1 Después de Lévi-Strauss Juan Pedro Viqueira1 La antropología social posee todos los elementos necesarios para convertirse en la disciplina clave —la que sostiene a todas las demás— de las ciencias sociales. Su principal método de investigación (la observación participante, sistemática, cuidadosa y profunda) es el único capaz de proporcionar los elementos que permitan confrontar las hipótesis generales que elaboran las demás ciencias sociales con las experiencias y las prácticas de personas concretas, inmersas en múltiples y cambiantes redes de sociabilidad. Así, muchos de los más acuciantes problemas nacionales —que movilizan la pluma de comentaristas y científicos sociales empeñados en encontrar respuestas simplistas, cuando no maniqueas— podrían ser abordados de otra manera si tuviésemos múltiples estudios de cómo se generan, se padecen y se enfrentan en el nivel micro —que no necesariamente local, porque muchas redes sociales se despliegan a lo largo de grandes espacios—. De hecho, son muchas las investigaciones antropológicas llevadas a cabo en México que arrojan grandes luces sobre fenómenos de enorme relevancia. Gracias a éstos hemos podido comprender, por ejemplo, la importancia de las redes de ayuda mutua en la supervivencia de las personas que pertenecen a los grupos más pobres y desprovistos de toda protección social estatal.2 La migración de mexicanos a Estados Unidos seguiría siendo un agujero negro, del que sólo conoceríamos en forma aproximada su magnitud, de no ser por los muchos estudios antropológicos que nos muestran las estrategias económicas y sociales de los grupos domésticos, la manera en que los migrantes logran alcanzar su destino y, sobre todo, cómo pueden encontrar trabajo y techo en el país vecino.3 La simbiosis dinámica entre cacicazgos locales, partidos políticos y estructuras estatales serían exclusivamente pastos de lucubraciones ingeniosas de politólogos si no tuviéramos 1 Profesor-investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Véase, por ejemplo, A. de Lomnitz, Larissa, Cómo sobreviven los marginados, Siglo XXI, México, 1975; y Alcalá, Graciela, “La ayuda mutua en las comunidades de pescadores artesanales de México”, Anales de Antropología, 29: 1, 1992, pp. 179-203. Estos textos, y los que mencionaremos a continuación, no pretenden ser representativos de lo mejor de la producción de la antropología en México. Se trata tan sólo de algunos trabajos que me ha tocado leer por razones profesionales o personales y que permiten ilustrar los argumentos que aquí desarrollo. 3 Entre los muchos trabajos antropológicos de este tipo, menciono aquí el de López Castro, Gustavo, La casa dividida. Un estudio de caso sobre la migración a Estados Unidos en un pueblo michoacano, El Colegio de Michoacán/ Asociación Mexicana de Población, Zamora (Michoacán), 1986. 2 2 estudios concretos sobre esta problemática de antropólogos que han dedicado años a estudiar pequeñas regiones del país.4 Si se quiere ir más allá de la propaganda política y de los juicios morales tajantes de los comentaristas de los medios de comunicación para comprender el apoyo y las resistencias que generan los movimientos sociales, no hay más remedio que acudir a las investigaciones de científicos sociales dispuestos a permitir que su trabajo de campo cuestione sus prejuicios políticos.5 La globalización seguiría siendo una categoría vacua en manos de tecnócratas y movimientos de protesta de no haber etnografías detalladas y precisas que muestren cómo la reciente crisis financiera internacional puede desquiciar por completo la vida de una comunidad indígena 6 o cómo los vendedores ambulantes aprenden a saltarse los intermediarios comerciales y moverse en las zonas grises de la importación de mercancías para proveerse de productos chinos a los precios más bajos, aunque eso suponga tener que viajar a las lejanas ciudades en las que se fabrican y aprender a lo menos los rudimentos de chino.7 Las conversiones religiosas, cada vez más comunes en México, serían súbitas iluminaciones divinas o el resultado de un lavado de cerebro orquestado por el imperialismo yanqui de no ser porque muchos antropólogos se tomaron en serio ese fenómeno social —por lo general muy alejado de sus propios intereses y creencias— y han mostrado sus lógicas sociales.8 Con gran valor, no ha faltado quien se atreva a mostrar cómo los narcotraficantes logran arraigar en pequeñas ciudades y establecer sus redes sociales, jugando con las ambigüedades de la moral ranchera.9 La idea de que existen grandes cárteles del narcotráfico estructurados de manera vertical —como si se tratara de aparatos estatales eficientes— que no guardan ninguna relación Un buen ejemplo de estas investigaciones lo constituye Rus, Jan, “La Comunidad Revolucionaria Institucional: La subversión del gobierno indígena en los Altos de Chiapas, 1936-1968”, Chiapas: Los rumbos de otra historia, edición de J. P. Viqueira y M. H. Ruz, Universidad Nacional Autónoma de México/Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos/Universidad de Guadalajara, México, 1995, pp. 251-277. 5 Estrada Saavedra, Marco, La comunidad armada rebelde y el EZLN. Un estudio histórico y sociológico sobre las bases de apoyo zapatistas en las cañadas tojolabales de la Selva Lacandona (1930-2005), El Colegio de México, México, 2007. 6 Aunque se refiere a un pueblo indígena de Guatemala, el artículo de Stoll, David, “¿De la migración por mejores salarios a la migración para pagar deudas? Crédito fácil, fracaso en el Norte y desalojos en una economía burbuja del Altiplano de Guatemala”, Estudios Sociológicos, 85, 2001, pp. 159-187, me parece un muy buen ejemplo de las posibilidades de este tipo de investigaciones. 7 Pienso por ejemplo en las investigaciones que está desarrollando Johana Parra para su tesis doctoral en la École des Hautes Études en Sciences Sociales bajo la dirección de Gilles Bataillon. Un primer avance de esta tesis puede leerse en Parra, Johana, “El Business: un sistema social mexicano. Sociología económica y política del mercado textil y de ropa en el Centro Histórico de ciudad de México”, Revista Tempo Social, 22 (Fonteiras do legal e ilegal: ilegalismos em sete cidades latinoamericanas), segundo semestre de 2010. 8 Este es un campo de estudios en el que los investigadores del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social se han destacado particularmente. Cito aquí, como un ejemplo entre otros, Rivera Farfán, Carolina, Dinámica del crecimiento evangélico en Chiapas. El caso del valle de Pujiltic, tesis de doctorado en antropología, Universidad Nacional Autónoma de México, 2003. 9 Mendoza, Natalia, Conversaciones del desierto: Cultura, moral y tráfico de drogas, Centro de Investigación y Docencia Económicas, México, 2008. 4 3 con la “sociedad civil” a la que aterrorizan es imposible de defender tras la lectura estas investigaciones antropológicas. Sin embargo, a pesar de sus indudables virtudes potenciales, la antropología se ha extraviado demasiado a menudo en búsquedas fútiles, en planteamientos teóricos insostenibles, en modas intelectuales frívolas y en una militancia política panfletaria. Desde sus orígenes, muchos antropólogos erraron el rumbo proponiéndose imitar a las ciencias naturales decimonónicas, de las que —para colmo— tenían a menudo una visión muy pobre y simplista. Así, muchos se propusieron descubrir las leyes sociales que regían el comportamiento de todos los seres humanos, independientemente del lugar y del tiempo en que viviesen. Otros quisieron poner al descubierto las etapas por las que todas las sociedades tenían que atravesar en su “evolución” histórica. Otros más pretenden dar a conocer los invariantes de la “naturaleza humana” o las limitadas reglas combinatorias de todos los sistemas de parentesco o de todos los relatos mitológicos, reducidos tanto los unos como los otros a una serie de rasgos discretos, fácilmente clasificables. También es común la fascinación por encontrar el sentido oculto de muchas prácticas festivas y religiosas tradicionales al margen de la interpretación que les dan los propios participantes, como si pudiesen haber significados objetivos, intemporales, como si esos significados pudiesen existir fuera de todo contexto, independientemente de un código compartido por alguna colectividad, código que inevitablemente se transforma a lo largo del tiempo y del espacio. La antropología tampoco ha escapado de la ilusión de querer encontrar la explicación de todos los fenómenos sociales a partir de algún concepto clave, del cual obviamente nunca logra dar una definición clara y precisa. Así, en sus orígenes, la antropología, muy a menudo, cayó en la tentación de explicar todos los fenómenos sociales por la cultura (concepto que a su vez abarcaba la totalidad de lo social). Ahora, sin abandonar por completo la reificación de la cultura —piénsese, por ejemplo, lo común que es achacar todos los males de nuestro país a su “cultura política”—, el concepto de poder — omnipresente en todos los ámbitos de la vida en sociedad— ha venido ahora a convertirse en la panacea de las ciencias sociales. Habría que aprender a desconfiar de todo concepto que pretenda tener una aplicación universal, dado que su función debería ser la de ayudarnos a distinguir con precisión fenómenos en apariencia similares en vez de subsumir todo lo existente en categorías tan amplias que terminan por perder todo significado. Cuando un concepto lo explica todo, es que ha dejado de explicar cosa alguna. Finalmente, el estudio de las identidades se ha constituido en el nuevo objeto de fascinación para muchos antropólogos. Así, a pesar de que desde hace décadas destacados investigadores señalaron que las identidades sociales eran múltiples, cambiantes y contextuales, se les sigue tratando en muchas ocasiones como si fueran cosas fácilmente delimitables y aprehensibles, cuando no se les termina por identificar implícitamente con la cultura o con la lengua. Esto ha sido en gran medida consecuencia de no querer distinguir la investigación del activismo político a favor de ciertos grupos sociales desfavorecidos. El resultado ha sido la proliferación de textos carentes de todo rigor, que no sólo no permiten comprender en su complejidad los problemas que enfrentan los grupos estudiados, sino que, lógicamente, tampoco pueden contribuir a resolver sus problemas y se limitan a alimentar la buena conciencia de los investigadores. 4 Un efecto de estos lamentables desvaríos es la multiplicación de obras antropológicas en donde los “marcos teóricos”, poco originales y reiterativos, repletos de afirmaciones abstractas y obtusas, ocupan un lugar desproporcionado, dejando arrinconada en la segunda parte del libro o del artículo una etnografía pobre y superficial, que además rara vez guarda una relación orgánica con las consideraciones generales iniciales. En la paradójica situación por la que atraviesa la antropología —desgarrada entre sus riquísimas posibilidades y sus desvaríos teóricos—, el pequeño libro del antropólogo francés Alban Bensa, Después de Lévi-Strauss. Por una antropología de escala humana,10 constituye una bocanada de aire fresco. En efecto, tenemos aquí el caso de un antropólogo consumado (lleva más de cuatro décadas estudiando una pequeña región de Nueva Caledonia para lo cual aprendió una de las 28 lenguas canacas), que se comprometió decididamente en contra de las políticas colonialistas francesas que imperaban en aquel “territorio de ultramar”, llegando a ser muy cercano al líder independentista Jean-Marie Tjibaou, y que procede a defender de manera sistemática y con claros y contundentes argumentos filosóficos —que no teóricos— la práctica de una etnografía de larga duración, erudita, paciente y rigurosa, atenta a los detalles de la vida cotidiana, como la única vía fructífera de su disciplina social, en contra de la escuela estructuralista dominante en Francia. El punto de partida de Alban Bensa es que las personas no son entes pasivos determinados por su cultura, sino que son sujetos activos que persiguen fines concretos (a menudo contradictorios entre sí), que experimentan medios distintos para alcanzarlos, que buscan el reconocimiento social, que dudan y reflexionan críticamente sobre sus errores y aciertos. Por ello, el trabajo esencial del antropólogo debe ser el de describir y el de esforzarse por comprender las acciones concretas de los sujetos estudiados: ¿cómo interpretan su situación?, ¿qué objetivos se han propuesto?, ¿qué estrategias utilizan para lograr sus fines? Pero esta insistencia en lo local y en lo concreto no lleva a Alban Bensa a desligar lo que sucede en las comunidades estudiadas de las realidades regionales, nacionales o mundiales, menos aún de los hechos del pasado, ya que ninguna acción humana es comprensible fuera de su contexto social e histórico. Un aspecto clave del método defendido por Alban Bensa radica en que para poder darle sentido a las acciones de las personas es indispensable partir de la manera en que éstas las interpretan o, en ocasiones, las malinterpretan. Esto supone que el antropólogo no puede dedicarse a analizar los fenómenos observados en la soledad de su cubículo a partir de las lucubraciones teóricas de sus colegas, colocándose en una posición de superioridad con respecto a sus informantes, pensando que él es el único capaz de develar el sentido oculto de las acciones registradas, sentido que escaparía a sus propios artífices. Por el contrario, la obligación del antropólogo es la de reflexionar junto con sus informantes, comprender cómo construyen sus propias interpretaciones y elaboran sus propios relatos de los hechos presentes y pasados. Esto supone en la práctica dejar que sus mejores informantes se conviertan en coautores de la obra antropológica. Para ello, es necesario que se construya entre el académico y sus colaboradores locales una relación de 10 Fondo de Cultura Económica (Colección Umbrales), México, 2015, 145 pp. 5 confianza y de mutua comprensión con respecto a los objetivos perseguidos y a las exigencias de rigor y precisión indispensables en toda obra científica. Este trabajo compartido pone evidencia las capacidades intrínsecas de los propios actores de tomar distancia crítica con respecto al mundo en el que se han formado y en el que se desenvuelven. Al mismo tiempo, el esfuerzo por comprender las razones de los otros conduce, si se acepta correr ese riesgo, a sacar a luz las contradicciones entre sistemas de valores diferentes y, por ende, a poner en duda las certezas, los hábitos y las normas de comportamiento del antropólogo. Estas investigaciones, que inevitablemente trastornan tanto a la comunidad estudiada como al investigador, muestran claramente que no existen culturas discretas encerradas sobre sí mismas, sino que en su lugar aparecen prácticas culturales cambiantes, híbridas, abiertas a influencias externas, que no logran constituir un sistema lógico, total y autosuficiente, sino que se despliegan formando retazos parciales de coherencia. Aquello que muchos antropólogos denominan “cultura” —concepto al que recurren como explicación en última instancia— no es otra cosa sino lo que los investigadores no han logrado comprender de los otros por falta de un trabajo de campo más profundo, más minucioso y más sistemático, como bien señala Alban Bensa, retomando las enseñanzas de su amigo y colega Jean Bazin. Por estas razones, el antropólogo francés es un gran defensor del trabajo de campo intensivo de larga duración —hablamos de décadas, no de años—, de la lenta y paciente construcción de una sólida erudición —que es la única forma en que es posible comprender un mundo en el que no se ha crecido y de interpretar con un mínimo de confiabilidad las acciones de los otros—. Lógicamente, Alban Bensa es también partidario de lo que él denomina una “conceptualización baja”, es decir, de la elaboración de conceptos que permitan, no elaborar grandes teorías abstractas que ofrezcan explicaciones generales a fenómenos particulares, sino que hagan posible comparar descripciones detalladas de distintas realidades para distinguir sus especificidades —lo que supone al mismo tiempo señalar lo que tienen en común. Nada de lo reseñado aquí es ajeno a la mejor tradición antropológica mexicana que siempre mantuvo un diálogo fructífero con la historia, que se pensó como la mejor forma de abordar los grandes problemas nacionales, que se propuso influir en la opinión pública y en las políticas del Estado y que promovió el trabajo de campo participante, intensivo y prolongado como su más valiosa y específica aportación a las disciplinas sociales. Sin embargo, esta tradición se ha preocupado poco por construir una defensa sistemática, basada en una rigurosa reflexión epistemológica, de sus métodos y propósitos. Ahora que las frívolas modas académicas llegadas de Estados Unidos y su verborrea teórica se esfuerzan por desprestigiar tanto las investigaciones de campo empíricas, sistemáticas, profundas y rigurosas, como la lenta construcción de una erudición local y regional, el libro de Alban Bensa, Después de Lévi-Strauss, debería incitarnos a explicitar de manera sistemática las bases filosóficas de la investigación empírica, de la etnografía y de la narración histórica para mostrar que no se trata de formas ingenuas de investigación social, que rehuyen de la “teoría” por pereza o ignorancia, sino por el contrario, que se han erigido sobre una conciencia clara de su especificidad ante las ciencias naturales, dada la 6 capacidad creativa y simbolizadora de los seres humanos. Sólo así podremos revalorar la importancia de estudiar los fenómenos sociales a un nivel micro para empezar a poner en duda las explicaciones simplistas que nos ofrecen todos los días los políticos, los medios masivos de comunicación y los comentaristas todólogos.