Karaí vivía en San Ignacio, una localidad cercana a Candelaria, en la actual provincia de Misiones, que era la capital de la población guaraní ubicada en las tierras del noreste argentino, sur del Brasil y el Paraguay. Karaí era hijo del cacique de una de las tribus y, por su preparación, cuando se enteró de la llegada de los Jesuitas a la zona, comprendió que las novedades que llevaban esos gringos no iban a ser un verdadero progreso para su pueblo. Karaí tenía diecisiete años y, según las costumbres de su cultura, se consideraba que estaba preparado para casarse y formar una familia. La prometida se llamaba Irupé, una bella muchachita de dieciséis con la que compartía muchas tardes en el monte. Su padre aceptó ir a vivir con su gente a la misión jesuítica de San Ignacio, y él estaba destinado a heredar los privilegios a los que accedió el cacique al aceptar mudarse a la misión. En realidad no era lo mejor, pero resultaba más conveniente que someterse a la esclavitud de los bandeirantes que, obedeciendo a la política de expansión de los conquistadores portugueses, organizaban cacerías humanas para capturar guaraníes y esclavizarlos. Sin embargo, al poco tiempo de vivir en la misión, Karaí comprobó que se confirmaba su intuición de que esa salida era apenas un intento de defensa y no un verdadero progreso para su pueblo. Así fue que comenzó a planear irse con Irupé para establecerse nuevamente en el monte. Decidió renunciar a los beneficios que ya tenía y a los que iba a adquirir por ser hijo del cacique y, entonces, con su mujer ya embarazada y un puñado de amigos, emprendió el viaje. La despedida fue muy dolorosa, y el cacique sentía que perdía a su hijo, pues suponía que la vuelta al monte era la muerte segura. Sin embargo, respetaba la decisión y comprendía que su hijo quisiera mantener pura su lengua y sus costumbres, sus dioses y sus sueños, pero sentía como si una lanza se le clavara en el pecho. Pasaron varias penurias y muchos días, que debieron invertir para internarse en el monte hasta encontrar un lugar apropiado donde residir. Ya corría el año 1737, y mientras, en la misión, su pueblo iba, paulatinamente, fundiéndose con la lengua y las costumbres españolas, los integrantes del grupo de valientes que acompañó a Karaí conservaban intacta su cultura. En 1768, los jesuitas debieron abandonar las misiones, y los guaraníes quedaron a merced de los conquistadores para, finalmente, ser asolados por las guerras de frontera de los comienzos del 1800. Karaí ya era un gran cacique, amado por su mujer, sus hijos y sus nietos; respetado por su pueblo y venerado por su decisión valiente. Las generaciones que lo sucedieron comprendieron que es posible alcanzar la felicidad si uno es capaz de mantenerse fiel a las propias raíces y a su propia identidad. Fin