate convencional —explicó Lockhart a la silenciosa multitud—. Cuando cuente tres, haremos nuestro primer embrujo. Pero claro está que ninguno de los dos tiene intención de matar. —Yo no estaría tan seguro —susurró Harry, viendo a Snape enseñar los dientes. —Una…, dos… y tres. Ambos alzaron las varitas y las dirigieron a los hombros del contrincante. Snape gritó: —¡Expelliarmus! Resplandeció un destello de luz roja, y Lockhart despegó en el aire, voló hacia atrás, salió de la tarima, pegó contra el muro y cayó resbalando por él hasta quedar tendido en el suelo. Malfoy y algunos otros de Slytherin vitorearon. Hermione se puso de puntillas. —¿Creéis que estará bien? —chilló por entre los dedos con que se tapaba la cara. —¿A quién le preocupa? —dijeron Harry y Ron al mismo tiempo. Lockhart se puso de pie con esfuerzo. Se le había caído el sombrero y su pelo ondulado se le había puesto de punta. —¡Bueno, ya lo habéis visto! —dijo, tambaleándose al volver a la tarima—. Eso ha sido un encantamiento de desarme; como podéis ver, he perdido la varita… ¡Ah, gracias, señorita Brown! Sí, profesor Snape, ha sido una excelente idea enseñarlo a los alumnos, pero si no le importa que se lo diga, era muy evidente que iba a atacar de esa manera. Si hubiera querido impedírselo, me habría resultado muy fácil. Pero pensé que sería instructivo dejarles que vieran… Snape parecía dispuesto a matarlo, y quizá Lockhart lo notara, porque dijo: —¡Basta de demostración! Vamos a colocaros por parejas. Profesor Snape, si es tan amable de ayudarme… Se metieron entre la multitud a formar parejas. Lockhart puso a Neville con Justin Finch-Fletchley, pero Snape llegó primero hasta donde estaban Ron y Harry. —Ya es hora de separar a este equipo ideal, creo —dijo con expresión desdeñosa—. Weasley, puedes emparejarte con Finnigan. Potter… Harry se acercó automáticamente a Hermione. —Me parece que no —dijo Snape, sonriendo con frialdad—. Señor Malfoy, aquí. Veamos qué puedes hacer con el famoso Potter. La señorita Granger que se ponga con Bulstrode. Malfoy se acercó pavoneándose y sonriendo. Detrás de él iba una chica de Slytherin que le recordó a Harry una foto que había visto en Vacaciones con las brujas. Era alta y robusta, y su poderosa mandíbula sobresalía agresivamente. Hermione la saludó con una débil sonrisa que la otra no le devolvió. —¡Poneos frente a vuestros contrincantes —dijo Lockhart, de nuevo sobre la tarima—, y haced una inclinación! Harry y Malfoy apenas bajaron la cabeza, mirándose fijamente. —¡Varitas listas! —gritó Lockhart—. Cuando cuente hasta tres, ejecutad vuestros hechizos para desarmar al oponente. Sólo para desarmarlo; no queremos que haya ningún accidente. Una, dos y… tres. Harry apuntó la varita hacia los hombros de Malfoy, pero éste ya había empezado a la de dos. Su conjuro le hizo el mismo efecto que si le hubieran golpeado en la cabeza con una sartén. Harry se tambaleó pero aguantó, y sin perder tiempo, dirigió contra Malfoy su varita, diciendo: —¡Rictusempra! Un chorro de luz plateada alcanzó a Malfoy en el estómago, y el chico se retorció, respirando con dificultad. —¡He dicho sólo desarmarse! —gritó Lockhart a la combativa multitud cuando Malfoy cayó de rodillas; Harry lo había atacado con un encantamiento de cosquillas, y apenas se podía mover de la risa. Harry no volvió a atacar, porque le parecía que no era deportivo hacerle a Malfoy más encantamientos mientras estaba en el suelo, pero fue un error. Tomando aire, Malfoy apuntó la varita a las rodillas de Harry, y dijo con voz ahogada: —¡Tarantallegra! Un segundo después, a Harry las piernas se le empezaron a mover a saltos, fuera de control, como si bailaran un baile velocísimo. —¡Alto!, ¡alto! —gritó Lockhart, pero Snape se hizo cargo de la situación. —¡Finite incantatem! —gritó. Los pies de Harry dejaron de bailar, Malfoy dejó de reír y ambos pudieron levantar la vista. Una niebla de humo verdoso se cernía sobre la sala. Tanto Neville como Justin estaban tendidos en el suelo, jadeando; Ron sostenía a Seamus, que estaba lívido, y le pedía disculpas por los efectos de su varita rota; pero Hermione y Millicent Bulstrode no se habían detenido: Millicent tenía a Hermione agarrada del cuello y la hacía gemir de dolor. Las varitas de las dos estaban en el suelo. Harry se acercó de un salto y apartó a Millicent. Fue difícil, porque era mucho más robusta que él. —Muchachos, muchachos… —decía Lockhart, pasando por entre los estudiantes, examinando las consecuencias de los duelos—. Levántate, Macmillan…, con cuidado, señorita Fawcett…, pellízcalo con fuerza, Boot, y dejará de sangrar enseguida… »Creo que será mejor que os enseñe a interceptar los hechizos indeseados —dijo Lockhart, que se había quedado quieto, con aire azorado, en medio del comedor. Miró a Snape y al ver que le brillaban los ojos, apartó la vista de inmediato—. Necesito un par de voluntarios… Longbottom y Finch-Fletchley, ¿qué tal vosotros? —Mala idea, profesor Lockhart —dijo Snape, deslizándose como un murciélago grande y malévolo—. Longbottom provoca catástrofes con los hechizos más simples, tendríamos que enviar a Finch-Fletchley a la enfermería en una caja de cerillas. —La cara sonrosada de Neville se puso de un rosa aún más intenso—. ¿Qué tal Malfoy y Potter? —dijo Snape con una sonrisa malvada. —¡Excelente idea! —dijo Lockhart, haciéndoles un gesto para que se acercaran al centro del Salón, al mismo tiempo que la multitud se apartaba para dejarles sitio—. Veamos, Harry —dijo Lockhart—, cuando Draco te apunte con la varita, tienes que hacer esto. Levantó la varita, intentó un complicado movimiento, y se le cayó al suelo. Snape sonrió y Lockhart se apresuró a recogerla, diciendo: —¡Vaya, mi varita está un poco nerviosa! Snape se acercó a Malfoy, se inclinó y le susurró algo al oído. Malfoy también sonrió. Harry miró asustado a Lockhart y le dijo: —Profesor, ¿me podría explicar de nuevo cómo se hace eso de interceptar? —¿Asustado? —murmuró Malfoy, de forma que Lockhart no pudiera oírle. —Eso quisieras tú —le dijo Harry torciendo la boca. Lockhart dio una palmada amistosa a Harry en el hombro. —¡Simplemente, hazlo como yo, Harry! —¿El qué?, ¿dejar caer la varita? Pero Lockhart no le escuchaba. —Tres, dos, uno, ¡ya! —gritó. Malfoy levantó rápidamente la varita y bramó: —¡Serpensortia! Hubo un estallido en el extremo de su varita. Harry vio, aterrorizado, que de ella salía una larga serpiente negra, caía al suelo entre los dos y se erguía, lista para atacar. Todos se echaron atrás gritando y despejaron el lugar en un segundo. —No te muevas, Potter —dijo Snape sin hacer nada, disfrutando claramente de la visión de Harry, que se había quedado inmóvil, mirando a los ojos a la furiosa serpiente—. Me encargaré de ella… —¡Permitidme! —gritó Lockhart. Blandió su varita apuntando a la serpiente y se oyó un disparo: la serpiente, en vez de desvanecerse, se elevó en el aire unos tres metros y volvió a caer al suelo con un chasquido. Furiosa, silbando de enojo, se deslizó derecha hacia Finch-Fletchley y se irguió de nuevo, enseñando los colmillos venenosos. Harry no supo por qué lo hizo, ni siquiera fue consciente de ello. Sólo percibió que las piernas lo impulsaban hacia delante como si fuera sobre ruedas y que gritaba absurdamente a la serpiente: «¡Déjale!» Y milagrosa e inexplicablemente, la serpiente bajó al suelo, tan inofensiva como una gruesa manguera negra de jardín, y volvió los ojos a Harry. A éste se le pasó el miedo. Sabía que la serpiente ya no atacaría a nadie, aunque no habría podido explicar por qué lo sabía. Sonriendo, miró a Justin, esperando verlo aliviado, o confuso, o agradecido, pero ciertamente no enojado y asustado. —¿A qué crees que jugamos? —gritó, y antes de que Harry pudiera contestar, se había dado la vuelta y abandonaba el salón. Snape se acercó, blandió la varita y la serpiente desapareció en una pequeña nube de humo negro. También Snape miraba a Harry de una manera rara; era una mirada astuta y calculadora que a Harry no le gustó. Fue vagamente consciente de que a su alrededor se oían unos inquietantes murmullos. A continuación, sintió que alguien le tiraba de la túnica por detrás. —Vamos —le dijo Ron al oído—. Vamos… Ron lo sacó del salón, y Hermione fue con ellos. Al atravesar las puertas, los estudiantes se apartaban como si les diera miedo contagiarse. Harry no tenía ni idea de lo que pasaba, y ni Ron ni Hermione le explicaron nada hasta llegar a la sala común de Gryffindor, que estaba vacía. Entonces Ron sentó a Harry en una butaca y le dijo: —Hablas pársel. ¿Por qué no nos lo habías dicho? —¿Que hablo qué? —dijo Harry. —¡Pársel! —dijo Ron—. ¡Puedes hablar con las serpientes! —Lo sé —dijo Harry—. Quiero decir, que ésta es la segunda vez que lo hago. Una vez, accidentalmente, le eché una boa constrictor a mi primo Dudley en el zoo… Es una larga historia… pero ella me estaba diciendo que no había estado nunca en Brasil, y yo la liberé sin proponérmelo. Fue antes de saber que era un mago… —¿Entendiste que una boa constrictor te decía que no había estado nunca en Brasil? —repitió Ron con voz débil. —¿Y qué? —preguntó Harry—. Apuesto a que pueden hacerlo montones de personas. —Desde luego que no —dijo Ron—. No es un don muy frecuente. Harry, eso no es bueno. —¿Que no es bueno? —dijo Harry, comenzando a enfadarse—. ¿Qué le pasa a todo el mundo? Mira, si no le hubiera dicho a esa serpiente que no atacara a Justin… —¿Eso es lo que le dijiste? —¿Qué pasa? Tú estabas allí… Tú me oíste. —Hablaste en lengua pársel —le dijo Ron—, la lengua de las serpientes. Podías haber dicho cualquier cosa. No te sorprenda que Justin se asustara, parecía como si estuvieras incitando a la serpiente, o algo así. Fue escalofriante. Harry se quedó con la boca abierta. —¿Hablé en otra lengua? Pero no comprendo… ¿Cómo puedo hablar en una lengua sin saber que la conozco? Ron negó con la cabeza. Por la cara que ponían tanto él como Hermione, parecía como si acabara de morir alguien. Harry no alcanzaba a comprender qué era tan terrible. —¿Me quieres decir qué hay de malo en impedir que una serpiente grande y asquerosa arranque a Justin la cabeza de un mordisco? —preguntó —. ¿Qué importa cómo lo hice si evité que Justin tuviera que ingresar en el Club de Cazadores Sin Cabeza? —Sí importa —dijo Hermione, hablando por fin, en un susurro—, porque Salazar Slytherin era famoso por su capacidad de hablar con las serpientes. Por eso el símbolo de la casa de Slytherin es una serpiente. Harry se quedó boquiabierto. —Exactamente —dijo Ron—. Y ahora todo el colegio va a pensar que tú eres su tatara-tatara-tatara-tataranieto o algo así. —Pero no lo soy —dijo Harry, sintiendo un inexplicable terror. —Te costará mucho demostrarlo —dijo Hermione—. Él vivió hace unos mil años, así que bien podrías serlo. Aquella noche, Harry pasó varias horas despierto. Por una abertura en las colgaduras de su cama, veía que la nieve comenzaba a amontonarse al otro lado de la ventana de la torre, y meditaba. ¿Era posible que fuera un descendiente de Salazar Slytherin? Al fin y al cabo, no sabía nada sobre la familia de su padre. Los Dursley nunca le habían permitido hacerles preguntas sobre sus familiares magos. En voz baja, trató de decir algo en lengua pársel, pero no encontró las palabras. Parecía que era requisito imprescindible estar delante de una serpiente. «Pero estoy en Gryffindor —pensó Harry—. El Sombrero Seleccionador no me habría puesto en esta casa si tuviera sangre de Slytherin…» «¡Ah! —dijo en su cerebro una voz horrible—, pero el Sombrero Seleccionador te quería enviar a Slytherin, ¿lo recuerdas?» Harry se volvió. Al día siguiente vería a Justin en clase de Herbología y le explicaría que le había pedido a la serpiente que se apartara de él, no que lo atacara, algo (pensó enfadado, dando puñetazos a la almohada) de lo que cualquier idiota se habría dado cuenta. A la mañana siguiente, sin embargo, la nevada que había empezado a caer por la noche se había transformado en una tormenta de nieve tan recia que se suspendió la última clase de Herbología del trimestre. La profesora Sprout quiso tapar las mandrágoras con pañuelos y calcetines, una operación delicada que no habría confiado a nadie más, puesto que el crecimiento de las mandrágoras se había convertido en algo tan importante para revivir a la Señora Norris y a Colin Creevey. Harry le daba vueltas a aquello, sentado junto a la chimenea, en la sala común de Gryffindor, mientras Ron y Hermione aprovechaban el hueco dejado por la clase de Herbología para echar una partida al ajedrez mágico. —¡Por Dios, Harry! —dijo Hermione, exasperada, mientras uno de los alfiles de Ron tiraba al suelo al caballero de uno de sus caballos y lo sacaba a rastras del tablero—. Si es tan importante para ti, ve a buscar a Justin. De forma que Harry se levantó y salió por el retrato, preguntándose dónde estaría Justin. El castillo estaba más oscuro de lo normal en pleno día, a causa de la nieve espesa y gris que se arremolinaba en todas las ventanas. Tiritando, Harry pasó por las aulas en que estaban haciendo clase, vislumbrando algunas escenas de lo que ocurría dentro. La profesora McGonagall gritaba a un alumno que, a juzgar por lo que se oía, había convertido a su compañero en un tejón. Aguantándose las ganas de echar un vistazo, Harry siguió su camino, pensando que Justin podría estar aprovechando su hora libre para hacer alguna tarea pendiente, y decidió mirar antes que nada en la biblioteca. Efectivamente, algunos de los de Hufflepuff que tenían clase de Herbología estaban en la parte de atrás de la biblioteca, pero no parecía que estudiasen. Entre las largas filas de estantes, Harry podía verlos con las cabezas casi pegadas unos a otros, en lo que parecía una absorbente conversación. No podía distinguir si entre ellos se encontraba Justin. Se les estaba acercando cuando consiguió entender algo de lo que decían, y se detuvo a escuchar, oculto tras la sección de «Invisibilidad». —Así que —decía un muchacho corpulento— le dije a Justin que se ocultara en nuestro dormitorio. Quiero decir que si Potter lo ha señalado como su próxima víctima, es mejor que se deje ver poco durante una temporada. Por supuesto, Justin se temía que algo así pudiera ocurrir desde que se le escapó decirle a Potter que era de familia muggle. Lo que Justin le dijo exactamente es que le habían reservado plaza en Eton. No es el mejor comentario que se le puede hacer al heredero de Slytherin, ¿verdad? —¿Entonces estás convencido de que es Potter, Ernie? —preguntó asustada una chica rubia con coletas. —Hannah —le dijo solemnemente el chico robusto—, sabe hablar pársel. Todo el mundo sabe que ésa es la marca de un mago tenebroso. ¿Sabes de alguien honrado que pueda hablar con las serpientes? Al mismo Slytherin lo llamaban «lengua de serpiente». Esto provocó densos murmullos. Ernie prosiguió: —¿Recordáis lo que apareció escrito en la pared? «Temed, enemigos del heredero.» Potter estaba enemistado con Filch. A continuación, el gato de Filch resulta agredido. Ese chaval de primero, Creevey, molestó a Potter en el partido de quidditch, sacándole fotos mientras estaba tendido en el barro. Y entonces aparece Creevey petrificado. —Pero —repuso Hannah, vacilando— parece tan majo… y, bueno, fue él quien hizo desaparecer a Quien-vosotros-sabéis. No puede ser tan malo, ¿no creéis? Ernie bajó la voz para adoptar un tono misterioso. Los de Hufflepuff se inclinaron y se juntaron más unos a otros, y Harry tuvo que acercarse más para oír las palabras de Ernie. —Nadie sabe cómo pudo sobrevivir al ataque de Quien-vosotros-sabéis. Quiero decir que era tan sólo un niño cuando ocurrió, y tendría que haber saltado en pedazos. Sólo un mago tenebroso con mucho poder podría sobrevivir a una maldición como ésa. —Bajó la voz hasta que no fue más que un susurro, y prosiguió—: Por eso seguramente es por lo que Quienvosotros-sabéis quería matarlo antes que a nadie. No quería tener a otro Señor Tenebroso que le hiciera la competencia. Me pregunto qué otros poderes oculta Potter. Harry no pudo aguantar más y salió de detrás de la estantería, carraspeando sonoramente. De no estar tan enojado, le habría parecido divertida la forma en que lo recibieron: todos parecían petrificados por su sola visión, y Ernie se puso pálido. —Hola —dijo Harry—. Busco a Justin Finch-Fletchley. Los peores temores de los de Hufflepuff se vieron así confirmados. Todos miraron atemorizados a Ernie. —¿Para qué lo buscas? —le preguntó Ernie, con voz trémula. —Quería explicarle lo que sucedió realmente con la serpiente en el club de duelo —dijo Harry. Ernie se mordió los labios y luego, respirando hondo, dijo: —Todos estábamos allí. Vimos lo que sucedió. —Entonces te darías cuenta de que, después de lo que le dije, la serpiente retrocedió —le dijo Harry. —Yo sólo me di cuenta —dijo Ernie tozudamente, aunque temblaba al hablar— de que hablaste en lengua pársel y le echaste la serpiente a Justin. —¡Yo no se la eché! —dijo Harry, con la voz temblorosa por el enojo —. ¡Ni siquiera lo tocó! —Le anduvo muy cerca —dijo Ernie—. Y por si te entran dudas — añadió apresuradamente—, he de decirte que puedes rastrear mis antepasados hasta nueve generaciones de brujas y brujos y no encontrarás una gota de sangre muggle, así que… —¡No me preocupa qué tipo de sangre tengas! —dijo Harry con dureza —. ¿Por qué tendría que atacar a los de familia muggle? —He oído que odias a esos muggles con los que vives —dijo Ernie apresuradamente. —No es posible vivir con los Dursley sin odiarlos —dijo Harry—. Me gustaría que lo intentaras. Dio media vuelta y salió de la biblioteca, provocando una mirada reprobatoria de la señora Pince, que estaba sacando brillo a la cubierta dorada de un gran libro de hechizos. Furioso como estaba, iba dando traspiés por el corredor, sin ser consciente de adónde iba. Y al fin se dio de bruces contra una mole grande y dura que lo tiró al suelo de espaldas. —¡Ah, hola, Hagrid! —dijo Harry, levantando la vista. Aunque llevaba la cara completamente tapada por un pasamontañas de lana cubierto de nieve, no podía tratarse de nadie más que Hagrid, pues ocupaba casi todo el ancho del corredor con su abrigo de piel de topo. En una de sus grandes manos enguantadas llevaba un gallo muerto. —¿Va todo bien, Harry? —preguntó Hagrid, quitándose el pasamontañas para poder hablar—. ¿Por qué no estás en clase? —La han suspendido —contestó Harry, levantándose—. ¿Y tú, qué haces aquí? Hagrid levantó el gallo sin vida. —El segundo que matan este trimestre —explicó—. O son zorros o chupasangres, y necesito el permiso del director para poner un encantamiento alrededor del gallinero. Miró a Harry más de cerca por debajo de sus cejas espesas, cubiertas de nieve. —¿Estás seguro de que te encuentras bien? Pareces preocupado y alterado. Harry no pudo repetir lo que decían de él Ernie y el resto de los de Hufflepuff. —No es nada —repuso—. Mejor será que me vaya, Hagrid, después tengo Transformaciones y debo recoger los libros. Se fue con la mente cargada con todo lo que había dicho Ernie sobre él: «Justin se temía que algo así pudiera ocurrir desde que se le escapó decirle a Potter que era de familia muggle…» Harry subió las escaleras y volvió por otro corredor. Estaba mucho más oscuro, porque el viento fuerte y helado que penetraba por el cristal flojo de una ventana había apagado las antorchas. Iba por la mitad del corredor cuando tropezó y cayó de cabeza contra algo que había en el suelo. Se volvió y afinó la vista para ver qué era aquello sobre lo que había caído, y sintió que el mundo le venía encima. Sobre el suelo, rígido y frío, con una mirada de horror en el rostro y los ojos en blanco vueltos hacia el techo, yacía Justin Finch-Fletchley. Y eso no era todo. A su lado había otra figura, componiendo la visión más extraña que Harry hubiera contemplado nunca. Se trataba de Nick Casi Decapitado, que no era ya transparente ni de color blanco perlado, sino negro y neblinoso, y flotaba inmóvil, en posición horizontal, a un palmo del suelo. La cabeza estaba medio colgando, y en la cara tenía una expresión de horror idéntica a la de Justin. Harry se puso de pie, con la respiración acelerada y el corazón ejecutando contra sus costillas lo que parecía un redoble de tambor. Miró enloquecido arriba y abajo del corredor desierto y vio una hilera de arañas huyendo de los cuerpos a todo correr. Lo único que se oía eran las voces amortiguadas de los profesores que daban clase a ambos lados. Podía salir corriendo, y nadie se enteraría de que había estado allí. Pero no podía dejarlos de aquella manera…, tenía que hacer algo por ellos. ¿Habría alguien que creyera que él no había tenido nada que ver? Aún estaba allí, aterrorizado, cuando se abrió de golpe la puerta que tenía a su derecha. Peeves el poltergeist surgió de ella a toda velocidad. —¡Vaya, si es Potter pipí en el pote! —cacareó Peeves, ladeándole las gafas de un golpe al pasar a su lado dando saltos—. ¿Qué trama Potter? ¿Por qué acecha? Peeves se detuvo a media voltereta. Boca abajo, vio a Justin y Nick Casi Decapitado. Cayó de pie, llenó los pulmones y, antes de que Harry pudiera impedirlo, gritó: —¡AGRESIÓN! ¡AGRESIÓN! ¡OTRA AGRESIÓN! ¡NINGÚN MORTAL NI FANTASMA ESTÁ A SALVO! ¡SÁLVESE QUIEN PUEDA! ¡AGREESIÓÓÓÓN! Pataplún, patapán, pataplún: una puerta tras otra, se fueron abriendo todas las que había en el corredor, y la gente empezó a salir. Durante varios minutos, hubo tal jaleo que por poco no aplastan a Justin y atraviesan el cuerpo de Nick Casi Decapitado. Los alumnos acorralaron a Harry contra la pared hasta que los profesores pidieron calma. La profesora McGonagall llegó corriendo, seguida por sus alumnos, uno de los cuales aún tenía el pelo a rayas blancas y negras. La profesora utilizó la varita mágica para provocar una sonora explosión que restaurase el silencio y ordenó a todos que volvieran a las aulas. Cuando el lugar se hubo despejado un poco, llegó corriendo Ernie, el de Hufflepuff. —¡Te han cogido con las manos en la masa! —gritó Ernie, con la cara completamente blanca, señalando con el dedo a Harry. —¡Ya vale, Macmillan! —dijo con severidad la profesora McGonagall. Peeves se meneaba por encima del grupo con una malvada sonrisa, escrutando la escena; le encantaba el follón. Mientras los profesores se inclinaban sobre Justin y Nick Casi Decapitado, examinándolos, Peeves rompió a cantar: —¡Oh, Potter, eres un zote, estás podrido, te cargas a los estudiantes, y te parece divertido! —¡Ya basta, Peeves! —gritó la profesora McGonagall, y Peeves escapó por el corredor, sacándole la lengua a Harry. Los profesores Flitwick y Sinistra, del departamento de Astronomía, fueron los encargados de llevar a Justin a la enfermería, pero nadie parecía saber qué hacer con Nick Casi Decapitado. Al final, la profesora McGonagall hizo aparecer de la nada un gran abanico, y se lo dio a Ernie con instrucciones de subir a Nick Casi Decapitado por las escaleras. Ernie obedeció, abanicando a Nick por el corredor para llevárselo por el aire como si se tratara de un aerodeslizador silencioso y negro. De esa forma, Harry y la profesora McGonagall se quedaron a solas. —Por aquí, Potter —indicó ella. —Profesora —le dijo Harry enseguida—, le juro que yo no… —Eso se escapa de mi competencia, Potter —dijo de manera cortante la profesora McGonagall. Caminaron en silencio, doblaron una esquina, y ella se paró ante una gárgola de piedra grande y extremadamente fea. —¡Sorbete de limón! —dijo la profesora. Se trataba, evidentemente, de una contraseña, porque de repente la gárgola revivió y se hizo a un lado, al tiempo que la pared que había detrás se abría en dos. Incluso aterrorizado como estaba por lo que le esperaba, Harry no pudo dejar de sorprenderse. Detrás del muro había una escalera de caracol que subía lentamente hacia arriba, como si fuera mecánica. Al subirse él y la profesora McGonagall, la pared volvió a cerrarse tras ellos con un golpe sordo. Subieron más y más dando vueltas, hasta que al fin, ligeramente mareado, Harry vio ante él una reluciente puerta de roble, con una aldaba de bronce en forma de grifo, el animal mitológico con cuerpo de león y cabeza de águila. Entonces supo adónde lo llevaba. Aquello debía de ser la vivienda de Dumbledore. CAPÍTULO 12 La poción multijugos D la escalera de piedra y la profesora McGonagall llamó a la puerta. Ésta se abrió silenciosamente y entraron. La profesora McGonagall pidió a Harry que esperara y lo dejó solo. Harry miró a su alrededor. Una cosa era segura: de todos los despachos de profesores que había visitado aquel año, el de Dumbledore era, con mucho, el más interesante. Si no hubiera tenido tanto miedo a ser expulsado del colegio, habría disfrutado observando todo aquello. Era una sala circular, grande y hermosa, en la que se oía multitud de leves y curiosos sonidos. Sobre las mesas de patas largas y finísimas había chismes muy extraños que hacían ruiditos y echaban pequeñas bocanadas de humo. Las paredes aparecían cubiertas de retratos de antiguos directores, hombres y mujeres, que dormitaban encerrados en los marcos. Había también un gran escritorio con pies en forma de zarpas, y detrás de él, en un estante, un sombrero de mago ajado y roto: era el Sombrero Seleccionador. EJARON Harry dudó. Echó un cauteloso vistazo a los magos y brujas que había en las paredes. Seguramente no haría ningún mal poniéndoselo de nuevo. Sólo para ver si…, sólo para asegurarse de que lo había colocado en la casa correcta. Se acercó sigilosamente al escritorio, cogió el sombrero del estante y se lo puso despacio en la cabeza. Era demasiado grande y se le caía sobre los ojos, igual que en la anterior ocasión en que se lo había puesto. Harry esperó pero no pasó nada. Luego, una sutil voz le dijo al oído: —¿No te lo puedes quitar de la cabeza, eh, Harry Potter? —Mmm, no —respondió Harry—. Esto…, lamento molestarte, pero quería preguntarte… —Te has estado preguntando si yo te había mandado a la casa acertada —dijo acertadamente el sombrero—. Sí…, tú fuiste bastante difícil de colocar. Pero mantengo lo que dije… aunque —Harry contuvo la respiración— podrías haber ido a Slytherin. El corazón le dio un vuelco. Cogió el sombrero por la punta y se lo quitó. Quedó colgando de su mano, mugriento y ajado. Algo mareado, lo dejó de nuevo en el estante. —Te equivocas —dijo en voz alta al inmóvil y silencioso sombrero. Éste no se movió. Harry se separó un poco, sin dejar de mirarlo. Entonces, un ruido como de arcadas le hizo volverse completamente. No estaba solo. Sobre una percha dorada detrás de la puerta, había un pájaro de aspecto decrépito que parecía un pavo medio desplumado. Harry lo miró, y el pájaro le devolvió una mirada torva, emitiendo de nuevo su particular ruido. Parecía muy enfermo. Tenía los ojos apagados y, mientras Harry lo miraba, se le cayeron otras dos plumas de la cola. Estaba pensando en que lo único que le faltaba es que el pájaro de Dumbledore se muriera mientras estaba con él a solas en el despacho, cuando el pájaro comenzó a arder. Harry profirió un grito de horror y retrocedió hasta el escritorio. Buscó por si hubiera cerca un vaso con agua, pero no vio ninguno. El pájaro, mientras tanto, se había convertido en una bola de fuego; emitió un fuerte chillido, y un instante después no quedaba de él más que un montoncito humeante de cenizas en el suelo. La puerta del despacho se abrió. Entró Dumbledore, con aspecto sombrío. —Profesor —dijo Harry nervioso—, su pájaro…, no pude hacer nada…, acaba de arder… Para sorpresa de Harry, Dumbledore sonrió. —Ya era hora —dijo—. Hace días que tenía un aspecto horroroso. Yo le decía que se diera prisa. Se rió de la cara atónita que ponía Harry. —Fawkes es un fénix, Harry. Los fénix se prenden fuego cuando les llega el momento de morir, y luego renacen de sus cenizas. Mira… Harry dirigió la vista hacia la percha a tiempo de ver un pollito diminuto y arrugado que asomaba la cabeza por entre las cenizas. Era igual de feo que el antiguo. —Es una pena que lo hayas tenido que ver el día en que ha ardido — dijo Dumbledore, sentándose detrás del escritorio—. La mayor parte del tiempo es realmente precioso, con sus plumas rojas y doradas. Fascinantes criaturas, los fénix. Pueden transportar cargas muy pesadas, sus lágrimas tienen poderes curativos y son mascotas muy fieles. Con el susto del incendio de Fawkes, Harry se había olvidado del motivo por el que se encontraba allí, pero lo recordó en cuanto Dumbledore se sentó en su silla de respaldo alto, detrás del escritorio, y fijó en él sus ojos penetrantes, de color azul claro. Sin embargo, antes de que el director pudiera decir otra palabra, la puerta se abrió de improviso e irrumpió Hagrid en el despacho con expresión desesperada, el pasamontañas mal colocado sobre su pelo negro, y el gallo muerto sujeto aún en una mano. —¡No fue Harry, profesor Dumbledore! —dijo Hagrid deprisa—. Yo hablaba con él segundos antes de que hallaran al muchacho, señor, él no tuvo tiempo… Dumbledore trató de decir algo, pero Hagrid seguía hablando, agitando el gallo en su desesperación y esparciendo las plumas por todas partes. —… No puede haber sido él, lo juraré ante el ministro de Magia si es necesario… —Hagrid, yo… —Usted se confunde de chico, yo sé que Harry nunca… —¡Hagrid! —dijo Dumbledore con voz potente—, yo no creo que Harry atacara a esas personas. —¿Ah, no? —dijo Hagrid, y el gallo dejó de balancearse a su lado—. Bueno, en ese caso, esperaré fuera, señor director. Y, con cierto apuro, salió del despacho. —¿Usted no cree que fui yo, profesor? —repitió Harry esperanzado, mientras Dumbledore limpiaba la mesa de plumas. —No, Harry —dijo Dumbledore, aunque su rostro volvía a ensombrecerse—. Pero aun así quiero hablar contigo. Harry aguardó con ansia mientras Dumbledore lo miraba, juntando las yemas de sus largos dedos. —Quiero preguntarte, Harry, si hay algo que te gustaría contarme — dijo con amabilidad—. Lo que sea. Harry no supo qué decir. Pensó en Malfoy gritando: «¡Los próximos seréis los sangre sucia!», y en la poción multijugos, que hervía a fuego lento en los aseos de Myrtle la Llorona. Luego pensó en la voz que no salía de ningún sitio, oída en dos ocasiones, y recordó lo que Ron le había dicho: «Oír voces que nadie más puede oír no es buena señal, ni siquiera en el mundo de los magos.» Pensó, también, en lo que todo el mundo comentaba sobre él, y en su creciente temor a estar de alguna manera relacionado con Salazar Slytherin… —No —respondió Harry—, no tengo nada que contarle. La doble agresión contra Justin y Nick Casi Decapitado convirtió en auténtico pánico lo que hasta aquel momento había sido inquietud. Curiosamente, resultó ser el destino de Nick Casi Decapitado lo que preocupaba más a la gente. Se preguntaban unos a otros qué era lo que podía hacer aquello a un fantasma; qué terrible poder podía afectar a alguien que ya estaba muerto. La gente se apresuró a reservar sitio en el expreso de Hogwarts para volver a casa en Navidad. —Si sigue así la cosa, sólo nos quedaremos nosotros —dijo Ron a Harry y Hermione—. Nosotros, Malfoy, Crabbe y Goyle. Serán unas vacaciones deliciosas. Crabbe y Goyle, que siempre hacían lo mismo que Malfoy, habían firmado también para quedarse en vacaciones. Pero Harry estaba contento de que la mayor parte de la gente se fuera. Estaba harto de que se hicieran a un lado cuando circulaba por los pasillos, como si fueran a salirle colmillos o a escupir veneno; harto de que a su paso los demás murmuraran, le señalaran y hablaran en voz baja. Fred y George, sin embargo, encontraban todo aquello muy divertido. Le salían al paso y marchaban delante de él por los corredores gritando: —Abran paso al heredero de Slytherin, aquí llega el brujo malvado de veras… Percy desaprobaba tajantemente este comportamiento. —No es asunto de risa —decía con frialdad. —Quítate del camino, Percy —decía Fred—. Harry tiene prisa. —Sí, va a la Cámara de los Secretos a tomar el té con su colmilludo sirviente —decía George, riéndose. Ginny tampoco lo encontraba divertido. —¡Ah, no! —gemía cada vez que Fred preguntaba a Harry a quién planeaba atacar a continuación, o cuando, al encontrarse con Harry, George hacía como que se protegía de Harry con un gran diente de ajo. A Harry no le importaba; incluso le aliviaba que Fred y George pensaran que la idea del heredero de Slytherin era para tomársela a guasa. Pero sus payasadas parecían enervar a Draco Malfoy, que se amargaba más cada vez que los veía con aquel pitorreo. —Eso es porque está rabiando de ganas de decir que es él —dijo Ron sentenciosamente—. Ya sabéis cómo aborrece que se le gane en cualquier cosa, y tú te estás llevando toda la gloria de su sucio trabajo. —No durante mucho tiempo —dijo Hermione en tono satisfecho—. La poción multijugos ya está casi lista. Cualquier día revelaremos la verdad sobre él. Por fin concluyó el trimestre, y sobre el colegio cayó un silencio tan vasto como la nieve en los campos. Más que lúgubre, a Harry le pareció tranquilizador, y se alegró de que él, Hermione y los Weasley pudieran gobernar la torre de Gryffindor, lo que quería decir que podían jugar a los naipes explosivos dando voces y sin molestar a nadie, o podían batirse en privado. Fred, George y Ginny habían preferido quedarse en el colegio a ir a visitar a Bill a Egipto con sus padres. Percy, que desaprobaba lo que llamaba su infantil comportamiento, no pasaba mucho tiempo en la sala común de Gryffindor. Ya les había dicho en tono presuntuoso que se quedaba en Navidad porque era el deber de un prefecto ayudar a los profesores durante los períodos difíciles. Amaneció el día de Navidad, frío y blanco. Hermione despertó temprano a Harry y Ron, los únicos que quedaban en aquel dormitorio. Iba ya vestida y llevaba regalos para ambos. —¡Despertad! —dijo en voz alta, abriendo las cortinas de la ventana. —Hermione…, sabes que no puedes entrar aquí —dijo Ron, protegiéndose los ojos de la luz. —Feliz Navidad a ti también —le dijo Hermione, arrojándole su regalo —. Me he levantado hace casi una hora, para añadir más crisopos a la poción. Ya está lista. Harry se sentó en la cama, despertando por completo de repente. —¿Estás segura? —Del todo —dijo Hermione, apartando a la rata Scabbers para poder sentarse a los pies de la cama—. Si nos decidimos a hacerlo, creo que tendría que ser esta noche. En aquel momento, Hedwig aterrizó en el dormitorio, llevando en el pico un paquete muy pequeño. —Hola —dijo contento Harry, cuando la lechuza se posó en su cama—, ¿me hablas de nuevo? La lechuza le picó en la oreja de manera afectuosa, gesto que resultó ser mucho mejor regalo que el que le llevaba, que era de los Dursley. Éstos le enviaban un mondadientes y una nota en la que le pedían que averiguara si podría quedarse en Hogwarts también durante las vacaciones de verano. El resto de los regalos de Navidad de Harry fueron bastante más generosos. Hagrid le enviaba un bote grande de caramelos de café con leche que Harry decidió ablandar al fuego antes de comérselos; Ron le regaló un libro titulado Volando con los Cannons, que trataba de hechos interesantes de su equipo favorito de quidditch; y Hermione le había comprado una lujosa pluma de águila para escribir. Harry abrió el último regalo y encontró un jersey nuevo, tejido a mano por la señora Weasley, y un plumcake. Cogió la tarjeta con un renovado sentimiento de culpa, acordándose del coche del señor Weasley, que no habían vuelto a ver desde la colisión con el sauce boxeador, y de la cantidad de infracciones que habían planeado para el futuro inmediato. Nadie podía dejar de asistir a la comida de Navidad en Hogwarts, aunque estuviera atemorizado por tener que tomar luego la poción multijugos. El Gran Comedor relucía por todas partes. No sólo había una docena de árboles de Navidad cubiertos de escarcha, y gruesas serpentinas de acebo y muérdago que se entrecruzaban en el techo, sino que de lo alto caía nieve mágica, cálida y seca. Cantaron villancicos, y Dumbledore los dirigió en algunos de sus favoritos. Hagrid gritaba más fuerte a cada copa de ponche que tomaba. Percy, que no se había dado cuenta de que Fred le había encantado su insignia de prefecto, en la que ahora podía leerse «Cabeza de Chorlito», no paraba de preguntar a todos de qué se reían. Harry ni siquiera se preocupaba por los insidiosos comentarios que desde la mesa de Slytherin hacía Draco Malfoy, en voz alta, sobre su nuevo jersey. Con un poco de suerte, Malfoy recibiría su merecido unas horas después. Harry y Ron apenas habían terminado su tercer trozo de tarta de Navidad, cuando Hermione les hizo salir del salón con ella para ultimar los planes para la noche. —Aún nos falta conseguir algo de las personas en que os vais a convertir —dijo Hermione sin darle importancia, como si los enviara al supermercado a comprar detergente—. Y, desde luego, lo mejor será que podáis conseguir algo de Crabbe y de Goyle; como son los mejores amigos de Malfoy, él les contaría cualquier cosa. Y también tenemos que asegurarnos de que los verdaderos Crabbe y Goyle no aparecen mientras lo interrogamos. »Lo tengo todo solucionado —siguió ella tranquilamente y sin hacer caso de las caras atónitas de Harry y Ron. Les enseñó dos pasteles redondos de chocolate—. Los he rellenado con una simple pócima para dormir. Todo lo que tenéis que hacer es aseguraros de que Crabbe y Goyle los encuentran. Ya sabéis lo glotones que son; seguro que se los tragan. Cuando estén dormidos, los esconderemos en uno de los armarios de la limpieza y les arrancaremos unos pelos. Harry y Ron se miraron incrédulos. —Hermione, no creo… —Podría salir muy mal… Pero Hermione los miró con expresión severa, como la que habían visto a veces adoptar a la profesora McGonagall. —La poción no nos servirá de nada si no tenemos unos pelos de Crabbe y Goyle —dijo con severidad—. Queréis interrogar a Malfoy, ¿no? —De acuerdo, de acuerdo —dijo Harry—. Pero ¿y tú? ¿A quién se lo vas a arrancar tú? —¡Yo ya tengo el mío! —dijo Hermione alegre, sacando una botellita diminuta de un bolsillo y enseñándoles un único pelo que había dentro de ella—. ¿Os acordáis de que me batí con Millicent Bulstrode en el club de duelo? ¡Al estrangularme se dejó esto en mi túnica! Y se ha ido a su casa a pasar las Navidades. Así que lo único que tengo que decirles a los de Slytherin es que he decidido volver. Al marcharse Hermione corriendo para ver cómo iba la poción multijugos, Ron se volvió hacia Harry con una expresión fatídica. —¿Habías oído alguna vez un plan en el que pudieran salir mal tantas cosas? Pero, para sorpresa de Harry y de Ron, la primera fase de la operación resultó tan sencilla como Hermione había supuesto. Se escondieron en el vacío vestíbulo después de la merienda de Navidad, esperando a Crabbe y a Goyle, que se habían quedado solos en la mesa de Slytherin, acometiendo cuatro porciones de bizcocho. Harry había dejado los pasteles de chocolate en el extremo del pasamanos. Al ver a Crabbe y Goyle salir del Gran Comedor, Harry y Ron se ocultaron rápidamente detrás de una armadura, junto a la puerta principal. —¿Cuánto puede llegar uno a engordar? —susurró Ron entusiasmado al ver que Crabbe, lleno de alegría, señalaba a Goyle los pasteles y los cogía. Sonriendo de forma estúpida, se metieron los pasteles enteros en la boca. Los masticaron glotonamente durante un momento, poniendo cara de triunfo. Luego, sin el más leve cambio en la expresión, se desplomaron de espaldas en el suelo. Lo más difícil fue arrastrarlos hasta el armario, al otro lado del vestíbulo. En cuanto los tuvieron bien escondidos entre las fregonas y los calderos, Harry arrancó un par de pelos como cerdas, de los que Goyle tenía bien avanzada la frente, y Ron arrancó a Crabbe también algunos. Les cogieron asimismo los zapatos, porque los suyos eran demasiado pequeños para el tamaño de los pies de Crabbe y Goyle. Luego, todavía aturdidos por lo que acababan de hacer, corrieron hasta los aseos de Myrtle la Llorona. Apenas podían ver nada a través del espeso humo negro que salía del retrete en que Hermione estaba removiendo el caldero. Subiéndose las túnicas para taparse la cara, Harry y Ron llamaron suavemente a la puerta. —¿Hermione? Se oyó el chirrido del cerrojo y salió Hermione, con la cara sudorosa y una mirada inquieta. Tras ella se oía el gluglu de la poción que hervía, espesa como melaza. Sobre la taza del retrete había tres vasos de cristal ya preparados. Harry sacó el pelo de Goyle. —Bien. Y yo he cogido estas túnicas de la lavandería —dijo Hermione, enseñándoles una pequeña bolsa—. Necesitaréis tallas mayores cuando os hayáis convertido en Crabbe y Goyle. Los tres miraron el caldero. Vista de cerca, la poción parecía barro espeso y oscuro que borboteaba lentamente. —Estoy segura de que lo he hecho todo bien —dijo Hermione, releyendo nerviosamente la manchada página de Moste Potente Potions—. Parece que es tal como dice el libro… En cuanto la hayamos bebido, dispondremos de una hora antes de volver a convertirnos en nosotros mismos. —¿Qué se hace ahora? —murmuró Ron. —La separamos en los tres vasos y echamos los pelos. Hermione sirvió en cada vaso una cantidad considerable de poción. Luego, con mano temblorosa, trasladó el pelo de Millicent Bulstrode de la botella al primero de los vasos. La poción emitió un potente silbido, como el de una olla a presión, y empezó a salir muchísima espuma. Al cabo de un segundo, se había vuelto de un amarillo asqueroso. —Aggg…, esencia de Millicent Bulstrode —dijo Ron, mirándolo con aversión—. Apuesto a que tiene un sabor repugnante. —Echad los vuestros, venga —les dijo Hermione. Harry metió el pelo de Goyle en el vaso del medio, y Ron, el pelo de Crabbe en el último. Una y otra poción silbaron y echaron espuma, la de Goyle se volvió del color caqui de los mocos, y la de Crabbe, de un marrón oscuro y turbio. —Esperad —dijo Harry, cuando Ron y Hermione cogieron sus vasos—. Será mejor que no los bebamos aquí juntos los tres: al convertirnos en Crabbe y Goyle ya no estaremos delgados. Y Millicent Bulstrode tampoco es una sílfide. —Bien pensado —dijo Ron, abriendo la puerta—. Vayamos a retretes separados. Con mucho cuidado para no derramar una gota de poción multijugos, Harry pasó al del medio. —¿Listos? —preguntó. —Listos —le contestaron las voces de Ron y Hermione. —A la una, a las dos, a las tres… Tapándose la nariz, Harry se bebió la poción en dos grandes tragos. Sabía a col muy cocida. Inmediatamente, se le empezaron a retorcer las tripas como si acabara de tragarse serpientes vivas. Se encogió y temió ponerse malo. Luego, un ardor surgido del estómago se le extendió rápidamente hasta las puntas de los dedos de manos y pies. Jadeando, se puso a cuatro patas y tuvo la horrible sensación de estarse derritiendo al notar que la piel de todo el cuerpo le quemaba como cera caliente, y antes de que los ojos y las manos le empezaran a crecer, los dedos se le hincharon, las uñas se le ensancharon y los nudillos se le abultaron como tuercas. Los hombros se le separaron dolorosamente, y un picor en la frente le indicó que el pelo se le caía sobre las cejas. Se le rasgó la túnica al ensanchársele el pecho como un barril que reventara los cinchos. Los pies le dolían dentro de unos zapatos cuatro números menos de su medida… Todo concluyó tan repentinamente como había comenzado. Harry se encontró tendido boca abajo, sobre el frío suelo de piedra, oyendo a Myrtle sollozar de tristeza al fondo de los aseos. Con dificultad, se desprendió de los zapatos y se puso de pie. O sea que así se sentía uno siendo Goyle. Con una gran mano temblorosa se desprendió de su antigua túnica, que le quedaba a un palmo de los tobillos, se puso la otra y se abrochó los zapatos de Goyle, que eran como barcas. Se llevó una mano a la frente para retirarse el pelo de los ojos, y se encontró sólo con unos pelos cortos, como cerdas, que le nacían en la misma frente. Entonces comprendió que las gafas le nublaban la vista, porque obviamente Goyle no las necesitaba. Se las quitó y preguntó: —¿Estáis bien? —De su boca surgió la voz baja y áspera de Goyle. —Sí —contestó, proveniente de su derecha, el gruñido de Crabbe. Harry abrió su puerta y se acercó al espejo quebrado. Goyle le devolvió la mirada con ojos apagados y hundidos en las cuencas. Harry se rascó una oreja, tal como hacía Goyle. Se abrió la puerta de Ron. Se miraron. Salvo por estar pálido y asustado, Ron era idéntico a Crabbe en todo, desde el pelo cortado con tazón hasta los largos brazos de gorila. —Es increíble —dijo Ron, acercándose al espejo y pinchando con el dedo la nariz chata de Crabbe—. Increíble. —Mejor que nos vayamos —dijo Harry, aflojándose el reloj que oprimía la gruesa muñeca de Goyle—. Aún tenemos que averiguar dónde se encuentra la sala común de Slytherin. Espero que demos con alguien a quien podamos seguir hasta allí. Ron dijo, contemplando a Harry: —No sabes lo raro que se me hace ver a Goyle pensando. Golpeó en la puerta de Hermione. —Vamos, tenemos que irnos… Una voz aguda le contestó: —Me… me temo que no voy a poder ir. Id vosotros sin mí. —Hermione, ya sabemos que Millicent Bulstrode es fea, nadie va a saber que eres tú. —No, de verdad… no puedo ir. Daos prisa vosotros, no perdáis tiempo. Harry miró a Ron, desconcertado. —Pareces Goyle —dijo Ron—. Siempre pone esta cara cuando un profesor pregunta. —Hermione, ¿estás bien? —preguntó Harry a través de la puerta. —Sí, estoy bien… Marchaos. Harry miró el reloj. Ya habían transcurrido cinco de sus preciosos sesenta minutos. —Espera aquí hasta que volvamos, ¿vale? —dijo él. Harry y Ron abrieron con cuidado la puerta de los lavabos, comprobaron que no había nadie a la vista y salieron. —No muevas así los brazos —susurró Harry a Ron. —¿Eh? —Crabbe los mantiene rígidos… —¿Así? —Sí, mucho mejor. Bajaron por la escalera de mármol. Lo que necesitaban en aquel momento era a alguien de Slytherin a quien pudieran seguir hasta la sala común, pero no había nadie por allí. —¿Tienes alguna idea? —susurró Harry. —Cuando los de Slytherin bajan a desayunar, creo que vienen de por allí —dijo Ron, señalando con un gesto de la cabeza la entrada de las mazmorras. Apenas lo había terminado de decir, cuando una chica de pelo largo rizado salió de la entrada. —Perdona —le dijo Ron, yendo deprisa hacia ella—, se nos ha olvidado por dónde se va a nuestra sala común. —Me parece que no os entiendo —dijo la chica muy tiesa—. ¿Nuestra sala común? Yo soy de Ravenclaw. Y se alejó, volviendo recelosa la vista hacia ellos. Harry y Ron bajaron corriendo los escalones de piedra y se internaron en la oscuridad. Sus pasos resonaban muy fuerte cuando los grandes pies de Crabbe y Goyle golpeaban contra el suelo, pero temían que la cosa no resultara tan fácil como se habían imaginado. Los laberínticos corredores estaban desiertos. Fueron bajando más y más pisos, mirando constantemente sus relojes para comprobar el tiempo que les quedaba. Después de un cuarto de hora, cuando ya estaban empezando a desesperarse, oyeron un ruido delante. —¡Eh! —exclamó Ron, emocionado—. ¡Uno de ellos! La figura salía de una sala lateral. Sin embargo, después de acercarse a toda prisa, se les cayó el alma a los pies: no se trataba de nadie de Slytherin, era Percy. —¿Qué haces aquí? —preguntó Ron, con sorpresa. Percy lo miró ofendido. —Eso —contestó fríamente— no es asunto de tu incumbencia. Tú eres Crabbe, ¿no? —Eh… sí —respondió Ron. —Bueno, id a vuestros dormitorios —dijo Percy con severidad—. En estos días no es muy prudente merodear por los corredores. —Pues tú lo haces —señaló Ron. —Yo —dijo Percy, dándose importancia— soy un prefecto. Nadie va a atacarme. Repentinamente, resonó una voz detrás de Harry y Ron. Draco Malfoy caminaba hacia ellos, y por primera vez en su vida, a Harry le encantó verlo. —Estáis ahí —dijo él, mirándolos—. ¿Os habéis pasado todo el tiempo en el Gran Comedor, poniéndoos como cerdos? Os estaba buscando, quería enseñaros algo realmente divertido. Malfoy echó una mirada fulminante a Percy. —¿Y qué haces tú aquí, Weasley? —le preguntó con aire despectivo. Percy se ofendió aún más. —¡Tendrías que mostrar un poco más de respeto a un prefecto! —dijo —. ¡No me gusta ese tono! Malfoy lo miró despectivamente e indicó a Harry y a Ron que lo siguieran. A Harry casi se le escapa disculparse ante Percy, pero se dio cuenta justo a tiempo. Él y Ron salieron a toda prisa detrás de Malfoy, que les decía, mientras tomaban el siguiente corredor: —Ese Peter Weasley… —Percy —le corrigió automáticamente Ron. —Como sea —dijo Malfoy—. He notado que últimamente entra y sale mucho por aquí, a hurtadillas. Y apuesto a que sé qué es lo que pasa. Cree que va a pillar al heredero de Slytherin él solito. Lanzó una risotada breve y burlona. Harry y Ron se cambiaron miradas de emoción. Malfoy se detuvo ante un trecho de muro descubierto y lleno de humedad. —¿Cuál es la nueva contraseña? —preguntó a Harry. —Eh… —dijo éste. —¡Ah, ya! «¡Sangre limpia!» —dijo Malfoy, sin escuchar, y se abrió una puerta de piedra disimulada en la pared. Malfoy la cruzó y Harry y Ron lo siguieron. La sala común de Slytherin era una sala larga, semisubterránea, con los muros y el techo de piedra basta. Varias lámparas de color verdoso colgaban del techo mediante cadenas. Enfrente de ellos, debajo de la repisa labrada de la chimenea, crepitaba la hoguera, y contra ella se recortaban las siluetas de algunos miembros de la casa Slytherin, acomodados en sillas de estilo muy recargado. —Esperad aquí —dijo Malfoy a Harry y Ron, indicándoles un par de sillas vacías separadas del fuego—. Voy a traerlo. Mi padre me lo acaba de enviar. Preguntándose qué era lo que Malfoy iba a enseñarles, Harry y Ron se sentaron, intentando aparentar que se encontraban en su casa. Malfoy volvió al cabo de un minuto, con lo que parecía un recorte de periódico. Se lo puso a Ron debajo de la nariz. —Te vas a reír con esto —dijo. Harry vio que Ron abría los ojos, asustado. Leyó deprisa el recorte, rió muy forzadamente y pasó el papel a Harry. Era de El Profeta, y decía: INVESTIGACIÓN EN EL MINISTERIO DE MAGIA Arthur Weasley, director de la Oficina Contra el Uso Indebido de Artefactos Muggles, ha sido multado hoy con cincuenta galeones por embrujar un automóvil muggle. El señor Lucius Malfoy, miembro del Consejo Escolar del Colegio Hogwarts de Magia, en donde el citado coche embrujado se estrelló a comienzos del presente curso, ha pedido hoy la dimisión del señor Weasley. «Weasley ha manchado la reputación del Ministerio», declaró el señor Malfoy a nuestro enviado. «Es evidente que no es la persona adecuada para redactar nuestras leyes, y su ridícula Ley de defensa de los muggles debería ser retirada inmediatamente.» El señor Weasley no ha querido hacer declaraciones, si bien su esposa amenazó a los periodistas diciéndoles que si no se marchaban, les arrojaría el fantasma de la familia. —¿Y bien? —dijo Malfoy impaciente, cuando Harry le devolvió el recorte—. ¿No os parece divertido? —Ja, ja —rió Harry lúgubremente. —Arthur Weasley tiene tanto cariño a los muggles que debería romper su varita mágica e irse con ellos —dijo Malfoy desdeñosamente—. Por la manera en que se comportan, nadie diría que los Weasley son de sangre limpia. A Ron (o, más bien, a Crabbe) se le contorsionaba la cara de la rabia. —¿Qué te pasa, Crabbe? —dijo Malfoy bruscamente. —Me duele el estómago —gruñó Ron. —Bueno, pues id a la enfermería y dadles a todos esos sangre sucia una patada de mi parte —dijo Malfoy, riéndose—. ¿Sabéis qué? Me sorprende que El Profeta aún no haya dicho nada de todos esos ataques —continuó diciendo pensativamente—. Supongo que Dumbledore está tapándolo todo. Si no para la cosa pronto, tendrá que dimitir. Mi padre dice siempre que la dirección de Dumbledore es lo peor que le ha ocurrido nunca a este colegio. Le gustan los que vienen de familia muggle. Un director decente no habría admitido nunca una basura como el Creevey ese. Malfoy empezó a sacar fotos con una cámara imaginaria, imitando a Colin, cruel pero acertadamente. —Potter, ¿puedo sacarte una foto, Potter? ¿Me concedes un autógrafo? ¿Puedo lamerte los zapatos, Potter, por favor? Bajó las manos y se quedó mirando a Harry y a Ron. —¿Qué os pasa a vosotros dos? Demasiado tarde, Harry y Ron se rieron a la fuerza; sin embargo, Malfoy pareció satisfecho. Quizá Crabbe y Goyle fueran siempre lentos para comprender las gracias. —San Potter, el amigo de los sangre sucia —dijo Malfoy lentamente—. Ése es otro de los que no tienen verdadero sentimiento de mago, de lo contrario no iría por ahí con esa sangre sucia presuntuosa que es Granger. ¡Y se creen que él es el heredero de Slytherin! Harry y Ron estaban con el corazón en un puño; quizás a Malfoy le faltaban unos segundos para decirles que el heredero era él. Pero en aquel momento… —Me gustaría saber quién es —dijo Malfoy, petulante—. Podría ayudarle. A Ron se le quedó la boca abierta, de manera que la cara de Crabbe parecía aún más idiota de lo usual. Afortunadamente, Malfoy no se dio cuenta, y Harry, pensando rápido, dijo: —Tienes que tener una idea de quién hay detrás de todo esto. —Ya sabes que no, Goyle, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? —dijo Malfoy bruscamente—. Y mi padre tampoco quiere contarme nada sobre la última vez que se abrió la Cámara de los Secretos. Aunque sucedió hace cincuenta años, y por tanto antes de su época, él lo sabe todo sobre aquello, pero dice que la cosa se mantuvo en secreto y asegura que resultaría sospechoso si yo supiera demasiado. Pero sé algo: la última vez que se abrió la Cámara de los Secretos, murió un sangre sucia. Así que supongo que sólo es cuestión de tiempo que muera otro esta vez… Espero que sea Granger —dijo con deleite. Ron apretaba los grandes puños de Crabbe. Dándose cuenta de que todo se echaría a perder si pegaba a Malfoy, Harry le dirigió una mirada de aviso y dijo: —¿Sabes si cogieron al que abrió la cámara la última vez? —Sí… Quienquiera que fuera, lo expulsaron —dijo Malfoy—. Aún debe de estar en Azkaban. —¿En Azkaban? —preguntó Harry, sin entender. —Claro, en Azkaban, la prisión mágica, Goyle —dijo Malfoy, mirándole, sin dar crédito a su torpeza—. La verdad es que si fueras más lento irías para atrás. Se movió nervioso en su silla y dijo: —Mi padre dice que tengo que mantenerme al margen y dejar que el heredero de Slytherin haga su trabajo. Dice que el colegio tiene que librarse de toda esa infecta sangre sucia, pero que yo no debo mezclarme. Naturalmente, él ya tiene bastantes problemas por el momento. ¿Sabéis que el Ministerio de Magia registró nuestra casa la semana pasada? —Harry intentó que la inexpresiva cara de Goyle expresara algo de preocupación—. Sí… —dijo Malfoy—. Por suerte, no encontraron gran cosa. Mi padre posee algunos objetos de Artes Oscuras muy valiosos. Pero afortunadamente nosotros también tenemos nuestra propia cámara secreta debajo del suelo del salón. —¡Ah! —exclamó Ron. Malfoy lo miró. Harry hizo lo mismo. Ron se puso rojo, incluso el pelo se le volvió un poco rojo. También se le alargó la nariz. La hora de que disponían llegaba a su fin, de forma que Ron estaba empezando a convertirse en sí mismo, y a juzgar por la mirada de horror que dirigía a Harry, a éste le estaba sucediendo lo mismo. Se pusieron de pie de un salto. —Necesito algo para el estómago —gruñó Ron, y sin más preámbulos echaron a correr a lo largo de la sala común de Slytherin, lanzándose contra el muro de piedra y metiéndose por el corredor, y deseando desesperadamente que Malfoy no se hubiera dado cuenta de nada. Harry podía notarse los pies sueltos dentro de los grandes zapatos de Goyle, y tuvo que levantarse los bajos de la túnica al hacerse más pequeño. Subieron los escalones y llegaron al oscuro vestíbulo de entrada, en que se oían los sordos golpes que llegaban del armario en que habían encerrado a Crabbe y Goyle. Dejando los zapatos junto a la puerta del armario, subieron corriendo en calcetines hasta los lavabos de Myrtle la Llorona. —Bueno, no ha sido completamente inútil —dijo Ron, cerrando tras ellos la puerta de los aseos—. Ya sé que todavía no hemos averiguado quién ha cometido las agresiones, pero mañana voy a escribir a mi padre para decirle que miren debajo del salón de Malfoy. Harry se miró la cara en el espejo roto. Volvía a la normalidad. Se puso las gafas mientras Ron llamaba a la puerta del retrete de Hermione. —Hermione, sal, tenemos muchas cosas que contarte. —¡Marchaos! —chilló Hermione. Harry y Ron se miraron el uno al otro. —¿Qué pasa? —dijo Ron—. Tienes que estar a punto de volver a la normalidad, nosotros ya… Pero Myrtle la Llorona salió de repente atravesando la puerta del retrete. Harry nunca la había visto tan contenta. —¡Aaaaaaaah, ya la veréis! —dijo—. ¡Es horrible! Oyeron descorrerse el cerrojo, y Hermione salió, sollozando, tapándose la cara con la túnica. —¿Qué pasa? —preguntó Ron, vacilante—. ¿Todavía te queda la nariz de Millicent o algo así? Hermione se descubrió la cara y Ron retrocedió hasta darse en los riñones con un lavabo. Tenía la cara cubierta de pelo negro. Los ojos se le habían puesto amarillos y unas orejas puntiagudas le sobresalían de la cabeza. —¡Era un pelo de gato! —maulló—. ¡Mi-Millicent Bulstrode debe de tener un gato! ¡Y la poción no está pensada para transformarse en animal! —¡Eh, vaya! —exclamó Ron. —Todos se van a reír de ti —dijo Myrtle, muy contenta. —No te preocupes, Hermione —se apresuró a decir Harry—. Te llevaremos a la enfermería. La señora Pomfrey no hace nunca demasiadas preguntas… Les costó mucho trabajo convencer a Hermione de que saliera de los aseos. Myrtle la Llorona los siguió riéndose con ganas. —¡Pues ya verás cuando todos se enteren de que tienes cola! CAPÍTULO 13 El diario secretísimo H pasó varias semanas en la enfermería. Corrieron rumores sobre su desaparición cuando el resto del colegio regresó a Hogwarts al final de las vacaciones de Navidad, porque naturalmente todos creyeron que la habían atacado. Eran tantos los alumnos que se daban una vuelta por la enfermería tratando de echarle la vista encima, que la señora Pomfrey quitó las cortinas de su propia cama y las puso en la de Hermione para ahorrarle la vergüenza de que la vieran con la cara peluda. Harry y Ron iban a visitarla todas las noches. Cuando comenzó el nuevo trimestre, le llevaban cada día los deberes. —Si a mí me hubieran salido bigotes de gato, aprovecharía para descansar —le dijo Ron una noche, dejando un montón de libros en la mesita que tenía Hermione junto a la cama. ERMIONE —No seas tonto, Ron, tengo que mantenerme al día —replicó Hermione rotundamente. Estaba de mucho mejor humor porque ya le había desaparecido el pelo de la cara, y los ojos, poco a poco, recuperaban su habitual color marrón—. ¿Tenéis alguna pista nueva? —añadió en un susurro, para que la señora Pomfrey no pudiera oírla. —Nada —dijo Harry con tristeza. —Estaba tan convencido de que era Malfoy… —dijo Ron por centésima vez. —¿Qué es eso? —preguntó Harry, señalando algo dorado que sobresalía debajo de la almohada de Hermione. —Nada, una tarjeta para desearme que me ponga bien —dijo Hermione a toda prisa, intentando esconderla, pero Ron fue más rápido que ella. La sacó, la abrió y leyó en voz alta: A la señorita Granger, deseándole que se recupere muy pronto, de su preocupado profesor Gilderoy Lockhart, Caballero de tercera clase de la Orden de Merlín, Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras y cinco veces ganador del Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista «Corazón de Bruja». Ron miró a Hermione con disgusto. —¿Duermes con esto debajo de la almohada? Pero Hermione no necesitó responder, porque la señora Pomfrey llegó con la medicina de la noche. —¿A que Lockhart es el tío más pelota que has conocido en tu vida? — dijo Ron a Harry al abandonar la enfermería y empezar a subir hacia la torre de Gryffindor. Snape les había mandado tantos deberes, que a Harry le parecía que no los terminaría antes de llegar al sexto curso. Precisamente Ron estaba diciendo que tenía que haber preguntado a Hermione cuántas colas de rata había que echar a una poción crecepelo, cuando llegó hasta sus oídos un arranque de cólera que provenía del piso superior. —Es Filch —susurró Harry, y subieron deprisa las escaleras y se detuvieron a escuchar donde no podía verlos. —Espero que no hayan atacado a nadie más —dijo Ron, alarmado. Se quedaron inmóviles, con la cabeza inclinada hacia la voz de Filch, que parecía completamente histérico. —… aún más trabajo para mí. ¡Fregar toda la noche, como si no tuviera otra cosa que hacer! No, ésta es la gota que colma el vaso, me voy a ver a Dumbledore. Sus pasos se fueron distanciando, y oyeron un portazo a lo lejos. Asomaron la cabeza por la esquina. Evidentemente, Filch había estado cubriendo su habitual puesto de vigía; se encontraban de nuevo en el punto en que habían atacado a la Señora Norris. Buscaron lo que había motivado los gritos de Filch. Un charco grande de agua cubría la mitad del corredor, y parecía que continuaba saliendo agua de debajo de la puerta de los aseos de Myrtle la Llorona. Ahora que los gritos de Filch habían cesado, podían oír los gemidos de Myrtle resonando a través de las paredes de los aseos. —¿Qué le pasará ahora? —preguntó Ron. —Vamos a ver —propuso Harry, y levantándose la túnica por encima de los tobillos, se metieron en el charco chapoteando, llegaron a la puerta que exhibía el letrero de «No funciona» y, haciendo caso omiso de la advertencia, como de costumbre, entraron. Myrtle la Llorona estaba llorando, si cabía, con más ganas y más sonoramente que nunca. Parecía estar metida en su retrete habitual. Los aseos estaban a oscuras, porque las velas se habían apagado con la enorme cantidad de agua que había dejado el suelo y las paredes empapados. —¿Qué pasa, Myrtle? —inquirió Harry. —¿Quién es? —preguntó Myrtle, con tristeza, como haciendo gorgoritos—. ¿Vienes a arrojarme alguna otra cosa? Harry fue hacia el retrete y le preguntó: —¿Por qué tendría que hacerlo? —No sé —gritó Myrtle, provocando al salir del retrete una nueva oleada de agua que cayó al suelo ya mojado—. Aquí estoy, intentando sobrellevar mis propios problemas, y todavía hay quien piensa que es divertido arrojarme un libro… —Pero si alguien te arroja algo, a ti no te puede doler —razonó Harry —. Quiero decir, que simplemente te atravesará, ¿no? Acababa de meter la pata. Myrtle se sintió ofendida y chilló: —¡Vamos a arrojarle libros a Myrtle, que no puede sentirlo! ¡Diez puntos al que se lo cuele por el estómago! ¡Cincuenta puntos al que le traspase la cabeza! ¡Bien, ja, ja, ja! ¡Qué juego tan divertido, pues para mí no lo es! —Pero ¿quién te lo arrojó? —le preguntó Harry. —No lo sé… Estaba sentada en el sifón, pensando en la muerte, y me dio en la cabeza —dijo Myrtle, mirándoles—. Está ahí, empapado. Harry y Ron miraron debajo del lavabo, donde señalaba Myrtle. Había allí un libro pequeño y delgado. Tenía las tapas muy gastadas, de color negro, y estaba tan humedecido como el resto de las cosas que había en los lavabos. Harry se acercó para cogerlo, pero Ron lo detuvo con el brazo. —¿Qué pasa? —preguntó Harry. —¿Estás loco? —dijo Ron—. Podría resultar peligroso. —¿Peligroso? —dijo Harry, riendo—. Venga, ¿cómo va a resultar peligroso? —Te sorprendería saber —dijo Ron, asustado, mirando el librito— que entre los libros que el Ministerio ha confiscado había uno que les quemó los ojos. Me lo ha dicho mi padre. Y todos los que han leído Sonetos del hechicero han hablado en cuartetos y tercetos el resto de su vida. ¡Y una bruja vieja de Bath tenía un libro que no se podía parar nunca de leer! Uno tenía que andar por todas partes con el libro delante, intentando hacer las cosas con una sola mano. Y… —Vale, ya lo he entendido —dijo Harry. El librito seguía en el suelo, empapado y misterioso—. Bueno, pero si no le echamos un vistazo, no lo averiguaremos —dijo y, esquivando a Ron, lo recogió del suelo. Harry vio al instante que se trataba de un diario, y la desvaída fecha de la cubierta le indicó que tenía cincuenta años de antigüedad. Lo abrió intrigado. En la primera página podía leerse, con tinta emborronada, «T.S. Ryddle». —Espera —dijo Ron, que se había acercado con cuidado y miraba por encima del hombro de Harry—, ese nombre me suena… T.S. Ryddle ganó un premio hace cincuenta años por Servicios Especiales al Colegio. —¿Y cómo sabes eso? —preguntó Harry sorprendido. —Lo sé porque Filch me hizo limpiar su placa unas cincuenta veces cuando nos castigaron —dijo Ron con resentimiento—. Precisamente fue encima de esta placa donde vomité una babosa. Si te hubieras pasado una hora limpiando un nombre, tú también te acordarías de él. Harry separó las páginas humedecidas. Estaban en blanco. No había en ellas el más leve resto de escritura, ni siquiera «cumpleaños de tía Mabel» o «dentista, a las tres y media». —No llegó a escribir nada —dijo Harry, decepcionado. —Me pregunto por qué querría alguien tirarlo al retrete —dijo Ron con curiosidad. Harry volvió a mirar las tapas del cuaderno y vio impreso el nombre de un quiosco de la calle Vauxhall, en Londres. —Debió de ser de familia muggle —dijo Harry, especulando—, ya que compró el diario en la calle Vauxhall… —Bueno, eso da igual —dijo Ron. Luego añadió en voz muy baja—. Cincuenta puntos si lo pasas por la nariz de Myrtle. Harry, sin embargo, se lo guardó en el bolsillo. Hermione salió de la enfermería, sin bigotes, sin cola y sin pelaje, a comienzos de febrero. La primera noche que pasó en la torre de Gryffindor, Harry le enseñó el diario de T.S. Ryddle y le contó la manera en que lo habían encontrado. —¡Aaah, podría tener poderes ocultos! —dijo con entusiasmo Hermione, cogiendo el diario y mirándolo de cerca. —Si los tiene, los oculta muy bien —repuso Ron—. A lo mejor es tímido. No sé por qué lo guardas, Harry. —Lo que me gustaría saber es por qué alguien intentó tirarlo —dijo Harry—. Y también me gustaría saber cómo consiguió Ryddle el Premio por Servicios Especiales. —Por cualquier cosa —dijo Ron—. A lo mejor acumuló treinta matrículas de honor en Brujería o salvó a un profesor de los tentáculos de un calamar gigante. Quizás asesinó a Myrtle, y todo el mundo lo consideró un gran servicio… Pero Harry estaba seguro, por la cara de interés que ponía Hermione, de que ella estaba pensando lo mismo que él. —¿Qué pasa? —dijo Ron, mirando a uno y a otro. —Bueno, la Cámara de los Secretos se abrió hace cincuenta años, ¿no? —explicó Harry—. Al menos, eso nos dijo Malfoy. —Sí… —admitió Ron. —Y este diario tiene cincuenta años —dijo Hermione, golpeándolo, emocionada, con el dedo. —¿Y? —Venga, Ron, despierta ya —dijo Hermione bruscamente—. Sabemos que la persona que abrió la cámara la última vez fue expulsada hace cincuenta años. Sabemos que a T.S. Ryddle le dieron un premio hace cincuenta años por Servicios Especiales al Colegio. Bueno, ¿y si a Ryddle le dieron el premio por atrapar al heredero de Slytherin? En su diario seguramente estará todo explicado: dónde está la cámara, cómo se abre y qué clase de criatura vive en ella. La persona que haya cometido las agresiones en esta ocasión no querría que el diario anduviera por ahí, ¿no? —Es una teoría brillante, Hermione —dijo Ron—, pero tiene un pequeño defecto: que no hay nada escrito en el diario. Pero Hermione sacó su varita mágica de la bolsa. —¡Podría ser tinta invisible! —susurró. Y dio tres golpecitos al cuaderno, diciendo: —¡Aparecium! Pero no ocurrió nada. Impertérrita, volvió a meter la mano en la bolsa y sacó lo que parecía una goma de borrar de color rojo. —Es un revelador, lo compré en el callejón Diagon —dijo ella. Frotó con fuerza donde ponía «1 de enero». Siguió sin pasar nada. —Ya te lo decía yo; no hay nada que encontrar aquí —dijo Ron—. Simplemente, a Ryddle le regalaron un diario por Navidad, pero no se molestó en rellenarlo. Harry no podría haber explicado, ni siquiera a sí mismo, por qué no tiraba a la basura el diario de Ryddle. El caso es que aunque sabía que el diario estaba en blanco, pasaba las páginas atrás y adelante, concentrado en ellas, como si contaran una historia que quisiera acabar de leer. Y, aunque estaba seguro de no haber oído antes el nombre de T.S. Ryddle, le parecía que ese nombre le decía algo, como si se tratara de un amigo olvidado de la más remota infancia. Pero era absurdo: no había tenido amigos antes de llegar a Hogwarts, Dudley se había encargado de eso. Sin embargo, Harry estaba determinado a averiguar algo más sobre Ryddle, así que al día siguiente, en el recreo, se dirigió a la sala de trofeos para examinar el premio especial de Ryddle, acompañado por una Hermione rebosante de interés y un Ron muy reticente, que les decía que había visto el premio lo suficiente para recordarlo toda la vida. La placa de oro bruñido de Ryddle estaba guardada en un armario esquinero. No decía nada de por qué se lo habían concedido. —Menos mal —dijo Ron—, porque si lo dijera, la placa sería más grande, y en el día de hoy aún no habría acabado de sacarle brillo. Sin embargo, encontraron el nombre de Ryddle en una vieja Medalla al Mérito Mágico y en una lista de antiguos alumnos que habían sido delegados. —Me recuerda a Percy —dijo Ron, arrugando con disgusto la nariz—: prefecto, delegado…, supongo que sería el primero de la clase. —Lo dices como si fuera algo vergonzoso —señaló Hermione, algo herida. El sol había vuelto a brillar débilmente sobre Hogwarts. Dentro del castillo, la gente parecía más optimista. No había vuelto a haber ataques después del cometido contra Justin y Nick Casi Decapitado, y a la señora Pomfrey le encantó anunciar que las mandrágoras se estaban volviendo taciturnas y reservadas, lo que quería decir que rápidamente dejarían atrás la infancia. Una tarde, Harry oyó que la señora Pomfrey decía a Filch amablemente: —Cuando se les haya ido el acné, estarán listas para volver a ser trasplantadas. Y entonces, las cortaremos y las coceremos inmediatamente. Dentro de poco tendrá a la Señora Norris con usted otra vez. Harry pensaba que tal vez el heredero de Slytherin se había acobardado. Cada vez debía de resultar más arriesgado abrir la Cámara de los Secretos, con el colegio tan alerta y todo el mundo tan receloso. Tal vez el monstruo, fuera lo que fuera, se disponía a hibernar durante otros cincuenta años. Ernie Macmillan, de Hufflepuff, no era tan optimista. Seguía convencido de que Harry era el culpable y que se había delatado en el club de duelo. Peeves no era precisamente una ayuda, pues iba por los abarrotados corredores saltando y cantando: «¡Oh, Potter, eres un zote, estás podrido…!», pero ahora además interpretando un baile al ritmo de la canción. Gilderoy Lockhart estaba convencido de que era él quien había puesto freno a los ataques. Harry le oyó exponerlo así ante la profesora McGonagall mientras los de Gryffindor marchaban en hilera hacia la clase de Transformaciones. —No creo que volvamos a tener problemas, Minerva —dijo, guiñando un ojo y dándose golpecitos en la nariz con el dedo, con aire de experto—. Creo que esta vez la cámara ha quedado bien cerrada. Los culpables se han dado cuenta de que en cualquier momento yo podía pillarlos y han sido lo bastante sensatos para detenerse ahora, antes de que cayera sobre ellos… Lo que ahora necesita el colegio es una inyección de moral, ¡para barrer los recuerdos del trimestre anterior! No te digo nada más, pero creo que sé qué es exactamente lo que… De nuevo se tocó la nariz en prueba de su buen olfato y se alejó con paso decidido. La idea que tenía Lockhart de una inyección de moral se hizo patente durante el desayuno del día 14 de febrero. Harry no había dormido mucho a causa del entrenamiento de quidditch de la noche anterior y llegó al Gran Comedor corriendo, algo retrasado. Pensó, por un momento, que se había equivocado de puerta. Las paredes estaban cubiertas de flores grandes de un rosa chillón. Y, aún peor, del techo de color azul pálido caían confetis en forma de corazones. Harry se fue a la mesa de Gryffindor, en la que estaban Ron, con aire asqueado, y Hermione, que se reía tontamente. —¿Qué ocurre? —les preguntó Harry, sentándose y quitándose de encima el confeti. Ron, que parecía estar demasiado enojado para hablar, señaló la mesa de los profesores. Lockhart, que llevaba una túnica de un vivo color rosa que combinaba con la decoración, reclamaba silencio con las manos. Los profesores que tenía a ambos lados lo miraban estupefactos. Desde su asiento, Harry pudo ver a la profesora McGonagall con un tic en la mejilla. Snape tenía el mismo aspecto que si se hubiera bebido un gran vaso de crecehuesos. —¡Feliz día de San Valentín! —gritó Lockhart—. ¡Y quiero también dar las gracias a las cuarenta y seis personas que me han enviado tarjetas! Sí, me he tomado la libertad de preparar esta pequeña sorpresa para todos vosotros… ¡y no acaba aquí la cosa! Lockhart dio una palmada, y por la puerta del vestíbulo entraron una docena de enanos de aspecto hosco. Pero no enanos así, tal cual; Lockhart les había puesto alas doradas y además llevaban arpas. —¡Mis amorosos cupidos portadores de tarjetas! —sonrió Lockhart—. ¡Durante todo el día de hoy recorrerán el colegio ofreciéndoos felicitaciones de San Valentín! ¡Y la diversión no acaba aquí! Estoy seguro de que mis colegas querrán compartir el espíritu de este día. ¿Por qué no pedís al profesor Snape que os enseñe a preparar un filtro amoroso? ¡Aunque el profesor Flitwick, el muy pícaro, sabe más sobre encantamientos de ese tipo que ningún otro mago que haya conocido! El profesor Flitwick se tapó la cara con las manos. Snape parecía dispuesto a envenenar a la primera persona que se atreviera a pedirle un filtro amoroso. —Por favor, Hermione, dime que no has sido una de las cuarenta y seis —le dijo Ron, cuando abandonaban el Gran Comedor para acudir a la primera clase. Pero a Hermione de repente le entró la urgencia de buscar el horario en la bolsa, y no respondió. Los enanos se pasaron el día interrumpiendo las clases para repartir tarjetas, ante la irritación de los profesores, y al final de la tarde, cuando los de Gryffindor subían hacia el aula de Encantamientos, uno de ellos alcanzó a Harry. —¡Eh, tú! ¡Harry Potter! —gritó un enano de aspecto particularmente malhumorado, abriéndose camino a codazos para llegar a donde estaba Harry. Ruborizándose al pensar que le iba a ofrecer una felicitación de San Valentín delante de una fila de alumnos de primero, entre los cuales estaba Ginny Weasley, Harry intentó escabullirse. El enano, sin embargo, se abrió camino a base de patadas en las espinillas y lo alcanzó antes de que diera dos pasos. —Tengo un mensaje musical para entregar a Harry Potter en persona — dijo, rasgando el arpa de manera pavorosa. —¡Aquí no! —dijo Harry enfadado, tratando de escapar. —¡Párate! —gruñó el enano, aferrando a Harry por la bolsa para detenerlo. —¡Suéltame! —gritó Harry, tirando fuerte. Tanto tiraron que la bolsa se partió en dos. Los libros, la varita mágica, el pergamino y la pluma se desparramaron por el suelo, y la botellita de tinta se rompió encima de todas las demás cosas. Harry intentó recogerlo todo antes de que el enano comenzara a cantar ocasionando un atasco en el corredor. —¿Qué pasa ahí? —Era la voz fría de Draco Malfoy, que hablaba arrastrando las palabras. Harry intentó febrilmente meterlo todo en la bolsa rota, desesperado por alejarse antes de que Malfoy pudiera oír su felicitación musical de San Valentín. —¿Por qué toda esta conmoción? —dijo otra voz familiar, la de Percy Weasley, que se acercaba. A la desesperada, Harry intentó escapar corriendo, pero el enano se le echó a las rodillas y lo derribó. —Bien —dijo, sentándose sobre los tobillos de Harry—, ésta es tu canción de San Valentín: Tiene los ojos verdes como un sapo en escabeche y el pelo negro como una pizarra cuando anochece. Quisiera que fuera mío, porque es glorioso, el héroe que venció al Señor Tenebroso. Harry habría dado todo el oro de Gringotts por desvanecerse en aquel momento. Intentando reírse con todos los demás, se levantó, con los pies entumecidos por el peso del enano, mientras Percy Weasley hacía lo que podía para dispersar al montón de chavales, algunos de los cuales estaban llorando de risa. —¡Fuera de aquí, fuera! La campana ha sonado hace cinco minutos, a clase todos ahora mismo —decía, empujando a algunos de los más pequeños—. Tú también, Malfoy. Harry vio que Malfoy se agachaba y cogía algo, y con una mirada burlona se lo enseñaba a Crabbe y Goyle. Harry comprendió que lo que había recogido era el diario de Ryddle. —¡Devuélveme eso! —le dijo Harry en voz baja. —¿Qué habrá escrito aquí Potter? —dijo Malfoy, que obviamente no había visto la fecha en la cubierta y pensaba que era el diario del propio Harry. Los espectadores se quedaron en silencio. Ginny miraba alternativamente a Harry y al diario, aterrorizada. —Devuélvelo, Malfoy —dijo Percy con severidad. —Cuando le haya echado un vistazo —dijo Malfoy, burlándose de Harry. Percy dijo: —Como prefecto del colegio… Pero Harry estaba fuera de sus casillas. Sacó su varita mágica y gritó: —¡Expelliarmus! Y tal como Snape había desarmado a Lockhart, así Malfoy vio que el diario se le escapaba de las manos y salía volando. Ron, sonriendo, lo atrapó. —¡Harry! —dijo Percy en voz alta—. No se puede hacer magia en los pasillos. ¡Tendré que informar de esto! Pero Harry no se preocupó. Le había ganado una a Malfoy, y eso bien valía cinco puntos de Gryffindor. Malfoy estaba furioso, y cuando Ginny pasó por su lado para entrar en el aula, le gritó despechado: —¡Me parece que a Potter no le gustó mucho tu felicitación de San Valentín! Ginny se tapó la cara con las manos y entró en clase corriendo. Dando un gruñido, Ron sacó también su varita mágica, pero Harry se la quitó de un tirón. Ron no tenía necesidad de pasarse la clase de Encantamientos vomitando babosas. Harry no se dio cuenta de que algo raro había ocurrido en el diario de Ryddle hasta que llegaron a la clase del profesor Flitwick. Todos los demás libros estaban empapados de tinta roja. El diario, sin embargo, estaba tan limpio como antes de que la botellita de tinta se hubiera roto. Intentó hacérselo ver a Ron, pero éste volvía a tener problemas con su varita mágica: de la punta salían pompas de color púrpura, y él no prestaba atención a nada más. Aquella noche, Harry fue el primero de su dormitorio en irse a dormir. En parte fue porque no creía poder soportar a Fred y George cantando: «Tiene los ojos verdes como un sapo en escabeche» una vez más, y en parte, porque quería examinar de nuevo el diario de Ryddle, y sabía que Ron opinaba que eso era una pérdida de tiempo. Se sentó en la cama y hojeó las páginas en blanco; ninguna tenía la más ligera mancha de tinta roja. Luego sacó una nueva botellita de tinta del cajón de la mesita, mojó en ella su pluma y dejó caer una gota en la primera página del diario. La tinta brilló intensamente sobre el papel durante un segundo y luego, como si la hubieran absorbido desde el interior de la página, se desvaneció. Emocionado, Harry mojó de nuevo la pluma y escribió: «Mi nombre es Harry Potter.» Las palabras brillaron un instante en la página y desaparecieron también sin dejar huella. Entonces ocurrió algo. Rezumando de la página, en la misma tinta que había utilizado él, aparecieron unas palabras que Harry no había escrito: «Hola, Harry Potter. Mi nombre es Tom Ryddle. ¿Cómo ha llegado a tus manos mi diario?» Estas palabras también se desvanecieron, pero no antes de que Harry comenzara de nuevo a escribir: «Alguien intentó tirarlo por el retrete.» Aguardó con impaciencia la respuesta de Ryddle. «Menos mal que registré mis memorias en algo más duradero que la tinta. Siempre supe que habría gente que no querría que mi diario fuera leído.» «¿Qué quieres decir?», escribió Harry, emborronando la página debido a los nervios. «Quiero decir que este diario da fe de cosas horribles; cosas que fueron ocultadas; cosas que sucedieron en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.» «Es donde estoy yo ahora», escribió Harry apresuradamente. «Estoy en Hogwarts, y también suceden cosas horribles. ¿Sabes algo sobre la Cámara de los Secretos?» El corazón le latía violentamente. La réplica de Ryddle no se hizo esperar, pero la letra se volvió menos clara, como si tuviera prisa por consignar todo cuanto sabía. «¡Por supuesto que sé algo sobre la Cámara de los Secretos! En mi época, nos decían que era sólo una leyenda, que no existía realmente. Pero no era cierto. Cuando yo estaba en quinto, la cámara se abrió y el monstruo atacó a varios estudiantes, y mató a uno. Yo atrapé a la persona que había abierto la cámara, y lo expulsaron. Pero el director, el profesor Dippet, avergonzado de que hubiera sucedido tal cosa en Hogwarts, me prohibió decir la verdad. Inventaron la historia de que la muchacha había muerto en un espantoso accidente. A mí me entregaron por mi actuación un trofeo muy bonito y muy brillante, con unas palabras grabadas, y me recomendaron que mantuviera la boca cerrada. Pero yo sabía que podía volver a ocurrir. El monstruo sobrevivió, y el que pudo liberarlo no fue encarcelado.» En su precipitación por escribir, Harry casi vuelca la botellita de la tinta. «Ha vuelto a suceder. Ha habido tres ataques y nadie parece saber quién está detrás. ¿Quién fue en aquella ocasión?» «Te lo puedo mostrar, si quieres», contestó Ryddle. «No necesitas leer mis palabras. Podrás ver dentro de mi memoria lo que ocurrió la noche en que lo capturé.» Harry dudó, y la pluma se detuvo encima del diario. ¿Qué quería decir Ryddle? ¿Cómo podía alguien introducirse en la memoria de otro? Miró asustado la puerta del dormitorio; iba oscureciendo. Cuando retornó la vista al diario, vio que aparecían unas palabras nuevas: «Deja que te lo enseñe.» Harry meditó durante una fracción de segundo, y luego escribió una sola palabra: «Vale.» Las páginas del diario comenzaron a pasar, como si estuviera soplando un fuerte viento, y se detuvieron a mediados del mes de junio. Con la boca abierta, Harry vio que el pequeño cuadrado asignado al día 13 de junio se convertía en algo parecido a una minúscula pantalla de televisión. Las manos le temblaban ligeramente. Levantó el cuaderno para acercar uno de sus ojos a la ventanita, y antes de que comprendiera lo que sucedía, se estaba inclinando hacia delante. La ventana se ensanchaba, y sintió que su cuerpo dejaba la cama y era absorbido por la abertura de la página en un remolino de colores y sombras. Notó que pisaba tierra firme y se quedó temblando, mientras las formas borrosas que lo rodeaban se iban definiendo rápidamente. Enseguida se dio cuenta de dónde estaba. Aquella sala circular con los retratos de gente dormida era el despacho de Dumbledore, pero no era Dumbledore quien estaba sentado detrás del escritorio. Un mago de aspecto delicado, con muchas arrugas y calvo, excepto por algunos pelos blancos, leía una carta a la luz de una vela. Harry no había visto nunca a aquel hombre. —Lo siento —dijo con voz trémula—. No quería molestarle… Pero el mago no levantó la vista. Siguió leyendo, frunciendo el entrecejo levemente. Harry se acercó más al escritorio y balbució: —¿Me-me voy? El mago siguió sin prestarle atención. Ni siquiera parecía que le hubiera oído. Pensando que tal vez estuviera sordo, Harry levantó la voz. —Lamento molestarle, me iré ahora mismo —dijo casi a gritos. Con un suspiro, el mago dobló la carta, se levantó, pasó por delante de Harry sin mirarlo y fue hasta la ventana a descorrer las cortinas. El cielo, al otro lado de la ventana, estaba de un color rojo rubí; parecía el atardecer. El mago volvió al escritorio, se sentó y, mirando a la puerta, se puso a juguetear con los pulgares. Harry contempló el despacho. No estaba Fawkes, el fénix, ni los artilugios metálicos que hacían ruiditos. Aquello era Hogwarts tal como debía ser en los tiempos de Ryddle, y aquel mago desconocido tenía que ser el director de entonces, no Dumbledore, y él, Harry, era una especie de fantasma, completamente invisible para la gente de hacía cincuenta años. Llamaron a la puerta. —Entre —dijo el viejo mago con una voz débil. Un muchacho de unos dieciséis años entró quitándose el sombrero puntiagudo. En el pecho le brillaba una insignia plateada de prefecto. Era mucho más alto que Harry pero tenía, como él, el pelo de un negro azabache. —Ah, Ryddle —dijo el director. —¿Quería verme, profesor Dippet? —preguntó Ryddle. Parecía azorado. —Siéntese —indicó Dippet—. Acabo de leer la carta que me envió. —¡Ah! —exclamó Ryddle, y se sentó, cogiéndose las manos fuertemente. —Muchacho —dijo Dippet con aire bondadoso—, me temo que no puedo permitirle quedarse en el colegio durante el verano. Supongo que querrá ir a casa para pasar las vacaciones… —No —respondió Ryddle enseguida—, preferiría quedarme en Hogwarts a regresar a ese…, a ese… —Según creo, pasa las vacaciones en un orfanato muggle, ¿verdad? — preguntó Dippet con curiosidad. —Sí, señor —respondió Ryddle, ruborizándose ligeramente. —¿Es usted de familia muggle? —A medias, señor —respondió Ryddle—. De padre muggle y de madre bruja. —¿Y tanto uno como otro están…? —Mi madre murió nada más nacer yo, señor. En el orfanato me dijeron que había vivido sólo lo suficiente para ponerme nombre: Tom por mi padre, y Sorvolo por mi abuelo. Dippet chasqueó la lengua en señal de compasión. —La cuestión es, Tom —suspiró—, que se podría haber hecho con usted una excepción, pero en las actuales circunstancias… —¿Se refiere a los ataques, señor? —dijo Ryddle, y a Harry el corazón le dio un brinco. Se acercó, porque no quería perderse ni una sílaba de lo que allí se dijera. —Exactamente —dijo el director—. Muchacho, tiene que darse cuenta de lo irresponsable que sería que yo le permitiera quedarse en el castillo al término del trimestre. Especialmente después de la tragedia…, la muerte de esa pobre muchacha… Usted estará muchísimo más seguro en el orfanato. De hecho, el Ministerio de Magia se está planteando cerrar el colegio. No creo que vayamos a poder localizar al…, descubrir el origen de todos estos sucesos tan desagradables… Ryddle abrió más los ojos. —Señor, si esa persona fuera capturada… Si todo terminara… —¿Qué quiere decir? —preguntó Dippet, soltando un gallo. Se incorporó en el asiento—. ¿Ryddle, sabe usted algo sobre esas agresiones? —No, señor —respondió Ryddle con presteza. Pero Harry estaba seguro de que aquel «no» era del mismo tipo que el que él mismo había dado a Dumbledore. Dippet volvió a hundirse en el asiento, ligeramente decepcionado. —Puede irse, Tom. Ryddle se levantó del asiento y salió de la habitación pisando fuerte. Harry fue tras él. Bajaron por la escalera de caracol que se movía sola, y salieron al corredor, que ya iba quedando en penumbra, junto a la gárgola. Ryddle se detuvo y Harry hizo lo mismo, mirándolo. Le pareció que Ryddle estaba concentrado: se mordía los labios y tenía la frente fruncida. Luego, como si hubiera tomado una decisión repentina, salió precipitadamente, y Harry lo siguió en silencio. No vieron a nadie hasta llegar al vestíbulo, cuando un mago de gran estatura, con el cabello largo y ondulado de color castaño rojizo y con barba, llamó a Ryddle desde la escalera de mármol. —¿Qué hace paseando por aquí tan tarde, Tom? Harry miró sorprendido al mago. No era otro que Dumbledore, con cincuenta años menos. —Tenía que ver al director, señor —respondió Ryddle. —Bien, pues váyase enseguida a la cama —le dijo Dumbledore, dirigiéndole a Ryddle la misma mirada penetrante que Harry conocía tan bien—. Es mejor no andar por los pasillos durante estos días, desde que… Suspiró hondo, dio las buenas noches a Ryddle y se marchó con paso decidido. Ryddle esperó que se fuera y a continuación, con rapidez, tomó el camino de las escaleras de piedra que bajaban a las mazmorras, seguido por Harry. Pero, para su decepción, Ryddle no lo condujo a un pasadizo oculto ni a un túnel secreto, sino a la misma mazmorra en que Snape les daba clase. Como las antorchas no estaban encendidas y Ryddle había cerrado casi completamente la puerta, lo único que Harry veía era a Ryddle, que, inmóvil tras la puerta, vigilaba el corredor que había al otro lado. A Harry le pareció que permanecían allí al menos una hora. Seguía viendo únicamente la figura de Ryddle en la puerta, mirando por la rendija, aguardando inmóvil. Y cuando Harry dejó de sentirse expectante y tenso, y empezaron a entrarle ganas de volver al presente, oyó que se movía algo al otro lado de la puerta. Alguien caminaba por el corredor sigilosamente. Quienquiera que fuese, pasó ante la mazmorra en la que estaban ocultos él y Ryddle. Éste, silencioso como una sombra, cruzó la puerta y lo siguió, con Harry detrás, que se ponía de puntillas, sin recordar que no le podían oír. Persiguieron los pasos del desconocido durante unos cinco minutos, cuando de improviso Ryddle se detuvo, inclinando la cabeza hacia el lugar del que provenían unos ruidos. Harry oyó el chirrido de una puerta y luego a alguien que hablaba en un ronco susurro. —Vamos…, te voy a sacar de aquí ahora…, a la caja… Algo le resultaba conocido en aquella voz. De repente, Ryddle dobló la esquina de un salto. Harry lo siguió y pudo ver la silueta de un muchacho alto como un gigante que estaba en cuclillas delante de una puerta abierta, junto a una caja muy grande. —Hola, Rubeus —dijo Ryddle con voz seria. El muchacho cerró la puerta de golpe y se levantó. —¿Qué haces aquí, Tom? Ryddle se le acercó. —Todo ha terminado —dijo—. Voy a tener que entregarte, Rubeus. Dicen que cerrarán Hogwarts si los ataques no cesan. —¿Que vas a…? —No creo que quisieras matar a nadie. Pero los monstruos no son buenas mascotas. Me imagino que lo dejaste salir para que le diera el aire y… —¡No ha matado a nadie! —interrumpió el muchachote, retrocediendo contra la puerta cerrada. Harry oía unos curiosos chasquidos y crujidos procedentes del otro lado de la puerta. —Vamos, Rubeus —dijo Ryddle, acercándose aún más—. Los padres de la chica muerta llegarán mañana. Lo menos que puede hacer Hogwarts es asegurarse de que lo que mató a su hija sea sacrificado… —¡No fue él! —gritó el muchacho. Su voz resonaba en el oscuro corredor—. ¡No sería capaz! ¡Nunca! —Hazte a un lado —dijo Ryddle, sacando su varita mágica. Su conjuro iluminó el corredor con un resplandor repentino. La puerta que había detrás del muchacho se abrió con tal fuerza que golpeó contra el muro que había enfrente. Por el hueco salió algo que hizo a Harry proferir un grito que nadie sino él pudo oír. Un cuerpo grande, peludo, casi a ras de suelo, y una maraña de patas negras, varios ojos resplandecientes y unas pinzas afiladas como navajas… Ryddle levantó de nuevo la varita, pero fue demasiado tarde. El monstruo lo derribó al escabullirse, enfilando a toda velocidad por el corredor y perdiéndose de vista. Ryddle se incorporó, buscando la varita. Consiguió cogerla, pero el muchachón se lanzó sobre él, se la arrancó de las manos y lo tiró de espaldas contra el suelo, al tiempo que gritaba: ¡NOOOOOOOO! Todo empezó a dar vueltas y la oscuridad se hizo completa. Harry sintió que caía y aterrizó de golpe con los brazos y las piernas extendidos sobre su cama en el dormitorio de Gryffindor, y con el diario de Ryddle abierto sobre el abdomen. Antes de que pudiera recuperar el aliento, se abrió la puerta del dormitorio y entró Ron. —¡Estás aquí! —dijo. Harry se sentó. Estaba sudoroso y temblaba. —¿Qué pasa? —dijo Ron, preocupado. —Fue Hagrid, Ron. Hagrid abrió la Cámara de los Secretos hace cincuenta años. CAPÍTULO 14 Cornelius Fudge H ARRY, Ron y Hermione siempre habían sabido que Hagrid sentía una desgraciada afición por las criaturas grandes y monstruosas. Durante el curso anterior en Hogwarts había intentado criar un dragón en su pequeña cabaña de madera, y pasaría mucho tiempo antes de que pudieran olvidar al perro gigante de tres cabezas al que había puesto por nombre Fluffy. Harry estaba seguro de que si, de niño, Hagrid se enteró de que había un monstruo oculto en algún lugar del castillo, hizo lo imposible por echarle un vistazo. Seguro que le parecía inhumano haber tenido encerrado al monstruo tanto tiempo y debía de pensar que el pobre tenía derecho a estirar un poco sus numerosas piernas. Podía imaginarse perfectamente a Hagrid, con trece años, intentando ponerle un collar y una correa. Pero también estaba seguro de que él nunca había tenido intención de matar a nadie. Harry casi habría preferido no haber averiguado el funcionamiento del diario de Ryddle. Ron y Hermione le pedían constantemente que les contase una y otra vez todo lo que había visto, hasta que se cansaba de tanto hablar y de las largas conversaciones que seguían a su relato y que no conducían a ninguna parte. —A lo mejor Ryddle se equivocó de culpable —decía Hermione—. A lo mejor el que atacaba a la gente era otro monstruo… —¿Cuántos monstruos crees que puede albergar este castillo? —le preguntó Ron, aburrido. —Ya sabíamos que a Hagrid lo habían expulsado —dijo Harry, apenado —. Y supongo que entonces los ataques cesaron. Si no hubiera sido así, a Ryddle no le habrían dado ningún premio. Ron intentó verlo de otro modo. —Ryddle me recuerda a Percy. Pero ¿por qué tuvo que delatar a Hagrid? —El monstruo había matado a una persona, Ron —contestó Hermione. —Y Ryddle habría tenido que volver al orfanato muggle si hubieran cerrado Hogwarts —dijo Harry—. No lo culpo por querer quedarse aquí. Ron se mordió un labio y luego vaciló al decir: —Tú te encontraste a Hagrid en el callejón Knockturn, ¿verdad, Harry? —Dijo que había ido a comprar un repelente contra las babosas carnívoras —dijo Harry con presteza. Se quedaron en silencio. Tras una pausa prolongada, Hermione tuvo una idea elemental. —¿Por qué no vamos y le preguntamos a Hagrid? —Sería una visita muy cortés —dijo Ron—. Hola, Hagrid, dinos, ¿has estado últimamente dejando en libertad por el castillo a una cosa furiosa y peluda? Al final, decidieron no decir nada a Hagrid si no había otro ataque, y como los días se sucedieron sin siquiera un susurro de la voz que no salía de ningún sitio, albergaban la esperanza de no tener que hablar con él sobre el motivo de su expulsión. Ya habían pasado casi cuatro meses desde que petrificaron a Justin y a Nick Casi Decapitado, y parecía que todo el mundo creía que el agresor, quienquiera que fuese, se había retirado, afortunadamente. Peeves se había cansado por fin de su canción ¡Oh, Potter, eres un zote!; Ernie Macmillan, un día, en la clase de Herbología, le pidió cortésmente a Harry que le pasara un cubo de hongos saltarines, y en marzo algunas mandrágoras montaron una escandalosa fiesta en el Invernadero 3. Esto puso muy contenta a la profesora Sprout. —En cuanto empiecen a querer cambiarse unas a las macetas de otras, sabremos que han alcanzado la madurez —dijo a Harry—. Entonces podremos revivir a esos pobrecillos de la enfermería. ••• Durante las vacaciones de Semana Santa, los de segundo tuvieron algo nuevo en que pensar. Había llegado el momento de elegir optativas para el curso siguiente, decisión que al menos Hermione se tomó muy en serio. —Podría afectar a todo nuestro futuro —dijo a Harry y Ron, mientras repasaban minuciosamente la lista de las nuevas materias, señalándolas. —Lo único que quiero es no tener Pociones —dijo Harry. —Imposible —dijo Ron con tristeza—. Seguiremos con todas las materias que tenemos ahora. Si no, yo me libraría de Defensa Contra las Artes Oscuras. —¡Pero si ésa es muy importante! —dijo Hermione, sorprendida. —No tal como la imparte Lockhart —repuso Ron—. Lo único que me ha enseñado es que no hay que dejar sueltos a los duendecillos. Neville Longbottom había recibido carta de todos los magos y brujas de su familia, y cada uno le aconsejaba materias distintas. Confundido y preocupado, se sentó a leer la lista de las materias y les preguntaba a todos si pensaban que Aritmancia era más difícil que Adivinación Antigua. Dean Thomas, que, como Harry, se había criado con muggles, terminó cerrando los ojos y apuntando a la lista con la varita mágica, y escogió las materias que había tocado al azar. Hermione no siguió el consejo de nadie y las escogió todas. Harry sonrió tristemente al imaginar lo que habrían dicho tío Vernon y tía Petunia si les consultara sobre su futuro de mago. Pero alguien lo ayudó: Percy Weasley se desvivía por hacerle partícipe de su experiencia. —Depende de adónde quieras llegar, Harry —le dijo—. Nunca es demasiado pronto para pensar en el futuro, así que yo te recomendaría Adivinación. La gente dice que los estudios muggles son la salida más fácil, pero personalmente creo que los magos deberíamos tener completos conocimientos de la comunidad no mágica, especialmente si queremos trabajar en estrecho contacto con ellos. Mira a mi padre, tiene que tratar todo el tiempo con muggles. A mi hermano Charlie siempre le gustó el trabajo al aire libre, así que escogió Cuidado de Criaturas Mágicas. Escoge aquello para lo que valgas, Harry. Pero lo único que a Harry le parecía que se le daba realmente bien era el quidditch. Terminó eligiendo las mismas optativas que Ron, pensando que si era muy malo en ellas, al menos contaría con alguien que podría ayudarle. A Gryffindor le tocaba jugar el siguiente partido de quidditch contra Hufflepuff. Wood los machacaba con entrenamientos en equipo cada noche después de cenar, de forma que Harry no tenía tiempo para nada más que para el quidditch y para hacer los deberes. Sin embargo, los entrenamientos iban mejor, y la noche anterior al partido del sábado se fue a la cama pensando que Gryffindor nunca había tenido más posibilidades de ganar la copa. Pero su alegría no duró mucho. Al final de las escaleras que conducían al dormitorio se encontró con Neville Longbottom, que lo miraba desesperado. —Harry, no sé quién lo hizo. Yo me lo encontré… Mirando a Harry aterrorizado, Neville abrió la puerta. El contenido del baúl de Harry estaba esparcido por todas partes. Su capa estaba en el suelo, rasgada. Le habían levantado las sábanas y las mantas de la cama, y habían sacado el cajón de la mesita y el contenido estaba desparramado sobre el colchón. Harry fue hacia la cama, pisando algunas páginas sueltas de Recorridos con los trols. No podía creer lo que había sucedido. En el momento en que Neville y él hacían la cama, entraron Ron, Dean y Seamus. Dean gritó: —¿Qué ha sucedido, Harry? —No tengo ni idea —contestó. Ron examinaba la túnica de Harry. Habían dado la vuelta a todos los bolsillos. —Alguien ha estado buscando algo —dijo Ron—. ¿Qué te falta? Harry empezó a coger sus cosas y a dejarlas en el baúl. Hasta que hubo separado el último libro de Lockhart, no se dio cuenta de qué era lo que faltaba. —Se han llevado el diario de Ryddle —dijo a Ron en voz baja. —¿Qué? Harry señaló con la cabeza hacia la puerta del dormitorio, y Ron lo siguió. Bajaron corriendo hasta la sala común de Gryffindor, que estaba medio vacía, y encontraron a Hermione, sentada, sola, leyendo un libro titulado La adivinación antigua al alcance de todos. A Hermione la noticia la dejó aterrorizada. —Pero… sólo puede haber sido alguien de Gryffindor. Nadie más conoce la contraseña. —En efecto —confirmó Harry. Despertaron al día siguiente con un sol intenso y una brisa ligera y refrescante. —¡Perfectas condiciones para jugar al quidditch! —dijo Wood emocionado a los de la mesa de Gryffindor, llevando los platos con los huevos revueltos—. ¡Harry, levanta el ánimo, necesitas un buen desayuno! Harry había estado observando la mesa abarrotada de Gryffindor, preguntándose si tendría delante de las narices al nuevo poseedor del diario de Ryddle. Hermione lo intentaba convencer de que notificara el robo, pero a Harry no le gustaba la idea. Tendría que contar todo lo referente al diario a algún profesor, ¿y cuánta gente sabía por qué habían expulsado a Hagrid hacía cincuenta años? No quería ser él quien lo sacara de nuevo a la luz. Al abandonar el Gran Comedor con Ron y Hermione para ir a recoger su equipo de quidditch, otro motivo de preocupación se añadió a la creciente lista de Harry. Acababa de poner los pies en la escalera de mármol cuando oyó de nuevo aquella voz: —Matar esta vez… Déjame desgarrar… Despedazar… Harry dio un grito, y Ron y Hermione se separaron de él asustados. —¡La voz! —dijo Harry, mirando a un lado—. Acabo de oírla de nuevo, ¿vosotros no? Ron, con los ojos muy abiertos, negó con la cabeza. Hermione, sin embargo, se llevó una mano a la frente. —¡Harry, creo que acabo de comprender algo! ¡Tengo que ir a la biblioteca! Y se fue corriendo por las escaleras. —¿Qué habrá comprendido? —dijo Harry distraídamente, mirando alrededor, intentando averiguar de dónde podía provenir la voz. —Muchas más cosas que yo —respondió Ron, negando con la cabeza. —Pero ¿por qué habrá tenido que irse a la biblioteca? —Porque eso es lo que Hermione hace siempre —contestó Ron, encogiéndose de hombros—. Cuando le entra alguna duda, ¡a la biblioteca! Harry se quedó indeciso, intentando volver a captar la voz, pero los alumnos empezaron a salir del Gran Comedor hablando alto, hacia la puerta principal. Iban al campo de quidditch. —Será mejor que te muevas —dijo Ron—. Son casi las once…, el partido. Harry subió a la carrera la torre de Gryffindor, cogió su Nimbus 2.000 y se mezcló con la gente que se dirigía hacia el campo de juego. Pero su mente se había quedado en el castillo, donde sonaba la voz que no salía de ningún sitio, y mientras se ponía su túnica de juego en los vestuarios, su único consuelo era saber que todos estaban allí para ver el partido. Los equipos saltaron al campo de juego en medio del clamor del público. Oliver Wood despegó para hacer un vuelo de calentamiento alrededor de los postes, y la señora Hooch sacó las bolas. Los de Hufflepuff, que jugaban de color amarillo canario, se habían reunido para repasar la táctica en el último minuto. Harry acababa de montarse en la escoba cuando la profesora McGonagall llegó corriendo al campo, llevando consigo un megáfono de color púrpura. —El partido acaba de ser suspendido —gritó por el megáfono la profesora, dirigiéndose al estadio abarrotado. Hubo gritos y silbidos. Oliver Wood, con aspecto desolado, aterrizó y fue corriendo a donde estaba la profesora McGonagall sin desmontar de la escoba. —¡Pero profesora! —gritó—. Tenemos que jugar… la Copa… Gryffindor… La profesora McGonagall no le hizo caso y continuó gritando por el megáfono: —Todos los estudiantes tienen que volver a sus respectivas salas comunes, donde les informarán los jefes de sus casas. ¡Id lo más deprisa que podáis, por favor! Luego bajó el megáfono e hizo una seña a Harry para que se acercara. —Potter, creo que será mejor que vengas conmigo. Preguntándose por qué sospecharía de él en aquella ocasión, Harry vio que Ron se separaba de la multitud descontenta y se unía a ellos corriendo para volver al castillo. Para sorpresa de Harry, la profesora McGonagall no se opuso. —Sí, quizá sea mejor que tú también vengas, Weasley. Algunos de los estudiantes que había a su alrededor rezongaban por la suspensión del partido y otros parecían preocupados. Harry y Ron siguieron a la profesora McGonagall y, al llegar al castillo, subieron con ella la escalera de mármol. Pero esta vez no se dirigían a ningún despacho. —Esto os resultará un poco sorprendente —dijo la profesora McGonagall con voz amable cuando se acercaban a la enfermería—. Ha habido otro ataque… Un ataque doble. A Harry le dio un brinco el corazón. La profesora McGonagall abrió la puerta y entraron en la enfermería. La señora Pomfrey atendía a una muchacha de sexto curso con el pelo largo y rizado. Harry reconoció en ella a la chica de Ravenclaw a la que por error habían preguntado cómo se iba a la sala común de Slytherin. Y en la cama de al lado estaba… —¡Hermione! —gimió Ron. Hermione yacía completamente inmóvil, con los ojos abiertos y vidriosos. —Las encontraron junto a la biblioteca —dijo la profesora McGonagall —. Supongo que no podéis explicarlo. Esto estaba en el suelo, junto a ellas… Levantó un pequeño espejo redondo. Harry y Ron negaron con la cabeza, mirando a Hermione. —Os acompañaré a la torre de Gryffindor —dijo con seriedad la profesora McGonagall—. De cualquier manera, tengo que hablar a los estudiantes. —Todos los alumnos estarán de vuelta en sus respectivas salas comunes a las seis en punto de la tarde. Ningún alumno podrá dejar los dormitorios después de esa hora. Un profesor os acompañará siempre al aula. Ningún alumno podrá entrar en los servicios sin ir acompañado por un profesor. Se posponen todos los partidos y entrenamientos de quidditch. No habrá más actividades extraescolares. Los alumnos de Gryffindor, que abarrotaban la sala común, escuchaban en silencio a la profesora McGonagall, quien al final enrolló el pergamino que había estado leyendo y dijo con la voz entrecortada por la impresión: —No necesito añadir que rara vez me he sentido tan consternada. Es probable que se cierre el colegio si no se captura al agresor. Si alguno de vosotros sabe de alguien que pueda tener una pista, le ruego que lo diga. La profesora salió por el agujero del retrato con cierta torpeza, e inmediatamente los alumnos de Gryffindor rompieron el silencio. —Han caído dos de Gryffindor, sin contar al fantasma, que también es de Gryffindor, uno de Ravenclaw y otro de Hufflepuff —dijo Lee Jordan, el amigo de los gemelos Weasley, contando con los dedos—. ¿No se ha dado cuenta ningún profesor de que los de Slytherin parecen estar a salvo? ¿No es evidente que todo esto proviene de Slytherin? El heredero de Slytherin, el monstruo de Slytherin… ¿Por qué no expulsan a todos los de Slytherin? —preguntó con fiereza. Hubo alumnos que asintieron y se oyeron algunos aplausos aislados. Percy Weasley estaba sentado en una silla, detrás de Lee, pero por una vez no parecía interesado en exponer sus puntos de vista. Estaba pálido y parecía ausente. —Percy está asustado —dijo George a Harry en voz baja—. Esa chica de Ravenclaw…, Penelope Clearwater…, es prefecta. Supongo que Percy creía que el monstruo no se atrevería a atacar a un prefecto. Pero Harry sólo escuchaba a medias. No parecía poder olvidar la imagen de Hermione, inmóvil sobre la cama de la enfermería, como esculpida en piedra. Y si no pillaban pronto al culpable, él tendría que pasar el resto de su vida con los Dursley. Tom Ryddle había delatado a Hagrid ante la perspectiva del orfanato muggle si se cerraba el colegio. Harry entendía perfectamente cómo se había sentido. —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ron a Harry al oído—. ¿Crees que sospechan de Hagrid? —Tenemos que ir a hablar con él —dijo Harry, decidido—. No creo que esta vez sea él, pero si fue el que lo liberó la última vez, también sabrá llegar hasta la Cámara de los Secretos, y algo es algo. —Pero McGonagall nos ha dicho que tenemos que permanecer en nuestras torres cuando no estemos en clase… —Creo —dijo Harry, en voz todavía más baja— que ha llegado ya el momento de volver a sacar la vieja capa de mi padre. Harry sólo había heredado una cosa de su padre: una capa larga y plateada para hacerse invisible. Era su única posibilidad para salir a hurtadillas del colegio y visitar a Hagrid sin que nadie se enterara. Fueron a la cama a la hora habitual, esperaron a que Neville, Dean y Seamus hubieran dejado de hablar sobre la Cámara de los Secretos y se durmieran, y entonces se levantaron, volvieron a vestirse y se cubrieron con la capa. El recorrido por los corredores oscuros del castillo no fue en absoluto agradable. Harry, que ya en ocasiones anteriores había caminado por allí de noche, no lo había visto nunca, después de la puesta del sol, tan lleno de gente: profesores, prefectos y fantasmas circulaban por los corredores en parejas, buscando cualquier detalle sospechoso. Como, a pesar de llevar la capa invisible, hacían el mismo ruido de siempre, hubo un instante especialmente tenso cuando Ron se dio un golpe en un dedo del pie, y estaban muy cerca del lugar en que Snape montaba guardia. Afortunadamente, Snape estornudó en el momento preciso en que Ron gritó. Cuando finalmente alcanzaron la puerta principal de roble y la abrieron con cuidado, suspiraron aliviados. Era una noche clara y estrellada. Avanzaron con rapidez guiándose por la luz de las ventanas de la cabaña de Hagrid, y no se desprendieron de la capa hasta que hubieron llegado ante la puerta. Unos segundos después de llamar, Hagrid les abrió. Les apuntaba con una ballesta, y Fang, el perro jabalinero, ladraba furiosamente detrás de él. —¡Ah! —dijo, bajando el arma y mirándolos—. ¿Qué hacéis aquí los dos? —¿Para qué es eso? —preguntó Harry, señalando la ballesta al entrar. —Nada, nada… —susurró Hagrid—. Estaba esperando… No importa… Sentaos, prepararé té. Parecía que apenas sabía lo que hacía. Casi apagó el fuego al derramar agua de la tetera metálica, y luego rompió la de cerámica de puros nervios al golpearla con la mano. —¿Estás bien, Hagrid? —dijo Harry—. ¿Has oído lo de Hermione? —¡Ah, sí, claro que lo he oído! —dijo Hagrid con la voz entrecortada. Miró por la ventana, nervioso. Les sirvió sendas jarritas llenas sólo de agua hirviendo (se le había olvidado poner las bolsitas de té). Cuando les estaba poniendo en un plato un trozo de pastel de frutas, aporrearon la puerta. Se le cayó el pastel. Harry y Ron intercambiaron miradas de pánico, se echaron encima la capa para hacerse invisibles y se retiraron a un rincón oculto. Tras asegurarse de que no se les veía, Hagrid cogió la ballesta y fue otra vez a abrir la puerta. —Buenas noches, Hagrid. Era Dumbledore. Entró, muy serio, seguido por otro individuo de aspecto muy raro. El desconocido era un hombre bajo y corpulento, con el pelo gris alborotado y expresión nerviosa. Llevaba una extraña combinación de ropas: traje de raya diplomática, corbata roja, capa negra larga y botas púrpura acabadas en punta. Sujetaba bajo el brazo un sombrero hongo verde lima. —¡Es el jefe de mi padre! —musitó Ron—. ¡Cornelius Fudge, el ministro de Magia! Harry dio un codazo a Ron para que se callara. Hagrid estaba pálido y sudoroso. Se dejó caer abatido en una de las sillas y miró a Dumbledore y luego a Cornelius Fudge. —¡Feo asunto, Hagrid! —dijo Fudge, telegráficamente—. Muy feo. He tenido que venir. Cuatro ataques contra hijos de muggles. El Ministerio tiene que intervenir. —Yo nunca… —dijo Hagrid, mirando implorante a Dumbledore—. Usted sabe que yo nunca, profesor Dumbledore, señor… —Quiero que quede claro, Cornelius, que Hagrid cuenta con mi plena confianza —dijo Dumbledore, mirando a Fudge con el entrecejo fruncido. —Mira, Albus —dijo Fudge, incómodo—. Hagrid tiene antecedentes. El Ministerio tiene que hacer algo… El consejo escolar se ha puesto en contacto… —Aun así, Cornelius, insisto en que echar a Hagrid no va a solucionar nada —dijo Dumbledore. Los ojos azules le brillaban de una manera que Harry no había visto nunca. —Míralo desde mi punto de vista —dijo Fudge, cogiendo el sombrero y haciéndolo girar entre las manos—. Me están presionando. Tengo que acreditar que hacemos algo. Si se demuestra que no fue Hagrid, regresará y no habrá más que decir. Pero tengo que llevármelo. Tengo que hacerlo. Si no, no estaría cumpliendo con mi deber… —¿Llevarme? —dijo Hagrid, temblando—. ¿Llevarme adónde? —Sólo por poco tiempo —dijo Fudge, evitando los ojos de Hagrid—. No se trata de un castigo, Hagrid, sino más bien de una precaución. Si atrapamos al culpable, a usted se le dejará salir con una disculpa en toda regla. —¿No será a Azkaban? —preguntó Hagrid con voz ronca. Antes de que Fudge pudiera responder, llamaron con fuerza a la puerta. Abrió Dumbledore. Ahora fue Harry quien recibió un codazo en las costillas, porque había dejado escapar un grito ahogado bien audible. El señor Lucius Malfoy entró en la cabaña de Hagrid con paso decidido, envuelto en una capa de viaje negra y con una gélida sonrisa de satisfacción. Fang se puso a aullar. —¡Ah, ya está aquí, Fudge! —dijo complacido al entrar—. Bien, bien… —¿Qué hace usted aquí? —le dijo Hagrid furioso—. ¡Salga de mi casa! —Créame, buen hombre, que no me produce ningún placer entrar en esta… ¿la ha llamado casa? —repuso Lucius Malfoy contemplando la cabaña con desprecio—. Simplemente, he ido al colegio y me han dicho que el director estaba aquí. —¿Y qué es lo que quiere de mí, exactamente, Lucius? —dijo Dumbledore. Hablaba cortésmente, pero aún tenía los ojos azules llenos de furia. —Es lamentable, Dumbledore —dijo perezosamente el señor Malfoy, sacando un rollo de pergamino—, pero el consejo escolar ha pensado que es hora de que usted abandone. Aquí traigo una orden de cese, y aquí están las doce firmas. Me temo que este asunto se le ha escapado de las manos. ¿Cuántos ataques ha habido ya? Otros dos esta tarde, ¿no es cierto? A este ritmo, no quedarán en Hogwarts alumnos de familia muggle, y todos sabemos el gran perjuicio que ello supondría para el colegio. —¿Qué? ¡Vaya, Lucius! —dijo Fudge, alarmado—, Dumbledore cesado… No, no…, lo último que querría, precisamente ahora… —El nombramiento y el cese del director son competencia del consejo escolar, Fudge —dijo con suavidad el señor Malfoy—. Y como Dumbledore no ha logrado detener las agresiones… —Pero, Lucius, si Dumbledore no ha logrado detenerlas —dijo Fudge, que tenía el labio superior empapado en sudor—, ¿quién va a poder? —Ya se verá —respondió el señor Malfoy con una desagradable sonrisa —. Pero como los doce hemos votado… Hagrid se levantó de un salto, y su enredada cabellera negra rozó el techo. —¿Y a cuántos ha tenido que amenazar y chantajear para que accedieran, eh, Malfoy? —preguntó. —Muchacho, muchacho, por Dios, este temperamento suyo le dará un disgusto un día de éstos —dijo Malfoy—. Me permito aconsejarle que no grite de esta manera a los carceleros de Azkaban. No creo que se lo tomen a bien. —¡Puede quitar a Dumbledore! —chilló Hagrid, y Fang, el perro jabalinero, se encogió y gimoteó en su cesta—. ¡Lléveselo, y los alumnos de familia muggle no tendrán ni una oportunidad! ¡Y habrá más asesinatos! —Cálmate, Hagrid —le dijo bruscamente Dumbledore. Luego se dirigió a Lucius Malfoy—. Si el consejo escolar quiere mi renuncia, Lucius, me iré. —Pero… —tartamudeó Fudge. —¡No! —gimió Hagrid. Dumbledore no había apartado sus vivos ojos azules de los ojos fríos y grises de Malfoy. —Sin embargo —dijo Dumbledore, hablando muy claro y despacio, para que todos entendieran cada una de sus palabras—, sólo abandonaré de verdad el colegio cuando no me quede nadie fiel. Y Hogwarts siempre ayudará al que lo pida. Durante un instante, Harry estuvo convencido de que Dumbledore les había guiñado un ojo, mirando hacia el rincón donde Ron y él estaban ocultos. —Admirables sentimientos —dijo Malfoy, haciendo una inclinación—. Todos echaremos de menos su personalísima forma de dirigir el centro, Albus, y sólo espero que su sucesor consiga evitar los… asesinatos. Se dirigió con paso decidido a la puerta de la cabaña, la abrió, saludó a Dumbledore con una inclinación y le indicó que saliera. Fudge esperaba, sin dejar de manosear su sombrero, a que Hagrid pasara delante, pero Hagrid no se movió, sino que respiró hondo y dijo pausadamente: —Si alguien quisiera desentrañar este embrollo, lo único que tendría que hacer es seguir a las arañas. Ellas lo conducirían. Eso es todo lo que tengo que decir. —Fudge lo miró extrañado—. De acuerdo, ya voy — añadió, poniéndose el abrigo de piel de topo. Cuando estaba a punto de seguir a Fudge por la puerta, se detuvo y dijo en voz alta—: Y alguien tendrá que darle de comer a Fang mientras estoy fuera. La puerta se cerró de un golpe y Ron se quitó la capa invisible. —En menudo embrollo estamos metidos —dijo con voz ronca—. Sin Dumbledore. Podrían cerrar el colegio esta misma noche. Sin él, habrá un ataque cada día. Fang se puso a aullar, arañando la puerta. CAPÍTULO 15 Aragog E verano estaba a punto de llegar a los campos que rodeaban el castillo. El cielo y el lago se volvieron del mismo azul claro y en los invernaderos brotaron flores como repollos. Pero sin poder ver a Hagrid desde las ventanas del castillo, cruzando el campo a grandes zancadas con Fang detrás, a Harry aquel paisaje no le gustaba; y lo mismo podía decirse del interior del castillo, donde las cosas iban de mal en peor. Harry y Ron habían intentado visitar a Hermione, pero incluso las visitas a la enfermería estaban prohibidas. —No podemos correr más riesgos —les dijo severamente la señora Pomfrey a través de la puerta entreabierta—. No, lo siento, hay demasiado peligro de que pueda volver el agresor para acabar con esta gente. Ahora que Dumbledore no estaba, el miedo se había extendido más aún, y el sol que calentaba los muros del castillo parecía detenerse en las ventanas con parteluz. Apenas se veía en el colegio un rostro que no L expresara tensión y preocupación, y si sonaba alguna risa en los corredores, parecía estridente y antinatural, y enseguida era reprimida. Harry se repetía constantemente las últimas palabras de Dumbledore: «Sólo abandonaré de verdad el colegio cuando no me quede nadie fiel. Y Hogwarts siempre ayudará al que lo pida.» Pero ¿con qué finalidad había dicho aquellas palabras? ¿A quién iban a pedir ayuda, cuando todo el mundo estaba tan confundido y asustado como ellos? La indicación de Hagrid sobre las arañas era bastante más fácil de comprender. El problema era que no parecía haber quedado en el castillo ni una sola araña a la que seguir. Harry las buscaba adondequiera que iba, y Ron lo ayudaba a regañadientes. Además se añadía la dificultad de que no les dejaban ir solos a ningún lado, sino que tenían que desplazarse siempre en grupo con los alumnos de Gryffindor. La mayoría de los estudiantes parecían agradecer que los profesores los acompañaran siempre de clase en clase, pero a Harry le resultaba muy fastidioso. Había una persona, sin embargo, que parecía disfrutar plenamente de aquella atmósfera de terror y recelo. Draco Malfoy se pavoneaba por el colegio como si acabaran de elegirlo delegado. Harry no comprendió por qué Malfoy se sentía tan a gusto hasta que, unos quince días después de que se hubieran ido Dumbledore y Hagrid, estando sentado detrás de él en clase de Pociones, le oyó regodearse de la situación ante Crabbe y Goyle: —Siempre pensé que mi padre sería el que echara a Dumbledore —dijo, sin preocuparse de hablar en voz baja—. Ya os dije que él opina que Dumbledore ha sido el peor director que ha tenido nunca el colegio. Quizá ahora tengamos un director decente, alguien que no quiera que se cierre la Cámara de los Secretos. McGonagall no durará mucho, sólo está de forma provisional… Snape pasó al lado de Harry sin hacer ningún comentario sobre el asiento y el caldero solitarios de Hermione. —Señor —dijo Malfoy en voz alta—, señor, ¿por qué no solicita usted el puesto de director? —Venga, venga, Malfoy —dijo Snape, aunque no pudo evitar sonreír con sus finos labios—. El profesor Dumbledore sólo ha sido suspendido de sus funciones por el consejo escolar. Me atrevería a decir que volverá a estar con nosotros muy pronto. —Ya —dijo Malfoy, con una sonrisa de complicidad—. Espero que mi padre le vote a usted, señor, si solicita el puesto. Le diré que usted es el mejor profesor del colegio, señor. Snape paseaba sonriente por la mazmorra, afortunadamente sin ver a Seamus Finnigan, que hacía como que vomitaba sobre el caldero. —Me sorprende que los sangre sucia no hayan hecho ya todos el equipaje —prosiguió Malfoy—. Apuesto cinco galeones a que el próximo muere. Qué pena que no sea Granger… La campana sonó en aquel momento, y fue una suerte, porque al oír las últimas palabras, Ron había saltado del asiento para abalanzarse sobre Malfoy, aunque con el barullo de recoger libros y bolsas, su intento pasó inadvertido. —Dejadme —protestó Ron cuando lo sujetaron entre Harry y Dean—. No me preocupa, no necesito mi varita mágica, lo voy a matar con las manos… —Daos prisa, he de llevaros a Herbología —les gritó Snape, y salieron en doble hilera, con Harry, Ron y Dean en la cola, el segundo intentando todavía liberarse. Sólo lo soltaron cuando Snape se quedó en la puerta del castillo y ellos continuaron por la huerta hacia los invernaderos. La clase de Herbología resultó triste, porque había dos alumnos menos: Justin y Hermione. La profesora Sprout los puso a todos a podar las higueras de Abisinia, que daban higos secos. Harry fue a tirar un brazado de tallos secos al montón del abono y se encontró de frente con Ernie Mcmillan. Ernie respiró hondo y dijo, muy formalmente: —Sólo quiero que sepas, Harry, que lamento haber sospechado de ti. Sé que nunca atacarías a Hermione Granger y te quiero pedir disculpas por todo lo que dije. Ahora estamos en el mismo barco y…, bueno… Avanzó una mano regordeta y Harry la estrechó. Ernie y su amiga Hannah se pusieron a trabajar en la misma higuera que Ron y Harry. —Ese tal Draco Malfoy —dijo Ernie, mientras cortaba las ramas secas — parece que se ha puesto muy contento con todo esto, ¿verdad? ¿Sabéis?, creo que él podría ser el heredero de Slytherin. —Esto demuestra que eres inteligente, Ernie —dijo Ron, que no parecía haber perdonado a Ernie tan fácilmente como Harry. —¿Crees que es Malfoy, Harry? —preguntó Ernie. —No —respondió Harry con tal firmeza que Ernie y Hannah se lo quedaron mirando. Un instante después, Harry vio algo y lo señaló dándole a Ron en la mano con sus tijeras de podar. —¡Ah! ¿Qué estás…? Harry señaló al suelo, a un metro de distancia. Varias arañas grandes correteaban por la tierra. —¡Anda! —dijo Ron, intentando, sin éxito, hacer como que se alegraba —. Pero no podemos seguirlas ahora… Ernie y Hannah escuchaban llenos de curiosidad. Harry contempló a las arañas que se alejaban. —Parece que se dirigen al bosque prohibido… Y a Ron aquello aún le hizo menos gracia. Al acabar la clase, la profesora Sprout acompañó a los alumnos al aula de Defensa Contra las Artes Oscuras. Harry y Ron se rezagaron un poco para hablar sin que los oyeran. —Tenemos que recurrir otra vez a la capa para hacernos invisibles — dijo Harry a Ron—. Podemos llevar con nosotros a Fang. Hagrid lo lleva con él al bosque, así que podría sernos de ayuda. —De acuerdo —dijo Ron, que movía su varita mágica nerviosamente entre los dedos—. Pero… ¿no hay…, no hay hombres lobo en el bosque? —añadió, mientras ocupaban sus puestos habituales al final del aula de Lockhart. Prefiriendo no responder a aquella pregunta, Harry dijo: —También hay allí cosas buenas. Los centauros son buenos, y los unicornios también. Ron no había estado nunca en el bosque prohibido. Harry había penetrado en él en una ocasión, y deseaba no tener que volver a hacerlo. Lockhart entró en el aula dando un salto, y la clase se lo quedó mirando. Todos los demás profesores del colegio parecían más serios de lo habitual, pero Lockhart estaba tan alegre como siempre. —¡Venga ya! —exclamó, sonriéndoles a todos—, ¿por qué ponéis esas caras tan largas? Los alumnos intercambiaron miradas de exasperación, pero no contestó nadie. —¿Es que no comprendéis —les decía Lockhart, hablándoles muy despacio, como si fueran tontos— que el peligro ya ha pasado? Se han llevado al culpable. —¿A quién dice? —preguntó Dean Thomas en voz alta. —Mi querido muchacho, el ministro de Magia no se habría llevado a Hagrid si no hubiera estado completamente seguro de que era el culpable — dijo Lockhart, en el tono que emplearía cualquiera para explicar que uno y uno son dos. —Ya lo creo que se lo llevaría —dijo Ron, alzando la voz más que Dean. —Me atrevería a suponer que sé más sobre el arresto de Hagrid que usted, señor Weasley —dijo Lockhart empleando un tono de satisfacción. Ron comenzó a decir que él no era de la misma opinión, pero se paró en mitad de la frase cuando Harry le arreó una patada por debajo del pupitre. —Nosotros no estábamos allí, ¿recuerdas? —le susurró Harry. Pero la desagradable alegría de Lockhart, las sospechas que siempre había tenido de que Hagrid no era bueno, su confianza en que todo el asunto ya había tocado a su fin, irritaron tanto a Harry, que sintió deseos de tirarle Una vuelta con los espíritus malignos a su cara de idiota. Pero en lugar de eso, se conformó con garabatearle a Ron una nota: «Lo haremos esta noche.» Ron leyó el mensaje, tragó saliva con esfuerzo y miró a su lado, al asiento habitualmente ocupado por Hermione. Entonces parecieron disiparse sus dudas, y asintió con la cabeza. Aquellos días, la sala común de Gryffindor estaba siempre abarrotada, porque a partir de las seis, los de Gryffindor no tenían otro lugar adonde ir. También tenían mucho de que hablar, así que la sala no se vaciaba hasta pasada la medianoche. Después de cenar, Harry sacó del baúl su capa para hacerse invisible y pasó la noche sentado encima de ella, esperando que la sala se despejara. Fred y George los retaron a jugar a los naipes explosivos y Ginny se sentó a contemplarlos, muy retraída y ocupando el asiento habitual de Hermione. Harry y Ron perdieron a propósito, intentando acabar pronto, pero incluso así, era bien pasada la medianoche cuando Fred, George y Ginny se marcharon por fin a la cama. Harry y Ron esperaron a oír cerrarse las puertas de los dos dormitorios antes de coger la capa, echársela encima y salir por el agujero del retrato. Este recorrido por el castillo también fue difícil, porque tenían que ir esquivando a los profesores. Al fin llegaron al vestíbulo, descorrieron el pasador de la puerta principal y se colaron por ella, intentando evitar que hiciera ruido, y salieron a los campos iluminados por la luz de la luna. —Naturalmente —dijo Ron de pronto, mientras cruzaban a grandes zancadas el negro césped—, cuando lleguemos al bosque podría ser que no tuviéramos nada que seguir. A lo mejor las arañas no iban en aquella dirección. Parecía que sí, pero… Su voz se fue apagando, pero conservaba un aire de esperanza. Llegaron a la cabaña de Hagrid, que parecía muy triste con sus ventanas tapadas. Cuando Harry abrió la puerta, Fang enloqueció de alegría al verlos. Temiendo que despertara a todo el castillo con sus potentes ladridos, se apresuraron a darle de comer caramelos de café con leche que había en una lata sobre la chimenea, de tal manera que consiguieron pegarle los dientes de arriba a los de abajo. Harry dejó la capa sobre la mesa de Hagrid. No la necesitarían en el bosque completamente oscuro. —Venga, Fang, vamos a dar una vuelta —le dijo Harry, dándole unas palmaditas en la pata, y Fang salió de la cabaña detrás de ellos, muy contento, fue corriendo hasta el bosque y levantó la pata al pie de un gran árbol. Harry sacó la varita, murmuró: «¡Lumos!», y en su extremo apareció una lucecita diminuta, suficiente para permitirles buscar indicios de las arañas por el camino. —Bien pensado —dijo Ron—. Yo haría lo mismo con la mía, pero ya sabes…, seguramente estallaría o algo parecido… Harry le puso una mano en el hombro y le señaló la hierba. Dos arañas solitarias huían de la luz de la varita para protegerse en la sombra de los árboles. —Vale —suspiró Ron, como resignándose a lo peor—. Estoy dispuesto. Vamos. De esta forma penetraron en el bosque, con Fang correteando a su lado, olfateando las hojas y las raíces de los árboles. A la luz de la varita mágica de Harry, siguieron la hilera ininterrumpida de arañas que circulaban por el camino. Caminaron unos veinte minutos, sin hablar, con el oído atento a otros ruidos que no fueran los de ramas al romperse o el susurro de las hojas. Más adelante, cuando el bosque se volvió tan espeso que ya no se veían las estrellas del cielo y la única luz provenía de la varita de Harry, vieron que las arañas se salían del camino. Harry se detuvo y miró hacia donde se dirigían las arañas, pero, fuera del pequeño círculo de luz de la varita, todo era oscuridad impenetrable. Nunca se había internado tanto en el bosque. Podía recordar vívidamente que Hagrid, una vez que había entrado con él, le advirtió que no se saliera del camino. Pero ahora Hagrid se hallaba a kilómetros de distancia, probablemente en una celda en Azkaban, y les había indicado que siguieran a las arañas. Harry notó en la mano el contacto de algo húmedo, dio un salto hacia atrás y pisó a Ron en el pie, pero sólo había sido el hocico de Fang. —¿Qué te parece? —preguntó Harry a Ron, de quien sólo veía los ojos, que reflejaban la luz de la varita mágica. —Ya que hemos llegado hasta aquí… —dijo Ron. De forma que siguieron a las arañas que se internaban en la espesura. No podían avanzar muy rápido, porque había tocones y raíces de árboles en su ruta, apenas visibles en la oscuridad. Harry notaba en la mano el cálido aliento de Fang. Tuvieron que detenerse más de una vez para que, en cuclillas, a la luz de la varita, Harry pudiera volver a encontrar el rastro de las arañas. Caminaron durante una media hora por lo menos. Las túnicas se les enganchaban en las ramas bajas y en las zarzas. Al cabo de un rato notaron que el terreno descendía, aunque el bosque seguía igual de espeso. De repente, Fang dejó escapar un ladrido potente, resonante, dándoles un susto tremendo. —¿Qué pasa? —preguntó Ron en voz alta, mirando en la oscuridad y agarrándose con fuerza al hombro de Harry. —Algo se mueve por ahí —musitó Harry—. Escucha… Parece de gran tamaño. Escucharon. A cierta distancia, a su derecha, aquella cosa de gran tamaño se abría camino entre los árboles quebrando las ramas a su paso. —¡Ah, no! —exclamó Ron—, ¡ah, no, no, no…! —Calla —dijo Harry, desesperado—. Te oirá. —¿Oírme? —dijo Ron en un tono elevado y poco natural—. Pero ¡si ya ha oído a Fang! La oscuridad parecía presionarles los ojos mientras aguardaban aterrorizados. Oyeron un extraño ruido sordo, y luego, silencio. —¿Qué crees que está haciendo? —preguntó Harry. —Seguramente, se está preparando para saltar —contestó Ron. Aguardaron, temblando, sin atreverse apenas a moverse. —¿Crees que se ha ido? —susurró Harry. —No sé… Entonces vieron a su derecha un resplandor que brilló tanto en la oscuridad que los dos tuvieron que protegerse los ojos con las manos. Fang soltó un aullido y echó a correr, pero se enredó en unos espinos y volvió a aullar aún más fuerte. —¡Harry! —gritó Ron, tan aliviado que la voz apenas le salía—. ¡Harry, es nuestro coche! —¿Qué? —¡Vamos! Harry siguió a Ron en dirección a la luz, dando tumbos y traspiés, y al cabo de un instante salieron a un claro. El coche del padre de Ron estaba abandonado en medio de un círculo de gruesos árboles y bajo un espeso tejido de ramas, con los faros encendidos. Ron caminó hacia él, boquiabierto, y el coche se le acercó despacio, como si fuera un perro que saludase a su amo. Un perro de color turquesa. —¡Ha estado aquí todo el tiempo! —dijo Ron emocionado, contemplando el coche—. Míralo: el bosque lo ha vuelto salvaje… Los guardabarros del coche estaban arañados y embadurnados de barro. Daba la impresión de que el coche había conseguido llegar hasta allí él solo. A Fang no parecía hacerle ninguna gracia, y se mantenía pegado a Harry, temblando. Mientras su respiración se acompasaba, guardó la varita bajo la túnica. —¡Y creíamos que era un monstruo que nos iba a atacar! —dijo Ron, inclinándose sobre el coche y dándole unas palmadas—. ¡Me preguntaba adónde habría ido! Harry aguzó la vista en busca de arañas en el suelo iluminado, pero todas habían huido de la luz de los faros. —Hemos perdido el rastro —dijo—. Tendremos que buscarlo de nuevo. Ron no habló ni se movió. Tenía los ojos clavados en un punto que se hallaba a unos tres metros del suelo, justo detrás de Harry. Estaba pálido de terror. Harry ni siquiera tuvo tiempo de volverse. Se oyó un fuerte chasquido, y de repente sintió que algo largo y peludo lo agarraba por la cintura y lo levantaba en el aire, de cara al suelo. Mientras forcejeaba, aterrorizado, oyó más chasquidos, y vio que las piernas de Ron se despegaban del suelo, y oyó a Fang aullar y gimotear… y sintió que lo arrastraban por entre los negros árboles. Levantando como pudo la cabeza, Harry vio que la bestia que lo sujetaba caminaba sobre seis patas inmensamente largas y peludas, y que encima de las dos delanteras que lo aferraban, tenía unas pinzas también negras. Tras él podía oír a otro animal similar, que sin duda era el que había cogido a Ron. Se encaminaban hacia el corazón del bosque. Harry pudo ver a Fang que forcejeaba intentando liberarse de un tercer monstruo, aullando con fuerza, pero Harry no habría podido gritar aunque hubiera querido: parecía como si la voz se le hubiese quedado junto al coche, en el claro. Nunca supo cuánto tiempo pasó en las garras del animal, sólo que de repente hubo la suficiente claridad para ver que el suelo, antes cubierto de hojas, estaba infestado de arañas. Estaban en el borde de una vasta hondonada en la que los árboles habían sido talados y las estrellas brillaban iluminando el paisaje más terrorífico que se pueda imaginar. Arañas. No arañas diminutas como aquellas a las que habían seguido por el camino de hojarasca, sino arañas del tamaño de caballos, con ocho ojos y ocho patas negras, peludas y gigantescas. El ejemplar que transportaba a Harry se abría camino, bajando por la brusca pendiente, hacia una telaraña nebulosa en forma de cúpula que había en el centro de la hondonada, mientras sus compañeras se acercaban por todas partes chasqueando sus pinzas, emocionadas a la vista de su presa. La araña soltó a Harry, y éste cayó al suelo de cuatro patas. A su lado, con un ruido sordo, cayeron Ron y Fang. El perro ya no aullaba; se quedó encogido y en silencio en el mismo punto en que había caído. Ron parecía encontrarse tan mal como Harry había supuesto. Su boca se había alargado en una especie de grito mudo y los ojos se le salían de las órbitas. De pronto Harry se dio cuenta de que la araña que lo había dejado caer estaba hablando. No era fácil darse cuenta de ello, porque chascaba sus pinzas a cada palabra que decía. —¡Aragog! —llamaba—, ¡Aragog! Y del medio de la gran tela de araña salió, muy despacio, una araña del tamaño de un elefante pequeño. El negro de su cuerpo y sus piernas estaba manchado de gris, y los ocho ojos que tenía en su cabeza horrenda y llena de pinzas eran de un blanco lechoso. Era ciega. —¿Qué hay? —dijo, chascando muy deprisa sus pinzas. —Hombres —dijo la araña que había llevado a Harry. —¿Es Hagrid? —Aragog se acercó, moviendo vagamente sus múltiples ojos lechosos. —Desconocidos —respondió la araña que había llevado a Ron. —Matadlos —ordenó Aragog con fastidio—. Estaba durmiendo… —Somos amigos de Hagrid —gritó Harry. Sentía como si el corazón se le hubiera escapado del pecho y estuviera retumbando en su garganta. —Clic, clic, clic —hicieron las pinzas de todas las arañas en la hondonada. Aragog se detuvo. —Hagrid nunca ha enviado hombres a nuestra hondonada —dijo despacio. —Hagrid está metido en un grave problema —dijo Harry, respirando muy deprisa—. Por eso hemos venido nosotros. —¿En un grave problema? —dijo la vieja araña, en un tono que a Harry se le antojó de preocupación—. Pero ¿por qué os ha enviado? Harry quiso levantarse, pero decidió no hacerlo; no creía que las piernas lo pudieran sostener. Así que habló desde el suelo, lo más tranquilamente que pudo. —En el colegio piensan que Hagrid se ha metido en… en… algo con los estudiantes. Se lo han llevado a Azkaban. Aragog chascó sus pinzas enojado, y el resto de las arañas de la hondonada hizo lo mismo: era como si aplaudiesen, sólo que los aplausos no solían aterrorizar a Harry. —Pero aquello fue hace años —dijo Aragog con fastidio—. Hace un montón de años. Lo recuerdo bien. Por eso lo echaron del colegio. Creyeron que yo era el monstruo que vivía en lo que ellos llaman la Cámara de los Secretos. Creyeron que Hagrid había abierto la cámara y me había liberado. —Y tú… ¿tú no saliste de la Cámara de los Secretos? —dijo Harry, notando un sudor frío en la frente. —¡Yo! —dijo Aragog, chascando de enfado—. Yo no nací en el castillo. Vine de una tierra lejana. Un viajero me regaló a Hagrid cuando yo estaba en el huevo. Hagrid sólo era un niño, pero me cuidó, me escondió en un armario del castillo, me alimentó con sobras de la mesa. Hagrid es un gran amigo mío, y un gran hombre. Cuando me descubrieron y me culparon de la muerte de una muchacha, él me protegió. Desde entonces, he vivido siempre en el bosque, donde Hagrid aún viene a verme. Hasta me encontró una esposa, Mosag, y ya veis cómo ha crecido mi familia, gracias a la bondad de Hagrid… Harry reunió todo el valor que le quedaba. —¿Así que tú nunca… nunca atacaste a nadie? —Nunca —dijo la vieja araña con voz ronca—. Mi instinto me habría empujado a ello, pero, por consideración a Hagrid, nunca hice daño a un ser humano. El cuerpo de la muchacha asesinada fue descubierto en los aseos. Yo nunca vi nada del castillo salvo el armario en que crecí. A nuestra especie le gusta la oscuridad y el silencio. —Pero entonces… ¿sabes qué es lo que mató a la chica? —preguntó Harry—. Porque, sea lo que sea, ha vuelto a atacar a la gente… Los chasquidos y el ruido de muchas patas que se movían de enojo ahogaron sus palabras. Al mismo tiempo, grandes figuras negras parecían crecer a su alrededor. —Lo que habita en el castillo —dijo Aragog— es una antigua criatura a la que las arañas tememos más que a ninguna otra cosa. Recuerdo bien que le rogué a Hagrid que me dejara marchar cuando me di cuenta de que la bestia rondaba por el castillo. —¿Qué es? —dijo Harry enseguida. Las pinzas chascaron más fuerte. Parecía que las arañas se acercaban. —¡No hablamos de eso! —dijo con furia Aragog—. ¡No lo nombramos! Ni siquiera a Hagrid le dije nunca el nombre de esa horrible criatura, aunque me preguntó varias veces. Harry no quiso insistir, y menos con las arañas que se acercaban cada vez más por todos lados. Aragog parecía cansada de hablar. Iba retrocediendo despacio hacia su tela, pero las demás arañas seguían acercándose, poco a poco, a Harry y Ron. —En ese caso, ya nos vamos —dijo Harry desesperadamente a Aragog, al oír los crujidos muy cerca. —¿Iros? —dijo Aragog despacio—. Creo que no… —Pero, pero… —Mis hijos e hijas no hacen daño a Hagrid, ésa es mi orden. Pero no puedo negarles un poco de carne fresca cuando se nos pone delante voluntariamente. Adiós, amigo de Hagrid. Harry miró a todos lados. A muy poca distancia, mucho más alto que él, había un frente de arañas, como un muro macizo, chascando sus pinzas y con sus múltiples ojos brillando en las horribles cabezas negras. Al coger su varita, Harry sabía que no le iba a servir, que había demasiadas arañas, pero estaba decidido a hacerles frente, dispuesto a morir luchando. Pero en aquel instante se oyó un ruido fuerte, y un destello de luz iluminó la hondonada. El coche del padre de Ron rugía bajando la hondonada, con los faros encendidos, tocando la bocina, apartando a las arañas al chocar con ellas. Algunas caían del revés y se quedaban agitando sus largas patas en el aire. El coche se detuvo con un chirrido delante de Harry y Ron, y abrió las puertas. —¡Coge a Fang! —gritó Harry, metiéndose por la puerta delantera. Ron cogió al perro, que no paraba de aullar, por la barriga y lo metió en los asientos de atrás. Las puertas se cerraron de un portazo. Ni Ron puso el pie en el acelerador ni falta que hizo. El motor dio un rugido, y el coche salió atropellando arañas. Subieron la cuesta a toda velocidad, salieron de la hondonada y enseguida se internaron en el bosque chocando contra todo lo que se les ponía por delante, con las ramas golpeando las ventanillas, mientras el coche se abría camino hábilmente a través de los espacios más amplios, siguiendo un camino que obviamente conocía. Harry miró a Ron. En la boca aún conservaba la mueca del grito mudo, pero sus ojos ya no estaban desorbitados. —¿Estás bien? Ron miraba fijamente hacia delante, incapaz de hablar. Se abrieron camino a través de la maleza, con Fang aullando sonoramente en el asiento de atrás. Harry vio cómo al rozar un árbol arrancaba de cuajo el retrovisor exterior. Después de diez minutos de ruido y tambaleo, el bosque se aclaró y Harry vio de nuevo algunos trozos de cielo. El coche frenó tan bruscamente que casi salen por el parabrisas. Habían llegado al final del bosque. Fang se abalanzó contra la ventanilla en su impaciencia por salir, y cuando Harry le abrió la puerta, corrió por entre los árboles, con la cola entre las piernas, hasta la cabaña de Hagrid. Harry también salió y, al cabo de un rato, Ron lo siguió, recuperado ya el movimiento en sus miembros, pero aún con el cuello rígido y los ojos fijos. Harry dio al coche una palmada de agradecimiento, y éste volvió a internarse en el bosque y desapareció de la vista. Harry entró en la cabaña de Hagrid a recoger la capa invisible. Fang se había acurrucado en su cesta, temblando debajo de la manta. Cuando Harry volvió a salir, vio a Ron vomitando en el bancal de las calabazas. —Seguid a las arañas —dijo Ron sin fuerzas, limpiándose la boca con la manga—. Nunca perdonaré a Hagrid. Estamos vivos de milagro. —Apuesto a que no pensaba que Aragog pudiera hacer daño a sus amigos —dijo Harry. —¡Ése es exactamente el problema de Hagrid! —dijo Ron, aporreando la pared de la cabaña—. ¡Siempre se cree que los monstruos no son tan malos como parecen, y mira adónde lo ha llevado esa creencia: a una celda en Azkaban! —No podía dejar de temblar—. ¿Qué pretendía enviándonos allá? Me gustaría saber qué es lo que hemos averiguado. —Que Hagrid no abrió nunca la Cámara de los Secretos —contestó Harry, echando la capa sobre Ron y empujándole por el brazo para hacerle andar—. Es inocente. Ron dio un fuerte resoplido. Evidentemente, criar a Aragog en un armario no era su idea de la inocencia. Al aproximarse al castillo, Harry enderezó la capa para asegurarse de que no se les veían los pies, luego empujó despacio la puerta principal, para que no chirriara, sólo hasta dejarla entreabierta. Cruzaron con cuidado el vestíbulo y subieron la escalera de mármol, conteniendo la respiración al encontrarse con los centinelas que vigilaban los corredores. Por fin llegaron a la sala común de Gryffindor, donde el fuego se había convertido en cenizas y unas pocas brasas. Al hallarse en lugar seguro, se desprendieron de la capa y ascendieron por la escalera circular hasta el dormitorio. Ron cayó en la cama sin preocuparse de desvestirse. Harry, por el contrario, no tenía mucho sueño. Se sentó en el borde de la cama, pensando en todo lo que había dicho Aragog. La criatura que merodeaba por algún lugar del castillo, pensó, se parecía a Voldemort, incluso en el hecho de que otros monstruos no quisieran mencionar su nombre. Pero Ron y él no se encontraban más cerca de averiguar qué era aquello ni cómo había petrificado a sus víctimas. Ni siquiera Hagrid había sabido nunca qué se escondía en la cámara de los Secretos. Harry subió las piernas a la cama y se reclinó contra las almohadas, contemplando la luna que destellaba para él a través de la ventana de la torre. No comprendía qué otra cosa podía hacer. Nada de lo que habían intentado hasta el momento les había llevado a ninguna parte. Ryddle había atrapado al que no era, el heredero de Slytherin había escapado y nadie sabía si sería o no la misma persona que había vuelto a abrir la cámara. No quedaba nadie a quien preguntar. Harry se tumbó, sin dejar de pensar en lo que había dicho Aragog. Estaba adormeciéndose cuando se le ocurrió algo que podía ser su última esperanza, y se incorporó de repente. —Ron —susurró en la oscuridad—, ¡Ron! Ron despertó con un aullido como los de Fang, abrió unos ojos desorbitados y miró a Harry. —Ron: la chica que murió. Aragog dijo que fue hallada en unos aseos —dijo Harry, sin hacer caso de los ronquidos de Neville que venían del rincón—. ¿Y si no hubiera abandonado nunca los aseos? ¿Y si todavía estuviera allí? Bajo la luz de la luna, Ron se frotó los ojos y arrugó la frente. Y entonces comprendió. —¿No pensarás… en Myrtle la Llorona? CAPÍTULO 16 La Cámara de los Secretos C la cantidad de veces que hemos estado cerca de ella en los aseos — dijo Ron con amargura durante el desayuno del día siguiente—, y no se nos ocurrió preguntarle, y ahora ya ves… La aventura de seguir a las arañas había sido muy dura. Pero ahora, burlar a los profesores para poder meterse en un lavabo de chicas, pero no uno cualquiera, sino el que estaba junto al lugar en que había ocurrido el primer ataque, les parecía prácticamente imposible. En la primera clase que tuvieron, Transformaciones, sin embargo, sucedió algo que por primera vez en varias semanas les hizo olvidar la Cámara de los Secretos. A los diez minutos de empezada la clase, la profesora McGonagall les dijo que los exámenes comenzarían el 1 de junio, y sólo faltaba una semana. —¿Exámenes? —aulló Seamus Finnigan—. ¿Vamos a tener exámenes a pesar de todo? Sonó un fuerte golpe detrás de Harry. A Neville Longbottom se le había caído la varita mágica, haciendo desaparecer una de las patas del pupitre. La profesora McGonagall volvió a hacerla aparecer con un movimiento de su varita y se volvió hacia Seamus con el entrecejo fruncido. ON —El único propósito de mantener el colegio en funcionamiento en estas circunstancias es el de daros una educación —dijo con severidad—. Los exámenes, por lo tanto, tendrán lugar como de costumbre, y confío en que estéis todos estudiando duro. ¡Estudiando duro! Nunca se le ocurrió a Harry que pudiera haber exámenes con el castillo en aquel estado. Se oyeron murmullos de disconformidad en toda el aula, lo que provocó que la profesora McGonagall frunciera el entrecejo aún más. —Las instrucciones del profesor Dumbledore fueron que el colegio prosiguiera su marcha con toda la normalidad posible —dijo ella—. Y eso, no necesito explicarlo, incluye comprobar cuánto habéis aprendido este curso. Harry contempló el par de conejos blancos que tenía que convertir en zapatillas. ¿Qué había aprendido durante aquel curso? No le venía a la cabeza ni una sola cosa que pudiera resultar útil en un examen. En cuanto a Ron, parecía como si le acabaran de decir que tenía que irse a vivir al bosque prohibido. —¿Te parece que puedo hacer los exámenes con esto? —preguntó a Harry, levantando su varita, que se había puesto a pitar. Tres días antes del primer examen, durante el desayuno, la profesora McGonagall hizo otro anuncio a la clase. —Tengo buenas noticias —dijo, y el Gran Comedor, en lugar de quedar en silencio, estalló en alborozo. —¡Vuelve Dumbledore! —dijeron varios, entusiasmados. —¡Han atrapado al heredero de Slytherin! —gritó una chica desde la mesa de Ravenclaw. —¡Vuelven los partidos de quidditch! —rugió Wood emocionado. Cuando se calmó el alboroto, dijo la profesora McGonagall: —La profesora Sprout me ha informado de que las mandrágoras ya están listas para ser cortadas. Esta noche podremos revivir a las personas petrificadas. Creo que no hace falta recordaros que alguno de ellos quizá pueda decirnos quién, o qué, los atacó. Tengo la esperanza de que este horroroso curso acabe con la captura del culpable. Hubo una explosión de alegría. Harry miró a la mesa de Slytherin y no le sorprendió ver que Draco Malfoy no participaba de ella. Ron, sin embargo, parecía más feliz que en ningún otro momento de los últimos días. —¡Siendo así, no tendremos que preguntarle a Myrtle! —dijo a Harry —. ¡Hermione tendrá la respuesta cuando la despierten! Aunque se volverá loca cuando se entere de que sólo quedan tres días para el comienzo de los exámenes. No ha podido estudiar. Sería más amable por nuestra parte dejarla como está hasta que hubieran terminado. En aquel mismo instante, Ginny Weasley se acercó y se sentó junto a Ron. Parecía tensa y nerviosa, y Harry vio que se retorcía las manos en el regazo. —¿Qué pasa? —le preguntó Ron, sirviéndose más gachas de avena. Ginny no dijo nada, pero miró la mesa de Gryffindor de un lado a otro con una expresión asustada que a Harry le recordaba a alguien, aunque no sabía a quién. —Suéltalo ya —le dijo Ron, mirándola. Harry comprendió entonces a quién le recordaba Ginny. Se balanceaba ligeramente hacia atrás y hacia delante en la silla, exactamente igual que lo hacía Dobby cuando estaba a punto de revelar información prohibida. —Tengo algo que deciros —masculló Ginny, evitando mirar directamente a Harry. —¿Qué es? —preguntó Harry. Parecía como si Ginny no pudiera encontrar las palabras adecuadas. —¿Qué? —apremió Ron. Ginny abrió la boca, pero no salió de ella ningún sonido. Harry se inclinó hacia delante y habló en voz baja, para que sólo le pudieran oír Ron y Ginny. —¿Tiene que ver con la Cámara de los Secretos? ¿Has visto algo o a alguien haciendo cosas sospechosas? Ginny cogió aire, y en aquel preciso momento apareció Percy Weasley, pálido y fatigado. —Si has acabado de comer, me sentaré en tu sitio, Ginny. Estoy muerto de hambre. Acabo de terminar la ronda. Ginny saltó de la silla como si le hubiera dado la corriente, echó a Percy una mirada breve y aterrorizada, y salió corriendo. Percy se sentó y cogió una jarra del centro de la mesa. —¡Percy! —dijo Ron enfadado—. ¡Estaba a punto de contarnos algo importante! Percy se atragantó en medio de un sorbo de té. —¿Qué era eso tan importante? —preguntó, tosiendo. —Yo le acababa de preguntar si había visto algo raro, y ella se disponía a decir… —¡Ah, eso! No tiene nada que ver con la Cámara de los Secretos —dijo Percy. —¿Cómo lo sabes? —dijo Ron, arqueando las cejas. —Bueno, si es imprescindible que te lo diga… Ginny, esto…, me encontró el otro día cuando yo estaba… Bueno, no importa, el caso es que… ella me vio hacer algo y yo, hum, le pedí que no se lo dijera a nadie. Yo creía que mantendría su palabra. No es nada, de verdad, pero preferiría… Harry nunca había visto a Percy pasando semejante apuro. —¿Qué hacías, Percy? —preguntó Ron, sonriendo—. Vamos, dínoslo, no nos reiremos. Percy no devolvió la sonrisa. —Pásame esos bollos, Harry, me muero de hambre. Harry sabía que todo el misterio podría resolverse al día siguiente sin la ayuda de Myrtle, pero, si se presentaba, no dejaría escapar la oportunidad de hablar con ella. Y afortunadamente se presentó, a media mañana, cuando Gilderoy Lockhart les conducía al aula de Historia de la Magia. Lockhart, que tan a menudo les había asegurado que todo el peligro ya había pasado, sólo para que se demostrara enseguida que estaba equivocado, estaba ahora plenamente convencido de que no valía la pena acompañar a los alumnos por los pasillos. No llevaba el pelo tan acicalado como de costumbre, y parecía como si hubiera estado levantado casi toda la noche, haciendo guardia en el cuarto piso. —Recordad mis palabras —dijo, doblando con ellos una esquina—: lo primero que dirán las bocas de esos pobres petrificados será: «Fue Hagrid.» Francamente, me asombra que la profesora McGonagall juzgue necesarias todas estas medidas de seguridad. —Estoy de acuerdo, señor —dijo Harry, y a Ron se le cayeron los libros, de la sorpresa. —Gracias, Harry —dijo Lockhart cortésmente, mientras esperaban que acabara de pasar una larga hilera de alumnos de Hufflepuff—. Nosotros los profesores tenemos cosas mucho más importantes que hacer que acompañar a los alumnos por los pasillos y quedarnos de guardia toda la noche… —Es verdad —dijo Ron, comprensivo—. ¿Por qué no nos deja aquí, señor? Sólo nos queda este pasillo. —¿Sabes, Weasley? Creo que tienes razón —respondió Lockhart—. La verdad es que debería ir a preparar mi próxima clase. Y salió apresuradamente. —A preparar su próxima clase —dijo Ron con sorna—. A ondularse el cabello, más bien. Dejaron que el resto de la clase pasara delante y luego enfilaron por un pasillo lateral y corrieron hacia los aseos de Myrtle la Llorona. Pero cuando ya se felicitaban uno al otro por su brillante idea… —¡Potter! ¡Weasley! ¿Qué estáis haciendo? Era la profesora McGonagall, y tenía los labios más apretados que nunca. —Estábamos… estábamos… —balbució Ron—. Íbamos a ver… —A Hermione —dijo Harry. Tanto Ron como la profesora McGonagall lo miraron—. Hace mucho que no la vemos, profesora —continuó Harry, hablando deprisa y pisando a Ron en el pie—, y pretendíamos colarnos en la enfermería, ya sabe, y decirle que las mandrágoras ya están casi listas y, bueno, que no se preocupara. La profesora McGonagall seguía mirándolo, y por un momento, Harry pensó que iba a estallar de furia, pero cuando habló lo hizo con una voz ronca, poco habitual en ella. —Naturalmente —dijo, y Harry vio, sorprendido, que brillaba una lágrima en uno de sus ojos, redondos y vivos—. Naturalmente, comprendo que todo esto ha sido más duro para los amigos de los que están… Lo comprendo perfectamente. Sí, Potter, claro que podéis ver a la señorita Granger. Informaré al profesor Binns de dónde habéis ido. Decidle a la señora Pomfrey que os he dado permiso. Harry y Ron se alejaron, sin atreverse a creer que se hubieran librado del castigo. Al doblar la esquina, oyeron claramente a la profesora McGonagall sonarse la nariz. —Ésa —dijo Ron emocionado— ha sido la mejor historia que has inventado nunca. No tenían otra opción que ir a la enfermería y decir a la señora Pomfrey que la profesora McGonagall les había dado permiso para visitar a Hermione. La señora Pomfrey los dejó entrar, pero a regañadientes. —No sirve de nada hablar a alguien petrificado —les dijo, y ellos, al sentarse al lado de Hermione, tuvieron que admitir que tenía razón. Era evidente que Hermione no tenía la más remota idea de que tenía visitas, y que lo mismo daría que lo de que no se preocupara se lo dijeran a la mesilla de noche. —¿Vería al atacante? —preguntó Ron, mirando con tristeza el rostro rígido de Hermione—. Porque si se apareció sigilosamente, quizá no viera a nadie… Pero Harry no miraba el rostro de Hermione, porque se había fijado en que su mano derecha, apretada encima de las mantas, aferraba en el puño un trozo de papel estrujado. Asegurándose de que la señora Pomfrey no estaba cerca, se lo señaló a Ron. —Intenta sacárselo —susurró Ron, corriendo su silla para ocultar a Harry de la vista de la señora Pomfrey. No fue una tarea fácil. La mano de Hermione apretaba con tal fuerza el papel que Harry creía que al tirar se rompería. Mientras Ron lo cubría, él tiraba y forcejeaba, y, al fin, después de varios minutos de tensión, el papel salió. Era una página arrancada de un libro muy viejo. Harry la alisó con emoción y Ron se inclinó para leerla también. De las muchas bestias pavorosas y monstruos terribles que vagan por nuestra tierra, no hay ninguna más sorprendente ni más letal que el basilisco, conocido como el rey de las serpientes. Esta serpiente, que puede alcanzar un tamaño gigantesco y cuya vida dura varios siglos, nace de un huevo de gallina empollado por un sapo. Sus métodos de matar son de lo más extraordinario, pues además de sus colmillos mortalmente venenosos, el basilisco mata con la mirada, y todos cuantos fijaren su vista en el brillo de sus ojos han de sufrir instantánea muerte. Las arañas huyen del basilisco, pues es éste su mortal enemigo, y el basilisco huye sólo del canto del gallo, que para él es mortal. Y debajo de esto, había escrita una sola palabra, con una letra que Harry reconoció como la de Hermione: «Cañerías.» Fue como si alguien hubiera encendido la luz de repente en su cerebro. —Ron —musitó—. ¡Esto es! Aquí está la respuesta. El monstruo de la cámara es un basilisco, ¡una serpiente gigante! Por eso he oído a veces esa voz por todo el colegio, y nadie más la ha oído: porque yo comprendo la lengua pársel… Harry miró las camas que había a su alrededor. —El basilisco mata a la gente con la mirada. Pero no ha muerto nadie. Porque ninguno de ellos lo miró directo a los ojos. Colin lo vio a través de su cámara de fotos. El basilisco quemó toda la película que había dentro, pero a Colin sólo lo petrificó. Justin… ¡Justin debe de haber visto al basilisco a través de Nick Casi Decapitado! Nick lo vería perfectamente, pero no podía morir otra vez… Y a Hermione y la prefecta de Ravenclaw las hallaron con aquel espejo al lado. Hermione acababa de enterarse de que el monstruo era un basilisco. ¡Me apostaría algo a que ella le advirtió a la primera persona a la que encontró que mirara por un espejo antes de doblar las esquinas! Y entonces sacó el espejo y… Ron se había quedado con la boca abierta. —¿Y la Señora Norris? —susurró con interés. Harry hizo un gran esfuerzo para concentrarse, recordando la imagen de la noche de Halloween. —El agua…, la inundación que venía de los aseos de Myrtle la Llorona. Seguro que la Señora Norris sólo vio el reflejo… Con impaciencia, examinó la hoja que tenía en la mano. Cuanto más la miraba más sentido le hallaba. —¡El basilisco sólo huye del canto del gallo, que para él es mortal! — leyó en voz alta—. ¡Mató a los gallos de Hagrid! El heredero de Slytherin no quería que hubiera ninguno cuando se abriera la Cámara de los Secretos. ¡Las arañas huyen del basilisco! ¡Todo encaja! —Pero ¿cómo se mueve el basilisco por el castillo? —dijo Ron—. Una serpiente asquerosa… alguien tendría que verla… Harry, sin embargo, le señaló la palabra que Hermione había garabateado al pie de la página. —Cañerías —leyó—. Cañerías… Ha estado usando las cañerías, Ron. Y yo he oído esa voz dentro de las paredes… De pronto, Ron cogió a Harry del brazo. —¡La entrada de la Cámara de los Secretos! —dijo con la voz quebrada —. ¿Y si es uno de los aseos? ¿Y si estuviera en…? —… los aseos de Myrtle la Llorona —terminó Harry. Durante un rato se quedaron inmóviles, embargados por la emoción, sin poder creérselo apenas. —Esto quiere decir —añadió Harry— que no debo de ser el único que habla pársel en el colegio. El heredero de Slytherin también lo hace. De esa forma domina al basilisco. —¿Qué hacemos? ¿Vamos directamente a hablar con McGonagall? —Vamos a la sala de profesores —dijo Harry, levantándose de un salto —. Irá allí dentro de diez minutos, ya es casi el recreo. Bajaron las escaleras corriendo. Como no querían que los volvieran a encontrar merodeando por otro pasillo, fueron directamente a la sala de profesores, que estaba desierta. Era una sala amplia con una gran mesa y muchas sillas alrededor. Harry y Ron caminaron por ella, pero estaban demasiado nerviosos para sentarse. Pero la campana que señalaba el comienzo del recreo no sonó. En su lugar se oyó la voz de la profesora McGonagall, amplificada por medios mágicos. —Todos los alumnos volverán inmediatamente a los dormitorios de sus respectivas casas. Los profesores deben dirigirse a la sala de profesores. Les ruego que se den prisa. Harry se dio la vuelta hacia Ron. —¿Habrá habido otro ataque? ¿Precisamente ahora? —¿Qué hacemos? —dijo Ron, aterrorizado—. ¿Regresamos al dormitorio? —No —dijo Harry, mirando alrededor. Había una especie de ropero a su izquierda, lleno de capas de profesores—. Si nos escondemos aquí, podremos enterarnos de qué ha pasado. Luego les diremos lo que hemos averiguado. Se ocultaron dentro del ropero. Oían el ruido de cientos de personas que pasaban por el corredor. La puerta de la sala de profesores se abrió de golpe. Por entre los pliegues de las capas, que olían a humedad, vieron a los profesores que iban entrando en la sala. Algunos parecían desconcertados, otros claramente preocupados. Al final llegó la profesora McGonagall. —Ha sucedido —dijo a la sala, que la escuchaba en silencio—. Una alumna ha sido raptada por el monstruo. Se la ha llevado a la cámara. El profesor Flitwick dejó escapar un grito. La profesora Sprout se tapó la boca con las manos. Snape se cogió con fuerza al respaldo de una silla y preguntó: —¿Está usted segura? —El heredero de Slytherin —dijo la profesora McGonagall, que estaba pálida— ha dejado un nuevo mensaje, debajo del primero: «Sus huesos reposarán en la cámara por siempre.» El profesor Flitwick derramó unas cuantas lágrimas. —¿Quién ha sido? —preguntó la señora Hooch, que se había sentado en una silla porque las rodillas no la sostenían—. ¿Qué alumna? —Ginny Weasley —dijo la profesora McGonagall. Harry notó que Ron se dejaba caer en silencio y se quedaba agachado sobre el suelo del ropero. —Tendremos que enviar a todos los estudiantes a casa mañana —dijo la profesora McGonagall—. Éste es el fin de Hogwarts. Dumbledore siempre dijo… La puerta de la sala de profesores se abrió bruscamente. Por un momento, Harry estuvo convencido de que era Dumbledore. Pero era Lockhart, y llegaba sonriendo. —Lo lamento…, me quedé dormido… ¿Me he perdido algo importante? No parecía darse cuenta de que los demás profesores lo miraban con una expresión bastante cercana al odio. Snape dio un paso hacia delante. —He aquí el hombre —dijo—. El hombre adecuado. El monstruo ha raptado a una chica, Lockhart. Se la ha llevado a la Cámara de los Secretos. Por fin ha llegado tu oportunidad. Lockhart palideció. —Así es, Gilderoy —intervino la profesora Sprout—. ¿No decías anoche que sabías dónde estaba la entrada a la Cámara de los Secretos? —Yo…, bueno, yo… —resopló Lockhart. —Sí, ¿y no me dijiste que sabías con seguridad qué era lo que había dentro? —añadió el profesor Flitwick. —¿Yo…? No recuerdo… —Ciertamente, yo sí recuerdo que lamentabas no haber tenido una oportunidad de enfrentarte al monstruo antes de que arrestaran a Hagrid — dijo Snape—. ¿No decías que el asunto se había llevado mal, y que deberíamos haberlo dejado todo en tus manos desde el principio? Lockhart miró los rostros pétreos de sus colegas. —Yo…, yo nunca realmente… Debéis de haberme interpretado mal… —Lo dejaremos todo en tus manos, Gilderoy —dijo la profesora McGonagall—. Esta noche será una ocasión excelente para llevarlo a cabo. Nos aseguraremos de que nadie te moleste. Podrás enfrentarte al monstruo tú mismo. Por fin está en tus manos. Lockhart miró en torno, desesperado, pero nadie acudió en su auxilio. Ya no resultaba tan atractivo. Le temblaba el labio, y en ausencia de su sonrisa radiante, parecía flojo y debilucho. —Mu-muy bien —dijo—. Estaré en mi despacho, pre-preparándome. Y salió de la sala. —Bien —dijo la profesora McGonagall, resoplando—, eso nos lo quitará de delante. Los Jefes de las Casas deberían ir ahora a informar a los alumnos de lo ocurrido. Decidles que el expreso de Hogwarts los conducirá a sus hogares mañana a primera hora de la mañana. A los demás os ruego que os encarguéis de aseguraros de que no haya ningún alumno fuera de los dormitorios. Los profesores se levantaron y fueron saliendo de uno en uno. Aquél fue, seguramente, el peor día de la vida de Harry. Él, Ron, Fred y George se sentaron juntos en un rincón de la sala común de Gryffindor, incapaces de pronunciar palabra. Percy no estaba con ellos. Había enviado una lechuza a sus padres y luego se había encerrado en su dormitorio. Ninguna tarde había sido tan larga como aquélla, y nunca la torre de Gryffindor había estado tan llena de gente y tan silenciosa a la vez. Cuando faltaba poco para la puesta de sol, Fred y George se fueron a la cama, incapaces de permanecer allí sentados más tiempo. —Ella sabía algo, Harry —dijo Ron, hablando por primera vez desde que entraran en el ropero de la sala de profesores—. Por eso la han raptado. No se trataba de ninguna estupidez sobre Percy; había averiguado algo sobre la Cámara de los Secretos. Debe de ser por eso, porque ella era… — Ron se frotó los ojos frenético—. Quiero decir, que es de sangre limpia. No puede haber otra razón. Harry veía el sol, rojo como la sangre, hundirse en el horizonte. Nunca se había sentido tan mal. Si pudiera hacer algo…, cualquier cosa… —Harry —dijo Ron—, ¿crees que existe alguna posibilidad de que ella no esté…? Ya sabes a lo que me refiero. —Harry no supo qué contestar. No creía que pudiera seguir viva—. ¿Sabes qué? —añadió Ron—. Deberíamos ir a ver a Lockhart para decirle lo que sabemos. Va a intentar entrar en la cámara. Podemos decirle dónde sospechamos que está la entrada y explicarle que lo que hay dentro es un basilisco. Harry se mostró de acuerdo, porque no se le ocurría nada mejor y quería hacer algo. Los demás alumnos de Gryffindor estaban tan tristes, y sentían tanta pena de los Weasley, que nadie trató de detenerlos cuando se levantaron, cruzaron la sala y salieron por el agujero del retrato. Oscurecía mientras se acercaban al despacho de Lockhart. Les dio la impresión de que dentro había gran actividad: podían oír sonido de roces, golpes y pasos apresurados. Harry llamó. Dentro se hizo un repentino silencio. Luego la puerta se entreabrió y Lockhart asomó un ojo por la rendija. —¡Ah…! Señor Potter, señor Weasley… —dijo, abriendo la puerta un poco más—. En este momento estaba muy ocupado. Si os dais prisa… —Profesor, tenemos información para usted —dijo Harry—. Creemos que le será útil. —Ah…, bueno…, no es muy… —Lockhart parecía encontrarse muy incómodo, a juzgar por el trozo de cara que veían—. Quiero decir, bueno, bien. Abrió la puerta y entraron. El despacho estaba casi completamente vacío. En el suelo había dos grandes baúles abiertos. Uno contenía túnicas de color verde jade, lila y azul medianoche, dobladas con precipitación; el otro, libros mezclados desordenadamente. Las fotografías que habían cubierto las paredes estaban ahora guardadas en cajas encima de la mesa. —¿Se va a algún lado? —preguntó Harry. —Esto…, bueno, sí… —admitió Lockhart, arrancando un póster de sí mismo de tamaño natural y comenzando a enrollarlo—. Una llamada urgente…, insoslayable…, tengo que marchar… —¿Y mi hermana? —preguntó Ron con voz entrecortada. —Bueno, en cuanto a eso… es ciertamente lamentable —dijo Lockhart, evitando mirarlo a los ojos mientras sacaba un cajón y empezaba a vaciar el contenido en una bolsa—. Nadie lo lamenta más que yo… —¡Usted es el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras! —dijo Harry—. ¡No puede irse ahora! ¡Con todas las cosas oscuras que están pasando! —Bueno, he de decir que… cuando acepté el empleo… —murmuró Lockhart, amontonando calcetines sobre las túnicas— no constaba nada en el contrato… Yo no esperaba… —¿Quiere decir que va a salir corriendo? —dijo Harry sin poder creérselo—. ¿Después de todo lo que cuenta en sus libros? —Los libros pueden ser mal interpretados —repuso Lockhart con sutileza. —¡Usted los ha escrito! —gritó Harry. —Muchacho —dijo Lockhart, irguiéndose y mirando a Harry con el entrecejo fruncido—, usa el sentido común. No habría vendido mis libros ni la mitad de bien si la gente no se hubiera creído que yo hice todas esas cosas. A nadie le interesa la historia de un mago armenio feo y viejo, aunque librara de los hombres lobo a un pueblo. Habría quedado horrible en la portada. No tenía ningún gusto vistiendo. Y la bruja que echó a la banshee que presagiaba la muerte tenía pelos en la barbilla. Quiero decir…, vamos, que… —¿Así que usted se ha estado llevando la gloria de lo que ha hecho otra gente? —dijo Harry, que no daba crédito a lo que oía. —Harry, Harry —dijo Lockhart, negando con la cabeza—, no es tan simple. Tuve que hacer un gran trabajo. Tuve que encontrar a esas personas, preguntarles cómo lo habían hecho exactamente y encantarlos con el embrujo desmemorizante para que no pudieran recordar nada. Si hay algo que me llena de orgullo son mis embrujos desmemorizantes. Ah…, me ha llevado mucho esfuerzo, Harry. No todo consiste en firmar libros y fotos publicitarias. Si quieres ser famoso, tienes que estar dispuesto a trabajar duro. Cerró las tapas de los baúles y les echó la llave. —Veamos —dijo—. Creo que eso es todo. Sí. Sólo queda un detalle. Sacó su varita mágica y se volvió hacia ellos. —Lo lamento profundamente, muchachos, pero ahora os tengo que echar uno de mis embrujos desmemorizantes. No puedo permitir que reveléis a todo el mundo mis secretos. No volvería a vender ni un solo libro… Harry sacó su varita justo a tiempo. Lockhart apenas había alzado la suya cuando Harry gritó: —¡Expelliarmus! Lockhart salió despedido hacia atrás y cayó sobre uno de los baúles. La varita voló por el aire. Ron la cogió y la tiró por la ventana. —No debería haber permitido que el profesor Snape nos enseñara esto —dijo Harry furioso, apartando el baúl a un lado de una patada. Lockhart lo miraba, otra vez con aspecto desvalido. Harry lo apuntaba con la varita. —¿Qué queréis que haga yo? —dijo Lockhart con voz débil—. No sé dónde está la Cámara de los Secretos. No puedo hacer nada. —Tiene suerte —dijo Harry, obligándole a levantarse a punta de varita —. Creo que nosotros sí sabemos dónde está. Y qué es lo que hay dentro. Vamos. Hicieron salir a Lockhart de su despacho, descendieron por las escaleras más cercanas y fueron por el largo corredor de los mensajes en la pared, hasta la puerta de los aseos de Myrtle la Llorona. Hicieron pasar a Lockhart delante. A Harry le hizo gracia que temblara. Myrtle la Llorona estaba sentada sobre la cisterna del último retrete. —¡Ah, eres tú! —dijo ella, al ver a Harry—. ¿Qué quieres esta vez? —Preguntarte cómo moriste —dijo Harry. El aspecto de Myrtle cambió de repente. Parecía como si nunca hubiera oído una pregunta que la halagara tanto. —¡Oooooooh, fue horrible! —dijo encantada—. Sucedió aquí mismo. Morí en este mismo retrete. Lo recuerdo perfectamente. Me había escondido porque Olive Hornby se reía de mis gafas. La puerta estaba cerrada y yo lloraba, y entonces oí que entraba alguien. Decían algo raro. Pienso que debían de estar hablando en una lengua extraña. De cualquier manera, lo que de verdad me llamó la atención es que era un chico el que hablaba. Así que abrí la puerta para decirle que se fuera y utilizara sus aseos, pero entonces… —Myrtle estaba henchida de orgullo, el rostro iluminado— me morí. —¿Cómo? —preguntó Harry. —Ni idea —dijo Myrtle en voz muy baja—. Sólo recuerdo haber visto unos grandes ojos amarillos. Todo mi cuerpo quedó como paralizado, y luego me fui flotando… —dirigió a Harry una mirada ensoñadora—. Y luego regresé. Estaba decidida a hacerle un embrujo a Olive Hornby. Ah, pero ella estaba arrepentida de haberse reído de mis gafas. —¿Exactamente dónde viste los ojos? —preguntó Harry. —Por ahí —contestó Myrtle, señalando vagamente hacia el lavabo que había enfrente de su retrete. Harry y Ron se acercaron a toda prisa. Lockhart se quedó atrás, con una mirada de profundo terror en el rostro. Parecía un lavabo normal. Examinaron cada centímetro de su superficie, por dentro y por fuera, incluyendo las cañerías de debajo. Y entonces Harry lo vio: había una diminuta serpiente grabada en un lado de uno de los grifos de cobre. —Ese grifo no ha funcionado nunca —dijo Myrtle con alegría, cuando intentaron accionarlo. —Harry —dijo Ron—, di algo. Algo en lengua pársel. —Pero… —Harry hizo un esfuerzo. Las únicas ocasiones en que había logrado hablar en lengua pársel estaba delante de una verdadera serpiente. Se concentró en la diminuta figura, intentando imaginar que era una serpiente de verdad. —Ábrete —dijo. Miró a Ron, que negaba con la cabeza. —Lo has dicho en nuestra lengua —explicó. Harry volvió a mirar a la serpiente, intentando imaginarse que estaba viva. Al mover la cabeza, la luz de la vela producía la sensación de que la serpiente se movía. —Ábrete —repitió. Pero ya no había pronunciado palabras, sino que había salido de él un extraño silbido, y de repente el grifo brilló con una luz blanca y comenzó a girar. Al cabo de un segundo, el lavabo empezó a moverse. El lavabo, de hecho, se hundió, desapareció, dejando a la vista una tubería grande, lo bastante ancha para meter un hombre dentro. Harry oyó que Ron exhalaba un grito ahogado y levantó la vista. Estaba planeando qué era lo que había que hacer. —Bajaré por él —dijo. No podía echarse atrás, ahora que habían encontrado la entrada de la cámara. No podía desistir si existía la más ligera, la más remota posibilidad de que Ginny estuviera viva. —Yo también —dijo Ron. Hubo una pausa. —Bien, creo que no os hago falta —dijo Lockhart, con una reminiscencia de su antigua sonrisa—. Así que me… Puso la mano en el pomo de la puerta, pero tanto Ron como Harry lo apuntaron con sus varitas. —Usted bajará delante —gruñó Ron. Con la cara completamente blanca y desprovisto de varita, Lockhart se acercó a la abertura. —Muchachos —dijo con voz débil—, muchachos, ¿de qué va a servir? Harry le pegó en la espalda con su varita. Lockhart metió las piernas en la tubería. —No creo realmente… —empezó a decir, pero Ron le dio un empujón, y se hundió tubería abajo. Harry se apresuró a seguirlo. Se metió en la tubería y se dejó caer. Era como tirarse por un tobogán interminable, viscoso y oscuro. Podía ver otras tuberías que surgían como ramas en todas las direcciones, pero ninguna era tan larga como aquella por la que iban, que se curvaba y retorcía, descendiendo súbitamente. Calculaba que ya estaban por debajo incluso de las mazmorras del castillo. Detrás de él podía oír a Ron, que hacía un ruido sordo al doblar las curvas. Y entonces, cuando se empezaba a preguntar qué sucedería cuando llegara al final, la tubería tomó una dirección horizontal, y él cayó del extremo del tubo al húmedo suelo de un oscuro túnel de piedra, lo bastante alto para poder estar de pie. Lockhart se estaba incorporando un poco más allá, cubierto de barro y blanco como un fantasma. Harry se hizo a un lado y Ron salió también del tubo como una bala. —Debemos encontrarnos a kilómetros de distancia del colegio —dijo Harry, y su voz resonaba en el negro túnel. —Y debajo del lago, quizá —dijo Ron, afinando la vista para vislumbrar los muros negruzcos y llenos de barro. Los tres intentaron ver en la oscuridad lo que había delante. —¡Lumos! —ordenó Harry a su varita, y la lucecita se encendió de nuevo—. Vamos —dijo a Ron y a Lockhart, y comenzaron a andar. Sus pasos retumbaban en el húmedo suelo. El túnel estaba tan oscuro que sólo podían ver a corta distancia. Sus sombras, proyectadas en las húmedas paredes por la luz de la varita, parecían figuras monstruosas. —Recordad —dijo Harry en voz baja, mientras caminaban con cautela —: al menor signo de movimiento, hay que cerrar los ojos inmediatamente. Pero el túnel estaba tranquilo como una tumba, y el primer sonido inesperado que oyeron fue cuando Ron pisó el cráneo de una rata. Harry bajó la varita para alumbrar el suelo y vio que estaba repleto de huesos de pequeños animales. Haciendo un esfuerzo para no imaginarse el aspecto que podría presentar Ginny si la encontraban, Harry fue marcándoles el camino. Doblaron una oscura curva. —Harry, ahí hay algo… —dijo Ron con la voz ronca, cogiendo a Harry por el hombro. Se quedaron quietos, mirando. Harry podía ver tan sólo la silueta de una cosa grande y encorvada que yacía de un lado a otro del túnel. No se movía. —Quizás esté dormido —musitó, volviéndose a mirar a los otros dos. Lockhart se tapaba los ojos con las manos. Harry volvió a mirar aquello; el corazón le palpitaba con tanta rapidez que le dolía. Muy despacio, abriendo los ojos sólo lo justo para ver, Harry avanzó con la varita en alto. La luz iluminó la piel de una serpiente gigantesca, una piel de un verde intenso, ponzoñoso, que yacía atravesada en el suelo del túnel, retorcida y vacía. El animal que había dejado allí su muda debía de medir al menos siete metros. —¡Caray! —exclamó Ron con voz débil. Algo se movió de pronto detrás de ellos. Gilderoy Lockhart se había caído de rodillas. —Levántese —le dijo Ron con brusquedad, apuntando a Lockhart con su varita. Lockhart se puso de pie, pero se abalanzó sobre Ron y lo derribó al suelo de un golpe. Harry saltó hacia delante, pero ya era demasiado tarde. Lockhart se incorporaba, jadeando, con la varita de Ron en la mano y su sonrisa esplendorosa de nuevo en la cara. —¡Aquí termina la aventura, muchachos! —dijo—. Cogeré un trozo de esta piel y volveré al colegio, diré que era demasiado tarde para salvar a la niña y que vosotros dos perdisteis el conocimiento al ver su cuerpo destrozado. ¡Despedíos de vuestras memorias! Levantó en el aire la varita mágica de Ron, recompuesta con celo, y gritó: —¡Obliviate! La varita estalló con la fuerza de una pequeña bomba. Harry se cubrió la cabeza con las manos y echó a correr hacia la piel de serpiente, escapando de los grandes trozos de techo que se desplomaban contra el suelo. Enseguida vio que se había quedado aislado y tenía ante sí una sólida pared formada por las piedras desprendidas. —¡Ron! —gritó—, ¿estás bien? ¡Ron! —¡Estoy aquí! —La voz de Ron llegaba apagada, desde el otro lado de las piedras caídas—. Estoy bien. Pero este idiota no. La varita se volvió contra él. Escuchó un ruido sordo y un fuerte «¡ay!», como si Ron le acabara de dar una patada en la espinilla a Lockhart. —¿Y ahora qué? —dijo la voz de Ron, con desespero—. No podemos pasar. Nos llevaría una eternidad… Harry miró al techo del túnel. Habían aparecido en él unas grietas considerables. Nunca había intentado mover por medio de la magia algo tan pesado como todo aquel montón de piedras, y no parecía aquél un buen momento para intentarlo. ¿Y si se derrumbaba todo el túnel? Hubo otro ruido sordo y otro ¡ay! provenientes del otro lado de la pared. Estaban malgastando el tiempo. Ginny ya llevaba horas en la Cámara de los Secretos. Harry sabía que sólo se podía hacer una cosa. —Aguarda aquí —indicó a Ron—. Aguarda con Lockhart. Iré yo. Si dentro de una hora no he vuelto… Hubo una pausa muy elocuente. —Intentaré quitar algunas piedras —dijo Ron, que parecía hacer esfuerzos para que su voz sonara segura—. Para que puedas… para que puedas cruzar al volver. Y… —¡Hasta dentro de un rato! —dijo Harry, tratando de dar a su voz temblorosa un tono de confianza. Y partió él solo cruzando la piel de la serpiente gigante. Enseguida dejó de oír el distante jadeo de Ron al esforzarse para quitar las piedras. El túnel serpenteaba continuamente. Harry sentía la incomodidad de cada uno de sus músculos en tensión. Quería llegar al final del túnel y al mismo tiempo le aterrorizaba lo que pudiera encontrar en él. Y entonces, al fin, al doblar sigilosamente otra curva, vio delante de él una gruesa pared en la que estaban talladas las figuras de dos serpientes enlazadas, con grandes y brillantes esmeraldas en los ojos. Harry se acercó a la pared. Tenía la garganta muy seca. No tuvo que hacer un gran esfuerzo para imaginarse que aquellas serpientes eran de verdad, porque sus ojos parecían extrañamente vivos. Tenía que intuir lo que debía hacer. Se aclaró la garganta, y le pareció que los ojos de las serpientes parpadeaban. —¡Ábrete! —dijo Harry, con un silbido bajo, desmayado. Las serpientes se separaron al abrirse el muro. Las dos mitades de éste se deslizaron a los lados hasta quedar ocultas, y Harry, temblando de la cabeza a los pies, entró. CAPÍTULO 17 El heredero de Slytherin S hallaba en el extremo de una sala muy grande, apenas iluminada. Altísimas columnas de piedra talladas con serpientes enlazadas se elevaban para sostener un techo que se perdía en la oscuridad, proyectando largas sombras negras sobre la extraña penumbra verdosa que reinaba en la estancia. Con el corazón latiéndole muy rápido, Harry escuchó aquel silencio de ultratumba. ¿Estaría el basilisco acechando en algún rincón oscuro, detrás de una columna? ¿Y dónde estaría Ginny? Sacó su varita y avanzó por entre las columnas decoradas con serpientes. Sus pasos resonaban en los muros sombríos. Iba con los ojos entornados, dispuesto a cerrarlos completamente al menor indicio de movimiento. Le parecía que las serpientes de piedra lo vigilaban desde las cuencas vacías de sus ojos. Más de una vez, el corazón le dio un vuelco al creer que alguna se movía. E Al llegar al último par de columnas, vio una estatua, tan alta como la misma cámara, que surgía imponente, adosada al muro del fondo. Harry tuvo que echar atrás la cabeza para poder ver el rostro gigantesco que la coronaba: era un rostro antiguo y simiesco, con una barba larga y fina que le llegaba casi hasta el final de la amplia túnica de mago, donde unos enormes pies de color gris se asentaban sobre el liso suelo. Y entre los pies, boca abajo, vio una pequeña figura con túnica negra y el cabello de un rojo encendido. —¡Ginny! —susurró Harry, corriendo hacia ella e hincándose de rodillas—. ¡Ginny! ¡No estés muerta! ¡Por favor, no estés muerta! —Dejó la varita a un lado, cogió a Ginny por los hombros y le dio la vuelta. Tenía la cara tan blanca y fría como el mármol, aunque los ojos estaban cerrados, así que no estaba petrificada. Pero entonces tenía que estar…—. Ginny, por favor, despierta —susurró Harry sin esperanza, agitándola. La cabeza de Ginny se movió, inanimada, de un lado a otro. —No despertará —dijo una voz suave. Harry se enderezó de un salto. Un muchacho alto, de pelo negro, estaba apoyado contra la columna más cercana, mirándole. Tenía los contornos borrosos, como si Harry lo estuviera mirando a través de un cristal empañado. Pero no había dudas sobre quién era. —Tom… ¿Tom Ryddle? Ryddle asintió con la cabeza, sin apartar los ojos del rostro de Harry. —¿Qué quieres decir? ¿Por qué no despertará? —dijo Harry desesperado—. ¿Ella no está… no está…? —Todavía está viva —contestó Ryddle—, pero por muy poco tiempo. Harry lo miró detenidamente. Tom Ryddle había estudiado en Hogwarts hacía cincuenta años, y sin embargo allí, bajo aquella luz rara, neblinosa y brillante, aparentaba tener dieciséis años, ni un día más. —¿Eres un fantasma? —preguntó Harry dubitativo. —Soy un recuerdo —respondió Ryddle tranquilamente— guardado en un diario durante cincuenta años. Ryddle señaló hacia los gigantescos dedos de los pies de la estatua. Allí se encontraba, abierto, el pequeño diario negro que Harry había hallado en los aseos de Myrtle la Llorona. Durante un segundo, Harry se preguntó cómo habría llegado hasta allí. Pero tenía asuntos más importantes en los que pensar. —Tienes que ayudarme, Tom —dijo Harry, volviendo a levantar la cabeza de Ginny—. Tenemos que sacarla de aquí. Hay un basilisco… No sé dónde está, pero podría llegar en cualquier momento. Por favor, ayúdame… Ryddle no se movió. Harry, sudando, logró levantar a medias a Ginny del suelo, y se inclinó a recoger su varita. Pero la varita ya no estaba. —¿Has visto…? Levantó los ojos. Ryddle seguía mirándolo… y jugueteaba con la varita de Harry entre los dedos. —Gracias —dijo Harry, tendiendo la mano para que el muchacho se la devolviera. Una sonrisa curvó las comisuras de la boca de Ryddle. Siguió mirando a Harry, jugando indolente con la varita. —Escucha —dijo Harry con impaciencia. Las rodillas se le doblaban bajo el peso muerto de Ginny—. ¡Tenemos que huir! Si aparece el basilisco… —No vendrá si no es llamado —dijo Ryddle con toda tranquilidad. Harry volvió a posar a Ginny en el suelo, incapaz de sostenerla. —¿Qué quieres decir? —preguntó—. Mira, dame la varita, podría necesitarla. La sonrisa de Ryddle se hizo más evidente. —No la necesitarás —repuso. Harry lo miró. —¿A qué te refieres, yo no…? —He esperado este momento durante mucho tiempo, Harry Potter — dijo Ryddle—. Quería verte. Y hablarte. —Mira —dijo Harry, perdiendo la paciencia—, me parece que no lo has entendido: estamos en la Cámara de los Secretos. Ya tendremos tiempo de hablar luego. —Vamos a hablar ahora —dijo Ryddle, sin dejar de sonreír, y se guardó en el bolsillo la varita de Harry. Harry lo miró. Allí sucedía algo muy raro. —¿Cómo ha llegado Ginny a este estado? —preguntó, hablando despacio. —Bueno, ésa es una cuestión interesante —dijo Ryddle, con agrado—. Es una larga historia. Supongo que el verdadero motivo por el que Ginny está así es que le abrió el corazón y le reveló todos sus secretos a un extraño invisible. —¿De qué hablas? —dijo Harry. —Del diario —respondió Ryddle—. De mi diario. La pequeña Ginny ha estado escribiendo en él durante muchos meses, contándome todas sus penas y congojas: que sus hermanos se burlaban de ella, que tenía que venir al colegio con túnica y libros de segunda mano, que… —A Ryddle le brillaron los ojos—… pensaba que el famoso, el bueno, el gran Harry Potter no llegaría nunca a quererla… Mientras hablaba, Ryddle mantenía los ojos fijos en Harry. Había en ellos una mirada casi ávida. —Es una lata tener que oír las tonterías de una niña de once años — siguió—. Pero me armé de paciencia. Le contesté por escrito. Fui comprensivo, fui bondadoso. Ginny, simplemente, me adoraba: Nadie me ha comprendido nunca como tú, Tom… Estoy tan contenta de poder confiar en este diario… Es como tener un amigo que se puede llevar en el bolsillo… Ryddle se rió con una risa potente y fría que parecía ajena. A Harry se le erizaron los pelos de la nuca. —Si es necesario que yo lo diga, Harry, la verdad es que siempre he fascinado a la gente que me ha convenido. Así que Ginny me abrió su alma, y era precisamente su alma lo que yo quería. Me hice cada vez más fuerte alimentándome de sus temores y de sus profundos secretos. Me hice más poderoso, mucho más que la pequeña señorita Weasley. Lo bastante poderoso para empezar a alimentar a la señorita Weasley con algunos de mis propios secretos, para empezar a darle un poco de mi alma… —¿Qué quieres decir? —preguntó Harry, con la boca completamente seca. —¿Todavía no lo adivinas, Harry Potter? —dijo sin inmutarse Ryddle —. Ginny Weasley abrió la Cámara de los Secretos. Ella retorció el pescuezo a los gallos del colegio y pintarrajeó pavorosos mensajes en las paredes. Ella echó la serpiente de Slytherin contra los cuatro sangre sucia y el gato del squib. —No —susurró Harry. —Sí —dijo Ryddle con calma—. Por supuesto, al principio ella no sabía lo que hacía. Fue muy divertido. Me gustaría que hubieras podido ver las anotaciones que escribía en el diario… Se volvieron mucho más interesantes… Querido Tom —recitó, contemplando la horrorizada cara de Harry—, creo que estoy perdiendo la memoria. He encontrado plumas de gallo en mi túnica y no sé por qué están ahí. Querido Tom, no recuerdo lo que hice la noche de Halloween, pero han atacado a un gato y yo tengo manchas de pintura en la túnica. Querido Tom, Percy me sigue diciendo que estoy pálida y que no parezco yo. Creo que sospecha de mí… Hoy ha habido otro ataque y no sé dónde me encontraba en aquel momento. ¿Qué voy a hacer, Tom? Creo que me estoy volviendo loca. ¡Me parece que soy yo la que ataca a todo el mundo, Tom! Harry tenía los puños apretados y se clavaba las uñas en las palmas. —Le llevó mucho tiempo a esa tonta de Ginny dejar de confiar en su diario —explicó Ryddle—. Pero al final sospechó e intentó deshacerse de él. Y entonces apareciste tú, Harry. Tú lo encontraste, y nada podría haberme hecho tan feliz. De todos los que podrían haberlo cogido, fuiste tú, la persona a la que yo tenía más ganas de conocer… —¿Y por qué querías conocerme? —preguntó Harry. La ira lo embargaba y tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener firme la voz. —Bueno, verás, Ginny me lo contó todo sobre ti, Harry —dijo Ryddle —. Toda tu fascinante historia. —Sus ojos vagaron por la cicatriz en forma de rayo que Harry tenía en la frente, y su expresión se volvió más ávida—. Quería averiguar más sobre ti, hablar contigo, conocerte si era posible, así que decidí mostrarte mi famosa captura de ese zopenco, Hagrid, para ganarme tu confianza. —Hagrid es mi amigo —dijo Harry, con voz temblorosa—. Y tú lo acusaste, ¿no? Creí que habías cometido un error, pero… Ryddle volvió a reírse con su risa sonora. —Era mi palabra contra la de Hagrid. Bueno, ya te puedes imaginar lo que pensaría el viejo Armando Dippet. Por un lado, Tom Ryddle, pobre pero muy inteligente, sin padres pero muy valeroso, prefecto del colegio, estudiante modelo; por el otro lado, el grandulón e idiota de Hagrid, que tenía problemas cada dos por tres, que intentaba criar cachorros de hombre lobo debajo de la cama, que se escapaba al bosque prohibido para luchar con los trols. Pero admito que incluso yo me sorprendí de lo bien que funcionó mi plan. Creía que alguien al fin comprendería que Hagrid no podía ser el heredero de Slytherin. Me había llevado cinco años averiguarlo todo sobre la Cámara de los Secretos y descubrir la entrada oculta… ¡como si Hagrid tuviera la inteligencia o el poder necesarios! »Sólo el profesor de Transformaciones, Dumbledore, creía en la inocencia de Hagrid. Convenció a Dippet para que retuviera a Hagrid y le enseñara el oficio de guarda. Sí, creo que Dumbledore podría haberlo adivinado. A Dumbledore nunca le gusté tanto como a los otros profesores… —Me apuesto algo a que Dumbledore descubrió tus intenciones —dijo Harry, rechinando los dientes. —Bueno, es verdad que él me vigiló mucho más después de la expulsión de Hagrid, me fastidió bastante —dijo Ryddle sin darle importancia—. Me di cuenta de que no sería prudente volver a abrir la cámara mientras siguiera estudiando en el colegio. Pero no iba a desperdiciar todos los años que había pasado buscándola. Decidí dejar un diario, conservándome en sus páginas con mis dieciséis años de entonces, para que algún día, con un poco de suerte, sirviese de guía para que otro siguiera mis pasos y completara la noble tarea de Salazar Slytherin. —Bueno, pues no la has completado —dijo Harry en tono triunfante—. Nadie ha muerto esta vez, ni siquiera el gato. Dentro de unas pocas horas la pócima de mandrágora estará lista y todos los petrificados volverán a la normalidad. —¿No te he dicho todavía —dijo Ryddle con suavidad— que ya no me preocupa matar a los sangre sucia? Desde hace meses mi nuevo objetivo has sido… tú. —Harry lo miró—. Imagina mi disgusto cuando alguien volvió a abrir mi diario, y ya no eras tú quien me escribía, sino Ginny. Ella te vio con el diario y se puso muy nerviosa. ¿Y si averiguabas cómo funcionaba, y el diario te contaba todos sus secretos? ¿Y si, lo que aún era peor, te decía quién había retorcido el pescuezo a los pollos? Así que esa mocosa esperó a que tu dormitorio quedara vacío y te lo robó. Pero yo ya sabía lo que tenía que hacer. Era evidente que tú ibas detrás del heredero de Slytherin. Por todo lo que Ginny me había dicho sobre ti, yo sabía que irías al fin del mundo para resolver el misterio… y más si atacaban a uno de tus mejores amigos. Y Ginny me había dicho que todo el colegio era un hervidero de rumores porque te habían oído hablar pársel… »Así que hice que Ginny escribiera en la pared su propia despedida y bajara a esperarte. Luchó y gritó y se puso muy pesada. Pero ya casi no le quedaba vida: había puesto demasiado en el diario, en mí. Lo suficiente para que yo pudiera salir al fin de las páginas. He estado esperándote desde que llegamos. Sabía que vendrías. Tengo muchas preguntas que hacerte, Harry Potter. —¿Como cuál? —soltó Harry, con los puños aún apretados. —Bueno —dijo Ryddle, sonriendo—, ¿cómo es que un bebé sin un talento mágico extraordinario derrota al mago más grande de todos los tiempos? ¿Cómo escapaste sin más daño que una cicatriz, mientras que lord Voldemort perdió sus poderes? En aquel momento apareció un extraño brillo rojo en su mirada. —¿Por qué te preocupa cómo me libré? —dijo Harry despacio—. Voldemort fue posterior a ti. —Voldemort —dijo Ryddle imperturbable— es mi pasado, mi presente y mi futuro, Harry Potter… Sacó del bolsillo la varita de Harry y escribió en el aire con ella tres resplandecientes palabras: TOM SORVOLO RYDDLE Luego volvió a agitar la varita, y las letras cambiaron de lugar: SOY LORD VOLDEMORT —¿Ves? —susurró—. Es un nombre que yo ya usaba en Hogwarts, aunque sólo entre mis amigos más íntimos, claro. ¿Crees que iba a usar siempre mi sucio nombre muggle? ¿Yo, que soy descendiente del mismísimo Salazar Slytherin, por parte de madre? ¿Conservar yo el nombre de un vulgar muggle que me abandonó antes de que yo naciera, sólo porque se enteró de que su mujer era bruja? No, Harry. Me di un nuevo nombre, un nombre que sabía que un día temerían pronunciar todos los magos, ¡cuando yo llegara a ser el hechicero más grande del mundo! A Harry pareció bloqueársele el cerebro. Miraba como atontado a Ryddle, al huérfano que se convirtió en el asesino de sus padres, y de otra mucha gente… Al final hizo un esfuerzo por hablar. —No lo eres —dijo. Su voz aparentemente calmada estaba llena de odio. —¿No soy qué? —preguntó Ryddle bruscamente. —No eres el hechicero más grande del mundo —dijo Harry, con la respiración agitada—. Lamento decepcionarte pero el mejor mago del mundo es Albus Dumbledore. Todos lo dicen. Ni siquiera cuando eras fuerte te atreviste a apoderarte de Hogwarts. Dumbledore te descubrió cuando estabas en el colegio y todavía le tienes miedo, te escondas donde te escondas. De la cara de Ryddle había desaparecido la sonrisa, y había ocupado su lugar una mirada de desprecio absoluto. —¡A Dumbledore lo han echado del castillo gracias a mi simple recuerdo! —dijo Ryddle, irritado. —No está tan lejos como crees —replicó Harry. Hablaba casi sin pensar, con la intención de asustar a Ryddle y deseando, más que creyendo, que lo que afirmaba fuese verdad. Ryddle abrió la boca, pero no dijo nada. Llegaba música de algún lugar. Ryddle se volvió para comprobar que en la cámara no había nadie más. Pero aquella música sonaba cada vez más y más fuerte. Era inquietante, estremecedora, sobrenatural. A Harry le puso los pelos de punta y le pareció que el corazón iba a salírsele del pecho. Luego, cuando la música alcanzó tal fuerza que Harry la sentía vibrar en su interior, surgieron llamas de la columna más cercana a él. Apareció de repente un pájaro carmesí del tamaño de un cisne, que entonaba hacia el techo abovedado su rara música. Tenía una cola dorada y brillante, tan larga como la de un pavo real, y brillantes garras doradas, con las que sujetaba un fardo de harapos. El pájaro se encaminó derecho a Harry, dejó caer el fardo a sus pies y se le posó en el hombro. Cuando plegó las grandes alas, Harry levantó la mirada y vio que tenía un pico dorado afilado y los ojos redondos y brillantes. El pájaro dejó de cantar y acercó su cuerpo cálido a la mejilla de Harry, sin dejar de mirar fijamente a Ryddle. —Es un fénix —dijo Ryddle, devolviéndole una mirada perspicaz. —¿Fawkes? —musitó Harry, sintiendo la suave presión de las garras doradas. —Y eso —dijo Ryddle, mirando el fardo que Fawkes había dejado caer —, eso no es más que el viejo Sombrero Seleccionador del colegio. Así era. Remendado, deshilachado y sucio, el sombrero yacía inmóvil a los pies de Harry. Ryddle volvió a reír. Rió tan fuerte que su risa se multiplicó en la oscura cámara, como si estuvieran riendo diez Ryddles al mismo tiempo. —¡Eso es lo que Dumbledore envía a su defensor: un pájaro cantor y un sombrero viejo! ¿Te sientes más seguro, Harry Potter? ¿Te sientes a salvo? Harry no respondió. No veía la utilidad de Fawkes ni del viejo sombrero, pero ya no se sentía solo, y aguardó con creciente valor a que Ryddle dejara de reír. —A lo que íbamos, Harry —dijo Ryddle, sonriendo todavía con ganas —. En dos ocasiones, en tu pasado, en mi futuro, nos hemos encontrado. Han sido dos ocasiones en que no he logrado matarte. ¿Cómo sobreviviste? Cuéntamelo todo. Cuanto más hables —añadió con voz suave—, más tardarás en morir. Harry pensó deprisa, sopesando sus posibilidades. Ryddle tenía la varita; él tenía a Fawkes y el Sombrero Seleccionador, que no resultarían de gran utilidad en un duelo. No prometían mucho, la verdad. Pero cuanto más tiempo permaneciera Ryddle allí, menos vida le quedaría a Ginny… Harry percibió algo de pronto: en el tiempo que llevaban en la cámara, los contornos de la imagen de Ryddle se habían vuelto más claros, más corpóreos. Si Ryddle y él tenían que luchar, mejor que fuera pronto. —Nadie sabe por qué perdiste tus poderes al atacarme —dijo bruscamente Harry—. Yo tampoco. Pero sé por qué no pudiste matarme: porque mi madre murió para salvarme. Mi vulgar madre de origen muggle —añadió, temblando de rabia—; ella evitó que me mataras. Y yo te he visto de verdad, te vi el año pasado. Eres una ruina. Apenas estás vivo. A esto te ha llevado todo tu poder. Te ocultas. ¡Eres horrible, inmundo! Ryddle tenía el rostro contorsionado. Forzó una horrible sonrisa. —O sea que tu madre murió para salvarte. Sí, ése es un potente contrahechizo. Tenía curiosidad, ¿sabes? Porque existe una extraña afinidad entre nosotros, Harry Potter. Incluso tú lo habrás notado. Los dos somos de sangre mezclada, los dos huérfanos, los dos criados por muggles. Tal vez somos los dos únicos hablantes de pársel que ha habido en Hogwarts después de Slytherin. Incluso nos parecemos físicamente… Pero, después de todo, sólo fue suerte lo que te salvó de mí. Eso es lo que quería saber. Harry permaneció quieto, tenso, aguardando que Ryddle levantara su varita. Pero Ryddle se limitaba a exagerar más su sonrisa contrahecha. —Ahora, Harry, voy a darte una pequeña lección. Enfrentemos los poderes de lord Voldemort, heredero de Salazar Slytherin, contra el famoso Harry Potter, que tiene de su parte las mejores armas de Dumbledore. Ryddle dirigió una mirada socarrona a Fawkes y al Sombrero Seleccionador, y luego anduvo unos pasos en dirección opuesta. Harry, notando que el miedo se le extendía por las entumecidas piernas, vio que Ryddle se detenía entre las altas columnas y dirigía la mirada al rostro de Slytherin, que se elevaba sobre él en la oscuridad. Ryddle abrió la boca y silbó… pero Harry comprendió lo que decía. —Háblame, Slytherin, el más grande de los Cuatro de Hogwarts. Harry se volvió hacia la estatua. Fawkes se balanceaba sobre su hombro. El gigantesco rostro de piedra de la estatua de Slytherin se movió y Harry vio, horrorizado, que abría la boca, más y más, hasta convertirla en un gran agujero. Algo se movía dentro de la boca de la estatua. Algo que salía de su interior. Harry retrocedió hasta dar de espaldas contra la pared de la cámara y cerró fuertemente los ojos. Sintió que el ala de Fawkes le rozaba el rostro al emprender el vuelo. Harry quiso gritar: «¡No me dejes!» Pero ¿de qué le podía valer un fénix contra el rey de las serpientes? Una gran mole golpeó contra el suelo de piedra de la cámara, y Harry notó que toda la estancia temblaba. Sabía lo que estaba ocurriendo, podía sentirlo, podía ver sin abrir los ojos la gran serpiente desenroscándose de la boca de Slytherin. Entonces oyó una voz silbante. —Mátalo. El basilisco se movía hacia Harry, éste podía oír su pesado cuerpo deslizándose lentamente por el polvoriento suelo. Con los ojos cerrados, Harry comenzó a moverse a ciegas hacia un lado, palpando con las manos el camino. Ryddle reía… Harry tropezó. Cayó contra la piedra y notó el sabor de la sangre. La serpiente se encontraba a un metro escaso de él, y Harry la oía acercarse. De repente oyó un ruido fuerte, como un estallido, justo encima de él, y algo pesado lo golpeó con tanta fuerza que lo tiró contra el muro. Esperando que la serpiente le hincara los colmillos, oyó más silbidos enloquecidos y algo que azotaba las columnas. No pudo evitarlo. Abrió los ojos lo suficiente para vislumbrar qué sucedía. La serpiente, de un verde brillante y gruesa como el tronco de un roble, se había alzado en el aire y su gran cabeza roma zigzagueaba como borracha entre las columnas. Temblando, Harry se preparó a cerrar los ojos en cuanto el monstruo hiciera ademán de volverse, y entonces vio qué era lo que había enloquecido a la serpiente. Fawkes planeaba alrededor de su cabeza, y el basilisco le lanzaba furiosos mordiscos con sus colmillos largos y afilados como sables. Entonces Fawkes descendió. Su largo pico de oro se hundió en la carne del monstruo y un chorro de sangre negruzca salpicó el suelo. La cola de la serpiente golpeaba muy cerca de Harry, y antes de que pudiera cerrar los párpados, el basilisco se volvió. Harry miró de frente a su cabeza y se dio cuenta de que el fénix lo había picado en los ojos, aquellos grandes y prominentes ojos amarillos. La sangre resbalaba hasta el suelo y la serpiente escupía agonizando. —¡No! —oyó Harry gritar a Ryddle—. ¡Deja al pájaro! ¡Deja al pájaro! ¡El chico está detrás de ti! ¡Puedes olerlo! ¡Mátalo! La serpiente ciega se balanceaba desorientada, herida de muerte. Fawkes describía círculos alrededor de su cabeza, silbando su inquietante canción, picando aquí y allá en el morro lleno de escamas del basilisco, mientras brotaba la sangre de sus ojos heridos. —¡Ayuda, ayuda! —pedía Harry enloquecido—. ¡Que alguien me ayude! La cola de la serpiente volvió a golpear contra el suelo. Harry se agachó. Un objeto blando le golpeó en la cara. El basilisco había lanzado en su furia el Sombrero Seleccionador sobre Harry, y éste lo cogió. Era cuanto le quedaba, su última oportunidad. Se lo caló en la cabeza y se echó al suelo antes de que la serpiente sacudiera la cola de nuevo. —Ayúdame…, ayúdame… —pensó Harry, apretando los ojos bajo el sombrero—, ¡ayúdame, por favor! No hubo una voz que le respondiera. En su lugar, el sombrero encogió, como si una mano invisible lo estrujara. Algo muy duro y pesado golpeó a Harry en lo alto de la cabeza, dejándolo casi sin sentido. Viendo todavía parpadear estrellas en los ojos, cogió el sombrero para quitárselo y notó que debajo había algo largo y duro. Se trataba de una espada plateada y brillante, con la empuñadura llena de fulgurantes rubíes del tamaño de huevos. —¡Mata al chico! ¡Deja al pájaro! ¡El chico está detrás de ti! Olfatea… ¡Huélelo! Harry empuñó la espada, dispuesto a defenderse. El basilisco bajó la cabeza, retorció el cuerpo, golpeando contra las columnas, y se volvió para enfrentarse a Harry. Pudo verle las cuencas de los ojos llenas de sangre, y la boca que se abría. Una boca lo bastante grande para tragarlo entero, bordeada de colmillos tan largos como su espada, delgados, brillantes, venenosos… La bestia arremetió a ciegas. Harry, al esquivarla, dio contra la pared de la cámara. El monstruo arremetió de nuevo, y su lengua bífida azotó un costado de Harry. Entonces levantó la espada con ambas manos. El basilisco atacó de nuevo, pero esta vez fue directo a Harry, que hincó la espada con todas sus fuerzas, hundiéndola hasta la empuñadura en el velo del paladar de la serpiente. Pero mientras la cálida sangre le empapaba los brazos, sintió un agudo dolor encima del codo. Un colmillo largo y venenoso se le estaba hundiendo más y más en el brazo, y se partió cuando el monstruo volvió la cabeza a un lado y con un estremecimiento se desplomó en el suelo. Harry, apoyado en la pared, se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo. Agarró el colmillo envenenado y se lo arrancó. Pero sabía que ya era demasiado tarde. El veneno había penetrado. La herida le producía un dolor candente que se le extendía lenta pero regularmente por todo el cuerpo. Al extraer el colmillo y ver su propia sangre que le empapaba la túnica, se le nubló la vista. La cámara se disolvió en un remolino de colores apagados. Una mancha roja pasó a su lado y Harry oyó un ruido de garras. —Fawkes —dijo con dificultad—. Eres estupendo, Fawkes… —Sintió que el pájaro posaba su hermosa cabeza en el brazo, donde la serpiente lo había herido. Oyó unos pasos que resonaban en la cámara, y luego vio una negra sombra delante de él. —Estás muerto, Harry Potter —dijo sobre él la voz de Ryddle—. Muerto. Hasta el pájaro de Dumbledore lo sabe. ¿Ves lo que hace, Potter? Está llorando. Harry parpadeó. Sólo un instante vio con claridad la cabeza de Fawkes. Por las brillantes plumas le corrían unas lágrimas gruesas como perlas. —Me voy a sentar aquí a esperar que mueras, Harry Potter. Tómate todo el tiempo que quieras. No tengo prisa. Harry cayó en un profundo sopor. Todo le daba vueltas. —Éste es el fin del famoso Harry Potter —dijo la voz distante de Ryddle—. Solo en la Cámara de los Secretos, abandonado por sus amigos, derrotado al fin por el Señor Tenebroso al que él tan imprudentemente se enfrentó. Volverás con tu querida madre sangre sucia, Harry… Ella compró con su vida doce años de tiempo para ti… pero al final te ha vencido lord Voldemort. Sabías que sucedería. Si aquello era morirse, pensó Harry, no era tan desagradable. Incluso el dolor se iba… Pero ¿de verdad era aquello la muerte? En lugar de oscurecerse, la cámara se volvía más clara. Harry movió un poco la cabeza, y allí estaba Fawkes, apoyándole todavía la suya en el brazo. Un charquito de lágrimas brillaba en torno a la herida… Sólo que ya no había herida. —Márchate, pájaro —dijo de pronto la voz de Ryddle—. Sepárate de él. ¡He dicho que te vayas! Harry levantó la cabeza. Ryddle apuntaba a Fawkes con la varita de Harry. Sonó como un disparo y Fawkes emprendió el vuelo en un remolino de rojo y oro. —Lágrimas de fénix… —dijo Ryddle en voz baja, contemplando el brazo de Harry—. Naturalmente… Poderes curativos…, me había olvidado… —miró a Harry a la cara—. Pero igual da. De hecho, lo prefiero así. Solos tú y yo, Harry Potter…, tú y yo… Levantó la varita. Entonces, con un batir de alas, Fawkes pasó de nuevo por encima de sus cabezas y dejó caer algo en el regazo de Harry: el diario. Lo miraron los dos durante una fracción de segundo, Ryddle con la varita levantada. Luego, sin pensar, sin meditar, como si todo aquel tiempo hubiera esperado para hacerlo, Harry cogió el colmillo de basilisco del suelo y lo clavó en el cuaderno. Se oyó un grito largo, horrible, desgarrado. La tinta salió a chorros del diario, vertiéndose sobre las manos de Harry e inundando el suelo. Ryddle se retorcía, gritando, y entonces… Desapareció. Se oyó caer al suelo la varita de Harry y luego se hizo el silencio, sólo roto por el goteo de la tinta que aún manaba del diario. El veneno del basilisco había abierto un agujero incandescente en el cuaderno. Harry se levantó temblando. La cabeza le daba vueltas, como si hubiera recorrido kilómetros con los polvos flu. Recogió la varita y el sombrero y, de un fuerte tirón, extrajo la brillante espada del paladar del basilisco. Le llegó un débil gemido del fondo de la cámara. Ginny se movía. Mientras Harry corría hacia ella, la muchacha se sentó, y sus ojos desconcertados pasaron del inmenso cuerpo del basilisco a Harry, con la túnica empapada de sangre, y luego al cuaderno que éste llevaba en la mano. Profirió un grito estremecido y se echó a llorar. —Harry…, ah, Harry, intenté decíroslo en el desayuno, pero delante de Percy no fui capaz. Era yo, Harry, pero te juro que no quería… Ryddle me obligaba a hacerlo, se apoderó de mí y… ¿cómo lo has matado? ¿Dónde está Ryddle? Lo último que recuerdo es que salió del diario. —Ha terminado todo bien —dijo Harry, cogiendo el diario para enseñarle a Ginny el agujero hecho por el colmillo—. Ryddle ya no existe. ¡Mira! Ni él ni el basilisco. Vamos, Ginny, salgamos… —¡Me van a expulsar! —se lamentó Ginny, incorporándose torpemente con la ayuda de Harry—. Siempre quise estudiar en Hogwarts, desde que vino Bill, y ahora tendré que irme y… ¿qué pensarán mis padres? Fawkes los estaba esperando, revoloteando en la entrada de la cámara. Harry apremió a Ginny. Dejaron atrás el cuerpo retorcido e inanimado del basilisco, y a través de la penumbra resonante regresaron al túnel. Harry oyó cerrarse las puertas tras ellos con un suave silbido. Tras unos minutos de andar por el oscuro túnel, a los oídos de Harry llegó un distante ruido de piedras. —¡Ron! —gritó Harry, apresurándose—. ¡Ginny está bien! ¡La traigo conmigo! Oyó que Ron daba un grito ahogado de alegría, y al doblar la última curva vieron su cara angustiada que asomaba por el agujero que había logrado abrir en el montón de piedras. —¡Ginny! —Ron sacó un brazo por el agujero para ayudarla a pasar—. ¡Estás viva! ¡No me lo puedo creer! ¿Qué ocurrió? Intentó abrazarla, pero Ginny se apartó, sollozando. —Pero estás bien, Ginny —dijo Ron, sonriéndole—. Todo ha pasado. ¿De dónde ha salido ese pájaro? Fawkes había pasado por el agujero después de Ginny. —Es de Dumbledore —dijo Harry, encogiéndose para pasar. —¿Y cómo has conseguido esa espada? —dijo Ron, mirando con la boca abierta el arma que brillaba en la mano de Harry. —Te lo explicaré cuando salgamos —dijo Harry, mirando a Ginny de soslayo. —Pero… —Más tarde —insistió Harry. No creía que fuera buena idea decirle en aquel momento quién había abierto la cámara, y menos delante de Ginny—. ¿Dónde está Lockhart? —Volvió atrás —dijo Ron, sonriendo y señalando con la cabeza hacia el principio del túnel—. No está bien. Ya veréis. Guiados por Fawkes, cuyas alas rojas emitían en la oscuridad reflejos dorados, desanduvieron el camino hasta la tubería. Gilderoy Lockhart estaba allí sentado, tarareando plácidamente. —Ha perdido la memoria —dijo Ron—. El embrujo desmemorizante le salió por la culata. Le dio a él. No tiene ni idea de quién es, ni de dónde está, ni de quiénes somos. Le dije que se quedara aquí y nos esperara. Es un peligro para sí mismo. Lockhart los miró a todos afablemente. —Hola —dijo—. Qué sitio tan curioso, ¿verdad? ¿Vivís aquí? —No —respondió Ron, mirando a Harry y arqueando las cejas. Harry se inclinó y miró la larga y oscura tubería. —¿Has pensado cómo vamos a subir? —preguntó a Ron. Ron negó con la cabeza, pero Fawkes ya había pasado delante de Harry y se hallaba revoloteando delante de él. Los ojos redondos del ave brillaban en la oscuridad mientras agitaba sus alas doradas. Harry lo miró, dubitativo. —Parece como si quisiera que te cogieras a él… —dijo Ron, perplejo —. Pero pesas demasiado para que un pájaro te suba. —Fawkes —aclaró Harry— no es un pájaro normal. —Se volvió inmediatamente a los otros—. Vamos a darnos la mano. Ginny, coge la de Ron. Profesor Lockhart… —Se refiere a usted —aclaró Ron a Lockhart. —Coja la otra mano de Ginny. Harry se metió la espada y el Sombrero Seleccionador en el cinto. Ron se agarró a los bajos de la túnica de Harry, y Harry, a las plumas de la cola de Fawkes, que resultaban curiosamente cálidas al tacto. Una extraordinaria luminosidad pareció extenderse por todo el cuerpo del ave, y en un segundo se encontraron subiendo por la tubería a toda velocidad. Harry podía oír a Lockhart que decía: —¡Asombroso, asombroso! ¡Parece cosa de magia! El aire helado azotaba el pelo de Harry, y cuando empezaba a disfrutar del paseo, el viaje por la tubería terminó. Los cuatro fueron saltando al suelo mojado del cuarto de baño de Myrtle la Llorona, y mientras Lockhart se arreglaba el sombrero, el lavabo que ocultaba la tubería volvió a su lugar cerrando la abertura. Myrtle los miraba con ojos desorbitados. —Estás vivo —dijo a Harry sin comprender. —Pareces muy decepcionada —respondió serio, limpiándose las motas de sangre y de barro que tenía en las gafas. —No, es que… había estado pensando. Si hubieras muerto, aquí serías bienvenido. Te dejaría compartir mi retrete —le dijo Myrtle, ruborizándose de color plata. —¡Uf! —dijo Ron, cuando salieron de los aseos al corredor oscuro y desierto—. ¡Harry, creo que le gustas a Myrtle! ¡Ginny, tienes una rival! Pero por el rostro de Ginny seguían resbalando unas lágrimas silenciosas. —¿Adónde vamos? —preguntó Ron, mirando a Ginny con impaciencia. Harry señaló hacia delante. Fawkes iluminaba el camino por el corredor, con su destello de oro. Lo siguieron a grandes zancadas, y en un instante se hallaron ante el despacho de la profesora McGonagall. Harry llamó y abrió la puerta. CAPÍTULO 18 La recompensa de Dobby H un momento de silencio cuando Harry, Ron, Ginny y Lockhart aparecieron en la puerta, llenos de barro, suciedad y, en el caso de Harry, sangre. Luego alguien gritó: —¡Ginny! Era la señora Weasley, que estaba llorando delante de la chimenea. Se puso en pie de un salto, seguida por su marido, y se abalanzaron sobre su hija. Harry, sin embargo, miraba detrás de ellos. El profesor Dumbledore estaba ante la repisa de la chimenea, sonriendo, junto a la profesora McGonagall, que respiraba con dificultad y se llevaba una mano al pecho. Fawkes pasó zumbando cerca de Harry para posarse en el hombro de Dumbledore. Sin apenas darse cuenta, Harry y Ron se encontraron atrapados en el abrazo de la señora Weasley. —¡La habéis salvado! ¡La habéis salvado! ¿Cómo lo hicisteis? —Creo que a todos nos encantaría enterarnos —dijo con un hilo de voz la profesora McGonagall. UBO La señora Weasley soltó a Harry, que dudó un instante, luego se acercó a la mesa y depositó encima el Sombrero Seleccionador, la espada con rubíes incrustados y lo que quedaba del diario de Ryddle. Harry empezó a contarlo todo. Habló durante casi un cuarto de hora, mientras los demás lo escuchaban absortos y en silencio. Contó lo de la voz que no salía de ningún sitio; que Hermione había comprendido que lo que él oía era un basilisco que se movía por las tuberías; que él y Ron siguieron a las arañas por el bosque; que Aragog les había dicho dónde había matado a su víctima el basilisco; que había adivinado que Myrtle la Llorona había sido la víctima, y que la entrada a la Cámara de los Secretos podía encontrarse en los aseos… —Muy bien —señaló la profesora McGonagall, cuando Harry hizo una pausa—, así que averiguasteis dónde estaba la entrada, quebrantando un centenar de normas, añadiría yo. Pero ¿cómo demonios conseguisteis salir con vida, Potter? Así que Harry, con la voz ronca de tanto hablar, les relató la oportuna llegada de Fawkes y del Sombrero Seleccionador, que le proporcionó la espada. Pero luego titubeó. Había evitado hablar sobre la relación entre el diario de Ryddle y Ginny. Ella apoyaba la cabeza en el hombro de su madre, y seguía derramando silenciosas lágrimas por las mejillas. ¿Y si la expulsaban?, pensó Harry aterrorizado. El diario de Ryddle no serviría ya como prueba, pues había quedado inservible… ¿cómo podrían demostrar que era el causante de todo? Instintivamente, Harry miró a Dumbledore, y éste esbozó una leve sonrisa. La hoguera de la chimenea hacía brillar sus lentes de media luna. —Lo que más me intriga —dijo Dumbledore amablemente—, es cómo se las arregló lord Voldemort para embrujar a Ginny, cuando mis fuentes me indican que actualmente se halla oculto en los bosques de Albania. Harry se sintió maravillosamente aliviado. —¿Qué… qué? —preguntó el señor Weasley con voz atónita—. ¿Sabe qui-quién? ¿Ginny embrujada? Pero Ginny no ha… Ginny no ha sido… ¿verdad? —Fue el diario —dijo inmediatamente Harry, cogiéndolo y enseñándoselo a Dumbledore—. Ryddle lo escribió cuando tenía dieciséis años. Dumbledore cogió el diario que sostenía Harry y examinó minuciosamente sus páginas quemadas y mojadas. —Soberbio —dijo con suavidad—. Por supuesto, él ha sido probablemente el alumno más inteligente que ha tenido nunca Hogwarts. — Se volvió hacia los Weasley, que lo miraban perplejos—. Muy pocos saben que lord Voldemort se llamó antes Tom Ryddle. Yo mismo le di clase, hace cincuenta años, en Hogwarts. Desapareció tras abandonar el colegio… Recorrió el mundo…, profundizó en las Artes Oscuras, tuvo trato con los peores de entre los nuestros, acometió peligros, transformaciones mágicas, hasta tal punto que cuando resurgió como lord Voldemort resultaba irreconocible. Prácticamente nadie relacionó a lord Voldemort con el muchacho inteligente y encantador que fue delegado. —Pero Ginny —dijo la señora Weasley—. ¿Qué tiene que ver nuestra Ginny con él? —¡Su… su diario! —dijo Ginny entre sollozos—. He estado escribiendo en él, y me ha estado contestando durante todo el curso… —¡Ginny! —exclamó su padre, atónito—. ¿No te he enseñado una cosa? ¿Qué te he dicho siempre? No confíes en nada que piense si no sabes dónde tiene el cerebro. ¿Por qué no me enseñaste el diario a mí o a tu madre? Un objeto tan sospechoso como ése, ¡tenía que ser cosa de magia oscura! —No…, no lo sabía —sollozó Ginny—. Lo encontré dentro de uno de los libros que me había comprado mamá. Pensé que alguien lo había dejado allí y se le había olvidado… —La señorita Weasley debería ir directamente a la enfermería —terció Dumbledore con voz firme—. Para ella ha sido una experiencia terrible. No habrá castigo. Lord Voldemort ha engañado a magos más viejos y más sabios. —Fue a abrir la puerta—. Reposo en cama y tal vez un tazón de chocolate caliente. A mí siempre me anima —añadió, guiñándole un ojo bondadosamente—. La señora Pomfrey estará todavía despierta. Debe de estar dando zumo de mandrágora a las víctimas del basilisco. Seguramente despertarán de un momento a otro. —¡Así que Hermione está bien! —dijo Ron con alegría. —No les han causado un daño irreversible —dijo Dumbledore. La señora Weasley salió con Ginny, y el padre iba detrás, todavía muy impresionado. —¿Sabes, Minerva? —dijo pensativamente el profesor Dumbledore a la profesora McGonagall—, creo que esto se merece un buen banquete. ¿Te puedo pedir que vayas a avisar a los de la cocina? —Bien —dijo resueltamente la profesora McGonagall, encaminándose también hacia la puerta—, te dejaré para que ajustes cuentas con Potter y Weasley. —Eso es —dijo Dumbledore. Salió, y Harry y Ron miraron a Dumbledore dubitativos. ¿Qué había querido decir exactamente la profesora McGonagall con aquello de «ajustar cuentas»? ¿Acaso los iban a castigar? —Creo recordar que os dije que tendría que expulsaros si volvíais a quebrantar alguna norma del colegio —dijo Dumbledore. Ron abrió la boca horrorizado. —Lo cual demuestra que todos tenemos que tragarnos nuestras palabras alguna vez —prosiguió Dumbledore, sonriendo—. Recibiréis ambos el Premio por Servicios Especiales al Colegio y… veamos…, sí, creo que doscientos puntos para Gryffindor por cada uno. Ron se puso tan sonrosado como las flores de San Valentín de Lockhart, y volvió a cerrar la boca. —Pero hay alguien que parece que no dice nada sobre su participación en la peligrosa aventura —añadió Dumbledore—. ¿Por qué esa modestia, Gilderoy? Harry dio un respingo. Se había olvidado por completo de Lockhart. Se volvió y vio que estaba en un rincón del despacho, con una vaga sonrisa en el rostro. Cuando Dumbledore se dirigió a él, Lockhart miró con indiferencia para ver quién le hablaba. —Profesor Dumbledore —dijo Ron enseguida—, hubo un accidente en la Cámara de los Secretos. El profesor Lockhart… —¿Soy profesor? —preguntó sorprendido—. ¡Dios mío! Supongo que seré un inútil, ¿no? —… intentó hacer un embrujo desmemorizante y el tiro le salió por la culata —explicó Ron a Dumbledore tranquilamente. —Hay que ver —dijo Dumbledore, moviendo la cabeza de forma que le temblaba el largo bigote plateado—, ¡herido con su propia espada, Gilderoy! —¿Espada? —dijo Lockhart con voz tenue—. No, no tengo espada. Pero este chico sí tiene una. —Señaló a Harry—. Él se la podrá prestar. —¿Te importaría llevar también al profesor Lockhart a la enfermería? —dijo Dumbledore a Ron—. Quisiera tener unas palabras con Harry. Lockhart salió. Ron miró con curiosidad a Harry y Dumbledore mientras cerraba la puerta. Dumbledore fue hacia una de las sillas que había junto al fuego. —Siéntate, Harry —dijo, y Harry tomó asiento, incomprensiblemente azorado—. Antes que nada, Harry, quiero darte las gracias —dijo Dumbledore, parpadeando de nuevo—. Debes de haber demostrado verdadera lealtad hacia mí en la cámara. Sólo eso puede hacer que acuda Fawkes. Acarició al fénix, que agitaba las alas posado sobre una de sus rodillas. Harry sonrió con apuro cuando Dumbledore lo miró directamente a los ojos. —Así que has conocido a Tom Ryddle —dijo Dumbledore pensativo—. Imagino que tendría mucho interés en verte. De pronto, Harry mencionó algo que le reconcomía: —Profesor Dumbledore… Ryddle dijo que yo soy como él. Una extraña afinidad, dijo… —¿De verdad? —preguntó Dumbledore, mirando a un Harry pensativo, por debajo de sus espesas cejas plateadas—. ¿Y a ti qué te parece, Harry? —¡Me parece que no soy como él! —contestó Harry, más alto de lo que pretendía—. Quiero decir que yo…, yo soy de Gryffindor, yo soy… Pero calló. Resurgía una duda que le acechaba. —Profesor —añadió después de un instante—, el Sombrero Seleccionador me dijo que yo… haría un buen papel en Slytherin. Todos creyeron un tiempo que yo era el heredero de Slytherin, porque sé hablar pársel… —Tú sabes hablar pársel, Harry —dijo tranquilamente Dumbledore—, porque lord Voldemort, que es el último descendiente de Salazar Slytherin, habla pársel. Si no estoy muy equivocado, él te transfirió algunos de sus poderes la noche en que te hizo esa cicatriz. No era su intención, seguro… —¿Voldemort puso algo de él en mí? —preguntó Harry, atónito. —Eso parece. —Así que yo debería estar en Slytherin —dijo Harry, mirando con desesperación a Dumbledore—. El Sombrero Seleccionador distinguió en mí poderes de Slytherin y… —Te puso en Gryffindor —dijo Dumbledore reposadamente—. Escúchame, Harry. Resulta que tú tienes muchas de las cualidades que Slytherin apreciaba en sus alumnos, que eran cuidadosamente escogidos: su propio y rarísimo don, la lengua pársel…, inventiva…, determinación…, un cierto desdén por las normas —añadió, mientras le volvía a temblar el bigote—. Pero aun así, el sombrero te colocó en Gryffindor. Y tú sabes por qué. Piensa. —Me colocó en Gryffindor —dijo Harry con voz de derrota— solamente porque yo le pedí no ir a Slytherin… —Exacto —dijo Dumbledore, volviendo a sonreír—. Eso es lo que te diferencia de Tom Ryddle. Son nuestras elecciones, Harry, las que muestran lo que somos, mucho más que nuestras habilidades. —Harry estaba en su silla, atónito e inmóvil—. Si quieres una prueba de que perteneces a Gryffindor, te sugiero que mires esto con más detenimiento. Dumbledore se acercó al escritorio de la profesora McGonagall, cogió la espada ensangrentada y se la pasó a Harry. Sin mucho ánimo, Harry le dio la vuelta y vio brillar los rubíes a la luz del fuego. Y luego vio el nombre grabado debajo de la empuñadura: Godric Gryffindor. —Sólo un verdadero miembro de Gryffindor podría haber sacado esto del sombrero, Harry —dijo simplemente Dumbledore. Durante un minuto, ninguno de los dos dijo nada. Luego Dumbledore abrió uno de los cajones del escritorio de la profesora McGonagall y sacó de él una pluma y un tintero. —Lo que necesitas, Harry, es comer algo y dormir. Te sugiero que bajes al banquete, mientras escribo a Azkaban: necesitamos que vuelva nuestro guarda. Y tengo que redactar un anuncio para El Profeta, además —añadió pensativo—. Necesitamos un nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Vaya, parece que no nos duran nada, ¿verdad? Harry se levantó y se dispuso a salir. Pero apenas tocó el pomo de la puerta, ésta se abrió tan bruscamente que pegó contra la pared y rebotó. Lucius Malfoy estaba allí, con el semblante furioso; y también Dobby, encogido de miedo y cubierto de vendas. —Buenas noches, Lucius —dijo Dumbledore amablemente. El señor Malfoy casi derriba a Harry al entrar en el despacho. Dobby lo seguía detrás, pegado a su capa, con una expresión de terror. —¡Vaya! —dijo Lucius Malfoy, fijos en Dumbledore sus fríos ojos—. Ha vuelto. El consejo escolar lo ha suspendido de sus funciones, pero aun así, usted ha considerado conveniente volver. —Bueno, Lucius, verá —dijo Dumbledore, sonriendo serenamente—, he recibido una petición de los otros once representantes. Aquello parecía un criadero de lechuzas, para serle sincero. Cuando recibieron la noticia de que la hija de Arthur Weasley había sido asesinada, me pidieron que volviera inmediatamente. Pensaron que, a pesar de todo, yo era el hombre más adecuado para el cargo. Además, me contaron cosas muy curiosas. Algunos incluso decían que usted les había amenazado con echar una maldición sobre sus familias si no accedían a destituirme. El señor Malfoy se puso aún más pálido de lo habitual, pero seguía con los ojos cargados de furia. —¿Así que… ha puesto fin a los ataques? —dijo con aire despectivo—. ¿Ha encontrado al culpable? —Lo hemos encontrado —contestó Dumbledore, con una sonrisa. —¿Y bien? —preguntó bruscamente Malfoy—. ¿Quién es? —El mismo que la última vez, Lucius —dijo Dumbledore—. Pero esta vez lord Voldemort actuaba a través de otra persona, por medio de este diario. Levantó el cuaderno negro agujereado en el centro, y miró a Malfoy atentamente. Harry, por el contrario, no apartaba los ojos de Dobby. El elfo hacía cosas muy raras. Miraba fijamente a Harry, señalando el diario, y luego al señor Malfoy. A continuación se daba puñetazos en la cabeza. —Ya veo… —dijo despacio Malfoy a Dumbledore. —Un plan inteligente —dijo Dumbledore con voz desapasionada, sin dejar de mirar a Malfoy directamente a los ojos—. Porque si Harry, aquí presente —el señor Malfoy dirigió a Harry una incisiva mirada de soslayo —, y su amigo Ron no hubieran descubierto este cuaderno…, Ginny Weasley habría aparecido como culpable. Nadie habría podido demostrar que ella no había actuado libremente… El señor Malfoy no dijo nada. Su cara se había vuelto de repente como de piedra. —E imagine —prosiguió Dumbledore— lo que podría haber ocurrido entonces… Los Weasley son una de las familias de sangre limpia más distinguidas. Imagine el efecto que habría tenido sobre Arthur Weasley y su Ley de defensa de los muggles, si se descubriera que su propia hija había atacado y asesinado a personas de origen muggle. Afortunadamente apareció el diario, con los recuerdos de Ryddle borrados de él. Quién sabe lo que podría haber pasado si no hubiera sido así. El señor Malfoy hizo un esfuerzo por hablar. —Ha sido una suerte —dijo fríamente. Pero Dobby seguía, a su espalda, señalando primero al diario, después a Lucius Malfoy, y luego pegándose en la cabeza. Y Harry comprendió de pronto. Hizo un gesto a Dobby con la cabeza, y éste se retiró a un rincón, retorciéndose las orejas para castigarse. —¿Sabe cómo llegó ese diario a Ginny, señor Malfoy? —le preguntó Harry. Lucius Malfoy se volvió hacia él. —¿Por qué iba a saber yo de dónde lo cogió esa tonta? —preguntó. —Porque usted se lo dio —respondió Harry—. En Flourish y Blotts. Usted le cogió su libro de Transformaciones y metió el diario dentro, ¿a que sí? Vio que el señor Malfoy abría y cerraba las manos. —Demuéstralo —dijo, furioso. —Nadie puede demostrarlo —dijo Dumbledore, y sonrió a Harry—, puesto que ha desaparecido del libro todo rastro de Ryddle. Por otro lado, le aconsejo, Lucius, que deje de repartir viejos recuerdos escolares de lord Voldemort. Si algún otro cayera en manos inocentes, Arthur Weasley se asegurará de que le sea devuelto a usted… Lucius Malfoy se quedó un momento quieto, y Harry vio claramente que su mano derecha se agitaba como si quisiera empuñar la varita. Pero en vez de hacerlo, se volvió a su elfo doméstico. —¡Nos vamos, Dobby! Tiró de la puerta, y cuando el elfo se acercó corriendo, le dio una patada que lo envió fuera. Oyeron a Dobby gritar de dolor por todo el pasillo. Harry reflexionó un momento, y entonces tuvo una idea. —Profesor Dumbledore —dijo deprisa—, ¿me permite que le devuelva el diario al señor Malfoy? —Claro, Harry —dijo Dumbledore con calma—. Pero date prisa. Recuerda el banquete. Harry cogió el diario y salió del despacho corriendo. Aún se oían alejándose los gritos de dolor de Dobby, que ya había doblado la esquina del corredor. Rápidamente, preguntándose si sería posible que su plan tuviera éxito, Harry se quitó un zapato, se sacó el calcetín sucio y embarrado, y metió el diario dentro. Luego se puso a correr por el oscuro corredor. Los alcanzó al pie de las escaleras. —Señor Malfoy —dijo jadeando y patinando al detenerse—, tengo algo para usted. Y le puso a Lucius Malfoy en la mano el calcetín maloliente. —¿Qué diablos…? El señor Malfoy extrajo el diario del calcetín, tiró éste al suelo y luego pasó la vista, furioso, del diario a Harry. —Harry Potter, vas a terminar como tus padres uno de estos días —dijo bajando la voz—. También ellos eran unos idiotas entrometidos. —Y se volvió para irse—. Ven, Dobby. ¡He dicho que vengas! Pero Dobby no se movió. Sostenía el calcetín sucio y embarrado de Harry, contemplándolo como si fuera un tesoro de valor incalculable. —Mi amo le ha dado a Dobby un calcetín —dijo el elfo asombrado—. Mi amo se lo ha dado a Dobby. —¿Qué? —escupió el señor Malfoy—. ¿Qué has dicho? —Dobby tiene un calcetín —dijo Dobby aún sin poder creérselo—. Mi amo lo tiró, y Dobby lo cogió, y ahora Dobby… Dobby es libre. Lucius Malfoy se quedó de piedra, mirando al elfo. Luego embistió a Harry. —¡Por tu culpa he perdido a mi criado, mocoso! Pero Dobby gritó: —¡Usted no hará daño a Harry Potter! Se oyó un fuerte golpe, y el señor Malfoy cayó de espaldas. Bajó las escaleras de tres en tres y aterrizó hecho una masa de arrugas. Se levantó, lívido, y sacó la varita, pero Dobby le levantó un dedo amenazador. —Usted se va a ir ahora —dijo con fiereza, señalando al señor Malfoy —. Usted no tocará a Harry Potter. Váyase ahora mismo. Lucius Malfoy no tuvo elección. Dirigiéndoles una última mirada de odio, se cubrió por completo con la capa y salió apresuradamente. —¡Harry Potter ha liberado a Dobby! —chilló el elfo, mirando a Harry. La luz de la luna se reflejaba, a través de una ventana cercana, en sus ojos esféricos—. ¡Harry Potter ha liberado a Dobby! —Es lo menos que podía hacer, Dobby —dijo Harry, sonriendo—. Pero prométame que no volverá a intentar salvarme la vida. Una sonrisa amplia, con todos los dientes a la vista, cruzó la fea cara cetrina del elfo. —Sólo tengo una pregunta, Dobby —dijo Harry, mientras Dobby se ponía el calcetín de Harry con manos temblorosas—. Usted me dijo que esto no tenía nada que ver con El-que-no-debe-ser-nombrado, ¿recuerda? Bueno… —Era una pista, señor —dijo Dobby, con los ojos muy abiertos, como si resultara obvio—. Dobby le daba una pista. Antes de que cambiara de nombre, el Señor Tenebroso podía ser nombrado tranquilamente, ¿se da cuenta? —Bien —dijo Harry con voz débil—. Será mejor que me vaya. Hay un banquete, y mi amiga Hermione ya estará recobrada… Dobby le echó los brazos a Harry en la cintura y lo abrazó con fuerza. —¡Harry Potter es mucho más grande de lo que Dobby suponía! — sollozó—. ¡Adiós, Harry Potter! Y dando un sonoro chasquido, Dobby desapareció. Harry había estado presente en varios banquetes de Hogwarts, pero en ninguno como aquél. Todos iban en pijama, y la celebración duró toda la noche. Harry no sabía si lo mejor había sido cuando Hermione corrió hacia él gritando: «¡Lo has conseguido! ¡Lo has conseguido!»; o cuando Justin se levantó de la mesa de Hufflepuff y se le acercó veloz para estrecharle la mano y disculparse infinitamente por haber sospechado de él; o cuando Hagrid llegó, a las tres y media, y dio a Harry y a Ron unas palmadas tan fuertes en los hombros que los tiró contra el postre; o cuando dieron a Gryffindor los cuatrocientos puntos ganados por él y Ron, con lo que se aseguraron la Copa de las Casas por segundo año consecutivo; o cuando la profesora McGonagall se levantó para anunciar que el colegio, como obsequio a los alumnos, había decidido prescindir de los exámenes («¡Oh, no!», exclamó Hermione); o cuando Dumbledore anunció que, por desgracia, el profesor Lockhart no podría volver el curso siguiente, debido a que tenía que ingresar en un sanatorio para recuperar la memoria. Algunos de los profesores se unieron al grito de júbilo con el que los alumnos recibieron estas noticias. —¡Qué pena! —dijo Ron, cogiendo una rosquilla rellena de mermelada —. Estaba empezando a caerme bien. El resto del último trimestre transcurrió bajo un sol radiante y abrasador. Hogwarts había vuelto a la normalidad, con sólo unas pequeñas diferencias: las clases de Defensa Contra las Artes Oscuras se habían suspendido («pero hemos hecho muchas prácticas», dijo Ron a una contrariada Hermione) y Lucius Malfoy había sido expulsado del consejo escolar. Draco ya no se pavoneaba por el colegio como si fuera el dueño. Por el contrario, parecía resentido y enfurruñado. Y Ginny Weasley volvía a ser completamente feliz. Muy pronto llegó el momento de volver a casa en el expreso de Hogwarts. Harry, Ron, Hermione, Fred, George y Ginny tuvieron todo un compartimento para ellos. Aprovecharon al máximo las últimas horas en que les estaba permitido hacer magia antes de que comenzaran las vacaciones. Jugaron a los naipes explosivos, encendieron las últimas bengalas del doctor Filibuster de George y Fred, y jugaron a desarmarse unos a otros mediante la magia. Harry estaba adquiriendo en esto gran habilidad. Estaban llegando a King’s Cross cuando Harry recordó algo. —Ginny…, ¿qué es lo que le viste hacer a Percy, que no quería que se lo dijeras a nadie? —¡Ah, eso! —dijo Ginny con una risita—. Bueno, es que Percy tiene novia. A Fred se le cayeron los libros que llevaba en el brazo. —¿Qué? —Es esa prefecta de Ravenclaw, Penelope Clearwater —dijo Ginny—. Es a ella a quien estuvo escribiendo todo el verano pasado. Se han estado viendo en secreto por todo el colegio. Un día los descubrí besándose en un aula vacía. Le afectó mucho cuando ella fue…, ya sabéis…, atacada. No os reiréis de él, ¿verdad? —añadió. —Ni se me pasaría por la cabeza —dijo Fred, que ponía una cara como si faltase muy poco para su cumpleaños. —Por supuesto que no —corroboró George con una risita. El expreso de Hogwarts aminoró la marcha y al final se detuvo. Harry sacó la pluma y un trozo de pergamino y se volvió a Ron y Hermione. —Esto es lo que se llama un número de teléfono —dijo Harry, escribiéndolo dos veces y partiendo el pergamino en dos para darles un número a cada uno—. Tu padre ya sabe cómo se usa el teléfono, porque el verano pasado se lo expliqué. Llamadme a casa de los Dursley, ¿vale? No podría aguantar otros dos meses sin hablar con nadie más que con Dudley… —Pero tus tíos estarán muy orgullosos de ti, ¿no? —dijo Hermione cuando salían del tren y se metían entre la multitud que iba en tropel hacia la barrera encantada—. ¿Y cuando se enteren de lo que has hecho este curso? —¿Orgullosos? —dijo Harry—. ¿Estás loca? ¿Con todas las oportunidades que tuve de morir, y no lo logré? Estarán furiosos… Y juntos atravesaron la verja hacia el mundo muggle. Por la cicatriz que lleva en la frente, sabemos que Harry Potter no es un niño como los demás, sino el héroe que venció a lord Voldemort, el mago más temible y maligno de todos los tiempos y culpable de la muerte de los padres de Harry. Desde entonces, Harry no tiene más remedio que vivir con sus pesados tíos y su insoportable primo Dudley, todos ellos muggles, o sea, personas no magas, que desprecian a su sobrino debido a sus poderes. Igual que en las dos primeras partes de la serie –La piedra filosofal y La cámara secreta– Harry aguarda con impaciencia el inicio del tercer curso en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Tras haber cumplido los trece años, solo y lejos de sus amigos de Hogwarts, Harry se pelea con su bigotuda tía Marge, a la que convierte en globo, y debe huir en un autobús mágico. Mientras tanto, de la prisión de Azkaban se ha escapado un terrible villano, Sirius Black, un asesino en serie con poderes mágicos que fue cómplice de lord Voldemort y que parece dispuesto a eliminar a Harry del mapa. Y por si esto fuera poco, Harry deberá enfrentarse también a unos terribles monstruos, los dementores, seres abominables capaces de robarles la felicidad a los magos y de borrar todo recuerdo hermoso de aquellos que osan mirarlos. Lo que ninguno de estos malvados personajes sabe es que Harry, con la ayuda de sus fieles amigos Ron y Hermione, es capaz de todo y mucho más. A Jill Prewett y Aine Kiely, madrinas de Swing. CAPÍTULO UNO Lechuzas mensajeras H Potter era, en muchos sentidos, un muchacho diferente. Por un lado, las vacaciones de verano le gustaban menos que cualquier otra época del año; y por otro, deseaba de verdad hacer los deberes, pero tenía que hacerlos a escondidas, muy entrada la noche. Y además, Harry Potter era un mago. Era casi medianoche y estaba tumbado en la cama, boca abajo, tapado con las mantas hasta la cabeza, como en una tienda de campaña. En una mano tenía la linterna y, abierto sobre la almohada, había un libro grande, encuadernado en piel (Historia de la Magia, de Bathilda Bagshot). Harry recorría la página con la punta de su pluma de águila, con el entrecejo fruncido, buscando algo que le sirviera para su redacción sobre «La inutilidad de la quema de brujas en el siglo XIV». La pluma se detuvo en la parte superior de un párrafo que podía serle útil. Harry se subió las gafas redondas, acercó la linterna al libro y leyó: ARRY En la Edad Media, los no magos (comúnmente denominados muggles) sentían hacia la magia un especial temor, pero no eran muy duchos en reconocerla. En las raras ocasiones en que capturaban a un auténtico brujo o bruja, la quema carecía en absoluto de efecto. La bruja o el brujo realizaba un sencillo encantamiento para enfriar las llamas y luego fingía que se retorcía de dolor mientras disfrutaba del suave cosquilleo. A Wendelin la Hechicera le gustaba tanto ser quemada que se dejó capturar no menos de cuarenta y siete veces con distintos aspectos. Harry se puso la pluma entre los dientes y buscó bajo la almohada el tintero y un rollo de pergamino. Lentamente y con mucho cuidado, destapó el tintero, mojó la pluma y comenzó a escribir, deteniéndose a escuchar de vez en cuando, porque si alguno de los Dursley, al pasar hacia el baño, oía el rasgar de la pluma, lo más probable era que lo encerraran bajo llave hasta el final del verano en la alacena que había debajo de las escaleras. La familia Dursley, que vivía en el número 4 de Privet Drive, era el motivo de que Harry no pudiera tener nunca vacaciones de verano. Tío Vernon, tía Petunia y su hijo Dudley eran los únicos parientes vivos que tenía Harry. Eran muggles, y su actitud hacia la magia era muy medieval. En casa de los Dursley nunca se mencionaba a los difuntos padres de Harry, que habían sido brujos. Durante años, tía Petunia y tío Vernon habían albergado la esperanza de extirpar lo que Harry tenía de mago, teniéndolo bien sujeto. Les irritaba no haberlo logrado y vivían con el temor de que alguien pudiera descubrir que Harry había pasado la mayor parte de los últimos dos años en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Lo único que podían hacer los Dursley aquellos días era guardar bajo llave los libros de hechizos, la varita mágica, el caldero y la escoba al inicio de las vacaciones de verano, y prohibirle que hablara con los vecinos. Para Harry había representado un grave problema que le quitaran los libros, porque los profesores de Hogwarts le habían puesto muchos deberes para el verano. Uno de los trabajos menos agradables, sobre pociones para encoger, era para el profesor menos estimado por Harry, Snape, que estaría encantado de tener una excusa para castigar a Harry durante un mes. Así que, durante la primera semana de vacaciones, Harry aprovechó la oportunidad: mientras tío Vernon, tía Petunia y Dudley estaban en el jardín admirando el nuevo coche de la empresa de tío Vernon (en voz muy alta, para que el vecindario se enterara), Harry fue a la planta baja, forzó la cerradura de la alacena de debajo de las escaleras, cogió algunos libros y los escondió en su habitación. Mientras no dejara manchas de tinta en las sábanas, los Dursley no tendrían por qué enterarse de que aprovechaba las noches para estudiar magia. Harry no quería problemas con sus tíos y menos en aquellos momentos, porque estaban enfadados con él, y todo porque cuando llevaba una semana de vacaciones había recibido una llamada telefónica de un compañero mago. Ron Weasley, que era uno de los mejores amigos que Harry tenía en Hogwarts, procedía de una familia de magos. Esto significaba que sabía muchas cosas que Harry ignoraba, pero nunca había utilizado el teléfono. Por desgracia, fue tío Vernon quien respondió: —¿Diga? Harry, que estaba en ese momento en la habitación, se quedó de piedra al oír que era Ron quien respondía. —¿HOLA? ¿HOLA? ¿ME OYE? ¡QUISIERA HABLAR CON HARRY POTTER! Ron daba tales gritos que tío Vernon dio un salto y alejó el teléfono de su oído por lo menos medio metro, mirándolo con furia y sorpresa. —¿QUIÉN ES? —voceó en dirección al auricular—. ¿QUIÉN ES? —¡RON WEASLEY! —gritó Ron a su vez, como si el tío Vernon y él estuvieran comunicándose desde los extremos de un campo de fútbol—. SOY UN AMIGO DE HARRY, DEL COLEGIO. Los minúsculos ojos de tío Vernon se volvieron hacia Harry, que estaba inmovilizado. —¡AQUÍ NO VIVE NINGÚN HARRY POTTER! —gritó tío Vernon, manteniendo el brazo estirado, como si temiera que el teléfono pudiera estallar—. ¡NO SÉ DE QUÉ COLEGIO ME HABLA! ¡NO VUELVA A LLAMAR AQUÍ! ¡NO SE ACERQUE A MI FAMILIA! Colgó el teléfono como quien se desprende de una araña venenosa. La bronca que siguió fue una de las peores que le habían echado. —¡CÓMO TE ATREVES A DARLE ESTE NÚMERO A GENTE COMO… COMO TÚ! — le gritó tío Vernon, salpicándolo de saliva. Ron, obviamente, comprendió que había puesto a Harry en un apuro, porque no volvió a llamar. La mejor amiga de Harry en Hogwarts, Hermione Granger, tampoco lo llamó. Harry se imaginaba que Ron le había dicho a Hermione que no lo llamara, lo cual era una pena, porque los padres de Hermione, la bruja más inteligente de la clase de Harry, eran muggles, y ella sabía muy bien cómo utilizar el teléfono, y probablemente habría tenido tacto suficiente para no revelar que estudiaba en Hogwarts. De manera que Harry había permanecido cinco largas semanas sin tener noticia de sus amigos magos, y aquel verano estaba resultando casi tan desagradable como el anterior. Sólo había una pequeña mejora: después de jurar que no la usaría para enviar mensajes a ninguno de sus amigos, a Harry le habían permitido sacar de la jaula por las noches a su lechuza Hedwig. Tío Vernon había transigido debido al escándalo que armaba Hedwig cuando permanecía todo el tiempo encerrada. Harry terminó de escribir sobre Wendelin la Hechicera e hizo una pausa para volver a escuchar. Sólo los ronquidos lejanos y ruidosos de su enorme primo Dudley rompían el silencio de la casa. Debía de ser muy tarde. A Harry le picaban los ojos de cansancio. Sería mejor terminar la redacción la noche siguiente… Tapó el tintero, sacó una funda de almohada de debajo de la cama, metió dentro la linterna, la Historia de la Magia, la redacción, la pluma y el tintero, se levantó y lo escondió todo debajo de la cama, bajo una tabla del entarimado que estaba suelta. Se puso de pie, se estiró y miró la hora en la esfera luminosa del despertador de la mesilla de noche. Era la una de la mañana. Harry se sobresaltó: hacía una hora que había cumplido trece años y no se había dado cuenta. Harry aún era un muchacho diferente en otro aspecto: en el escaso entusiasmo con que aguardaba sus cumpleaños. Nunca había recibido una tarjeta de felicitación. Los Dursley habían pasado por alto sus dos últimos cumpleaños y no tenía ningún motivo para suponer que fueran a acordarse del siguiente. Harry atravesó a oscuras la habitación, pasando junto a la gran jaula vacía de Hedwig, y llegó hasta la ventana, que estaba abierta. Se apoyó en el alféizar y notó con agrado en la cara, después del largo rato pasado bajo las mantas, el frescor de la noche. Hacía dos noches que Hedwig se había ido. Harry no estaba preocupado por ella (en otras ocasiones se había ausentado durante períodos equivalentes), pero esperaba que no tardara en volver. Era el único ser vivo en aquella casa que no se asustaba al verlo. Aunque Harry seguía siendo demasiado pequeño y esmirriado para su edad, había crecido varios centímetros durante el último año. Sin embargo, su cabello negro azabache seguía como siempre: sin dejarse peinar. No importaba lo que hiciera con él, el pelo no se sometía. Tras las gafas tenía unos ojos verdes brillantes, y sobre la frente, claramente visible entre el pelo, una cicatriz alargada en forma de rayo. Aquella cicatriz era la más extraordinaria de todas las características inusuales de Harry. No era, como le habían hecho creer los Dursley durante diez años, una huella del accidente de automóvil que había acabado con la vida de los padres de Harry, porque Lily y James Potter no habían muerto en un accidente de tráfico, sino asesinados. Asesinados por el mago tenebroso más temido de los últimos cien años: lord Voldemort. Harry había sobrevivido a aquel ataque sin otra secuela que la cicatriz de la frente cuando el hechizo de Voldemort, en vez de matarlo, había rebotado contra su agresor. Medio muerto, Voldemort había huido… Pero Harry había tenido que vérselas con él desde el momento en que llegó a Hogwarts. Al recordar junto a la ventana su último encuentro, Harry pensó que si había cumplido los trece años era porque tenía mucha suerte. Miró el cielo estrellado, por si veía a Hedwig, que quizá regresara con un ratón muerto en el pico, esperando sus elogios. Harry miraba distraído por encima de los tejados y pasaron algunos segundos hasta que comprendió lo que veía. Perfilada contra la luna dorada y creciendo a cada instante se veía una figura de forma extrañamente irregular que se dirigía hacia Harry batiendo las alas. Se quedó quieto viéndola descender. Durante una fracción de segundo, Harry no supo, con la mano en la falleba, si cerrar la ventana de golpe. Pero entonces la extraña criatura revoloteó sobre una farola de Privet Drive, y Harry, dándose cuenta de lo que era, se hizo a un lado. Tres lechuzas penetraron por la ventana, dos sosteniendo a otra que parecía inconsciente. Aterrizaron suavemente sobre la cama de Harry, y la lechuza que iba en medio, y que era grande y gris, cayó y quedó allí inmóvil. Llevaba un paquete atado a las patas. Harry reconoció enseguida a la lechuza inconsciente. Se llamaba Errol y pertenecía a la familia Weasley. Harry se lanzó inmediatamente sobre la cama, desató los cordeles de las patas de Errol, cogió el paquete y depositó a Errol en la jaula de Hedwig. Errol abrió un ojo empañado, ululó débilmente en señal de agradecimiento y comenzó a beber agua a tragos. Harry volvió al lugar en que descansaban las otras lechuzas. Una de ellas (una hembra grande y blanca como la nieve) era su propia Hedwig. También llevaba un paquete y parecía muy satisfecha de sí misma. Dio a Harry un picotazo cariñoso cuando le quitó la carga, y luego atravesó la habitación volando para reunirse con Errol. Harry no reconoció a la tercera lechuza, que era muy bonita y de color pardo rojizo, pero supo enseguida de dónde venía, porque además del correspondiente paquete portaba un mensaje con el emblema de Hogwarts. Cuando Harry le cogió la carta a esta lechuza, ella erizó las plumas orgullosamente, estiró las alas y emprendió el vuelo atravesando la ventana e internándose en la noche. Harry se sentó en la cama, cogió el paquete de Errol, rasgó el papel marrón y descubrió un regalo envuelto en papel dorado y la primera tarjeta de cumpleaños de su vida. Abrió el sobre con dedos ligeramente temblorosos. Cayeron dos trozos de papel: una carta y un recorte de periódico. Supo que el recorte de periódico pertenecía al diario del mundo mágico El Profeta porque la gente de la fotografía en blanco y negro se movía. Harry recogió el recorte, lo alisó y leyó: FUNCIONARIO DEL MINISTERIO DE MAGIA RECIBE EL GRAN PREMIO Arthur Weasley, director de la Oficina Contra el Uso Indebido de Artefactos Muggles, ha ganado el gran premio anual Galleon Draw que entrega el diario El Profeta. El señor Weasley, radiante de alegría, declaró a El Profeta: «Gastaremos el dinero en unas vacaciones estivales en Egipto, donde trabaja Bill, nuestro hijo mayor, deshaciendo hechizos para el banco mágico Gringotts.» La familia Weasley pasará un mes en Egipto, y regresará para el comienzo del nuevo curso escolar de Hogwarts, donde estudian actualmente cinco hijos del matrimonio Weasley. Observó la fotografía en movimiento, y una sonrisa se le dibujó en la cara al ver a los nueve Weasley ante una enorme pirámide, saludándolo con la mano. La pequeña y rechoncha señora Weasley, el alto y casi calvo señor Weasley, y los seis hijos y la hija tenían (aunque la fotografía en blanco y negro no lo mostrara) el pelo de un rojo intenso. Justo en el centro de la foto aparecía Ron, alto y larguirucho, con su rata Scabbers sobre el hombro y con el brazo alrededor de Ginny, su hermana pequeña. Harry no sabía de nadie que mereciera un premio más que los Weasley, que eran muy buenos y pobres de solemnidad. Cogió la carta de Ron y la desdobló. Querido Harry: ¡Feliz cumpleaños! Siento mucho lo de la llamada de teléfono. Espero que los muggles no te dieran un mal rato. Se lo he dicho a mi padre y él opina que no debería haber gritado. Egipto es estupendo. Bill nos ha llevado a ver todas las tumbas, y no te creerías las maldiciones que los antiguos brujos egipcios ponían en ellas. Mi madre no dejó que Ginny entrara en la última. Estaba llena de esqueletos mutantes de muggles que habían profanado la tumba y tenían varias cabezas y cosas así. Cuando mi padre ganó el premio de El Profeta no me lo podía creer. ¡Setecientos galeones! La mayor parte se nos ha ido en estas vacaciones, pero me van a comprar otra varita mágica para el próximo curso. Harry recordaba muy bien cómo se le había roto a Ron su vieja varita mágica. Fue cuando el coche en que los dos habían ido volando a Hogwarts chocó contra un árbol del parque del colegio. Regresaremos más o menos una semana antes de que comience el curso. Iremos a Londres a comprar la varita mágica y los nuevos libros. ¿Podríamos vernos allí? ¡No dejes que los muggles te depriman! Intenta venir a Londres. Posdata: Percy es delegado. Recibió la notificación la semana pasada. Harry volvió a mirar la foto. Percy, que estaba en el séptimo y último curso de Hogwarts, parecía especialmente orgulloso. Se había colocado la insignia de delegado en el fez que llevaba graciosamente sobre su pelo repeinado. Las gafas de montura de asta reflejaban el sol egipcio. Luego Harry cogió el regalo y lo desenvolvió. Parecía una diminuta peonza de cristal. Debajo había otra nota de Ron: Harry: Esto es un chivatoscopio de bolsillo. Si hay alguien cerca que no sea de fiar, en teoría tiene que dar vueltas y encenderse. Bill dice que no es más que una engañifa para turistas magos, y que no funciona, porque la noche pasada estuvo toda la cena sin parar. Claro que él no sabía que Fred y George le habían echado escarabajos en la sopa. Hasta pronto, Harry puso el chivatoscopio de bolsillo sobre la mesita de noche, donde permaneció inmóvil, en equilibrio sobre la punta, reflejando las manecillas luminosas del reloj. Lo contempló durante unos segundos, satisfecho, y luego cogió el paquete que había llevado Hedwig. También contenía un regalo envuelto en papel, una tarjeta y una carta, esta vez de Hermione: Querido Harry: Ron me escribió y me contó lo de su conversación telefónica con tu tío Vernon. Espero que estés bien. En estos momentos estoy en Francia de vacaciones y no sabía cómo enviarte esto (¿y si lo abrían en la aduana?), ¡pero entonces apareció Hedwig! Creo que quería asegurarse de que, para variar, recibías un regalo de cumpleaños. El regalo te lo he comprado por catálogo vía lechuza. Había un anuncio en El Profeta (me he suscrito, hay que estar al tanto de lo que ocurre en el mundo mágico). ¿Has visto la foto que salió de Ron y su familia hace una semana? Apuesto a que está aprendiendo montones de cosas, me muero de envidia… los brujos del antiguo Egipto eran fascinantes. Aquí también tienen un interesante pasado en cuestión de brujería. He tenido que reescribir completa la redacción sobre Historia de la Magia para poder incluir algunas cosas que he averiguado. Espero que no resulte excesivamente larga: comprende dos pergaminos más de los que había pedido el profesor Binns. Ron dice que irá a Londres la última semana de vacaciones. ¿Podrías ir tú también? ¿Te dejarán tus tíos? Espero que sí. Si no, nos veremos en el expreso de Hogwarts el 1 de septiembre. Besos de Posdata: Ron me ha dicho que han nombrado delegado a Percy. Me imagino que estará en una nube. A Ron no parece que le haga mucha gracia. Harry volvió a sonreír mientras dejaba a un lado la carta de Hermione y cogía el regalo. Pesaba mucho. Conociendo a Hermione, estaba convencido de que sería un gran libro lleno de difíciles embrujos, pero no. El corazón le dio un vuelco cuando quitó el papel y vio un estuche de cuero negro con unas palabras estampadas en plata: EQUIPO DE MANTENIMIENTO DE ESCOBAS VOLADORAS. —¡Ostras, Hermione! —murmuró Harry, abriendo el estuche para echar un vistazo. Contenía un tarro grande de abrillantador de palo de escoba marca Fleetwood, unas tijeras especiales de plata para recortar las ramitas, una pequeña brújula de latón para los viajes largos en escoba y un Manual de mantenimiento de la escoba voladora. Después de sus amigos, lo que Harry más apreciaba de Hogwarts era el quidditch, el deporte que contaba con más seguidores en el mundo mágico. Era muy peligroso, muy emocionante, y los jugadores iban montados en escoba. Harry era muy bueno jugando al quidditch. Era el jugador más joven de Hogwarts de los últimos cien años. Uno de sus trofeos más estimados era la escoba de carreras Nimbus 2000. Harry dejó a un lado el estuche y cogió el último paquete. Reconoció de inmediato los garabatos que había en el papel marrón: aquel paquete lo había enviado Hagrid, el guardabosques de Hogwarts. Desprendió la capa superior de papel y vislumbró una cosa verde y como de piel, pero antes de que pudiera desenvolverlo del todo, el paquete tembló y lo que estaba dentro emitió un ruido fuerte, como de fauces que se cierran. Harry se estremeció. Sabía que Hagrid no le enviaría nunca nada peligroso a propósito, pero es que las ideas de Hagrid sobre lo que podía resultar peligroso no eran muy normales: Hagrid tenía amistad con arañas gigantes; había comprado en las tabernas feroces perros de tres cabezas; y había escondido en su cabaña huevos de dragón (lo cual estaba prohibido). Harry tocó el paquete con el dedo, con temor. Volvió a hacer el mismo ruido de cerrar de fauces. Harry cogió la lámpara de la mesita de noche, la sujetó firmemente con una mano y la levantó por encima de su cabeza, preparado para atizar un golpe. Entonces cogió con la otra mano lo que quedaba del envoltorio y tiró de él. Cayó un libro. Harry sólo tuvo tiempo de ver su elegante cubierta verde, con el título estampado en letras doradas, El monstruoso libro de los monstruos, antes de que el libro se levantara sobre el lomo y escapara por la cama como si fuera un extraño cangrejo. —Oh… ah —susurró Harry. Cayó de la cama produciendo un golpe seco y recorrió con rapidez la habitación, arrastrando las hojas. Harry lo persiguió procurando no hacer ruido. Se había escondido en el oscuro espacio que había debajo de su mesa. Rezando para que los Dursley estuvieran aún profundamente dormidos, Harry se puso a cuatro patas y se acercó a él. —¡Ay! El libro se cerró atrapándole la mano y huyó batiendo las hojas, apoyándose aún en las cubiertas. Harry gateó, se echó hacia delante y logró aplastarlo. Tío Vernon emitió un sonoro ronquido en el dormitorio contiguo. Hedwig y Errol lo observaban con interés mientras Harry sujetaba el libro fuertemente entre sus brazos, se iba a toda prisa hacia los cajones del armario y sacaba un cinturón para atarlo. El libro monstruoso tembló de ira, pero ya no podía abrirse ni cerrarse, así que Harry lo dejó sobre la cama y cogió la carta de Hagrid. Querido Harry: ¡Feliz cumpleaños! He pensado que esto te podría resultar útil para el próximo curso. De momento no te digo nada más. Te lo diré cuando nos veamos. Espero que los muggles te estén tratando bien. Con mis mejores deseos, Hagrid A Harry le dio mala espina que Hagrid pensara que podía serle útil un libro que mordía, pero dejó la tarjeta de Hagrid junto a las de Ron y Hermione, sonriendo con más ganas que nunca. Ya sólo le quedaba la carta de Hogwarts. Percatándose de que era más gruesa de lo normal, Harry rasgó el sobre, extrajo la primera página de pergamino y leyó: Estimado señor Potter: Le rogamos que no olvide que el próximo curso dará comienzo el 1 de septiembre. El expreso de Hogwarts partirá a las once en punto de la mañana de la estación de King’s Cross, andén nueve y tres cuartos. A los alumnos de tercer curso se les permite visitar determinados fines de semana el pueblo de Hogsmeade. Le rogamos que entregue a sus padres o tutores el documento de autorización adjunto para que lo firmen. También se adjunta la lista de libros del próximo curso. Atentamente, Subdirectora Harry extrajo la autorización para visitar el pueblo de Hogsmeade, y la examinó, ya sin sonreír. Sería estupendo visitar Hogsmeade los fines de semana; sabía que era un pueblo enteramente dedicado a la magia y nunca había puesto en él los pies. Pero ¿cómo demonios iba a convencer a sus tíos de que le firmaran la autorización? Miró el despertador. Eran las dos de la mañana. Decidió pensar en ello al día siguiente, se metió en la cama y se estiró para tachar otro día en el calendario que se había hecho para ir descontando los días que le quedaban para regresar a Hogwarts. Se quitó las gafas y se acostó para contemplar las tres tarjetas de cumpleaños. Aunque era un muchacho diferente en muchos aspectos, en aquel momento Harry Potter se sintió como cualquier otro: contento, por primera vez en su vida, de que fuera su cumpleaños. CAPÍTULO 2 El error de tía Marge C Harry bajó a desayunar a la mañana siguiente, se encontró a los tres Dursley ya sentados a la mesa de la cocina. Veían la televisión en un aparato nuevo, un regalo que le habían hecho a Dudley al volver a casa después de terminar el curso, porque se había quejado a gritos del largo camino que tenía que recorrer desde el frigorífico a la tele de la salita. Dudley se había pasado la mayor parte del verano en la cocina, con los ojos de cerdito fijos en la pantalla y sus cinco papadas temblando mientras engullía sin parar. Harry se sentó entre Dudley y tío Vernon, un hombre corpulento, robusto, que tenía el cuello corto y un enorme bigote. Lejos de desearle a Harry un feliz cumpleaños, ninguno de los Dursley dio muestra alguna de haberse percatado de que Harry acababa de entrar en la cocina, pero él UANDO estaba demasiado acostumbrado para ofenderse. Se sirvió una tostada y miró al presentador de televisión, que informaba sobre un recluso fugado. «Tenemos que advertir a los telespectadores de que Black va armado y es muy peligroso. Se ha puesto a disposición del público un teléfono con línea directa para que cualquiera que lo vea pueda denunciarlo.» —No hace falta que nos digan que no es un buen tipo —resopló tío Vernon echando un vistazo al fugitivo por encima del periódico—. ¡Fijaos qué pinta, vago asqueroso! ¡Fijaos qué pelo! Lanzó una mirada de asco hacia donde estaba Harry, cuyo pelo desordenado había sido motivo de muchos enfados de tío Vernon. Sin embargo, comparado con el hombre de la televisión, cuya cara demacrada aparecía circundada por una revuelta cabellera que le llegaba hasta los codos, Harry parecía muy bien arreglado. Volvió a aparecer el presentador. «El ministro de Agricultura y Pesca anunciará hoy…» —¡Un momento! —ladró tío Vernon, mirando furioso al presentador—. ¡No nos has dicho de dónde se ha escapado ese enfermo! ¿Qué podemos hacer? ¡Ese lunático podría estar acercándose ahora mismo por la calle! Tía Petunia, que era huesuda y tenía cara de caballo, se dio la vuelta y escudriñó atentamente por la ventana de la cocina. Harry sabía que a tía Petunia le habría encantado llamar a aquel teléfono directo. Era la mujer más entrometida del mundo, y pasaba la mayor parte del tiempo espiando a sus vecinos, que eran aburridísimos y muy respetuosos con las normas. —¡Cuándo aprenderán —dijo tío Vernon, golpeando la mesa con su puño grande y amoratado— que la horca es la única manera de tratar a esa gente! —Muy cierto —dijo tía Petunia, que seguía espiando las judías verdes del vecino. Tío Vernon apuró la taza de té, miró el reloj y añadió: —Tengo que marcharme. El tren de Marge llega a las diez. Harry, cuya cabeza seguía en la habitación con el equipo de mantenimiento de escobas voladoras, volvió de golpe a la realidad. —¿Tía Marge? —barbotó—. No… no vendrá aquí, ¿verdad? Tía Marge era la hermana de tío Vernon. Aunque no era pariente consanguíneo de Harry (cuya madre era hermana de tía Petunia), desde siempre lo habían obligado a llamarla «tía». Tía Marge vivía en el campo, en una casa con un gran jardín donde criaba bulldogs. No iba con frecuencia a Privet Drive porque no soportaba estar lejos de sus queridos perros, pero sus visitas habían quedado vívidamente grabadas en la mente de Harry. En la fiesta que celebró Dudley al cumplir cinco años, tía Marge golpeó a Harry en las espinillas con el bastón para impedir que ganara a Dudley en el juego de las estatuas musicales. Unos años después, por Navidad, apareció con un robot automático para Dudley y una caja de galletas de perro para Harry. En su última visita, el año anterior a su ingreso en Hogwarts, Harry le había pisado una pata sin querer a su perro favorito. Ripper persiguió a Harry, obligándole a salir al jardín y a subirse a un árbol, y tía Marge no había querido llamar al perro hasta pasada la medianoche. El recuerdo de aquel incidente todavía hacía llorar a Dudley de la risa. —Marge pasará aquí una semana —gruñó tío Vernon—. Y ya que hablamos de esto —y señaló a Harry con un dedo amenazador—, quiero dejar claras algunas cosas antes de ir a recogerla. Dudley sonrió y apartó la vista de la tele. Su entretenimiento favorito era contemplar a Harry cuando tío Vernon lo reprendía. —Primero —gruñó tío Vernon—, usarás un lenguaje educado cuando te dirijas a tía Marge. —De acuerdo —contestó Harry con resentimiento—, si ella lo usa también conmigo. —Segundo —prosiguió el tío Vernon, como si no hubiera oído la puntualización de Harry—: como Marge no sabe nada de tu anormalidad, no quiero ninguna exhibición extraña mientras esté aquí. Compórtate, ¿entendido? —Me comportaré si ella se comporta —contestó Harry apretando los dientes. —Y tercero —siguió tío Vernon, casi cerrando los ojos pequeños y mezquinos, en medio de su rostro colorado—: le hemos dicho a Marge que acudes al Centro de Seguridad San Bruto para Delincuentes Juveniles Incurables. —¿Qué? —gritó Harry. —Y eso es lo que dirás tú también, si no quieres tener problemas — soltó tío Vernon. Harry permaneció sentado en su sitio, con la cara blanca de ira, mirando a tío Vernon, casi incapaz de creer lo que oía. Que tía Marge se presentase para pasar toda una semana era el peor regalo de cumpleaños que los Dursley le habían hecho nunca, incluido el par de calcetines viejos de tío Vernon. —Bueno, Petunia —dijo tío Vernon, levantándose con dificultad—, me marcho a la estación. ¿Quieres venir, Dudders? —No —respondió Dudley, que había vuelto a fijarse en la tele en cuanto tío Vernon acabó de reprender a Harry. —Duddy tiene que ponerse elegante para recibir a su tía —dijo tía Petunia alisando el espeso pelo rubio de Dudley—. Mamá le ha comprado una preciosa pajarita nueva. Tío Vernon dio a Dudley una palmadita en su hombro porcino. —Vuelvo enseguida —dijo, y salió de la cocina. Harry, que había quedado en una especie de trance causado por el terror, tuvo de repente una idea. Dejó la tostada, se puso de pie rápidamente y siguió a tío Vernon hasta la puerta. Tío Vernon se ponía la chaqueta que usaba para conducir: —No te voy a llevar —gruñó, volviéndose hacia Harry, que lo estaba mirando. —Como si yo quisiera ir —repuso Harry—. Quiero pedirte algo. —Tío Vernon lo miró con suspicacia—. A los de tercero, en Hog… en mi colegio, a veces los dejan ir al pueblo. —¿Y qué? —le soltó tío Vernon, cogiendo las llaves de un gancho que había junto a la puerta. —Necesito que me firmes la autorización —dijo Harry apresuradamente. —¿Y por qué habría de hacerlo? —preguntó tío Vernon con desdén. —Bueno —repuso Harry, eligiendo cuidadosamente las palabras—, será difícil simular ante tía Marge que voy a ese Centro… ¿cómo se llamaba? —¡Centro de Seguridad San Bruto para Delincuentes Juveniles Incurables! —bramó tío Vernon. Y a Harry le encantó percibir una nota de terror en la voz de tío Vernon. —Ajá —dijo Harry, mirando a tío Vernon a la cara, tranquilo—. Es demasiado largo para recordarlo. Tendré que decirlo de manera convincente, ¿no? ¿Qué pasaría si me equivocara? —Te lo haría recordar a golpes —rugió tío Vernon, abalanzándose contra Harry con el puño en alto. Pero Harry no retrocedió. —Eso no le hará olvidar a tía Marge lo que yo le haya dicho —dijo Harry en tono serio. Tío Vernon se detuvo con el puño aún levantado y el rostro desagradablemente amoratado. —Pero si firmas la autorización, te juro que recordaré el colegio al que se supone que voy, y que actuaré como un mug… como una persona normal, y todo eso. Harry vio que tío Vernon meditaba lo que le acababa de decir, aunque enseñaba los dientes, y le palpitaba la vena de la sien. —De acuerdo —atajó de manera brusca—, te vigilaré muy atentamente durante la estancia de Marge. Si al final te has sabido comportar y no has desmentido la historia, firmaré esa cochina autorización. Dio media vuelta, abrió la puerta de la casa y la cerró con un golpe tan fuerte que se cayó uno de los cristales de arriba. Harry no volvió a la cocina. Regresó por las escaleras a su habitación. Si tenía que obrar como un auténtico muggle, mejor empezar en aquel momento. Muy despacio y con tristeza, fue recogiendo todos los regalos y tarjetas de cumpleaños y los escondió debajo de la tabla suelta, junto con sus deberes. Se dirigió a la jaula de Hedwig. Parecía que Errol se había recuperado. Hedwig y él estaban dormidos, con la cabeza bajo el ala. Suspiró. Los despertó con un golpecito. —Hedwig —dijo un poco triste—, tendrás que desaparecer una semana. Vete con Errol. Ron cuidará de ti. Voy a escribirle una nota para darle una explicación. Y no me mires así. Hedwig lo miraba con sus grandes ojos ambarinos, con reproche. —No es culpa mía. No hay otra manera de que me permitan visitar Hogsmeade con Ron y Hermione. Diez minutos más tarde, Errol y Hedwig (ésta con una nota para Ron atada a la pata) salieron por la ventana y volaron hasta perderse de vista. Harry, muy triste, cogió la jaula y la escondió en el armario. Pero no tuvo mucho tiempo para entristecerse. Enseguida tía Petunia le empezó a gritar para que bajara y se preparase para recibir a la invitada. —¡Péinate bien! —le dijo imperiosamente tía Petunia en cuanto llegó al vestíbulo. Harry no entendía por qué tenía que aplastarse el pelo contra el cuero cabelludo. A tía Marge le encantaba criticarle, así que cuanto menos se arreglara, más contenta estaría ella. Oyó crujir la gravilla bajo las ruedas del coche de tío Vernon. Luego, los golpes de las puertas del coche y pasos por el camino del jardín. —¡Abre la puerta! —susurró tía Petunia a Harry. Harry abrió la puerta con un sentimiento de pesadumbre. En el umbral de la puerta estaba tía Marge. Se parecía mucho a tío Vernon: era grande, robusta y tenía la cara colorada. Incluso tenía bigote, aunque no tan poblado como el de tío Vernon. En una mano llevaba una maleta enorme; y debajo de la otra se hallaba un perro viejo y con malas pulgas. —¿Dónde está mi Dudders? —rugió tía Marge—. ¿Dónde está mi sobrinito querido? Dudley se acercó andando como un pato, con el pelo rubio totalmente pegado al gordo cráneo y una pajarita que apenas se veía debajo de las múltiples papadas. Tía Marge tiró la maleta contra el estómago de Harry (y le cortó la respiración), estrechó a Dudley fuertemente con un solo brazo, y le plantó en la mejilla un beso sonoro. Harry sabía bien que Dudley soportaba los abrazos de tía Marge sólo porque le pagaba muy bien por ello, y con toda seguridad, al separarse después del abrazo, Dudley encontraría un billete de veinte libras en el interior de su manaza. —¡Petunia! —gritó tía Marge pasando junto a Harry sin mirarlo, como si fuera un perchero. Tía Marge y tía Petunia se dieron un beso, o más bien tía Marge golpeó con su prominente mandíbula el huesudo pómulo de tía Petunia. Entró tío Vernon sonriendo jovialmente mientras cerraba la puerta. —¿Un té, Marge? —preguntó—. ¿Y qué tomará Ripper? —Ripper sorberá el té que se me derrame en el plato —dijo tía Marge mientras entraban todos en tropel en la cocina, dejando a Harry solo en el vestíbulo con la maleta. Pero Harry no lo lamentó; cualquier cosa era mejor que estar con tía Marge. Subió la maleta por las escaleras hasta la habitación de invitados lo más despacio que pudo. Cuando regresó a la cocina, a tía Marge le habían servido té y pastel de frutas, y Ripper lamía té en un rincón, haciendo mucho ruido. Harry notó que tía Petunia se estremecía al ver a Ripper manchando el suelo de té y babas. Tía Petunia odiaba a los animales. —¿Has dejado a alguien al cuidado de los otros perros, Marge? — inquirió tío Vernon. —El coronel Fubster los cuida —dijo tía Marge con voz de trueno—. Está jubilado. Le viene bien tener algo que hacer. Pero no podría dejar al viejo y pobre Ripper. ¡Sufre tanto si no está conmigo…! Ripper volvió a gruñir cuando se sentó Harry. Tía Marge se fijó en él por primera vez. —Conque todavía estás por aquí, ¿eh? —bramó. —Sí —respondió Harry. —No digas sí en ese tono maleducado —gruñó tía Marge—. Demasiado bien te tratan Vernon y Petunia teniéndote aquí con ellos. Yo en su lugar no lo hubiera hecho. Si te hubieran abandonado a la puerta de mi casa te habría enviado directamente al orfanato. Harry estuvo a punto de decir que hubiera preferido un orfanato a vivir con los Dursley, pero se contuvo al recordar la autorización para ir a Hogsmeade. Se le dibujó en la cara una triste sonrisa. —¡No pongas esa cara! —rugió tía Marge—. Ya veo que no has mejorado desde la última vez que te vi. Esperaba que el colegio te hubiera enseñado modales. —Tomó un largo sorbo de té, se limpió el bigote y preguntó—: ¿Adónde me has dicho que lo enviáis, Vernon? —Al colegio San Bruto —dijo con prontitud tío Vernon—. Es una institución de primera categoría para casos desesperados. —Bien —dijo tía Marge—. ¿Utilizan la vara en San Bruto, chico? — dijo, orientando la boca hacia el otro lado de la mesa. —Bueeenooo… Tío Vernon asentía detrás de tía Marge. —Sí —dijo Harry, y luego, pensando que era mejor hacer las cosas bien, añadió—: sin parar. —Excelente —dijo tía Marge—. No comprendo esas ñoñerías de no pegar a los que se lo merecen. Una buena paliza es lo que haría falta en el noventa y nueve por ciento de los casos. ¿Te han sacudido con frecuencia? —Ya lo creo —respondió Harry—, muchísimas veces. Tía Marge arrugó el entrecejo. —Sigue sin gustarme tu tono, muchacho. Si puedes hablar tan tranquilamente de los azotes que te dan, es que no te sacuden bastante fuerte. Petunia, yo en tu lugar escribiría. Explica con claridad que con este chico admites la utilización de los métodos más enérgicos. Tal vez a tío Vernon le preocupara que Harry pudiera olvidar el trato que acababan de hacer; de cualquier forma, cambió abruptamente de tema: —¿Has oído las noticias esta mañana, Marge? ¿Qué te parece lo de ese preso que ha escapado? Con tía Marge en casa, Harry empezaba a echar de menos la vida en el número 4 de Privet Drive tal como era antes de su aparición. Tío Vernon y tía Petunia solían preferir que Harry se perdiera de vista, cosa que ponía a Harry la mar de contento. Tía Marge, por el contrario, quería tener a Harry continuamente vigilado, para poder lanzar sugerencias encaminadas a mejorar su comportamiento. A ella le encantaba comparar a Harry con Dudley, y le producía un placer especial entregarle a éste regalos caros mientras fulminaba a Harry con la mirada, como si quisiera que Harry se atreviera a preguntar por qué no le daba nada a él. No dejaba de lanzar indirectas sobre los defectos de Harry. —No debes culparte por cómo ha salido el chico, Vernon —dijo el tercer día, a la hora de la comida—. Si está podrido por dentro, no hay nada que hacer. Harry intentaba pensar en la comida, pero le temblaban las manos y el rostro le ardía de ira. «Tengo que recordar la autorización, tengo que pensar en Hogsmeade, no debo decir nada, no debo levantarme.» Tía Marge alargó el brazo para coger la copa de vino. —Es una de las normas básicas de la crianza, se ve claramente en los perros: de tal palo, tal astilla. En aquel momento estalló la copa de vino que tía Marge tenía en la mano. En todas direcciones salieron volando fragmentos de cristal, y tía Marge parpadeó y farfulló algo. De su cara grande y encarnada caían gotas de vino. —¡Marge! —chilló tía Petunia—. ¡Marge!, ¿te encuentras bien? —No te preocupes —gruñó tía Marge secándose la cara con la servilleta —. Debo de haber apretado la copa demasiado fuerte. Me pasó lo mismo el otro día, en casa del coronel Fubster. No tiene importancia, Petunia, es que cojo las cosas con demasiada fuerza… Pero tanto tía Petunia como tío Vernon miraban a Harry suspicazmente, de forma que éste decidió quedarse sin tomar el pudín y levantarse de la mesa lo antes posible. Se apoyó en la pared del vestíbulo, respirando hondo. Hacía mucho tiempo que no perdía el control de aquella manera, haciendo estallar algo. No podía permitirse que aquello se repitiera. La autorización para ir a Hogsmeade no era lo único que estaba en juego… Si continuaba así, tendría problemas con el Ministerio de Magia. Harry era todavía un brujo menor de edad y tenía prohibido por la legislación del mundo mágico hacer magia fuera del colegio. Su expediente no estaba completamente limpio. El verano anterior le habían enviado una amonestación oficial en la que se decía claramente que si el Ministerio volvía a tener constancia de que se empleaba la magia en Privet Drive, expulsarían a Harry del colegio. Oyó a los Dursley levantarse de la mesa y se apresuró a desaparecer escaleras arriba. Harry soportó los tres días siguientes obligándose a pensar en el Manual de mantenimiento de la escoba voladora cada vez que tía Marge se metía con él. El truco funcionó bastante bien, aunque debía de darle aspecto de atontado y tía Marge había empezado a decir que era subnormal. Por fin llegó la última noche que había de pasar tía Marge en la casa. Tía Petunia preparó una cena por todo lo alto y tío Vernon descorchó varias botellas de vino. Tomaron la sopa y el salmón sin hacer ninguna referencia a los defectos de Harry; durante el pastel de merengue de limón, tío Vernon aburrió a todos con un largo discurso sobre Grunnings, la empresa de taladros para la que trabajaba; luego tía Petunia preparó café y tío Vernon sacó una botella de brandy. —¿Puedo tentarte, Marge? Tía Marge había bebido ya bastante vino. Su rostro grande estaba muy colorado. —Sólo un poquito —dijo con una sonrisita—. Bueno, un poquito más… un poco más… ya vale. Dudley se comía su cuarta ración de pastel. Tía Petunia sorbía el café con el dedo meñique estirado. Harry habría querido subir a su habitación, pero tropezó con los ojos pequeños e iracundos de tío Vernon y supo que debía quedarse allí. —¡Aaah! —dijo tía Marge lamiéndose los labios y dejando la copa vacía en la mesa—. Una comilona estupenda, Petunia. Por las noches me contento con cualquier frito. Con doce perros que cuidar… —Eructó a sus anchas y se dio una palmada en la voluminosa barriga—. Perdón. Pero me gusta ver a un buen mozo —prosiguió guiñándole el ojo a Dudley—. Serás un hombre de buen tamaño, Dudders, como tu padre. Sí, tomaré una gota más de brandy, Vernon… En cuanto a éste… Señaló a Harry con la cabeza. El muchacho sintió que se le encogía el estómago. «El manual», pensó con rapidez. —Éste no tiene buena planta, ha salido pequeñajo. Pasa también con los perros. El año pasado tuve que pedirle al coronel Fubster que asfixiara a uno, porque era raquítico. Débil. De mala raza. Harry intentó recordar la página 12 de su libro: «Encantamiento para los que van al revés.» —Como decía el otro día, todo se hereda. La mala sangre prevalece. No digo nada contra tu familia, Petunia. —Con su mano de pala dio una palmadita sobre la mano huesuda de tía Petunia—. Pero tu hermana era la oveja negra. Siempre hay alguna, hasta en las mejores familias. Y se escapó con un gandul. Aquí tenemos el resultado. Harry miraba su plato, sintiendo un extraño zumbido en los oídos. «Sujétese la escoba por el palo.» No podía recordar cómo seguía. La voz de tía Marge parecía perforar su cabeza como un taladro de tío Vernon. —Ese Potter —dijo tía Marge en voz alta, cogiendo la botella de brandy y vertiendo más en su copa y en el mantel—, nunca me dijisteis a qué se dedicaba. Tío Vernon y tía Petunia estaban completamente tensos. Incluso Dudley había retirado los ojos del pastel y miraba a sus padres boquiabierto. —No… no trabajaba —dijo tío Vernon, mirando a Harry de reojo—. Estaba parado. —¡Lo que me imaginaba! —comentó tía Marge echándose un buen trago de brandy y limpiándose la barbilla con la manga—. Un inútil, un vago y un gorrón que… —No era nada de eso —interrumpió Harry de repente. Todos se callaron. Harry temblaba de arriba abajo. Nunca había estado tan enfadado. —¡MÁS BRANDY! —gritó tío Vernon, que se había puesto pálido. Vació la botella en la copa de tía Marge—. Tú, chico —gruñó a Harry—, vete a la cama. —No, Vernon —dijo entre hipidos tía Marge, levantando una mano. Fijó en los de Harry sus ojos pequeños y enrojecidos—. Sigue, muchacho, sigue. Conque estás orgulloso de tus padres, ¿eh? Van y se matan en un accidente de coche… borrachos, me imagino… —No murieron en ningún accidente de coche —repuso Harry, que sin darse cuenta se había levantado. —¡Murieron en un accidente de coche, sucio embustero, y te dejaron para que fueras una carga para tus decentes y trabajadores tíos! —gritó tía Marge, inflándose de ira—. Eres un niño insolente, desagradecido y… Pero tía Marge se cortó en seco. Por un momento fue como si le faltasen las palabras. Se hinchaba con una ira indescriptible… Pero la hinchazón no se detenía. Su gran cara encarnada comenzó a aumentar de tamaño. Se le agrandaron los pequeños ojos y la boca se le estiró tanto que no podía hablar. Al cabo de un instante, saltaron varios botones de su chaqueta de mezclilla y golpearon en las paredes… Se inflaba como un globo monstruoso. El estómago se expandió y reventó la cintura de la falda de mezclilla. Los dedos se le pusieron como morcillas… —¡MARGE! —gritaron a la vez tío Vernon y tía Petunia, cuando el cuerpo de tía Marge comenzó a elevarse de la silla hacia el techo. Estaba completamente redonda, como un inmenso globo con ojos de cerdito. Ascendía emitiendo leves ruidos como de estallidos. Ripper entró en la habitación ladrando sin parar. —¡NOOOOOOO! Tío Vernon cogió a Marge por un pie y trató de bajarla, pero faltó poco para que se elevara también con ella. Un instante después, Ripper dio un salto y hundió los colmillos en la pierna de tío Vernon. Harry salió corriendo del comedor, antes de que nadie lo pudiera detener, y se dirigió a la alacena que había debajo de las escaleras. Por arte de magia, la puerta del armario se abrió de golpe cuando llegó ante ella. En unos segundos arrastró el baúl hasta la puerta de la casa. Subió las escaleras rápidamente, se echó bajo la cama, levantó la tabla suelta y sacó la funda de almohada llena de libros y regalos de cumpleaños. Salió de debajo de la cama, cogió la jaula vacía de Hedwig, bajó las escaleras corriendo y llegó al baúl en el instante en que tío Vernon salía del comedor con la pernera del pantalón hecha jirones. —¡VEN AQUÍ! —bramó—. ¡REGRESA Y ARREGLA LO QUE HAS HECHO! Pero una rabia imprudente se había apoderado de Harry. Abrió el baúl de una patada, sacó la varita y apuntó con ella a tío Vernon. —Tía Marge se lo merecía —dijo Harry jadeando—. Se merecía lo que le ha pasado. No te acerques. Tentó a sus espaldas buscando el tirador de la puerta. —Me voy —añadió—. Ya he tenido bastante. Momentos después arrastraba el pesado baúl, con la jaula de Hedwig debajo del brazo, por la oscura y silenciosa calle. CAPÍTULO 3 El autobús noctámbulo D de alejarse varias calles, se dejó caer sobre un muro bajo de la calle Magnolia, jadeando a causa del esfuerzo. Se quedó sentado, inmóvil, todavía furioso, escuchando los latidos acelerados del corazón. Pero después de estar diez minutos solo en la oscura calle, le sobrecogió una nueva emoción: el pánico. De cualquier manera que lo mirara, nunca se había encontrado en peor apuro. Estaba abandonado a su suerte y totalmente solo en el sombrío mundo muggle, sin ningún lugar al que ir. Y lo peor de todo era que acababa de utilizar la magia de forma seria, lo que implicaba, con toda seguridad, que sería expulsado de Hogwarts. Había infringido tan gravemente el Decreto para la moderada limitación de la brujería en menores de edad que estaba sorprendido de que los representantes del Ministerio de Magia no se hubieran presentado ya para llevárselo. ESPUÉS Le dio un escalofrío. Miró a ambos lados de la calle Magnolia. ¿Qué le sucedería? ¿Lo detendrían o lo expulsarían del mundo mágico? Pensó en Ron y Hermione, y aún se entristeció más. Harry estaba seguro de que, delincuente o no, Ron y Hermione querrían ayudarlo, pero ambos estaban en el extranjero, y como Hedwig se había ido, no tenía forma de comunicarse con ellos. Tampoco tenía dinero muggle. Le quedaba algo de oro mágico en el monedero, en el fondo del baúl, pero el resto de la fortuna que le habían dejado sus padres estaba en una cámara acorazada del banco mágico Gringotts, en Londres. Nunca podría llevar el baúl a rastras hasta Londres. A menos que… Miró la varita mágica, que todavía tenía en la mano. Si ya lo habían expulsado (el corazón le latía con dolorosa rapidez), un poco más de magia no empeoraría las cosas. Tenía la capa invisible que había heredado de su padre. ¿Qué pasaría si hechizaba el baúl para hacerlo ligero como una pluma, lo ataba a la escoba, se cubría con la capa y se iba a Londres volando? Podría sacar el resto del dinero de la cámara y… comenzar su vida de marginado. Era un horrible panorama, pero no podía quedarse allí sentado o tendría que explicarle a la policía muggle por qué se hallaba allí a las tantas de la noche con una escoba y un baúl lleno de libros de encantamientos. Harry volvió a abrir el baúl y lo fue vaciando en busca de la capa para hacerse invisible. Pero antes de que la encontrara se incorporó y volvió a mirar a su alrededor. Un extraño cosquilleo en la nuca le provocaba la sensación de que lo estaban vigilando, pero la calle parecía desierta y no brillaba luz en ninguna casa. Volvió a inclinarse sobre el baúl y casi inmediatamente se incorporó de nuevo, todavía con la varita en la mano. Más que oírlo, lo intuyó: había alguien detrás de él, en el estrecho hueco que se abría entre el garaje y la valla. Harry entornó los ojos mientras miraba el oscuro callejón. Si se moviera, sabría si se trataba de un simple gato callejero o de otra cosa. —¡Lumos! —susurró Harry. Una luz apareció en el extremo de la varita, casi deslumbrándole. La mantuvo en alto, por encima de la cabeza, y las paredes del nº 2, recubiertas de guijarros, brillaron de repente. La puerta del garaje se iluminó y Harry vio allí, nítidamente, la silueta descomunal de algo que tenía ojos grandes y brillantes. Se echó hacia atrás. Tropezó con el baúl. Alargó el brazo para impedir la caída, la varita salió despedida de la mano y él aterrizó junto al bordillo de la acera. Sonó un estruendo y Harry se tapó los ojos con las manos, para protegerlos de una repentina luz cegadora… Dando un grito, se apartó rodando de la calzada justo a tiempo. Un segundo más tarde, un vehículo de ruedas enormes y grandes faros delanteros frenó con un chirrido exactamente en el lugar en que había caído Harry. Era un autobús de tres plantas, pintado de morado vivo, que había salido de la nada. En el parabrisas llevaba la siguiente inscripción con letras doradas: AUTOBÚS NOCTÁMBULO. Durante una fracción de segundo, Harry pensó si no lo habría aturdido la caída. El cobrador, de uniforme morado, saltó del autobús y dijo en voz alta sin mirar a nadie: —Bienvenido al autobús noctámbulo, transporte de emergencia para el brujo abandonado a su suerte. Alargue la varita, suba a bordo y lo llevaremos a donde quiera. Me llamo Stan Shunpike. Estaré a su disposición esta no… El cobrador se interrumpió. Acababa de ver a Harry, que seguía sentado en el suelo. Harry cogió de nuevo la varita y se levantó de un brinco. Al verlo de cerca, se dio cuenta de que Stan Shunpike era tan sólo unos años mayor que él: no tendría más de dieciocho o diecinueve. Tenía las orejas grandes y salidas, y un montón de granos. —¿Qué hacías ahí? —dijo Stan, abandonando los buenos modales. —Me caí —contestó Harry. —¿Para qué? —preguntó Stan con risa burlona. —No me caí a propósito —contestó Harry enfadado. Se había hecho un agujero en la rodillera de los vaqueros y le sangraba la mano con que había amortiguado la caída. De pronto recordó por qué se había caído y se volvió para mirar en el callejón, entre el garaje y la valla. Los faros delanteros del autobús noctámbulo lo iluminaban y era evidente que estaba vacío. —¿Qué miras? —preguntó Stan. —Había algo grande y negro —explicó Harry, señalando dubitativo—. Como un perro enorme… Se volvió hacia Stan, que tenía la boca ligeramente abierta. No le hizo gracia que se fijara en la cicatriz de su frente. —¿Qué es lo que tienes en la frente? —preguntó Stan. —Nada —contestó Harry, tapándose la cicatriz con el pelo. Si el Ministerio de Magia lo buscaba, no quería ponerles las cosas demasiado fáciles. —¿Cómo te llamas? —insistió Stan. —Neville Longbottom —respondió Harry, dando el primer nombre que le vino a la cabeza—. Así que… así que este autobús… —dijo con rapidez, esperando desviar la atención de Stan—. ¿Has dicho que va a donde yo quiera? —Sí —dijo Stan con orgullo—. A donde quieras, siempre y cuando haya un camino por tierra. No podemos ir por debajo del agua. Nos has dado el alto, ¿verdad? —dijo, volviendo a ponerse suspicaz—. Sacaste la varita y… ¿verdad? —Sí —respondió Harry con prontitud—. Escucha, ¿cuánto costaría ir a Londres? —Once sickles —dijo Stan—. Pero por trece te damos además una taza de chocolate y por quince una bolsa de agua caliente y un cepillo de dientes del color que elijas. Harry rebuscó otra vez en el baúl, sacó el monedero y entregó a Stan unas monedas de plata. Entre los dos cogieron el baúl, con la jaula de Hedwig encima, y lo subieron al autobús. No había asientos; en su lugar, al lado de las ventanas con cortinas, había media docena de camas de hierro. A los lados de cada una había velas encendidas que iluminaban las paredes revestidas de madera. Un brujo pequeño con gorro de dormir murmuró en la parte trasera: —Ahora no, gracias: estoy escabechando babosas. —Y se dio la vuelta, sin dejar de dormir. —La tuya es ésta —susurró Stan, metiendo el baúl de Harry bajo la cama que había detrás del conductor, que estaba sentado ante el volante—. Éste es nuestro conductor, Ernie Prang. Éste es Neville Longbottom, Ernie. Ernie Prang, un brujo anciano que llevaba unas gafas muy gruesas, le hizo un ademán con la cabeza. Harry volvió a taparse la cicatriz con el flequillo y se sentó en la cama. —Vámonos, Ernie —dijo Stan, sentándose en su asiento, al lado del conductor. Se oyó otro estruendo y al momento Harry se encontró estirado en la cama, impelido hacia atrás por la aceleración del autobús noctámbulo. Al incorporarse miró por la ventana y vio, en medio de la oscuridad, que pasaban a velocidad tremenda por una calle irreconocible. Stan observaba con gozo la cara de sorpresa de Harry. —Aquí estábamos antes de que nos dieras el alto —explicó—. ¿Dónde estamos, Ernie? ¿En Gales? —Sí —respondió Ernie. —¿Cómo es que los muggles no oyen el autobús? —preguntó Harry. —¿Ésos? —respondió Stan con desdén—. No saben escuchar, ¿a que no? Tampoco saben mirar. Nunca ven nada. —Vete a despertar a la señora Marsh —ordenó Ernie a Stan—. Llegaremos a Abergavenny en un minuto. Stan pasó al lado de la cama de Harry y subió por una escalera estrecha de madera. Harry seguía mirando por la ventana, cada vez más nervioso. Ernie no parecía dominar el volante. El autobús noctámbulo invadía continuamente la acera, pero no chocaba contra nada. Cuando se aproximaba a ellos, los buzones, las farolas y las papeleras se apartaban y volvían a su sitio en cuanto pasaba. Stan reapareció, seguido por una bruja ligeramente verde arropada en una capa de viaje. —Hemos llegado, señora Marsh —dijo Stan con alegría, al mismo tiempo que Ernie pisaba a fondo el freno, haciendo que las camas se deslizaran medio metro hacia delante. La señora Marsh se tapó la boca con un pañuelo y se bajó del autobús tambaleándose. Stan le arrojó el equipaje y cerró las portezuelas con fuerza. Hubo otro estruendo y volvieron a encontrarse viajando a la velocidad del rayo, por un camino rural, entre árboles que se apartaban. Harry no habría podido dormir aunque viajara en un autobús que no hiciera aquellos ruidos ni fuera a tal velocidad. Se le revolvía el estómago al pensar en lo que podía ocurrirle, y en si los Dursley habrían conseguido bajar del techo a tía Marge. Stan había abierto un ejemplar de El Profeta y lo leía con la lengua entre los dientes. En la primera página, una gran fotografía de un hombre con rostro triste y pelo largo y enmarañado le guiñaba a Harry un ojo, lentamente. A Harry le resultaba extrañamente familiar. —¡Ese hombre! —dijo Harry, olvidando por unos momentos sus problemas—. ¡Salió en el telediario de los muggles! Stan volvió a la primera página y rió entre dientes. —Es Sirius Black —asintió—. Por supuesto que ha salido en el telediario muggle, Neville. ¿Dónde has estado este tiempo? Volvió a sonreír con aire de superioridad al ver la perplejidad de Harry. Desprendió la primera página del diario y se la entregó a Harry. —Deberías leer más el periódico, Neville. Harry acercó la página a la vela y leyó: BLACK SIGUE SUELTO El Ministerio de Magia confirmó ayer que Sirius Black, tal vez el más malvado recluso que haya albergado la fortaleza de Azkaban, aún no ha sido capturado. «Estamos haciendo todo lo que está en nuestra mano para volver a apresarlo, y rogamos a la comunidad mágica que mantenga la calma», ha declarado esta misma mañana el ministro de Magia Cornelius Fudge. Fudge ha sido criticado por miembros de la Federación Internacional de Brujos por haber informado del problema al Primer Ministro muggle. «No he tenido más remedio que hacerlo», ha replicado Fudge, visiblemente enojado. «Black está loco, y supone un serio peligro para cualquiera que se tropiece con él, ya sea mago o muggle. He obtenido del Primer Ministro la promesa de que no revelará a nadie la verdadera identidad de Black. Y seamos realistas, ¿quién lo creería si lo hiciera?» Mientras que a los muggles se les ha dicho que Black va armado con un revólver (una especie de varita de metal que los muggles utilizan para matarse entre ellos), la comunidad mágica vive con miedo de que se repita la matanza que se produjo hace doce años, cuando Black mató a trece personas con un solo hechizo. Harry observó los ojos ensombrecidos de Black, la única parte de su cara demacrada que parecía poseer algo de vida. Harry no había visto nunca a un vampiro, pero había visto fotos en sus clases de Defensa Contra las Artes Oscuras, y Black, con su piel blanca como la cera, parecía uno. —Da miedo mirarlo, ¿verdad? —dijo Stan, que mientras leía el artículo se había estado fijando en Harry. —¿Mató a trece personas —preguntó Harry, devolviéndole a Stan la página— con un hechizo? —Sí —respondió Stan—. Delante de testigos y a plena luz del día. Causó conmoción, ¿no es verdad, Ernie? —Sí —confirmó Ernie sombríamente. Para ver mejor a Harry, Stan se volvió en el asiento, con las manos en el respaldo. —Black era un gran partidario de Quien Tú Sabes —dijo. —¿Quién? ¿Voldemort? —dijo Harry sin pensar. Stan palideció hasta los granos. Ernie dio un giro tan brusco con el volante que tuvo que quitarse del camino una granja entera para esquivar el autobús. —¿Te has vuelto loco? —gritó Stan—. ¿Por qué has mencionado su nombre? —Lo siento —dijo Harry con prontitud—. Lo siento, se… se me olvidó. —¡Que se te olvidó! —exclamó Stan con voz exánime—. ¡Caramba, el corazón me late a cien por hora! —Entonces… entonces, ¿Black era seguidor de Quien Tú Sabes? — soltó Harry como disculpa. —Sí —confirmó Stan, frotándose todavía el pecho—. Sí, exactamente. Muy próximo a Quien Tú Sabes, según dicen… De cualquier manera, cuando el pequeño Harry Potter acabó con Quien Tú Sabes (Harry volvió a aplastarse el pelo contra la cicatriz), todos los seguidores de Quien Tú Sabes fueron descubiertos, ¿verdad, Ernie? Casi todos sabían que la historia había terminado una vez vencido Quien Tú Sabes, y se volvieron muy prudentes. Pero no Sirius Black. Según he oído, pensaba ser el lugarteniente de Quien Tú Sabes cuando llegara al poder. El caso es que arrinconaron a Black en una calle llena de muggles, Black sacó la varita y de esa manera hizo saltar por los aires la mitad de la calle. Pilló a un mago y a doce muggles que pasaban por allí. Horrible, ¿no? ¿Y sabes lo que hizo Black entonces? —prosiguió Stan con un susurro teatral. —¿Qué? —preguntó Harry. —Reírse —explicó Stan—. Se quedó allí riéndose. Y cuando llegaron los refuerzos del Ministerio de Magia, dejó que se lo llevaran como si tal cosa, sin parar de reír a mandíbula batiente. Porque está loco, ¿verdad, Ernie? ¿Verdad que está loco? —Si no lo estaba cuando lo llevaron a Azkaban, lo estará ahora —dijo Ernie con voz pausada—. Yo me maldeciría a mí mismo si tuviera que pisar ese lugar, pero después de lo que hizo le estuvo bien empleado. —Les dio mucho trabajo encubrirlo todo, ¿verdad, Ernie? —dijo Stan —. Toda la calle destruida y todos aquellos muggles muertos. ¿Cuál fue la versión oficial, Ernie? —Una explosión de gas —gruñó Ernie. —Y ahora está libre —dijo Stan volviendo a examinar la cara demacrada de Black, en la fotografía del periódico—. Es la primera vez que alguien se fuga de Azkaban, ¿verdad, Ernie? No entiendo cómo lo ha hecho. Da miedo, ¿no? No creo que los guardias de Azkaban se lo pusieran fácil, ¿verdad, Ernie? Ernie se estremeció de repente. —Sé buen chico y cambia de conversación. Los guardias de Azkaban me ponen los pelos de punta. Stan retiró el periódico a regañadientes, y Harry se reclinó contra la ventana del autobús noctámbulo, sintiéndose peor que nunca. No podía dejar de imaginarse lo que Stan contaría a los pasajeros noches más tarde: «¿Has oído lo de ese Harry Potter? Hinchó a su tía como si fuera un globo. Lo tuvimos aquí, en el autobús noctámbulo, ¿verdad, Ernie? Trataba de huir…» Harry había infringido las leyes mágicas, exactamente igual que Sirius Black. ¿Inflar a tía Marge sería considerado lo bastante grave para ir a Azkaban? Harry no sabía nada acerca de la prisión de los magos, aunque todos a cuantos había oído hablar sobre ella empleaban el mismo tono aterrador. Hagrid, el guardabosques de Hogwarts, había pasado allí dos meses el curso anterior. Tardaría en olvidar la expresión de terror que puso cuando le dijeron adónde lo llevaban, y Hagrid era una de las personas más valientes que conocía. El autobús noctámbulo circulaba en la oscuridad echando a un lado los arbustos, las balizas, las cabinas de teléfono, los árboles, mientras Harry permanecía acostado en el colchón de plumas, deprimido. Después de un rato, Stan recordó que Harry había pagado una taza de chocolate caliente, pero lo derramó todo sobre la almohada de Harry con el brusco movimiento del autobús entre Anglesey y Aberdeen. Brujos y brujas en camisón y zapatillas descendieron uno por uno del piso superior, para abandonar el autobús.